No items found.
No items found.
No items found.
No items found.
James Mangold maquilla, más bien, a Bob Dylan, nos lo vende como lo quiere nuestra cultura hipercapitalista.
En vez de ofrecer una distorsión radical para expandir la mitología de Bob Dylan, James Mangold junta distintas temporalidades y tuerce los hechos como cualquier otra biopic musical.
En la noche del 25 de julio de 1965, el guardián del folk, Pete Seeger (Edward Norton), intenta agarrar un hacha para cortar el sonido distorsionado, violento y dolorosamente nuevo de Bob Dylan (Timothée Chalamet). El que fuera un adolescente sin dirección acogido por Seeger, desafía a su benefactor trayendo una banda de rock al sacrosanto Festival de Folk de Newport, donde nunca —¡nunca!— se ha oído una guitarra eléctrica. En el breve camino que separa a Seeger de su arma, se atraviesa su esposa, Toshi (Eriko Hatsune), que lo reprende con una mirada de desilusión, de rencor, y con un llamado de calibre moral: “¡Pete!”, le grita. Seeger cede y el concierto de Dylan continúa para cambiar el mundo. La escena, representada en la nueva película biográfica sobre el ícono estadounidense, Un completo desconocido (A Complete Unknown, 2024), es entendida como un hecho dentro de su universo. Esto pasó. Sin embargo, es probable que en el mundo real no haya sucedido mucho de lo descrito.
La historia de Bob Dylan —el de a de veras— se ha bordado con falsedades. Las mejores películas sobre él lo reconocen y hasta suman inventos cada vez más delirantes. En Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), Todd Haynes imita el estilo onírico de Federico Fellini para contar la historia de Newport, y el mito acaba más inflado: es de día y un personaje basado en Dylan, Jude Quinn, interpretado por una mujer (Cate Blanchett), se sube al escenario acompañado por varios secuaces, y de unos estuches salen no guitarras, sino ametralladoras con las que exterminan al público. En el fondo se lee: New England Jazz & Folk Festival. Si uno va a mentir, hay que hacerlo bien.
Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (2019), un documental ilusorio, busca nuevas anécdotas: la actriz Sharon Stone era una adolescente cuando la recogió una famosa gira de Dylan a mediados de los setenta. Gracias a este encuentro, Stone le enseñó al cantautor a pintarse la cara para los conciertos, inspirándose en el maquillaje de Kiss. Después de un rato de historias verosímiles, aunque no necesariamente ciertas, esta última ya debería invitar a la sospecha, pero seguramente hay quien se la crea. Scorsese desea mentir; igual Haynes. De hecho, en Rolling Thunder Revue la mentira es el propio tema, que el director aborda contrastando a los políticos con los artistas: los primeros engañan para conseguir poder; los otros, para producir comunidades de fantasmas, de ficciones, que en el caso de Dylan juntan a Cenicienta con Ezra Pound y T.S. Eliot para concluir que en los revoltijos de la imaginación puede pasar todo, incluso un mundo más decente.
James Mangold no es Haynes ni Scorsese. Decir que es un mercenario de los estudios moribundos cuyo mayor triunfo reciente fue terminar la peor franquicia de Steven Spielberg mediante las tácticas más despreciables del cine industrial contemporáneo (la nostalgia, el rejuvenecimiento digital de Harrison Ford), sería despiadado y subjetivo pero, bueno, ya lo dije. Esperar de Mangold una película que mintiera para expandir la mitología de Dylan solo significaría que uno no vio su anterior biografía sobre un músico revolucionario en los años sesenta, Johnny & June: Pasión y locura (Walk the Line, 2005). Aquella película cambia temporalidades en la vida de Johnny Cash y junta distintas personas en una sola mediante lo que me gustaría llamar una poética de la amalgama: no miente para engrandecer a los íconos, sino porque el estudio no permite el tiempo suficiente para abarcar tantos hechos históricos. En ocasiones, como en Un completo desconocido, la amalgama ya es una mera expresión de descaro y trivia mal acomodada.
