Cuando las reseñas nos permitían imaginar la música

Cuando las reseñas nos permitían imaginar la música

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Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy en día las plataformas como Spotify nos permiten oír de inmediato una pieza musical. Antes, cuando no existían, teníamos que acudir a las reseñas para imaginar toda esa música que aún no habíamos escuchado y a la que no podíamos acceder tan fácilmente. ¿Qué diferencias hay entre una experiencia y otra?, ¿todavía vale la pena leer sobre música, imaginar sonidos, acordes y melodías a través de palabras? Al hacerse estas preguntas, este ensayo también explora el papel que han jugado los críticos en la apreciación musical.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Tania Nieto.

En la era anterior a Internet, hubo siempre un periodo de gracia en que muchas personas solo teníamos música “imaginada”. Las recomendaciones de discos o las crónicas de conciertos que aparecían en las revistas hablaban de un montón de grupos y canciones que muchos lectores no estábamos en posibilidades de conocer, todavía menos si vivíamos en las ciudades alejadas de la mano de Dios, como Campeche, a donde las novedades discográficas tardaban años en llegar, si es que alguna vez lo hacían. Las publicaciones de la época, como Kerrang! o Banda Rockera, atendían una multitud de álbumes de metal, entre otros subgéneros, echando mano de expresiones como “batería a mil por hora” o “guitarra como una motosierra” que, se supone, daban una pista del tipo de sonidos que había en cada canción. En un mundo en el que no existían las plataformas de audio o video, teníamos que reconstruir la música a través de las reseñas, las portadas de los discos o la imagen de los grupos, en el entendido de que un cuarteto de gigantes nórdicos con crucifijos en el pecho no sonaría igual que una camarilla ataviada en ropa de leñador.

Nuestro caso no era excepcional. En la década de los ochenta, un Kurt Cobain de quince años se enamoró del punk rock como idea antes de conocer siquiera un solo álbum, lo que me hace pensar que la “música imaginada” era una experiencia común al menos para cierto tipo de chicos en cierto tipo de entornos. Según cuenta Michael Azerrad en su biografía de Nirvana Come as you are (Contra, 2021), Cobain “empezó a seguir las peripecias de los Sex Pistols en la revista Creem” y al vivir en Aberdeen, una ciudad desconectada del resto de Washington, “no tenía ningún disco de punk rock, así que no sabía cómo sonaba. A solas en su habitación, se dedicaba a tocar lo que él pensaba que sonaría a punk rock: ‘tres acordes y muchos gritos’”. Cuando, algunos años más tarde, el futuro cantante de Nirvana logró escuchar a The Clash, “se quedó decepcionado al ver que no sonaba como él creía que el punk debería sonar”.

De acuerdo con Cobain, el punk tendría que haber sido “obsceno” (raunchy en sus propias palabras, “guarro” en la traducción española del libro) para llegar a los estándares que él mismo se había imaginado leyendo revistas de rock. Pero ¿qué tipo de melodías, armonías y ritmos podían hacerse acreedores de tal adjetivo? El propio Cobain no lo tenía muy claro, pero estaba seguro de la sensación de “desagrado” que, a su parecer, debería despertar aquella música. En sus primeras composiciones, trataba de “tocar de la manera más guarra posible. Subía el volumen de mi amplificador pequeñito todo lo que daba de sí”. Hacer sonar un subgénero que nunca había escuchado era para él casi como una misión. “Era sin duda una buena manera de desahogarse. Me lo tomaba como un trabajo”.

Lo que el adolescente Cobain corroboró con sus intentos por crear punk desde la imaginación es que las palabras moldean nuestra idea de la música, al grado de crear zonas grises en las que una misma expresión resulta repelente para algunos lectores y fascinante para otros. Yo, por ejemplo, recuerdo con particular viveza la manera en que la enciclopedia de mi niñez hablaba de La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, no sabría decir si para elogiarla o para hacer suyas las críticas de la época. “Una mezcla de brutalidad, ruidos bárbaros y disonancia”, afirmaba de aquella partitura que, por si fuera poco, había provocado un escándalo durante su estreno en París en 1913. ¿Cómo serían los sonidos –me preguntaba a los doce años– que habían dado origen a esas palabras y a esos disturbios? Cuando por fin pude escuchar la obra más célebre de Stravinski tuve que aceptar, con cierta desilusión, que no era tan provocadora ni tan bárbara como yo creía y que, si de música se trataba, la “brutalidad” y la “disonancia” significaban algo radicalmente distinto para un espectador de principios del siglo XX que para un escucha de los noventa.

La consagración de Stravinski no fue, por mucho, ni la primera ni la última obra en atraer expresiones de condena y repugnancia que, luego, se convirtieron en elogios y estrellitas de aprobación. Más o menos desde principios del siglo XIX no ha faltado en el mundo gente que asegure que la música está en decadencia y quiera demostrarlo con la obra más reciente que tenga a la mano. En su Repertorio de vituperios musicales (Taurus, 2016), el musicólogo Nicolas Slonimsky reunió un número alucinante de reseñas, de los siglos XIX y XX, que juzgaban con visible resentimiento composiciones de Brahms, Schubert y Mahler, entre otros autores ahora considerados canónicos. El libro lleva a la picota decenas de obras magníficas –cuya calidad uno puede verificar en YouTube a la primera oportunidad– tachadas en su tiempo de “decadentes”, “banales”, “faltas de armonía”, “improvisadas” y otras linduras que el volumen organiza en un útil índice alfabético (llama la atención que tantos textos mencionen las palabras “perversión”, “obscenidad” y “gemido” para hablar de Chopin y Debussy, entre otros).

Uno aprende un par de cosas en este compendio lleno de adjetivos, exageraciones y mala leche: que la forma en que describimos un sonido está atravesada por lo que consideramos buena o mala música, y que equivocarnos con una pieza musical es un derecho inalienable a nuestra condición de escuchas. Hay, ya entrados en gastos, un atractivo extra: el libro permite “imaginar” varias obras clásicas a partir de las quejas de los reseñistas de su tiempo. Las Cinco piezas de Anton Webern parecían, según un crítico, “espectros tonales apenas perceptibles, meros jirones y volutas de sonido, unos vapores astrales fugitivos”. ¿Cómo demonios se supone que debe sonar eso? De acuerdo con otro, el Cuarteto para cuerdas número 13, de Beethoven, “evoca una pobre golondrina que revolotea sin cesar, de un modo molesto para la vista y para el oído, en una habitación herméticamente cerrada”. Y yendo todavía más lejos, un historiador de la música dijo que Wagner había compuesto un “estrépito de cacerolas, sartenes y cazuelas” y, en caso de que no quedara lo suficientemente claro, comparó sus composiciones con el ruido de “palos de madera y navajas para cortar cabelleras”.

Si algunas de las mentes más preclaras de la apreciación musical no supieron entender una armonía “extraña” de Richard Strauss o Franz Liszt, ¿no deberíamos nosotros, seres comunes y corrientes, sentirnos más a gusto con nuestro propio criterio, con frecuencia mal informado, poco universalista y en exceso dirigido por el mercado? Escuchar música es una actividad en tiempo presente, que –como asegura el músico y comediante Peter Schickele– rara vez se realiza pensando en si una pieza será o no “una obra maestra del mañana”. La honestidad para hablar de música es indispensable porque no sabemos adivinar el futuro.

Sobre el mismo asunto, resulta por lo menos llamativo que Mariano Peyrou, traductor al español del Repertorio de vituperios musicales, haya escrito más tarde un libro que va precisamente en sentido contrario. Un volumen en el que intenta abrirse paso entre la maleza oscura que crean las palabras para llegar al centro de lo que el autor considera la experiencia musical por excelencia: la escucha desprejuiciada. En Oídos que no ven (Taurus, 2022), Peyrou argumenta que el temor que sentimos por obras “demasiado intelectuales” se debe a que “ciertas ideas nos impiden oír lo que estamos oyendo”. Una buena parte del jazz o la música de vanguardia es más sencilla de apreciar de lo que comúnmente se cree y no es necesario decir que el reguetón te da lecciones sobre decolonialismo para sentirlo parte de tu vida. De acuerdo con Peyrou, disfrutar de la música pasa, en primera instancia, por “desintelectualizarla”, por librarla de los juicios, valoraciones y terminologías que te llevan a estar opinando TODO EL MALDITO TIEMPO. Su apuesta –“una escucha más directa, menos mediatizada por los conceptos”– busca devolverle al oyente experiencias como el asombro, el juego o la confusión, convencido de que las obras musicales que no estás entendiendo también pueden despertar placeres auténticos.

El compositor Felix Mendelssohn decía que la incomodidad que la gente siente respecto a determinadas piezas era porque “no les queda claro lo que deben pensar mientras las escuchan”. En ese sentido, Oídos que no ven se enfrenta a un doble desafío: por un lado, argumentar por qué la música es más sensorial que cerebral y, por el otro, explicar con palabras piezas a menudo consideradas “intelectuales” –como Nuits de Iannis Xenakis o “Thelonious” de Thelonious Monk– en las que los modos habituales de “hacer música” nunca se cumplen en su totalidad. El dodecafonismo –un sistema de composición con el que ni queriendo logras algo cercano a una melodía– puede entenderse como una teoría sobre la que hay que leer mucho, pero también como una experiencia emocionante, porque nos proporciona obras en apariencia caóticas, aunque estructuralmente coherentes, que retan nuestras ideas acerca de qué buscamos cuando escuchamos una canción.

