Ryūsuke Hamaguchi: lo mejor de la Cineteca y la 71 Muestra Internacional

Ryūsuke Hamaguchi: la ruleta de las emociones

El pasado 8 de abril arrancó la 71 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional. Entre un programa cuya calidad parece diluirse con cada edición, sobresale el trabajo de Ryūsuke Hamaguchi. Tras llevarse recientemente un Óscar, en México podremos ver su anterior película, La ruleta de la fortuna y la fantasía.

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La 71 Muestra Internacional de Cine de la Cineteca Nacional empezó a proyectarse el 8 de abril en su sede tan frecuentada por parejas en su primera o enésima cita y por cinéfilos fieles que asisten, muchas veces, a pesar de una programación que parece decadente. Si consideramos que la Cineteca ha estado proyectando en años recientes películas de Disney-Pixar y hasta Joker (2019), sería impensable una muestra como la primera, la de 1971, cuando se juntaron los apellidos de Truffaut, Nichols, Rocha, Buñuel, Rafelson, Kawalerowicz, Penn, Boorman, Scola, Cassavetes, Olhovich, Pontecorvo, Bergman y Losey. La excelencia y el riesgo que la caracterizaron entonces se han ido convirtiendo en la excepción que apenas atrae a los espectadores más sofisticados.

Para prueba, la 71 Muestra, donde las películas de cineastas reconocidos, como Federico Veiroj, Andréi Konchalovski o Kirill Serébrennikov, difícilmente están entre las más celebradas de sus filmografías. Para colmo, el programa tiene bastante espacio para títulos complacientes y trillados como Mes frères et moi (2021), sobre el triunfo espiritual de un niño francés de herencia migrante que, apoyado por una maestra simpática, descubrirá la belleza de la ópera y su talento para cantarla. Habría que preguntarse si los programadores buscan atraer al público más grande posible con el fin de ampliar los fondos que la Cineteca recauda por su cuenta. Los que aporta el gobierno federal no bastan, y menos considerando su constante rebaja desde la presidencia de Felipe Calderón.

En un programa de catorce películas, sólo dos me parecen verdaderamente importantes: una es un clásico de Luis Buñuel, Ensayo de un crimen (1955); la otra es Gūzen to Sōzō (2021), del director de Drive My Car (2021) Ryūsuke Hamaguchi. Llamémosle La ruleta de la fortuna y la fantasía, como la Cineteca, y concentrémonos en ella, bajo la esperanza de que Ensayo de un crimen sea ya ampliamente conocida.

Hace poco escribí sobre la teatralidad de Drive My Car, entre otras cosas, pero aunque tal vez sería una redundancia insistir en este aspecto de La ruleta de la fortuna y la fantasía, importa crear una distinción entre ambas películas a partir de lo mismo para notar la versatilidad de Hamaguchi. Podríamos empezar por lo más evidente: la ausencia del teatro mismo. Drive My Car se sitúa en medio de los ensayos para una representación de Tío Vania, mientras que La ruleta de la fortuna y la fantasía cuenta tres historias, como un libro de cuentos, empezando por una modelo celosa cuyo exnovio está saliendo por azar con una amiga; luego vemos cómo una mujer casada es manipulada por su amante para ponerle una trampa a un profesor estricto, y finalmente Hamaguchi muestra el reencuentro insólito entre dos amigas de la secundaria que nunca se habían conocido. El teatro está ausente de las tramas pero implícito en la forma, como ya es típico del director japonés.

Aunque Drive My Car también está definida por aspectos teatrales, como los abundantes diálogos, su estilo tiende más al minimalismo fílmico que al cine-teatro. En los largos momentos mudos, donde los personajes pasean en coche, se asoma algo más parecido al montaje de Abbas Kiarostami que a Chéjov o a Ibsen. En cambio, en La ruleta de la fortuna y la fantasía Hamaguchi basa cada historia en acciones que evaden decididamente el silencio. Uno podría responsabilizar a la duración —cada episodio ronda los cuarenta minutos—, pero hay cortometrajes mucho más breves de Chantal Akerman o Michael Snow que enfatizan el tránsito del tiempo. En esta película constantemente pasa algo, habla alguien, pero los planos son escasos. Pareciera que el director busca diluir el aparato cinematográfico para concentrar la atención en los personajes y sus palabras.

