Los socios violentos del Estado: 10 años de cárteles y autodefensas en Michoacán
Este año se cumplen diez del surgimiento de los grupos armados que conmocionaron al país: las autodefensas. En Michoacán, donde hoy no hay paz sino una “tensa calma”, no erradicaron el crimen organizado, más bien, se volvieron actores indispensables para regular la violencia. El Estado mexicano ha dependido de las autodefensas, las usa y estos grupos lo usan a su vez. Aquí se expone cómo se lleva a cabo realmente la gobernanza a nivel local.
Hace diez años, en febrero de 2013, un centenar de hombres se levantó en armas en el corazón de la región de Tierra Caliente, en Michoacán, al oeste de México. Se hacían llamar “autodefensas de Michoacán” y su pretensión era combatir y aniquilar al cártel de los Caballeros Templarios, una organización criminal que dominaba la mayor parte del estado. Tras dos años de movilizaciones que reunieron a más de quince mil hombres armados en 34 municipios de Michoacán, los grupos de autodefensa consiguieron desarticular el cártel.
Sin embargo, estos grupos nunca conformaron una fuerza regional homogénea. Cada nuevo grupo utilizaba el apelativo de autodefensa pero se quedaba como responsable de su propio municipio, definido por las fronteras administrativas. Este enfoque local se reflejaba en los uniformes: camisetas blancas o azules con el nombre del municipio impreso bajo las palabras “autodefensas de Michoacán”. Al interior de los grupos también se observaban importantes variaciones sociológicas. Aunque sus miembros procedían de regiones similares, sus perfiles abarcaban desde pequeños agricultores y empleados hasta empresarios y notables locales. Además incluían a miembros de los Templarios y a narcotraficantes independientes que veían en las autodefensas una oportunidad para la redención social y la recuperación o la apropiación de mercados ilícitos.
“Queda poco de las autodefensas, algo que está sin estar, muchos recuerdos, mucha gente muerta, gente que se fue, gente que no quiere hablar, pero también recuerdos de las esperanzas, de las experiencias, de haber estado ahí en las barricadas y de matarte a chingadazos con los Templas [Caballeros Templarios]. Es eso pues, un recuerdo que te cuento si me lo pides, pero que me da un poco de pena”, así me contestó Marcos, exmiembro de las autodefensas en la región de Tierra Caliente, cuando le pregunté, en noviembre de 2022, lo que quedaba de ellas diez años después.
Formalmente activas entre 2013 y 2015, las autodefensas de Michoacán son un caso de estudio fructífero para analizar el vigilantismo* armado y sus conexiones con grupos criminales y autoridades públicas. Sobre todo, y más allá del periodo activo del movimiento, los levantamientos y la multiplicación de los grupos dejaron huellas que siguen siendo fundamentales en el panorama de la política, la (in)seguridad y la violencia en Michoacán.
A partir del trabajo de campo que he realizado desde 2013 en el estado, este ensayo deja de lado a las policías comunitarias para centrarse en las autodefensas no indígenas y hacer las siguientes preguntas sobre la gobernanza de la violencia en México: ¿por qué se han multiplicado los grupos de autodefensa?, ¿qué relación tienen con los grupos delictivos, por un lado, y con las autoridades públicas, por el otro?, ¿qué papel desempeñan en la regulación de la violencia y en la gobernanza local?
Para contestar, veremos cómo los líderes civiles armados y el gobierno mexicano han dialogado, colaborado y se han enfrentado a lo largo de los últimos diez años. Sobre todo, veremos cómo los primeros, a través de su movilización en las autodefensas, pero también mediante relaciones mantenidas con autoridades públicas, se convirtieron en patrones políticos —caciques, por llamarlos de otra manera— capaces de controlar territorios, recursos estratégicos, juegos políticos, mercados económicos lícitos e ilícitos y redes de intermediación que conectan a los ciudadanos con los tres niveles de gobierno.
