Los extremos que vivimos

Los extremos que vivimos

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Tiempo de Lectura: 00 min

¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Tania Nieto.

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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Esta historia se publicó en la edición impresa "Región de extremos".

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Ilustración de Tania Nieto.

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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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Archivo Gatopardo

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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

Ilustración de Tania Nieto.

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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Esta historia se publicó en la edición impresa "Región de extremos".

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Los extremos que vivimos

Los extremos que vivimos

24
.
11
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Tania Nieto.

¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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Esta historia se publicó en la edición impresa "Región de extremos".

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Ilustración de Tania Nieto.
24
.
11
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

Los extremos que vivimos

Los extremos que vivimos

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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Esta historia se publicó en la edición impresa "Región de extremos".

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Los extremos que vivimos

Los extremos que vivimos

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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.
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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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Los extremos que vivimos

Los extremos que vivimos

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Tania Nieto.
24
.
11
.
22
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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Esta historia se publicó en la edición impresa "Región de extremos".

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Los extremos que vivimos

Los extremos que vivimos

24
.
11
.
22
2022
Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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Esta historia se publicó en la edición impresa "Región de extremos".

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Ilustración de Tania Nieto.

Los extremos que vivimos

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¿Será la historia una incesante lucha de extremos? ¿Será que, como han planteado varios filósofos, el devenir de la humanidad está marcado por la confrontación de los opuestos? ¿Será posible argumentar que cada época ha sido configurada por los extremismos?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

No hay duda de que el siglo XX fue un siglo de extremos. Desde sus primeras décadas estuvo determinado por la pugna irreconciliable entre fuerzas antagónicas. Primero, entre el marxismo-leninismo y los fascismos y, posteriormente, entre el socialismo y el capitalismo. Se creyó que con la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la Unión Soviética, en 1991, se instauraría una época regida por la democracia liberal de Occidente, en la que existiría un consenso generalizado. Muchos creyeron que el mundo, ahora regido por los mismos principios de libertad y deliberación, podría vivir por fin en esa paz perpetua soñada por Kant y los filósofos de la Ilustración.

En 1989, el politólogo estadounidense Francis Fukuyama escribió afamadamente un artículo que se tituló “The end of history?”, que se publicó en la revista The National Interest. Decretaba que con la derrota del comunismo no solo presenciaríamos el fin de la Guerra Fría, sino también el de la historia misma. A lo que se refería, a partir de una lectura de las ideas de Hegel, era a que ya no habría grandes conflictos ideológicos, puesto que se había llegado a un punto culminante del desarrollo humano: la democracia liberal occidental se había universalizado. Si bien continuarían sucediendo los acontecimientos del día a día, todos ocurrirían bajo el amparo de una misma ideología y un mismo tipo de gobierno.

Sin embargo, aquella ilusión de un mundo en paz y sin conflictos se disiparía demasiado pronto. El 11 de septiembre de 2001, diecinueve miembros de la organización islámica Al Qaeda secuestraron cuatro aviones que volaban sobre Estados Unidos. Estrellaron dos de ellos en el World Trade Center de Nueva York y uno en el Pentágono en Arlington, y el último fue derribado a veinte minutos de Washington D. C. Estados Unidos y sus aliados comenzarían, apenas un mes después, la invasión a Afganistán. Así inició el siglo XXI.

Desde entonces, nuestros tiempos han estado marcados por múltiples extremismos. Cada día es más común encontrarnos con creencias y acciones extremas por parte de grupos que con frecuencia recurren a la violencia para lograr sus objetivos. Las personas extremistas suelen pensar que su posición es verdadera y superior y, por lo mismo, no están dispuestas a ser cuestionadas o a cambiar sus ideales. El extremismo a menudo emerge en la forma de fundamentalismo religioso, caracterizado por una alta dosis de dogmatismo y por el deseo inquebrantable de establecer su doctrina cueste lo que cueste. Probablemente el caso más evidente, aunque no el único, es el islamismo radical. A lo largo de las últimas décadas, este se ha manifestado de forma violenta a través de una multiplicidad de organizaciones terroristas como Al Qaeda, el Estado Islámico o Hezbolá.

