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Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

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Paleontólogos y arqueológos descubren fósiles intervenidos por homo sapiens 21 mil años antrás. Izq: Martin de los Reyes (paleontólogo) y der: Mariano del Papa (antropólogo) se encuentran en el Museo de Ciencias Naturales de la Plata exhibiendo el fósil hallado.
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Un hallazgo desafió lo que creíamos saber sobre el poblamiento de América: el <i>homo sapiens sapiens</i> pudo haber vivido 5000 años antes en el continente. Pero mientras la ciencia reescribe la historia, las políticas de Milei amenazan con borrar sus avances.

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Primera parte)

A la altura del puente Cascallares, que une los municipios de Merlo y Moreno, al oeste del Gran Buenos Aires, unas máquinas enormes dragaban los márgenes del río Reconquista para ensanchar su cauce, sin saber que participaban en la destrucción de un paradigma arqueológico.

Era el año 2015. La barba de Guillermo Jofré, canosa y surcada por el viento, acentuaba su aspecto aventurero. Y se veía aún más cinematográfico al descender la cuesta del río, hundiendo las zapatillas en el fango, con todo el conurbano bonaerense a sus espaldas. Dos oficiales de policía vigilaban la zona de dragado. En principio, le prohibieron el paso. Él insistió. No siempre surgen oportunidades como esa: excavadoras trabajando en pos de la ciencia, y gratis. 

—Soy paleontólogo. Tengo permiso para trabajar en todo el Reconquista. 

—…

Después de un silencio áspero, con el ruido de las excavadoras irrumpiendo el curso del río, el oficial respondió.

—Por favor, camine doscientos metros atrás de las máquinas.

Así lo hizo. Tras su paso, las máquinas habían dejado al descubierto un prometedor perímetro de tierra. Jofré se detuvo ante una sección abierta en una barranca de casi seis metros. “Es un bicho más”, pensó al ver parte de un gliptodonte emergiendo de la tierra. Alcanzó a ver la superficie del prehistórico caparazón de esta especie similar a una mulita o un armadillo gigante. Aunque había visto algunas pistas, no podía imaginar todavía lo que había encontrado.

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Es simple. Uno debe hacer lo que le hace feliz. La parte complicada es vivir de ello. Guillermo Jofré trabajaba ad honorem para el conocimiento de la historia de la humanidad desde que era adolescente. A lo largo de la historia ha habido otros entusiastas como él que han cambiado el rumbo de la ciencia: Marcelino Sanz de Sautuola halló el primer registro de arte rupestre, en 1879, en las cuevas de Altamira; Florentino Ameghino, docente de escuela, fue uno de los precursores de la paleontología argentina y quien afirmó que en estas pampas el ser humano llegó a convivir con animales de la megafauna, ya extintos.

En la década del setenta, Jofré comenzó sus estudios con otros dos autodidactas: Ramón Segura y Juan Fortuna. El primero, exmilitar de aviación retirado, delgado, con el bigote anchoíta blanco y aficionado a la paleontología. El segundo, Juan Fortuna, peronista y docente rural, aficionado a la entomología, el estudio de los insectos. A diferencia de la historia política del país, estos dos discutían acaloradamente por sus opiniones opuestas, pero no se mataban. De hecho, se llevaban bien. Es que el poder corrompe a los hombres, y eso es tan antiguo como el tema de esta historia. Fue en ese mundillo de acalorados debates académicos donde se educó Jofré.

Uno de sus primeros hallazgos ocurrió en el arroyo Salguero, cuando tenía 14 años. Habían llegado hasta el cuerpo de agua cruzando calles de tierra y caminos rurales, en un auto Citröen 2CV color amarillo. “Acá es un buen lugar para excavar”, le dijeron sus guías. Regresó la semana siguiente, esta vez un poco en colectivo y otro poco a pie. Tras mucho palear, en uno y otro lugar que mostrara condiciones según lo que había aprendido, dio con el cráneo de un toxodón juvenil, un mamífero extinto parecido al hipopótamo. “Suerte de principiantes”, pensó alegremente. Consiguió extraerlo con el mayor de los cuidados. Después de llevarlo en la espalda por un largo camino, advirtió que no podría cargarlo hasta su casa. Era un muchacho delgado con la fragilidad de la adolescencia. Decidió esconderlo en un zanjón, y taparlo con pasto y ramas para volver con la bicicleta al día siguiente. 

Guillermo Jofré (paleontólogo aficionado) en el lugar del hallazgo del fósil en Merlo, provincia de Buenos Aires.

Esa noche hubo tormenta. No pudo dormir. Imaginaba la cabeza del toxodón naufragando como un barquito de papel por la zanja hasta quién sabe dónde. “Otra vez —suponía— el fósil volverá a perderse, a cubrirse de fango y tiempo”. Para el joven Guillermo Jofré, tendido en la cama, escuchando las gotas caer sobre el techo, la espera era tediosa, la noche eterna y la lluvia incesante.

A las 6 de la mañana, con el clima recompuesto, tomó la bicicleta rogando que el agua no se hubiera llevado su primer hallazgo. Ahí estaba escondido, en bastante buenas condiciones, el cráneo del toxodón. Suerte de principiante otra vez. 

Con el correr de los años, Guillermo se enamoró, tuvo hijos y la vida le dejó pocas opciones. Debía trabajar y llevar el sustento a la casa. La paleontología quedó relegada al lugar de la afición. Decidió estudiar el profesorado en geografía y ganarse la vida como docente. Sin embargo, nunca abandonó el deseo de saber y hurgar en el pasado, excavando la tierra, buscando restos fósiles. 

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Con el brazo extendido, la mano apoyada en la barranca y los pies metidos en el barro, no pensaba en nada de eso. Ahora Guillermo Jofré era el director de la Escuela Núm. 716 para adultos. Y los fines de semana, feriados y vacaciones, dedica su tiempo a la paleontología sin recibir un solo peso a cambio. 

Era martes y era feriado. Sintió el calor de la mañana, respiró el aroma fresco de la arboleda y contempló cómo descansaban las ramas y los juncos sobre el río. Con 47 años de experiencia en la paleontología amateur no se sorprendió en absoluto al ver aquel resto fósil. Lamentó que la máquina hubiera destrozado buena parte del caparazón y no se hallara intacto. Habría lucido todo su esplendor en el Museo de Ciencias Naturales de Merlo, además de sumar un ejemplar completo al archivo del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, donde es el curador (y archivero, y ceba mates, y etcétera, ad honorem, claro). Sin embargo, el caparazón no estaba intacto: el tiempo lo había enfrentado a una excavadora implacable.    

Tomó del morral una hachuela de geólogo, la pequeña. Con esta podía realizar un trabajo delicado sin dañar más el fósil. Sopló para remover la tierra y echó la cabeza hacía atrás para evitar que le entrara en los ojos. Observó y dedujo: si continuaba escarbando, conseguiría un gran pedazo del caparazón, a pesar del reciente destrozo ocasionado, y eso valía la pena. Sin embargo, debía cavar bastante y precisaba ayuda. Metió la mano en el morral y sacó libreta y lápiz. Dibujó las coordenadas para no perder el lugar ante un posible desmoronamiento o la crecida del río. Jofré delineó en el papel dos árboles, una roca grande incrustada en la tierra, una colina y una cruz en medio. Escribió: “Bajada 20 de Junio. Izquierda. Cuatro cuadras”. Cerró la libreta, la guardó en el morral junto con la hachuela y se marchó. Esta vez seguro de que su hallazgo no podía perderse bajo el agua. 

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Volvió el fin de semana siguiente con tres amigos devenidos en colaboradores, entre ellos el portero de la escuela. Llevaron pico, pala, bolsas de yeso y todo lo necesario para la excavación. La municipalidad había cerrado el dique, por lo que el río Reconquista era un arroyito delgado. Trazaron la cuadrícula de dos metros por dos metros y palearon con cuidado durante gran parte de la jornada, dejando al desnudo los restos del ejemplar de gliptodonte. 

Luego, se sacudieron la tierra seca de las manos dispuestos a armar el bochón, como se le conoce al resultado de colocar el yeso fresco alrededor del caparazón, extraer los fósiles y transportarlos sin romper nada. Había concluido el trabajo de las máquinas y ordenaron la apertura del paso de agua del dique Roggero. El río fue aumentando su caudal. Apresuraron la carga de la bola de yeso mientras el agua trepaba hasta las botas y aumentaba la dificultad para mantenerse en pie. En esas condiciones consiguieron asir el testimonio del pasado y trasladarlo al repositorio, que no era otro lugar que la casa de Guillermo Jofré.

El bochón se conserva a la sombra hasta secar y, después de unos meses, se extraen las piezas. Transcurrido ese tiempo Jofré, meticuloso, rompió el yeso. Limpió lentamente, con precisión de cirujano, calculando cada intervención sobre el material.

“Acá tenemos el tubo caudal [de la cola]”, dijo, levantando el hueso hacia la luz del sol que entraba por la ventana del "laboratorio", que era una habitación reacondicionada de su casa.

Continuó limpiando; resoplaba el polvillo y las partículas blanquecinas flotaban en el aire.

“¡Apa la papa! —exclamó— ¿Qué tenemos acá? Las cuatro vértebras caudales móviles de la cola, y en perfecto estado”.

Acercó el rostro a los huesos entrecerrando un poco los ojos, buscando afinar la vista. “¿Qué son estas marcas?”, pensó, sumido en un silencio absoluto, olvidando la costumbre de hablar en plural, aunque estuviera solo. “¿Qué son estas marcas?”, repitió para sí mismo, mascullando conclusiones imposibles mientras contemplaba incrédulo. “¿Qué son estas marcas?”. Siguió aguzando los ojos hasta que, por fin, dijo en voz alta: “No puede ser…”.  

La travesía del Homo sapiens sapiens y el puente de hielo

En algún sórdido despacho académico, con lámparas de pie, humo de pipa, grandes sillones color cobre y animalitos disecados sobre el mármol, se dan cita las altas cumbres intelectuales; teorías y paradigmas aguardan intocables a ser refutadas. Todas las disciplinas afines a la prehistoria de la humanidad debaten desde hace muchos años sobre el poblamiento de América. En esa acalorada discusión, dos posturas se tironean los pelos y la verdad sobre el pasado migratorio de la especie humana.

La teoría que prevalece es que rondábamos por un paisaje hostil donde inmensas placas de hielo habían cubierto gran parte del planeta sin pedir permiso. Eran tiempos de glaciares y bestias. Nadie estaba a salvo de convertirse en el alimento del otro. El Homo sapiens sapiens debía moverse. Buscar refugio durante la noche y buscar comida durante el día. 

Aquel humano desprovisto de todo lo que hoy conocemos, a excepción del fuego y herramientas rudimentarias, exploraba el mundo en épocas en las que un palo con punta era el mayor avance tecnológico. Sus estructuras sociales eran las de una manada, una simple jerarquía animal, y no existía la compleja trama de la política o la economía, mucho menos la vacía existencia de las redes sociales. Hace 100 000 años, aproximadamente, cuando salimos de África, existir era sobrevivir, y eso era todo a lo que se podía aspirar. Nuestros ancestros exploraban el planeta comiendo lo que podían y multiplicándose como cualquier otro ser vivo.

Al salir de África, nuestra especie conquistó Asia y Europa. Luego llegó el turno de Oceanía. América fue el último continente en ser poblado por los humanos. La teoría más arraigada habla de que tardamos 16 000 años en llegar. Durante el último periodo glaciar, el Homo sapiens sapiens atravesó el estrecho de Bering, esa gigantesca masa de hielo que unía los actuales territorios de Siberia y Alaska. Ese puente de hielo hizo posible que nos expandiéramos por todo el orbe terrestre. Ese es “el paradigma de los dieciséis” sobre la llegada del hombre a estos lares.  

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Segunda parte)

Senderos de piedrecitas y polvo de ladrillo se curvan y bifurcan a la sombra de frondosas arboledas hasta llegar a la escalinata principal del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. A ambos lados, el escultor veneciano Víctor de Pol diseñó dos esculturas de Smilodon, conocido como “tigre dientes de sable”, recostados sobre pilares, dando la impresión de custodiar el ingreso a la explanada. El Museo comenzó a construirse en 1884 y fue inaugurado en noviembre de 1888. Fue concebido bajo las ideas evolucionistas, por eso su interior se desarrolla en una planta elíptica. De esta forma, los visitantes recorren los salones desde el mundo inanimado hasta la evolución del ser humano. En la planta inferior, donde solo tiene acceso el personal del museo, se abre un laberinto de pasillos, con tubos de luz fría en el techo y señalizados por flechas en el piso, que llevan de un lado a otro a despachos, oficinas y laboratorios. En ese lugar, fresco y silencioso, trabajan el paleontólogo Martín de los Reyes y el antropólogo Mariano del Papa. 

En la paleontología, los aficionados son parte fundamental del entramado científico. Descubren, excavan. Descubren y logran preservar piezas fundamentales, como fue el caso de Guillermo. Poseen diversos grados de conocimiento y muchos de ellos desean ampliarlo. 

Martín de los Reyes es encargado de la colección de vertebrados fósiles del museo. Es un tipo tranquilo, habla pausado, sin apuro. Como si el tiempo de su objeto de estudio se hubiera impregnado en él. Sonríe al hablar y la sonrisa le arruga los ojos claros. Convencido de que los aficionados son infravalorados por los academicistas de la ciencia, y que poseen el potencial y el gusto por el trabajo de campo, dedicó parte de su tiempo a dictar una serie de talleres en distintos puntos de la provincia de Buenos Aires, con el fin de brindar aspectos técnicos y prácticos en búsquedas paleontológicas. Los talleres se orientaron hacia metodologías y uso de materiales específicos para la excavación y extracción de restos fósiles, así como conocimiento general de la fauna prehistórica. Allí conoció a Guillermo Jofré. Trabajaron juntos en algunos proyectos y construyeron una amistad, más allá de lo profesional.

Mariano del Papa tiene pinta de roquero, de los que vagan por las rutas en una moto chopera y solo usan ropa oscura. Tiene el pelo canoso, lacio, largo hasta debajo de los hombros, atado en la nuca, dejando caer sobre la espalda la cola de caballo. La barba tupida, también canosa, le cubre el cuello acentuando el ancho de su contextura. Es un hombre grandote y serio. Y como en casi todos los hombres grandotes y serios, hay calidez en su trato. 

En el laboratorio donde desempeña parte de su labor cuelgan dos retratos: uno de Evita y otro de Maradona. La luz tenue entra por una pequeña ventana ubicada a la altura del parque que rodea al museo. Desde ese subsuelo puede verse el pasto y, si se alza la vista, los árboles y el sol.    

Fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata siendo explicados por Martín de los Reyes (paleontólogo)

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La ciudad de Merlo, donde Guillermo Jofré residía y había hallado los restos del gliptodonte, se encuentra a casi cien kilómetros del estilo neoclásico y de las seis columnas griegas, con motivos de arte precolombino, que sostienen el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Guillermo Jofré miraba los fósiles extendidos sobre la mesa que formaban la cola del gliptodonte, o lo que quedaba de ella. Como en un rompecabezas al que le faltan piezas, había colocado los pedazos de caparazón a un lado: osteodermos que el paso del tiempo había blanqueado hasta la palidez. Encendía un cigarrillo tras otro, cebaba un mate tras otro, y observaba rascándose la barba, acariciando la superficie áspera del borde de cada marca, esa profundidad minúscula sobre el hueso que no dejaba de atormentarle. 

Después de un buen rato parado frente a los fósiles con el gesto pensativo y el cigarrillo en la boca, tomó el celular, enfocó lo mejor que pudo y fotografió cada uno de los restos: la formación completa y las singulares marcas que nunca había visto. Miró las fotos. Repitió algunas, cambió de ángulos y buscó la mejor iluminación. Revisó entre los contactos de WhatsApp para encontrar a Martín de los Reyes y presionó el logo del micrófono. 

