Mata es una palabra que en Colombia quiere decir planta, cualquier planta; de hecho muchas plantas, una naturaleza enmontada y exuberante. También es el título del primer libro de la escritora, poeta y antropóloga Eliana Hernández —La mata—, un poema ilustrado por la artista María Isabel Rueda, basado (y no) en una masacre, un hecho innombrado. Cuando el libro estaba elaborándose, la autora y sus editores se hicieron una pregunta crucial: ¿agregarían el relato de los hechos?, ¿lo harían al comienzo o como epílogo?, ¿o dejarían que sólo atravesara la experiencia cruda —como una mata—para aclararlo después? Eligieron lo último.
Lo que sucedió fue esto: entre el 16 y el 21 de febrero del año 2000, 450 paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) cercaron el corregimiento de El Salado, ubicado en la región de los Montes de María en el Caribe colombiano. Éstos asesinaron a 105 personas de ese y otros poblados vecinos en lo que ha pasado a la historia como la Masacre de El Salado. Se sabe, además, que los asesinatos ocurrieron en un escenario público de terror montado por los victimarios: torturas, violaciones y degollamientos en la iglesia y en la cancha de microfútbol del parque principal ante la mirada de parientes y vecinos, mientras los paramilitares tocaban las tamboras que había en la Casa de la Cultura y ponían música en equipos de sonido.
La mata / Ilustración de María Isabel Rueda
En el poema, la mata habla: “Cuando caen los cuerpos en la cancha, / elegidos al azar, / quedan en las casas los patios, / las cocinas, las sábanas extendidas / recibiendo aún / la tibieza del sol. / Quedan con sus capas las cosas / plegándose unas sobre otras, / preguntan el por qué, / el esto, / el ahora, / no piensan antes de hablar las cosas, / se llevan todo por delante / como cuando se descarrilaban / los trenes antiguos”.
Antes de escribirlo Eliana Hernández (Bogotá, 1989) cuenta, desde su casa de hace siete años en Nueva York donde cursa un doctorado en la Universidad de Cornell, que leyó, por sugerencia de una amiga, La masacre de El Salado: esa guerra no era nuestra, un informe publicado por el Centro Nacional de Memoria Histórica en 2009, que en sus 334 páginas reconstruye los hechos y da cuenta de la magnitud de la barbarie.
El informe dice que El Salado, fundado en 1812, cuya tierra es fértil y rica en agua, fue la capital tabacalera de la Costa Caribe; que el tabaco trajo cierta prosperidad a los salaeros, empleo, una escuela primaria, un colegio, un puesto de salud, alumbrado, acueducto y una robustecida Junta de Acción Comunal. Que la región donde está fue un enclave de la movilización campesina; que la presencia de grupos armados insurgentes y la competencia por el control territorial entre la guerrilla de las Farc y los paramilitares no sólo dejó a los pobladores en medio del fuego cruzado, sino que generó sobre ellos un estigma: todos eran subversivos. Que entre 1999 y 2001 los paramilitares cometieron 42 masacres en los Montes de María con 354 víctimas fatales. Que aquello fue percibido como una “marcha triunfal” del paramilitarismo y una estrategia para sembrar terror. Que hubo complicidad de sectores sociales e institucionales; que Salvatore Mancuso, “Jorge 40” y un delegado de Carlos Castaño —comandantes de las AUC—, planearon la masacre. Que uno de los líderes había sido suboficial de las Fuerzas Especiales del Ejército; que el batallón de la Infantería de Marina encargado de proteger la zona, no hizo nada para cumplir con su deber. Que constantemente sobrevolaban helicópteros. Que los paramilitares querían que todos supieran, escucharan y vieran lo que estaban haciendo. Que querían vaciar el pueblo. Que, tras el destierro, las casas vacías fueron tomadas por la mata. Que desde 2002, en un acto de resistencia y coraje, la comunidad retornó. Y en julio de 2011 el entonces presidente Juan Manuel Santos pidió perdón por la omisión de la Fuerza Pública durante los hechos. Hernández nombra lo que sintió al leerlo con la palabra envenenamiento:
—Un texto brutal. Recuerdo que duré mucho tiempo leyéndolo porque tenía que parar a cada rato, no podía entender que existiera ese horror. Y cuando lo terminé, al conocer con tal nivel de detalle la sevicia y la maldad con la que la gente fue asesinada, surgió la necesidad de procesar la historia, esa violencia a través de una experiencia más colectiva, dar cuenta de la historia desde la poesía. La labor del Centro de Memoria Histórica es recopilar lo que sucedió y toman una distancia necesaria de los hechos, con la que me costó lidiar; me costó entrar íntimamente, porque en el informe no están las presencias y eso, en cambio, en la poesía sí se puede construir.
