La primera fotografía de Nadja Massün se la tomó a una de sus hijas, de pequeña, mientras su padre la cargaba y la bañaba un rayo de luz que entraba por la ventana, sobre su cabeza. Después llegaron cientos de fotografías más, algunas análogas con textura de arena, otras en digital, pulcras y lisas. Siempre en blanco y negro. Hay fotos de su familia, de músicos que conoció en Transilvania, en Rumania, y hasta de algún perro que se le atravesó en Oaxaca, de Cuba y de Bélgica, y de muchísima gente con la que Massün se ha encontrado y ha adoptado con su lente.
Pero antes de volverse fotógrafa pasaron muchas cosas. Nació en la República Democrática del Congo en 1963. Su mamá es húngara y su papá belga, ambos intelectuales que, cuenta Massün, viajaban mucho y fotografiaron sus aventuras. Recuerda casas con fotos colgadas y álbumes repletos de sus recuerdos y los de su hermana, sus papás y todos los que se mezclaban en la ecuación. “Siempre, donde viviéramos, ya fuera en Europa o en Perú o en Colombia, mi padre instalaba el cuarto oscuro y se tomaban muchas fotos de todo esos viajes”, dice.
Se fue del Congo casi recién nacida. Su papá trabajaba en la ONU y eso requería mudarse mucho. Vivieron en Colombia, Perú, Suiza y Costa Rica. Estudió economía, hizo una maestría en ciencias políticas y trabajó también en las Naciones Unidas, para el Alto Comisionado para los Refugiados en Chetumal. Pero sus padres le heredaron la pasión por los viajes, así que nunca lo dejó de hacer: “Lo que me gustó y creo que me quedó marcado es llegar a un lugar desconocido, tal vez porque era otra época, no lo sé, pero donde no hubiera referencias conocidas”.
Llegó a Oaxaca y se enamoró de sus tierras, de las tradiciones y de un hombre, con quien tuvo dos hijas. Una de ellas, la más joven@, es la que aparece en esa primera fotografía, que ahora se expone en las paredes del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en la capital oaxaqueña, como parte de la exposición “Relatos sin tiempo”, en la que recopila el trabajo que ha hecho a lo largo de su vida y que está montada desde el 8 de marzo.
La muestra se divide en tres salas, que marcan algunos momentos importantes de su recorrido como fotógrafa alrededor del mundo: el que le queda lejos y el que le queda muy cerca, una búsqueda por esos “encuentros que dan la espalda al resto del mundo”, dice Massün en entrevista con Gatopardo, “que me jalan fuera de lo globalizado”.
En la primera, uno encuentra a sus hijas, su familia y Oaxaca, donde vivieron durante 19 años. Muchas de las fotos que componen esta sección son las primeras que tomó, mientras experimentaba y aprendía bajo el tutelaje de Mary Ellen Mark.
La segunda sala muestra partes de sus múltiples viajes, capturas o instantáneas, de Bruselas y de Bolivia. Aquí hay una serie sobre la observación a las mujeres en distintos contextos —países, pueblos, idiomas, religiones—, con sus diferencias y semejanzas, sobre las comunidades femeninas, el pudor y la complicidad.
En la tercera, se ve Transilvania, Rumania, en un encuentro anual al que llegan húngaros y gitanos para celebrar un mercado típico. En ese evento, Massün halla una conexión especial, por su ascendencia húngara: la música no se detiene, la gente platica, vende, compra, bebe y baila. Retrató, intrigada, a estas comunidades que se resisten a la inercia del mundo occidental, lejos de la globalización, apenas tecnologizadas, y con todas las ganas de quedarse así. También hay fotos de sus viajes por México, como Costa Chica, en Guerrero, donde se encontró con la Danza de los Diablos, y capturó a un niño que miraba intrigado a su papá, musculoso y viril, disfrazarse de mujer para representar a la “Minga”, uno de los personajes que representan al diablo.
