Estados Unidos perdió el control del relato. Veinte años después de los atentados del 11S en Nueva York y del inicio de la “guerra contra el terrorismo”, los talibanes vuelven al poder en Afganistán y la situación humanitaria en la región es catastrófica. Luego de décadas de caos y guerras, ¿quiénes realmente han convertido a Afganistán en un cementerio?
La guerra más larga de la historia de Estados Unidos, que empezó tras los atentados del 11S con el objetivo de desmantelar la red terrorista Al Qaeda y derrocar el régimen talibán, y que acabó con los talibanes de nuevo en el poder; que ha propiciado que Estados Unidos no solo deje de luchar contra los talibanes sino que colabore con ellos para atacar al que ahora es el principal enemigo de ambos, ISIS-K, brazo regional de Estado Islámico —una organización terrorista que nació al calor de otra aventura militar de Estados Unidos, la de Irak—; en la que han muerto casi cincuenta mil civiles, cincuenta mil combatientes talibanes o de otros grupos insurgentes, unos 2 500 soldados estadounidenses y 1 144 de los otros países de la OTAN; con un gasto que se calcula en billones de dólares —solo en el Ejército afgano, que sucumbió ante la ofensiva relámpago talibán, se invirtieron 83 mil millones de dólares en entrenamiento y en unas armas que ahora están en poder de los talibanes, que se divierten jugando con carabinas M4 y fusiles de asalto M16: se podría decir que el nuevo Ejército talibán ha sido armado por Estados Unidos—; que deja más de medio millón de personas desplazadas dentro del país a causa de la violencia, casi 1.5 millones de refugiados que siguen en Pakistán y más de setecientos mil en Irán —ambos países han acogido a millones de refugiados afganos desde la invasión soviética de la década de 1980—; durante la cual la situación de las mujeres y los niveles de educación mejoraron en las grandes ciudades pero no tanto en las zonas rurales; que no ha evitado que la mitad de la población esté bajo el umbral de la pobreza y necesite ayuda humanitaria, que un tercio esté desnutrida y que la mitad de los niños de menos de cinco años sufran desnutrición aguda; que pasó por las manos de cuatro presidentes estadounidenses; que empezó con la promesa de George W. Bush de reconstruir Afganistán y acabó con Joe Biden diciendo que esa nunca fue la intención, sino simplemente proteger a Estados Unidos; que no cumplió con uno de sus objetivos, cazar a Osama bin Laden, hasta diez años después de la invasión de Afganistán —y las tropas de Estados Unidos lo mataron en Pakistán, no en Afganistán—; repleta de crímenes de guerra, atentados de los talibanes y bombardeos aliados contra combatientes y civiles; que desembocó en la creación en el vecino Pakistán de una amalgama de grupos integristas responsable de algunos de los peores atentados terroristas de la historia reciente, como el ataque contra una escuela de Peshawar en 2014 que acabó con la vida de casi 150 personas; que sirvió para instalar una pseudodemocracia afgana lastrada por la corrupción, fraudes electorales y dependencia de la ayuda internacional que se disolvió incluso antes de que se fueran los últimos soldados extranjeros; con un despliegue militar que llegó a superar los 150 mil soldados, la mayoría estadounidenses pero con participación de todos los países de la OTAN; ha sido un desastre incomprensible.
Las Torres Gemelas se derrumbaron la mañana del 11 de septiembre de 2001. En ese atentado murieron 2 763 personas. La invasión militar que Bush ordenó en respuesta duró veinte años y, como consecuencia, en Afganistán —y en el vecino Pakistán, donde los ecos de la guerra se dejaron sentir— murieron cientos de miles de personas.
El golpe
Entendimos tan poco de estas dos últimas décadas que la misma pregunta de 2001 se repite ahora que los talibanes han vuelto al poder: ¿Quiénes son?
