Mi primer beso

Mi primer beso

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¿Cómo fue nuestro primer beso? ¿Cómo eran aquellos años en los que empezamos a soñar con él hasta el punto de obsesionarnos? Este relato de no ficción tuvo su origen en un taller de Gatopardo. Invitamos a un joven cronista de Mérida, Yucatán, a que escribiera de su primer beso. Este fue el resultado.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Fotografía de Klara Kulikova/Unsplash. Mi primer beso

En el espejo me observa un niño flaco, narizón y afeminado, que todavía viste esos pants que le quedan justos pero no lo suficiente como para comprarle unos nuevos. Tengo que apurarme antes de que mamá regrese. Aquella tarde había ido a la cita semanal con un doctor al que papá le recomendó visitar, porque “ya no me aguantaba”, fue lo que le escuché decir a sus hermanos. Sospecho que, por más que me esfuerzo en dejarlo todo exactamente donde lo encontré, mamá sabe que juego con el maquillaje que guarda en el cajón prohibido, ese espacio que es nada más suyo. Lo imagino porque papá, el otro día comenzó a llamarme niñita, como si el maquillaje y los perfumes dejaran un rastro imperceptible solo para mí. Así que no he abierto el cajón de las brochas y los labiales. Siempre termino haciendo un desastre con los polvos, como si mis manos no me permitieran la delicadeza de mamá.

Cuando ella se arregla para ir a alguna cena, me recuesto en su cama y desde allí observo en el reflejo para qué sirve cada cosa que guarda en el cajón. Se maquilla con prisa pero sin fallar en ningún trazo. Pienso que mamá se dibuja frente al espejo y la tristeza de su rostro se disfraza. Luego abandona la habitación, dejando la estela de su perfume. Su ritual termina cuando comienza el mío.

Empiezo a pintarme frente al espejo, hasta que aparece una sonrisa. Me observo directo a los ojos y me pregunto:

“¿Será posible besar a un narizón?”.  

Fotografía de Klara Kulikova/Unsplash. Mi primer beso

Santiago Nájera era popular porque en quinto de primaria fue el primero en hacer todo. El primero en fumarse un cigarro entero, el primero en beber alcohol suficiente para emborracharse, y, obviamente, el primero en dar un beso de lengua. Durante los recesos, toda la clase se juntaba en bolita a escucharlo. Además de ser el bully más temido, Santiago Nájera era, sobre todo, el emisario del mundo misterioso de los adultos. Yo le creía todo, en parte porque sus historias me convencían, en parte porque con sus burlas y humillaciones yo dejaba de ser invisible. Un día, con esa cara que las niñas comparaban con la de Luis Miguel —incluyendo los dos dientes separados—, dijo que logró entrar a Worka, el antro que escuchábamos estaba de moda, con una identificación falsa. Mis vecinos mayores iban a ese sitio y me habían dejado claro que nadie de mi edad podría hacerlo. Se lo dije, lo evidencié frente a todo el grupo, que la hazaña no era cierta. Él ya me apodaba “Tucán” pero a partir de ese día su ingenio se volvió más cruel:  

—Tucán, ¿sí sabes que nunca vas a poder dar tu primer beso?
—¿Por qué?

Por más que lo detestara, si alguien sabía de besos era Santiago Nájera.

—Es obvio, Tuki Tuki, tu nariz es demasiado grande, te va a estorbar.

Regreso al espejo. Acerco la cara. Mi nariz se ve más grande que nunca, tan grande que sin querer hago bizcos. Si Santiago pudiera ver mi reflejo se reiría. Pero papá saldría del espejo y me caería a trompadas. Yo nunca vi a mis padres besarse. Quizá sus labios se rozaban al despedirse apenas un segundo, pero Santiago decía que si no había lengua no contaba como beso. Los besos eran algo que solo ocurría en las películas y en la vida de Santiago Nájera.