Por lo tanto, analizar la última década michoacana permite documentar el surgimiento de operadores políticos armados que pueden utilizar sus habilidades para volverse dominantes —e indispensables— en los esquemas de gobernanza local. Simultáneamente, este caso sirve para estudiar cómo el gobierno es capaz de negociar, cooptar, reprimir o institucionalizar a diversos actores informales, incluso violentos, en el México contemporáneo.
Desgraciadamente, veremos cómo el hecho de gobernar a través de “hombres fuertes” a nivel local —sean líderes de autodefensas, jefes criminales, miembros de partidos políticos, activistas o élites empresariales— acaba promoviendo la fuerza como recurso clave para acceder o mantenerse en el poder. Esto termina limitando, debilitando e incluso, en ciertos casos, impidiendo la participación y la representación políticas no armadas de la ciudadanía local, cerrando así la vida democrática de regiones enteras.
Hacer el trabajo que el gobierno no hace
Las autodefensas dijeron “hacer lo que el gobierno no hacía” en la lucha contra el crimen organizado y la extorsión, al tiempo que le pedían a ese mismo gobierno que las apoyara con recursos políticos y militares. De ahí la paradoja: mientras reivindicaban una tradición de localismo, rancherismo, autoorganización y autojusticia, exigían a la vez una mayor presencia e intervención del Estado, principalmente para respaldar sus levantamientos y la lucha contra los Templarios.
En gran medida, las autodefensas tuvieron éxito. En paralelo a dos años de enfrentamientos, asesinatos y detenciones, el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto abrió en 2014 un proceso de negociación inédito entre civiles armados y autoridades públicas. En un año, parte de las autodefensas pasaron de ser grupos armados ilegales a ser “legalizados” mediante la creación de un nuevo cuerpo de policía local, la Fuerza Rural, hoy desaparecido.
Sin embargo, después de diez años de promesas de paz y seguridad, Michoacán no solo se ha mantenido entre los cinco estados más violentos del país, sino que tuvo un aumento de 186.97% en el número de homicidios entre 2015 y 2021. En 2022, a pesar de una disminución de 10.90%, fue el cuarto estado más violento, con un total de 2,423 homicidios registrados y una tasa de 51 asesinatos por cada cien mil habitantes (SESNSP). Además, en 2021 ocupó el primer lugar nacional en desplazamiento forzado interno, con 13,515 personas oficialmente desplazadas (CNDH).
Por si fuera poco, el estado sigue siendo hogar de decenas de organizaciones criminales y grupos armados. En años recientes fue el escenario de un conflicto especialmente violento entre el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y una coalición de grupos delictivos locales y exautodefensas, llamada Cárteles Unidos. Por último, Michoacán es una zona crucial para la importación y el tráfico de cocaína, la importación de precursores químicos desde Asia para la producción de fentanilo y metanfetaminas y para la extorsión y el cobro de piso a empresas locales, actividades de minería y agroindustrias de exportación multibillonarias como el limón, las berries y el famoso aguacate, lo que forma un panorama de mercados criminales particularmente complejo.
En este ensayo, identifico cuatro fases que permiten entender el panorama actual. La primera es la creación y expansión de las autodefensas, su lucha contra los Templarios y su institucionalización parcial como parte de la Fuerza Rural, entre 2013 y 2015. En la segunda fase, entre 2015 y 2018, el poder local se consolidó en manos de líderes que habían acumulado recursos y control sobre mercados lícitos o ilícitos gracias a su participación en las autodefensas. En la tercera ocurrió una ruptura violenta de las alianzas entre los grupos dominantes que desembocó en el conflicto entre Cárteles Unidos y el CJNG, un episodio que los habitantes de Tierra Caliente ahora llaman “la guerra”, y que sucedió entre 2019 y 2022. Finalmente, está el periodo actual, caracterizado por la violencia crónica combinada con una aparente estabilidad tras esa “guerra”, a la cual nuestros interlocutores, durante el invierno de 2022, se referían como una “tensa calma”.