Hay un balbuceo en el que se mezclan explicaciones históricas, análisis geoestratégicos, invocación de las madrasas (escuelas coránicas), recuerdos de otras guerras. Pero la respuesta más honesta sería: no sabemos quiénes son.
El 15 de agosto de 2021, los talibanes entraron en Kabul tras una ofensiva relámpago de diez días que asombró al mundo entero. Lo hicieron en plena retirada final de Estados Unidos: ni siquiera esperaron a que saliera el último soldado extranjero, previsto para el 31 de agosto. Ante la que se venía encima, el presidente afgano, Ashraf Ghani —un tecnócrata en el que Occidente había insistido para el puesto—, se rindió enseguida y huyó entre acusaciones de que su helicóptero iba repleto de millones de dólares, aunque él asegurara que tan sólo llevaba algo de ropa.
Dos días después de su llegada a Kabul, los talibanes organizaron su primera rueda de prensa oficial. Lo hicieron en el Centro de Medios e Información de Afganistán, un símbolo de la democracia instalada por Estados Unidos y sus aliados. Allí compareció, ante el asombro de los medios de comunicación, el principal portavoz talibán, Zabiulá Muyahid, que mostraba por fin su rostro al mundo. Era la primera vez que los periodistas veían al hombre con quien habían hablado tantas veces durante tantos años: la voz que al otro lado del teléfono daba la versión talibana sobre los combates en Kandahar o sobre el último ataque contra las tropas extranjeras tenía dueño. El descubrimiento no fue menor: los compañeros afganos que conocí durante mis coberturas sospechaban que Muyahid no existía, que era un pseudónimo que usaban varios portavoces, que no podía ser que un solo hombre atendiera las llamadas de todos los reporteros. Nuestra principal fuente de información de los talibanes era alguien cuya verdadera identidad se desconocía. La conexión más directa con ellos había sido un hombre del que ni siquiera teníamos una fotografía. Pero sus palabras —o la de los portavoces que le ayudaban— se daban por buenas.
Se libró una guerra a oscuras desde el principio. El último capítulo fue la conquista talibana de todo el país: empezaron por el norte, que no era su zona de dominio tradicional; sellaron alianzas; presenciaron, satisfechos, la rendición del Ejército afgano y las milicias aliadas; se pasearon por el sur y el este y entraron sin disparar un solo tiro en Kabul.
¿Cómo pasó? Es una pregunta que resonará durante años. Para que los talibanes volvieran al poder tenía que haber un vacío: la implosión del Gobierno afgano fue espectacular. El edificio que Estados Unidos y sus aliados construyeron durante veinte años se derrumbó en cuanto aquéllos desaparecieron. No tenía ningún tipo de legitimidad popular: la corrupción y los fraudes electorales hicieron que la gente dejara de creer en él. Con un gobierno más fuerte, quizá Afganistán estaría ahora en medio de un proceso de paz genuino o sumido en una nueva guerra civil.
La ausencia de grandes combates en las últimas semanas nos da otra pista: fue una victoria más política que militar de los talibanes. No fue tanto una cuestión de quién tenía más efectivos o mejores armas, sino de quién supo negociar. Los talibanes lo hicieron primero con Estados Unidos, a través del acuerdo de Doha de 2020 con el gobierno de Donald Trump, que era una rendición casi sin condiciones, con la salvedad de que no usaran Afganistán para atacar intereses norteamericanos. Después supieron granjearse los apoyos que necesitaban —señores de la guerra, sectores conservadores de otras etnias— para volver a Kabul. Ésa es una de las grandes diferencias de los talibanes de 2021 respecto al régimen de 1996-2001: han aprendido el arte de la diplomacia. Su líder político, Abdul Ghani Baradar, negociador en Doha, encarna este cambio.