En días anteriores puse a prueba todo lo que algunos compañeros me sugirieron. El primer intento fue a escondidas. Pelé una mandarina con las uñas, pegué mis labios y metí la lengua entre dos gajos. Estuve varios minutos lamiendo y mordiendo quedito, tal como recomendaba mi bully, hasta que el jugo escurrió dentro de la playera.

Mis manos olieron a mandarina durante días.

Pego mi nariz contra el espejo y cierro los ojos —un paso importantísimo en las películas—, descubro que sí alcanzo a besarme con todo y lengua. Solo necesitaba ladear la cabeza. Me detengo hasta que escucho el coche de mamá. En el espejo limpio todo, la marca de mi nariz, la saliva, el labial rojo, el vaho de mi respiración agitada por los labios imaginarios de Santiago Nájera.

También te puede interesar: "Aura García-Junco: ¿Cómo escribir (con justicia) de nuestro padre?"

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Te recomendamos el documental: "La vida en otra parte: El sueño de salir de Cuba".

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¿Cómo fue nuestro primer beso? ¿Cómo eran aquellos años en los que empezamos a soñar con él hasta el punto de obsesionarnos? Este relato de no ficción tuvo su origen en un taller de Gatopardo. Invitamos a un joven cronista de Mérida, Yucatán, a que escribiera de su primer beso. Este fue el resultado.

En el espejo me observa un niño flaco, narizón y afeminado, que todavía viste esos pants que le quedan justos pero no lo suficiente como para comprarle unos nuevos. Tengo que apurarme antes de que mamá regrese. Aquella tarde había ido a la cita semanal con un doctor al que papá le recomendó visitar, porque “ya no me aguantaba”, fue lo que le escuché decir a sus hermanos. Sospecho que, por más que me esfuerzo en dejarlo todo exactamente donde lo encontré, mamá sabe que juego con el maquillaje que guarda en el cajón prohibido, ese espacio que es nada más suyo. Lo imagino porque papá, el otro día comenzó a llamarme niñita, como si el maquillaje y los perfumes dejaran un rastro imperceptible solo para mí. Así que no he abierto el cajón de las brochas y los labiales. Siempre termino haciendo un desastre con los polvos, como si mis manos no me permitieran la delicadeza de mamá.

Cuando ella se arregla para ir a alguna cena, me recuesto en su cama y desde allí observo en el reflejo para qué sirve cada cosa que guarda en el cajón. Se maquilla con prisa pero sin fallar en ningún trazo. Pienso que mamá se dibuja frente al espejo y la tristeza de su rostro se disfraza. Luego abandona la habitación, dejando la estela de su perfume. Su ritual termina cuando comienza el mío.

Empiezo a pintarme frente al espejo, hasta que aparece una sonrisa. Me observo directo a los ojos y me pregunto:

“¿Será posible besar a un narizón?”.  

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Santiago Nájera era popular porque en quinto de primaria fue el primero en hacer todo. El primero en fumarse un cigarro entero, el primero en beber alcohol suficiente para emborracharse, y, obviamente, el primero en dar un beso de lengua. Durante los recesos, toda la clase se juntaba en bolita a escucharlo. Además de ser el bully más temido, Santiago Nájera era, sobre todo, el emisario del mundo misterioso de los adultos. Yo le creía todo, en parte porque sus historias me convencían, en parte porque con sus burlas y humillaciones yo dejaba de ser invisible. Un día, con esa cara que las niñas comparaban con la de Luis Miguel —incluyendo los dos dientes separados—, dijo que logró entrar a Worka, el antro que escuchábamos estaba de moda, con una identificación falsa. Mis vecinos mayores iban a ese sitio y me habían dejado claro que nadie de mi edad podría hacerlo. Se lo dije, lo evidencié frente a todo el grupo, que la hazaña no era cierta. Él ya me apodaba “Tucán” pero a partir de ese día su ingenio se volvió más cruel:  

—Tucán, ¿sí sabes que nunca vas a poder dar tu primer beso?
—¿Por qué?