Uno de los grandes hallazgos de este libro son los párrafos que dedica a las Cuatro piezas para una sola nota, de Giacinto Scelsi, una serie orquestal en la que, como su nombre lo indica, se ofrecen dieciséis minutos de una sola nota. De lejos parece una tomadura de pelo, pero cuando uno se enfrenta a la obra en sí misma descubre una de las propuestas más sobrecogedoras que tenga la fortuna de escuchar. “Lo intelectual aquí –afirma Peyrou– consiste en deshacerse de los parámetros más intelectualizados de la música y centrarse en lo puramente sensorial”. Al renunciar a la idea de que una composición debe, por fuerza, formar algo melódico y memorizable, la partitura de Scelsi abre la puerta a los otros elementos de la música, en especial, la variedad de timbres dentro de una orquesta. No es lo mismo un re tocado por un violonchelo que un re tocado por un trombón. Cada instrumento puede transmitirnos cosas distintas solo por el tipo de sonido que produce. Lo fascinante de las Cuatro piezas de Scelsi es que, como bien apunta Peyrou, no se limitan a ser un simple experimento vanguardista, sino que “funcionan perfectamente como música: son emocionantes, tensas, imaginativas, sutiles y variadas, y están llenas de sorpresas”.

La misma composición dodecafónica de Schönberg, que mucha gente ha calificado de “demasiado culta”, a otros les ha parecido “demasiado vulgar”, dos categorías que en la actualidad siguen sirviendo para echar pestes sobre lo que escuchan los demás. Ambas apreciaciones, sin embargo, están parcialmente en un error. Toda composición –de las Invenciones de Bach a Tití me preguntó– es “intelectual” porque nuestra comprensión de las estructuras musicales está marcada de manera inevitable por la cultura, pero, por similares motivos, es también emocional e incluso corporal si es que somos lo suficientemente audaces para ampliar nuestra idea de corporalidad. Las canciones pueden ser bailables, tarareables o perfectas para el slam, pero la falta de aire que uno siente en el pecho cuando escucha una pieza “difícil”, como Atmosphères de György Ligeti, es también una reacción fisiológica.

Con la vista puesta en las anécdotas, las declaraciones de músicos, los estudios etnográficos y una multitud de obras que van del Bolero de Ravel a los Sex Pistols, Peyrou intenta una tercera vía –la del oído– al viejo dilema entre la música para sentir y la música para hacer pensar. Aunque en lo general estoy de acuerdo con el autor, no me queda tan claro que la experiencia musical pueda prescindir de las palabras y del bagaje de conceptos que ha moldeado nuestro gusto, sobre todo si esas experiencias pueden darse incluso en silencio, como cuando leemos libros, atendemos reseñas o tuiteamos sobre lo excitante que fue el concierto de la noche anterior. En todo caso, sería raro escribir –como el autor– trescientas páginas de un ensayo cuyo único mensaje fuera “abre los oídos” si no aceptáramos que la música, si bien actúa mientras la escuchamos, también actúa después (Sacha Guitry dijo famosamente que “cuando escuchas una obra de Mozart, el silencio que sigue también es de Mozart”). Peyrou demuestra, eso sí, que las ideas pueden inhibir a veces nuestro apetito musical, pero no es raro que lo despierten. “Dejarse llevar”, recomienda este libro, una invitación a volverse más curiosos con la música utilizando la mente, pero también el cuerpo. Como los niños.

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En la era anterior a Internet, hubo siempre un periodo de gracia en que muchas personas solo teníamos música “imaginada”. Las recomendaciones de discos o las crónicas de conciertos que aparecían en las revistas hablaban de un montón de grupos y canciones que muchos lectores no estábamos en posibilidades de conocer, todavía menos si vivíamos en las ciudades alejadas de la mano de Dios, como Campeche, a donde las novedades discográficas tardaban años en llegar, si es que alguna vez lo hacían. Las publicaciones de la época, como Kerrang! o Banda Rockera, atendían una multitud de álbumes de metal, entre otros subgéneros, echando mano de expresiones como “batería a mil por hora” o “guitarra como una motosierra” que, se supone, daban una pista del tipo de sonidos que había en cada canción. En un mundo en el que no existían las plataformas de audio o video, teníamos que reconstruir la música a través de las reseñas, las portadas de los discos o la imagen de los grupos, en el entendido de que un cuarteto de gigantes nórdicos con crucifijos en el pecho no sonaría igual que una camarilla ataviada en ropa de leñador.

Nuestro caso no era excepcional. En la década de los ochenta, un Kurt Cobain de quince años se enamoró del punk rock como idea antes de conocer siquiera un solo álbum, lo que me hace pensar que la “música imaginada” era una experiencia común al menos para cierto tipo de chicos en cierto tipo de entornos. Según cuenta Michael Azerrad en su biografía de Nirvana Come as you are (Contra, 2021), Cobain “empezó a seguir las peripecias de los Sex Pistols en la revista Creem” y al vivir en Aberdeen, una ciudad desconectada del resto de Washington, “no tenía ningún disco de punk rock, así que no sabía cómo sonaba. A solas en su habitación, se dedicaba a tocar lo que él pensaba que sonaría a punk rock: ‘tres acordes y muchos gritos’”. Cuando, algunos años más tarde, el futuro cantante de Nirvana logró escuchar a The Clash, “se quedó decepcionado al ver que no sonaba como él creía que el punk debería sonar”.

De acuerdo con Cobain, el punk tendría que haber sido “obsceno” (raunchy en sus propias palabras, “guarro” en la traducción española del libro) para llegar a los estándares que él mismo se había imaginado leyendo revistas de rock. Pero ¿qué tipo de melodías, armonías y ritmos podían hacerse acreedores de tal adjetivo? El propio Cobain no lo tenía muy claro, pero estaba seguro de la sensación de “desagrado” que, a su parecer, debería despertar aquella música. En sus primeras composiciones, trataba de “tocar de la manera más guarra posible. Subía el volumen de mi amplificador pequeñito todo lo que daba de sí”. Hacer sonar un subgénero que nunca había escuchado era para él casi como una misión. “Era sin duda una buena manera de desahogarse. Me lo tomaba como un trabajo”.

Lo que el adolescente Cobain corroboró con sus intentos por crear punk desde la imaginación es que las palabras moldean nuestra idea de la música, al grado de crear zonas grises en las que una misma expresión resulta repelente para algunos lectores y fascinante para otros. Yo, por ejemplo, recuerdo con particular viveza la manera en que la enciclopedia de mi niñez hablaba de La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, no sabría decir si para elogiarla o para hacer suyas las críticas de la época. “Una mezcla de brutalidad, ruidos bárbaros y disonancia”, afirmaba de aquella partitura que, por si fuera poco, había provocado un escándalo durante su estreno en París en 1913. ¿Cómo serían los sonidos –me preguntaba a los doce años– que habían dado origen a esas palabras y a esos disturbios? Cuando por fin pude escuchar la obra más célebre de Stravinski tuve que aceptar, con cierta desilusión, que no era tan provocadora ni tan bárbara como yo creía y que, si de música se trataba, la “brutalidad” y la “disonancia” significaban algo radicalmente distinto para un espectador de principios del siglo XX que para un escucha de los noventa.

La consagración de Stravinski no fue, por mucho, ni la primera ni la última obra en atraer expresiones de condena y repugnancia que, luego, se convirtieron en elogios y estrellitas de aprobación. Más o menos desde principios del siglo XIX no ha faltado en el mundo gente que asegure que la música está en decadencia y quiera demostrarlo con la obra más reciente que tenga a la mano. En su Repertorio de vituperios musicales (Taurus, 2016), el musicólogo Nicolas Slonimsky reunió un número alucinante de reseñas, de los siglos XIX y XX, que juzgaban con visible resentimiento composiciones de Brahms, Schubert y Mahler, entre otros autores ahora considerados canónicos. El libro lleva a la picota decenas de obras magníficas –cuya calidad uno puede verificar en YouTube a la primera oportunidad– tachadas en su tiempo de “decadentes”, “banales”, “faltas de armonía”, “improvisadas” y otras linduras que el volumen organiza en un útil índice alfabético (llama la atención que tantos textos mencionen las palabras “perversión”, “obscenidad” y “gemido” para hablar de Chopin y Debussy, entre otros).

Uno aprende un par de cosas en este compendio lleno de adjetivos, exageraciones y mala leche: que la forma en que describimos un sonido está atravesada por lo que consideramos buena o mala música, y que equivocarnos con una pieza musical es un derecho inalienable a nuestra condición de escuchas. Hay, ya entrados en gastos, un atractivo extra: el libro permite “imaginar” varias obras clásicas a partir de las quejas de los reseñistas de su tiempo. Las Cinco piezas de Anton Webern parecían, según un crítico, “espectros tonales apenas perceptibles, meros jirones y volutas de sonido, unos vapores astrales fugitivos”. ¿Cómo demonios se supone que debe sonar eso? De acuerdo con otro, el Cuarteto para cuerdas número 13, de Beethoven, “evoca una pobre golondrina que revolotea sin cesar, de un modo molesto para la vista y para el oído, en una habitación herméticamente cerrada”. Y yendo todavía más lejos, un historiador de la música dijo que Wagner había compuesto un “estrépito de cacerolas, sartenes y cazuelas” y, en caso de que no quedara lo suficientemente claro, comparó sus composiciones con el ruido de “palos de madera y navajas para cortar cabelleras”.