Grabando… La voz gastada de Jofré sonaba contenida en el audio: “Martín, escuchá: apófisis traversa, vértebra caudal, Neosclerocalyptus, Holoceno Pleistoceno… 

Jofré continuaba pensando en voz alta: no son marcas de los enormes pulgones que acechaban a los bichacos de la megafauna. No. Tampoco son marcas de roedores o animales carroñeros que se alimentaron del cadáver.

Las dos palomitas azules se encendieron sobre las fotos enviadas. Diez minutos más tarde, el teléfono vibraba sobre la mesa. Escuchó la voz cálida del licenciado De los Reyes: “Negro, esto es una bomba atómica…”. 

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Al día siguiente, Martín de los Reyes y Mariano del Papa golpearon la puerta de la casa de Guillermo Jofré en Merlo. Casi no hubo charlas introductorias, coloquiales, de esas que uno entabla en la panadería      sobre el clima o el partido picante del fin de semana. Entraron sonriendo como niños entretenidos y se pararon frente a la caja cerrada sobre la mesa. “Acá están”, indicó Guillermo abriendo las solapas de la caja de cartón.

La delicadeza con que tomaron los huesos era la de quien carga un recién nacido por primera vez. Una a una, las cuatro vértebras de la cola del gliptodonte se iluminaron bajo la luz de la lupa. Mariano del Papa y Martín de los Reyes cuchicheaban entre ellos, absortos, viendo detenidamente las peculiares marcas aumentadas por la lente.

—Che, Guille —dijo Martín—. Nos lo vamos a tener que llevar a La Plata para hacer unos análisis.

—¿Por?

Del Papa mantuvo los ojos fijos en una vértebra. Estuvo así un buen rato, sin decir palabra, conteniendo el aire.

—Me parece que son marcas humanas —dijo por fin, exhalando un largo respiro.

—Tenemos un problema —advirtió, Guillermo, acariciando su barba con la mano—. El yacimiento donde encontré los huesos es mucho más antiguo que el paradigma de los dieciséis.

Guillermo Jofré mira al horizonte desde Merlo, provincia de Buenos Aires.

La edad de los huesos

Para comprobar la antigüedad y si las marcas habían sido realizadas por humanos, debían someterlos a una prueba tras otra, y conformar un equipo que contase con la experiencia y el aval suficiente. Al año siguiente del hallazgo, en 2016, a Guillermo Jofré, Martín de los Reyes y Mariano del Papa, se sumaron el reconocido geólogo Daniel Poiré, el paleoantropólogo Miguel Delgado, y el biólogo Nicolás Rascován.

Los primeros estudios se hicieron en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Otros huesos cortados por humanos, pero fechados hace 10 000 años, mostraban una enorme similitud. Los escaneos 3D daban cuenta precisa y milimétrica de cómo una herramienta de piedra había lacerado en V las vértebras. Eran 32 marcas efectivas; pero ¿realmente habían sido hechas por humanos?

En la Facultad de Ciencias Naturales de la UNLP, en el área de zoología, abrieron un tatú carreta, una especie cercana a los gliptodontes, y notaron que para extraer los músculos de esa zona de la cola debieron extirpar, sí o sí, una serie de tendones; es decir, el corte no fue hecho por una bestia dueña de una fuerza mayor a la del hombre y capaz de destrozar con garras y dientes. Los cortes fueron deliberados, como los de un carnicero o un cirujano primitivo.

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Desafiar la teoría sobre el poblamiento de América, anclada desde hace más de medio siglo en todas las universidades y museos del mundo, es algo complicado. Subvertir un paradigma puede significar no solo el avance en la materia de conocimiento, sino también el desprestigio de quienes sostienen una creencia pronta a ser refutada. El equipo de investigadores sabía de la reticencia que podría provocar en los cerrados cenáculos científicos, y que las conclusiones serían rebatidas con ferocidad.

Según los análisis efectuados por el geólogo Daniel Poiré, la profundidad y otros factores del yacimiento daban testimonio de que se trataba de un hallazgo más antiguo de lo que hubieran pensado. El siguiente paso era la datación usando la radiación del carbono 14. Enviaron los huesos al Instituto Pasteur, en Francia, para conseguir la fecha. 

Cuando llegaron los resultados desde París, cada uno de los integrantes estaba sumido en otros trabajos. Guillermo Jofré, ya jubilado de la docencia, se encontraba completando datos en las fichas de la colección del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, en Merlo. El teléfono vibró sobre la mesa varias veces antes de que el llamado fuera atendido. Era julio, invierno del 2024. En el conurbano se anunciaba un chaparrón frío y la ciencia estaba desfinanciada por el gobierno nacional.

—¿Estás sentado? —preguntó Martín de los Reyes.

—Sí —respondió, Jofré—. ¿Qué pasó?

—Tenemos la fecha.

Más fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata junto aMartín de los Reyes

Asado de Gliptodonte, el primer asado del conurbano

Este gliptodonte era un animal de más de doscientos kilos protegido por una coraza osteodérmica; quizá se acercó a beber agua de algún arroyo formado por el declive del terreno o masticaba los durísimos pastos de la estepa. No se sabe, son hipótesis, como hay otras. En aquel entonces, denominado Pleistoceno superior, la zona era un páramo gélido y semiárido, riesgoso para cualquiera, con excepción de los grandes depredadores, como el smilodon: el temible felino de unos trescientos kilos con afilados dientes de sable. 

La geografía era amenazada por grandes tormentas de tierra, un frío espantoso y esporádicas lluvias en zonas pantanosas. Un clima duro al que el gliptodonte, como toda la megafauna, estaba acostumbrado y adaptado. Su enorme y pesado caparazón lo hacía caminar torpemente por la llanura. Andaba en busca de alimento. Apoyaba firme sus patas cortas y morrudas sobre la tierra seca, seguro en su coraza, recubierto de placas óseas desde la cola hasta el cráneo. El pelo duro del vientre rozando el suelo, llenándose de polvo e insectos. 

El feroz smilodon, con sus colmillos de veinte centímetros, deambulaba por el frío y gris paraje del prehistórico conurbano y olisqueaba el viento buscando presas: algún megaterio o un carnoso glosoterio, gorditos de más de una tonelada. Sin dudas, el “dientes de sable” era el mayor depredador en un vasto y desolador territorio. No el único. Arctotherium, un oso gigantesco, o el Protocyon, un gran cánido de mal carácter, acechaban hambrientos por doquier. 

Según la hipótesis que revelan estos fósiles, hace 21 000 años solo los más salvajes y arriesgados seres humanos se lanzaban a la hazaña de descubrir nuevos lugares. El gliptodonte escarbaba la tierra buscando raíces con sus poderosas uñas sin saber que alguien andaba por ahí. Alguien que habría de disputar la cima de la cadena alimenticia a los demás depredadores para siempre.

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Mariano del Papa y Martín de los Reyes se habían parado en torno a la mesa del laboratorio y miraban los fósiles marcados por humanos 21 000 años atrás, según habían conseguido datar. Cinco mil años antes de lo que se creía el hombre había llegado a estas tierras. Ahora los restos estaban en el laberíntico subsuelo del Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

“Para romper un paradigma hay que sumar evidencias”, pensó Del Papa, cruzado de brazos, el gesto serio, sumido en la concatenación de ideas. Lo mismo pensaba Martín de los Reyes, aunque él sonreía. 

De la Edad de Piedra a la Edad Digital. A mediados de julio del 2024, Plos One, revista especializada en diversos temas científicos, publicó la investigación titulada: “Marcas de corte antrópico en huesos de megafauna extinta de la región pampeana (Argentina) en el último máximo glacial”. Sin duda, un título claro y conciso, aunque poco atractivo para el común de los lectores. En el océano hiperinformativo de nuestra Era, la noticia del hallazgo quedó sepultada bajo miles de otras. Este tipo de aventuras científicas, no las de multimillonarios espaciales, tienden a perderse entre tanto barullo digital. 

El hallazgo de Guillermo Jofré contribuye con fuerza a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Lo mismo sucede con otros antecedentes, como Monteverde, en Chile, donde fue encontrado un asentamiento humano con 18 500 años de antigüedad. Sin embargo, y a pesar de la importancia del descubrimiento, el Estado argentino se niega a financiar los trabajos de campo e investigación. Los precios en dólares de los laboratorios internacionales, donde se realizan muchos de los análisis, y el magro salario en pesos de una economía devaluada, hicieron que ahorros personales fueran destinados a la investigación. Ellos mismos debieron costear de sus bolsillos cada uno de los estudios realizados. 

Actualmente, el gobierno de Javier Milei ha tomado como política de Estado el desfinanciamiento en casi todas las áreas de la ciencia argentina. El Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) reconoció el hallazgo, destacando su importancia y contribución al acervo arqueológico argentino. Hoy el organismo es atacado ferozmente por el Poder Ejecutivo. No obstante, a los fósiles poco les importan estas cuestiones del mundo moderno y siguen arrojando datos y más datos sobre el pasado de la humanidad. ¿Cómo estaba compuesto ese grupo humano? ¿Cómo se organizaban y distribuían las tareas? ¿Estaban explorando el territorio? ¿Serían un grupo de avanzada en pleno reconocimiento? ¿Trabajaron rápido en la carnicería por si otros depredadores llegaban atraídos por el aroma de la sangre? ¿Habrán preparado un fuego tras desmembrar al animal? Eran cazadores y recolectores recorriendo el mundo, sobreviviendo a él, dejando su marca sin saberlo. 

Durante miles y miles de años, enormes tormentas de tierra levantadas por los vientos del sur del mundo ocultaron los restos de este gliptodonte. Capas y capas de tierra, litros de lluvia y cambios climáticos todo el tiempo cayendo encima de los huesos. Antes de Guillermo Jofré, nadie había tocado esos restos en 21 000 años (¿habrán soñado nuestros ancestros con Guillermo Jofré?). Estaban ahí, esperando para contar su verdad, para contribuir a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Tan simple y vasto como un hacha de piedra sobre un hueso.

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Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

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Un hallazgo desafió lo que creíamos saber sobre el poblamiento de América: el <i>homo sapiens sapiens</i> pudo haber vivido 5000 años antes en el continente. Pero mientras la ciencia reescribe la historia, las políticas de Milei amenazan con borrar sus avances.

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Es simple. Uno debe hacer lo que le hace feliz. La parte complicada es vivir de ello. Guillermo Jofré trabajaba ad honorem para el conocimiento de la historia de la humanidad desde que era adolescente. A lo largo de la historia ha habido otros entusiastas como él que han cambiado el rumbo de la ciencia: Marcelino Sanz de Sautuola halló el primer registro de arte rupestre, en 1879, en las cuevas de Altamira; Florentino Ameghino, docente de escuela, fue uno de los precursores de la paleontología argentina y quien afirmó que en estas pampas el ser humano llegó a convivir con animales de la megafauna, ya extintos.

En la década del setenta, Jofré comenzó sus estudios con otros dos autodidactas: Ramón Segura y Juan Fortuna. El primero, exmilitar de aviación retirado, delgado, con el bigote anchoíta blanco y aficionado a la paleontología. El segundo, Juan Fortuna, peronista y docente rural, aficionado a la entomología, el estudio de los insectos. A diferencia de la historia política del país, estos dos discutían acaloradamente por sus opiniones opuestas, pero no se mataban. De hecho, se llevaban bien. Es que el poder corrompe a los hombres, y eso es tan antiguo como el tema de esta historia. Fue en ese mundillo de acalorados debates académicos donde se educó Jofré.

Uno de sus primeros hallazgos ocurrió en el arroyo Salguero, cuando tenía 14 años. Habían llegado hasta el cuerpo de agua cruzando calles de tierra y caminos rurales, en un auto Citröen 2CV color amarillo. “Acá es un buen lugar para excavar”, le dijeron sus guías. Regresó la semana siguiente, esta vez un poco en colectivo y otro poco a pie. Tras mucho palear, en uno y otro lugar que mostrara condiciones según lo que había aprendido, dio con el cráneo de un toxodón juvenil, un mamífero extinto parecido al hipopótamo. “Suerte de principiantes”, pensó alegremente. Consiguió extraerlo con el mayor de los cuidados. Después de llevarlo en la espalda por un largo camino, advirtió que no podría cargarlo hasta su casa. Era un muchacho delgado con la fragilidad de la adolescencia. Decidió esconderlo en un zanjón, y taparlo con pasto y ramas para volver con la bicicleta al día siguiente. 

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Esa noche hubo tormenta. No pudo dormir. Imaginaba la cabeza del toxodón naufragando como un barquito de papel por la zanja hasta quién sabe dónde. “Otra vez —suponía— el fósil volverá a perderse, a cubrirse de fango y tiempo”. Para el joven Guillermo Jofré, tendido en la cama, escuchando las gotas caer sobre el techo, la espera era tediosa, la noche eterna y la lluvia incesante.

A las 6 de la mañana, con el clima recompuesto, tomó la bicicleta rogando que el agua no se hubiera llevado su primer hallazgo. Ahí estaba escondido, en bastante buenas condiciones, el cráneo del toxodón. Suerte de principiante otra vez. 

Con el correr de los años, Guillermo se enamoró, tuvo hijos y la vida le dejó pocas opciones. Debía trabajar y llevar el sustento a la casa. La paleontología quedó relegada al lugar de la afición. Decidió estudiar el profesorado en geografía y ganarse la vida como docente. Sin embargo, nunca abandonó el deseo de saber y hurgar en el pasado, excavando la tierra, buscando restos fósiles. 

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Con el brazo extendido, la mano apoyada en la barranca y los pies metidos en el barro, no pensaba en nada de eso. Ahora Guillermo Jofré era el director de la Escuela Núm. 716 para adultos. Y los fines de semana, feriados y vacaciones, dedica su tiempo a la paleontología sin recibir un solo peso a cambio. 

Era martes y era feriado. Sintió el calor de la mañana, respiró el aroma fresco de la arboleda y contempló cómo descansaban las ramas y los juncos sobre el río. Con 47 años de experiencia en la paleontología amateur no se sorprendió en absoluto al ver aquel resto fósil. Lamentó que la máquina hubiera destrozado buena parte del caparazón y no se hallara intacto. Habría lucido todo su esplendor en el Museo de Ciencias Naturales de Merlo, además de sumar un ejemplar completo al archivo del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, donde es el curador (y archivero, y ceba mates, y etcétera, ad honorem, claro). Sin embargo, el caparazón no estaba intacto: el tiempo lo había enfrentado a una excavadora implacable.    

Tomó del morral una hachuela de geólogo, la pequeña. Con esta podía realizar un trabajo delicado sin dañar más el fósil. Sopló para remover la tierra y echó la cabeza hacía atrás para evitar que le entrara en los ojos. Observó y dedujo: si continuaba escarbando, conseguiría un gran pedazo del caparazón, a pesar del reciente destrozo ocasionado, y eso valía la pena. Sin embargo, debía cavar bastante y precisaba ayuda. Metió la mano en el morral y sacó libreta y lápiz. Dibujó las coordenadas para no perder el lugar ante un posible desmoronamiento o la crecida del río. Jofré delineó en el papel dos árboles, una roca grande incrustada en la tierra, una colina y una cruz en medio. Escribió: “Bajada 20 de Junio. Izquierda. Cuatro cuadras”. Cerró la libreta, la guardó en el morral junto con la hachuela y se marchó. Esta vez seguro de que su hallazgo no podía perderse bajo el agua. 

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Volvió el fin de semana siguiente con tres amigos devenidos en colaboradores, entre ellos el portero de la escuela. Llevaron pico, pala, bolsas de yeso y todo lo necesario para la excavación. La municipalidad había cerrado el dique, por lo que el río Reconquista era un arroyito delgado. Trazaron la cuadrícula de dos metros por dos metros y palearon con cuidado durante gran parte de la jornada, dejando al desnudo los restos del ejemplar de gliptodonte. 