Por más que lo detestara, si alguien sabía de besos era Santiago Nájera.

—Es obvio, Tuki Tuki, tu nariz es demasiado grande, te va a estorbar.

Regreso al espejo. Acerco la cara. Mi nariz se ve más grande que nunca, tan grande que sin querer hago bizcos. Si Santiago pudiera ver mi reflejo se reiría. Pero papá saldría del espejo y me caería a trompadas. Yo nunca vi a mis padres besarse. Quizá sus labios se rozaban al despedirse apenas un segundo, pero Santiago decía que si no había lengua no contaba como beso. Los besos eran algo que solo ocurría en las películas y en la vida de Santiago Nájera.

En días anteriores puse a prueba todo lo que algunos compañeros me sugirieron. El primer intento fue a escondidas. Pelé una mandarina con las uñas, pegué mis labios y metí la lengua entre dos gajos. Estuve varios minutos lamiendo y mordiendo quedito, tal como recomendaba mi bully, hasta que el jugo escurrió dentro de la playera.

Mis manos olieron a mandarina durante días.

Pego mi nariz contra el espejo y cierro los ojos —un paso importantísimo en las películas—, descubro que sí alcanzo a besarme con todo y lengua. Solo necesitaba ladear la cabeza. Me detengo hasta que escucho el coche de mamá. En el espejo limpio todo, la marca de mi nariz, la saliva, el labial rojo, el vaho de mi respiración agitada por los labios imaginarios de Santiago Nájera.

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En el espejo me observa un niño flaco, narizón y afeminado, que todavía viste esos pants que le quedan justos pero no lo suficiente como para comprarle unos nuevos. Tengo que apurarme antes de que mamá regrese. Aquella tarde había ido a la cita semanal con un doctor al que papá le recomendó visitar, porque “ya no me aguantaba”, fue lo que le escuché decir a sus hermanos. Sospecho que, por más que me esfuerzo en dejarlo todo exactamente donde lo encontré, mamá sabe que juego con el maquillaje que guarda en el cajón prohibido, ese espacio que es nada más suyo. Lo imagino porque papá, el otro día comenzó a llamarme niñita, como si el maquillaje y los perfumes dejaran un rastro imperceptible solo para mí. Así que no he abierto el cajón de las brochas y los labiales. Siempre termino haciendo un desastre con los polvos, como si mis manos no me permitieran la delicadeza de mamá.

Cuando ella se arregla para ir a alguna cena, me recuesto en su cama y desde allí observo en el reflejo para qué sirve cada cosa que guarda en el cajón. Se maquilla con prisa pero sin fallar en ningún trazo. Pienso que mamá se dibuja frente al espejo y la tristeza de su rostro se disfraza. Luego abandona la habitación, dejando la estela de su perfume. Su ritual termina cuando comienza el mío.

Empiezo a pintarme frente al espejo, hasta que aparece una sonrisa. Me observo directo a los ojos y me pregunto:

“¿Será posible besar a un narizón?”.  

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Santiago Nájera era popular porque en quinto de primaria fue el primero en hacer todo. El primero en fumarse un cigarro entero, el primero en beber alcohol suficiente para emborracharse, y, obviamente, el primero en dar un beso de lengua. Durante los recesos, toda la clase se juntaba en bolita a escucharlo. Además de ser el bully más temido, Santiago Nájera era, sobre todo, el emisario del mundo misterioso de los adultos. Yo le creía todo, en parte porque sus historias me convencían, en parte porque con sus burlas y humillaciones yo dejaba de ser invisible. Un día, con esa cara que las niñas comparaban con la de Luis Miguel —incluyendo los dos dientes separados—, dijo que logró entrar a Worka, el antro que escuchábamos estaba de moda, con una identificación falsa. Mis vecinos mayores iban a ese sitio y me habían dejado claro que nadie de mi edad podría hacerlo. Se lo dije, lo evidencié frente a todo el grupo, que la hazaña no era cierta. Él ya me apodaba “Tucán” pero a partir de ese día su ingenio se volvió más cruel:  

—Tucán, ¿sí sabes que nunca vas a poder dar tu primer beso?
—¿Por qué?

