Almodóvar, en cambio, es la pesadilla de los patriarcas: en su filmografía el kitsch de Rainer Werner Fassbinder y el melodrama de Douglas Sirk, sus principales influencias, se mudan a una elegancia excéntrica que no quiere enfrentar al público a partir de discursos revolucionarios —como el primero— ni disimular su artificialidad con sentimentalismo —como el segundo—. Almodóvar asume las películas que dirige como un engaño, un truco, que invita delicadamente a la diversidad, y que tiende a la autorreferencia y a los experimentos metaficcionales. Ahí están, por ejemplo, sus películas sobre el cine: La mala educación (2004) y Los abrazos rotos (2009), donde el aparato fílmico aparece, mentiroso y noble, para reunir los vínculos desprendidos por el tiempo y aliviar las desazones del presente —aunque no sin antes complicarlas más—. También de eso trata el último largometraje de Almodóvar, Dolor y gloria (2019), que en mayor medida nos describe al propio director, pero sin olvidar al cine como una presencia fundamental y performativa: al simular la realidad en imágenes, los personajes y su creador construyen y defienden una identidad que el mundo rechaza. Si en el teatro La Agrado de Todo sobre mi madre (1999) se afirma como mujer porque decidió ser una, el cine es el escenario donde Almodóvar se convierte en sí mismo: un hombre gay y un artista enfrentado a la norma. Sabiendo todo esto no debería sorprendernos —aunque sea difícil evitarlo— que Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) haya sido la primera vez que Almodóvar se inspiró en La voz humana.
Still de La voz humana (2020) de Pedro Almodóvar.
En su monólogo original, estrenado en 1930, Cocteau representa la despedida ya descrita entre una mujer y un hombre. Sólo aparece en escena ella, hablando por teléfono con él. Entre cortes en la línea y acciones que asumen al teléfono como un cuerpo tieso que sustituye el del amante —la protagonista abraza al dispositivo y se rodea el cuello con el cable, transformándolo en unos brazos tiernos, o quizá unas manos asesinas—, Cocteau parece interesado sobre todo en la distancia y la desaparición del cuerpo en el nuevo siglo tecnológico donde el contacto se reduce a la voz. Ninguna de las versiones cinematográficas que he mencionado explora a fondo esas ideas, quizá porque el teléfono ya era un objeto plenamente cotidiano desde que apareció la adaptación de Rossellini en 1948, como parte de su antología de cortos L’amore.
Quien haya visto Mujeres al borde de un ataque de nervios sabrá que apenas si evoca lo descrito. En la película, a la protagonista la acaba de abandonar su amante, con quien desea hablar por última vez, pero desde una de las primeras escenas ella avienta el teléfono rojo por la ventana; en vez de permanecer sola en su vistoso penthouse, continuamente es asediada por visitas irritantes en una clara farsa que evade el tono melodramático de Cocteau. Al sabotear de inmediato los paralelos con el primer texto, Almodóvar se afirma como el heredero desobediente que ni siquiera reconoce en los créditos a quien lo inspiró. Más que una adaptación, su película es una cirugía reconstructiva que afirma su identidad ajena a la norma.
En La voz humana, que se estrena en algunas salas de México este 20 de agosto, Almodóvar sugiere, con el título, que al fin va a portarse bien; que después de tanto citar a Cocteau desde La ley del deseo (1987) y hasta Dolor y gloria, al fin hará una versión fiel de la obra que más le ha obsesionado por cuarenta años. Pero no es así. Como previendo las expectativas de su audiencia, anuncia desde el principio que su cortometraje es “una adaptación suelta”. Yo la definiría, más bien, como una respuesta sediciosa al pasado que se formula en la modernidad. Su destinatario no sólo es Cocteau sino también Rossellini, Kotcheff y sus respectivas protagonistas: las divas Anna Magnani e Ingrid Bergman.
En estas otras adaptaciones el énfasis está puesto en la afectividad melodramática. Ambas se concentran en la representación de la mujer histérica que ruega no ser abandonada en la intemperie hostil de la soledad. Pareciera que el mundo entero se viene abajo porque las protagonistas dejarán de ser amadas y, debido a ello, terminan representando estereotipos de la mitología masculina. A pesar de todo, en ambos casos hay un rescate de su dignidad emprendido por los propios textos pero, primordialmente, por las actrices, que en la contención de sus huracanes interiores expresan una resistencia admirable. Magnani lo hace explotando en momentos muy delineados, cuando la emoción vence a su personaje al levantar el teléfono o al descubrir que no hay remedio para su abandono, mientras que Bergman, en la función de teleteatro que dirigió Kotcheff en 1966, empieza su papel desde una intensidad irremediable que poco a poco domina y le permite demostrar el heroísmo inesperado de presumir la calma.
Still de La voz humana (2020) de Pedro Almodóvar.
Almodóvar y Tilda Swinton, con quien el director se aventura para hacer una película en inglés por primera ocasión, responden desde la diferencia absoluta. Si bien el cortometraje de media hora nos muestra de nuevo a una mujer que llama a su amante por última vez, de inmediato aparece una larga serie de distinciones que comienza por los gestos. Al contrario de sus predecesoras, el personaje de Swinton no está consumido por la desesperanza. La mujer está alterada pero su tono tiende a la calma hasta que, de repente, describe sus fantasías donde asesina al hombre que ama tanto. ¿Se deberá a que ha estado viendo Kill Bill (2003), de Quentin Tarantino? De hecho hay un plano en La voz humana que podría haber salido de ahí: la cámara nos muestra los pies de Swinton enfundados en tacones mientras se dirige a la cama con una hacha en mano para mutilar un traje de su amante. Aunque en esa imagen hay una furia evidente, en la confesión de Swinton hay una especie de remordimiento que luego se va transformando en confianza. “Puedes culparme por ser aventurera”, dice, “pero yo siempre pago mis precios”. Pronto desaparece cualquier rastro de la resignación en Magnani y Bergman.
Esta diferencia explica también un aspecto notable y desconcertante: la locación. El departamento de Swinton expresa una personalidad sofisticada mediante las típicas yuxtaposiciones de color almodovarianas: verdes y rojos; amarillos y azules. En las paredes hay obras de arte donde el cuerpo femenino se ve fuerte, liberado, pero la extrañeza mayor nos la proporciona el estudio cinematográfico donde se ubica el departamento. Almodóvar nos pide que imaginemos una ciudad en las paredes de esta bodega enorme y hueca, pero más que nada nos señala que su película es un artificio, de nuevo, un truco. Al hacer esto, el director describe lo que vemos no como un texto con intenciones de simular la realidad sino como uno que, al asumirse como tal, contradice las versiones precedentes. En esta ocasión la protagonista representa un feminismo combativo que no se deja amedrentar por la soledad y que escoge la venganza sobre la melancolía. Esta decisión, como el cortometraje entero, nos habla de un Almodóvar que se inspira en otros pero se prefiere, con fidelidad incondicional, a sí mismo. Podrá ser un descendiente pero no un heredero.