Durante la versión de Mangold del concierto en Newport, alguien le grita a Dylan: “¡Judas!”, y Dylan responde tocando bien fuerte “Like a Rolling Stone”. Esto en realidad pasó al año siguiente en un concierto que suele rotularse como el del Royal Albert Hall, en Londres (¡otro mito!), pero que en realidad se dio en el Manchester Free Trade Hall. La amalgama es tan intensa durante toda esta secuencia que Mangold no solo da por hecho la historia de Seeger y el hacha (recordada por unos, negada por otros), ni apelmaza nada más eventos del 65 y el 66, sino que además junta a personajes simbólicos del pasado y el futuro de Dylan que no estuvieron ahí: Suze Rotolo, aquí llamada Sylvie Russo (Elle Fanning), el segundo amor del protagonista hecho pasar por el primero, lo ve cantando con la artista de folk Joan Baez (Monica Barbaro), amante, además, de Dylan, y se despide finalmente de él. El gigante Johnny Cash (Boyd Holbrook) alienta tras bambalinas a Dylan a ser él mismo, a pesar de los fanáticos que le exigen tocar folk el resto de su vida. Nada de esto pasó, pero Mangold se lo inventa en un ejercicio de economía narrativa y de aquel concepto mercantil conocido como fan service: al público —sobre todo a cierto tipo de fanático— se le da lo que quiere. Dylan, Baez, Rotolo y Cash juntos producen más emoción que un recuento apegado a los hechos.
Alguien que defienda Un completo desconocido podría insistir en que Mangold repite la técnica de Scorsese y Haynes, pero como miembro de la secta de Dylan lo dudo ante el mensaje de la película: Newport, nos sugiere Mangold, fue el momento en que Dylan abandonó la politizada música folk para al fin ser él mismo, tocando rocanrol. En un ensayo publicado recientemente en la revista literaria Los Angeles Review of Books, el crítico musical Tim Riley argumenta que el Dylan entre el inicio de su discografía eléctrica y la gira Rolling Thunder Revue es más político que el anterior. También es un Dylan que acaba regresando a sus raíces de folk para reaccionar en contra de la comercialización y el superestrellato que empezaba a separar a los músicos del público. Otros artistas, como Led Zeppelin, empezaban a tocar en estadios, pero Dylan y su cohorte de figuras contraculturales (Joan Baez, Allen Ginsberg, Sam Shepard, Joni Mitchell, Ramblin’ Jack Elliott) se aparecían en lugares cada vez más apretados para cantar, tocar y leer poemas. Ya para rematar: la presencia de Baez en esa gira rechaza el desenlace de Mangold, en el que ella se despide de Dylan como si se tratara de una figura retrógrada que se queda empolvada con Seeger y los demás.
La poética de la amalgama es real, y en Un completo desconocido llega hasta al racismo al inventarse un músico negro llamado Jesse Moffette, interpretado por el hijo de Muddy Waters, Big Bill Morganfield, que parece juntar a los artistas negros que inspiraron a Dylan. Robert Johnson, Blind Willie McTell y Lead Belly ya estaban muertos para 1965 y Mangold no se decide a revivirlos, aunque sí se atrevió a darle un segundo aire a la relación de Dylan y Rotolo. Es más, el director se atreve hasta a embellecer a sus protagonistas, como debe ser en una película comercial, pero si Dylan se hubiera parecido a Timothée Chalamet, habría tenido la carrera de Luis Miguel. Los signos se acumulan en contra de Mangold y nos sugieren que la mejor forma de representar a Bob Dylan no es una fidelidad desviada para que quepa todo lo necesario, clásica, sino una distorsión radical y consciente de estar sumando ficciones al canon. Regresando al argumento de Scorsese: Mangold, trabajando para un estudio bajo el control de Disney, y en una película protagonizada por la estrella joven más grande de la década, miente como político.
Se dice que Un completo desconocido es, al menos, sincera sobre el carácter déspota de Dylan, pero más allá de engañar a Sylvie/Suze y de ser frío con ella, o altanero con Baez, el Dylan de Chalamet es un tipo fuerte y asertivo; a veces —unas cuatro, según mis cuentas— cruel. En sus primeros años, Dylan era más bien tímido y desconcertante; raro, pues. Más tarde se le quitó lo tímido pero no lo raro, y Chalamet no hace el mismo esfuerzo que Christian Bale o Cate Blanchett en Mi historia sin mí para captar sus gestos, desde su forma de mecerse, balbucear y mirar al piso, hasta la manera de mover las manos como sin saber qué hacer con ellas. Al propio Dylan le salió mejor en Pat Garrett & Billy the Kid (1973), sobre todo en una escena en la que comparte cuadro con Emilio Fernández y Kris Kristofferson: no sabe qué hacer con su brazo derecho y su mirada dispersa.