En la primera historia, sobre la modelo, hay una escena en una oficina justo después de un viaje en coche donde la protagonista se entera de que su exnovio la está olvidando. La puesta en escena expresa la distancia entre los dos personajes que ahí aparecen, y luego la forma en que se van aproximando muestra un reencuentro captado claramente por la cámara, pero definido por el espacio y el movimiento, más que por el montaje y los planos. Hamaguchi no está filmando una locación sino un escenario donde incluso los pasos retumban como en una representación dramática. La estructura de más o menos cuatro escenas en cada viñeta sostiene esta ilusión de estar viendo el presente espontáneo que produce el teatro.

A pesar de todo, sí hay instantes donde se impone el lenguaje fílmico. Bajo la aparente influencia del cineasta surcoreano Hong Sang-soo, conocido por dirigir largas conversaciones capturadas en un solo plano y ocasionales acercamientos para detallar los rostros de los personajes, Hamaguchi intenta lo mismo pero se zafa de Hong al usarlos para sorprender al público. En la primera historia, por ejemplo, uno de estos movimientos nos da a entender una fuga de la imaginación. En otros momentos Hamaguchi filma a los actores de frente para mostrar la perspectiva de cada uno y crea así breves rupturas de estilo que significan un momento de escucha profunda: algo que se dice, algo que se oye, está por cambiar una vida entera porque para el director la intimidad es, sobre todo, una epifanía.

Pero, antes de llegar a los grandes hallazgos, los personajes hablan, escuchan y ocasionalmente se sobresaltan. En la segunda historia la obsesión del profesor por mantener su puerta abierta habla de sus precauciones, como también lo hace la forma en que se acerca y se aleja de la alumna que le recita un pasaje erótico de su propia novela. Los gestos de incomodidad y luego una cierta paz o autoridad germinan de su rostro, de su espalda, de sus brazos, porque el cuerpo es una máquina de lenguaje que encuentra en cada movimiento una palabra, una señal aventada al aire y a la vista de los demás. Es ahí donde el suspenso que construye el guion se lanza a buscar nuestra empatía para entender lo que está en juego. Cuando la protagonista de la tercera historia lee en voz alta el apellido escrito en la casa de su amiga, sabemos que aquí hay algo raro.

Esta última sección es la más inverosímil en un tríptico donde se vislumbra siempre el destino: un virus informático ha provocado que los correos electrónicos se envíen aleatoriamente a otras cuentas y el internet se ha venido abajo; sin embargo, la sociedad se adapta a las cartas y las películas en blu-ray, en espera de que un día regresen el streaming y Gmail. Hamaguchi es un optimista que encuentra en los accidentes una oportunidad para tomar las decisiones correctas. La intrusión de una oficinista en la primera historia y la llegada de un paquete en esta última ocasionan cambios que salvan vidas, pero el azar no alcanza por sí solo para enderezar los errores. Hamaguchi se recarga en lo melodramático, pero también en la complejidad de personajes que saben hacer de las interrupciones una pausa y que saben preferir la bondad. Esto es lo que nos dice un juego en el que dos personajes interpretan por turnos a las personas que cada cual añora.

En estas actuaciones se asoma la noción literal de teatralidad que faltaba en La ruleta de la fortuna y la fantasía y, al tratarse de un juego, me evoca la palabra play, que como sustantivo se refiere a una obra de teatro y, como verbo, puede tratarse de jugar un rol, de interpretarlo: el teatro es el juego de las emociones donde se finge ser otro, pensaría Aristóteles, en un intento de purificar a la audiencia. En la película esta solidaridad de unos personajes con otros alcanza al público y la ficción reparte su abrazo en todas direcciones. El cine de Hamaguchi es entonces teatro pero también una amistad que se ve y se recibe: una especie de amor.

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