En el quinquenio 1996-2001, el régimen talibán tan sólo fue reconocido por Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos. Las violaciones de los derechos humanos fueron brutales y las mujeres — que no tenían lugar en la vida pública, que no podían estudiar ni trabajar, que eran lapidadas en público si resultaban acusadas de adulterio— se llevaron la peor parte. Hubo avances tras la invasión de Estados Unidos: las escuelas abrieron sus puertas a niñas y adolescentes; la Constitución afgana declaró la igualdad ante la ley entre hombres y mujeres; se reservó una proporción obligatoria de escaños para las mujeres; aparecieron reporteras, activistas, diplomáticas. Estos cambios fueron, sin embargo, visibles sobre todo en las grandes ciudades y, en particular, en el gran escaparate de Kabul. Es imposible saber cómo será este nuevo Emirato, pero los talibanes mantienen su ideología intacta y ya han dicho que las mujeres tendrán derechos “dentro del marco de la sharía”, lo cual significa que harán las leyes a su antojo.
Los medios de comunicación occidentales han centrado su cobertura en el desastre militar, pero también en averiguar qué pasará ahora con los derechos de las mujeres y de las minorías. Pero las reacciones oficiales han ido por otro camino. Después de la toma talibana de Kabul, Biden dijo que la misión de Estados Unidos en Afganistán nunca fue construir una democracia. “Nuestro único interés nacional vital en Afganistán sigue siendo hoy el que siempre fue: evitar un ataque terrorista en suelo estadounidense”. El jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, admitió enseguida: “Los talibanes han ganado la guerra, tenemos que hablar con ellos”. La vuelta de “terroristas extranjeros” a Afganistán, dijo, es una de las grandes preocupaciones de la Unión Europea. La otra gran preocupación es que se produzca una llegada de refugiados como la de 2015, cuando un millón de personas, la mayoría de Siria, entró de forma irregular a Europa. El presidente francés, Emmanuel Macron, fue uno de los más expeditivos y propuso proteger a Europa “contra los flujos migratorios irregulares” que esta crisis pueda originar —ésa fue su forma de referirse a los afganos que intentaran huir del horror talibán—.
Los orígenes
Hace calor pero lleva una capa afgana, un traje debajo y un turbante oscuro. Le estoy haciendo fotografías y el reflejo de sus gafas impide que se le vean los ojos, pero no me atrevo a decirle nada. Arsala Rahmani fue viceministro de Educación durante el régimen talibán de 1996-2001. Tras la invasión de 2001, se exilió en Pakistán y luego volvió a Afganistán para acatar la nueva Constitución e intentar mediar en un proceso de reconciliación que, decía, “no necesariamente” debía significar que los talibanes gobernaran, sino que lograran otros objetivos, como la liberación de presos. Estamos en 2010 y los talibanes van comiendo terreno poco a poco a las tropas internacionales. Rahmani dice que Estados Unidos “se arrepiente” de no haber negociado con los talibanes en 2001, cuando estaban derrotados. “El único camino hacia la rehabilitación es la paz”, insiste.
Rahmani fue asesinado en 2012 en Kabul por hombres armados. Formaba parte de un consejo de paz nombrado por el Gobierno. Los talibanes, que habían asesinado a otros miembros de ese consejo, negaron haber matado a Rahmani.
¿Se perdió la oportunidad de la paz durante los primeros años de invasión, como sugería Rahmani? Que la historia pudo ser diferente es un cliché, pero en el caso de Afganistán se hicieron muchas cosas mal para que todo se torciera tanto. En octubre de 2001, Bush aprobó el plan para invadir Afganistán y lanzó la bautizada “Operación Libertad Duradera”. Unos cuarenta mil soldados estadounidenses se desplegaron en Afganistán con el apoyo de cuatrocientos aviones militares. Para noquear al enemigo, unos mil quinientos agentes de la CIA y trescientos miembros de las fuerzas especiales se apoyaron en los “señores de la guerra”, jefes militares que pertenecen a una estructura de poder tradicional de Afganistán, controlan regiones enteras y tienen un negro historial de violación de los derechos humanos.