Luego, se sacudieron la tierra seca de las manos dispuestos a armar el bochón, como se le conoce al resultado de colocar el yeso fresco alrededor del caparazón, extraer los fósiles y transportarlos sin romper nada. Había concluido el trabajo de las máquinas y ordenaron la apertura del paso de agua del dique Roggero. El río fue aumentando su caudal. Apresuraron la carga de la bola de yeso mientras el agua trepaba hasta las botas y aumentaba la dificultad para mantenerse en pie. En esas condiciones consiguieron asir el testimonio del pasado y trasladarlo al repositorio, que no era otro lugar que la casa de Guillermo Jofré.

El bochón se conserva a la sombra hasta secar y, después de unos meses, se extraen las piezas. Transcurrido ese tiempo Jofré, meticuloso, rompió el yeso. Limpió lentamente, con precisión de cirujano, calculando cada intervención sobre el material.

“Acá tenemos el tubo caudal [de la cola]”, dijo, levantando el hueso hacia la luz del sol que entraba por la ventana del "laboratorio", que era una habitación reacondicionada de su casa.

Continuó limpiando; resoplaba el polvillo y las partículas blanquecinas flotaban en el aire.

“¡Apa la papa! —exclamó— ¿Qué tenemos acá? Las cuatro vértebras caudales móviles de la cola, y en perfecto estado”.

Acercó el rostro a los huesos entrecerrando un poco los ojos, buscando afinar la vista. “¿Qué son estas marcas?”, pensó, sumido en un silencio absoluto, olvidando la costumbre de hablar en plural, aunque estuviera solo. “¿Qué son estas marcas?”, repitió para sí mismo, mascullando conclusiones imposibles mientras contemplaba incrédulo. “¿Qué son estas marcas?”. Siguió aguzando los ojos hasta que, por fin, dijo en voz alta: “No puede ser…”.  

La travesía del Homo sapiens sapiens y el puente de hielo

En algún sórdido despacho académico, con lámparas de pie, humo de pipa, grandes sillones color cobre y animalitos disecados sobre el mármol, se dan cita las altas cumbres intelectuales; teorías y paradigmas aguardan intocables a ser refutadas. Todas las disciplinas afines a la prehistoria de la humanidad debaten desde hace muchos años sobre el poblamiento de América. En esa acalorada discusión, dos posturas se tironean los pelos y la verdad sobre el pasado migratorio de la especie humana.

La teoría que prevalece es que rondábamos por un paisaje hostil donde inmensas placas de hielo habían cubierto gran parte del planeta sin pedir permiso. Eran tiempos de glaciares y bestias. Nadie estaba a salvo de convertirse en el alimento del otro. El Homo sapiens sapiens debía moverse. Buscar refugio durante la noche y buscar comida durante el día. 

Aquel humano desprovisto de todo lo que hoy conocemos, a excepción del fuego y herramientas rudimentarias, exploraba el mundo en épocas en las que un palo con punta era el mayor avance tecnológico. Sus estructuras sociales eran las de una manada, una simple jerarquía animal, y no existía la compleja trama de la política o la economía, mucho menos la vacía existencia de las redes sociales. Hace 100 000 años, aproximadamente, cuando salimos de África, existir era sobrevivir, y eso era todo a lo que se podía aspirar. Nuestros ancestros exploraban el planeta comiendo lo que podían y multiplicándose como cualquier otro ser vivo.

Al salir de África, nuestra especie conquistó Asia y Europa. Luego llegó el turno de Oceanía. América fue el último continente en ser poblado por los humanos. La teoría más arraigada habla de que tardamos 16 000 años en llegar. Durante el último periodo glaciar, el Homo sapiens sapiens atravesó el estrecho de Bering, esa gigantesca masa de hielo que unía los actuales territorios de Siberia y Alaska. Ese puente de hielo hizo posible que nos expandiéramos por todo el orbe terrestre. Ese es “el paradigma de los dieciséis” sobre la llegada del hombre a estos lares.  

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Segunda parte)

Senderos de piedrecitas y polvo de ladrillo se curvan y bifurcan a la sombra de frondosas arboledas hasta llegar a la escalinata principal del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. A ambos lados, el escultor veneciano Víctor de Pol diseñó dos esculturas de Smilodon, conocido como “tigre dientes de sable”, recostados sobre pilares, dando la impresión de custodiar el ingreso a la explanada. El Museo comenzó a construirse en 1884 y fue inaugurado en noviembre de 1888. Fue concebido bajo las ideas evolucionistas, por eso su interior se desarrolla en una planta elíptica. De esta forma, los visitantes recorren los salones desde el mundo inanimado hasta la evolución del ser humano. En la planta inferior, donde solo tiene acceso el personal del museo, se abre un laberinto de pasillos, con tubos de luz fría en el techo y señalizados por flechas en el piso, que llevan de un lado a otro a despachos, oficinas y laboratorios. En ese lugar, fresco y silencioso, trabajan el paleontólogo Martín de los Reyes y el antropólogo Mariano del Papa. 

En la paleontología, los aficionados son parte fundamental del entramado científico. Descubren, excavan. Descubren y logran preservar piezas fundamentales, como fue el caso de Guillermo. Poseen diversos grados de conocimiento y muchos de ellos desean ampliarlo. 

Martín de los Reyes es encargado de la colección de vertebrados fósiles del museo. Es un tipo tranquilo, habla pausado, sin apuro. Como si el tiempo de su objeto de estudio se hubiera impregnado en él. Sonríe al hablar y la sonrisa le arruga los ojos claros. Convencido de que los aficionados son infravalorados por los academicistas de la ciencia, y que poseen el potencial y el gusto por el trabajo de campo, dedicó parte de su tiempo a dictar una serie de talleres en distintos puntos de la provincia de Buenos Aires, con el fin de brindar aspectos técnicos y prácticos en búsquedas paleontológicas. Los talleres se orientaron hacia metodologías y uso de materiales específicos para la excavación y extracción de restos fósiles, así como conocimiento general de la fauna prehistórica. Allí conoció a Guillermo Jofré. Trabajaron juntos en algunos proyectos y construyeron una amistad, más allá de lo profesional.

Mariano del Papa tiene pinta de roquero, de los que vagan por las rutas en una moto chopera y solo usan ropa oscura. Tiene el pelo canoso, lacio, largo hasta debajo de los hombros, atado en la nuca, dejando caer sobre la espalda la cola de caballo. La barba tupida, también canosa, le cubre el cuello acentuando el ancho de su contextura. Es un hombre grandote y serio. Y como en casi todos los hombres grandotes y serios, hay calidez en su trato. 

En el laboratorio donde desempeña parte de su labor cuelgan dos retratos: uno de Evita y otro de Maradona. La luz tenue entra por una pequeña ventana ubicada a la altura del parque que rodea al museo. Desde ese subsuelo puede verse el pasto y, si se alza la vista, los árboles y el sol.    

Fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata siendo explicados por Martín de los Reyes (paleontólogo)

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La ciudad de Merlo, donde Guillermo Jofré residía y había hallado los restos del gliptodonte, se encuentra a casi cien kilómetros del estilo neoclásico y de las seis columnas griegas, con motivos de arte precolombino, que sostienen el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Guillermo Jofré miraba los fósiles extendidos sobre la mesa que formaban la cola del gliptodonte, o lo que quedaba de ella. Como en un rompecabezas al que le faltan piezas, había colocado los pedazos de caparazón a un lado: osteodermos que el paso del tiempo había blanqueado hasta la palidez. Encendía un cigarrillo tras otro, cebaba un mate tras otro, y observaba rascándose la barba, acariciando la superficie áspera del borde de cada marca, esa profundidad minúscula sobre el hueso que no dejaba de atormentarle. 

Después de un buen rato parado frente a los fósiles con el gesto pensativo y el cigarrillo en la boca, tomó el celular, enfocó lo mejor que pudo y fotografió cada uno de los restos: la formación completa y las singulares marcas que nunca había visto. Miró las fotos. Repitió algunas, cambió de ángulos y buscó la mejor iluminación. Revisó entre los contactos de WhatsApp para encontrar a Martín de los Reyes y presionó el logo del micrófono. 

Grabando… La voz gastada de Jofré sonaba contenida en el audio: “Martín, escuchá: apófisis traversa, vértebra caudal, Neosclerocalyptus, Holoceno Pleistoceno… 

Jofré continuaba pensando en voz alta: no son marcas de los enormes pulgones que acechaban a los bichacos de la megafauna. No. Tampoco son marcas de roedores o animales carroñeros que se alimentaron del cadáver.

Las dos palomitas azules se encendieron sobre las fotos enviadas. Diez minutos más tarde, el teléfono vibraba sobre la mesa. Escuchó la voz cálida del licenciado De los Reyes: “Negro, esto es una bomba atómica…”. 

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Al día siguiente, Martín de los Reyes y Mariano del Papa golpearon la puerta de la casa de Guillermo Jofré en Merlo. Casi no hubo charlas introductorias, coloquiales, de esas que uno entabla en la panadería      sobre el clima o el partido picante del fin de semana. Entraron sonriendo como niños entretenidos y se pararon frente a la caja cerrada sobre la mesa. “Acá están”, indicó Guillermo abriendo las solapas de la caja de cartón.

La delicadeza con que tomaron los huesos era la de quien carga un recién nacido por primera vez. Una a una, las cuatro vértebras de la cola del gliptodonte se iluminaron bajo la luz de la lupa. Mariano del Papa y Martín de los Reyes cuchicheaban entre ellos, absortos, viendo detenidamente las peculiares marcas aumentadas por la lente.

—Che, Guille —dijo Martín—. Nos lo vamos a tener que llevar a La Plata para hacer unos análisis.

—¿Por?

Del Papa mantuvo los ojos fijos en una vértebra. Estuvo así un buen rato, sin decir palabra, conteniendo el aire.

—Me parece que son marcas humanas —dijo por fin, exhalando un largo respiro.

—Tenemos un problema —advirtió, Guillermo, acariciando su barba con la mano—. El yacimiento donde encontré los huesos es mucho más antiguo que el paradigma de los dieciséis.

Guillermo Jofré mira al horizonte desde Merlo, provincia de Buenos Aires.

La edad de los huesos

Para comprobar la antigüedad y si las marcas habían sido realizadas por humanos, debían someterlos a una prueba tras otra, y conformar un equipo que contase con la experiencia y el aval suficiente. Al año siguiente del hallazgo, en 2016, a Guillermo Jofré, Martín de los Reyes y Mariano del Papa, se sumaron el reconocido geólogo Daniel Poiré, el paleoantropólogo Miguel Delgado, y el biólogo Nicolás Rascován.

Los primeros estudios se hicieron en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Otros huesos cortados por humanos, pero fechados hace 10 000 años, mostraban una enorme similitud. Los escaneos 3D daban cuenta precisa y milimétrica de cómo una herramienta de piedra había lacerado en V las vértebras. Eran 32 marcas efectivas; pero ¿realmente habían sido hechas por humanos?

En la Facultad de Ciencias Naturales de la UNLP, en el área de zoología, abrieron un tatú carreta, una especie cercana a los gliptodontes, y notaron que para extraer los músculos de esa zona de la cola debieron extirpar, sí o sí, una serie de tendones; es decir, el corte no fue hecho por una bestia dueña de una fuerza mayor a la del hombre y capaz de destrozar con garras y dientes. Los cortes fueron deliberados, como los de un carnicero o un cirujano primitivo.

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Desafiar la teoría sobre el poblamiento de América, anclada desde hace más de medio siglo en todas las universidades y museos del mundo, es algo complicado. Subvertir un paradigma puede significar no solo el avance en la materia de conocimiento, sino también el desprestigio de quienes sostienen una creencia pronta a ser refutada. El equipo de investigadores sabía de la reticencia que podría provocar en los cerrados cenáculos científicos, y que las conclusiones serían rebatidas con ferocidad.

Según los análisis efectuados por el geólogo Daniel Poiré, la profundidad y otros factores del yacimiento daban testimonio de que se trataba de un hallazgo más antiguo de lo que hubieran pensado. El siguiente paso era la datación usando la radiación del carbono 14. Enviaron los huesos al Instituto Pasteur, en Francia, para conseguir la fecha. 

Cuando llegaron los resultados desde París, cada uno de los integrantes estaba sumido en otros trabajos. Guillermo Jofré, ya jubilado de la docencia, se encontraba completando datos en las fichas de la colección del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, en Merlo. El teléfono vibró sobre la mesa varias veces antes de que el llamado fuera atendido. Era julio, invierno del 2024. En el conurbano se anunciaba un chaparrón frío y la ciencia estaba desfinanciada por el gobierno nacional.

—¿Estás sentado? —preguntó Martín de los Reyes.

—Sí —respondió, Jofré—. ¿Qué pasó?

—Tenemos la fecha.

Más fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata junto aMartín de los Reyes

Asado de Gliptodonte, el primer asado del conurbano

Este gliptodonte era un animal de más de doscientos kilos protegido por una coraza osteodérmica; quizá se acercó a beber agua de algún arroyo formado por el declive del terreno o masticaba los durísimos pastos de la estepa. No se sabe, son hipótesis, como hay otras. En aquel entonces, denominado Pleistoceno superior, la zona era un páramo gélido y semiárido, riesgoso para cualquiera, con excepción de los grandes depredadores, como el smilodon: el temible felino de unos trescientos kilos con afilados dientes de sable. 

La geografía era amenazada por grandes tormentas de tierra, un frío espantoso y esporádicas lluvias en zonas pantanosas. Un clima duro al que el gliptodonte, como toda la megafauna, estaba acostumbrado y adaptado. Su enorme y pesado caparazón lo hacía caminar torpemente por la llanura. Andaba en busca de alimento. Apoyaba firme sus patas cortas y morrudas sobre la tierra seca, seguro en su coraza, recubierto de placas óseas desde la cola hasta el cráneo. El pelo duro del vientre rozando el suelo, llenándose de polvo e insectos. 

El feroz smilodon, con sus colmillos de veinte centímetros, deambulaba por el frío y gris paraje del prehistórico conurbano y olisqueaba el viento buscando presas: algún megaterio o un carnoso glosoterio, gorditos de más de una tonelada. Sin dudas, el “dientes de sable” era el mayor depredador en un vasto y desolador territorio. No el único. Arctotherium, un oso gigantesco, o el Protocyon, un gran cánido de mal carácter, acechaban hambrientos por doquier. 

Según la hipótesis que revelan estos fósiles, hace 21 000 años solo los más salvajes y arriesgados seres humanos se lanzaban a la hazaña de descubrir nuevos lugares. El gliptodonte escarbaba la tierra buscando raíces con sus poderosas uñas sin saber que alguien andaba por ahí. Alguien que habría de disputar la cima de la cadena alimenticia a los demás depredadores para siempre.

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Mariano del Papa y Martín de los Reyes se habían parado en torno a la mesa del laboratorio y miraban los fósiles marcados por humanos 21 000 años atrás, según habían conseguido datar. Cinco mil años antes de lo que se creía el hombre había llegado a estas tierras. Ahora los restos estaban en el laberíntico subsuelo del Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

“Para romper un paradigma hay que sumar evidencias”, pensó Del Papa, cruzado de brazos, el gesto serio, sumido en la concatenación de ideas. Lo mismo pensaba Martín de los Reyes, aunque él sonreía. 

De la Edad de Piedra a la Edad Digital. A mediados de julio del 2024, Plos One, revista especializada en diversos temas científicos, publicó la investigación titulada: “Marcas de corte antrópico en huesos de megafauna extinta de la región pampeana (Argentina) en el último máximo glacial”. Sin duda, un título claro y conciso, aunque poco atractivo para el común de los lectores. En el océano hiperinformativo de nuestra Era, la noticia del hallazgo quedó sepultada bajo miles de otras. Este tipo de aventuras científicas, no las de multimillonarios espaciales, tienden a perderse entre tanto barullo digital. 