Si de mostrar a Dylan como un hombre cuestionable se trata, Haynes rescata para su película el momento en que el ícono empezó a cultivar la desconfianza de sus seguidores al declarar incoherentemente que reconocía algo de Lee Harvey Oswald, el asesino de John F. Kennedy, en sí mismo. Mangold maquilla, más bien, a Bob Dylan, nos lo vende como lo quiere nuestra cultura hipercapitalista: no marginal y desafiante, incontrolable, sino vencedor porque aprende la importancia de ser él mismo; un individuo genial como se dice también de Elon Musk y otros fraudes. Mangold cae en las narrativas contemporáneas del éxito individual y revela que su película es, más que cualquier otra cosa, un comercial.
En Un completo desconocido se impone la mitología empresarial y quizá por ello su mayor consecuencia, como reporta Variety, es que la cifra de escuchas de Bob Dylan en plataformas de streaming se disparó desde su estreno. Me pregunto cómo escucharán los espectadores de la película a Dylan: ¿como un artista revolucionario, un enemigo del statu quo, o como un triunfador que se mantiene vigente por escuchar a su corazón? Es fácil suponer cuál versión va a imponerse, pues es la que ofrece Mangold. Si bien queda como alternativa la opción de hacer caso a Haynes o Scorsese, o a D.A. Pennebaker, que documentó la infame gira británica de 1966 en Bob Dylan: Don’t Look Back (1967), también hay un par de títulos que flotan en el internet y nos muestran al héroe según él mismo.
Bob Dylan dirigió dos películas: Eat the Document (1972) y Renaldo and Clara (1978). La primera es una continuación del documental de Pennebaker, filmada también por él, y la segunda abarca la gira Rolling Thunder Revue. En ambas la imagen de Dylan es tan misteriosa como sus canciones, e incluso más desagradable que en Un completo desconocido: en la primera lo vemos conteniendo el vómito en un coche mientras balbucea incoherencias con un incómodo John Lennon; también le exige a Richard Manuel, de su banda en vivo, The Hawks (más tarde The Band), que le ofrezca dinero a un muchacho por su novia. En Renaldo and Clara hay momentos de ficción escritos y dirigidos por Dylan en los que su esposa, Sara Lownds, y Baez, su expareja, se pelean por él. Además de eso hay momentos fuera y dentro del escenario, montados de manera incomprensible, psicodélica, que se rehúsan, como muchas canciones de Dylan, a revelar sus ideas, sus deseos, pero a la vez lo exponen con la guardia tan baja que parece un tipo cualquiera. Ese es el ángulo ausente de la filmografía sobre Dylan que a Mangold simplemente no se le hubiera podido ocurrir. Parafraseando a Cenicienta en “Desolation Row”, de Dylan: se requiere a un genio para representar a otro.
{{ linea }}
En vez de ofrecer una distorsión radical para expandir la mitología de Bob Dylan, James Mangold junta distintas temporalidades y tuerce los hechos como cualquier otra biopic musical.
En la noche del 25 de julio de 1965, el guardián del folk, Pete Seeger (Edward Norton), intenta agarrar un hacha para cortar el sonido distorsionado, violento y dolorosamente nuevo de Bob Dylan (Timothée Chalamet). El que fuera un adolescente sin dirección acogido por Seeger, desafía a su benefactor trayendo una banda de rock al sacrosanto Festival de Folk de Newport, donde nunca —¡nunca!— se ha oído una guitarra eléctrica. En el breve camino que separa a Seeger de su arma, se atraviesa su esposa, Toshi (Eriko Hatsune), que lo reprende con una mirada de desilusión, de rencor, y con un llamado de calibre moral: “¡Pete!”, le grita. Seeger cede y el concierto de Dylan continúa para cambiar el mundo. La escena, representada en la nueva película biográfica sobre el ícono estadounidense, Un completo desconocido (A Complete Unknown, 2024), es entendida como un hecho dentro de su universo. Esto pasó. Sin embargo, es probable que en el mundo real no haya sucedido mucho de lo descrito.
