Los habitantes de la Ciudad de México replantearon sus vidas durante la emergencia sanitaria. Las calles quedaron solitarias y las empresas laboraron de manera remota. Pero no todos pudieron quedarse en casa. Para miles era salir a trabajar o quedarse sin sustento; y sin ellos, la ciudad no hubiera podido funcionar. Estos son los rostros del trabajo durante la pandemia.
“¿Se imagina? Si nos hubiéramos guardado por lo de la pandemia, cada familia tendría que venir a sepultar a su difuntito”, dice Juan, un hombre de 60 años, robusto, con manos terrosas, cara cubierta con sombrero y paliacate. Con sus palabras abre una imagen tétrica a quien lo escucha: en este camposanto que se extiende sobre la loma de un cerro en Ecatepec y que mira a todo un valle urbanizado, hombres y mujeres abren torpemente la tierra con picos y palas, casi zombis del cansancio y la tristeza, intentando hacer agujeros profundos y geométricos para arrojar ahí los féretros.
Sí, alguien tiene que hacer el trabajo que el resto no queremos o no podemos, o ni siquiera imaginamos, pero que es necesario: las manos ampolladas, el sol y los bichos, el sudor que pica en la piel; el polvo, las náuseas, el dolor, el miedo. Se dice que en la antigua Roma, enterraban a los difuntos en sus propias casas, pero no se aclara si lo hacían sus propias familias. El tema es que en México, desde el Virreinato, sacamos a los muertos de la vida cotidiana y los enviamos a las afueras de las ciudades, y la tarea de sepultarlos quedó en manos de otros, unos desconocidos, como Juan, a quienes incluso los vivos miramos con cierto recelo, porque pareciera que están más cerca de ellos, los muertos, que de nosotros.
Juan es panteonero desde hace 20 años en San Isidro Atlahuatenco, en Ecatepec, uno de los municipios más violentos en el Estado de México. Su trabajo termina cuando echa la última palada de tierra sobre la tumba y comienza el de Ivonne Islas, una mujer cuyo oficio no tiene aún nombre definido pero que, en un intento por nombrar, dice “Somos los que cuidamos a los difuntitos”. Ivonne cuida las tumbas. Les quita las flores secas, el agua estancada, la basura acumulada; les construye lápidas o les siembra un jardín: rosales, geranios, suculentas. Cuidar la casa de los muertos, su tumba, es también cuidar de ellos.
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Un panteón, quién lo diría, es un lugar lleno de vida, incluso ahora que está colmado de una muerte inasible. Inasible en el sentido de la imposibilidad de tocar y también en el de lo incomprensible. Cuando se declaró la fase dos de la pandemia y enviaron a los vivos a casa, se prohibió el acceso a cualquier visitante y trabajador a este sitio, salvo a los excavadores de tumbas. Pero la incredulidad al virus y la necesidad de trabajar no pudieron sacar a Ivonne ni a los músicos de aquí. Para ella, el trabajo era cosa de supervivencia: “Hubo días que sólo había tortillas y un chilito verde en la mesa de su pobre casa”, y el Covid, cosa política: “Eso pensábamos, que vino de otro país por la política; que porque había exceso de población, los mataban, pero ya aquí vimos, con tanta tumba, que era verdad”.
Sí, un panteón es un lugar lleno de vida. Está habitado por mezquites y pájaros; por allá los panteoneros cargan palas y picos, por acá los cuidadores barbechan la hierba; a lo lejos se escucha una balada que sale de una afónica grabadora; a la entrada, con prudencia, los músicos esperan a que alguien pague una canción para despedir a sus muertos.
Generalmente, a las abuelitas y abuelitos se les llora con resignación por su descanso; a los primos se les aplaude; y a los niños y bebés se les llora con desconsuelo. Pero, en los últimos meses, no todos despiden a sus seres queridos. Ivonne dice que si de por sí la muerte es triste, con el coronavirus lo es aun más. “Unos reniegan de la enfermedad, otros dicen que ya les tocaba, pero todos tratan de encontrar consuelo”, dice Juan. Es una muerte sin multitudes (a lo mucho y sin permiso de la autoridad, 10 familiares pueden estar para despedirse), antiséptica (los féretros llegan emplayados y se prohíbe abrirlos), deprisa (ya no hay tiempo ni para las lágrimas). Y muchas veces, sin flores. “Ya vienen tan gastados que a veces ni flores hay para el amigo”.