La victoria fue fulminante, pero no lograron cazar a Bin Laden, que huyó a Pakistán, como los talibanes que sobrevivieron. Estados Unidos se negó a negociar o buscar un acomodo para ellos e instaló un gobierno en Kabul, que presidiría Hamid Karzai, un elegante pastún de impecables modales que, con los años, acabaría cayendo en desgracia con Occidente. El secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, dio por finalizadas las principales operaciones de combate en Afganistán en 2003, dieciocho años antes de que la guerra acabara. Había algo más importante para Bush en aquel momento: la guerra de Irak, que supuso una distracción letal porque propició la remontada talibán. Se rearmaron y, sobre todo a partir de 2007, ganaron terreno y plantaron cara a las tropas internacionales.
Reviso mis notas de la época, cuando estuve como corresponsal para la agencia EFE en la India y en Pakistán, haciendo coberturas cada vez que pude en Afganistán (2007-2012), y leo algunas premoniciones apocalípticas que se demostraron certeras: “Las tropas extranjeras no han sido capaces de derrotar a los talibanes en el sur y ahora se han extendido al norte. Estados Unidos ya ha perdido la guerra en Afganistán”, me dijo el analista Haroon Mir… en 2010. Pero, sobre todo, leo dolor: “Estábamos en un hotel del barrio Khair Khana [de Kabul] cuando varias personas con trajes y con motocicletas vinieron y dispararon contra nosotros. Luego hubo un atentado suicida”. Haroon Popal, de veintiséis años, vivía en la ladera norteña de Kabul, donde las casas se apilan y no queda rastro del bullicio del centro de la ciudad. Era un policía afgano que resultó herido en un ataque coordinado de comandos talibanes contra objetivos gubernamentales el 11 de febrero de 2009. Veinte personas murieron. “Estuve en el hospital cinco días. Recuerdo que no había suficientes camas para todos. Recibí un balazo en la cadera”.
Hice muchas más entrevistas como aquélla y me pregunté si era justo centrarse sólo en las consecuencias de la guerra para contar Afganistán. Entonces quise buscar algo positivo. ¿La educación? Entrevisté a gente del sector educativo y me fui a la Universidad de Kabul. Había patios de geometría islámica, chicas ataviadas con un pañuelo dirigiéndose a paso rápido a las aulas abrazando sus libros, alumnos paseando por los jardines vistiendo vaqueros y prendas de imitación de Dolce & Gabbana.
Pero cualquier charla, aunque partiera de la educación, acababa desembocando en lo mismo: guerra y corrupción.
“La situación educativa no es buena porque el país está en guerra y el Gobierno está luchando contra los talibanes”, me dijo un estudiante de veintiún años del Departamento de Inglés, Samirulá, que parecía sorprendido por mi interés en la universidad. “Hay una gran interferencia de los políticos, que quieren intervenir en el sistema educativo por su propio interés”, me dijo un alumno de Ciencias Sociales, Mohamed Esrafal Azad Shazadzai, también apesadumbrado. Tras el régimen talibán había menos de un millón de estudiantes y veinte mil maestros —con la obvia ausencia de mujeres— y en 2010 ya había siete millones de estudiantes de todos los niveles, entre ellos, 2.5 millones de niñas y mujeres. Eran las cifras con las que nos intentaban convencer de que las cosas iban a ir bien, pese a que todo el mundo sospechaba que iban a ir mal.
Investigué también los entresijos del sistema electoral y el florecimiento de los medios de comunicación: del rotativo Shariat y un puñado de publicaciones controladas por los talibanes se pasó a centenares de periódicos; decenas de emisoras de radio y televisión estaban dando una nueva vida al panorama mediático del país. Entrevisté a la diputada y activista Shukria Barakzai —a quien amenazaron los talibanes y que, en 2021, cuando éstos llegaron a Kabul, logró ser evacuada por el Reino Unido— y al candidato presidencial Ramazan Bashardost, de la minoría hazara —una de las más castigadas de Afganistán y que profesa el chiísmo en un país de mayoría suní—, que quería ser “el Obama de Afganistán”, en sus palabras, y que vivía en una tienda de campaña al lado del Parlamento. Me fijé, ahora me doy cuenta, en todo lo que los talibanes liquidarían en caso de volver al poder.
