Las consecuencias imprevistas del militarismo en México

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Las fuerzas armadas de México, por decisión presidencial, se involucran cada vez más en las actividades que suelen desempeñar los civiles. Las consecuencias de esta transformación, variadas y ominosas, deben ser asumidas antes de que sean irreparables.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. Hasta ahora, lo único que va quedando claro es que el presidente de la República, comandante supremo de las fuerzas armadas, ha ordenado a su tropas redoblar el paso. De la dirección que tome la marcha, ya nos iremos enterando.

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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. 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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. 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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. 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En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. 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Las fuerzas armadas de México, por decisión presidencial, se involucran cada vez más en las actividades que suelen desempeñar los civiles. Las consecuencias de esta transformación, variadas y ominosas, deben ser asumidas antes de que sean irreparables.

La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. Hasta ahora, lo único que va quedando claro es que el presidente de la República, comandante supremo de las fuerzas armadas, ha ordenado a su tropas redoblar el paso. De la dirección que tome la marcha, ya nos iremos enterando.

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Las consecuencias imprevistas del militarismo en México

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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. 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Las fuerzas armadas de México, por decisión presidencial, se involucran cada vez más en las actividades que suelen desempeñar los civiles. Las consecuencias de esta transformación, variadas y ominosas, deben ser asumidas antes de que sean irreparables.

La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. 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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. 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Las fuerzas armadas de México, por decisión presidencial, se involucran cada vez más en las actividades que suelen desempeñar los civiles. Las consecuencias de esta transformación, variadas y ominosas, deben ser asumidas antes de que sean irreparables.

La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. Hasta ahora, lo único que va quedando claro es que el presidente de la República, comandante supremo de las fuerzas armadas, ha ordenado a su tropas redoblar el paso. De la dirección que tome la marcha, ya nos iremos enterando.

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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. Hasta ahora, lo único que va quedando claro es que el presidente de la República, comandante supremo de las fuerzas armadas, ha ordenado a su tropas redoblar el paso. De la dirección que tome la marcha, ya nos iremos enterando.

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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. 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Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. 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De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. 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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo. El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente. Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas. A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares. Es característico del presidente López Obrador identificar males en el pasado y éxitos en su presente. La línea divisoria de las temporalidades es sencilla: lo hecho por otros y lo hecho por él. Prácticamente en cualquier asunto le resulta posible construir esa narrativa y, al menos frente a sí mismo, salir triunfante. El ejército y la armada son, para él, un instrumento que en malas manos producirán malos resultados pero, en las buenas, grandes beneficios. A partir de este principio, el presidente está instrumentalizando a las fuerzas armadas sin comprender las funciones institucionales que la Constitución y las leyes les asignan. Tampoco toma en cuenta los motivos por los que las normas jurídicas han constreñido desde hace siglos las acciones de los militares relacionadas con las poblaciones civiles y las tareas de gobierno. Precisamente por la gravedad de las acciones que pueden desplegar, el entrenamiento que tienen para hacerlo, los recursos de los que disponen y las condiciones en las que operan, mediante diversas normas jurídicas se han levantado límites durante los periodos en los que los ejércitos no están en combate. Un ejemplo entre muchos es lo dispuesto en el artículo 129 de la Constitución mexicana en vigor: “En tiempo de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar. Solamente habrá comandancias militares fijas y permanentes en los castillos, fortalezas y almacenes que dependan inmediatamente del gobierno de la Unión o en los campamentos, cuarteles o depósitos que, fuera de las poblaciones, estableciere para la estación de las tropas”. Lo que este artículo busca –con otros del mismo tenor— es limitar a las fuerzas armadas, permitirles una actuación abierta y extendida únicamente en los casos en que, conforme a las propias normas jurídicas, sus intervenciones excepcionales sean requeridas, ante una declaración de guerra o un estado de excepción, por ejemplo. A pesar de ello, López Obrador está insertando a las fuerzas armadas en su proyecto político sin percatarse de los efectos que eso tendrá en la vida de todos. Empiezo por dos consecuencias en el ejercicio del gobierno. La primera es el secreto de las fuerzas armadas; ante ella, ni los controles jurídicos ni los democráticos pueden desplegarse y su actuación se vuelve prácticamente discrecional. La segunda es su participación por capricho, que termina por desplazar las prácticas del servicio civil federal –que no necesariamente es la burocracia—, relegando distintas formas de actuación y capacidades, por ejemplo, lo que ya acontece con las policías. Los efectos en la sociedad también son considerables. El entrenamiento, la operación, la disciplina y el cuerpo de las fuerzas armadas generarán sus propias reglas, sus propias formas de enfrentar los fenómenos identificados como objetivos, sin que existan los controles necesarios para prevenirlos o corregirlos. En el mediano plazo, sus acciones modificarán las prácticas jurídicas de las detenciones o de los interrogatorios y, con ello, la manera en la que segmentos muy amplios de la sociedad serán tratados jurídicamente. Otro efecto social para la población es que será desplazada de algunas oportunidades de empleo y desarrollo al ser los cuerpos militares y navales los que realicen ciertas actividades. Por ahora, esto se ha percibido más en las grandes obras de infraestructura del presidente; sin embargo, poco a poco, también han quedado comprometidas acciones de distribución y de producción que han relegado a la iniciativa privada, y no solo me refiero a las grandes empresas. A la vez, comienza a aparecer la idea de que la solución a nuestros males únicamente puede venir del militarismo. Si esa idea llega a asentarse, podemos esperar que quienes solían ser delincuentes terminen por ser considerados traidores a la patria, justificando sus muertes como necesarias. De este modo, se puede terminar imponiendo la idea de que la violencia es un camino legítimo para resolver los problemas con independencia de su naturaleza. En este escenario —es evidente— se produciría un retroceso aún mayor en nuestros ya de por sí precarios procesos civilizatorios. En lo que percibo como un afán de hacerse con la mayor cantidad de poder posible, López Obrador está comprometiendo a las fuerzas armadas del país. Podría pensarse que estas habrán de correr la suerte de aquel, lo que puede conducir a que las fuerzas armadas terminen siendo parte de un fracaso total o parcial del presidente y, con ello, su posición institucional quede lastimada. Más grave es que las fuerzas armadas adquieran una lógica propia de actuación, que de ser instrumento pasen a ser instrumentadoras debido a las condiciones tan amplias y libérrimas, fuera de los márgenes constitucionales, que se les están otorgando. Hasta ahora, lo único que va quedando claro es que el presidente de la República, comandante supremo de las fuerzas armadas, ha ordenado a su tropas redoblar el paso. De la dirección que tome la marcha, ya nos iremos enterando.

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