Si algunas de las mentes más preclaras de la apreciación musical no supieron entender una armonía “extraña” de Richard Strauss o Franz Liszt, ¿no deberíamos nosotros, seres comunes y corrientes, sentirnos más a gusto con nuestro propio criterio, con frecuencia mal informado, poco universalista y en exceso dirigido por el mercado? Escuchar música es una actividad en tiempo presente, que –como asegura el músico y comediante Peter Schickele– rara vez se realiza pensando en si una pieza será o no “una obra maestra del mañana”. La honestidad para hablar de música es indispensable porque no sabemos adivinar el futuro.

Sobre el mismo asunto, resulta por lo menos llamativo que Mariano Peyrou, traductor al español del Repertorio de vituperios musicales, haya escrito más tarde un libro que va precisamente en sentido contrario. Un volumen en el que intenta abrirse paso entre la maleza oscura que crean las palabras para llegar al centro de lo que el autor considera la experiencia musical por excelencia: la escucha desprejuiciada. En Oídos que no ven (Taurus, 2022), Peyrou argumenta que el temor que sentimos por obras “demasiado intelectuales” se debe a que “ciertas ideas nos impiden oír lo que estamos oyendo”. Una buena parte del jazz o la música de vanguardia es más sencilla de apreciar de lo que comúnmente se cree y no es necesario decir que el reguetón te da lecciones sobre decolonialismo para sentirlo parte de tu vida. De acuerdo con Peyrou, disfrutar de la música pasa, en primera instancia, por “desintelectualizarla”, por librarla de los juicios, valoraciones y terminologías que te llevan a estar opinando TODO EL MALDITO TIEMPO. Su apuesta –“una escucha más directa, menos mediatizada por los conceptos”– busca devolverle al oyente experiencias como el asombro, el juego o la confusión, convencido de que las obras musicales que no estás entendiendo también pueden despertar placeres auténticos.

El compositor Felix Mendelssohn decía que la incomodidad que la gente siente respecto a determinadas piezas era porque “no les queda claro lo que deben pensar mientras las escuchan”. En ese sentido, Oídos que no ven se enfrenta a un doble desafío: por un lado, argumentar por qué la música es más sensorial que cerebral y, por el otro, explicar con palabras piezas a menudo consideradas “intelectuales” –como Nuits de Iannis Xenakis o “Thelonious” de Thelonious Monk– en las que los modos habituales de “hacer música” nunca se cumplen en su totalidad. El dodecafonismo –un sistema de composición con el que ni queriendo logras algo cercano a una melodía– puede entenderse como una teoría sobre la que hay que leer mucho, pero también como una experiencia emocionante, porque nos proporciona obras en apariencia caóticas, aunque estructuralmente coherentes, que retan nuestras ideas acerca de qué buscamos cuando escuchamos una canción.

Uno de los grandes hallazgos de este libro son los párrafos que dedica a las Cuatro piezas para una sola nota, de Giacinto Scelsi, una serie orquestal en la que, como su nombre lo indica, se ofrecen dieciséis minutos de una sola nota. De lejos parece una tomadura de pelo, pero cuando uno se enfrenta a la obra en sí misma descubre una de las propuestas más sobrecogedoras que tenga la fortuna de escuchar. “Lo intelectual aquí –afirma Peyrou– consiste en deshacerse de los parámetros más intelectualizados de la música y centrarse en lo puramente sensorial”. Al renunciar a la idea de que una composición debe, por fuerza, formar algo melódico y memorizable, la partitura de Scelsi abre la puerta a los otros elementos de la música, en especial, la variedad de timbres dentro de una orquesta. No es lo mismo un re tocado por un violonchelo que un re tocado por un trombón. Cada instrumento puede transmitirnos cosas distintas solo por el tipo de sonido que produce. Lo fascinante de las Cuatro piezas de Scelsi es que, como bien apunta Peyrou, no se limitan a ser un simple experimento vanguardista, sino que “funcionan perfectamente como música: son emocionantes, tensas, imaginativas, sutiles y variadas, y están llenas de sorpresas”.

La misma composición dodecafónica de Schönberg, que mucha gente ha calificado de “demasiado culta”, a otros les ha parecido “demasiado vulgar”, dos categorías que en la actualidad siguen sirviendo para echar pestes sobre lo que escuchan los demás. Ambas apreciaciones, sin embargo, están parcialmente en un error. Toda composición –de las Invenciones de Bach a Tití me preguntó– es “intelectual” porque nuestra comprensión de las estructuras musicales está marcada de manera inevitable por la cultura, pero, por similares motivos, es también emocional e incluso corporal si es que somos lo suficientemente audaces para ampliar nuestra idea de corporalidad. Las canciones pueden ser bailables, tarareables o perfectas para el slam, pero la falta de aire que uno siente en el pecho cuando escucha una pieza “difícil”, como Atmosphères de György Ligeti, es también una reacción fisiológica.

Con la vista puesta en las anécdotas, las declaraciones de músicos, los estudios etnográficos y una multitud de obras que van del Bolero de Ravel a los Sex Pistols, Peyrou intenta una tercera vía –la del oído– al viejo dilema entre la música para sentir y la música para hacer pensar. Aunque en lo general estoy de acuerdo con el autor, no me queda tan claro que la experiencia musical pueda prescindir de las palabras y del bagaje de conceptos que ha moldeado nuestro gusto, sobre todo si esas experiencias pueden darse incluso en silencio, como cuando leemos libros, atendemos reseñas o tuiteamos sobre lo excitante que fue el concierto de la noche anterior. En todo caso, sería raro escribir –como el autor– trescientas páginas de un ensayo cuyo único mensaje fuera “abre los oídos” si no aceptáramos que la música, si bien actúa mientras la escuchamos, también actúa después (Sacha Guitry dijo famosamente que “cuando escuchas una obra de Mozart, el silencio que sigue también es de Mozart”). Peyrou demuestra, eso sí, que las ideas pueden inhibir a veces nuestro apetito musical, pero no es raro que lo despierten. “Dejarse llevar”, recomienda este libro, una invitación a volverse más curiosos con la música utilizando la mente, pero también el cuerpo. Como los niños.

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Hoy en día las plataformas como Spotify nos permiten oír de inmediato una pieza musical. Antes, cuando no existían, teníamos que acudir a las reseñas para imaginar toda esa música que aún no habíamos escuchado y a la que no podíamos acceder tan fácilmente. ¿Qué diferencias hay entre una experiencia y otra?, ¿todavía vale la pena leer sobre música, imaginar sonidos, acordes y melodías a través de palabras? Al hacerse estas preguntas, este ensayo también explora el papel que han jugado los críticos en la apreciación musical.

En la era anterior a Internet, hubo siempre un periodo de gracia en que muchas personas solo teníamos música “imaginada”. Las recomendaciones de discos o las crónicas de conciertos que aparecían en las revistas hablaban de un montón de grupos y canciones que muchos lectores no estábamos en posibilidades de conocer, todavía menos si vivíamos en las ciudades alejadas de la mano de Dios, como Campeche, a donde las novedades discográficas tardaban años en llegar, si es que alguna vez lo hacían. Las publicaciones de la época, como Kerrang! o Banda Rockera, atendían una multitud de álbumes de metal, entre otros subgéneros, echando mano de expresiones como “batería a mil por hora” o “guitarra como una motosierra” que, se supone, daban una pista del tipo de sonidos que había en cada canción. En un mundo en el que no existían las plataformas de audio o video, teníamos que reconstruir la música a través de las reseñas, las portadas de los discos o la imagen de los grupos, en el entendido de que un cuarteto de gigantes nórdicos con crucifijos en el pecho no sonaría igual que una camarilla ataviada en ropa de leñador.

Nuestro caso no era excepcional. En la década de los ochenta, un Kurt Cobain de quince años se enamoró del punk rock como idea antes de conocer siquiera un solo álbum, lo que me hace pensar que la “música imaginada” era una experiencia común al menos para cierto tipo de chicos en cierto tipo de entornos. Según cuenta Michael Azerrad en su biografía de Nirvana Come as you are (Contra, 2021), Cobain “empezó a seguir las peripecias de los Sex Pistols en la revista Creem” y al vivir en Aberdeen, una ciudad desconectada del resto de Washington, “no tenía ningún disco de punk rock, así que no sabía cómo sonaba. A solas en su habitación, se dedicaba a tocar lo que él pensaba que sonaría a punk rock: ‘tres acordes y muchos gritos’”. Cuando, algunos años más tarde, el futuro cantante de Nirvana logró escuchar a The Clash, “se quedó decepcionado al ver que no sonaba como él creía que el punk debería sonar”.

De acuerdo con Cobain, el punk tendría que haber sido “obsceno” (raunchy en sus propias palabras, “guarro” en la traducción española del libro) para llegar a los estándares que él mismo se había imaginado leyendo revistas de rock. Pero ¿qué tipo de melodías, armonías y ritmos podían hacerse acreedores de tal adjetivo? El propio Cobain no lo tenía muy claro, pero estaba seguro de la sensación de “desagrado” que, a su parecer, debería despertar aquella música. En sus primeras composiciones, trataba de “tocar de la manera más guarra posible. Subía el volumen de mi amplificador pequeñito todo lo que daba de sí”. Hacer sonar un subgénero que nunca había escuchado era para él casi como una misión. “Era sin duda una buena manera de desahogarse. Me lo tomaba como un trabajo”.