Pero eso parecía imposible.
AfPak
La Línea Durand, que el Imperio británico trazó en el siglo XIX, divide, todavía hoy, Afganistán de Pakistán. Es una frontera lábil y montañosa, de más de 2 600 kilómetros, que separa a la comunidad pastún o patán, de la cual proceden los talibanes y que está presente a un lado y otro de la frontera. La obsesión por el islam a veces relega esta clave cultural a un segundo plano: los talibanes son un movimiento nacionalista pastún, una comunidad mayoritaria en Afganistán y minoritaria en Pakistán, y su brutal régimen (1996-2001) bebió tanto de la sharía (ley islámica) como del pashtunwali (código tribal pastún), que promueve principios como la hospitalidad, pero también la venganza, y cuyo eje principal es la preservación del “honor”. Pakistán reconoció por aquel entonces al Emirato —así llamaron y llaman los talibanes a su régimen— y desempeñó un papel importante en la creación y desarrollo de los talibanes. Esta idea circula en la opinión pública occidental, pero no tanto la de que el pueblo pakistaní ha sido una de las grandes víctimas de la guerra. Las Torres Gemelas cayeron sobre Afganistán, pero también sobre Pakistán.
Estoy en mi despacho de Islamabad, la capital de Pakistán. Es 2 de marzo de 2011. Llueve. Veo imágenes en la televisión de un coche negro tiroteado en un barrio de la ciudad. El ministro de Minorías de Pakistán, Shahbaz Bhatti, ha sufrido un atentado. Es el ministro más comunicativo del Gobierno: lo he entrevistado en varias ocasiones y nos intercambiamos mensajes a menudo. Es uno de los pocos que se opone en público a las leyes de Pakistán que prevén penas de muerte para quienes blasfemen. “La ley debe ser enmendada. Sé que puedo ser asesinado si sigo presionando, pero no tengo miedo”, me decía. Ya sé lo que ha pasado, pero no lo quiero creer. Le escribo un SMS: “Are you OK?” Otro: “Are you OK?”. Cuando se confirma su muerte, le escribo el mismo mensaje absurdo, como si así pudiera anular la realidad: “Are you OK?”.
Bhatti fue una de las víctimas del Tehrik-e-Taliban Pakistan (TTP), un movimiento que aglutina las facciones talibanas pakistaníes. El terrorismo en Pakistán se disparó después de su surgimiento, en 2007. De 216 muertos en 2005 se pasó a 7 997 en 2008. En 2009 se alcanzó un máximo histórico: 12 632 muertos. Más de treinta muertos al día en atentados. Cada tres meses moría en Pakistán la misma cantidad de gente que en los ataques terroristas del 11S. Aunque no había una guerra declarada, había más muertos diarios en aquel momento en Pakistán que en Afganistán.
Bajo el mandato de Obama, cobró fuerza el acrónimo AfPak para designar a ambos países como un teatro de operaciones conjunto. Estados Unidos no tenía tropas desplegadas en Pakistán, pero Obama llevó a cabo una campaña de ataques de aviones no tripulados (drones) contra supuestos cabecillas insurgentes en la que también murieron muchos civiles. La guerra se desarrollaba a ambos lados de la frontera.