“Mi proceso de trabajo es intuitivo, pocas veces planeo una fotografía. Prefiero dejarme llevar por la sorpresa y el encuentro fortuito”, dice Massün, a quien le interesan los retratos, los gestos, los movimientos del cuerpo que remiten a un estado de ánimo. “Es el humano el que me provoca, el personaje. Puede ser un gesto, una mirada, que habla de una emoción interna, de algo que está pasando por su cabeza”.
Massün sigue viajando cada vez que puede. Veracruz y Transilvania están en su futuro próximo, aunque lo planea poco, como sucede en sus fotografías, que capturan el momento exacto para contar una gran historia, otro encuentro suspendido en el tiempo.
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Nadja Massün retrata su encuentro con el mundo en una exposición fotográfica.
La primera fotografía de Nadja Massün se la tomó a una de sus hijas, de pequeña, mientras su padre la cargaba y la bañaba un rayo de luz que entraba por la ventana, sobre su cabeza. Después llegaron cientos de fotografías más, algunas análogas con textura de arena, otras en digital, pulcras y lisas. Siempre en blanco y negro. Hay fotos de su familia, de músicos que conoció en Transilvania, en Rumania, y hasta de algún perro que se le atravesó en Oaxaca, de Cuba y de Bélgica, y de muchísima gente con la que Massün se ha encontrado y ha adoptado con su lente.
Pero antes de volverse fotógrafa pasaron muchas cosas. Nació en la República Democrática del Congo en 1963. Su mamá es húngara y su papá belga, ambos intelectuales que, cuenta Massün, viajaban mucho y fotografiaron sus aventuras. Recuerda casas con fotos colgadas y álbumes repletos de sus recuerdos y los de su hermana, sus papás y todos los que se mezclaban en la ecuación. “Siempre, donde viviéramos, ya fuera en Europa o en Perú o en Colombia, mi padre instalaba el cuarto oscuro y se tomaban muchas fotos de todo esos viajes”, dice.
Se fue del Congo casi recién nacida. Su papá trabajaba en la ONU y eso requería mudarse mucho. Vivieron en Colombia, Perú, Suiza y Costa Rica. Estudió economía, hizo una maestría en ciencias políticas y trabajó también en las Naciones Unidas, para el Alto Comisionado para los Refugiados en Chetumal. Pero sus padres le heredaron la pasión por los viajes, así que nunca lo dejó de hacer: “Lo que me gustó y creo que me quedó marcado es llegar a un lugar desconocido, tal vez porque era otra época, no lo sé, pero donde no hubiera referencias conocidas”.
Llegó a Oaxaca y se enamoró de sus tierras, de las tradiciones y de un hombre, con quien tuvo dos hijas. Una de ellas, la más joven@, es la que aparece en esa primera fotografía, que ahora se expone en las paredes del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en la capital oaxaqueña, como parte de la exposición “Relatos sin tiempo”, en la que recopila el trabajo que ha hecho a lo largo de su vida y que está montada desde el 8 de marzo.
La muestra se divide en tres salas, que marcan algunos momentos importantes de su recorrido como fotógrafa alrededor del mundo: el que le queda lejos y el que le queda muy cerca, una búsqueda por esos “encuentros que dan la espalda al resto del mundo”, dice Massün en entrevista con Gatopardo, “que me jalan fuera de lo globalizado”.
En la primera, uno encuentra a sus hijas, su familia y Oaxaca, donde vivieron durante 19 años. Muchas de las fotos que componen esta sección son las primeras que tomó, mientras experimentaba y aprendía bajo el tutelaje de Mary Ellen Mark.
La segunda sala muestra partes de sus múltiples viajes, capturas o instantáneas, de Bruselas y de Bolivia. Aquí hay una serie sobre la observación a las mujeres en distintos contextos —países, pueblos, idiomas, religiones—, con sus diferencias y semejanzas, sobre las comunidades femeninas, el pudor y la complicidad.