Lo que el adolescente Cobain corroboró con sus intentos por crear punk desde la imaginación es que las palabras moldean nuestra idea de la música, al grado de crear zonas grises en las que una misma expresión resulta repelente para algunos lectores y fascinante para otros. Yo, por ejemplo, recuerdo con particular viveza la manera en que la enciclopedia de mi niñez hablaba de La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, no sabría decir si para elogiarla o para hacer suyas las críticas de la época. “Una mezcla de brutalidad, ruidos bárbaros y disonancia”, afirmaba de aquella partitura que, por si fuera poco, había provocado un escándalo durante su estreno en París en 1913. ¿Cómo serían los sonidos –me preguntaba a los doce años– que habían dado origen a esas palabras y a esos disturbios? Cuando por fin pude escuchar la obra más célebre de Stravinski tuve que aceptar, con cierta desilusión, que no era tan provocadora ni tan bárbara como yo creía y que, si de música se trataba, la “brutalidad” y la “disonancia” significaban algo radicalmente distinto para un espectador de principios del siglo XX que para un escucha de los noventa.

La consagración de Stravinski no fue, por mucho, ni la primera ni la última obra en atraer expresiones de condena y repugnancia que, luego, se convirtieron en elogios y estrellitas de aprobación. Más o menos desde principios del siglo XIX no ha faltado en el mundo gente que asegure que la música está en decadencia y quiera demostrarlo con la obra más reciente que tenga a la mano. En su Repertorio de vituperios musicales (Taurus, 2016), el musicólogo Nicolas Slonimsky reunió un número alucinante de reseñas, de los siglos XIX y XX, que juzgaban con visible resentimiento composiciones de Brahms, Schubert y Mahler, entre otros autores ahora considerados canónicos. El libro lleva a la picota decenas de obras magníficas –cuya calidad uno puede verificar en YouTube a la primera oportunidad– tachadas en su tiempo de “decadentes”, “banales”, “faltas de armonía”, “improvisadas” y otras linduras que el volumen organiza en un útil índice alfabético (llama la atención que tantos textos mencionen las palabras “perversión”, “obscenidad” y “gemido” para hablar de Chopin y Debussy, entre otros).

Uno aprende un par de cosas en este compendio lleno de adjetivos, exageraciones y mala leche: que la forma en que describimos un sonido está atravesada por lo que consideramos buena o mala música, y que equivocarnos con una pieza musical es un derecho inalienable a nuestra condición de escuchas. Hay, ya entrados en gastos, un atractivo extra: el libro permite “imaginar” varias obras clásicas a partir de las quejas de los reseñistas de su tiempo. Las Cinco piezas de Anton Webern parecían, según un crítico, “espectros tonales apenas perceptibles, meros jirones y volutas de sonido, unos vapores astrales fugitivos”. ¿Cómo demonios se supone que debe sonar eso? De acuerdo con otro, el Cuarteto para cuerdas número 13, de Beethoven, “evoca una pobre golondrina que revolotea sin cesar, de un modo molesto para la vista y para el oído, en una habitación herméticamente cerrada”. Y yendo todavía más lejos, un historiador de la música dijo que Wagner había compuesto un “estrépito de cacerolas, sartenes y cazuelas” y, en caso de que no quedara lo suficientemente claro, comparó sus composiciones con el ruido de “palos de madera y navajas para cortar cabelleras”.

Si algunas de las mentes más preclaras de la apreciación musical no supieron entender una armonía “extraña” de Richard Strauss o Franz Liszt, ¿no deberíamos nosotros, seres comunes y corrientes, sentirnos más a gusto con nuestro propio criterio, con frecuencia mal informado, poco universalista y en exceso dirigido por el mercado? Escuchar música es una actividad en tiempo presente, que –como asegura el músico y comediante Peter Schickele– rara vez se realiza pensando en si una pieza será o no “una obra maestra del mañana”. La honestidad para hablar de música es indispensable porque no sabemos adivinar el futuro.

Sobre el mismo asunto, resulta por lo menos llamativo que Mariano Peyrou, traductor al español del Repertorio de vituperios musicales, haya escrito más tarde un libro que va precisamente en sentido contrario. Un volumen en el que intenta abrirse paso entre la maleza oscura que crean las palabras para llegar al centro de lo que el autor considera la experiencia musical por excelencia: la escucha desprejuiciada. En Oídos que no ven (Taurus, 2022), Peyrou argumenta que el temor que sentimos por obras “demasiado intelectuales” se debe a que “ciertas ideas nos impiden oír lo que estamos oyendo”. Una buena parte del jazz o la música de vanguardia es más sencilla de apreciar de lo que comúnmente se cree y no es necesario decir que el reguetón te da lecciones sobre decolonialismo para sentirlo parte de tu vida. De acuerdo con Peyrou, disfrutar de la música pasa, en primera instancia, por “desintelectualizarla”, por librarla de los juicios, valoraciones y terminologías que te llevan a estar opinando TODO EL MALDITO TIEMPO. Su apuesta –“una escucha más directa, menos mediatizada por los conceptos”– busca devolverle al oyente experiencias como el asombro, el juego o la confusión, convencido de que las obras musicales que no estás entendiendo también pueden despertar placeres auténticos.

El compositor Felix Mendelssohn decía que la incomodidad que la gente siente respecto a determinadas piezas era porque “no les queda claro lo que deben pensar mientras las escuchan”. En ese sentido, Oídos que no ven se enfrenta a un doble desafío: por un lado, argumentar por qué la música es más sensorial que cerebral y, por el otro, explicar con palabras piezas a menudo consideradas “intelectuales” –como Nuits de Iannis Xenakis o “Thelonious” de Thelonious Monk– en las que los modos habituales de “hacer música” nunca se cumplen en su totalidad. El dodecafonismo –un sistema de composición con el que ni queriendo logras algo cercano a una melodía– puede entenderse como una teoría sobre la que hay que leer mucho, pero también como una experiencia emocionante, porque nos proporciona obras en apariencia caóticas, aunque estructuralmente coherentes, que retan nuestras ideas acerca de qué buscamos cuando escuchamos una canción.

Uno de los grandes hallazgos de este libro son los párrafos que dedica a las Cuatro piezas para una sola nota, de Giacinto Scelsi, una serie orquestal en la que, como su nombre lo indica, se ofrecen dieciséis minutos de una sola nota. De lejos parece una tomadura de pelo, pero cuando uno se enfrenta a la obra en sí misma descubre una de las propuestas más sobrecogedoras que tenga la fortuna de escuchar. “Lo intelectual aquí –afirma Peyrou– consiste en deshacerse de los parámetros más intelectualizados de la música y centrarse en lo puramente sensorial”. Al renunciar a la idea de que una composición debe, por fuerza, formar algo melódico y memorizable, la partitura de Scelsi abre la puerta a los otros elementos de la música, en especial, la variedad de timbres dentro de una orquesta. No es lo mismo un re tocado por un violonchelo que un re tocado por un trombón. Cada instrumento puede transmitirnos cosas distintas solo por el tipo de sonido que produce. Lo fascinante de las Cuatro piezas de Scelsi es que, como bien apunta Peyrou, no se limitan a ser un simple experimento vanguardista, sino que “funcionan perfectamente como música: son emocionantes, tensas, imaginativas, sutiles y variadas, y están llenas de sorpresas”.

La misma composición dodecafónica de Schönberg, que mucha gente ha calificado de “demasiado culta”, a otros les ha parecido “demasiado vulgar”, dos categorías que en la actualidad siguen sirviendo para echar pestes sobre lo que escuchan los demás. Ambas apreciaciones, sin embargo, están parcialmente en un error. Toda composición –de las Invenciones de Bach a Tití me preguntó– es “intelectual” porque nuestra comprensión de las estructuras musicales está marcada de manera inevitable por la cultura, pero, por similares motivos, es también emocional e incluso corporal si es que somos lo suficientemente audaces para ampliar nuestra idea de corporalidad. Las canciones pueden ser bailables, tarareables o perfectas para el slam, pero la falta de aire que uno siente en el pecho cuando escucha una pieza “difícil”, como Atmosphères de György Ligeti, es también una reacción fisiológica.

Con la vista puesta en las anécdotas, las declaraciones de músicos, los estudios etnográficos y una multitud de obras que van del Bolero de Ravel a los Sex Pistols, Peyrou intenta una tercera vía –la del oído– al viejo dilema entre la música para sentir y la música para hacer pensar. Aunque en lo general estoy de acuerdo con el autor, no me queda tan claro que la experiencia musical pueda prescindir de las palabras y del bagaje de conceptos que ha moldeado nuestro gusto, sobre todo si esas experiencias pueden darse incluso en silencio, como cuando leemos libros, atendemos reseñas o tuiteamos sobre lo excitante que fue el concierto de la noche anterior. En todo caso, sería raro escribir –como el autor– trescientas páginas de un ensayo cuyo único mensaje fuera “abre los oídos” si no aceptáramos que la música, si bien actúa mientras la escuchamos, también actúa después (Sacha Guitry dijo famosamente que “cuando escuchas una obra de Mozart, el silencio que sigue también es de Mozart”). Peyrou demuestra, eso sí, que las ideas pueden inhibir a veces nuestro apetito musical, pero no es raro que lo despierten. “Dejarse llevar”, recomienda este libro, una invitación a volverse más curiosos con la música utilizando la mente, pero también el cuerpo. Como los niños.

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Cuando las reseñas nos permitían imaginar la música

Cuando las reseñas nos permitían imaginar la música

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Tania Nieto.
03
.
01
.
23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy en día las plataformas como Spotify nos permiten oír de inmediato una pieza musical. Antes, cuando no existían, teníamos que acudir a las reseñas para imaginar toda esa música que aún no habíamos escuchado y a la que no podíamos acceder tan fácilmente. ¿Qué diferencias hay entre una experiencia y otra?, ¿todavía vale la pena leer sobre música, imaginar sonidos, acordes y melodías a través de palabras? Al hacerse estas preguntas, este ensayo también explora el papel que han jugado los críticos en la apreciación musical.