El hallazgo de Guillermo Jofré contribuye con fuerza a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Lo mismo sucede con otros antecedentes, como Monteverde, en Chile, donde fue encontrado un asentamiento humano con 18 500 años de antigüedad. Sin embargo, y a pesar de la importancia del descubrimiento, el Estado argentino se niega a financiar los trabajos de campo e investigación. Los precios en dólares de los laboratorios internacionales, donde se realizan muchos de los análisis, y el magro salario en pesos de una economía devaluada, hicieron que ahorros personales fueran destinados a la investigación. Ellos mismos debieron costear de sus bolsillos cada uno de los estudios realizados. 

Actualmente, el gobierno de Javier Milei ha tomado como política de Estado el desfinanciamiento en casi todas las áreas de la ciencia argentina. El Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) reconoció el hallazgo, destacando su importancia y contribución al acervo arqueológico argentino. Hoy el organismo es atacado ferozmente por el Poder Ejecutivo. No obstante, a los fósiles poco les importan estas cuestiones del mundo moderno y siguen arrojando datos y más datos sobre el pasado de la humanidad. ¿Cómo estaba compuesto ese grupo humano? ¿Cómo se organizaban y distribuían las tareas? ¿Estaban explorando el territorio? ¿Serían un grupo de avanzada en pleno reconocimiento? ¿Trabajaron rápido en la carnicería por si otros depredadores llegaban atraídos por el aroma de la sangre? ¿Habrán preparado un fuego tras desmembrar al animal? Eran cazadores y recolectores recorriendo el mundo, sobreviviendo a él, dejando su marca sin saberlo. 

Durante miles y miles de años, enormes tormentas de tierra levantadas por los vientos del sur del mundo ocultaron los restos de este gliptodonte. Capas y capas de tierra, litros de lluvia y cambios climáticos todo el tiempo cayendo encima de los huesos. Antes de Guillermo Jofré, nadie había tocado esos restos en 21 000 años (¿habrán soñado nuestros ancestros con Guillermo Jofré?). Estaban ahí, esperando para contar su verdad, para contribuir a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Tan simple y vasto como un hacha de piedra sobre un hueso.

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Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

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Paleontólogos y arqueológos descubren fósiles intervenidos por homo sapiens 21 mil años antrás. Izq: Martin de los Reyes (paleontólogo) y der: Mariano del Papa (antropólogo) se encuentran en el Museo de Ciencias Naturales de la Plata exhibiendo el fósil hallado.
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Un hallazgo desafió lo que creíamos saber sobre el poblamiento de América: el <i>homo sapiens sapiens</i> pudo haber vivido 5000 años antes en el continente. Pero mientras la ciencia reescribe la historia, las políticas de Milei amenazan con borrar sus avances.

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Primera parte)

A la altura del puente Cascallares, que une los municipios de Merlo y Moreno, al oeste del Gran Buenos Aires, unas máquinas enormes dragaban los márgenes del río Reconquista para ensanchar su cauce, sin saber que participaban en la destrucción de un paradigma arqueológico.

Era el año 2015. La barba de Guillermo Jofré, canosa y surcada por el viento, acentuaba su aspecto aventurero. Y se veía aún más cinematográfico al descender la cuesta del río, hundiendo las zapatillas en el fango, con todo el conurbano bonaerense a sus espaldas. Dos oficiales de policía vigilaban la zona de dragado. En principio, le prohibieron el paso. Él insistió. No siempre surgen oportunidades como esa: excavadoras trabajando en pos de la ciencia, y gratis. 

—Soy paleontólogo. Tengo permiso para trabajar en todo el Reconquista. 

—…

Después de un silencio áspero, con el ruido de las excavadoras irrumpiendo el curso del río, el oficial respondió.

—Por favor, camine doscientos metros atrás de las máquinas.

Así lo hizo. Tras su paso, las máquinas habían dejado al descubierto un prometedor perímetro de tierra. Jofré se detuvo ante una sección abierta en una barranca de casi seis metros. “Es un bicho más”, pensó al ver parte de un gliptodonte emergiendo de la tierra. Alcanzó a ver la superficie del prehistórico caparazón de esta especie similar a una mulita o un armadillo gigante. Aunque había visto algunas pistas, no podía imaginar todavía lo que había encontrado.

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Es simple. Uno debe hacer lo que le hace feliz. La parte complicada es vivir de ello. Guillermo Jofré trabajaba ad honorem para el conocimiento de la historia de la humanidad desde que era adolescente. A lo largo de la historia ha habido otros entusiastas como él que han cambiado el rumbo de la ciencia: Marcelino Sanz de Sautuola halló el primer registro de arte rupestre, en 1879, en las cuevas de Altamira; Florentino Ameghino, docente de escuela, fue uno de los precursores de la paleontología argentina y quien afirmó que en estas pampas el ser humano llegó a convivir con animales de la megafauna, ya extintos.

En la década del setenta, Jofré comenzó sus estudios con otros dos autodidactas: Ramón Segura y Juan Fortuna. El primero, exmilitar de aviación retirado, delgado, con el bigote anchoíta blanco y aficionado a la paleontología. El segundo, Juan Fortuna, peronista y docente rural, aficionado a la entomología, el estudio de los insectos. A diferencia de la historia política del país, estos dos discutían acaloradamente por sus opiniones opuestas, pero no se mataban. De hecho, se llevaban bien. Es que el poder corrompe a los hombres, y eso es tan antiguo como el tema de esta historia. Fue en ese mundillo de acalorados debates académicos donde se educó Jofré.

Uno de sus primeros hallazgos ocurrió en el arroyo Salguero, cuando tenía 14 años. Habían llegado hasta el cuerpo de agua cruzando calles de tierra y caminos rurales, en un auto Citröen 2CV color amarillo. “Acá es un buen lugar para excavar”, le dijeron sus guías. Regresó la semana siguiente, esta vez un poco en colectivo y otro poco a pie. Tras mucho palear, en uno y otro lugar que mostrara condiciones según lo que había aprendido, dio con el cráneo de un toxodón juvenil, un mamífero extinto parecido al hipopótamo. “Suerte de principiantes”, pensó alegremente. Consiguió extraerlo con el mayor de los cuidados. Después de llevarlo en la espalda por un largo camino, advirtió que no podría cargarlo hasta su casa. Era un muchacho delgado con la fragilidad de la adolescencia. Decidió esconderlo en un zanjón, y taparlo con pasto y ramas para volver con la bicicleta al día siguiente. 

Guillermo Jofré (paleontólogo aficionado) en el lugar del hallazgo del fósil en Merlo, provincia de Buenos Aires.

Esa noche hubo tormenta. No pudo dormir. Imaginaba la cabeza del toxodón naufragando como un barquito de papel por la zanja hasta quién sabe dónde. “Otra vez —suponía— el fósil volverá a perderse, a cubrirse de fango y tiempo”. Para el joven Guillermo Jofré, tendido en la cama, escuchando las gotas caer sobre el techo, la espera era tediosa, la noche eterna y la lluvia incesante.

A las 6 de la mañana, con el clima recompuesto, tomó la bicicleta rogando que el agua no se hubiera llevado su primer hallazgo. Ahí estaba escondido, en bastante buenas condiciones, el cráneo del toxodón. Suerte de principiante otra vez. 

Con el correr de los años, Guillermo se enamoró, tuvo hijos y la vida le dejó pocas opciones. Debía trabajar y llevar el sustento a la casa. La paleontología quedó relegada al lugar de la afición. Decidió estudiar el profesorado en geografía y ganarse la vida como docente. Sin embargo, nunca abandonó el deseo de saber y hurgar en el pasado, excavando la tierra, buscando restos fósiles. 

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Con el brazo extendido, la mano apoyada en la barranca y los pies metidos en el barro, no pensaba en nada de eso. Ahora Guillermo Jofré era el director de la Escuela Núm. 716 para adultos. Y los fines de semana, feriados y vacaciones, dedica su tiempo a la paleontología sin recibir un solo peso a cambio. 

Era martes y era feriado. Sintió el calor de la mañana, respiró el aroma fresco de la arboleda y contempló cómo descansaban las ramas y los juncos sobre el río. Con 47 años de experiencia en la paleontología amateur no se sorprendió en absoluto al ver aquel resto fósil. Lamentó que la máquina hubiera destrozado buena parte del caparazón y no se hallara intacto. Habría lucido todo su esplendor en el Museo de Ciencias Naturales de Merlo, además de sumar un ejemplar completo al archivo del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, donde es el curador (y archivero, y ceba mates, y etcétera, ad honorem, claro). Sin embargo, el caparazón no estaba intacto: el tiempo lo había enfrentado a una excavadora implacable.    

Tomó del morral una hachuela de geólogo, la pequeña. Con esta podía realizar un trabajo delicado sin dañar más el fósil. Sopló para remover la tierra y echó la cabeza hacía atrás para evitar que le entrara en los ojos. Observó y dedujo: si continuaba escarbando, conseguiría un gran pedazo del caparazón, a pesar del reciente destrozo ocasionado, y eso valía la pena. Sin embargo, debía cavar bastante y precisaba ayuda. Metió la mano en el morral y sacó libreta y lápiz. Dibujó las coordenadas para no perder el lugar ante un posible desmoronamiento o la crecida del río. Jofré delineó en el papel dos árboles, una roca grande incrustada en la tierra, una colina y una cruz en medio. Escribió: “Bajada 20 de Junio. Izquierda. Cuatro cuadras”. Cerró la libreta, la guardó en el morral junto con la hachuela y se marchó. Esta vez seguro de que su hallazgo no podía perderse bajo el agua. 

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Volvió el fin de semana siguiente con tres amigos devenidos en colaboradores, entre ellos el portero de la escuela. Llevaron pico, pala, bolsas de yeso y todo lo necesario para la excavación. La municipalidad había cerrado el dique, por lo que el río Reconquista era un arroyito delgado. Trazaron la cuadrícula de dos metros por dos metros y palearon con cuidado durante gran parte de la jornada, dejando al desnudo los restos del ejemplar de gliptodonte. 

Luego, se sacudieron la tierra seca de las manos dispuestos a armar el bochón, como se le conoce al resultado de colocar el yeso fresco alrededor del caparazón, extraer los fósiles y transportarlos sin romper nada. Había concluido el trabajo de las máquinas y ordenaron la apertura del paso de agua del dique Roggero. El río fue aumentando su caudal. Apresuraron la carga de la bola de yeso mientras el agua trepaba hasta las botas y aumentaba la dificultad para mantenerse en pie. En esas condiciones consiguieron asir el testimonio del pasado y trasladarlo al repositorio, que no era otro lugar que la casa de Guillermo Jofré.

El bochón se conserva a la sombra hasta secar y, después de unos meses, se extraen las piezas. Transcurrido ese tiempo Jofré, meticuloso, rompió el yeso. Limpió lentamente, con precisión de cirujano, calculando cada intervención sobre el material.

“Acá tenemos el tubo caudal [de la cola]”, dijo, levantando el hueso hacia la luz del sol que entraba por la ventana del "laboratorio", que era una habitación reacondicionada de su casa.

Continuó limpiando; resoplaba el polvillo y las partículas blanquecinas flotaban en el aire.

“¡Apa la papa! —exclamó— ¿Qué tenemos acá? Las cuatro vértebras caudales móviles de la cola, y en perfecto estado”.

Acercó el rostro a los huesos entrecerrando un poco los ojos, buscando afinar la vista. “¿Qué son estas marcas?”, pensó, sumido en un silencio absoluto, olvidando la costumbre de hablar en plural, aunque estuviera solo. “¿Qué son estas marcas?”, repitió para sí mismo, mascullando conclusiones imposibles mientras contemplaba incrédulo. “¿Qué son estas marcas?”. Siguió aguzando los ojos hasta que, por fin, dijo en voz alta: “No puede ser…”.  

La travesía del Homo sapiens sapiens y el puente de hielo

En algún sórdido despacho académico, con lámparas de pie, humo de pipa, grandes sillones color cobre y animalitos disecados sobre el mármol, se dan cita las altas cumbres intelectuales; teorías y paradigmas aguardan intocables a ser refutadas. Todas las disciplinas afines a la prehistoria de la humanidad debaten desde hace muchos años sobre el poblamiento de América. En esa acalorada discusión, dos posturas se tironean los pelos y la verdad sobre el pasado migratorio de la especie humana.

La teoría que prevalece es que rondábamos por un paisaje hostil donde inmensas placas de hielo habían cubierto gran parte del planeta sin pedir permiso. Eran tiempos de glaciares y bestias. Nadie estaba a salvo de convertirse en el alimento del otro. El Homo sapiens sapiens debía moverse. Buscar refugio durante la noche y buscar comida durante el día. 

Aquel humano desprovisto de todo lo que hoy conocemos, a excepción del fuego y herramientas rudimentarias, exploraba el mundo en épocas en las que un palo con punta era el mayor avance tecnológico. Sus estructuras sociales eran las de una manada, una simple jerarquía animal, y no existía la compleja trama de la política o la economía, mucho menos la vacía existencia de las redes sociales. Hace 100 000 años, aproximadamente, cuando salimos de África, existir era sobrevivir, y eso era todo a lo que se podía aspirar. Nuestros ancestros exploraban el planeta comiendo lo que podían y multiplicándose como cualquier otro ser vivo.

Al salir de África, nuestra especie conquistó Asia y Europa. Luego llegó el turno de Oceanía. América fue el último continente en ser poblado por los humanos. La teoría más arraigada habla de que tardamos 16 000 años en llegar. Durante el último periodo glaciar, el Homo sapiens sapiens atravesó el estrecho de Bering, esa gigantesca masa de hielo que unía los actuales territorios de Siberia y Alaska. Ese puente de hielo hizo posible que nos expandiéramos por todo el orbe terrestre. Ese es “el paradigma de los dieciséis” sobre la llegada del hombre a estos lares.  

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Segunda parte)

Senderos de piedrecitas y polvo de ladrillo se curvan y bifurcan a la sombra de frondosas arboledas hasta llegar a la escalinata principal del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. A ambos lados, el escultor veneciano Víctor de Pol diseñó dos esculturas de Smilodon, conocido como “tigre dientes de sable”, recostados sobre pilares, dando la impresión de custodiar el ingreso a la explanada. El Museo comenzó a construirse en 1884 y fue inaugurado en noviembre de 1888. Fue concebido bajo las ideas evolucionistas, por eso su interior se desarrolla en una planta elíptica. De esta forma, los visitantes recorren los salones desde el mundo inanimado hasta la evolución del ser humano. En la planta inferior, donde solo tiene acceso el personal del museo, se abre un laberinto de pasillos, con tubos de luz fría en el techo y señalizados por flechas en el piso, que llevan de un lado a otro a despachos, oficinas y laboratorios. En ese lugar, fresco y silencioso, trabajan el paleontólogo Martín de los Reyes y el antropólogo Mariano del Papa. 

En la paleontología, los aficionados son parte fundamental del entramado científico. Descubren, excavan. Descubren y logran preservar piezas fundamentales, como fue el caso de Guillermo. Poseen diversos grados de conocimiento y muchos de ellos desean ampliarlo. 

Martín de los Reyes es encargado de la colección de vertebrados fósiles del museo. Es un tipo tranquilo, habla pausado, sin apuro. Como si el tiempo de su objeto de estudio se hubiera impregnado en él. Sonríe al hablar y la sonrisa le arruga los ojos claros. Convencido de que los aficionados son infravalorados por los academicistas de la ciencia, y que poseen el potencial y el gusto por el trabajo de campo, dedicó parte de su tiempo a dictar una serie de talleres en distintos puntos de la provincia de Buenos Aires, con el fin de brindar aspectos técnicos y prácticos en búsquedas paleontológicas. Los talleres se orientaron hacia metodologías y uso de materiales específicos para la excavación y extracción de restos fósiles, así como conocimiento general de la fauna prehistórica. Allí conoció a Guillermo Jofré. Trabajaron juntos en algunos proyectos y construyeron una amistad, más allá de lo profesional.