Por más que lo detestara, si alguien sabía de besos era Santiago Nájera.

—Es obvio, Tuki Tuki, tu nariz es demasiado grande, te va a estorbar.

Regreso al espejo. Acerco la cara. Mi nariz se ve más grande que nunca, tan grande que sin querer hago bizcos. Si Santiago pudiera ver mi reflejo se reiría. Pero papá saldría del espejo y me caería a trompadas. Yo nunca vi a mis padres besarse. Quizá sus labios se rozaban al despedirse apenas un segundo, pero Santiago decía que si no había lengua no contaba como beso. Los besos eran algo que solo ocurría en las películas y en la vida de Santiago Nájera.

En días anteriores puse a prueba todo lo que algunos compañeros me sugirieron. El primer intento fue a escondidas. Pelé una mandarina con las uñas, pegué mis labios y metí la lengua entre dos gajos. Estuve varios minutos lamiendo y mordiendo quedito, tal como recomendaba mi bully, hasta que el jugo escurrió dentro de la playera.

Mis manos olieron a mandarina durante días.

Pego mi nariz contra el espejo y cierro los ojos —un paso importantísimo en las películas—, descubro que sí alcanzo a besarme con todo y lengua. Solo necesitaba ladear la cabeza. Me detengo hasta que escucho el coche de mamá. En el espejo limpio todo, la marca de mi nariz, la saliva, el labial rojo, el vaho de mi respiración agitada por los labios imaginarios de Santiago Nájera.

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En el espejo me observa un niño flaco, narizón y afeminado, que todavía viste esos pants que le quedan justos pero no lo suficiente como para comprarle unos nuevos. Tengo que apurarme antes de que mamá regrese. Aquella tarde había ido a la cita semanal con un doctor al que papá le recomendó visitar, porque “ya no me aguantaba”, fue lo que le escuché decir a sus hermanos. Sospecho que, por más que me esfuerzo en dejarlo todo exactamente donde lo encontré, mamá sabe que juego con el maquillaje que guarda en el cajón prohibido, ese espacio que es nada más suyo. Lo imagino porque papá, el otro día comenzó a llamarme niñita, como si el maquillaje y los perfumes dejaran un rastro imperceptible solo para mí. Así que no he abierto el cajón de las brochas y los labiales. Siempre termino haciendo un desastre con los polvos, como si mis manos no me permitieran la delicadeza de mamá.

Cuando ella se arregla para ir a alguna cena, me recuesto en su cama y desde allí observo en el reflejo para qué sirve cada cosa que guarda en el cajón. Se maquilla con prisa pero sin fallar en ningún trazo. Pienso que mamá se dibuja frente al espejo y la tristeza de su rostro se disfraza. Luego abandona la habitación, dejando la estela de su perfume. Su ritual termina cuando comienza el mío.

Empiezo a pintarme frente al espejo, hasta que aparece una sonrisa. Me observo directo a los ojos y me pregunto:

“¿Será posible besar a un narizón?”.  