En la era anterior a Internet, hubo siempre un periodo de gracia en que muchas personas solo teníamos música “imaginada”. Las recomendaciones de discos o las crónicas de conciertos que aparecían en las revistas hablaban de un montón de grupos y canciones que muchos lectores no estábamos en posibilidades de conocer, todavía menos si vivíamos en las ciudades alejadas de la mano de Dios, como Campeche, a donde las novedades discográficas tardaban años en llegar, si es que alguna vez lo hacían. Las publicaciones de la época, como Kerrang! o Banda Rockera, atendían una multitud de álbumes de metal, entre otros subgéneros, echando mano de expresiones como “batería a mil por hora” o “guitarra como una motosierra” que, se supone, daban una pista del tipo de sonidos que había en cada canción. En un mundo en el que no existían las plataformas de audio o video, teníamos que reconstruir la música a través de las reseñas, las portadas de los discos o la imagen de los grupos, en el entendido de que un cuarteto de gigantes nórdicos con crucifijos en el pecho no sonaría igual que una camarilla ataviada en ropa de leñador.

Nuestro caso no era excepcional. En la década de los ochenta, un Kurt Cobain de quince años se enamoró del punk rock como idea antes de conocer siquiera un solo álbum, lo que me hace pensar que la “música imaginada” era una experiencia común al menos para cierto tipo de chicos en cierto tipo de entornos. Según cuenta Michael Azerrad en su biografía de Nirvana Come as you are (Contra, 2021), Cobain “empezó a seguir las peripecias de los Sex Pistols en la revista Creem” y al vivir en Aberdeen, una ciudad desconectada del resto de Washington, “no tenía ningún disco de punk rock, así que no sabía cómo sonaba. A solas en su habitación, se dedicaba a tocar lo que él pensaba que sonaría a punk rock: ‘tres acordes y muchos gritos’”. Cuando, algunos años más tarde, el futuro cantante de Nirvana logró escuchar a The Clash, “se quedó decepcionado al ver que no sonaba como él creía que el punk debería sonar”.

De acuerdo con Cobain, el punk tendría que haber sido “obsceno” (raunchy en sus propias palabras, “guarro” en la traducción española del libro) para llegar a los estándares que él mismo se había imaginado leyendo revistas de rock. Pero ¿qué tipo de melodías, armonías y ritmos podían hacerse acreedores de tal adjetivo? El propio Cobain no lo tenía muy claro, pero estaba seguro de la sensación de “desagrado” que, a su parecer, debería despertar aquella música. En sus primeras composiciones, trataba de “tocar de la manera más guarra posible. Subía el volumen de mi amplificador pequeñito todo lo que daba de sí”. Hacer sonar un subgénero que nunca había escuchado era para él casi como una misión. “Era sin duda una buena manera de desahogarse. Me lo tomaba como un trabajo”.

Lo que el adolescente Cobain corroboró con sus intentos por crear punk desde la imaginación es que las palabras moldean nuestra idea de la música, al grado de crear zonas grises en las que una misma expresión resulta repelente para algunos lectores y fascinante para otros. Yo, por ejemplo, recuerdo con particular viveza la manera en que la enciclopedia de mi niñez hablaba de La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, no sabría decir si para elogiarla o para hacer suyas las críticas de la época. “Una mezcla de brutalidad, ruidos bárbaros y disonancia”, afirmaba de aquella partitura que, por si fuera poco, había provocado un escándalo durante su estreno en París en 1913. ¿Cómo serían los sonidos –me preguntaba a los doce años– que habían dado origen a esas palabras y a esos disturbios? Cuando por fin pude escuchar la obra más célebre de Stravinski tuve que aceptar, con cierta desilusión, que no era tan provocadora ni tan bárbara como yo creía y que, si de música se trataba, la “brutalidad” y la “disonancia” significaban algo radicalmente distinto para un espectador de principios del siglo XX que para un escucha de los noventa.

La consagración de Stravinski no fue, por mucho, ni la primera ni la última obra en atraer expresiones de condena y repugnancia que, luego, se convirtieron en elogios y estrellitas de aprobación. Más o menos desde principios del siglo XIX no ha faltado en el mundo gente que asegure que la música está en decadencia y quiera demostrarlo con la obra más reciente que tenga a la mano. En su Repertorio de vituperios musicales (Taurus, 2016), el musicólogo Nicolas Slonimsky reunió un número alucinante de reseñas, de los siglos XIX y XX, que juzgaban con visible resentimiento composiciones de Brahms, Schubert y Mahler, entre otros autores ahora considerados canónicos. El libro lleva a la picota decenas de obras magníficas –cuya calidad uno puede verificar en YouTube a la primera oportunidad– tachadas en su tiempo de “decadentes”, “banales”, “faltas de armonía”, “improvisadas” y otras linduras que el volumen organiza en un útil índice alfabético (llama la atención que tantos textos mencionen las palabras “perversión”, “obscenidad” y “gemido” para hablar de Chopin y Debussy, entre otros).

Uno aprende un par de cosas en este compendio lleno de adjetivos, exageraciones y mala leche: que la forma en que describimos un sonido está atravesada por lo que consideramos buena o mala música, y que equivocarnos con una pieza musical es un derecho inalienable a nuestra condición de escuchas. Hay, ya entrados en gastos, un atractivo extra: el libro permite “imaginar” varias obras clásicas a partir de las quejas de los reseñistas de su tiempo. Las Cinco piezas de Anton Webern parecían, según un crítico, “espectros tonales apenas perceptibles, meros jirones y volutas de sonido, unos vapores astrales fugitivos”. ¿Cómo demonios se supone que debe sonar eso? De acuerdo con otro, el Cuarteto para cuerdas número 13, de Beethoven, “evoca una pobre golondrina que revolotea sin cesar, de un modo molesto para la vista y para el oído, en una habitación herméticamente cerrada”. Y yendo todavía más lejos, un historiador de la música dijo que Wagner había compuesto un “estrépito de cacerolas, sartenes y cazuelas” y, en caso de que no quedara lo suficientemente claro, comparó sus composiciones con el ruido de “palos de madera y navajas para cortar cabelleras”.

Si algunas de las mentes más preclaras de la apreciación musical no supieron entender una armonía “extraña” de Richard Strauss o Franz Liszt, ¿no deberíamos nosotros, seres comunes y corrientes, sentirnos más a gusto con nuestro propio criterio, con frecuencia mal informado, poco universalista y en exceso dirigido por el mercado? Escuchar música es una actividad en tiempo presente, que –como asegura el músico y comediante Peter Schickele– rara vez se realiza pensando en si una pieza será o no “una obra maestra del mañana”. La honestidad para hablar de música es indispensable porque no sabemos adivinar el futuro.

Sobre el mismo asunto, resulta por lo menos llamativo que Mariano Peyrou, traductor al español del Repertorio de vituperios musicales, haya escrito más tarde un libro que va precisamente en sentido contrario. Un volumen en el que intenta abrirse paso entre la maleza oscura que crean las palabras para llegar al centro de lo que el autor considera la experiencia musical por excelencia: la escucha desprejuiciada. En Oídos que no ven (Taurus, 2022), Peyrou argumenta que el temor que sentimos por obras “demasiado intelectuales” se debe a que “ciertas ideas nos impiden oír lo que estamos oyendo”. Una buena parte del jazz o la música de vanguardia es más sencilla de apreciar de lo que comúnmente se cree y no es necesario decir que el reguetón te da lecciones sobre decolonialismo para sentirlo parte de tu vida. De acuerdo con Peyrou, disfrutar de la música pasa, en primera instancia, por “desintelectualizarla”, por librarla de los juicios, valoraciones y terminologías que te llevan a estar opinando TODO EL MALDITO TIEMPO. Su apuesta –“una escucha más directa, menos mediatizada por los conceptos”– busca devolverle al oyente experiencias como el asombro, el juego o la confusión, convencido de que las obras musicales que no estás entendiendo también pueden despertar placeres auténticos.

El compositor Felix Mendelssohn decía que la incomodidad que la gente siente respecto a determinadas piezas era porque “no les queda claro lo que deben pensar mientras las escuchan”. En ese sentido, Oídos que no ven se enfrenta a un doble desafío: por un lado, argumentar por qué la música es más sensorial que cerebral y, por el otro, explicar con palabras piezas a menudo consideradas “intelectuales” –como Nuits de Iannis Xenakis o “Thelonious” de Thelonious Monk– en las que los modos habituales de “hacer música” nunca se cumplen en su totalidad. El dodecafonismo –un sistema de composición con el que ni queriendo logras algo cercano a una melodía– puede entenderse como una teoría sobre la que hay que leer mucho, pero también como una experiencia emocionante, porque nos proporciona obras en apariencia caóticas, aunque estructuralmente coherentes, que retan nuestras ideas acerca de qué buscamos cuando escuchamos una canción.

