Jon Fosse, el explorador del silencio

Jon Fosse, el explorador del silencio

La prosa de Jon Fosse, ganador del Nobel de Literatura 2023, avanza con calma como largas olas mientras sus personajes prefieren ignorar el gigantesco iceberg de la tragedia y divagar alrededor de sus límites: de vez en cuando se atreven a comentar el dolor con una palabra o expresión delicada, que permita seguir la conversación.

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El 5 de octubre de 2023 la Academia Sueca concedió el premio Nobel de Literatura al escritor noruego Jon Fosse “por sus obras y prosa innovadoras, que dan voz a lo indecible”. Pudieron agregar que no se concentra en lo novelesco sino en lo artístico. Que sus narradores cuentan las andanzas de diversos gemelos suyos por un universo en el que viven sus otros yo: el que fue, el que es, el que pudo ser, el que podría ser, de manera que distintas posibilidades existenciales conviven en una misma novela sin aparente esfuerzo, gracias a la prosa de Fosse. Los multiversos ya tienen quién los escriba.

Aunque es autor de casi cincuenta títulos traducidos a cuarenta idiomas, entre obras dramáticas, novelas, ensayos y libros infantiles, Fosse era poco conocido fuera de Europa hasta hace poco. Editores independientes como Christian Bourgois, Fitzcarraldo, Nórdica y De Conatus comparten el mérito de apostar por el dueño de una prosa experimental y arrebatadora, heredera del desencanto de Beckett e Ibsen, y gemela de Thomas Bernhard por la voluntad de crear un relato torrencial, que atrape desde las primeras líneas.

Nacido en 1959, Fosse se describe a sí mismo como “un tipo raro, de la parte oeste de Noruega, en la zona rural”, como le dijo a The New Yorker. Estudió literatura comparada en la universidad de Bergen, tradujo a Georg Trakl, a Franz Kafka y a los principales trágicos griegos; publicó su primera novela, Rojo, negro, en 1983, a la cual le siguieron Melancolía I y II, Mañana y tarde, Aliss en el fuego, y las monumentales Trilogía y Septología, las obras mayores de su narrativa. Luego de dedicarse al teatro durante décadas, Fosse sufrió una crisis alcohólica que lo llevó a un sanatorio. De allí salió recuperado, convertido al cristianismo y casado. En 2010 obtuvo el premio Internacional Henrik Ibsen.

El iceberg de la tragedia

La prosa de Fosse no genera un remolino sino una fuertísima marejada. Mientras que las novelas de Bernhard giran alrededor de un hecho central que obsesiona y desequilibra al narrador de lengua alemana, las novelas de Fosse fluyen hacia delante, en pos de un evento que ilumine los misterios del protagonista, sin pasar dos veces por el mismo instante.

“Nadie lee mis novelas por la trama”, bromeaba Fosse con The Financial Times en 2018 y tiene razón: cualquiera que abra sus novelas podrá dar fe del ritmo hipnótico que cobran de inmediato las frases del narrador, los sucesivos misterios que el relato propone al lector en torno a la identidad del protagonista, las escenas que desarrollan un drama complejo a través del mínimo de recursos posibles;  las situaciones realistas que parecen desembocar en un terreno peculiar, ubicado a medio camino entre lo fantástico y lo onírico, pero en especial las divagaciones del narrador en torno al arte, el amor, la vida humana y la divinidad.

La riqueza de temas y personajes no debe soslayarse. En la monumental Septología, la más ambiciosa de sus novelas hasta ahora, abre un nuevo punto de partida a través de un recuento de personajes e historias que aparecieron en obras previas del autor, con lo cual cada presencia, cada escena comparte la solidez que sólo puede aportar el conocimiento profundo de un grupo de personajes y sus problemas y maneras de expresarse. Fosse comenzó a crear su propio universo de seres imaginarios desde que tenía doce años. “No escribo sobre personajes en el sentido convencional del término. Escribo sobre la humanidad”, le dijo a Le Monde en 2003. Pintores en el angustioso trance entre el cuadro terminado y el que sigue, alcohólicos terminales que ya no pueden dejar de temblar, mujeres abandonadas por sus maridos, artistas que rehuyen la compañía de las personas tienen algo en común: conscientes de los dramas que viven sus interlocutores, cada vez que se topan con ellos prefieren ignorar el gigantesco iceberg de la tragedia y divagar alrededor de sus límites: a lo mucho, de vez en cuando se atreven a comentar el dolor con una palabra o expresión delicada, que permita seguir la conversación. Convencido de que el silencio y lo que no se dice son más importantes que lo efectivamente dicho, Fosse explora el perfil exterior de la tragedia, como quien la encierra en un dibujo circular, trazado por las repeticiones y los silencios de sus protagonistas.