La historia de Bob Dylan —el de a de veras— se ha bordado con falsedades. Las mejores películas sobre él lo reconocen y hasta suman inventos cada vez más delirantes. En Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), Todd Haynes imita el estilo onírico de Federico Fellini para contar la historia de Newport, y el mito acaba más inflado: es de día y un personaje basado en Dylan, Jude Quinn, interpretado por una mujer (Cate Blanchett), se sube al escenario acompañado por varios secuaces, y de unos estuches salen no guitarras, sino ametralladoras con las que exterminan al público. En el fondo se lee: New England Jazz & Folk Festival. Si uno va a mentir, hay que hacerlo bien.
Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (2019), un documental ilusorio, busca nuevas anécdotas: la actriz Sharon Stone era una adolescente cuando la recogió una famosa gira de Dylan a mediados de los setenta. Gracias a este encuentro, Stone le enseñó al cantautor a pintarse la cara para los conciertos, inspirándose en el maquillaje de Kiss. Después de un rato de historias verosímiles, aunque no necesariamente ciertas, esta última ya debería invitar a la sospecha, pero seguramente hay quien se la crea. Scorsese desea mentir; igual Haynes. De hecho, en Rolling Thunder Revue la mentira es el propio tema, que el director aborda contrastando a los políticos con los artistas: los primeros engañan para conseguir poder; los otros, para producir comunidades de fantasmas, de ficciones, que en el caso de Dylan juntan a Cenicienta con Ezra Pound y T.S. Eliot para concluir que en los revoltijos de la imaginación puede pasar todo, incluso un mundo más decente.
James Mangold no es Haynes ni Scorsese. Decir que es un mercenario de los estudios moribundos cuyo mayor triunfo reciente fue terminar la peor franquicia de Steven Spielberg mediante las tácticas más despreciables del cine industrial contemporáneo (la nostalgia, el rejuvenecimiento digital de Harrison Ford), sería despiadado y subjetivo pero, bueno, ya lo dije. Esperar de Mangold una película que mintiera para expandir la mitología de Dylan solo significaría que uno no vio su anterior biografía sobre un músico revolucionario en los años sesenta, Johnny & June: Pasión y locura (Walk the Line, 2005). Aquella película cambia temporalidades en la vida de Johnny Cash y junta distintas personas en una sola mediante lo que me gustaría llamar una poética de la amalgama: no miente para engrandecer a los íconos, sino porque el estudio no permite el tiempo suficiente para abarcar tantos hechos históricos. En ocasiones, como en Un completo desconocido, la amalgama ya es una mera expresión de descaro y trivia mal acomodada.
Durante la versión de Mangold del concierto en Newport, alguien le grita a Dylan: “¡Judas!”, y Dylan responde tocando bien fuerte “Like a Rolling Stone”. Esto en realidad pasó al año siguiente en un concierto que suele rotularse como el del Royal Albert Hall, en Londres (¡otro mito!), pero que en realidad se dio en el Manchester Free Trade Hall. La amalgama es tan intensa durante toda esta secuencia que Mangold no solo da por hecho la historia de Seeger y el hacha (recordada por unos, negada por otros), ni apelmaza nada más eventos del 65 y el 66, sino que además junta a personajes simbólicos del pasado y el futuro de Dylan que no estuvieron ahí: Suze Rotolo, aquí llamada Sylvie Russo (Elle Fanning), el segundo amor del protagonista hecho pasar por el primero, lo ve cantando con la artista de folk Joan Baez (Monica Barbaro), amante, además, de Dylan, y se despide finalmente de él. El gigante Johnny Cash (Boyd Holbrook) alienta tras bambalinas a Dylan a ser él mismo, a pesar de los fanáticos que le exigen tocar folk el resto de su vida. Nada de esto pasó, pero Mangold se lo inventa en un ejercicio de economía narrativa y de aquel concepto mercantil conocido como fan service: al público —sobre todo a cierto tipo de fanático— se le da lo que quiere. Dylan, Baez, Rotolo y Cash juntos producen más emoción que un recuento apegado a los hechos.
