Su majestad, el hongo
Eugenia Coppel
Ilustraciones de Mara Hernández
El escritor mexicano Naief Yehya, afincado en Nueva York, habla sobre su más reciente libro, publicado con Anagrama: El planeta de los hongos. Una historia cultural de los hongos psicodélicos.
El ser vivo más extenso de la Tierra es un hongo: Armillaria ostoyae. Abarca casi 10 kilómetros cuadrados de un suelo boscoso en Oregon, Estados Unidos, y podría tener hasta ocho mil años de antigüedad. En el otro extremo prosperan los hongos unicelulares.
Estos seres no son bacterias ni plantas ni animales, sino que tienen su propio reino, el fungi, uno de los más desconocidos para la ciencia. Aunque el 90% de las especies de hongos aún no han sido descritas, su función es fundamental para la vida: al degradar la materia orgánica, permiten que los nutrientes vuelvan a incorporarse al suelo. Por eso no hay lugar del planeta en el que no crezcan: son omnipresentes.
De entre el vasto y misterioso reino fungi destacan ciertos integrantes que han fascinado particularmente a la especie humana desde hace miles de años: aquellos que al ingerirlos provocan estados mentales extraordinarios. Modifican la percepción, las emociones y las capacidades cognitivas; inducen estados extáticos y, en dosis elevadas, pueden provocar la disolución del yo, del tiempo y del espacio. Se han usado desde tiempos inmemoriales en todos los continentes y hoy se sabe que pueden contribuir al éxito de tratamientos de trastornos mentales. Naief Yehya les dedica su nuevo libro: El planeta de los hongos. Una historia cultural de los hongos psicodélicos (Anagrama, 2024).
El autor mexicano, de origen sirio-libanés y habitante de Brooklyn, Nueva York, desde hace tres décadas, es ingeniero industrial, narrador, ensayista, crítico cultural y antiguo psiconauta. Experimentó con los hongos a finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, principalmente. Yehya (Ciudad de México, 1963) era un estudiante de ingeniería en la UNAM, y junto con sus amigos había descubierto que a menos de dos horas de la capital mexicana, en las faldas del Nevado de Toluca, podían recolectar cualquier cantidad de hongos con psilocibina —el compuesto responsable de la psicoactividad—: su vehículo para viajar, sin desplazarse, a realidades tan fantásticas o aterradoras como inefables.
Aunque en el libro apenas relata esas experiencias. “Describir alucinaciones puede ser completamente personal y tan irrelevante como contar sueños”, dice el autor en las primeras páginas, y decide no sumarse a la suerte de subgénero de estados alterados explorado por escritores como Aldous Huxley, William Burroughs o Antonio Escohotado. Lo que sí hace Yehya es tejer una historia cultural de la relación entre los hongos y los humanos desde distintos ángulos: del biológico y antropológico al neurocientífico y terapéutico, pasando por la política, la tecnología, la religión y las grandes preguntas filosóficas.
En el medio se entrelazan las historias de los pueblos mesoamericanos y los conquistadores prohibicionistas; de la curandera mazateca María Sabina y el banquero neoyorquino que la hizo famosa, Gordon Wasson; de Albert Hofmann, inventor del LSD; del agitador Timothy Leary; del psiconauta y filósofo Terrence McKenna; del micólogo y activista Paul Stamets, entre otros científicos e investigadores.
El gran protagonista del relato es el hongo, y quizá también del planeta, se aventura el autor. Ha estado en la Tierra desde hace al menos 2.4 millones de años, mientras que el Homo sapiens tan solo 300 000, y sin duda seguirá existiendo cuando la humanidad se extinga. Si concebimos una inteligencia natural en los hongos abocada a mantener la vitalidad de los ecosistemas –como propone Yehya–, no es descabellado pensar que en los últimos milenios se han valido de nosotros, humanos, como parte de una estrategia evolutiva y de expansión. “Es como si el hongo quisiera estar cerca, extenderse bajo nuestros pies y aprovechar nuestros cuerpos y mentes para proliferar”, escribe. La función de estos seres, dice más adelante, es “reciclar los desechos tanto en la tierra como en las mentes”.
