György Ligeti: crear un nuevo tipo de música a partir de la nada

Construir un nuevo tipo de música a partir de la nada

¿Cómo huir del conformismo musical? La respuesta es escuchando a György Ligeti, uno de los mayores compositores contemporáneos. Nunca se resignó a los dictados de la época y, por eso, su música no es mansa, sino excepcional siempre. Este año se celebran cien de su nacimiento y la Filarmónica de la UNAM le ha dedicado parte de su programa.

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Con agradecimiento para Fernando Carrasco.

La otra noche fui a la Sala Nezahualcóyotl, en el Centro Cultural Universitario, a escuchar un concierto que me pareció sublime. Subrayo este verbo y este adjetivo escasamente serios. Esta es una nota puramente impresionista, que únicamente contiene mis pareceres, en contraste con los textos críticos de músicos, conocedores y personas serias; aunque este no sea el lugar propicio para defender el impresionismo opinativo, sí creo que los diletantes tenemos el mismo derecho que los especialistas a tratar el tema que deseamos. Regreso. El programa de esa noche presentaba obras de György Ligeti, Béla Bartók y Serguéi Rajmáninov.

La pieza de György Ligeti que interpretó la Orquesta Filarmónica de la UNAM esa noche fue Atmosphères. Era la primera vez que la escuchaba en una sala de conciertos y también fue la primera obra del programa. Mientras los músicos la interpretaban, vinieron a mi cabeza escenas de 2001: Odisea del espacio (1968), de Stanley Kubrick. Atmosphères se presenta en el inicio de la película y en el alucinante final, cuando Dave desconecta a Hal y observa insólitos fenómenos estelares, fosforescencias intermitentes y figuras cambiantes que rotan frente a sus ojos.

Que en estos meses los melómanos tengamos oportunidad de escuchar a György Ligeti se debe a que el 28 de mayo se celebró el centenario de uno de los compositores que mayor huella han dejado en el desarrollo de la música para concierto contemporánea. La Filarmónica de la UNAM decidió dedicar parte de su programa al músico nacido en Transilvania. El ciclo Foco Ligeti se ha encargado de revisitar algunos momentos de su trayectoria, de la mano de su director titular, Sylvain Gasançon.

En esa ocasión, un gran número de asistentes se miraban atónitos y con escepticismo al finalizar Atmosphères, sin saber bien qué acababan de escuchar. Algunos reían, otros refunfuñaban y unos más aplaudían ritualmente. Desde luego, las ovaciones fueron de mucho menor duración y menos efusividad que las que colmaron el espacio al terminar el taquillero Concierto núm. 2 para piano y orquesta de Serguéi Rajmáninov, de quien por cierto este año se conmemoran ciento cincuenta de su nacimiento.

En Atmosphères, compuesta en 1961, al igual que en varias piezas del mismo periodo, se escucha un bloque de sonido continuo y aparentemente estático en el cual es difícil distinguir el sonido de cada instrumento: “la textura sonora es tan densa que las voces instrumentales individuales entretejidas son absorbidas por la textura general y pierden completamente su individualidad”, se expresó György Ligeti alguna vez sobre esta composición.

Nótese cómo el compositor recurre a una metáfora para referirse a su propia música. Uno de los problemas a los que se enfrenta quien escribe sobre este arte es traducir al lenguaje verbal una expresión autónoma. Necesariamente lo que se diga de tal o cual obra está lejos de ceñir aquello que se desea describir. Si se dice “el impetuoso Beethoven” o “la melodía cadenciosa de Chopin” hay una trampa, se crea una metáfora; es imposible nombrar la música en su especificidad; ocurre exactamente lo mismo cuando los más informados mencionan la coloratura, los racimos de notas (clusters) o la microtonalidad. Especialistas y amateurs damos rodeos.

György Ligeti ha relatado que Atmosphères surgió luego de un sueño: “Estaba solo en una calle de Budapest. Tenía una visión, puede decirse que fue una visión, aunque acústica; esta visión sonora se me aparecía sin melodía o armonía, era totalmente estática, y comenzaba a cambiar”. Quien escucha las piezas de este periodo —Atmosphères, Lontano (1967) o Volumina (1961-62)— puede tener la sensación de permanecer atrapado en una red acústica homogénea (no debe extrañarnos que Ligeti haya hablado de su fascinación y miedo por las telarañas).

En su libro György Ligeti: Music of the Imagination, el crítico Richard Steinitz ha comparado Atmosphères con una nube: “La actividad microscópica de la parte de cada intérprete está trazada con inmenso cuidado; pero en lugar de líneas simples, escuchamos solo la homogeneidad del todo. A veces, la nube resultante cuelga inmóvil; en otra parte tiembla con energía, zumbando como una colmena. Ligeti moldea sus detalles más recónditos para lograr efectos de crecimiento y declive, contrastes de registro y timbre, momentos de salvaje violencia junto a otros de misteriosa y resonante estasis”.