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Martín Solares dibuja la trama del libro Septología (2019), de Jon Fosse, como si fueran largas olas.

Martín Solares dibuja la trama del libro Septología (2019), de Jon Fosse, como si fueran largas olas.

La avalancha existencial

Dos elementos del paisaje se hacen presentes en las novelas de Fosse: las avalanchas y los fiordos. El primero, que no presenciamos nunca, pero cuya amenaza pende sobre los personajes, llega a ser la metáfora de una crisis existencial inminente y devastadora, bajo la cual viven todas las criaturas, tal como se advierte en Melancolía o en Septología. Los fiordos, en cambio, prometen espacios de embeleso: si bien hay que cruzar mares picados, de una oscuridad abrumadora para alcanzarlos, ofrecen instantes de alegría con un gusto paradisiaco.

Como ocurre en un narrador para el cual el paisaje es un elemento importante, la contemplación de los otros es parte esencial de sus obras. En Septología, un buen porcentaje de la historia son escenas en las que el narrador o su doble contemplan el desastre interior o la felicidad de los otros. Esa actitud, luego de tocar fondo y permitir la comprensión de las circunstancias, conduce a momentos en que el narrador goza de cierta sensación de paz. Como le dijo a The New Yorker, cuando escribimos para nosotros mismos creamos un lugar seguro, un refugio en el cual uno quisiera permanecer, y al mismo tiempo, la escritura también abre nuevas rutas a lo desconocido, que permiten explorar los límites del ser humano.

Y es en la exploración de esos límites que la obra de Fosse destaca sobre muchos narradores contemporáneos, al grado que habría que compararlo con las aportaciones de Joyce o Faulkner. Uno de los recursos más sorprendentes en las novelas de Fosse es la habilidad del narrador para saltar de su punto de vista al de cualquier otro personaje: basta con que el narrador se imagine que está en otro lugar, o que “se vea a sí mismo”, como él escribe, para que el desplazamiento ocurra. En menos de un parpadeo saltamos de un punto de vista a otro, lo adoptamos en profundidad y conocemos la dramática vida interior de los personajes. En El otro nombre saltamos del atribulado narrador a un joven sin preocupaciones que se da cita en un parque con su novia; de allí nos trasladamos a la mente de un pintor en plena crisis alcohólica, que cae de camino a la taberna y casi simultáneamente, a las impresiones de los borrachos ahí congregados, para finalmente volver al personaje inicial. Gracias a este narrador metamórfico, capaz de transiciones tan brutales, apoyadas en recursos sencillos, casi invisibles, Fosse aporta una estrategia novedosa para narrar, distinta a las que hemos usado en los últimos cien años y demuestra la eficacia de su principal herramienta literaria. Como ocurre en Mientras agonizo o en Pedro Páramo, la historia contada en los siete volúmenes de Septología ocurre en un solo instante, donde todos los eventos son simultáneos, y al igual que en Cuento de Navidad de Dickens o en “El jardín de senderos que se bifurcan”, todo esto le da a la más lograda de sus obras un sabor fantasmagórico.