Nos conectamos por videollamada a finales de junio de 2024 para charlar sobre su libro. La entrevista ha sido editada en aras de la fluidez y claridad.
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Tus libros anteriores tratan sobre tecnología, internet, cíborgs, drones… ¿Cómo conectas ese mundo con El planeta de los hongos?
Yo tenía ganas, desde hacía mucho tiempo, de escribir sobre hongos y de lo que significaban para mí. La conexión se dio cuando empiezo a notar la constante de todos estos diseñadores, ingenieros, inversionistas, la gente cerca del boom de internet y su afición por los alucinógenos: ya fuera LSD, hongos, ayahuasca, lo que sea. Me pareció interesante porque todo esto que estamos viviendo como nuestro nuevo entorno –la red, los juegos de video, las aplicaciones– fue en gran medida diseñado bajo efectos psicodélicos. Eso ya nos involucra a todos —a los que consumimos y los que no— porque en cierta forma vivimos los efectos de los hongos en cosas que podemos sentir alrededor de nosotros.
Te refieres a ese entorno como la ciberdelia. ¿Podrías detallar cómo influyó el consumo de psicodélicos en el desarrollo del mundo digital?
Por un lado, había una inyección en el imaginario de cosas posibles de representar y, por otro, las capacidades que te dan los hongos de resolver problemas, pensar las cosas diferente y ver soluciones que probablemente no se te ocurrirían de otra forma. El hecho de que varias empresas de Silicon Valley hagan “martes de psilocibina” o “viernes de psicotrópicos” con la idea de estimular los procesos creativos nos habla de que sí hay una creencia en su utilidad en el mundo práctico. Ahora, ¿será cierto? ¿Será que nos estamos engañando? Es muy difícil saberlo, no hay una prueba contundente. Lo que queda clarísimo es que los hongos y otros psicodélicos abren nuevas compuertas en nuestro cerebro: crean nuevas conexiones y acallan viejas rutas convencionales o conservadoras. Creo que [esa cualidad] se puede sentir en este mundo tan delirante que tenemos ahora frente a nosotros. Yo me volví reportero de internet en 1995, el año en que todo mundo más o menos empezó a estar conectado, y me parecía impresionante esta nueva geografía virtual que estaba creándose alrededor de nosotros, tan difícil de asir; pero creo que si lo ves a través de la perspectiva de los viajes alucinógenos, empieza a tener otro sentido. No te digo que lo vas a entender, pero sí lo vas a ver con otra perspectiva.
Hace poco escuché a un comediante decir que antes se tomaban hongos para ver a Dios y ahora se toman para mejorar la productividad…
¡Exacto! Es terrible y a la vez tan significativo de lo que somos. Ya no se toman tanto para conectarte con Dios o para pasártela bien, sino para ser más eficiente en tu trabajo.
Tu ensayo comienza por el aspecto biológico de los hongos. ¿Qué es lo más fascinante que encontraste allí?
Sin duda, es el concepto del micelio, que es el verdadero hongo: esa red de filamentos, de hifas, que están por debajo de nuestros pies en todos los bosques; una red que conecta los árboles, las plantas; que funciona como comunicación y transporte de nutrientes, de agua, de señales. Es como nuestro internet, o el internet es el micelio digital. Una vez que empecé a explorar ese concepto, otras cosas se fueron abriendo: ¿cómo pensar en un organismo así? Un organismo distribuido –como internet– que tiene, quizás, muchos cerebros, o ¿cómo es que piensa?, ¿con las hifas?, ¿con el fruto? porque obviamente piensa. Una de las pruebas contundentes que se han hecho en varios países consiste en poner un hongo mucilaginoso a resolver un laberinto. Ponen el hongo en un punto y el alimento en otro punto y hacen un recorrido complejo. Invariablemente el hongo encuentra el camino más rápido y más eficiente. Así los hongos han dado soluciones para el metro de Tokio y de Londres o para las autopistas alemanas.
Sostienes que la relación de los hongos con los humanos ha sido favorable para ambos, ¿por qué?