En la tercera, se ve Transilvania, Rumania, en un encuentro anual al que llegan húngaros y gitanos para celebrar un mercado típico. En ese evento, Massün halla una conexión especial, por su ascendencia húngara: la música no se detiene, la gente platica, vende, compra, bebe y baila. Retrató, intrigada, a estas comunidades que se resisten a la inercia del mundo occidental, lejos de la globalización, apenas tecnologizadas, y con todas las ganas de quedarse así. También hay fotos de sus viajes por México, como Costa Chica, en Guerrero, donde se encontró con la Danza de los Diablos, y capturó a un niño que miraba intrigado a su papá, musculoso y viril, disfrazarse de mujer para representar a la “Minga”, uno de los personajes que representan al diablo.
“Mi proceso de trabajo es intuitivo, pocas veces planeo una fotografía. Prefiero dejarme llevar por la sorpresa y el encuentro fortuito”, dice Massün, a quien le interesan los retratos, los gestos, los movimientos del cuerpo que remiten a un estado de ánimo. “Es el humano el que me provoca, el personaje. Puede ser un gesto, una mirada, que habla de una emoción interna, de algo que está pasando por su cabeza”.
Massün sigue viajando cada vez que puede. Veracruz y Transilvania están en su futuro próximo, aunque lo planea poco, como sucede en sus fotografías, que capturan el momento exacto para contar una gran historia, otro encuentro suspendido en el tiempo.
Nadja Massün retrata su encuentro con el mundo en una exposición fotográfica.
La primera fotografía de Nadja Massün se la tomó a una de sus hijas, de pequeña, mientras su padre la cargaba y la bañaba un rayo de luz que entraba por la ventana, sobre su cabeza. Después llegaron cientos de fotografías más, algunas análogas con textura de arena, otras en digital, pulcras y lisas. Siempre en blanco y negro. Hay fotos de su familia, de músicos que conoció en Transilvania, en Rumania, y hasta de algún perro que se le atravesó en Oaxaca, de Cuba y de Bélgica, y de muchísima gente con la que Massün se ha encontrado y ha adoptado con su lente.
Pero antes de volverse fotógrafa pasaron muchas cosas. Nació en la República Democrática del Congo en 1963. Su mamá es húngara y su papá belga, ambos intelectuales que, cuenta Massün, viajaban mucho y fotografiaron sus aventuras. Recuerda casas con fotos colgadas y álbumes repletos de sus recuerdos y los de su hermana, sus papás y todos los que se mezclaban en la ecuación. “Siempre, donde viviéramos, ya fuera en Europa o en Perú o en Colombia, mi padre instalaba el cuarto oscuro y se tomaban muchas fotos de todo esos viajes”, dice.
Se fue del Congo casi recién nacida. Su papá trabajaba en la ONU y eso requería mudarse mucho. Vivieron en Colombia, Perú, Suiza y Costa Rica. Estudió economía, hizo una maestría en ciencias políticas y trabajó también en las Naciones Unidas, para el Alto Comisionado para los Refugiados en Chetumal. Pero sus padres le heredaron la pasión por los viajes, así que nunca lo dejó de hacer: “Lo que me gustó y creo que me quedó marcado es llegar a un lugar desconocido, tal vez porque era otra época, no lo sé, pero donde no hubiera referencias conocidas”.
Llegó a Oaxaca y se enamoró de sus tierras, de las tradiciones y de un hombre, con quien tuvo dos hijas. Una de ellas, la más joven@, es la que aparece en esa primera fotografía, que ahora se expone en las paredes del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en la capital oaxaqueña, como parte de la exposición “Relatos sin tiempo”, en la que recopila el trabajo que ha hecho a lo largo de su vida y que está montada desde el 8 de marzo.
La muestra se divide en tres salas, que marcan algunos momentos importantes de su recorrido como fotógrafa alrededor del mundo: el que le queda lejos y el que le queda muy cerca, una búsqueda por esos “encuentros que dan la espalda al resto del mundo”, dice Massün en entrevista con Gatopardo, “que me jalan fuera de lo globalizado”.
