En 1978, Pedro María Arregui vino a México a la boda de uno de sus cuñados. Ellos ya llevaban años aquí y habían abierto zapaterías. Él, que veía un futuro poco alentador en su trabajo como obrero en una fábrica de la multinacional Bosch en Navarra, escuchó con atención los esperanzadores proyectos comerciales de su familia política, y decidió él también probar suerte lejos de la España convulsa y en tránsito que había dejado el dictador Franco tras su muerte.
Ese año en que su vida cambió, Pedro —el querido Peio— tuvo un hijo, Juanjo, niño que hoy cumple 46 años, y para festejarlo estamos tomando una copa de Aperol spritz a las 10 de la mañana. Me mira con su cara seria y simpática a la vez —redonda, pelo relamido y lentes cuadrados; parece severo, pero hay algo burlón en su mirada que me recuerda a Skipper, el mandamás de Los pingüinos de Madagascar—, y me pregunta, sonriendo solo con los ojos: “¿Qué te pareció nuestra visita a Nezayork?”.
Un par de días antes visitamos tres de los 20 locales de Lanz Zapaterías, cadena que administra él, principalmente, con la ayuda de su hermano, y todavía con cierta guía de Peio, de 83 años. La primera zapatería que visitamos y la segunda que abrió su padre, en 1987, están en la transitada avenida Cuauhtémoc, de la colonia Maravillas de Nezahualcóyotl. Es una zona tan colorida como el Caribe, tan llena de energía como una casa de bolsa y con la actividad económica de un hormiguero. Es realmente una zona rica en comercios —desde casas de empeño hasta tiendas de cuidado de uñas—, residencias, puestos ambulantes y viandantes.
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A Juanjo no se le va una. Está atento a las personas y su entorno, es una de las características de su personalidad. Por ejemplo, al estacionar el coche (muy cerca de la casa del luchador Dr. Cerebro) ya está saludando con familiaridad a los viene-viene que se acercan, o en la esquina apunta a una tienda diciendo: “Mira, un Neto, es como el Oxxo, pero de Elektra”. Apenas descendemos, me señala una panadería, La Esperanza, y me dice el origen de la familia a la que pertenece, así como el número de sucursales que tiene. “Acaba de abrir una por…”, empiezo a decirle, y termina la frase: “En Las Flores”. Su carácter y formación de comerciante es patente todo el tiempo; camina saludando a gente, y nota algo a cada paso. Así, a su lado uno va aprendiendo la historia de cada negocio y de la familia que lo fundó. Frente a la panadería hay una rosticería, Pollos Ray, y me dice: “Esta también es de navarros”. Aparentemente el dueño de Pollos Ray, paisano de su padre, fue el que le informó en los ochenta que había un local libre, el que ahora ocupa la zapatería que venimos a visitar. Comento que si hay una pollería debe haber bastante gente, y me revira: uno debe fijarse en cuántos rosticeros tiene una rosticería; si hay más de tres significa que es un lugar por el que pasan muchas personas. Entre más pollo, mejor.
Tal conjetura la podría probar una de esas personas que se ponen en las esquinas a contar transeúntes, cuando se está haciendo la investigación antes de colocar un local comercial. Eso hacen justamente Coppel o Dr. Simi, en localidades de al menos 55 000 personas. Para la sucursal de la zapatería, en particular, no hay mucha ciencia: está justo enfrente de la entrada del Mercado Maravillas.
Así pues, de la esquina con los pollos y la panadería caminamos unos 10 metros hasta llegar a la entrada de Lanz. No tiene puestos enfrente, y la vitrina se ve iluminada y espaciosa. No soy experto en vitrinas, pero cuando veo la de la competencia que hay a solo unos 15 metros noto la diferencia. “¡Ah! —me dice mi guía—, tienen menos espacio y no prenden la luz, pero ya nos copiaron poner los zapatos de hombre hasta adelante”. Como iré viendo conforme visitemos locales, Juanjo se encarga de absolutamente todo. Busca inmuebles para abrir, negocia la renta, supervisa la vitrina, incluso propone el audio en los altavoces que informa a sus clientes de sus promociones o facilidades de pago. Además, por supuesto, visita las tiendas y corrige cualquier desperfecto, recorre las bodegas y verifica el orden de almacenamiento, e indaga sobre las ventas de los modelos de zapatos que él mismo escoge. Tiene unos 180 empleados a su cargo.
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En esta primera tienda me entero de la oferta que habré de ver en las demás. Hay desde tacones hasta tenis, zapatos formales, de niño (zapato escolar), adulto mayor y de trabajo. De precios accesibles, la mayoría ronda los 500 pesos y casi todo es de piel. Algunos son más baratos, como las chanclas estilo Crocs, que salen en menos de 200, o los zapatos de niño, que rondan los 350, al igual que los “de abuelita”.
Como es de esperarse, hay una cantidad enorme de tenis, un accesorio que en la última década ha entrado a dominar el mercado. Hay ejemplares que recuerdan a algunos estilos típicos: están, por ejemplo, los que se parecen al Converse, tipo botita y de suela gruesa; hay también los altos tipo Air Jordan; otros más llevan logos parecidos al de Gucci (por qué pagaríamos montos de 500 euros o más por un par idéntico, solo que hecho en China en vez de León, Guanajuato, no lo entiendo bien). Otros incluyen ideas de Juanjo, como los que llevan la lengua de los Rolling Stones.