Primero, porque el hongo es un alimento altamente nutritivo y algunas variantes son de sabores fabulosos. Las morillas, los chanterelle y los matsutake son tan preciosos como el caviar y la langosta. Luego viene todo este elemento mágico y místico que ha estado en la cultura (podemos aceptar la tesis de que [han estado allí] desde la Edad de piedra o podemos reducirlo a cuatro o cinco milenios). Sea como sea, el estímulo en el imaginario ha sido enorme. Hay pruebas desde Mesopotamia, las Américas, Siberia: es claro que cambió el inconsciente colectivo, la forma de los humanos de relacionarse con Dios. Ahora, nosotros, con nuestra voracidad salvaje de modificar el entorno, hemos creado tales disrupciones en el ambiente que han favorecido a los hongos. Los hongos derrumbes [Psilocybe caerulescens] se llaman así porque aparecen donde ha habido derrumbes o la tierra ha sido maltratada. Nadie sabe por qué, pero a los hongos les gusta eso: empiezan a aparecer en jardines públicos que están hechos una ruina o en lugares donde han metido máquinas para remover la tierra. Hay muchas razones que parecen confirmar que entre más fregamos a la tierra, los hongos están más felices. Hay un poder de redimir al ambiente que parece atraerlos.
¿Qué hay detrás del deseo humano de alterar los sentidos con sustancias?
Yo creo que tenemos muy clara la necesidad de ver más allá, y ese ver más allá comienza con ver el futuro: parece que somos la primera especie que entiende el concepto de futuro y de pasado. En función de esas dos cosas y de la incertidumbre imaginamos seres invisibles que nos acompañan y van rigiendo nuestros destinos. Como somos incapaces de establecer algún tipo de vínculo más allá de la fe –que es lo que nos piden las religiones monoteístas–, todos estos otros cultos dijeron: “o no necesito tener fe si puedo comerme un hongo y ver o sentir o establecer un contacto con lo divino”. Creo que la ruptura se da ahí y eso es lo que en buena medida justifica o hace más entendible el odio furioso que tenían los conquistadores españoles contra los hongos, en el caso del territorio mexicano, porque es un atentado directo a la idea de la fe. El alcohol es algo bastante monótono si se compara con los hongos. Estos producen una explosión extraña y cada vez será diferente. Creo que por ahí va este deseo de buscar estados alterados: darnos ventaja. El chamán es ese ser que tiene la ventaja de ver lo invisible.
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Hablando de chamanes modernos, le dedicas varias páginas a Terence McKenna, quien formuló algunas de las teorías más arriesgadas. Por ejemplo, que las esporas de los hongos tienen origen extraterrestre o la teoría del stoned ape (mono drogado), en la que sugiere que el lenguaje podría haber sido producto del consumo de hongos psicoactivos. ¿A McKenna lo lees como un psiconauta autorizado o como un autor cercano a la ciencia ficción?
Creo que McKenna tiene varias cosas: aparte de ser un psiconauta incomparable, era un tipo de una inteligencia prodigiosa y escribía fabulosamente bien. Al juntar esos elementos hizo una obra muy rica, muy inquietante y por momentos con una validez extraordinaria. Es una gran pena que muriera joven. Cuando él decía que las esporas vienen de otro planeta, no estaba sólo dando una imagen digna de Jaime Maussan, sino que estaba dándonos todo un contexto con una riqueza cultural extraordinaria, cargada de todos estos elementos que conforman el saber actual. Él entrelazaba todo eso y a veces lo soltaba en una frase cargada de significados. Incluso creo que no importa tanto si crees o no la teoría del stoned ape, lo que importa es que tu cerebro se puede disparar a muchas dimensiones que antes quizá no te hubieras atrevido a explorar. Dice muchas cosas imposibles de probar, pero te da nociones interesantes de cómo entender la historia.
México es uno de los países con mayor riqueza de enteógenos –sustancias de origen vegetal o animal con propiedades psicotrópicas– y de sus usos tradicionales. ¿Cuál ha sido el rol de este país en esta historia cultural de los hongos?