En la primera, uno encuentra a sus hijas, su familia y Oaxaca, donde vivieron durante 19 años. Muchas de las fotos que componen esta sección son las primeras que tomó, mientras experimentaba y aprendía bajo el tutelaje de Mary Ellen Mark.
La segunda sala muestra partes de sus múltiples viajes, capturas o instantáneas, de Bruselas y de Bolivia. Aquí hay una serie sobre la observación a las mujeres en distintos contextos —países, pueblos, idiomas, religiones—, con sus diferencias y semejanzas, sobre las comunidades femeninas, el pudor y la complicidad.
En la tercera, se ve Transilvania, Rumania, en un encuentro anual al que llegan húngaros y gitanos para celebrar un mercado típico. En ese evento, Massün halla una conexión especial, por su ascendencia húngara: la música no se detiene, la gente platica, vende, compra, bebe y baila. Retrató, intrigada, a estas comunidades que se resisten a la inercia del mundo occidental, lejos de la globalización, apenas tecnologizadas, y con todas las ganas de quedarse así. También hay fotos de sus viajes por México, como Costa Chica, en Guerrero, donde se encontró con la Danza de los Diablos, y capturó a un niño que miraba intrigado a su papá, musculoso y viril, disfrazarse de mujer para representar a la “Minga”, uno de los personajes que representan al diablo.
“Mi proceso de trabajo es intuitivo, pocas veces planeo una fotografía. Prefiero dejarme llevar por la sorpresa y el encuentro fortuito”, dice Massün, a quien le interesan los retratos, los gestos, los movimientos del cuerpo que remiten a un estado de ánimo. “Es el humano el que me provoca, el personaje. Puede ser un gesto, una mirada, que habla de una emoción interna, de algo que está pasando por su cabeza”.
Massün sigue viajando cada vez que puede. Veracruz y Transilvania están en su futuro próximo, aunque lo planea poco, como sucede en sus fotografías, que capturan el momento exacto para contar una gran historia, otro encuentro suspendido en el tiempo.
Nadja Massün retrata su encuentro con el mundo en una exposición fotográfica.
La primera fotografía de Nadja Massün se la tomó a una de sus hijas, de pequeña, mientras su padre la cargaba y la bañaba un rayo de luz que entraba por la ventana, sobre su cabeza. Después llegaron cientos de fotografías más, algunas análogas con textura de arena, otras en digital, pulcras y lisas. Siempre en blanco y negro. Hay fotos de su familia, de músicos que conoció en Transilvania, en Rumania, y hasta de algún perro que se le atravesó en Oaxaca, de Cuba y de Bélgica, y de muchísima gente con la que Massün se ha encontrado y ha adoptado con su lente.
Pero antes de volverse fotógrafa pasaron muchas cosas. Nació en la República Democrática del Congo en 1963. Su mamá es húngara y su papá belga, ambos intelectuales que, cuenta Massün, viajaban mucho y fotografiaron sus aventuras. Recuerda casas con fotos colgadas y álbumes repletos de sus recuerdos y los de su hermana, sus papás y todos los que se mezclaban en la ecuación. “Siempre, donde viviéramos, ya fuera en Europa o en Perú o en Colombia, mi padre instalaba el cuarto oscuro y se tomaban muchas fotos de todo esos viajes”, dice.
Se fue del Congo casi recién nacida. Su papá trabajaba en la ONU y eso requería mudarse mucho. Vivieron en Colombia, Perú, Suiza y Costa Rica. Estudió economía, hizo una maestría en ciencias políticas y trabajó también en las Naciones Unidas, para el Alto Comisionado para los Refugiados en Chetumal. Pero sus padres le heredaron la pasión por los viajes, así que nunca lo dejó de hacer: “Lo que me gustó y creo que me quedó marcado es llegar a un lugar desconocido, tal vez porque era otra época, no lo sé, pero donde no hubiera referencias conocidas”.
