Sobre el Nobel de Literatura se dicen muchas cosas: que es una farsa al servicio de la industria editorial, que se otorga por motivos políticos, que sus omisiones son tan graves —Kafka, Joyce, Proust, Nabokov, Borges— que ponen en tela de juicio las virtudes de los que sí han sido seleccionados. Este año, la decisión de galardonar a Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) no se salva de la polémica. Y no es de extrañar: dada la importancia internacional de un premio que pone al ganador bajo los reflectores literarios más potentes y el hecho de que el estímulo económico rebasa el millón de dólares, es preciso cuestionar los sesgos de la decisión de la Academia sueca (que sólo ha distinguido a 14 mujeres, por ejemplo, o la asimetría que se revela en la lista de lenguas premiadas: 28 en inglés, 14 en francés, 13 en alemán y de los 11 ganadores en castellano sólo 5 fuera de España).
Era de esperarse que después de dos años de apuestas aventuradas con la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich y el músico y poeta Bob Dylan, la Academia volviera a la literatura más “formal”: aunque el novelista británico de origen japonés no figuraba en ningún pronóstico, es un escritor muy conocido, en parte por las exitosas adaptaciones al cine que se hicieron de Lo que queda del día y Nunca me abandones, e incluso, según el crítico Omar Genovese, “el prototipo del creador moderno: funcional y obediente”.
Con sólo siete novelas y un libro de relatos, publicados todos en la editorial inglesa Faber and Faber, Ishiguro teje cada trama en una prosa que tiende a la sencillez. Aunque esta sobriedad queda al descubierto más claramente en sus novelas japonesas (Pálida luz en las colinas y Un artista del mundo flotante), su estilo contemplativo, casi transparente, se mantiene a lo largo de su obra. “Como autor”, dice, “una de las cosas que me fascinan es determinar cuándo es mejor recordar y cuándo es mejor olvidar”. Una lección que todos deberíamos aprender.
Si bien su prosa minimalista es relativamente uniforme, Ishiguro se mueve entre géneros con tal fluidez que a veces resulta difícil creer que sus siete novelas hayan sido escritas por la misma persona. Cuando fuimos huérfanos, por ejemplo, tiene una trama detectivesca ubicada en la Shanghái prerrevolucionaria, Nunca me abandones incursiona en la ciencia ficción con una fábula distópica sin final feliz, y El gigante enterrado, su novela más reciente, recurre al género fantástico-medieval. Esto sin contar los guiones, tanto de televisión como de cine, en los que ha trabajado desde que su carrera comenzó en Channel 4 y la BBC.
¿A qué responde la selección de un escritor como Ishiguro por encima de opciones más osadas como las de años pasados? Cuestionado sobre el proceso de selección, Horace Engdahl, exsecretario de la Academia sueca, ha declarado que el comité nunca sabe por adelantado lo que va a suceder: “Cuando se habla de literatura ocurren cosas sorprendentes”. Pero más allá de la cuestión de si el premio es o no merecido, quizá la pregunta relevante es: ¿para qué sirve la literatura? O mejor aún: ¿para qué debe servir?
En 1907, Franz Kafka le escribió a su amigo Oskar Pollak una carta que justamente contestaba a esa pregunta: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo?”. ¿Muerden y pinchan los libros de Ishiguro? Esa respuesta, por fortuna, depende de cada quien.
A lo largo de Nunca me abandones, Ishiguro insiste en cómo la modernidad revela una descomposición social que nos ha convertido en herramientas de avances tecnológicos que en cualquier momento se volverán en nuestra contra. “Mucha gente sufre para encontrar su camino y confío en que la literatura sirva para ello.” En eso tiene razón.