Mariano del Papa tiene pinta de roquero, de los que vagan por las rutas en una moto chopera y solo usan ropa oscura. Tiene el pelo canoso, lacio, largo hasta debajo de los hombros, atado en la nuca, dejando caer sobre la espalda la cola de caballo. La barba tupida, también canosa, le cubre el cuello acentuando el ancho de su contextura. Es un hombre grandote y serio. Y como en casi todos los hombres grandotes y serios, hay calidez en su trato. 

En el laboratorio donde desempeña parte de su labor cuelgan dos retratos: uno de Evita y otro de Maradona. La luz tenue entra por una pequeña ventana ubicada a la altura del parque que rodea al museo. Desde ese subsuelo puede verse el pasto y, si se alza la vista, los árboles y el sol.    

Fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata siendo explicados por Martín de los Reyes (paleontólogo)

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La ciudad de Merlo, donde Guillermo Jofré residía y había hallado los restos del gliptodonte, se encuentra a casi cien kilómetros del estilo neoclásico y de las seis columnas griegas, con motivos de arte precolombino, que sostienen el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Guillermo Jofré miraba los fósiles extendidos sobre la mesa que formaban la cola del gliptodonte, o lo que quedaba de ella. Como en un rompecabezas al que le faltan piezas, había colocado los pedazos de caparazón a un lado: osteodermos que el paso del tiempo había blanqueado hasta la palidez. Encendía un cigarrillo tras otro, cebaba un mate tras otro, y observaba rascándose la barba, acariciando la superficie áspera del borde de cada marca, esa profundidad minúscula sobre el hueso que no dejaba de atormentarle. 

Después de un buen rato parado frente a los fósiles con el gesto pensativo y el cigarrillo en la boca, tomó el celular, enfocó lo mejor que pudo y fotografió cada uno de los restos: la formación completa y las singulares marcas que nunca había visto. Miró las fotos. Repitió algunas, cambió de ángulos y buscó la mejor iluminación. Revisó entre los contactos de WhatsApp para encontrar a Martín de los Reyes y presionó el logo del micrófono. 

Grabando… La voz gastada de Jofré sonaba contenida en el audio: “Martín, escuchá: apófisis traversa, vértebra caudal, Neosclerocalyptus, Holoceno Pleistoceno… 

Jofré continuaba pensando en voz alta: no son marcas de los enormes pulgones que acechaban a los bichacos de la megafauna. No. Tampoco son marcas de roedores o animales carroñeros que se alimentaron del cadáver.

Las dos palomitas azules se encendieron sobre las fotos enviadas. Diez minutos más tarde, el teléfono vibraba sobre la mesa. Escuchó la voz cálida del licenciado De los Reyes: “Negro, esto es una bomba atómica…”. 

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Al día siguiente, Martín de los Reyes y Mariano del Papa golpearon la puerta de la casa de Guillermo Jofré en Merlo. Casi no hubo charlas introductorias, coloquiales, de esas que uno entabla en la panadería      sobre el clima o el partido picante del fin de semana. Entraron sonriendo como niños entretenidos y se pararon frente a la caja cerrada sobre la mesa. “Acá están”, indicó Guillermo abriendo las solapas de la caja de cartón.

La delicadeza con que tomaron los huesos era la de quien carga un recién nacido por primera vez. Una a una, las cuatro vértebras de la cola del gliptodonte se iluminaron bajo la luz de la lupa. Mariano del Papa y Martín de los Reyes cuchicheaban entre ellos, absortos, viendo detenidamente las peculiares marcas aumentadas por la lente.

—Che, Guille —dijo Martín—. Nos lo vamos a tener que llevar a La Plata para hacer unos análisis.

—¿Por?

Del Papa mantuvo los ojos fijos en una vértebra. Estuvo así un buen rato, sin decir palabra, conteniendo el aire.

—Me parece que son marcas humanas —dijo por fin, exhalando un largo respiro.

—Tenemos un problema —advirtió, Guillermo, acariciando su barba con la mano—. El yacimiento donde encontré los huesos es mucho más antiguo que el paradigma de los dieciséis.

Guillermo Jofré mira al horizonte desde Merlo, provincia de Buenos Aires.

La edad de los huesos

Para comprobar la antigüedad y si las marcas habían sido realizadas por humanos, debían someterlos a una prueba tras otra, y conformar un equipo que contase con la experiencia y el aval suficiente. Al año siguiente del hallazgo, en 2016, a Guillermo Jofré, Martín de los Reyes y Mariano del Papa, se sumaron el reconocido geólogo Daniel Poiré, el paleoantropólogo Miguel Delgado, y el biólogo Nicolás Rascován.

Los primeros estudios se hicieron en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Otros huesos cortados por humanos, pero fechados hace 10 000 años, mostraban una enorme similitud. Los escaneos 3D daban cuenta precisa y milimétrica de cómo una herramienta de piedra había lacerado en V las vértebras. Eran 32 marcas efectivas; pero ¿realmente habían sido hechas por humanos?

En la Facultad de Ciencias Naturales de la UNLP, en el área de zoología, abrieron un tatú carreta, una especie cercana a los gliptodontes, y notaron que para extraer los músculos de esa zona de la cola debieron extirpar, sí o sí, una serie de tendones; es decir, el corte no fue hecho por una bestia dueña de una fuerza mayor a la del hombre y capaz de destrozar con garras y dientes. Los cortes fueron deliberados, como los de un carnicero o un cirujano primitivo.

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Desafiar la teoría sobre el poblamiento de América, anclada desde hace más de medio siglo en todas las universidades y museos del mundo, es algo complicado. Subvertir un paradigma puede significar no solo el avance en la materia de conocimiento, sino también el desprestigio de quienes sostienen una creencia pronta a ser refutada. El equipo de investigadores sabía de la reticencia que podría provocar en los cerrados cenáculos científicos, y que las conclusiones serían rebatidas con ferocidad.

Según los análisis efectuados por el geólogo Daniel Poiré, la profundidad y otros factores del yacimiento daban testimonio de que se trataba de un hallazgo más antiguo de lo que hubieran pensado. El siguiente paso era la datación usando la radiación del carbono 14. Enviaron los huesos al Instituto Pasteur, en Francia, para conseguir la fecha. 

Cuando llegaron los resultados desde París, cada uno de los integrantes estaba sumido en otros trabajos. Guillermo Jofré, ya jubilado de la docencia, se encontraba completando datos en las fichas de la colección del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, en Merlo. El teléfono vibró sobre la mesa varias veces antes de que el llamado fuera atendido. Era julio, invierno del 2024. En el conurbano se anunciaba un chaparrón frío y la ciencia estaba desfinanciada por el gobierno nacional.

—¿Estás sentado? —preguntó Martín de los Reyes.

—Sí —respondió, Jofré—. ¿Qué pasó?

—Tenemos la fecha.

Más fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata junto aMartín de los Reyes

Asado de Gliptodonte, el primer asado del conurbano

Este gliptodonte era un animal de más de doscientos kilos protegido por una coraza osteodérmica; quizá se acercó a beber agua de algún arroyo formado por el declive del terreno o masticaba los durísimos pastos de la estepa. No se sabe, son hipótesis, como hay otras. En aquel entonces, denominado Pleistoceno superior, la zona era un páramo gélido y semiárido, riesgoso para cualquiera, con excepción de los grandes depredadores, como el smilodon: el temible felino de unos trescientos kilos con afilados dientes de sable. 

La geografía era amenazada por grandes tormentas de tierra, un frío espantoso y esporádicas lluvias en zonas pantanosas. Un clima duro al que el gliptodonte, como toda la megafauna, estaba acostumbrado y adaptado. Su enorme y pesado caparazón lo hacía caminar torpemente por la llanura. Andaba en busca de alimento. Apoyaba firme sus patas cortas y morrudas sobre la tierra seca, seguro en su coraza, recubierto de placas óseas desde la cola hasta el cráneo. El pelo duro del vientre rozando el suelo, llenándose de polvo e insectos. 

El feroz smilodon, con sus colmillos de veinte centímetros, deambulaba por el frío y gris paraje del prehistórico conurbano y olisqueaba el viento buscando presas: algún megaterio o un carnoso glosoterio, gorditos de más de una tonelada. Sin dudas, el “dientes de sable” era el mayor depredador en un vasto y desolador territorio. No el único. Arctotherium, un oso gigantesco, o el Protocyon, un gran cánido de mal carácter, acechaban hambrientos por doquier. 

Según la hipótesis que revelan estos fósiles, hace 21 000 años solo los más salvajes y arriesgados seres humanos se lanzaban a la hazaña de descubrir nuevos lugares. El gliptodonte escarbaba la tierra buscando raíces con sus poderosas uñas sin saber que alguien andaba por ahí. Alguien que habría de disputar la cima de la cadena alimenticia a los demás depredadores para siempre.

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Mariano del Papa y Martín de los Reyes se habían parado en torno a la mesa del laboratorio y miraban los fósiles marcados por humanos 21 000 años atrás, según habían conseguido datar. Cinco mil años antes de lo que se creía el hombre había llegado a estas tierras. Ahora los restos estaban en el laberíntico subsuelo del Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

“Para romper un paradigma hay que sumar evidencias”, pensó Del Papa, cruzado de brazos, el gesto serio, sumido en la concatenación de ideas. Lo mismo pensaba Martín de los Reyes, aunque él sonreía. 

De la Edad de Piedra a la Edad Digital. A mediados de julio del 2024, Plos One, revista especializada en diversos temas científicos, publicó la investigación titulada: “Marcas de corte antrópico en huesos de megafauna extinta de la región pampeana (Argentina) en el último máximo glacial”. Sin duda, un título claro y conciso, aunque poco atractivo para el común de los lectores. En el océano hiperinformativo de nuestra Era, la noticia del hallazgo quedó sepultada bajo miles de otras. Este tipo de aventuras científicas, no las de multimillonarios espaciales, tienden a perderse entre tanto barullo digital. 

El hallazgo de Guillermo Jofré contribuye con fuerza a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Lo mismo sucede con otros antecedentes, como Monteverde, en Chile, donde fue encontrado un asentamiento humano con 18 500 años de antigüedad. Sin embargo, y a pesar de la importancia del descubrimiento, el Estado argentino se niega a financiar los trabajos de campo e investigación. Los precios en dólares de los laboratorios internacionales, donde se realizan muchos de los análisis, y el magro salario en pesos de una economía devaluada, hicieron que ahorros personales fueran destinados a la investigación. Ellos mismos debieron costear de sus bolsillos cada uno de los estudios realizados. 

Actualmente, el gobierno de Javier Milei ha tomado como política de Estado el desfinanciamiento en casi todas las áreas de la ciencia argentina. El Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) reconoció el hallazgo, destacando su importancia y contribución al acervo arqueológico argentino. Hoy el organismo es atacado ferozmente por el Poder Ejecutivo. No obstante, a los fósiles poco les importan estas cuestiones del mundo moderno y siguen arrojando datos y más datos sobre el pasado de la humanidad. ¿Cómo estaba compuesto ese grupo humano? ¿Cómo se organizaban y distribuían las tareas? ¿Estaban explorando el territorio? ¿Serían un grupo de avanzada en pleno reconocimiento? ¿Trabajaron rápido en la carnicería por si otros depredadores llegaban atraídos por el aroma de la sangre? ¿Habrán preparado un fuego tras desmembrar al animal? Eran cazadores y recolectores recorriendo el mundo, sobreviviendo a él, dejando su marca sin saberlo. 

Durante miles y miles de años, enormes tormentas de tierra levantadas por los vientos del sur del mundo ocultaron los restos de este gliptodonte. Capas y capas de tierra, litros de lluvia y cambios climáticos todo el tiempo cayendo encima de los huesos. Antes de Guillermo Jofré, nadie había tocado esos restos en 21 000 años (¿habrán soñado nuestros ancestros con Guillermo Jofré?). Estaban ahí, esperando para contar su verdad, para contribuir a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Tan simple y vasto como un hacha de piedra sobre un hueso.

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Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

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Un hallazgo desafió lo que creíamos saber sobre el poblamiento de América: el <i>homo sapiens sapiens</i> pudo haber vivido 5000 años antes en el continente. Pero mientras la ciencia reescribe la historia, las políticas de Milei amenazan con borrar sus avances.

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Primera parte)

A la altura del puente Cascallares, que une los municipios de Merlo y Moreno, al oeste del Gran Buenos Aires, unas máquinas enormes dragaban los márgenes del río Reconquista para ensanchar su cauce, sin saber que participaban en la destrucción de un paradigma arqueológico.

Era el año 2015. La barba de Guillermo Jofré, canosa y surcada por el viento, acentuaba su aspecto aventurero. Y se veía aún más cinematográfico al descender la cuesta del río, hundiendo las zapatillas en el fango, con todo el conurbano bonaerense a sus espaldas. Dos oficiales de policía vigilaban la zona de dragado. En principio, le prohibieron el paso. Él insistió. No siempre surgen oportunidades como esa: excavadoras trabajando en pos de la ciencia, y gratis. 

—Soy paleontólogo. Tengo permiso para trabajar en todo el Reconquista. 

—…

Después de un silencio áspero, con el ruido de las excavadoras irrumpiendo el curso del río, el oficial respondió.

—Por favor, camine doscientos metros atrás de las máquinas.

Así lo hizo. Tras su paso, las máquinas habían dejado al descubierto un prometedor perímetro de tierra. Jofré se detuvo ante una sección abierta en una barranca de casi seis metros. “Es un bicho más”, pensó al ver parte de un gliptodonte emergiendo de la tierra. Alcanzó a ver la superficie del prehistórico caparazón de esta especie similar a una mulita o un armadillo gigante. Aunque había visto algunas pistas, no podía imaginar todavía lo que había encontrado.

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Es simple. Uno debe hacer lo que le hace feliz. La parte complicada es vivir de ello. Guillermo Jofré trabajaba ad honorem para el conocimiento de la historia de la humanidad desde que era adolescente. A lo largo de la historia ha habido otros entusiastas como él que han cambiado el rumbo de la ciencia: Marcelino Sanz de Sautuola halló el primer registro de arte rupestre, en 1879, en las cuevas de Altamira; Florentino Ameghino, docente de escuela, fue uno de los precursores de la paleontología argentina y quien afirmó que en estas pampas el ser humano llegó a convivir con animales de la megafauna, ya extintos.

En la década del setenta, Jofré comenzó sus estudios con otros dos autodidactas: Ramón Segura y Juan Fortuna. El primero, exmilitar de aviación retirado, delgado, con el bigote anchoíta blanco y aficionado a la paleontología. El segundo, Juan Fortuna, peronista y docente rural, aficionado a la entomología, el estudio de los insectos. A diferencia de la historia política del país, estos dos discutían acaloradamente por sus opiniones opuestas, pero no se mataban. De hecho, se llevaban bien. Es que el poder corrompe a los hombres, y eso es tan antiguo como el tema de esta historia. Fue en ese mundillo de acalorados debates académicos donde se educó Jofré.

Uno de sus primeros hallazgos ocurrió en el arroyo Salguero, cuando tenía 14 años. Habían llegado hasta el cuerpo de agua cruzando calles de tierra y caminos rurales, en un auto Citröen 2CV color amarillo. “Acá es un buen lugar para excavar”, le dijeron sus guías. Regresó la semana siguiente, esta vez un poco en colectivo y otro poco a pie. Tras mucho palear, en uno y otro lugar que mostrara condiciones según lo que había aprendido, dio con el cráneo de un toxodón juvenil, un mamífero extinto parecido al hipopótamo. “Suerte de principiantes”, pensó alegremente. Consiguió extraerlo con el mayor de los cuidados. Después de llevarlo en la espalda por un largo camino, advirtió que no podría cargarlo hasta su casa. Era un muchacho delgado con la fragilidad de la adolescencia. Decidió esconderlo en un zanjón, y taparlo con pasto y ramas para volver con la bicicleta al día siguiente. 