Los modelos más caros son los de trabajo, ya sean botas o bostonianos, y que superan los 1 600 pesos. Como línea, las marcas exitosas producidas en México son la deportiva Charly, que participa en patrocinio de la delegación olímpica, y la famosa Flexi, cuyos dueños, por cierto, llevan cuatro generaciones.
Los tacones —marca Paulina— suelen ser brillosos y de plataforma, como los que cuadrarían con el estereotipo de la edecán de la televisión. Juanjo me dice que a veces acuden travestis solicitando tallas grandes de este modelo, clientes del famosísimo bar cercano: el Spartacu’s, un lugar que ha atraído a personalidades que van desde Paquita la del Barrio hasta Carlos Monsiváis y Pedro Almodóvar y, por supuesto, a gente de todas las colonias de la CDMX.
La rentabilidad no siempre está asociada al precio. Los mencionados tacones están a un precio muy accesible pero no llevan tanta piel, y la mayoría se venden en pocas tallas. De modo que no hay un gasto muy alto en inventario. Lo opuesto sucede con los zapatos para niño; tienen gran demanda, y eso obliga a la zapatería a gastar mucho en el inventario de la amplia gama de tallas que requiere el público, lo cual reduce su rentabilidad. En ambos casos, la tienda ofrece facilidades de pago. Una de ellas es la que dan bancos como BBVA: mensualidades sin intereses. Otra es por medio de la plataforma Aplazo, que tiene una app y, como es de esperarse, cobra tasas de interés elevadas.
El mismo día visitamos dos zapaterías más, ambas dentro de centros comerciales: Puerta Texcoco y Plaza Chimalhuacán, donde tiene la tienda frente a un Walmart, siguiendo la misma estrategia que en Neza. Para llegar a esta última hay que pasar por un extremo de Chimalhuacán, y el panorama es completamente diferente al de la primera que visitamos. En vez de colorido, todo es color bloque de concreto, y no se ve una edificación de más de dos pisos. Es la aridez de un barrio por el que parece que pasó Godzilla. Alguna iglesia de testigos de Jehová rompe con la monotonía. Dentro de los centros comerciales, sin embargo, todo es limpieza e iluminación. Mi guía camina notando todo. “En este local vacío había una zapatería, con razón están mejorando las ventas”, dice.
Las tiendas son muy parecidas, pero al caminar con Juanjo veo la plaza como nunca antes la había visto. Es fácil pensar que en un centro comercial hay zapaterías que compitan entre sí, y esto es cierto, pero no todo es lo que parece. De cinco zapaterías, es probable que no haya más de tres dueños, aun si estas ostentan diferentes nombres. Juanjo me relata cada familia y quién es dueña de cuál. La constante es que todas compran de proveedores en León.
Conforme avanzo por estas plazas, mi guía nombra tiendas de ropa: “Estas son de gallegos”, “Estas de judíos”, “Estos son los mismos que los de la otra tienda, asturianos”. Así, poco a poco, voy cayendo en cuenta que una plaza no es un lugar en el que hay competencia real (para comprobarlo no hace falta ir a Chimalhuacán, con darse una vuelta por Plaza Carso basta). No es, pues, un ecosistema equilibrado, sino una cueva donde hay unos cuantos tiburones. Estos se reparten el consumo entre sí y a la vez pagan derecho de piso a los dueños de las plazas, como Fibra Shop, que son fondos de inversión que también tienen docenas de desarrollos.
Al final del recorrido, lo que más me ha impresionado es la personalidad emprendedora de Juanjo el comerciante, que respira y exuda conocimiento comercial. Sabe, por ejemplo, que la actividad de piratas en las costas de África encarecen sus productos. Me encuentro de nuevo con su mirada para tomar una cerveza y comer algo al final del día, y ahora descifro que tras la picardía de sus ojos y la ceja levantada hay brillantez y experiencia. Una combinación que se funde en su manera de ser, que obedece a la intuición para buscar negocio y a la razón para definir su estrategia.
Es cumpleaños de Juanjo, los años se acumulan para él y su padre. “¿Qué va a ser de esta empresa y su conjunto de zapaterías cuando llegues tú a viejo?”, le pregunto. “¿Crees que tus hijos y los de tu hermano entren a operar la fortuna familiar?”. “Por ahora, seguir creciendo”, me contesta; “encontrar más mercado”. Él entró a la empresa desde niño, cuando su padre lo llevaba a trabajar los fines de semana, pero las cosas han cambiado. El tamaño de su empresa no da para un gobierno corporativo, y la nueva generación no entra como antes al negocio familiar a menos que este consista en cobrar dividendos. “Probablemente haya que vender —acepta— a una empresa más grande, y que los niños se dediquen a lo que quieran o puedan”.
Al momento de escribir este artículo, mis tenis Adidas de hace 16 años se quedan sin suela durante un partido de pádel. Pensando en si comprar otros iguales —“aspiracionales”, diría mi nuevo amigo— o unos de los de Juanjo, llego descalzo a tomar una cerveza después del juego y el mesero me mira y me dice: “Si están buenos, no los regale: aquí a dos cuadras hay un puesto frente a los chinos y ahí se los arreglan”. Voy por la tarde con mi calzado y en tres horas están listos, como nuevos. Me cobran 80 pesos.