Uno de los grandes hallazgos de este libro son los párrafos que dedica a las Cuatro piezas para una sola nota, de Giacinto Scelsi, una serie orquestal en la que, como su nombre lo indica, se ofrecen dieciséis minutos de una sola nota. De lejos parece una tomadura de pelo, pero cuando uno se enfrenta a la obra en sí misma descubre una de las propuestas más sobrecogedoras que tenga la fortuna de escuchar. “Lo intelectual aquí –afirma Peyrou– consiste en deshacerse de los parámetros más intelectualizados de la música y centrarse en lo puramente sensorial”. Al renunciar a la idea de que una composición debe, por fuerza, formar algo melódico y memorizable, la partitura de Scelsi abre la puerta a los otros elementos de la música, en especial, la variedad de timbres dentro de una orquesta. No es lo mismo un re tocado por un violonchelo que un re tocado por un trombón. Cada instrumento puede transmitirnos cosas distintas solo por el tipo de sonido que produce. Lo fascinante de las Cuatro piezas de Scelsi es que, como bien apunta Peyrou, no se limitan a ser un simple experimento vanguardista, sino que “funcionan perfectamente como música: son emocionantes, tensas, imaginativas, sutiles y variadas, y están llenas de sorpresas”.

La misma composición dodecafónica de Schönberg, que mucha gente ha calificado de “demasiado culta”, a otros les ha parecido “demasiado vulgar”, dos categorías que en la actualidad siguen sirviendo para echar pestes sobre lo que escuchan los demás. Ambas apreciaciones, sin embargo, están parcialmente en un error. Toda composición –de las Invenciones de Bach a Tití me preguntó– es “intelectual” porque nuestra comprensión de las estructuras musicales está marcada de manera inevitable por la cultura, pero, por similares motivos, es también emocional e incluso corporal si es que somos lo suficientemente audaces para ampliar nuestra idea de corporalidad. Las canciones pueden ser bailables, tarareables o perfectas para el slam, pero la falta de aire que uno siente en el pecho cuando escucha una pieza “difícil”, como Atmosphères de György Ligeti, es también una reacción fisiológica.

Con la vista puesta en las anécdotas, las declaraciones de músicos, los estudios etnográficos y una multitud de obras que van del Bolero de Ravel a los Sex Pistols, Peyrou intenta una tercera vía –la del oído– al viejo dilema entre la música para sentir y la música para hacer pensar. Aunque en lo general estoy de acuerdo con el autor, no me queda tan claro que la experiencia musical pueda prescindir de las palabras y del bagaje de conceptos que ha moldeado nuestro gusto, sobre todo si esas experiencias pueden darse incluso en silencio, como cuando leemos libros, atendemos reseñas o tuiteamos sobre lo excitante que fue el concierto de la noche anterior. En todo caso, sería raro escribir –como el autor– trescientas páginas de un ensayo cuyo único mensaje fuera “abre los oídos” si no aceptáramos que la música, si bien actúa mientras la escuchamos, también actúa después (Sacha Guitry dijo famosamente que “cuando escuchas una obra de Mozart, el silencio que sigue también es de Mozart”). Peyrou demuestra, eso sí, que las ideas pueden inhibir a veces nuestro apetito musical, pero no es raro que lo despierten. “Dejarse llevar”, recomienda este libro, una invitación a volverse más curiosos con la música utilizando la mente, pero también el cuerpo. Como los niños.

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2023
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Hoy en día las plataformas como Spotify nos permiten oír de inmediato una pieza musical. Antes, cuando no existían, teníamos que acudir a las reseñas para imaginar toda esa música que aún no habíamos escuchado y a la que no podíamos acceder tan fácilmente. ¿Qué diferencias hay entre una experiencia y otra?, ¿todavía vale la pena leer sobre música, imaginar sonidos, acordes y melodías a través de palabras? Al hacerse estas preguntas, este ensayo también explora el papel que han jugado los críticos en la apreciación musical.

En la era anterior a Internet, hubo siempre un periodo de gracia en que muchas personas solo teníamos música “imaginada”. Las recomendaciones de discos o las crónicas de conciertos que aparecían en las revistas hablaban de un montón de grupos y canciones que muchos lectores no estábamos en posibilidades de conocer, todavía menos si vivíamos en las ciudades alejadas de la mano de Dios, como Campeche, a donde las novedades discográficas tardaban años en llegar, si es que alguna vez lo hacían. Las publicaciones de la época, como Kerrang! o Banda Rockera, atendían una multitud de álbumes de metal, entre otros subgéneros, echando mano de expresiones como “batería a mil por hora” o “guitarra como una motosierra” que, se supone, daban una pista del tipo de sonidos que había en cada canción. En un mundo en el que no existían las plataformas de audio o video, teníamos que reconstruir la música a través de las reseñas, las portadas de los discos o la imagen de los grupos, en el entendido de que un cuarteto de gigantes nórdicos con crucifijos en el pecho no sonaría igual que una camarilla ataviada en ropa de leñador.

Nuestro caso no era excepcional. En la década de los ochenta, un Kurt Cobain de quince años se enamoró del punk rock como idea antes de conocer siquiera un solo álbum, lo que me hace pensar que la “música imaginada” era una experiencia común al menos para cierto tipo de chicos en cierto tipo de entornos. Según cuenta Michael Azerrad en su biografía de Nirvana Come as you are (Contra, 2021), Cobain “empezó a seguir las peripecias de los Sex Pistols en la revista Creem” y al vivir en Aberdeen, una ciudad desconectada del resto de Washington, “no tenía ningún disco de punk rock, así que no sabía cómo sonaba. A solas en su habitación, se dedicaba a tocar lo que él pensaba que sonaría a punk rock: ‘tres acordes y muchos gritos’”. Cuando, algunos años más tarde, el futuro cantante de Nirvana logró escuchar a The Clash, “se quedó decepcionado al ver que no sonaba como él creía que el punk debería sonar”.

De acuerdo con Cobain, el punk tendría que haber sido “obsceno” (raunchy en sus propias palabras, “guarro” en la traducción española del libro) para llegar a los estándares que él mismo se había imaginado leyendo revistas de rock. Pero ¿qué tipo de melodías, armonías y ritmos podían hacerse acreedores de tal adjetivo? El propio Cobain no lo tenía muy claro, pero estaba seguro de la sensación de “desagrado” que, a su parecer, debería despertar aquella música. En sus primeras composiciones, trataba de “tocar de la manera más guarra posible. Subía el volumen de mi amplificador pequeñito todo lo que daba de sí”. Hacer sonar un subgénero que nunca había escuchado era para él casi como una misión. “Era sin duda una buena manera de desahogarse. Me lo tomaba como un trabajo”.

Lo que el adolescente Cobain corroboró con sus intentos por crear punk desde la imaginación es que las palabras moldean nuestra idea de la música, al grado de crear zonas grises en las que una misma expresión resulta repelente para algunos lectores y fascinante para otros. Yo, por ejemplo, recuerdo con particular viveza la manera en que la enciclopedia de mi niñez hablaba de La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, no sabría decir si para elogiarla o para hacer suyas las críticas de la época. “Una mezcla de brutalidad, ruidos bárbaros y disonancia”, afirmaba de aquella partitura que, por si fuera poco, había provocado un escándalo durante su estreno en París en 1913. ¿Cómo serían los sonidos –me preguntaba a los doce años– que habían dado origen a esas palabras y a esos disturbios? Cuando por fin pude escuchar la obra más célebre de Stravinski tuve que aceptar, con cierta desilusión, que no era tan provocadora ni tan bárbara como yo creía y que, si de música se trataba, la “brutalidad” y la “disonancia” significaban algo radicalmente distinto para un espectador de principios del siglo XX que para un escucha de los noventa.

La consagración de Stravinski no fue, por mucho, ni la primera ni la última obra en atraer expresiones de condena y repugnancia que, luego, se convirtieron en elogios y estrellitas de aprobación. Más o menos desde principios del siglo XIX no ha faltado en el mundo gente que asegure que la música está en decadencia y quiera demostrarlo con la obra más reciente que tenga a la mano. En su Repertorio de vituperios musicales (Taurus, 2016), el musicólogo Nicolas Slonimsky reunió un número alucinante de reseñas, de los siglos XIX y XX, que juzgaban con visible resentimiento composiciones de Brahms, Schubert y Mahler, entre otros autores ahora considerados canónicos. El libro lleva a la picota decenas de obras magníficas –cuya calidad uno puede verificar en YouTube a la primera oportunidad– tachadas en su tiempo de “decadentes”, “banales”, “faltas de armonía”, “improvisadas” y otras linduras que el volumen organiza en un útil índice alfabético (llama la atención que tantos textos mencionen las palabras “perversión”, “obscenidad” y “gemido” para hablar de Chopin y Debussy, entre otros).

Uno aprende un par de cosas en este compendio lleno de adjetivos, exageraciones y mala leche: que la forma en que describimos un sonido está atravesada por lo que consideramos buena o mala música, y que equivocarnos con una pieza musical es un derecho inalienable a nuestra condición de escuchas. Hay, ya entrados en gastos, un atractivo extra: el libro permite “imaginar” varias obras clásicas a partir de las quejas de los reseñistas de su tiempo. Las Cinco piezas de Anton Webern parecían, según un crítico, “espectros tonales apenas perceptibles, meros jirones y volutas de sonido, unos vapores astrales fugitivos”. ¿Cómo demonios se supone que debe sonar eso? De acuerdo con otro, el Cuarteto para cuerdas número 13, de Beethoven, “evoca una pobre golondrina que revolotea sin cesar, de un modo molesto para la vista y para el oído, en una habitación herméticamente cerrada”. Y yendo todavía más lejos, un historiador de la música dijo que Wagner había compuesto un “estrépito de cacerolas, sartenes y cazuelas” y, en caso de que no quedara lo suficientemente claro, comparó sus composiciones con el ruido de “palos de madera y navajas para cortar cabelleras”.