Guillermo Jofré (paleontólogo aficionado) en el lugar del hallazgo del fósil en Merlo, provincia de Buenos Aires.

Esa noche hubo tormenta. No pudo dormir. Imaginaba la cabeza del toxodón naufragando como un barquito de papel por la zanja hasta quién sabe dónde. “Otra vez —suponía— el fósil volverá a perderse, a cubrirse de fango y tiempo”. Para el joven Guillermo Jofré, tendido en la cama, escuchando las gotas caer sobre el techo, la espera era tediosa, la noche eterna y la lluvia incesante.

A las 6 de la mañana, con el clima recompuesto, tomó la bicicleta rogando que el agua no se hubiera llevado su primer hallazgo. Ahí estaba escondido, en bastante buenas condiciones, el cráneo del toxodón. Suerte de principiante otra vez. 

Con el correr de los años, Guillermo se enamoró, tuvo hijos y la vida le dejó pocas opciones. Debía trabajar y llevar el sustento a la casa. La paleontología quedó relegada al lugar de la afición. Decidió estudiar el profesorado en geografía y ganarse la vida como docente. Sin embargo, nunca abandonó el deseo de saber y hurgar en el pasado, excavando la tierra, buscando restos fósiles. 

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Con el brazo extendido, la mano apoyada en la barranca y los pies metidos en el barro, no pensaba en nada de eso. Ahora Guillermo Jofré era el director de la Escuela Núm. 716 para adultos. Y los fines de semana, feriados y vacaciones, dedica su tiempo a la paleontología sin recibir un solo peso a cambio. 

Era martes y era feriado. Sintió el calor de la mañana, respiró el aroma fresco de la arboleda y contempló cómo descansaban las ramas y los juncos sobre el río. Con 47 años de experiencia en la paleontología amateur no se sorprendió en absoluto al ver aquel resto fósil. Lamentó que la máquina hubiera destrozado buena parte del caparazón y no se hallara intacto. Habría lucido todo su esplendor en el Museo de Ciencias Naturales de Merlo, además de sumar un ejemplar completo al archivo del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, donde es el curador (y archivero, y ceba mates, y etcétera, ad honorem, claro). Sin embargo, el caparazón no estaba intacto: el tiempo lo había enfrentado a una excavadora implacable.    

Tomó del morral una hachuela de geólogo, la pequeña. Con esta podía realizar un trabajo delicado sin dañar más el fósil. Sopló para remover la tierra y echó la cabeza hacía atrás para evitar que le entrara en los ojos. Observó y dedujo: si continuaba escarbando, conseguiría un gran pedazo del caparazón, a pesar del reciente destrozo ocasionado, y eso valía la pena. Sin embargo, debía cavar bastante y precisaba ayuda. Metió la mano en el morral y sacó libreta y lápiz. Dibujó las coordenadas para no perder el lugar ante un posible desmoronamiento o la crecida del río. Jofré delineó en el papel dos árboles, una roca grande incrustada en la tierra, una colina y una cruz en medio. Escribió: “Bajada 20 de Junio. Izquierda. Cuatro cuadras”. Cerró la libreta, la guardó en el morral junto con la hachuela y se marchó. Esta vez seguro de que su hallazgo no podía perderse bajo el agua. 

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Volvió el fin de semana siguiente con tres amigos devenidos en colaboradores, entre ellos el portero de la escuela. Llevaron pico, pala, bolsas de yeso y todo lo necesario para la excavación. La municipalidad había cerrado el dique, por lo que el río Reconquista era un arroyito delgado. Trazaron la cuadrícula de dos metros por dos metros y palearon con cuidado durante gran parte de la jornada, dejando al desnudo los restos del ejemplar de gliptodonte. 

Luego, se sacudieron la tierra seca de las manos dispuestos a armar el bochón, como se le conoce al resultado de colocar el yeso fresco alrededor del caparazón, extraer los fósiles y transportarlos sin romper nada. Había concluido el trabajo de las máquinas y ordenaron la apertura del paso de agua del dique Roggero. El río fue aumentando su caudal. Apresuraron la carga de la bola de yeso mientras el agua trepaba hasta las botas y aumentaba la dificultad para mantenerse en pie. En esas condiciones consiguieron asir el testimonio del pasado y trasladarlo al repositorio, que no era otro lugar que la casa de Guillermo Jofré.

El bochón se conserva a la sombra hasta secar y, después de unos meses, se extraen las piezas. Transcurrido ese tiempo Jofré, meticuloso, rompió el yeso. Limpió lentamente, con precisión de cirujano, calculando cada intervención sobre el material.

“Acá tenemos el tubo caudal [de la cola]”, dijo, levantando el hueso hacia la luz del sol que entraba por la ventana del "laboratorio", que era una habitación reacondicionada de su casa.

Continuó limpiando; resoplaba el polvillo y las partículas blanquecinas flotaban en el aire.

“¡Apa la papa! —exclamó— ¿Qué tenemos acá? Las cuatro vértebras caudales móviles de la cola, y en perfecto estado”.

Acercó el rostro a los huesos entrecerrando un poco los ojos, buscando afinar la vista. “¿Qué son estas marcas?”, pensó, sumido en un silencio absoluto, olvidando la costumbre de hablar en plural, aunque estuviera solo. “¿Qué son estas marcas?”, repitió para sí mismo, mascullando conclusiones imposibles mientras contemplaba incrédulo. “¿Qué son estas marcas?”. Siguió aguzando los ojos hasta que, por fin, dijo en voz alta: “No puede ser…”.  

La travesía del Homo sapiens sapiens y el puente de hielo

En algún sórdido despacho académico, con lámparas de pie, humo de pipa, grandes sillones color cobre y animalitos disecados sobre el mármol, se dan cita las altas cumbres intelectuales; teorías y paradigmas aguardan intocables a ser refutadas. Todas las disciplinas afines a la prehistoria de la humanidad debaten desde hace muchos años sobre el poblamiento de América. En esa acalorada discusión, dos posturas se tironean los pelos y la verdad sobre el pasado migratorio de la especie humana.

La teoría que prevalece es que rondábamos por un paisaje hostil donde inmensas placas de hielo habían cubierto gran parte del planeta sin pedir permiso. Eran tiempos de glaciares y bestias. Nadie estaba a salvo de convertirse en el alimento del otro. El Homo sapiens sapiens debía moverse. Buscar refugio durante la noche y buscar comida durante el día. 

Aquel humano desprovisto de todo lo que hoy conocemos, a excepción del fuego y herramientas rudimentarias, exploraba el mundo en épocas en las que un palo con punta era el mayor avance tecnológico. Sus estructuras sociales eran las de una manada, una simple jerarquía animal, y no existía la compleja trama de la política o la economía, mucho menos la vacía existencia de las redes sociales. Hace 100 000 años, aproximadamente, cuando salimos de África, existir era sobrevivir, y eso era todo a lo que se podía aspirar. Nuestros ancestros exploraban el planeta comiendo lo que podían y multiplicándose como cualquier otro ser vivo.

Al salir de África, nuestra especie conquistó Asia y Europa. Luego llegó el turno de Oceanía. América fue el último continente en ser poblado por los humanos. La teoría más arraigada habla de que tardamos 16 000 años en llegar. Durante el último periodo glaciar, el Homo sapiens sapiens atravesó el estrecho de Bering, esa gigantesca masa de hielo que unía los actuales territorios de Siberia y Alaska. Ese puente de hielo hizo posible que nos expandiéramos por todo el orbe terrestre. Ese es “el paradigma de los dieciséis” sobre la llegada del hombre a estos lares.  

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Segunda parte)

Senderos de piedrecitas y polvo de ladrillo se curvan y bifurcan a la sombra de frondosas arboledas hasta llegar a la escalinata principal del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. A ambos lados, el escultor veneciano Víctor de Pol diseñó dos esculturas de Smilodon, conocido como “tigre dientes de sable”, recostados sobre pilares, dando la impresión de custodiar el ingreso a la explanada. El Museo comenzó a construirse en 1884 y fue inaugurado en noviembre de 1888. Fue concebido bajo las ideas evolucionistas, por eso su interior se desarrolla en una planta elíptica. De esta forma, los visitantes recorren los salones desde el mundo inanimado hasta la evolución del ser humano. En la planta inferior, donde solo tiene acceso el personal del museo, se abre un laberinto de pasillos, con tubos de luz fría en el techo y señalizados por flechas en el piso, que llevan de un lado a otro a despachos, oficinas y laboratorios. En ese lugar, fresco y silencioso, trabajan el paleontólogo Martín de los Reyes y el antropólogo Mariano del Papa. 

En la paleontología, los aficionados son parte fundamental del entramado científico. Descubren, excavan. Descubren y logran preservar piezas fundamentales, como fue el caso de Guillermo. Poseen diversos grados de conocimiento y muchos de ellos desean ampliarlo. 

Martín de los Reyes es encargado de la colección de vertebrados fósiles del museo. Es un tipo tranquilo, habla pausado, sin apuro. Como si el tiempo de su objeto de estudio se hubiera impregnado en él. Sonríe al hablar y la sonrisa le arruga los ojos claros. Convencido de que los aficionados son infravalorados por los academicistas de la ciencia, y que poseen el potencial y el gusto por el trabajo de campo, dedicó parte de su tiempo a dictar una serie de talleres en distintos puntos de la provincia de Buenos Aires, con el fin de brindar aspectos técnicos y prácticos en búsquedas paleontológicas. Los talleres se orientaron hacia metodologías y uso de materiales específicos para la excavación y extracción de restos fósiles, así como conocimiento general de la fauna prehistórica. Allí conoció a Guillermo Jofré. Trabajaron juntos en algunos proyectos y construyeron una amistad, más allá de lo profesional.

Mariano del Papa tiene pinta de roquero, de los que vagan por las rutas en una moto chopera y solo usan ropa oscura. Tiene el pelo canoso, lacio, largo hasta debajo de los hombros, atado en la nuca, dejando caer sobre la espalda la cola de caballo. La barba tupida, también canosa, le cubre el cuello acentuando el ancho de su contextura. Es un hombre grandote y serio. Y como en casi todos los hombres grandotes y serios, hay calidez en su trato. 

En el laboratorio donde desempeña parte de su labor cuelgan dos retratos: uno de Evita y otro de Maradona. La luz tenue entra por una pequeña ventana ubicada a la altura del parque que rodea al museo. Desde ese subsuelo puede verse el pasto y, si se alza la vista, los árboles y el sol.    

Fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata siendo explicados por Martín de los Reyes (paleontólogo)

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La ciudad de Merlo, donde Guillermo Jofré residía y había hallado los restos del gliptodonte, se encuentra a casi cien kilómetros del estilo neoclásico y de las seis columnas griegas, con motivos de arte precolombino, que sostienen el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Guillermo Jofré miraba los fósiles extendidos sobre la mesa que formaban la cola del gliptodonte, o lo que quedaba de ella. Como en un rompecabezas al que le faltan piezas, había colocado los pedazos de caparazón a un lado: osteodermos que el paso del tiempo había blanqueado hasta la palidez. Encendía un cigarrillo tras otro, cebaba un mate tras otro, y observaba rascándose la barba, acariciando la superficie áspera del borde de cada marca, esa profundidad minúscula sobre el hueso que no dejaba de atormentarle. 

Después de un buen rato parado frente a los fósiles con el gesto pensativo y el cigarrillo en la boca, tomó el celular, enfocó lo mejor que pudo y fotografió cada uno de los restos: la formación completa y las singulares marcas que nunca había visto. Miró las fotos. Repitió algunas, cambió de ángulos y buscó la mejor iluminación. Revisó entre los contactos de WhatsApp para encontrar a Martín de los Reyes y presionó el logo del micrófono. 

Grabando… La voz gastada de Jofré sonaba contenida en el audio: “Martín, escuchá: apófisis traversa, vértebra caudal, Neosclerocalyptus, Holoceno Pleistoceno… 

Jofré continuaba pensando en voz alta: no son marcas de los enormes pulgones que acechaban a los bichacos de la megafauna. No. Tampoco son marcas de roedores o animales carroñeros que se alimentaron del cadáver.

Las dos palomitas azules se encendieron sobre las fotos enviadas. Diez minutos más tarde, el teléfono vibraba sobre la mesa. Escuchó la voz cálida del licenciado De los Reyes: “Negro, esto es una bomba atómica…”. 

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Al día siguiente, Martín de los Reyes y Mariano del Papa golpearon la puerta de la casa de Guillermo Jofré en Merlo. Casi no hubo charlas introductorias, coloquiales, de esas que uno entabla en la panadería      sobre el clima o el partido picante del fin de semana. Entraron sonriendo como niños entretenidos y se pararon frente a la caja cerrada sobre la mesa. “Acá están”, indicó Guillermo abriendo las solapas de la caja de cartón.

La delicadeza con que tomaron los huesos era la de quien carga un recién nacido por primera vez. Una a una, las cuatro vértebras de la cola del gliptodonte se iluminaron bajo la luz de la lupa. Mariano del Papa y Martín de los Reyes cuchicheaban entre ellos, absortos, viendo detenidamente las peculiares marcas aumentadas por la lente.

—Che, Guille —dijo Martín—. Nos lo vamos a tener que llevar a La Plata para hacer unos análisis.

—¿Por?

Del Papa mantuvo los ojos fijos en una vértebra. Estuvo así un buen rato, sin decir palabra, conteniendo el aire.

—Me parece que son marcas humanas —dijo por fin, exhalando un largo respiro.

—Tenemos un problema —advirtió, Guillermo, acariciando su barba con la mano—. El yacimiento donde encontré los huesos es mucho más antiguo que el paradigma de los dieciséis.

Guillermo Jofré mira al horizonte desde Merlo, provincia de Buenos Aires.

La edad de los huesos

Para comprobar la antigüedad y si las marcas habían sido realizadas por humanos, debían someterlos a una prueba tras otra, y conformar un equipo que contase con la experiencia y el aval suficiente. Al año siguiente del hallazgo, en 2016, a Guillermo Jofré, Martín de los Reyes y Mariano del Papa, se sumaron el reconocido geólogo Daniel Poiré, el paleoantropólogo Miguel Delgado, y el biólogo Nicolás Rascován.

Los primeros estudios se hicieron en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Otros huesos cortados por humanos, pero fechados hace 10 000 años, mostraban una enorme similitud. Los escaneos 3D daban cuenta precisa y milimétrica de cómo una herramienta de piedra había lacerado en V las vértebras. Eran 32 marcas efectivas; pero ¿realmente habían sido hechas por humanos?

En la Facultad de Ciencias Naturales de la UNLP, en el área de zoología, abrieron un tatú carreta, una especie cercana a los gliptodontes, y notaron que para extraer los músculos de esa zona de la cola debieron extirpar, sí o sí, una serie de tendones; es decir, el corte no fue hecho por una bestia dueña de una fuerza mayor a la del hombre y capaz de destrozar con garras y dientes. Los cortes fueron deliberados, como los de un carnicero o un cirujano primitivo.

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Desafiar la teoría sobre el poblamiento de América, anclada desde hace más de medio siglo en todas las universidades y museos del mundo, es algo complicado. Subvertir un paradigma puede significar no solo el avance en la materia de conocimiento, sino también el desprestigio de quienes sostienen una creencia pronta a ser refutada. El equipo de investigadores sabía de la reticencia que podría provocar en los cerrados cenáculos científicos, y que las conclusiones serían rebatidas con ferocidad.

Según los análisis efectuados por el geólogo Daniel Poiré, la profundidad y otros factores del yacimiento daban testimonio de que se trataba de un hallazgo más antiguo de lo que hubieran pensado. El siguiente paso era la datación usando la radiación del carbono 14. Enviaron los huesos al Instituto Pasteur, en Francia, para conseguir la fecha. 