El cementerio de San Isidro está cortado en dos por la misma avenida que conduce al penal de Chiconautla, uno de los más hacinados y precarizados del país: antes del coronavirus, ya lo azotaba el virus de la tuberculosis y los internos debían pagar al custodio para que ingresaran el jabón y la medicina que sus familiares les mandaban. En este panteón, durante la época más álgida de la pandemia, un día llegaron a enterrar a 20 personas, según cálculos de los trabajadores; antes de la pandemia llegaban unos tres o cuatro. La cantidad fue tal que las autoridades municipales trajeron una retroexcavadora para hacer una fosa común de cuatro por doce metros de extensión y cuatro de profundidad en la entrada del panteón, adonde destinarían los cuerpos abatidos por la Covid-19. Una fosa en donde cabrían alrededor de 165 difuntos dentro de sus féretros, apilados uno sobre otro “y si falta espacio, la hacemos más profunda”, declaró la encargada del área de panteones del municipio. Hoy esa fosa permanece vacía, no por falta de cuerpos, sino porque las familias no han permitido que se deposite ahí a sus muertos.
El 24 de abril, el primer día que hubo registro oficial del virus en Ecatepec por parte de la autoridad local, sumaron 10 fallecidos desde el inicio de la pandemia. Para el 15 de mayo llegaron a 34; en dos semanas, a 83. Los quince días siguientes ocurrieron 55 decesos más. Desde entonces no harían más que escalar estrepitosamente: en las siguientes dos semanas, se registraron 289 más. Dos semanas después llegarían a 700, para sumar mil decesos en Ecatepec a inicios de septiembre. En este municipio hay tres panteones municipales y la mayoría de los muertos de la pandemia ha venido a parar aquí. Por eso le llaman “panteón Covid”.
Con el repunte de los decesos vino el incremento del personal; el panteón tuvo que permitir el ingreso de cuatro trabajadores voluntarios que se sumaron a los cuatro de planta (como Juan, que ganan entre cinco y seis mil pesos mensuales), para soportar el ritmo de trabajo: había días en que cavaban hasta 15 fosas. Hoy las cosas son distintas y se están sepultando entre ocho y nueve personas diariamente en este cementerio. A los panteoneros, los periódicos les dedicaron encabezados: “No le temen al Covid”, “Panteoneros arriesgan su vida ante el Covid”, “Panteoneros con más chamba ahora”. Pero Juan e Ivonne se mantienen al margen de lo que se dice en el mundo de los vivos.
Sepultamos muertos desde hace 100 mil años, aunque ahora cedimos esta tarea difícil a otros. “Aquí trabajamos los muertitos. Se oye mal, pero es nuestro trabajo”, dice Ivonne. “Éste es un trabajo como otro, digno, que me sirve para mantener a mi familia”, dice Juan. Ambos se sacuden el polvo de quien no entiende el vivir con la muerte. Ivonne y Juan están aquí para honrar a sus familias: ambos tienen bocas que alimentar y un cariño por este oficio que les ha permitido, sobre todo, saberse útiles. Juan hace su trabajo con prudencia hacia los dolientes. Ivonne le mete cariño.
Hoy, dice, con la sombra de la tierra y el sudor seco en su cara, arregló 20 tumbas. “Tengo la tarea de demostrarles a los difuntitos que su familia los quiere. Aunque no sea su familiar, yo los cuido, les arreglo su tumba”. Ivonne es una especie de intermediaria entre vivos y muertos. Ella interpreta los 200 pesos mensuales que paga una familia como un gesto de cariño: no recibe un salario del gobierno; su trabajo, aunque esencial, es “voluntario”. Hay quien paga de buena gana y quien paga por obligación: “He visto familiares que hasta se roban las flores de otras tumbas y ya nomás nos reímos”. Pero ella trata de que los muertos no se enteren: igual imagina pequeños jardines en donde puedan pasear felices.
Un mes antes de que se esparciera el virus en el país, Ivonne enterró a su padre. Era un hombre de ojos tan verdes, tan claros, que le decían “el ojos de gargajo”. Ivonne lo tuvo dos días en sus brazos antes de enterrarlo. Lo pudo abrazar, lo besó, le cantó, le sugirió partir con ánimo, a ver si era cierto que otra vida lo esperaba. Le alcanzó a decir que se fuera en paz, que todo aquí estaría en orden. Le preocupaba que su padre la fuera a extrañar, así como ella lo extraña a él. “Una aprende a vivir con su dolor”, dice, como si hablara de aprender a cocinar unas quesadillas. Aprender a vivir con el dolor implica soltar y entender desde otra experiencia: “Lo aprendí a vivir cuando pensé en él, en que él ya descansó; aunque yo lo extraño, él ya descansó, porque sufría mucho”.
No, ni Juan ni Ivonne le temen a la muerte. Quiero decir, a su propia muerte. Tantos años de palparla día a día que la habitan desde un lugar común: “Es el destino de todos, lo único seguro en la vida”, dice Juan. “Es lo único que tenemos en común los ricos y los pobres”, dice Ivonne, satisfecha por esa pequeña justicia que la muerte le dará.
Quizá tengan razón. Quizá duela menos la muerte propia que la de quien amamos. Si acaso, Juan pide que su cuerpo sea enterrado —nunca cremado como estos cuerpos enfermos de coronavirus— para que regrese a la tierra; Ivonne imagina un jardín sobre su tumba, un pequeño jardín de rosales y geranios, de flores y no de cruces.
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