Llegó a Oaxaca y se enamoró de sus tierras, de las tradiciones y de un hombre, con quien tuvo dos hijas. Una de ellas, la más joven@, es la que aparece en esa primera fotografía, que ahora se expone en las paredes del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en la capital oaxaqueña, como parte de la exposición “Relatos sin tiempo”, en la que recopila el trabajo que ha hecho a lo largo de su vida y que está montada desde el 8 de marzo.
La muestra se divide en tres salas, que marcan algunos momentos importantes de su recorrido como fotógrafa alrededor del mundo: el que le queda lejos y el que le queda muy cerca, una búsqueda por esos “encuentros que dan la espalda al resto del mundo”, dice Massün en entrevista con Gatopardo, “que me jalan fuera de lo globalizado”.
En la primera, uno encuentra a sus hijas, su familia y Oaxaca, donde vivieron durante 19 años. Muchas de las fotos que componen esta sección son las primeras que tomó, mientras experimentaba y aprendía bajo el tutelaje de Mary Ellen Mark.
La segunda sala muestra partes de sus múltiples viajes, capturas o instantáneas, de Bruselas y de Bolivia. Aquí hay una serie sobre la observación a las mujeres en distintos contextos —países, pueblos, idiomas, religiones—, con sus diferencias y semejanzas, sobre las comunidades femeninas, el pudor y la complicidad.
En la tercera, se ve Transilvania, Rumania, en un encuentro anual al que llegan húngaros y gitanos para celebrar un mercado típico. En ese evento, Massün halla una conexión especial, por su ascendencia húngara: la música no se detiene, la gente platica, vende, compra, bebe y baila. Retrató, intrigada, a estas comunidades que se resisten a la inercia del mundo occidental, lejos de la globalización, apenas tecnologizadas, y con todas las ganas de quedarse así. También hay fotos de sus viajes por México, como Costa Chica, en Guerrero, donde se encontró con la Danza de los Diablos, y capturó a un niño que miraba intrigado a su papá, musculoso y viril, disfrazarse de mujer para representar a la “Minga”, uno de los personajes que representan al diablo.
“Mi proceso de trabajo es intuitivo, pocas veces planeo una fotografía. Prefiero dejarme llevar por la sorpresa y el encuentro fortuito”, dice Massün, a quien le interesan los retratos, los gestos, los movimientos del cuerpo que remiten a un estado de ánimo. “Es el humano el que me provoca, el personaje. Puede ser un gesto, una mirada, que habla de una emoción interna, de algo que está pasando por su cabeza”.
Massün sigue viajando cada vez que puede. Veracruz y Transilvania están en su futuro próximo, aunque lo planea poco, como sucede en sus fotografías, que capturan el momento exacto para contar una gran historia, otro encuentro suspendido en el tiempo.
Nadja Massün retrata su encuentro con el mundo en una exposición fotográfica.
La primera fotografía de Nadja Massün se la tomó a una de sus hijas, de pequeña, mientras su padre la cargaba y la bañaba un rayo de luz que entraba por la ventana, sobre su cabeza. Después llegaron cientos de fotografías más, algunas análogas con textura de arena, otras en digital, pulcras y lisas. Siempre en blanco y negro. Hay fotos de su familia, de músicos que conoció en Transilvania, en Rumania, y hasta de algún perro que se le atravesó en Oaxaca, de Cuba y de Bélgica, y de muchísima gente con la que Massün se ha encontrado y ha adoptado con su lente.
Pero antes de volverse fotógrafa pasaron muchas cosas. Nació en la República Democrática del Congo en 1963. Su mamá es húngara y su papá belga, ambos intelectuales que, cuenta Massün, viajaban mucho y fotografiaron sus aventuras. Recuerda casas con fotos colgadas y álbumes repletos de sus recuerdos y los de su hermana, sus papás y todos los que se mezclaban en la ecuación. “Siempre, donde viviéramos, ya fuera en Europa o en Perú o en Colombia, mi padre instalaba el cuarto oscuro y se tomaban muchas fotos de todo esos viajes”, dice.