Que se hablara tanto de AfPak no gustó en Pakistán. Afganistán y Pakistán comparten frontera y lazos históricos, sobre todo por la presencia en ambos países de pastunes y baluchis, pero difieren en muchas otras cosas. Afganistán tiene algo menos de cuarenta millones de habitantes, frente a los 220 millones de Pakistán. En Afganistán convergen tres mundos geográficos y culturales: el iraní por el oeste —una de sus lenguas oficiales es el persa darí—, el de las repúblicas exsoviéticas al norte (Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán…) y el surasiático en su frontera sureste. Allí está Pakistán, que nació tras la partición del subcontinente indio en 1948, propiciada por el Imperio británico, cuyos dominios iban de Birmania hasta las puertas de Afganistán. Pakistán tiene armas nucleares, una economía mucho más potente que Afganistán, una urbe superpoblada como Karachi y, por supuesto, una peligrosa historia de guerras y rivalidad con la India. En las últimas dos décadas, Pakistán ha pasado de ser aliado en “la guerra contra el terrorismo” de Bush a potencia regional díscola, sobre todo, a partir de la presidencia de Obama, que no dudó en lanzar una operación en territorio pakistaní para matar a Bin Laden en 2011 pese al riesgo que implicaba.
El refugio de Bin Laden
Cuando estaba de corresponsal en Pakistán pensé que había sido testigo del día en que la guerra de Afganistán había acabado. Quizá, pese a todo, de alguna forma fue así.
Dos de mayo de 2011. El mundo está pendiente de las Primaveras Árabes, una ola de protestas que aspira a cambiar el mapa del poder en el norte de África y Oriente Medio, y tengo colegas que incluso han abandonado Pakistán, país que no es árabe y que queda al margen de la agitación popular, para ir a cubrirlas. Yo sigo aquí. Estoy durmiendo y el jefe me llama por teléfono desde la India. Han matado a Bin Laden. Qué dices, déjame dormir, que tengo sueño. Que sí, que sí. Las primeras filtraciones a la prensa dicen que el ataque se produjo “en las afueras” de la tranquila Islamabad. Pronto Obama comparece para confirmar la muerte de Bin Laden y explicar que la operación tuvo lugar en Abbottabad, una ciudad situada a unos 120 kilómetros por carretera de Islamabad.
Entrevistar a Bin Laden, cubrir su muerte o cualquier cosa relacionada con él era el objetivo de cualquier periodista que trabajara en la región. ¿Dónde se escondía? Pensábamos que en alguna cueva recóndita, en las montañas, en la abrupta frontera afganopakistaní, pero vivía a tan sólo dos horas de mi casa: en Abbottabad, ciudad de militares jubilados y que acoge la Academia Militar de Kakul, el West Point pakistaní, la cuna del Ejército. Un lugar vigilado.
Prendo la televisión y subo el volumen. La versión oficial de Estados Unidos es tan firme como difícil de creer. Veintitrés unidades Navy SEAL a bordo de dos helicópteros Black Hawk lanzan una audaz operación para matar al líder de Al Qaeda, que se esconde en una finca de tres plantas. Entran de madrugada, en una noche de luna nueva, lo acribillan y tiran el cadáver al mar Arábigo.
Me visto, preparo la cámara. Llamo a fuentes de inteligencia para saber si el camino está cortado por el Ejército pakistaní. Los periodistas debíamos en teoría pedir permisos para movernos por buena parte del país y, ante un acontecimiento colosal como aquél, estaba seguro de que nos impedirían pasar. No fue así.
Salimos en coche desde Islamabad rumbo a la última morada de Bin Laden. El paisaje es hermoso. Serpenteamos la carretera de Karakórum y atravesamos apacibles pueblos pastunes de montaña. No hay casi tráfico, tan sólo debemos adelantar a los emblemáticos camiones pakistaníes, homenaje oriental al horror vacui: orgía de colores, espejos, versos en urdu, maderas, motivos religiosos.
Llego a Abbottabad.
—¿Bin Laden?, ¿Bin Laden?
—Por ahí —señala un vecino de Bin Laden, que no duda en invitarme a un té. No parece el mejor momento.