Cuando llegaron los resultados desde París, cada uno de los integrantes estaba sumido en otros trabajos. Guillermo Jofré, ya jubilado de la docencia, se encontraba completando datos en las fichas de la colección del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, en Merlo. El teléfono vibró sobre la mesa varias veces antes de que el llamado fuera atendido. Era julio, invierno del 2024. En el conurbano se anunciaba un chaparrón frío y la ciencia estaba desfinanciada por el gobierno nacional.

—¿Estás sentado? —preguntó Martín de los Reyes.

—Sí —respondió, Jofré—. ¿Qué pasó?

—Tenemos la fecha.

Más fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata junto aMartín de los Reyes

Asado de Gliptodonte, el primer asado del conurbano

Este gliptodonte era un animal de más de doscientos kilos protegido por una coraza osteodérmica; quizá se acercó a beber agua de algún arroyo formado por el declive del terreno o masticaba los durísimos pastos de la estepa. No se sabe, son hipótesis, como hay otras. En aquel entonces, denominado Pleistoceno superior, la zona era un páramo gélido y semiárido, riesgoso para cualquiera, con excepción de los grandes depredadores, como el smilodon: el temible felino de unos trescientos kilos con afilados dientes de sable. 

La geografía era amenazada por grandes tormentas de tierra, un frío espantoso y esporádicas lluvias en zonas pantanosas. Un clima duro al que el gliptodonte, como toda la megafauna, estaba acostumbrado y adaptado. Su enorme y pesado caparazón lo hacía caminar torpemente por la llanura. Andaba en busca de alimento. Apoyaba firme sus patas cortas y morrudas sobre la tierra seca, seguro en su coraza, recubierto de placas óseas desde la cola hasta el cráneo. El pelo duro del vientre rozando el suelo, llenándose de polvo e insectos. 

El feroz smilodon, con sus colmillos de veinte centímetros, deambulaba por el frío y gris paraje del prehistórico conurbano y olisqueaba el viento buscando presas: algún megaterio o un carnoso glosoterio, gorditos de más de una tonelada. Sin dudas, el “dientes de sable” era el mayor depredador en un vasto y desolador territorio. No el único. Arctotherium, un oso gigantesco, o el Protocyon, un gran cánido de mal carácter, acechaban hambrientos por doquier. 

Según la hipótesis que revelan estos fósiles, hace 21 000 años solo los más salvajes y arriesgados seres humanos se lanzaban a la hazaña de descubrir nuevos lugares. El gliptodonte escarbaba la tierra buscando raíces con sus poderosas uñas sin saber que alguien andaba por ahí. Alguien que habría de disputar la cima de la cadena alimenticia a los demás depredadores para siempre.

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Mariano del Papa y Martín de los Reyes se habían parado en torno a la mesa del laboratorio y miraban los fósiles marcados por humanos 21 000 años atrás, según habían conseguido datar. Cinco mil años antes de lo que se creía el hombre había llegado a estas tierras. Ahora los restos estaban en el laberíntico subsuelo del Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

“Para romper un paradigma hay que sumar evidencias”, pensó Del Papa, cruzado de brazos, el gesto serio, sumido en la concatenación de ideas. Lo mismo pensaba Martín de los Reyes, aunque él sonreía. 

De la Edad de Piedra a la Edad Digital. A mediados de julio del 2024, Plos One, revista especializada en diversos temas científicos, publicó la investigación titulada: “Marcas de corte antrópico en huesos de megafauna extinta de la región pampeana (Argentina) en el último máximo glacial”. Sin duda, un título claro y conciso, aunque poco atractivo para el común de los lectores. En el océano hiperinformativo de nuestra Era, la noticia del hallazgo quedó sepultada bajo miles de otras. Este tipo de aventuras científicas, no las de multimillonarios espaciales, tienden a perderse entre tanto barullo digital. 

El hallazgo de Guillermo Jofré contribuye con fuerza a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Lo mismo sucede con otros antecedentes, como Monteverde, en Chile, donde fue encontrado un asentamiento humano con 18 500 años de antigüedad. Sin embargo, y a pesar de la importancia del descubrimiento, el Estado argentino se niega a financiar los trabajos de campo e investigación. Los precios en dólares de los laboratorios internacionales, donde se realizan muchos de los análisis, y el magro salario en pesos de una economía devaluada, hicieron que ahorros personales fueran destinados a la investigación. Ellos mismos debieron costear de sus bolsillos cada uno de los estudios realizados. 

Actualmente, el gobierno de Javier Milei ha tomado como política de Estado el desfinanciamiento en casi todas las áreas de la ciencia argentina. El Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) reconoció el hallazgo, destacando su importancia y contribución al acervo arqueológico argentino. Hoy el organismo es atacado ferozmente por el Poder Ejecutivo. No obstante, a los fósiles poco les importan estas cuestiones del mundo moderno y siguen arrojando datos y más datos sobre el pasado de la humanidad. ¿Cómo estaba compuesto ese grupo humano? ¿Cómo se organizaban y distribuían las tareas? ¿Estaban explorando el territorio? ¿Serían un grupo de avanzada en pleno reconocimiento? ¿Trabajaron rápido en la carnicería por si otros depredadores llegaban atraídos por el aroma de la sangre? ¿Habrán preparado un fuego tras desmembrar al animal? Eran cazadores y recolectores recorriendo el mundo, sobreviviendo a él, dejando su marca sin saberlo. 

Durante miles y miles de años, enormes tormentas de tierra levantadas por los vientos del sur del mundo ocultaron los restos de este gliptodonte. Capas y capas de tierra, litros de lluvia y cambios climáticos todo el tiempo cayendo encima de los huesos. Antes de Guillermo Jofré, nadie había tocado esos restos en 21 000 años (¿habrán soñado nuestros ancestros con Guillermo Jofré?). Estaban ahí, esperando para contar su verdad, para contribuir a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Tan simple y vasto como un hacha de piedra sobre un hueso.

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Paleontólogos y arqueológos descubren fósiles intervenidos por homo sapiens 21 mil años antrás. Izq: Martin de los Reyes (paleontólogo) y der: Mariano del Papa (antropólogo) se encuentran en el Museo de Ciencias Naturales de la Plata exhibiendo el fósil hallado.

Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

Asado de gliptodonte: el <i>Homo sapiens sapiens</i> regresa para contar sus aventuras

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Un hallazgo desafió lo que creíamos saber sobre el poblamiento de América: el <i>homo sapiens sapiens</i> pudo haber vivido 5000 años antes en el continente. Pero mientras la ciencia reescribe la historia, las políticas de Milei amenazan con borrar sus avances.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Primera parte)

A la altura del puente Cascallares, que une los municipios de Merlo y Moreno, al oeste del Gran Buenos Aires, unas máquinas enormes dragaban los márgenes del río Reconquista para ensanchar su cauce, sin saber que participaban en la destrucción de un paradigma arqueológico.

Era el año 2015. La barba de Guillermo Jofré, canosa y surcada por el viento, acentuaba su aspecto aventurero. Y se veía aún más cinematográfico al descender la cuesta del río, hundiendo las zapatillas en el fango, con todo el conurbano bonaerense a sus espaldas. Dos oficiales de policía vigilaban la zona de dragado. En principio, le prohibieron el paso. Él insistió. No siempre surgen oportunidades como esa: excavadoras trabajando en pos de la ciencia, y gratis. 

—Soy paleontólogo. Tengo permiso para trabajar en todo el Reconquista. 

—…

Después de un silencio áspero, con el ruido de las excavadoras irrumpiendo el curso del río, el oficial respondió.

—Por favor, camine doscientos metros atrás de las máquinas.

Así lo hizo. Tras su paso, las máquinas habían dejado al descubierto un prometedor perímetro de tierra. Jofré se detuvo ante una sección abierta en una barranca de casi seis metros. “Es un bicho más”, pensó al ver parte de un gliptodonte emergiendo de la tierra. Alcanzó a ver la superficie del prehistórico caparazón de esta especie similar a una mulita o un armadillo gigante. Aunque había visto algunas pistas, no podía imaginar todavía lo que había encontrado.

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Es simple. Uno debe hacer lo que le hace feliz. La parte complicada es vivir de ello. Guillermo Jofré trabajaba ad honorem para el conocimiento de la historia de la humanidad desde que era adolescente. A lo largo de la historia ha habido otros entusiastas como él que han cambiado el rumbo de la ciencia: Marcelino Sanz de Sautuola halló el primer registro de arte rupestre, en 1879, en las cuevas de Altamira; Florentino Ameghino, docente de escuela, fue uno de los precursores de la paleontología argentina y quien afirmó que en estas pampas el ser humano llegó a convivir con animales de la megafauna, ya extintos.

En la década del setenta, Jofré comenzó sus estudios con otros dos autodidactas: Ramón Segura y Juan Fortuna. El primero, exmilitar de aviación retirado, delgado, con el bigote anchoíta blanco y aficionado a la paleontología. El segundo, Juan Fortuna, peronista y docente rural, aficionado a la entomología, el estudio de los insectos. A diferencia de la historia política del país, estos dos discutían acaloradamente por sus opiniones opuestas, pero no se mataban. De hecho, se llevaban bien. Es que el poder corrompe a los hombres, y eso es tan antiguo como el tema de esta historia. Fue en ese mundillo de acalorados debates académicos donde se educó Jofré.

Uno de sus primeros hallazgos ocurrió en el arroyo Salguero, cuando tenía 14 años. Habían llegado hasta el cuerpo de agua cruzando calles de tierra y caminos rurales, en un auto Citröen 2CV color amarillo. “Acá es un buen lugar para excavar”, le dijeron sus guías. Regresó la semana siguiente, esta vez un poco en colectivo y otro poco a pie. Tras mucho palear, en uno y otro lugar que mostrara condiciones según lo que había aprendido, dio con el cráneo de un toxodón juvenil, un mamífero extinto parecido al hipopótamo. “Suerte de principiantes”, pensó alegremente. Consiguió extraerlo con el mayor de los cuidados. Después de llevarlo en la espalda por un largo camino, advirtió que no podría cargarlo hasta su casa. Era un muchacho delgado con la fragilidad de la adolescencia. Decidió esconderlo en un zanjón, y taparlo con pasto y ramas para volver con la bicicleta al día siguiente. 

Guillermo Jofré (paleontólogo aficionado) en el lugar del hallazgo del fósil en Merlo, provincia de Buenos Aires.

Esa noche hubo tormenta. No pudo dormir. Imaginaba la cabeza del toxodón naufragando como un barquito de papel por la zanja hasta quién sabe dónde. “Otra vez —suponía— el fósil volverá a perderse, a cubrirse de fango y tiempo”. Para el joven Guillermo Jofré, tendido en la cama, escuchando las gotas caer sobre el techo, la espera era tediosa, la noche eterna y la lluvia incesante.

A las 6 de la mañana, con el clima recompuesto, tomó la bicicleta rogando que el agua no se hubiera llevado su primer hallazgo. Ahí estaba escondido, en bastante buenas condiciones, el cráneo del toxodón. Suerte de principiante otra vez. 

Con el correr de los años, Guillermo se enamoró, tuvo hijos y la vida le dejó pocas opciones. Debía trabajar y llevar el sustento a la casa. La paleontología quedó relegada al lugar de la afición. Decidió estudiar el profesorado en geografía y ganarse la vida como docente. Sin embargo, nunca abandonó el deseo de saber y hurgar en el pasado, excavando la tierra, buscando restos fósiles. 

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Con el brazo extendido, la mano apoyada en la barranca y los pies metidos en el barro, no pensaba en nada de eso. Ahora Guillermo Jofré era el director de la Escuela Núm. 716 para adultos. Y los fines de semana, feriados y vacaciones, dedica su tiempo a la paleontología sin recibir un solo peso a cambio. 

Era martes y era feriado. Sintió el calor de la mañana, respiró el aroma fresco de la arboleda y contempló cómo descansaban las ramas y los juncos sobre el río. Con 47 años de experiencia en la paleontología amateur no se sorprendió en absoluto al ver aquel resto fósil. Lamentó que la máquina hubiera destrozado buena parte del caparazón y no se hallara intacto. Habría lucido todo su esplendor en el Museo de Ciencias Naturales de Merlo, además de sumar un ejemplar completo al archivo del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, donde es el curador (y archivero, y ceba mates, y etcétera, ad honorem, claro). Sin embargo, el caparazón no estaba intacto: el tiempo lo había enfrentado a una excavadora implacable.    

Tomó del morral una hachuela de geólogo, la pequeña. Con esta podía realizar un trabajo delicado sin dañar más el fósil. Sopló para remover la tierra y echó la cabeza hacía atrás para evitar que le entrara en los ojos. Observó y dedujo: si continuaba escarbando, conseguiría un gran pedazo del caparazón, a pesar del reciente destrozo ocasionado, y eso valía la pena. Sin embargo, debía cavar bastante y precisaba ayuda. Metió la mano en el morral y sacó libreta y lápiz. Dibujó las coordenadas para no perder el lugar ante un posible desmoronamiento o la crecida del río. Jofré delineó en el papel dos árboles, una roca grande incrustada en la tierra, una colina y una cruz en medio. Escribió: “Bajada 20 de Junio. Izquierda. Cuatro cuadras”. Cerró la libreta, la guardó en el morral junto con la hachuela y se marchó. Esta vez seguro de que su hallazgo no podía perderse bajo el agua. 

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Volvió el fin de semana siguiente con tres amigos devenidos en colaboradores, entre ellos el portero de la escuela. Llevaron pico, pala, bolsas de yeso y todo lo necesario para la excavación. La municipalidad había cerrado el dique, por lo que el río Reconquista era un arroyito delgado. Trazaron la cuadrícula de dos metros por dos metros y palearon con cuidado durante gran parte de la jornada, dejando al desnudo los restos del ejemplar de gliptodonte. 

Luego, se sacudieron la tierra seca de las manos dispuestos a armar el bochón, como se le conoce al resultado de colocar el yeso fresco alrededor del caparazón, extraer los fósiles y transportarlos sin romper nada. Había concluido el trabajo de las máquinas y ordenaron la apertura del paso de agua del dique Roggero. El río fue aumentando su caudal. Apresuraron la carga de la bola de yeso mientras el agua trepaba hasta las botas y aumentaba la dificultad para mantenerse en pie. En esas condiciones consiguieron asir el testimonio del pasado y trasladarlo al repositorio, que no era otro lugar que la casa de Guillermo Jofré.

El bochón se conserva a la sombra hasta secar y, después de unos meses, se extraen las piezas. Transcurrido ese tiempo Jofré, meticuloso, rompió el yeso. Limpió lentamente, con precisión de cirujano, calculando cada intervención sobre el material.

“Acá tenemos el tubo caudal [de la cola]”, dijo, levantando el hueso hacia la luz del sol que entraba por la ventana del "laboratorio", que era una habitación reacondicionada de su casa.

Continuó limpiando; resoplaba el polvillo y las partículas blanquecinas flotaban en el aire.

“¡Apa la papa! —exclamó— ¿Qué tenemos acá? Las cuatro vértebras caudales móviles de la cola, y en perfecto estado”.

Acercó el rostro a los huesos entrecerrando un poco los ojos, buscando afinar la vista. “¿Qué son estas marcas?”, pensó, sumido en un silencio absoluto, olvidando la costumbre de hablar en plural, aunque estuviera solo. “¿Qué son estas marcas?”, repitió para sí mismo, mascullando conclusiones imposibles mientras contemplaba incrédulo. “¿Qué son estas marcas?”. Siguió aguzando los ojos hasta que, por fin, dijo en voz alta: “No puede ser…”.  