Este apelativo, lejos de representar un progreso hacia la paz, indica más bien que los habitantes se han acostumbrado a niveles y prácticas de violencia extremos. Juan (nombre ficticio), un activista que lleva décadas trabajando en Tierra Caliente, nos describió la situación actual de la siguiente manera:
«Paz no hay. La tensa calma, sí, es algo que muchos dicen… Que somos resilientes pero frustrados, resignados. ¿Se puede construir algo real así?, ¿se puede trabajar con esta base? Quizás no sea el miedo de antes, quizás las autodefensas hayan quitado parte del miedo, pero no te creas. Esto no es paz, tampoco es conflicto, no sé lo que es… Es la vida que tenemos. Cuando las cosas se ponen calientes, ahí ves que la gente se guarda enseguida… son prácticas aprendidas. No sales, no hablas, te cuidas, sabes buscar la info. Pero, bueno, eso baña en miedo, en temor. La gente no toma ningún riesgo, porque todos sabemos de la realidad de la amenaza. Aquí, si te pasas tantito: piso [muerte]. La línea es bien delgada entre portarte bien y pasarte de lanza. Quizás seamos más cínicos que antes, todavía más escépticos frente a cualquier promesa, proyecto, discurso… La gente de aquí es muy pragmática, y sabe que la violencia es la que te da el poder real, el poder de hacer política principalmente. […] Vivimos en una tierra de violencia, una tierra de cárteles y grupos armados. Aguas, no es una tierra sin ley. […] En Michoacán hay ley, hay orden. […] Vivimos bajo la ley de los cárteles, del ejército, del gobierno.»
El argumento de Juan sobre el orden es crucial para entender gran parte del México en llamas. Ese “orden” no implica la ausencia de violencia, sino su regulación por parte de diversos actores públicos y privados que negocian la manera de ejercer el poder y la autoridad a nivel local. Estas negociaciones —o diálogos— ocurren de forma constante, dentro de lo que podemos llamar “relaciones político-criminales” o relaciones entre los mundos políticos y los actores locales más o menos violentos: caciques, empresarios, operadores políticos, líderes, traficantes. En suma, autoridades de facto que son, como lo veremos más adelante, intermediarios indispensables para la buena marcha de la gobernanza local.
Restaurar el orden moral y social
Gran parte del trabajo de académicos, expertos y periodistas ha argumentado que la multiplicación de organizaciones criminales y grupos civiles armados como las autodefensas —a veces denominados grupos “vigilantes”— son un síntoma del debilitamiento del Estado, es decir, se entienden como enemigos absolutos de los poderes públicos. Este ensayo presenta una hipótesis diferente: sostiene que la multiplicación de actores violentos en México —incluyendo a los grupos de narcotraficantes—, lejos de implicar un retroceso mecánico del Estado, ilustra una transformación de las modalidades de negociación entre las autoridades públicas, los civiles armados y los grupos criminales para la gobernanza de vastas zonas del país, particularmente en el marco de la “guerra contra las drogas”.
Retomando el argumento de Juan acerca del “orden” michoacano, vale la pena recordar el propósito inicial de las autodefensas: abolir el control impuesto por los Templarios, en particular mediante el desalojo de los miembros del cártel. Esta “limpieza” estuvo acompañada del deseo de producir un nuevo orden social y moral que nos recuerda la tensión de la que habla la mayoría de los grupos de autodefensa, en México y en el mundo, como movimientos comprometidos a “violar la ley para hacerla cumplir”.
Las tareas “judiciales” de las autodefensas buscaron renovar o restaurar un orden social. Esto incluía la confiscación de propiedades de los Templarios, el castigo físico y la eliminación de sus miembros. Sin embargo, las autodefensas mostraron que los “vigilantes” no persiguen la erradicación total del crimen. Más bien, se pueden dedicar a regularlo para hacerlo más aceptable moralmente, pero también, en el caso de Michoacán, para separar las actividades delictivas —como la producción y el tráfico de drogas— del resto de la sociedad. Retomando aquí una idea muy escuchada en campo, se busca el regreso a un pasado (a veces fantasioso) en el cual los “‘narcos’ no se metían con la gente”. En otras palabras, para vivir con tranquilidad habría que restaurar dos universos paralelos, con el crimen por un lado y la sociedad “sana” por el otro.