El miedo inicial se va disipando y pronto en la gente se percibe una mezcla de escepticismo y alivio. Sé que son horas clave. Lo poco que haya de verdad, lo extraeré ahora. Cuando pasen los días, vengan más periodistas y los servicios secretos hablen con los vecinos para que no digan cosas que no deben decir, la verdad, la pizca de verdad que pueda haber aquí, desaparecerá.
Hay alumnas con hiyab, un mercado atestado, congestión de tráfico, cláxones que me dejan sordo. Algunos vecinos rehúyen preguntas y hacen gestos bruscos con la mano cuando ven una cámara. Otros bromean. La mayoría dice que todo esto es un cuento.
—No es fácil matarlo, no es un hombre cualquiera. Estados Unidos está mintiendo, no está muerto —dice Shehbaz, que trabaja en una tienda de telefonía móvil.
—Es todo una comedia montada por Obama para sacar a sus tropas de la guerra afgana —dice Faisal Ilyas, un funcionario de Abbottabad que vive a pocos kilómetros de la casa de Bin Laden.
Pero los ojos de los vecinos, que navegan entre la ansiedad y la excitación, dicen sin querer que éste es un momento importante, que Bin Laden ha muerto. Su falsa indiferencia los delata. También los televisores a todo volumen en las tiendas, los comercios, los pisos a pie de calle, donde los vecinos de Bin Laden siguen la información sobre la muerte de Bin Laden.
Los militares me dan el alto cuando llego al barrio residencial de Bilal Town, donde está la casa de Bin Laden. Está acordonado por las fuerzas de seguridad. No puedo ver la vivienda. Intento pasar cuando pienso que nadie me mira, pero un soldado me pone la mano en el pecho:
—Algunas cosas deben mantenerse en secreto—dice.
Al día siguiente, las autoridades pakistaníes deshacen el cordón y dejan pasar a la prensa. Entramos en estampida, como si fueran las rebajas. Comprobamos que, efectivamente, la finca se halla en el centro de una tierra cultivable que está a tiro de piedra de la Academia Militar de Kakul.
No nos dejan entrar a la casa, pero la podemos ver desde fuera. Es una finca que fuentes estadounidenses llegaron a tasar en un millón de dólares. Bin Laden estuvo viviendo allí cinco años. El jardín interior al que da el edificio de tres pisos es tierra quemada. Allí fue donde se descolgaron los Navy SEAL para entrar y matarlo. Todo salió tal y como Hollywood lo hubiera planeado. Un año después, de hecho, se hizo una película sobre la operación: Zero Dark Thirty de Kathryn Bigelow. Geronimo E.K.I.A. [Enemy Killed In Action]”, dijo por radio el comando que mató al líder de Al Qaeda. “Gerónimo —desafortunado nombre en clave de Bin Laden— muerto en acción”.
Doy una vuelta a la casa. En la entrada, me obsesiono con el timbre de la marca Commax. Es tentador pulsarlo, pero los soldados pakistaníes que custodian la puerta me disuaden de hacerlo. Un alambre de espino protege la finca. Hay cultivos alrededor de la casa que están siendo pisoteados por los periodistas que hemos venido a cubrir la noticia. Un agricultor nos echa la bronca, ajeno a la muerte del icono del terrorismo global. Hay niños jugando. Gritan a los reporteros: “¡Talibán, talibán!”, como diciendo: “Eso es lo que estáis buscando, ¿eh?”. Hay fragmentos de chatarra en el campo y especulamos si podrían ser de un helicóptero militar estadounidense accidentado. Buscamos souvenirs. Las televisiones hacen directos. Abbottabad es un parque temático del terrorismo.
¿El fin de la “guerra contra el terrorismo”?
En esta región, cada diez años ocurre un terremoto: 2001, invasión de Estados Unidos; 2011, muerte de Osama bin Laden; 2021, vuelta de los talibanes a Kabul.