Somos protagonistas fundamentales, principales. Cuando empecé a escribir el libro, le di a mi agente uno de los primeros borradores y me dijo: “Oye, pero este libro es para España, vamos a hacerlo más balanceado” pero ¿balanceado cómo? No hay manera de balancear. Lo que ha dado México al mundo de los enteógenos es totalmente desproporcionado. Porque si bien puedes decir que en Siberia hay un gran legado, o en el Mediterráneo con los griegos, todo ahí es bastante limitado y muchas partes son hipotéticas. En cambio, en México hay culturas llenas de alucinógenos al por mayor. Sería imposible sintetizar en un libro todo lo que tenemos y cada vez que rascas encuentras más y más pueblos que conocían hongos y otras plantas. Fuimos a dar a un país realmente privilegiado, por encima de casi cualquier otro.
¿Y cómo entender la prohibición? ¿Cuáles han sido las grandes amenazas que plantean los hongos?
La primera gran prohibición es la que viene con los conquistadores, con la Inquisición: una amenaza a la religión cristiana. Del siglo XVII hasta el XIX no se hablaba de hongos en las Américas. No existían, lograron suprimirlos. Y las culturas sobrevivientes los volvieron un secreto. Después, cuando ya se empiezan a formar los Estados modernos, la protección al individuo incluye el control de sustancias prohibidas, y los hongos, como tantas otras cosas, pasan a estar en esa lista. Esto nos lleva a 1960, cuando hay una verdadera explosión, una búsqueda de estas sustancias para alterar la mente, principalmente LSD. Desde ahí hasta ahora ha sido una gran batalla, pero empieza a cambiar de ganador. Por el momento, parece que vamos a tener cambios realmente importantes en el consumo. En muchos lugares ya son legales, en México hay iniciativas para legalizarlos. Lo que a mí me preocupa es que también va a dar un auge a mucha superchería, a muchos fraudes y charlatanería, pero es inevitable.
¿Qué hacer con la charlatanería?
Es inevitable, pero la prohibición es peor.
¿Qué ha pasado en los últimos 50 años para que estemos viviendo un “Renacimiento psicodélico”?
Hay varios elementos. Yo creo muy poco en el progreso, pero hay una pequeña señal de progreso, de ensanchamiento de nuestra banda de entendimiento, de tolerancia. Antes no se sabía tanto de estas sustancias, ahora se sabe mucho más. A raíz de que la ciencia ha crecido brutalmente en los últimos 15 años, se empiezan a tomar en serio las experiencias psicodélicas. Si antes se veían casi como jugar a la ouija, ahora se ven como algo que interactúa con el cerebro de maneras muy poderosas. Creo que ahí empezó a romperse el dique y estamos en ese proceso. ¿A dónde vamos? No lo sé porque no me extrañaría que después de esto vengan nuevas oleadas de censura, de represión, de pánico moral. A pesar de que hay ciertos atisbos de progresismo en la cultura mainstream, hay más atisbos de populismo y de señales retrógradas, de que se van a buscar soluciones más conservadoras.
Entre la exaltación de los psicodélicos como “remedio para todos los males” y la prohibición, ¿dónde te sitúas? ¿Para qué son eficaces?
Me atrevo a hablar a partir de lo que he leído en la documentación científica. Está bastante claro que los hongos pueden ayudar como terapia en casos de grandes males mentales y también de cuestiones psicológicas más manejables. Funcionan cuando buscas respuestas a tus problemas existenciales o morales, o simplemente estímulos estéticos. Sirven para gente con síndrome de estrés postraumático, que ha pasado experiencias muy fuertes en la guerra. Han demostrado constantemente servir en casos de adicción. Sin embargo, no son la solución para todos los males y pueden convertirse en un mal mayor: un mal viaje puede ser algo muy educativo o te puede destruir la personalidad. Conozco dos personas de mi generación que quedaron mal: ya había algo punzante en ellos y a lo mejor el hongo nada más vino a dar el empujoncito final.
Me imagino que en ese momento no había tanta noción de las dosis…
Claro, y eso es algo que quería decir: la idea del hongo al que le debes tener respeto me parece muy interesante, pero a la vez una incógnita. ¿Qué quiere decir? ¿A quién hay que tenerle respeto? ¿A una cosa natural que te comes? ¿A una entidad mágica superdotada? ¿A una comunidad? ¿A tu cuerpo? ¿A quién? Todo eso está por escribirse realmente. Hemos perdido todas las directrices tradicionales y las estamos recuperando a jirones, en medio de mucha charlatanería. Como el artículo que escribiste de lo que sucede en Huautla que me pareció tan significativo: desde el idealismo más entregado hasta el pragmatismo más brutal y explotador. Entonces, ¿cómo hacer para que esto no se convierta en otra explotación y que tampoco estemos perdidos en la noche de la psicodelia?