En tiempos recientes, el extremismo se ha vuelto particularmente palpable en el ámbito político. Existe una creciente polarización y radicalización de la política en todo el espectro ideológico. A lo largo y ancho del mundo, incluso en países con una larga tradición democrática, los grupos extremistas tienen un peso cada vez más preponderante. Si bien existen extremismos dentro de las diversas posiciones políticas, tanto en la izquierda como en la derecha, últimamente se ha dado una proliferación mundial del extremismo violento por motivos raciales y étnicos. Los casos abundan. Basta recordar el caso de Payton Gendron, un joven blanco de dieciocho años, quien transmitió en vivo su ataque armado a un supermercado en Búfalo, Nueva York, donde asesinó a diez personas. Gendron escribió textos en los que detalló sus planes y afirmó que su objetivo era “prevenir que la gente negra reemplazara a los blancos y eliminara a la raza blanca”.

Annelies Pauwels, experta de la Radicalisation Awareness Network, explica que hoy estamos viendo un aumento del extremismo de derecha en Europa. Sin embargo, insiste en que no es un todo homogéneo, sino una escena heterogénea en la que hay múltiples vertientes: los movimientos neonazis, los neofascistas, los antiislam, los antimigración, los identitarios (que denuncian el “gran reemplazo” de las personas blancas cristianas), los ultranacionalistas o los ciudadanos soberanos. Al mismo tiempo, estos comparten rasgos importantes. El internet es una herramienta esencial, que permite organizarse, reclutar a nuevos miembros, dar a conocer sus ideas y recaudar financiamiento. Asimismo, muchos de ellos tienen una tendencia a la internacionalización, generando redes globales de grupos extremistas.

Hace poco, la escritora española Irene Vallejo hablaba del “síndrome de Procusto” para describir a las personas que suelen buscar que la realidad se adapte, a menudo de forma violenta, a sus creencias e ideales. Procusto es un personaje singular de la mitología griega. Solía ofrecer hospedaje en su casa a los viajeros, a quienes les insistía que utilizaran su cama. Cuando se dormían, los amarraba; si eran personas altas y los pies o la cabeza sobresalían de la cama, se los amputaba; si eran más pequeños que la cama, los desmembraba para estirarlos. Esta forma impetuosa de actuar, según Vallejo, con frecuencia es propia de los ideólogos, los políticos y los opinadores, pero en realidad casi todas las personas buscamos y privilegiamos aquellos hechos que comprueban lo que nosotros pensamos. A este fenómeno suele llamársele “sesgo de confirmación”. El problema es que, si se lleva al extremo, las personas acaban viviendo en una realidad paralela, convencidas de sus propias creencias, incapaces de reconocer errores o datos que contradigan sus ideas.

Este tipo de actitudes, de nuevo, pueden observarse en los diversos fundamentalismos religiosos. Pero también en vertientes seculares del extremismo contemporáneo, tales como las teorías de la conspiración y otro tipo de creencias precientíficas que están en boga. Un buen ejemplo son los terraplanistas, quienes están convencidos de que la Tierra es plana y no esférica. Tan solo en Estados Unidos, un tercio de los jóvenes de entre dieciocho y veinticuatro años aseguran que la Tierra es plana; no importa la cantidad de pruebas que se les den, ellos no cambian su postura. Los terraplanistas afirman que las imágenes espaciales que muestran la redondez de la Tierra son falsas y que los viajes espaciales en realidad son una invención de la NASA en alianza con Hollywood. Por otro lado, están otras complejas teorías de la conspiración, como el Pizzagate, en que una pequeña pizzería de Washington D. C., llamada Comet Ping Pong, es un centro de rituales satánicos que forma parte de una extensa red de tráfico de personas y pedofilia que involucra a importantes miembros del Partido Demócrata, incluida Hillary Clinton. En 2017, Edgar Maddison Welch, quien se había adentrado en las teorías del Pizzagate a través de videos en internet, se convenció de que debía liberar a los niños maltratados. Entró a Comet Ping Pong con un rifle de asalto AR-15 y disparó varias veces. Aunque había empleados y varias familias comiendo en el momento del ataque, afortunadamente nadie resultó herido. Pero como afirmaba un titular de The New York Times: “En el ataque a la pizzería de Washington, las fake news trajeron armas reales”.

Algunos expertos señalan que la proliferación de extremismos ha sido propiciada por el internet y los medios digitales. Gracias a ellos, las personas han podido acceder fácilmente a información antes vedada, lo cual ha fomentado una radicalización de sus ideas. Asimismo, les ha permitido, por medio de foros, redes sociales y servicios encriptados de mensajería, relacionarse y afiliarse a grupos extremistas. Otro elemento importante es la posibilidad de realizar comentarios de forma anónima y remota, lo que al parecer también impulsa la radicalización y virulencia de las opiniones. Algunos académicos argumentan que hay más razones: los algoritmos de recomendación, al buscar personalizar la información que se le da a un usuario, tienden a crear “burbujas de filtros”, las cuales propician el aislamiento intelectual y privilegian las posiciones extremas frente a las moderadas.