Cuando en agosto de este año observaba el derrumbe de Afganistán desde la distancia, reflexioné sobre cómo había cambiado mi percepción sobre Estados Unidos. Cuando cubrí la muerte de Bin Laden, tuve la sensación de que tenían todo controlado, de que eran omnipotentes. Fue una operación audaz y manejaron a la prensa a su antojo. La imagen que más se recuerda de aquella operación contra Bin Laden, de hecho, no es de Pakistán, el lugar de los hechos, sino del equipo de seguridad nacional de Estados Unidos en la Situation Room de la Casa Blanca, con un Obama adusto y Hillary Clinton tapándose la boca, siguiendo en directo la operación para matar al terrorista más buscado del mundo.
Ahora, con la llegada de los talibanes a Kabul, han perdido el control del relato. Quizá eso sea un eufemismo. Las imágenes de su evacuación son las de una superpotencia derrotada. Estados Unidos sacó del país a más de 120 000 personas, la mayoría colaboradores suyos durante la ocupación, en un operativo durante el cual se produjo un atentado de ISIS-K en el aeropuerto de Kabul que mató a más de 180 personas.
Pero había algo que ambos acontecimientos tenían en común: el de una realidad que parecía sólida y que de repente se desvanece. Yo había participado como periodista —no es un papel menor— en construir y difundir una ilusión. Había un motivo para estar allí, había un enemigo al que batir, había una necesidad de quedarse.
Quizá no.
El título de la obra no engañaba. La “guerra contra el terrorismo” de Bush hijo era una guerra, por definición, inmaterial, imposible de ganar, porque el terrorismo no es un Estado ni un grupo en particular. Una guerra simbólica que desbordaba los límites geográficos de Afganistán y Pakistán y que se instalaba en nuestras vidas cotidianas, en los controles de los aeropuertos, en la paranoia colectiva.
Esa guerra, transformada, sigue. Pero, si entendemos la “guerra contra el terrorismo” como ese ciclo de invasiones iniciado por Bush (Afganistán, Irak) que implica botas sobre el terreno, inyección masiva de dólares y la proyección de Estados Unidos como guardián universal de los valores occidentales, es razonable pensar que sí ha acabado. Estados Unidos seguirá atacando a sus enemigos —la guerra a distancia con drones será uno de sus métodos favoritos—, pero perderá influencia en países como Afganistán y allí Rusia y China (aliada de Pakistán e interesada tanto en mantener una buena relación con los talibanes como en que la minoría musulmana uigur de su territorio no se agite) tienen intereses estratégicos.
Se llegó a definir el conflicto de Afganistán con el oxímoron de la “guerra justa”. Ha estado llena de dolor, de principio a fin. Y la historia no ha vuelto como un bumerán: han vuelto los talibanes, pero la alternativa a ellos ha desaparecido.
El yihadismo global verá la toma de Kabul por parte de los talibanes como una victoria histórica. Ya pasó en los estertores de la Guerra Fría, tras la invasión soviética de Afganistán, en la década de 1980. Afganistán fue un Vietnam para la Unión Soviética, que se derrumbó poco después de aquella derrota. Los muyahidines, que organizaron la resistencia islamista contra el enemigo ateo desde la vecina Pakistán, con el apoyo económico de Estados Unidos y Arabia Saudí, se vieron como los verdaderos vencedores del comunismo y, por lo tanto, de la Guerra Fría. El nacimiento de los talibanes, en 1994, no puede entenderse sin el caos que siguió a la retirada soviética. Tampoco el auge de Al Qaeda, que nació en la frontera entre Pakistán y Afganistán en 1988. Todavía hoy se oyen los ecos de aquella guerra.
El Imperio británico en el siglo XIX. La Unión Soviética en el siglo XX. Estados Unidos en el siglo XXI. Estos días ha resucitado el cliché de Afganistán como el “cementerio de los imperios”, pero tras cuatro décadas de caos y guerras parece más justo decir que esos imperios son los que han convertido Afganistán en un cementerio.