La mata / Ilustración de María Isabel Rueda
La mata es un poema que narra una historia llena de presencias, cada una creada a través de un trabajo atento y fértil con el lenguaje que le llevó a su autora seis años. De la domesticidad colmada de augurios de Pablo y Ester (“En la mañana Pablo descubre / bichos muertos frente a la puerta”), a la vacilación de los testigos (“Oímos algo, sí, pero no dijimos nada, no logramos decir, el agualluvia se agolpaba en las cornisas”), a la inquietud de los investigadores —la primera de las voces que Eliana escribió—, motivada por su propio ejercicio de indagación y porque concibe a la poesía también como una manera de investigar (“¿Qué les hicieron?”), a la mata, la protagonista del libro, una fuerza vital, perentoria, inclemente que al final acompaña el renacer de la comunidad (“Si es humana la materia / esta mata, que respira, / sigue el curso de ella misma, / y es sustancia que se descompone, / se come a sí misma, / y se vuelve a formar: / furiosa respiración.”).
—Para mí era importante retratar a Pablo y Ester de una manera clara, que el lector pudiera verlos, situarse en ese lugar, están inspirados en mis abuelos que eran campesinos. Pero después, cuando me fui acercando a la masacre, hay una transformación. Un momento en el que el lenguaje que utilizamos cotidianamente debe quebrarse para hablar del horror. El ejercicio del poema, más allá del hecho histórico, es una experiencia que pasa por la ficción porque yo no estuve allá, yo no sufrí esa violencia y no puedo dar cuenta de qué fue lo que sucedió. Imagino a través del lenguaje cómo pudo haber sido estar ahí y precisamente por esa búsqueda es que el libro se cuestiona a sí mismo, experimenta, busca cómo contar la historia, cómo entrar al tema.
A Hernández le interesa una poesía híbrida, narrada, nutrida de materiales de tradición no poética: recortes de prensa, informes, documentos históricos (durante la escritura releyó La Odisea y dice que la lucha de los salaeros por retornar y proteger su territorio es también una historia épica), más conectada con el lenguaje común. Escribió en Nueva York, fragmentadamente, y luego ensambló. Una pregunta que ella recuerda como abstracta, rara, fue: ¿Cómo habla la naturaleza?
—Pensé en eso por unas fotografías a las que llegué, unas imágenes preciosas y escalofriantes que tomaron los salaeros cuando regresaron, de cómo el pueblo fue tomado por la naturaleza. La gente se fue, pero la mata siguió creciendo. Entonces imaginé esa mata como un personaje con cierta objetividad y con una perspectiva más amplia que la nuestra, un personaje que estuvo antes de la masacre, durante y que va a seguir estando. No necesariamente benevolente ni cruel, increíblemente compleja.
Y escribió: “Frente a la extensión de la noche / las formas ocultas de la vida: / la tozudez de cornejos y herbáceas, / el concierto feroz de las chicharras, / el germen de la miel: / ¿cómo no tener orgullo? / ¿cómo no unirse a esa inflorescencia, / indestructible y bella?”).
La mata / Ilustración de María Isabel Rueda
La mata es también un encuentro con las ilustraciones de Rueda (Cartagena, 1972), una sucesión casi en movimiento de unas hojas sueltas blancas, ligeras y azarosas, sobre un fondo negro en las páginas pares, que a medida que el poema avanza, crecen y se convierten en mata. Desde el municipio de Puerto Colombia, la artista recuerda que recorrió los Montes de María en varias ocasiones, su bosque seco, sus manglares, sus ciénagas y lagunas, que leyó el libro en una noche y que a la mañana siguiente dibujó a partir de una fotografía tomada en uno de sus viajes a la región.
—Es un paisaje bellísimo —dice María Isabel Rueda—, pero tiene un aura muy extraña porque todavía se puede percibir la violencia. Tú sabes que uno tiene una sensibilidad que no es sólo visual, hay algo, una capa, no sabría definirla, una presencia de que en ese territorio ocurrió algo que no puedes captar. ¿Cómo registrar eso intangible?
Rueda, en cuya obra predominan el blanco y negro, lo oculto e inasible, la fauna oscura, imaginó algo que devorara el libro de a poco, que irrumpiera al otro lado de la página, desbordado: la naturaleza.
—Del libro de Eliana me gustó esa mirada vegetal, mirar la violencia desde el punto de vista de la naturaleza. Para la naturaleza la idea de la muerte es diaria, es decir, en el mundo natural todo es vida y muerte, no es una visión humanizada, sino una fuerza que pasa por encima de todo y se va regenerando.
Veintiún años después de la masacre, un encuentro entre el poder y la impotencia absolutos, ante una reparación estatal incompleta y una nueva oleada de amenazas por parte de grupos armados ilegales contra los habitantes de El Salado, pero también de su lucha por reconstruir la comunidad, en la última de las 95 páginas del libro ya no hay palabras, sino dibujo, la mata, esta vez sobre un fondo blanco que podría sugerir una idea de luminosidad, de esplendor.