Si algunas de las mentes más preclaras de la apreciación musical no supieron entender una armonía “extraña” de Richard Strauss o Franz Liszt, ¿no deberíamos nosotros, seres comunes y corrientes, sentirnos más a gusto con nuestro propio criterio, con frecuencia mal informado, poco universalista y en exceso dirigido por el mercado? Escuchar música es una actividad en tiempo presente, que –como asegura el músico y comediante Peter Schickele– rara vez se realiza pensando en si una pieza será o no “una obra maestra del mañana”. La honestidad para hablar de música es indispensable porque no sabemos adivinar el futuro.

Sobre el mismo asunto, resulta por lo menos llamativo que Mariano Peyrou, traductor al español del Repertorio de vituperios musicales, haya escrito más tarde un libro que va precisamente en sentido contrario. Un volumen en el que intenta abrirse paso entre la maleza oscura que crean las palabras para llegar al centro de lo que el autor considera la experiencia musical por excelencia: la escucha desprejuiciada. En Oídos que no ven (Taurus, 2022), Peyrou argumenta que el temor que sentimos por obras “demasiado intelectuales” se debe a que “ciertas ideas nos impiden oír lo que estamos oyendo”. Una buena parte del jazz o la música de vanguardia es más sencilla de apreciar de lo que comúnmente se cree y no es necesario decir que el reguetón te da lecciones sobre decolonialismo para sentirlo parte de tu vida. De acuerdo con Peyrou, disfrutar de la música pasa, en primera instancia, por “desintelectualizarla”, por librarla de los juicios, valoraciones y terminologías que te llevan a estar opinando TODO EL MALDITO TIEMPO. Su apuesta –“una escucha más directa, menos mediatizada por los conceptos”– busca devolverle al oyente experiencias como el asombro, el juego o la confusión, convencido de que las obras musicales que no estás entendiendo también pueden despertar placeres auténticos.

El compositor Felix Mendelssohn decía que la incomodidad que la gente siente respecto a determinadas piezas era porque “no les queda claro lo que deben pensar mientras las escuchan”. En ese sentido, Oídos que no ven se enfrenta a un doble desafío: por un lado, argumentar por qué la música es más sensorial que cerebral y, por el otro, explicar con palabras piezas a menudo consideradas “intelectuales” –como Nuits de Iannis Xenakis o “Thelonious” de Thelonious Monk– en las que los modos habituales de “hacer música” nunca se cumplen en su totalidad. El dodecafonismo –un sistema de composición con el que ni queriendo logras algo cercano a una melodía– puede entenderse como una teoría sobre la que hay que leer mucho, pero también como una experiencia emocionante, porque nos proporciona obras en apariencia caóticas, aunque estructuralmente coherentes, que retan nuestras ideas acerca de qué buscamos cuando escuchamos una canción.

Uno de los grandes hallazgos de este libro son los párrafos que dedica a las Cuatro piezas para una sola nota, de Giacinto Scelsi, una serie orquestal en la que, como su nombre lo indica, se ofrecen dieciséis minutos de una sola nota. De lejos parece una tomadura de pelo, pero cuando uno se enfrenta a la obra en sí misma descubre una de las propuestas más sobrecogedoras que tenga la fortuna de escuchar. “Lo intelectual aquí –afirma Peyrou– consiste en deshacerse de los parámetros más intelectualizados de la música y centrarse en lo puramente sensorial”. Al renunciar a la idea de que una composición debe, por fuerza, formar algo melódico y memorizable, la partitura de Scelsi abre la puerta a los otros elementos de la música, en especial, la variedad de timbres dentro de una orquesta. No es lo mismo un re tocado por un violonchelo que un re tocado por un trombón. Cada instrumento puede transmitirnos cosas distintas solo por el tipo de sonido que produce. Lo fascinante de las Cuatro piezas de Scelsi es que, como bien apunta Peyrou, no se limitan a ser un simple experimento vanguardista, sino que “funcionan perfectamente como música: son emocionantes, tensas, imaginativas, sutiles y variadas, y están llenas de sorpresas”.

La misma composición dodecafónica de Schönberg, que mucha gente ha calificado de “demasiado culta”, a otros les ha parecido “demasiado vulgar”, dos categorías que en la actualidad siguen sirviendo para echar pestes sobre lo que escuchan los demás. Ambas apreciaciones, sin embargo, están parcialmente en un error. Toda composición –de las Invenciones de Bach a Tití me preguntó– es “intelectual” porque nuestra comprensión de las estructuras musicales está marcada de manera inevitable por la cultura, pero, por similares motivos, es también emocional e incluso corporal si es que somos lo suficientemente audaces para ampliar nuestra idea de corporalidad. Las canciones pueden ser bailables, tarareables o perfectas para el slam, pero la falta de aire que uno siente en el pecho cuando escucha una pieza “difícil”, como Atmosphères de György Ligeti, es también una reacción fisiológica.

Con la vista puesta en las anécdotas, las declaraciones de músicos, los estudios etnográficos y una multitud de obras que van del Bolero de Ravel a los Sex Pistols, Peyrou intenta una tercera vía –la del oído– al viejo dilema entre la música para sentir y la música para hacer pensar. Aunque en lo general estoy de acuerdo con el autor, no me queda tan claro que la experiencia musical pueda prescindir de las palabras y del bagaje de conceptos que ha moldeado nuestro gusto, sobre todo si esas experiencias pueden darse incluso en silencio, como cuando leemos libros, atendemos reseñas o tuiteamos sobre lo excitante que fue el concierto de la noche anterior. En todo caso, sería raro escribir –como el autor– trescientas páginas de un ensayo cuyo único mensaje fuera “abre los oídos” si no aceptáramos que la música, si bien actúa mientras la escuchamos, también actúa después (Sacha Guitry dijo famosamente que “cuando escuchas una obra de Mozart, el silencio que sigue también es de Mozart”). Peyrou demuestra, eso sí, que las ideas pueden inhibir a veces nuestro apetito musical, pero no es raro que lo despierten. “Dejarse llevar”, recomienda este libro, una invitación a volverse más curiosos con la música utilizando la mente, pero también el cuerpo. Como los niños.

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Ilustración de Tania Nieto.

Cuando las reseñas nos permitían imaginar la música

Cuando las reseñas nos permitían imaginar la música

03
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Tiempo de Lectura: 00 min

Hoy en día las plataformas como Spotify nos permiten oír de inmediato una pieza musical. Antes, cuando no existían, teníamos que acudir a las reseñas para imaginar toda esa música que aún no habíamos escuchado y a la que no podíamos acceder tan fácilmente. ¿Qué diferencias hay entre una experiencia y otra?, ¿todavía vale la pena leer sobre música, imaginar sonidos, acordes y melodías a través de palabras? Al hacerse estas preguntas, este ensayo también explora el papel que han jugado los críticos en la apreciación musical.

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En la era anterior a Internet, hubo siempre un periodo de gracia en que muchas personas solo teníamos música “imaginada”. Las recomendaciones de discos o las crónicas de conciertos que aparecían en las revistas hablaban de un montón de grupos y canciones que muchos lectores no estábamos en posibilidades de conocer, todavía menos si vivíamos en las ciudades alejadas de la mano de Dios, como Campeche, a donde las novedades discográficas tardaban años en llegar, si es que alguna vez lo hacían. Las publicaciones de la época, como Kerrang! o Banda Rockera, atendían una multitud de álbumes de metal, entre otros subgéneros, echando mano de expresiones como “batería a mil por hora” o “guitarra como una motosierra” que, se supone, daban una pista del tipo de sonidos que había en cada canción. En un mundo en el que no existían las plataformas de audio o video, teníamos que reconstruir la música a través de las reseñas, las portadas de los discos o la imagen de los grupos, en el entendido de que un cuarteto de gigantes nórdicos con crucifijos en el pecho no sonaría igual que una camarilla ataviada en ropa de leñador.

Nuestro caso no era excepcional. En la década de los ochenta, un Kurt Cobain de quince años se enamoró del punk rock como idea antes de conocer siquiera un solo álbum, lo que me hace pensar que la “música imaginada” era una experiencia común al menos para cierto tipo de chicos en cierto tipo de entornos. Según cuenta Michael Azerrad en su biografía de Nirvana Come as you are (Contra, 2021), Cobain “empezó a seguir las peripecias de los Sex Pistols en la revista Creem” y al vivir en Aberdeen, una ciudad desconectada del resto de Washington, “no tenía ningún disco de punk rock, así que no sabía cómo sonaba. A solas en su habitación, se dedicaba a tocar lo que él pensaba que sonaría a punk rock: ‘tres acordes y muchos gritos’”. Cuando, algunos años más tarde, el futuro cantante de Nirvana logró escuchar a The Clash, “se quedó decepcionado al ver que no sonaba como él creía que el punk debería sonar”.

De acuerdo con Cobain, el punk tendría que haber sido “obsceno” (raunchy en sus propias palabras, “guarro” en la traducción española del libro) para llegar a los estándares que él mismo se había imaginado leyendo revistas de rock. Pero ¿qué tipo de melodías, armonías y ritmos podían hacerse acreedores de tal adjetivo? El propio Cobain no lo tenía muy claro, pero estaba seguro de la sensación de “desagrado” que, a su parecer, debería despertar aquella música. En sus primeras composiciones, trataba de “tocar de la manera más guarra posible. Subía el volumen de mi amplificador pequeñito todo lo que daba de sí”. Hacer sonar un subgénero que nunca había escuchado era para él casi como una misión. “Era sin duda una buena manera de desahogarse. Me lo tomaba como un trabajo”.