La travesía del Homo sapiens sapiens y el puente de hielo

En algún sórdido despacho académico, con lámparas de pie, humo de pipa, grandes sillones color cobre y animalitos disecados sobre el mármol, se dan cita las altas cumbres intelectuales; teorías y paradigmas aguardan intocables a ser refutadas. Todas las disciplinas afines a la prehistoria de la humanidad debaten desde hace muchos años sobre el poblamiento de América. En esa acalorada discusión, dos posturas se tironean los pelos y la verdad sobre el pasado migratorio de la especie humana.

La teoría que prevalece es que rondábamos por un paisaje hostil donde inmensas placas de hielo habían cubierto gran parte del planeta sin pedir permiso. Eran tiempos de glaciares y bestias. Nadie estaba a salvo de convertirse en el alimento del otro. El Homo sapiens sapiens debía moverse. Buscar refugio durante la noche y buscar comida durante el día. 

Aquel humano desprovisto de todo lo que hoy conocemos, a excepción del fuego y herramientas rudimentarias, exploraba el mundo en épocas en las que un palo con punta era el mayor avance tecnológico. Sus estructuras sociales eran las de una manada, una simple jerarquía animal, y no existía la compleja trama de la política o la economía, mucho menos la vacía existencia de las redes sociales. Hace 100 000 años, aproximadamente, cuando salimos de África, existir era sobrevivir, y eso era todo a lo que se podía aspirar. Nuestros ancestros exploraban el planeta comiendo lo que podían y multiplicándose como cualquier otro ser vivo.

Al salir de África, nuestra especie conquistó Asia y Europa. Luego llegó el turno de Oceanía. América fue el último continente en ser poblado por los humanos. La teoría más arraigada habla de que tardamos 16 000 años en llegar. Durante el último periodo glaciar, el Homo sapiens sapiens atravesó el estrecho de Bering, esa gigantesca masa de hielo que unía los actuales territorios de Siberia y Alaska. Ese puente de hielo hizo posible que nos expandiéramos por todo el orbe terrestre. Ese es “el paradigma de los dieciséis” sobre la llegada del hombre a estos lares.  

Guillermo Jofré y los cazadores de gliptodontes (Segunda parte)

Senderos de piedrecitas y polvo de ladrillo se curvan y bifurcan a la sombra de frondosas arboledas hasta llegar a la escalinata principal del Museo de Ciencias Naturales de La Plata. A ambos lados, el escultor veneciano Víctor de Pol diseñó dos esculturas de Smilodon, conocido como “tigre dientes de sable”, recostados sobre pilares, dando la impresión de custodiar el ingreso a la explanada. El Museo comenzó a construirse en 1884 y fue inaugurado en noviembre de 1888. Fue concebido bajo las ideas evolucionistas, por eso su interior se desarrolla en una planta elíptica. De esta forma, los visitantes recorren los salones desde el mundo inanimado hasta la evolución del ser humano. En la planta inferior, donde solo tiene acceso el personal del museo, se abre un laberinto de pasillos, con tubos de luz fría en el techo y señalizados por flechas en el piso, que llevan de un lado a otro a despachos, oficinas y laboratorios. En ese lugar, fresco y silencioso, trabajan el paleontólogo Martín de los Reyes y el antropólogo Mariano del Papa. 

En la paleontología, los aficionados son parte fundamental del entramado científico. Descubren, excavan. Descubren y logran preservar piezas fundamentales, como fue el caso de Guillermo. Poseen diversos grados de conocimiento y muchos de ellos desean ampliarlo. 

Martín de los Reyes es encargado de la colección de vertebrados fósiles del museo. Es un tipo tranquilo, habla pausado, sin apuro. Como si el tiempo de su objeto de estudio se hubiera impregnado en él. Sonríe al hablar y la sonrisa le arruga los ojos claros. Convencido de que los aficionados son infravalorados por los academicistas de la ciencia, y que poseen el potencial y el gusto por el trabajo de campo, dedicó parte de su tiempo a dictar una serie de talleres en distintos puntos de la provincia de Buenos Aires, con el fin de brindar aspectos técnicos y prácticos en búsquedas paleontológicas. Los talleres se orientaron hacia metodologías y uso de materiales específicos para la excavación y extracción de restos fósiles, así como conocimiento general de la fauna prehistórica. Allí conoció a Guillermo Jofré. Trabajaron juntos en algunos proyectos y construyeron una amistad, más allá de lo profesional.

Mariano del Papa tiene pinta de roquero, de los que vagan por las rutas en una moto chopera y solo usan ropa oscura. Tiene el pelo canoso, lacio, largo hasta debajo de los hombros, atado en la nuca, dejando caer sobre la espalda la cola de caballo. La barba tupida, también canosa, le cubre el cuello acentuando el ancho de su contextura. Es un hombre grandote y serio. Y como en casi todos los hombres grandotes y serios, hay calidez en su trato. 

En el laboratorio donde desempeña parte de su labor cuelgan dos retratos: uno de Evita y otro de Maradona. La luz tenue entra por una pequeña ventana ubicada a la altura del parque que rodea al museo. Desde ese subsuelo puede verse el pasto y, si se alza la vista, los árboles y el sol.    

Fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata siendo explicados por Martín de los Reyes (paleontólogo)

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La ciudad de Merlo, donde Guillermo Jofré residía y había hallado los restos del gliptodonte, se encuentra a casi cien kilómetros del estilo neoclásico y de las seis columnas griegas, con motivos de arte precolombino, que sostienen el Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

Guillermo Jofré miraba los fósiles extendidos sobre la mesa que formaban la cola del gliptodonte, o lo que quedaba de ella. Como en un rompecabezas al que le faltan piezas, había colocado los pedazos de caparazón a un lado: osteodermos que el paso del tiempo había blanqueado hasta la palidez. Encendía un cigarrillo tras otro, cebaba un mate tras otro, y observaba rascándose la barba, acariciando la superficie áspera del borde de cada marca, esa profundidad minúscula sobre el hueso que no dejaba de atormentarle. 

Después de un buen rato parado frente a los fósiles con el gesto pensativo y el cigarrillo en la boca, tomó el celular, enfocó lo mejor que pudo y fotografió cada uno de los restos: la formación completa y las singulares marcas que nunca había visto. Miró las fotos. Repitió algunas, cambió de ángulos y buscó la mejor iluminación. Revisó entre los contactos de WhatsApp para encontrar a Martín de los Reyes y presionó el logo del micrófono. 

Grabando… La voz gastada de Jofré sonaba contenida en el audio: “Martín, escuchá: apófisis traversa, vértebra caudal, Neosclerocalyptus, Holoceno Pleistoceno… 

Jofré continuaba pensando en voz alta: no son marcas de los enormes pulgones que acechaban a los bichacos de la megafauna. No. Tampoco son marcas de roedores o animales carroñeros que se alimentaron del cadáver.

Las dos palomitas azules se encendieron sobre las fotos enviadas. Diez minutos más tarde, el teléfono vibraba sobre la mesa. Escuchó la voz cálida del licenciado De los Reyes: “Negro, esto es una bomba atómica…”. 

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Al día siguiente, Martín de los Reyes y Mariano del Papa golpearon la puerta de la casa de Guillermo Jofré en Merlo. Casi no hubo charlas introductorias, coloquiales, de esas que uno entabla en la panadería      sobre el clima o el partido picante del fin de semana. Entraron sonriendo como niños entretenidos y se pararon frente a la caja cerrada sobre la mesa. “Acá están”, indicó Guillermo abriendo las solapas de la caja de cartón.

La delicadeza con que tomaron los huesos era la de quien carga un recién nacido por primera vez. Una a una, las cuatro vértebras de la cola del gliptodonte se iluminaron bajo la luz de la lupa. Mariano del Papa y Martín de los Reyes cuchicheaban entre ellos, absortos, viendo detenidamente las peculiares marcas aumentadas por la lente.

—Che, Guille —dijo Martín—. Nos lo vamos a tener que llevar a La Plata para hacer unos análisis.

—¿Por?

Del Papa mantuvo los ojos fijos en una vértebra. Estuvo así un buen rato, sin decir palabra, conteniendo el aire.

—Me parece que son marcas humanas —dijo por fin, exhalando un largo respiro.

—Tenemos un problema —advirtió, Guillermo, acariciando su barba con la mano—. El yacimiento donde encontré los huesos es mucho más antiguo que el paradigma de los dieciséis.

Guillermo Jofré mira al horizonte desde Merlo, provincia de Buenos Aires.

La edad de los huesos

Para comprobar la antigüedad y si las marcas habían sido realizadas por humanos, debían someterlos a una prueba tras otra, y conformar un equipo que contase con la experiencia y el aval suficiente. Al año siguiente del hallazgo, en 2016, a Guillermo Jofré, Martín de los Reyes y Mariano del Papa, se sumaron el reconocido geólogo Daniel Poiré, el paleoantropólogo Miguel Delgado, y el biólogo Nicolás Rascován.

Los primeros estudios se hicieron en la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Otros huesos cortados por humanos, pero fechados hace 10 000 años, mostraban una enorme similitud. Los escaneos 3D daban cuenta precisa y milimétrica de cómo una herramienta de piedra había lacerado en V las vértebras. Eran 32 marcas efectivas; pero ¿realmente habían sido hechas por humanos?

En la Facultad de Ciencias Naturales de la UNLP, en el área de zoología, abrieron un tatú carreta, una especie cercana a los gliptodontes, y notaron que para extraer los músculos de esa zona de la cola debieron extirpar, sí o sí, una serie de tendones; es decir, el corte no fue hecho por una bestia dueña de una fuerza mayor a la del hombre y capaz de destrozar con garras y dientes. Los cortes fueron deliberados, como los de un carnicero o un cirujano primitivo.

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Desafiar la teoría sobre el poblamiento de América, anclada desde hace más de medio siglo en todas las universidades y museos del mundo, es algo complicado. Subvertir un paradigma puede significar no solo el avance en la materia de conocimiento, sino también el desprestigio de quienes sostienen una creencia pronta a ser refutada. El equipo de investigadores sabía de la reticencia que podría provocar en los cerrados cenáculos científicos, y que las conclusiones serían rebatidas con ferocidad.

Según los análisis efectuados por el geólogo Daniel Poiré, la profundidad y otros factores del yacimiento daban testimonio de que se trataba de un hallazgo más antiguo de lo que hubieran pensado. El siguiente paso era la datación usando la radiación del carbono 14. Enviaron los huesos al Instituto Pasteur, en Francia, para conseguir la fecha. 

Cuando llegaron los resultados desde París, cada uno de los integrantes estaba sumido en otros trabajos. Guillermo Jofré, ya jubilado de la docencia, se encontraba completando datos en las fichas de la colección del Repositorio Paleontológico Ramón Segura, en Merlo. El teléfono vibró sobre la mesa varias veces antes de que el llamado fuera atendido. Era julio, invierno del 2024. En el conurbano se anunciaba un chaparrón frío y la ciencia estaba desfinanciada por el gobierno nacional.

—¿Estás sentado? —preguntó Martín de los Reyes.

—Sí —respondió, Jofré—. ¿Qué pasó?

—Tenemos la fecha.

Más fósiles de gliptodonte en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata junto aMartín de los Reyes

Asado de Gliptodonte, el primer asado del conurbano

Este gliptodonte era un animal de más de doscientos kilos protegido por una coraza osteodérmica; quizá se acercó a beber agua de algún arroyo formado por el declive del terreno o masticaba los durísimos pastos de la estepa. No se sabe, son hipótesis, como hay otras. En aquel entonces, denominado Pleistoceno superior, la zona era un páramo gélido y semiárido, riesgoso para cualquiera, con excepción de los grandes depredadores, como el smilodon: el temible felino de unos trescientos kilos con afilados dientes de sable. 

La geografía era amenazada por grandes tormentas de tierra, un frío espantoso y esporádicas lluvias en zonas pantanosas. Un clima duro al que el gliptodonte, como toda la megafauna, estaba acostumbrado y adaptado. Su enorme y pesado caparazón lo hacía caminar torpemente por la llanura. Andaba en busca de alimento. Apoyaba firme sus patas cortas y morrudas sobre la tierra seca, seguro en su coraza, recubierto de placas óseas desde la cola hasta el cráneo. El pelo duro del vientre rozando el suelo, llenándose de polvo e insectos. 

El feroz smilodon, con sus colmillos de veinte centímetros, deambulaba por el frío y gris paraje del prehistórico conurbano y olisqueaba el viento buscando presas: algún megaterio o un carnoso glosoterio, gorditos de más de una tonelada. Sin dudas, el “dientes de sable” era el mayor depredador en un vasto y desolador territorio. No el único. Arctotherium, un oso gigantesco, o el Protocyon, un gran cánido de mal carácter, acechaban hambrientos por doquier. 

Según la hipótesis que revelan estos fósiles, hace 21 000 años solo los más salvajes y arriesgados seres humanos se lanzaban a la hazaña de descubrir nuevos lugares. El gliptodonte escarbaba la tierra buscando raíces con sus poderosas uñas sin saber que alguien andaba por ahí. Alguien que habría de disputar la cima de la cadena alimenticia a los demás depredadores para siempre.

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“Para romper un paradigma hay que sumar evidencias”, pensó Del Papa, cruzado de brazos, el gesto serio, sumido en la concatenación de ideas. Lo mismo pensaba Martín de los Reyes, aunque él sonreía. 

De la Edad de Piedra a la Edad Digital. A mediados de julio del 2024, Plos One, revista especializada en diversos temas científicos, publicó la investigación titulada: “Marcas de corte antrópico en huesos de megafauna extinta de la región pampeana (Argentina) en el último máximo glacial”. Sin duda, un título claro y conciso, aunque poco atractivo para el común de los lectores. En el océano hiperinformativo de nuestra Era, la noticia del hallazgo quedó sepultada bajo miles de otras. Este tipo de aventuras científicas, no las de multimillonarios espaciales, tienden a perderse entre tanto barullo digital. 

El hallazgo de Guillermo Jofré contribuye con fuerza a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Lo mismo sucede con otros antecedentes, como Monteverde, en Chile, donde fue encontrado un asentamiento humano con 18 500 años de antigüedad. Sin embargo, y a pesar de la importancia del descubrimiento, el Estado argentino se niega a financiar los trabajos de campo e investigación. Los precios en dólares de los laboratorios internacionales, donde se realizan muchos de los análisis, y el magro salario en pesos de una economía devaluada, hicieron que ahorros personales fueran destinados a la investigación. Ellos mismos debieron costear de sus bolsillos cada uno de los estudios realizados. 

Actualmente, el gobierno de Javier Milei ha tomado como política de Estado el desfinanciamiento en casi todas las áreas de la ciencia argentina. El Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) reconoció el hallazgo, destacando su importancia y contribución al acervo arqueológico argentino. Hoy el organismo es atacado ferozmente por el Poder Ejecutivo. No obstante, a los fósiles poco les importan estas cuestiones del mundo moderno y siguen arrojando datos y más datos sobre el pasado de la humanidad. ¿Cómo estaba compuesto ese grupo humano? ¿Cómo se organizaban y distribuían las tareas? ¿Estaban explorando el territorio? ¿Serían un grupo de avanzada en pleno reconocimiento? ¿Trabajaron rápido en la carnicería por si otros depredadores llegaban atraídos por el aroma de la sangre? ¿Habrán preparado un fuego tras desmembrar al animal? Eran cazadores y recolectores recorriendo el mundo, sobreviviendo a él, dejando su marca sin saberlo. 

Durante miles y miles de años, enormes tormentas de tierra levantadas por los vientos del sur del mundo ocultaron los restos de este gliptodonte. Capas y capas de tierra, litros de lluvia y cambios climáticos todo el tiempo cayendo encima de los huesos. Antes de Guillermo Jofré, nadie había tocado esos restos en 21 000 años (¿habrán soñado nuestros ancestros con Guillermo Jofré?). Estaban ahí, esperando para contar su verdad, para contribuir a la ruptura del paradigma sobre el poblamiento americano. Tan simple y vasto como un hacha de piedra sobre un hueso.

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