Aquí aparece otra paradoja fundamental de las autodefensas. Aunque estos grupos fueron el resultado de un cúmulo de descontentos, su ambición moral y social no era eliminar el crimen organizado, el narcotráfico o enfrentarse al Estado, sino cambiar la forma de actuar de ambos. En esta paradoja, la autojusticia se presenta como un imperativo moral: cuando el gobierno no hace su trabajo contra los grupos criminales, uno debe hacer justicia con sus propias manos y convertirse en protector de la comunidad.
Control del territorio y construcción de feudos para el poder y la intermediación
La capacidad de las autodefensas para restablecer el orden se fundó en su organización territorial. Entre 2013 y 2015 sus líderes construyeron su autoridad sobre pequeñas porciones de territorio para aparecer como los únicos jefes, tanto frente a la población como ante el gobierno federal. Al encargarse de la seguridad y del control de sus feudos, los líderes de las autodefensas lograban presentarse ante las autoridades como aliados en la cogestión de la gobernanza.
De hecho, la territorialización de las autodefensas les permitió entablar una cooperación militar activa con las fuerzas públicas, en especial cuando se trataba de perseguir a miembros de los Templarios. A cambio, mediante la colaboración con los líderes, estas últimas buscaban recuperar legitimidad local o, al menos, garantizar su presencia a través de un socio local. Las autodefensas ofrecieron a las fuerzas federales habilidades y conocimientos valiosos, no solo en cuanto a la vida social local, sino también respecto al dominio del terreno. El conocimiento de las brechas que atraviesan las sierras, por ejemplo, no lo poseían en su totalidad las fuerzas federales, aunque estuvieran masivamente desplegadas en la región. La pericia local de las autodefensas resultó ser uno de los principales activos para ganarse la confianza de las fuerzas públicas y las autoridades federales.
Estas relaciones dependen de un control territorial que puede parecer contradictorio. Los líderes consolidaron feudos que pueden causar una impresión de aislamiento, pero a la vez lograron abrir un diálogo político con el mundo exterior. De hecho, al igual que muchos otros actores violentos en México, incluidos los narcotraficantes, las autodefensas de Michoacán lucharon por convertirse en socios e intermediarios de las autoridades, es decir, en engranajes que conectan y controlan flujos de recursos estratégicos (como financiación pública, aplicación de políticas públicas, escaños electorales y puestos de trabajo, por ejemplo) entre el gobierno y la sociedad local. De este modo, oscilando entre la presión y la colaboración, los líderes de las autodefensas instalaron su papel como interfaces de poder, mientras las autoridades reforzaron sus capacidades de operación política, mejoraron su capacidad para recabar información sobre las dinámicas locales de violencia e hicieron nuevos aliados, aumentando así su capacidad de gobernanza local.
Líderes armados y delegación de poder
Estos roles de intermediación son comunes en el México rural —equivalentes a los caciques, por ejemplo—. Históricamente, el gobierno mexicano ha tolerado, apoyado e incluso autorizado que este tipo de autoridades informales se hagan cargo de ciertas tareas de gobernanza e incluso de usar la violencia, siempre y cuando se mantengan alineados con las autoridades públicas. En Michoacán, la experiencia, el carisma y el poder acumulados por los líderes de estos grupos desde 2013 siguen siendo centrales en la arquitectura de la seguridad local actual. Carlos, el líder de un grupo que combina civiles armados (exmiembros de autodefensas) y fuerzas policiales de la región de Tierra Caliente, analizó estas capacidades en una entrevista que le hice en noviembre de 2022:
«Tengo la capacidad de sacar a mi gente a las calles en un segundo. Solo tenemos que tocar las campanas de la iglesia o enviar una serie de mensajes de WhatsApp, y la gente sale de inmediato. Esto es lo que cambió con las autodefensas, la gente ha perdido el miedo a los grupos criminales o al gobierno, y nosotros estamos organizados, tenemos la experiencia… Es nuestro territorio y lo conocemos como la palma de nuestra mano. Es muy poco probable que puedan entrar en nuestro municipio sin que lo sepamos enseguida, y si nos enteramos de algún tipo de amenaza, reaccionamos y sacamos a nuestra gente a la calle, con armas o sin ellas. Los otros grupos lo saben, y el gobierno también, así que se lo piensan dos veces antes de hacer cualquier estupidez.»