Se fue del Congo casi recién nacida. Su papá trabajaba en la ONU y eso requería mudarse mucho. Vivieron en Colombia, Perú, Suiza y Costa Rica. Estudió economía, hizo una maestría en ciencias políticas y trabajó también en las Naciones Unidas, para el Alto Comisionado para los Refugiados en Chetumal. Pero sus padres le heredaron la pasión por los viajes, así que nunca lo dejó de hacer: “Lo que me gustó y creo que me quedó marcado es llegar a un lugar desconocido, tal vez porque era otra época, no lo sé, pero donde no hubiera referencias conocidas”.
Llegó a Oaxaca y se enamoró de sus tierras, de las tradiciones y de un hombre, con quien tuvo dos hijas. Una de ellas, la más joven@, es la que aparece en esa primera fotografía, que ahora se expone en las paredes del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en la capital oaxaqueña, como parte de la exposición “Relatos sin tiempo”, en la que recopila el trabajo que ha hecho a lo largo de su vida y que está montada desde el 8 de marzo.
La muestra se divide en tres salas, que marcan algunos momentos importantes de su recorrido como fotógrafa alrededor del mundo: el que le queda lejos y el que le queda muy cerca, una búsqueda por esos “encuentros que dan la espalda al resto del mundo”, dice Massün en entrevista con Gatopardo, “que me jalan fuera de lo globalizado”.
En la primera, uno encuentra a sus hijas, su familia y Oaxaca, donde vivieron durante 19 años. Muchas de las fotos que componen esta sección son las primeras que tomó, mientras experimentaba y aprendía bajo el tutelaje de Mary Ellen Mark.
La segunda sala muestra partes de sus múltiples viajes, capturas o instantáneas, de Bruselas y de Bolivia. Aquí hay una serie sobre la observación a las mujeres en distintos contextos —países, pueblos, idiomas, religiones—, con sus diferencias y semejanzas, sobre las comunidades femeninas, el pudor y la complicidad.
En la tercera, se ve Transilvania, Rumania, en un encuentro anual al que llegan húngaros y gitanos para celebrar un mercado típico. En ese evento, Massün halla una conexión especial, por su ascendencia húngara: la música no se detiene, la gente platica, vende, compra, bebe y baila. Retrató, intrigada, a estas comunidades que se resisten a la inercia del mundo occidental, lejos de la globalización, apenas tecnologizadas, y con todas las ganas de quedarse así. También hay fotos de sus viajes por México, como Costa Chica, en Guerrero, donde se encontró con la Danza de los Diablos, y capturó a un niño que miraba intrigado a su papá, musculoso y viril, disfrazarse de mujer para representar a la “Minga”, uno de los personajes que representan al diablo.
“Mi proceso de trabajo es intuitivo, pocas veces planeo una fotografía. Prefiero dejarme llevar por la sorpresa y el encuentro fortuito”, dice Massün, a quien le interesan los retratos, los gestos, los movimientos del cuerpo que remiten a un estado de ánimo. “Es el humano el que me provoca, el personaje. Puede ser un gesto, una mirada, que habla de una emoción interna, de algo que está pasando por su cabeza”.
Massün sigue viajando cada vez que puede. Veracruz y Transilvania están en su futuro próximo, aunque lo planea poco, como sucede en sus fotografías, que capturan el momento exacto para contar una gran historia, otro encuentro suspendido en el tiempo.
La primera fotografía de Nadja Massün se la tomó a una de sus hijas, de pequeña, mientras su padre la cargaba y la bañaba un rayo de luz que entraba por la ventana, sobre su cabeza. Después llegaron cientos de fotografías más, algunas análogas con textura de arena, otras en digital, pulcras y lisas. Siempre en blanco y negro. Hay fotos de su familia, de músicos que conoció en Transilvania, en Rumania, y hasta de algún perro que se le atravesó en Oaxaca, de Cuba y de Bélgica, y de muchísima gente con la que Massün se ha encontrado y ha adoptado con su lente.