Alguien que defienda Un completo desconocido podría insistir en que Mangold repite la técnica de Scorsese y Haynes, pero como miembro de la secta de Dylan lo dudo ante el mensaje de la película: Newport, nos sugiere Mangold, fue el momento en que Dylan abandonó la politizada música folk para al fin ser él mismo, tocando rocanrol. En un ensayo publicado recientemente en la revista literaria Los Angeles Review of Books, el crítico musical Tim Riley argumenta que el Dylan entre el inicio de su discografía eléctrica y la gira Rolling Thunder Revue es más político que el anterior. También es un Dylan que acaba regresando a sus raíces de folk para reaccionar en contra de la comercialización y el superestrellato que empezaba a separar a los músicos del público. Otros artistas, como Led Zeppelin, empezaban a tocar en estadios, pero Dylan y su cohorte de figuras contraculturales (Joan Baez, Allen Ginsberg, Sam Shepard, Joni Mitchell, Ramblin’ Jack Elliott) se aparecían en lugares cada vez más apretados para cantar, tocar y leer poemas. Ya para rematar: la presencia de Baez en esa gira rechaza el desenlace de Mangold, en el que ella se despide de Dylan como si se tratara de una figura retrógrada que se queda empolvada con Seeger y los demás.
La poética de la amalgama es real, y en Un completo desconocido llega hasta al racismo al inventarse un músico negro llamado Jesse Moffette, interpretado por el hijo de Muddy Waters, Big Bill Morganfield, que parece juntar a los artistas negros que inspiraron a Dylan. Robert Johnson, Blind Willie McTell y Lead Belly ya estaban muertos para 1965 y Mangold no se decide a revivirlos, aunque sí se atrevió a darle un segundo aire a la relación de Dylan y Rotolo. Es más, el director se atreve hasta a embellecer a sus protagonistas, como debe ser en una película comercial, pero si Dylan se hubiera parecido a Timothée Chalamet, habría tenido la carrera de Luis Miguel. Los signos se acumulan en contra de Mangold y nos sugieren que la mejor forma de representar a Bob Dylan no es una fidelidad desviada para que quepa todo lo necesario, clásica, sino una distorsión radical y consciente de estar sumando ficciones al canon. Regresando al argumento de Scorsese: Mangold, trabajando para un estudio bajo el control de Disney, y en una película protagonizada por la estrella joven más grande de la década, miente como político.
Se dice que Un completo desconocido es, al menos, sincera sobre el carácter déspota de Dylan, pero más allá de engañar a Sylvie/Suze y de ser frío con ella, o altanero con Baez, el Dylan de Chalamet es un tipo fuerte y asertivo; a veces —unas cuatro, según mis cuentas— cruel. En sus primeros años, Dylan era más bien tímido y desconcertante; raro, pues. Más tarde se le quitó lo tímido pero no lo raro, y Chalamet no hace el mismo esfuerzo que Christian Bale o Cate Blanchett en Mi historia sin mí para captar sus gestos, desde su forma de mecerse, balbucear y mirar al piso, hasta la manera de mover las manos como sin saber qué hacer con ellas. Al propio Dylan le salió mejor en Pat Garrett & Billy the Kid (1973), sobre todo en una escena en la que comparte cuadro con Emilio Fernández y Kris Kristofferson: no sabe qué hacer con su brazo derecho y su mirada dispersa.
Si de mostrar a Dylan como un hombre cuestionable se trata, Haynes rescata para su película el momento en que el ícono empezó a cultivar la desconfianza de sus seguidores al declarar incoherentemente que reconocía algo de Lee Harvey Oswald, el asesino de John F. Kennedy, en sí mismo. Mangold maquilla, más bien, a Bob Dylan, nos lo vende como lo quiere nuestra cultura hipercapitalista: no marginal y desafiante, incontrolable, sino vencedor porque aprende la importancia de ser él mismo; un individuo genial como se dice también de Elon Musk y otros fraudes. Mangold cae en las narrativas contemporáneas del éxito individual y revela que su película es, más que cualquier otra cosa, un comercial.
En Un completo desconocido se impone la mitología empresarial y quizá por ello su mayor consecuencia, como reporta Variety, es que la cifra de escuchas de Bob Dylan en plataformas de streaming se disparó desde su estreno. Me pregunto cómo escucharán los espectadores de la película a Dylan: ¿como un artista revolucionario, un enemigo del statu quo, o como un triunfador que se mantiene vigente por escuchar a su corazón? Es fácil suponer cuál versión va a imponerse, pues es la que ofrece Mangold. Si bien queda como alternativa la opción de hacer caso a Haynes o Scorsese, o a D.A. Pennebaker, que documentó la infame gira británica de 1966 en Bob Dylan: Don’t Look Back (1967), también hay un par de títulos que flotan en el internet y nos muestran al héroe según él mismo.