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Santiago Nájera era popular porque en quinto de primaria fue el primero en hacer todo. El primero en fumarse un cigarro entero, el primero en beber alcohol suficiente para emborracharse, y, obviamente, el primero en dar un beso de lengua. Durante los recesos, toda la clase se juntaba en bolita a escucharlo. Además de ser el bully más temido, Santiago Nájera era, sobre todo, el emisario del mundo misterioso de los adultos. Yo le creía todo, en parte porque sus historias me convencían, en parte porque con sus burlas y humillaciones yo dejaba de ser invisible. Un día, con esa cara que las niñas comparaban con la de Luis Miguel —incluyendo los dos dientes separados—, dijo que logró entrar a Worka, el antro que escuchábamos estaba de moda, con una identificación falsa. Mis vecinos mayores iban a ese sitio y me habían dejado claro que nadie de mi edad podría hacerlo. Se lo dije, lo evidencié frente a todo el grupo, que la hazaña no era cierta. Él ya me apodaba “Tucán” pero a partir de ese día su ingenio se volvió más cruel:  

—Tucán, ¿sí sabes que nunca vas a poder dar tu primer beso?
—¿Por qué?

Por más que lo detestara, si alguien sabía de besos era Santiago Nájera.

—Es obvio, Tuki Tuki, tu nariz es demasiado grande, te va a estorbar.

Regreso al espejo. Acerco la cara. Mi nariz se ve más grande que nunca, tan grande que sin querer hago bizcos. Si Santiago pudiera ver mi reflejo se reiría. Pero papá saldría del espejo y me caería a trompadas. Yo nunca vi a mis padres besarse. Quizá sus labios se rozaban al despedirse apenas un segundo, pero Santiago decía que si no había lengua no contaba como beso. Los besos eran algo que solo ocurría en las películas y en la vida de Santiago Nájera.

En días anteriores puse a prueba todo lo que algunos compañeros me sugirieron. El primer intento fue a escondidas. Pelé una mandarina con las uñas, pegué mis labios y metí la lengua entre dos gajos. Estuve varios minutos lamiendo y mordiendo quedito, tal como recomendaba mi bully, hasta que el jugo escurrió dentro de la playera.

Mis manos olieron a mandarina durante días.

Pego mi nariz contra el espejo y cierro los ojos —un paso importantísimo en las películas—, descubro que sí alcanzo a besarme con todo y lengua. Solo necesitaba ladear la cabeza. Me detengo hasta que escucho el coche de mamá. En el espejo limpio todo, la marca de mi nariz, la saliva, el labial rojo, el vaho de mi respiración agitada por los labios imaginarios de Santiago Nájera.

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En el espejo me observa un niño flaco, narizón y afeminado, que todavía viste esos pants que le quedan justos pero no lo suficiente como para comprarle unos nuevos. Tengo que apurarme antes de que mamá regrese. Aquella tarde había ido a la cita semanal con un doctor al que papá le recomendó visitar, porque “ya no me aguantaba”, fue lo que le escuché decir a sus hermanos. Sospecho que, por más que me esfuerzo en dejarlo todo exactamente donde lo encontré, mamá sabe que juego con el maquillaje que guarda en el cajón prohibido, ese espacio que es nada más suyo. Lo imagino porque papá, el otro día comenzó a llamarme niñita, como si el maquillaje y los perfumes dejaran un rastro imperceptible solo para mí. Así que no he abierto el cajón de las brochas y los labiales. Siempre termino haciendo un desastre con los polvos, como si mis manos no me permitieran la delicadeza de mamá.

Cuando ella se arregla para ir a alguna cena, me recuesto en su cama y desde allí observo en el reflejo para qué sirve cada cosa que guarda en el cajón. Se maquilla con prisa pero sin fallar en ningún trazo. Pienso que mamá se dibuja frente al espejo y la tristeza de su rostro se disfraza. Luego abandona la habitación, dejando la estela de su perfume. Su ritual termina cuando comienza el mío.

Empiezo a pintarme frente al espejo, hasta que aparece una sonrisa. Me observo directo a los ojos y me pregunto:

“¿Será posible besar a un narizón?”.  