Lo que el adolescente Cobain corroboró con sus intentos por crear punk desde la imaginación es que las palabras moldean nuestra idea de la música, al grado de crear zonas grises en las que una misma expresión resulta repelente para algunos lectores y fascinante para otros. Yo, por ejemplo, recuerdo con particular viveza la manera en que la enciclopedia de mi niñez hablaba de La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, no sabría decir si para elogiarla o para hacer suyas las críticas de la época. “Una mezcla de brutalidad, ruidos bárbaros y disonancia”, afirmaba de aquella partitura que, por si fuera poco, había provocado un escándalo durante su estreno en París en 1913. ¿Cómo serían los sonidos –me preguntaba a los doce años– que habían dado origen a esas palabras y a esos disturbios? Cuando por fin pude escuchar la obra más célebre de Stravinski tuve que aceptar, con cierta desilusión, que no era tan provocadora ni tan bárbara como yo creía y que, si de música se trataba, la “brutalidad” y la “disonancia” significaban algo radicalmente distinto para un espectador de principios del siglo XX que para un escucha de los noventa.

La consagración de Stravinski no fue, por mucho, ni la primera ni la última obra en atraer expresiones de condena y repugnancia que, luego, se convirtieron en elogios y estrellitas de aprobación. Más o menos desde principios del siglo XIX no ha faltado en el mundo gente que asegure que la música está en decadencia y quiera demostrarlo con la obra más reciente que tenga a la mano. En su Repertorio de vituperios musicales (Taurus, 2016), el musicólogo Nicolas Slonimsky reunió un número alucinante de reseñas, de los siglos XIX y XX, que juzgaban con visible resentimiento composiciones de Brahms, Schubert y Mahler, entre otros autores ahora considerados canónicos. El libro lleva a la picota decenas de obras magníficas –cuya calidad uno puede verificar en YouTube a la primera oportunidad– tachadas en su tiempo de “decadentes”, “banales”, “faltas de armonía”, “improvisadas” y otras linduras que el volumen organiza en un útil índice alfabético (llama la atención que tantos textos mencionen las palabras “perversión”, “obscenidad” y “gemido” para hablar de Chopin y Debussy, entre otros).

Uno aprende un par de cosas en este compendio lleno de adjetivos, exageraciones y mala leche: que la forma en que describimos un sonido está atravesada por lo que consideramos buena o mala música, y que equivocarnos con una pieza musical es un derecho inalienable a nuestra condición de escuchas. Hay, ya entrados en gastos, un atractivo extra: el libro permite “imaginar” varias obras clásicas a partir de las quejas de los reseñistas de su tiempo. Las Cinco piezas de Anton Webern parecían, según un crítico, “espectros tonales apenas perceptibles, meros jirones y volutas de sonido, unos vapores astrales fugitivos”. ¿Cómo demonios se supone que debe sonar eso? De acuerdo con otro, el Cuarteto para cuerdas número 13, de Beethoven, “evoca una pobre golondrina que revolotea sin cesar, de un modo molesto para la vista y para el oído, en una habitación herméticamente cerrada”. Y yendo todavía más lejos, un historiador de la música dijo que Wagner había compuesto un “estrépito de cacerolas, sartenes y cazuelas” y, en caso de que no quedara lo suficientemente claro, comparó sus composiciones con el ruido de “palos de madera y navajas para cortar cabelleras”.

Si algunas de las mentes más preclaras de la apreciación musical no supieron entender una armonía “extraña” de Richard Strauss o Franz Liszt, ¿no deberíamos nosotros, seres comunes y corrientes, sentirnos más a gusto con nuestro propio criterio, con frecuencia mal informado, poco universalista y en exceso dirigido por el mercado? Escuchar música es una actividad en tiempo presente, que –como asegura el músico y comediante Peter Schickele– rara vez se realiza pensando en si una pieza será o no “una obra maestra del mañana”. La honestidad para hablar de música es indispensable porque no sabemos adivinar el futuro.

Sobre el mismo asunto, resulta por lo menos llamativo que Mariano Peyrou, traductor al español del Repertorio de vituperios musicales, haya escrito más tarde un libro que va precisamente en sentido contrario. Un volumen en el que intenta abrirse paso entre la maleza oscura que crean las palabras para llegar al centro de lo que el autor considera la experiencia musical por excelencia: la escucha desprejuiciada. En Oídos que no ven (Taurus, 2022), Peyrou argumenta que el temor que sentimos por obras “demasiado intelectuales” se debe a que “ciertas ideas nos impiden oír lo que estamos oyendo”. Una buena parte del jazz o la música de vanguardia es más sencilla de apreciar de lo que comúnmente se cree y no es necesario decir que el reguetón te da lecciones sobre decolonialismo para sentirlo parte de tu vida. De acuerdo con Peyrou, disfrutar de la música pasa, en primera instancia, por “desintelectualizarla”, por librarla de los juicios, valoraciones y terminologías que te llevan a estar opinando TODO EL MALDITO TIEMPO. Su apuesta –“una escucha más directa, menos mediatizada por los conceptos”– busca devolverle al oyente experiencias como el asombro, el juego o la confusión, convencido de que las obras musicales que no estás entendiendo también pueden despertar placeres auténticos.

El compositor Felix Mendelssohn decía que la incomodidad que la gente siente respecto a determinadas piezas era porque “no les queda claro lo que deben pensar mientras las escuchan”. En ese sentido, Oídos que no ven se enfrenta a un doble desafío: por un lado, argumentar por qué la música es más sensorial que cerebral y, por el otro, explicar con palabras piezas a menudo consideradas “intelectuales” –como Nuits de Iannis Xenakis o “Thelonious” de Thelonious Monk– en las que los modos habituales de “hacer música” nunca se cumplen en su totalidad. El dodecafonismo –un sistema de composición con el que ni queriendo logras algo cercano a una melodía– puede entenderse como una teoría sobre la que hay que leer mucho, pero también como una experiencia emocionante, porque nos proporciona obras en apariencia caóticas, aunque estructuralmente coherentes, que retan nuestras ideas acerca de qué buscamos cuando escuchamos una canción.

Uno de los grandes hallazgos de este libro son los párrafos que dedica a las Cuatro piezas para una sola nota, de Giacinto Scelsi, una serie orquestal en la que, como su nombre lo indica, se ofrecen dieciséis minutos de una sola nota. De lejos parece una tomadura de pelo, pero cuando uno se enfrenta a la obra en sí misma descubre una de las propuestas más sobrecogedoras que tenga la fortuna de escuchar. “Lo intelectual aquí –afirma Peyrou– consiste en deshacerse de los parámetros más intelectualizados de la música y centrarse en lo puramente sensorial”. Al renunciar a la idea de que una composición debe, por fuerza, formar algo melódico y memorizable, la partitura de Scelsi abre la puerta a los otros elementos de la música, en especial, la variedad de timbres dentro de una orquesta. No es lo mismo un re tocado por un violonchelo que un re tocado por un trombón. Cada instrumento puede transmitirnos cosas distintas solo por el tipo de sonido que produce. Lo fascinante de las Cuatro piezas de Scelsi es que, como bien apunta Peyrou, no se limitan a ser un simple experimento vanguardista, sino que “funcionan perfectamente como música: son emocionantes, tensas, imaginativas, sutiles y variadas, y están llenas de sorpresas”.

La misma composición dodecafónica de Schönberg, que mucha gente ha calificado de “demasiado culta”, a otros les ha parecido “demasiado vulgar”, dos categorías que en la actualidad siguen sirviendo para echar pestes sobre lo que escuchan los demás. Ambas apreciaciones, sin embargo, están parcialmente en un error. Toda composición –de las Invenciones de Bach a Tití me preguntó– es “intelectual” porque nuestra comprensión de las estructuras musicales está marcada de manera inevitable por la cultura, pero, por similares motivos, es también emocional e incluso corporal si es que somos lo suficientemente audaces para ampliar nuestra idea de corporalidad. Las canciones pueden ser bailables, tarareables o perfectas para el slam, pero la falta de aire que uno siente en el pecho cuando escucha una pieza “difícil”, como Atmosphères de György Ligeti, es también una reacción fisiológica.

Con la vista puesta en las anécdotas, las declaraciones de músicos, los estudios etnográficos y una multitud de obras que van del Bolero de Ravel a los Sex Pistols, Peyrou intenta una tercera vía –la del oído– al viejo dilema entre la música para sentir y la música para hacer pensar. Aunque en lo general estoy de acuerdo con el autor, no me queda tan claro que la experiencia musical pueda prescindir de las palabras y del bagaje de conceptos que ha moldeado nuestro gusto, sobre todo si esas experiencias pueden darse incluso en silencio, como cuando leemos libros, atendemos reseñas o tuiteamos sobre lo excitante que fue el concierto de la noche anterior. En todo caso, sería raro escribir –como el autor– trescientas páginas de un ensayo cuyo único mensaje fuera “abre los oídos” si no aceptáramos que la música, si bien actúa mientras la escuchamos, también actúa después (Sacha Guitry dijo famosamente que “cuando escuchas una obra de Mozart, el silencio que sigue también es de Mozart”). Peyrou demuestra, eso sí, que las ideas pueden inhibir a veces nuestro apetito musical, pero no es raro que lo despierten. “Dejarse llevar”, recomienda este libro, una invitación a volverse más curiosos con la música utilizando la mente, pero también el cuerpo. Como los niños.

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