Bob Dylan dirigió dos películas: Eat the Document (1972) y Renaldo and Clara (1978). La primera es una continuación del documental de Pennebaker, filmada también por él, y la segunda abarca la gira Rolling Thunder Revue. En ambas la imagen de Dylan es tan misteriosa como sus canciones, e incluso más desagradable que en Un completo desconocido: en la primera lo vemos conteniendo el vómito en un coche mientras balbucea incoherencias con un incómodo John Lennon; también le exige a Richard Manuel, de su banda en vivo, The Hawks (más tarde The Band), que le ofrezca dinero a un muchacho por su novia. En Renaldo and Clara hay momentos de ficción escritos y dirigidos por Dylan en los que su esposa, Sara Lownds, y Baez, su expareja, se pelean por él. Además de eso hay momentos fuera y dentro del escenario, montados de manera incomprensible, psicodélica, que se rehúsan, como muchas canciones de Dylan, a revelar sus ideas, sus deseos, pero a la vez lo exponen con la guardia tan baja que parece un tipo cualquiera. Ese es el ángulo ausente de la filmografía sobre Dylan que a Mangold simplemente no se le hubiera podido ocurrir. Parafraseando a Cenicienta en “Desolation Row”, de Dylan: se requiere a un genio para representar a otro.
{{ linea }}
James Mangold maquilla, más bien, a Bob Dylan, nos lo vende como lo quiere nuestra cultura hipercapitalista.
En vez de ofrecer una distorsión radical para expandir la mitología de Bob Dylan, James Mangold junta distintas temporalidades y tuerce los hechos como cualquier otra biopic musical.
En la noche del 25 de julio de 1965, el guardián del folk, Pete Seeger (Edward Norton), intenta agarrar un hacha para cortar el sonido distorsionado, violento y dolorosamente nuevo de Bob Dylan (Timothée Chalamet). El que fuera un adolescente sin dirección acogido por Seeger, desafía a su benefactor trayendo una banda de rock al sacrosanto Festival de Folk de Newport, donde nunca —¡nunca!— se ha oído una guitarra eléctrica. En el breve camino que separa a Seeger de su arma, se atraviesa su esposa, Toshi (Eriko Hatsune), que lo reprende con una mirada de desilusión, de rencor, y con un llamado de calibre moral: “¡Pete!”, le grita. Seeger cede y el concierto de Dylan continúa para cambiar el mundo. La escena, representada en la nueva película biográfica sobre el ícono estadounidense, Un completo desconocido (A Complete Unknown, 2024), es entendida como un hecho dentro de su universo. Esto pasó. Sin embargo, es probable que en el mundo real no haya sucedido mucho de lo descrito.
La historia de Bob Dylan —el de a de veras— se ha bordado con falsedades. Las mejores películas sobre él lo reconocen y hasta suman inventos cada vez más delirantes. En Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), Todd Haynes imita el estilo onírico de Federico Fellini para contar la historia de Newport, y el mito acaba más inflado: es de día y un personaje basado en Dylan, Jude Quinn, interpretado por una mujer (Cate Blanchett), se sube al escenario acompañado por varios secuaces, y de unos estuches salen no guitarras, sino ametralladoras con las que exterminan al público. En el fondo se lee: New England Jazz & Folk Festival. Si uno va a mentir, hay que hacerlo bien.
Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (2019), un documental ilusorio, busca nuevas anécdotas: la actriz Sharon Stone era una adolescente cuando la recogió una famosa gira de Dylan a mediados de los setenta. Gracias a este encuentro, Stone le enseñó al cantautor a pintarse la cara para los conciertos, inspirándose en el maquillaje de Kiss. Después de un rato de historias verosímiles, aunque no necesariamente ciertas, esta última ya debería invitar a la sospecha, pero seguramente hay quien se la crea. Scorsese desea mentir; igual Haynes. De hecho, en Rolling Thunder Revue la mentira es el propio tema, que el director aborda contrastando a los políticos con los artistas: los primeros engañan para conseguir poder; los otros, para producir comunidades de fantasmas, de ficciones, que en el caso de Dylan juntan a Cenicienta con Ezra Pound y T.S. Eliot para concluir que en los revoltijos de la imaginación puede pasar todo, incluso un mundo más decente.