Fotografía de Klara Kulikova/Unsplash. Mi primer beso

Santiago Nájera era popular porque en quinto de primaria fue el primero en hacer todo. El primero en fumarse un cigarro entero, el primero en beber alcohol suficiente para emborracharse, y, obviamente, el primero en dar un beso de lengua. Durante los recesos, toda la clase se juntaba en bolita a escucharlo. Además de ser el bully más temido, Santiago Nájera era, sobre todo, el emisario del mundo misterioso de los adultos. Yo le creía todo, en parte porque sus historias me convencían, en parte porque con sus burlas y humillaciones yo dejaba de ser invisible. Un día, con esa cara que las niñas comparaban con la de Luis Miguel —incluyendo los dos dientes separados—, dijo que logró entrar a Worka, el antro que escuchábamos estaba de moda, con una identificación falsa. Mis vecinos mayores iban a ese sitio y me habían dejado claro que nadie de mi edad podría hacerlo. Se lo dije, lo evidencié frente a todo el grupo, que la hazaña no era cierta. Él ya me apodaba “Tucán” pero a partir de ese día su ingenio se volvió más cruel:  

—Tucán, ¿sí sabes que nunca vas a poder dar tu primer beso?
—¿Por qué?

Por más que lo detestara, si alguien sabía de besos era Santiago Nájera.

—Es obvio, Tuki Tuki, tu nariz es demasiado grande, te va a estorbar.

Regreso al espejo. Acerco la cara. Mi nariz se ve más grande que nunca, tan grande que sin querer hago bizcos. Si Santiago pudiera ver mi reflejo se reiría. Pero papá saldría del espejo y me caería a trompadas. Yo nunca vi a mis padres besarse. Quizá sus labios se rozaban al despedirse apenas un segundo, pero Santiago decía que si no había lengua no contaba como beso. Los besos eran algo que solo ocurría en las películas y en la vida de Santiago Nájera.

En días anteriores puse a prueba todo lo que algunos compañeros me sugirieron. El primer intento fue a escondidas. Pelé una mandarina con las uñas, pegué mis labios y metí la lengua entre dos gajos. Estuve varios minutos lamiendo y mordiendo quedito, tal como recomendaba mi bully, hasta que el jugo escurrió dentro de la playera.

Mis manos olieron a mandarina durante días.

Pego mi nariz contra el espejo y cierro los ojos —un paso importantísimo en las películas—, descubro que sí alcanzo a besarme con todo y lengua. Solo necesitaba ladear la cabeza. Me detengo hasta que escucho el coche de mamá. En el espejo limpio todo, la marca de mi nariz, la saliva, el labial rojo, el vaho de mi respiración agitada por los labios imaginarios de Santiago Nájera.

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En el espejo me observa un niño flaco, narizón y afeminado, que todavía viste esos pants que le quedan justos pero no lo suficiente como para comprarle unos nuevos. Tengo que apurarme antes de que mamá regrese. Aquella tarde había ido a la cita semanal con un doctor al que papá le recomendó visitar, porque “ya no me aguantaba”, fue lo que le escuché decir a sus hermanos. Sospecho que, por más que me esfuerzo en dejarlo todo exactamente donde lo encontré, mamá sabe que juego con el maquillaje que guarda en el cajón prohibido, ese espacio que es nada más suyo. Lo imagino porque papá, el otro día comenzó a llamarme niñita, como si el maquillaje y los perfumes dejaran un rastro imperceptible solo para mí. Así que no he abierto el cajón de las brochas y los labiales. Siempre termino haciendo un desastre con los polvos, como si mis manos no me permitieran la delicadeza de mamá.

Cuando ella se arregla para ir a alguna cena, me recuesto en su cama y desde allí observo en el reflejo para qué sirve cada cosa que guarda en el cajón. Se maquilla con prisa pero sin fallar en ningún trazo. Pienso que mamá se dibuja frente al espejo y la tristeza de su rostro se disfraza. Luego abandona la habitación, dejando la estela de su perfume. Su ritual termina cuando comienza el mío.

Empiezo a pintarme frente al espejo, hasta que aparece una sonrisa. Me observo directo a los ojos y me pregunto:

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Mis manos olieron a mandarina durante días.

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