Además de Atmosphères, en 2001: Odisea del espacio se escuchan otras dos obras sorprendentes de Ligeti, religiosas y corales, Requiem (1963-1965) y su continuación, Lux Aeterna (1966). La primera, considerada una de las más importantes en la trayectoria del compositor e influida por la música polifónica del siglo XV, causó furor en su estreno en Estocolmo en 1965, mientras que la segunda destaca por su pureza. György Ligeti era judío, por lo que llama la atención que haya elegido textos de la tradición cristiana.

A pesar de no haberse adscrito a un credo en particular —él rehuía de las definiciones, señalando que no era creyente y tampoco ateo—, el sentimiento religioso no fue ajeno a su existencia. Vivió en su juventud la muerte de su padre, su hermano, su tío y su tía en Auschwitz, mientras él permanecía internado en un campo de trabajo forzado, lo que forjó su melancolía. La aprensión y el desasosiego lo acompañaron, lo que explica su vocación: “el miedo a la muerte, la imaginería de los hechos espantosos y una forma de enfriarlos, congelarlos a través de la alienación, que es resultado de una expresividad excesiva”, describió.

A la melancolía y la búsqueda obsesiva en sus partituras, debe sumarse otro elemento fundamental, que comparte con autores como Elias Canetti o Samuel Becket, su carácter apátrida. Él mismo lo cuenta: “Nací en 1923 en Transilvania como ciudadano rumano. Sin embargo, de niño no hablaba rumano, ni mis padres eran transilvanos… Mi lengua materna es el húngaro, pero en realidad no soy un verdadero húngaro, ya que soy judío. Sin embargo, no soy miembro de una congregación judía, por lo que soy un judío asimilado. Sin embargo, no estoy completamente asimilado, porque no estoy bautizado. Hoy, como adulto, vivo en Austria y Alemania y soy ciudadano austriaco desde hace mucho tiempo. Pero tampoco soy un auténtico austriaco, solo un inmigrante, y mi alemán siempre tendrá acento húngaro”, cuenta Ligeti.

Tal vez esta falta de un centro gravitatorio en su residencia definió la diferencia y la particularidad de toda su obra. Si bien reconoce la importancia y magisterio del gran compositor húngaro Béla Bartók en su formación, no puede decirse que su música sea su heredera; aunque en sus partituras está presente de forma innegable la tradición musical de Occidente, desde los cantos gregorianos hasta Bach, sus piezas no imitan o calcan las formas del pasado. No obstante que mantuvo una relación amistosa y de colaboración con músicos de la vanguardia europea, como Karlheinz Stockhausen, Pierre Boulez o Bruno Maderna, muy pronto se alejó de sus convenciones.

Las obras de György Ligeti de la década de los sesenta son de las más conocidas, pero existen periodos con trabajos de otras características. Lo que es evidente es la singularidad y originalidad en sus composiciones. Su propensión por lo excepcional parece haber estado presente desde sus piezas más tempranas, pertenecientes a una época en la que concibió la idea de una música estática, autónoma, sin desarrollo ni ritmos convencionales.

“En 1951 comencé a experimentar con estructuras muy simples de sonoridades y ritmos con el fin de construir un nuevo tipo de música a partir de la nada. Mi enfoque era francamente cartesiano, en el sentido de que consideraba toda la música que conocía y amaba como irrelevante para mi propósito. Me planteaba problemas como los siguientes: ¿qué puedo hacer con una sola nota?, ¿con su octava?, ¿con un intervalo?, ¿con dos intervalos?”, rememoraba el compositor.

El fruto de estos cuestionamientos fue el conjunto de piezas para piano Musica Ricercata (1951), primera obra de su autoría que formó parte del repertorio cotidiano de las salas de concierto y que, por cierto, se escucha en otra película de Kubrick, Eyes Wide Shot (1999). En estas piezas es patente la idea de desmarcarse de lo que habían hecho sus predecesores inmediatos, como Béla Bartók.

En adelante, la música de György Ligeti encontró otros derroteros, siempre buscando la experimentación sonora, ya sea en sus obras dramáticas, como Aventures (1966), en la que tres cantantes resoplan, ríen y balbucean, o en su ópera Le Grand Macabre (1974-77), una parábola acerca de la guerra, con elementos del teatro del absurdo y la danza de la muerte medieval; la exploración de distintos instrumentos, como en Poème symphonique pour 100 metronomes (1962) o en Hungarian Rock (1978) y Passacaglia ungherese (1978) —estas dos últimas para clavecín—; o sus sorprendentes obras corales, como Nonsense Madrigals (1988) o Phantasien (1983), dedicada a Friedrich Hölderlin. También sobresalen sus composiciones electrónicas de finales de la década de los cincuenta, como Artikulation (1958) o Glissandi (1957), que anticipan algunas obras creadas con medios más sofisticados en la actualidad.

Hoy en día, en una época colmada por el conformismo y las recetas prefabricadas, la domesticación del arte y los consensos condescendientes, la obra y el espíritu de György Ligeti se mantienen como un bastión que se opone a toda forma de resignación y mansedumbre. Por eso, es necesario escucharlo.

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