Una iniciativa de ley en México propone la despenalización de los hongos únicamente con fines terapéuticos. ¿Qué pasa con el uso recreativo, ahora también llamado “uso adulto”?
El uso adulto o recreativo tiene una parte lúdica muy padre, pero es imposible programarla. Siempre hay que aventurarse en una experiencia que puede ser muy buena o muy mala. No hay garantías. Yo estoy totalmente a favor de la liberación, pero también de la conciencia. Y es muy importante tener conciencia de qué son los hongos. De eso se trata el libro: sin querer tirar dogmas, pero sí hablar de que no sólo te comes el honguito y ya está.
El reciente rechazo preliminar de un panel de la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA por sus siglas en inglés) a la terapia con éxtasis o MDMA fue un golpe a la comunidad psicodélica (al cierre de esta edición, se esperaba todavía el dictamen definitivo). ¿Crees que corra la misma suerte la terapia con psilocibina?
Va a tener un efecto, sí. Fue un cubetazo de agua fría porque ya todo mundo estaba montado en el triunfo. La idea de usar el MDMA ha sido muy popular entre los veteranos de guerra, por lo cual era un argumento muy difícil de rechazar. Había una línea mucho más manipuladora: “Nuestros héroes necesitan curarse”. Este panel les dice “No” [porque faltan más estudios y con mayor rigor científico]. Creo que se va a enfriar y eventualmente van a ganar los impulsores de esta terapia, pero lamentablemente montados en un discurso bastante derechista y conservador.
¿Los defensores de los psicodélicos en Estados Unidos son de derechas?
Exacto: es una de las grandes sorpresas. Cuando ves que la banda que se está metiendo hongos es bien derechista y muchos de ellos son protofascistas, dices: “¿Te cae?” No era así esto. “¡Ustedes eran el enemigo!”
¿Los hongos nos pueden salvar de algo, como dice Paul Stamets? ¿De qué?
Yo creo que sí, de muchas cosas. En la línea de Stamets, que no es precisamente la parte alucinógena, los hongos pueden ayudar a restaurar el medio ambiente, a eliminar sustancias plásticas, a crear nuevos materiales que no sean nocivos. Ahora, como especie, ¿nos pueden salvar? Ojalá, pero no tengo el menor optimismo. Las herramientas están ahí, como dicen Stamets y McKenna… Lo que no está es la voluntad humana para encausarnos por un camino de la decencia, la moral y la convivencia.
En las cosmovisiones indígenas, el hongo y otros enteógenos como el peyote contienen sabiduría por sí mismos, tienen un espíritu. Desde la perspectiva científica se estudian sus efectos en el cerebro. ¿Te quedas con la magia o los datos duros?
Como soy ingeniero, me voy a quedar con la tecnología, con la biología, con las neuronas haciendo cosas raras; pero también me quedo con enormes dudas. Otro ejemplo que examino en el libro es el de las hormigas que son contaminadas por un hongo que las tripula. Las convierten en vehículos y logran que las hormigas repitan al unísono un ritual que beneficia al hongo. ¿Eso lo podríamos explicar con la existencia de un espíritu en el hongo? No lo sé. ¿El espíritu está atento a lo que sucede en el mundo entomológico? No lo sé. Ahí es donde me entra la duda. O este espíritu realmente abarca más allá de los seres racionales o toda mi concepción de la vida tiene que replantearse.
EUGENIA COPPEL. Periodista independiente. Trabaja desde 2011 como reportera en medios como El País, El Mundo, Milenio y El Informador, y ha colaborado con Esquire, Magis, PlayGround, Territorio, Gatopardo, entre otros. Fue finalista del Premio Roche de Periodismo de Salud 2019 y becaria 2022 del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas, de la Fundación Gabo y Open Society Foundations. Colaboró en la investigación periodística para la producción del documental La oscuridad de la Luz del Mundo (Netflix, 2023).
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