Pero antes de volverse fotógrafa pasaron muchas cosas. Nació en la República Democrática del Congo en 1963. Su mamá es húngara y su papá belga, ambos intelectuales que, cuenta Massün, viajaban mucho y fotografiaron sus aventuras. Recuerda casas con fotos colgadas y álbumes repletos de sus recuerdos y los de su hermana, sus papás y todos los que se mezclaban en la ecuación. “Siempre, donde viviéramos, ya fuera en Europa o en Perú o en Colombia, mi padre instalaba el cuarto oscuro y se tomaban muchas fotos de todo esos viajes”, dice.
Se fue del Congo casi recién nacida. Su papá trabajaba en la ONU y eso requería mudarse mucho. Vivieron en Colombia, Perú, Suiza y Costa Rica. Estudió economía, hizo una maestría en ciencias políticas y trabajó también en las Naciones Unidas, para el Alto Comisionado para los Refugiados en Chetumal. Pero sus padres le heredaron la pasión por los viajes, así que nunca lo dejó de hacer: “Lo que me gustó y creo que me quedó marcado es llegar a un lugar desconocido, tal vez porque era otra época, no lo sé, pero donde no hubiera referencias conocidas”.
Llegó a Oaxaca y se enamoró de sus tierras, de las tradiciones y de un hombre, con quien tuvo dos hijas. Una de ellas, la más joven@, es la que aparece en esa primera fotografía, que ahora se expone en las paredes del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo, en la capital oaxaqueña, como parte de la exposición “Relatos sin tiempo”, en la que recopila el trabajo que ha hecho a lo largo de su vida y que está montada desde el 8 de marzo.
La muestra se divide en tres salas, que marcan algunos momentos importantes de su recorrido como fotógrafa alrededor del mundo: el que le queda lejos y el que le queda muy cerca, una búsqueda por esos “encuentros que dan la espalda al resto del mundo”, dice Massün en entrevista con Gatopardo, “que me jalan fuera de lo globalizado”.
En la primera, uno encuentra a sus hijas, su familia y Oaxaca, donde vivieron durante 19 años. Muchas de las fotos que componen esta sección son las primeras que tomó, mientras experimentaba y aprendía bajo el tutelaje de Mary Ellen Mark.
La segunda sala muestra partes de sus múltiples viajes, capturas o instantáneas, de Bruselas y de Bolivia. Aquí hay una serie sobre la observación a las mujeres en distintos contextos —países, pueblos, idiomas, religiones—, con sus diferencias y semejanzas, sobre las comunidades femeninas, el pudor y la complicidad.
En la tercera, se ve Transilvania, Rumania, en un encuentro anual al que llegan húngaros y gitanos para celebrar un mercado típico. En ese evento, Massün halla una conexión especial, por su ascendencia húngara: la música no se detiene, la gente platica, vende, compra, bebe y baila. Retrató, intrigada, a estas comunidades que se resisten a la inercia del mundo occidental, lejos de la globalización, apenas tecnologizadas, y con todas las ganas de quedarse así. También hay fotos de sus viajes por México, como Costa Chica, en Guerrero, donde se encontró con la Danza de los Diablos, y capturó a un niño que miraba intrigado a su papá, musculoso y viril, disfrazarse de mujer para representar a la “Minga”, uno de los personajes que representan al diablo.
“Mi proceso de trabajo es intuitivo, pocas veces planeo una fotografía. Prefiero dejarme llevar por la sorpresa y el encuentro fortuito”, dice Massün, a quien le interesan los retratos, los gestos, los movimientos del cuerpo que remiten a un estado de ánimo. “Es el humano el que me provoca, el personaje. Puede ser un gesto, una mirada, que habla de una emoción interna, de algo que está pasando por su cabeza”.
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