Este testimonio ilustra un legado crucial de las autodefensas: un aprendizaje de movilización colectiva, ocupación territorial, patrullaje armado y un sentido de pertenencia y ayuda mutua. Estos know how se combinan con el sentimiento más difuso, descrito por Carlos, de “haber perdido el miedo”: si la seguridad pudo ser asumida en 2013, se puede volver a lograr cada vez que se identifique una amenaza.
La capacidad de vigilar el territorio y movilizar a la población local sigue constituyendo un recurso político crucial. Puede ser útil para protegerse, pero también para apoyar o enfrentar a un candidato o un partido político en época de elecciones, por ejemplo. En ese sentido, cada líder, incluso cuando controla lo que puede parecer un territorio pequeño e insignificante, actúa en realidad como un caudillo que goza de un capital político sólido y accionable, y se lo puede ofrecer a un aliado exterior. Estas capacidades le dan una posición de operador, de socio de las autoridades públicas para la gobernabilidad, como me comentó un exautodefensa y activista político de la región Sierra-Costa del estado:
«Lo que siguen dando los líderes es estabilidad. Y con los niveles de violencia que se ven en Michoacán, esto es clave. Los líderes controlan a la población, pero también se aseguran de que el municipio se mantenga en calma… Y eso lo quieren todos, la gente de aquí, los empresarios, porque no quieren violencia, y las autoridades también. Todo el mundo sabe que los líderes tienen intereses y trabajan con uno u otro grupo criminal… Es imposible evitar eso por aquí, no puedes escapar de los cárteles, al menos tienes que hablar con ellos… Pero mientras traigas estabilidad y seguridad, todo el mundo está contento […]. ¿Sabes?, la gente evalúa tu eficiencia como jefe de esta manera: si te saco, ¿qué va a pasar?, ¿quién ocupará tu puesto?, ¿traerá más violencia?, ¿más inestabilidad? Incluso para el gobierno es mejor quedarse contigo… Ellos trabajan con los líderes, los conocen, aunque sepan que pueden estar metidos en el narco… Pero nadie te va a juzgar si te dedicas a mover droga en Michoacán, siempre y cuando te comportes correctamente con la gente… Podrías imaginar que es responsabilidad del gobierno hacer algo contra el narcotráfico, pero honestamente a nadie le importa que trafiques droga mientras mantengas la estabilidad, ¿entiendes?»
Así, la eficacia es la columna vertebral de la autoridad de los jefes convertidos en intermediarios políticos y el gobierno está dispuesto a trabajar con ellos por su capacidad para regular la violencia y conservar el orden a nivel local. Esta dinámica nos permite comprender mejor la importancia de los líderes armados para mantener los canales de intermediación política (y patronazgo) entre el gobierno federal y diferentes actores —armados o no— sobre el terreno.
La inestabilidad y los ciclos de violencia
Las alianzas creadas entre las autoridades y los caciques son, por naturaleza, inestables y difíciles de mantener en el largo plazo. Lejos de representar pactos sólidos, están marcadas por fricciones y conflictos constantes debido a que los líderes locales quieren respaldo político al tiempo que buscan mantener su margen de autonomía. En Michoacán, por ejemplo, durante años, los líderes surgidos de las autodefensas han podido, entre otras medidas concretas, mantener controles de carreteras, implementar vigilancia local, patrullar y llevar armas o cobrar presupuestos públicos, proporcionando así un poder local crucial a sus jefes.
Al no ser estables, estas formas de delegación de poder, desde las autoridades públicas hacia los caciques, tienen múltiples consecuencias políticas. Primero, los acuerdos informales se ven constantemente amenazados por otros actores que buscan competir para ser parte de ellos, incluyendo otras instituciones públicas o fuerzas del Estado que pelean entre ellas para ejercer influencia, manteniendo así largos ciclos de violencia.