El narrador fantasma y el doble del protagonista

Desde las primeras páginas, El otro nombre nos sume en el desconcierto: ¿existe un doble del protagonista –que incluso lleva su nombre y comparte oficio, historia y salud– y vive como él, apartado del mundo? ¿O se trata de una proyección que el héroe hace de sí mismo, una manera de alejar los recuerdos de las tragedias vividas y depositarlas en un ser imaginario? ¿No será que el pintor se desprendió de su cuerpo y es una especie de fantasma condenado a revivir una historia, a mirar el último cuadro en proceso en su estudio y a salir de modo recurrente hasta encontrarse a sí mismo? A mitad de la novela ocurre un giro imprevisto: otro personaje asegura que el doble existe. De golpe, la certeza de que el narrador era un fantasma se desvanece, o bien su existencia y verosimilitud aumenta, y nos vemos obligados a plantear otra pregunta: ¿existe el narrador? La realidad que nos ha contado hasta ahora, ¿es imaginaria o efectivamente tuvo lugar? ¿No será que nosotros, los lectores –gracias al talento de Fosse– percibimos la ilusión del mundo tal como la vive este personaje, y estamos inmersos en un espejismo? Por supuesto, es ridículo plantearse esto mientras uno lee una ficción, pero el relato nos obliga a sacar estas conclusiones, y a recordar que una gran obra de ficción cuestiona la realidad que nos cuenta y la realidad que vivimos.

Un dato digno de tomar en cuenta en el caso de Fosse es su conversión al catolicismo. Por fortuna, lejos de representar una ideología restrictiva y determinante del rumbo de la historia, la presencia de ideas y oraciones católicas está plenamente justificada por el perfil de los personajes. El protagonista del primer volumen de la Septología es un pintor que atraviesa una fuerte crisis personal luego de la muerte de su pareja de toda la vida, pero sus menciones a la religión católica no son ni doctrinarias ni dogmáticas, e incluso se permite hacer algunas críticas o comentarios de gran lucidez a la lógica que el cristianismo ha heredado durante siglos a sus creyentes.

Mucho más que explorar la religión católica, en esta heptalogía al narrador le interesa el misterio de la creación artística, en particular esas imágenes que obsesionan a los novelistas y no los dejan en paz hasta que se deciden a escribirlas, y confiesa su afición por los misterios: “Resulta imposible entender claramente qué dicen, sin duda, puedo pensar que la imagen dice esto o aquello, claro que puedo, y claro que lo hago y lo que la imagen dice también soy capaz de pensarlo, pero nunca lo que dice realmente, porque la imagen no se deja comprender del todo, es como si no fuera del todo de este mundo”. La única manera de captar semejantes desdoblamientos de los personajes y la hondura de estos misterios fue con un tipo particular de escritura.

Tal como le confesó a la revista Granta, luego de dedicarse durante décadas a la concentrada intensidad de sus obras de teatro: Fosse quería escribir una prosa diferente a la de sus obras dramáticas, lenta en comparación, pero capaz de lograr que el lenguaje se moviese con calma, que las escenas ocurriesen “como si fueran largas olas”, de modo que fuera posible otorgar a cada momento el tiempo necesario para lograr cierto brillo, cierta luz a la que solo se accede cuando uno contempla en silencio lo que no se puede decir y quizás está oculto tras el lenguaje mismo. Como él mismo aclaró: “Para mí, escribir es una manera de escuchar. No sé qué estoy escuchando, pero lo hago. Y entonces la escritura más o menos se escribe a sí misma. Con frecuencia, al llegar a cierto punto, tengo la sensación de que lo que escribo ya está escrito y que sólo tengo que registrarlo antes de que desaparezca”.

Eso es lo que ofrecen las novelas de Jon Fosse: la posibilidad de explorar un segundo lenguaje tras el relato, un lenguaje silencioso que nos explica de qué trata la vida y de qué trata la historia. Quienes se atrevan a seguir este viaje delicioso, cargado de dramas y situaciones fantasmagóricas encontrarán que el autor los ha llevado a otro tiempo y otro lugar.

En “La importancia de la novela”, Karl Ove Knausgard, uno de los alumnos más célebres de Jon Fosse, escribió que a Rainer Maria Rilke la música podía elevarlo y llevarlo “a otro lugar”. Esto sucede también con los libros de Jon Fosse.


MARTÍN SOLARES es escritor mexicano autor de los libros Los minutos negros (2006), Cómo dibujar una novela (2014), No manden flores (2015). Nació en Tampico, Tamaulipas, el 29 de agosto de 1970. Doctor en Estudios Ibéricos y Latinoamericanos en La Sorbona. Se ha desempeñado como editor en Almadía, Océano y Tusquets y ha colaborado como articulista en La Jornada, Milenio, Proceso, Reforma.


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