Al mismo tiempo, una vez más evidenciando la proliferación de contrastes que definen nuestros tiempos, el internet ha traído grandes beneficios. Ha propiciado un mejor acceso a la información y al conocimiento. Ha permitido que se puedan crear nuevas oportunidades de aprendizaje para personas excluidas de los sistemas educativos tradicionales. Ha abierto la posibilidad de que diversos grupos sociales, cuyas voces antes no eran escuchadas, se expresen en la esfera pública. Ha favorecido la participación ciudadana y el cuestionamiento de los poderes. Ha traído a comunidades marginadas opciones que antes eran impensables; por ejemplo, hoy en día es posible realizar cirugías robóticas de forma remota sin importar la distancia física entre los pacientes y los médicos.

Sería equivocado pensar que solo vivimos en una época de creencias extremas. De alguna manera, la realidad misma está marcada por una condición extremista. Comparto algunas imágenes que, me parece, lo expresan de forma ilustrativa. La NASA realiza misiones para buscar señales de vida en Marte y, mientras tanto, en nuestro planeta se ha deforestado, en las últimas dos décadas, una superficie equivalente a la del territorio mexicano, y cada año se suman diez millones de hectáreas adicionales. Se efectúan exitosas campañas de comunicación y marketing que llevan a las personas a consumir hasta una tonelada y media de azúcar refinada a lo largo de su vida, lo que compromete de forma grave nuestro bienestar y pone en jaque a los sistemas de salud en el mundo, pero no logramos transmitir con la misma eficacia los retos y la gravedad de la crisis medioambiental. Aunque Pakistán solo contribuyó con 0.3% de las emisiones mundiales de CO₂ de 1850 a 2020, ha sufrido terribles catástrofes a causa del cambio climático: este año el país vivió lluvias torrenciales e inundaciones que causaron cientos de muertes, el desplazamiento de unos diez millones de personas y pérdidas económicas en los miles de millones de dólares.

Las desigualdades económicas, raciales y de género son otro ángulo para dar cuenta de los extremos de nuestros tiempos. De acuerdo con cifras de las Naciones Unidas, 828 millones de personas padecieron hambre en 2021; cerca de un tercio de la población no tiene acceso a medicamentos y otros productos de salud básicos, y, por increíble que parezca, ese mismo porcentaje nunca ha tenido acceso a internet. Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente doscientos millones de mujeres y niñas han sido objeto de mutilación genital femenina y, cada año, unos tres millones de niñas están en peligro de ser sometidas a esta práctica. En términos generales, algo no está funcionando bien si la suma de la fortuna estimada de las cien personas con mayor riqueza en el mundo es mayor al PIB de todo el continente africano, donde viven poco más de 1 400 millones de personas.

Frente a esta realidad repleta de desigualdades y contrastes, no es extraño que ideologías intolerantes y revanchistas cobren popularidad, en tanto que logran articular la existencia de un enemigo que sea culpable de la situación negativa que se vive. Esto lo han sabido aprovechar líderes provenientes de distintas posturas políticas: desde Donald Trump en Estados Unidos hasta Jair Bolsonaro en Brasil, pasando por Viktor Orbán en Hungría.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y es verdad. No son vectores, sino curvas de un mismo círculo. Incluso podría afirmarse que, más allá de su contenido, los extremismos se acercan siempre entre sí. Una explicación es que, en un sentido profundo o filosófico, son una disposición particular ante la otredad estructurada a partir de la cerrazón, el dogmatismo y la intolerancia. Dicho de otra forma: los extremismos se niegan a aceptar la diferencia y, convencidos de su pureza, buscan imponer su visión de la realidad a toda costa, sin importar que eso implique ejercer violencia verbal o física en contra de otros seres humanos.

Combatir los extremismos y sus distintas manifestaciones, como el terrorismo, la discriminación, la polarización, el racismo y la xenofobia, es quizás una de las tareas éticas y políticas más relevantes de nuestro presente. Sin embargo, para lograrlo, primero que nada debemos entender el fenómeno en toda su dimensión. Para encontrar soluciones prácticas se deben realizar reportajes e investigaciones innovadores que logren aportar una mirada amplia y compleja. De esta forma, probablemente podremos comenzar a esbozar ideas para aminorar el extremismo y, así, encaminarnos hacia una sociedad con mayor empatía y entendimiento, en la que el diálogo y la conciliación prevalezcan frente al antagonismo y el odio, permitiéndonos generar espacios para encontrarnos.

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