Cuando las autoridades actúan como reguladoras de la violencia en vez de crear respuestas transparentes en materia de seguridad y justicia, contribuyen a externalizar las tareas estatales y depositarlas en los jefes locales. Aunque esta decisión pueda parecer eficiente en el corto plazo (por ejemplo, si contribuye a un repentino descenso de los homicidios), la consolidación del poder de los caudillos deslegitima al Estado como único garante del orden y la seguridad.
Estamos frente a dinámicas de cogobernanza que se mueven siempre en una zona gris entre lo público y lo privado, con los grupos armados asumiendo cada vez más tareas de seguridad pública. En estos contextos, para que las autoridades toleren el uso de la violencia por parte de los grupos no estatales, estos deben seguir normas que no están en ninguna ley. Cuando el gobierno federal decide quién es legítimo para formar parte de negociaciones, por ejemplo, la decisión no se basa únicamente en criterios legales. Casi todos los grupos locales son ilegales por naturaleza: portan armas de uso exclusivo de las fuerzas armadas, probablemente han cometido delitos y gran parte de ellos están implicados en actividades ilícitas. Aquí, varias decisiones pragmáticas superan a las categorías legales, para permitir la gobernanza.
El gobierno no necesariamente discrimina si los interlocutores o aliados son legales o ilegales; simplemente los separa entre amigos o enemigos. Este enfoque tiene varias consecuencias. En primer lugar, evoluciona constantemente: el amigo de ayer es el enemigo de hoy, y así sucesivamente. En segundo lugar, estas alianzas no necesariamente debilitan al gobierno federal en el corto plazo, sino que le permiten actuar como juez y verdugo. La ley no desaparece, se convierte en un espacio flexible para construir nuevas relaciones y alianzas, al tiempo que sanciona otras, y se aplica según criterios que solo las autoridades y pocos interlocutores privilegiados conocen y pueden anticipar. Así, la ley es una poderosa herramienta política precisamente porque su aplicación es gris e imprevisible para la mayoría.
Desgraciadamente, los sucesivos gobiernos de Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador no han sido capaces de proporcionar un marco sólido, formal y transparente para las estrategias de seguridad pública implementadas en Michoacán, ni para las negociaciones que siguen existiendo con caciques para pacificar la región. La movilización de las autodefensas entre 2013 y 2015 —y la economía política de la violencia que ha prevalecido desde entonces—muestra cómo en México los líderes armados pueden convertirse en caciques, operadores e intermediarios políticos que controlan el acceso a recursos estratégicos, mercados económicos lícitos e ilícitos y redes que conectan a ciudadanos y autoridades públicas. Esto no solo provoca una institucionalidad no sostenible, sino que alimenta la coerción y la violencia —puestas en manos de los caciques— como herramientas clave para la gobernanza, limitando, o incluso impidiendo, la participación y representación política no armada del resto de la ciudadanía.
*El vigilantismo puede pensarse como un conjunto de prácticas de “apropiación comunitaria de la seguridad y la justicia”. Para un estudio del concepto en el contexto latinoamericano, ver en particular: Antonio Fuentes Díaz, Leandro Gamallo y Loreto Quiroz Rojas (coords.), Violencias colectivas, apropiaciones de la justicia y desafíos a la seguridad pública, CLACSO, BUAP, ICSyH, 2022. Para más información sobre la paradoja del vigilantismo, véase «Outlaw vigilantes«, número especial de Politix, coordinado por Gilles Favarel-Garrigues y Laurent Gayer.
Este trabajo presenta una parte de los análisis elaborados en el informe “Diez años de vigilantes: las autodefensas mexicanas”, realizado por el autor para la organización Global Initiative (GI-TOC) y disponible en línea: https://globalinitiative.net/analysis/diez-anos-autodefensas-mexicanas/.
Romain Le Cour Grandmaison es doctor en Ciencias Políticas y trabaja como senior expert en Global Initiative (GI-TOC).
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