James Mangold no es Haynes ni Scorsese. Decir que es un mercenario de los estudios moribundos cuyo mayor triunfo reciente fue terminar la peor franquicia de Steven Spielberg mediante las tácticas más despreciables del cine industrial contemporáneo (la nostalgia, el rejuvenecimiento digital de Harrison Ford), sería despiadado y subjetivo pero, bueno, ya lo dije. Esperar de Mangold una película que mintiera para expandir la mitología de Dylan solo significaría que uno no vio su anterior biografía sobre un músico revolucionario en los años sesenta, Johnny & June: Pasión y locura (Walk the Line, 2005). Aquella película cambia temporalidades en la vida de Johnny Cash y junta distintas personas en una sola mediante lo que me gustaría llamar una poética de la amalgama: no miente para engrandecer a los íconos, sino porque el estudio no permite el tiempo suficiente para abarcar tantos hechos históricos. En ocasiones, como en Un completo desconocido, la amalgama ya es una mera expresión de descaro y trivia mal acomodada.
Durante la versión de Mangold del concierto en Newport, alguien le grita a Dylan: “¡Judas!”, y Dylan responde tocando bien fuerte “Like a Rolling Stone”. Esto en realidad pasó al año siguiente en un concierto que suele rotularse como el del Royal Albert Hall, en Londres (¡otro mito!), pero que en realidad se dio en el Manchester Free Trade Hall. La amalgama es tan intensa durante toda esta secuencia que Mangold no solo da por hecho la historia de Seeger y el hacha (recordada por unos, negada por otros), ni apelmaza nada más eventos del 65 y el 66, sino que además junta a personajes simbólicos del pasado y el futuro de Dylan que no estuvieron ahí: Suze Rotolo, aquí llamada Sylvie Russo (Elle Fanning), el segundo amor del protagonista hecho pasar por el primero, lo ve cantando con la artista de folk Joan Baez (Monica Barbaro), amante, además, de Dylan, y se despide finalmente de él. El gigante Johnny Cash (Boyd Holbrook) alienta tras bambalinas a Dylan a ser él mismo, a pesar de los fanáticos que le exigen tocar folk el resto de su vida. Nada de esto pasó, pero Mangold se lo inventa en un ejercicio de economía narrativa y de aquel concepto mercantil conocido como fan service: al público —sobre todo a cierto tipo de fanático— se le da lo que quiere. Dylan, Baez, Rotolo y Cash juntos producen más emoción que un recuento apegado a los hechos.
Alguien que defienda Un completo desconocido podría insistir en que Mangold repite la técnica de Scorsese y Haynes, pero como miembro de la secta de Dylan lo dudo ante el mensaje de la película: Newport, nos sugiere Mangold, fue el momento en que Dylan abandonó la politizada música folk para al fin ser él mismo, tocando rocanrol. En un ensayo publicado recientemente en la revista literaria Los Angeles Review of Books, el crítico musical Tim Riley argumenta que el Dylan entre el inicio de su discografía eléctrica y la gira Rolling Thunder Revue es más político que el anterior. También es un Dylan que acaba regresando a sus raíces de folk para reaccionar en contra de la comercialización y el superestrellato que empezaba a separar a los músicos del público. Otros artistas, como Led Zeppelin, empezaban a tocar en estadios, pero Dylan y su cohorte de figuras contraculturales (Joan Baez, Allen Ginsberg, Sam Shepard, Joni Mitchell, Ramblin’ Jack Elliott) se aparecían en lugares cada vez más apretados para cantar, tocar y leer poemas. Ya para rematar: la presencia de Baez en esa gira rechaza el desenlace de Mangold, en el que ella se despide de Dylan como si se tratara de una figura retrógrada que se queda empolvada con Seeger y los demás.
La poética de la amalgama es real, y en Un completo desconocido llega hasta al racismo al inventarse un músico negro llamado Jesse Moffette, interpretado por el hijo de Muddy Waters, Big Bill Morganfield, que parece juntar a los artistas negros que inspiraron a Dylan. Robert Johnson, Blind Willie McTell y Lead Belly ya estaban muertos para 1965 y Mangold no se decide a revivirlos, aunque sí se atrevió a darle un segundo aire a la relación de Dylan y Rotolo. Es más, el director se atreve hasta a embellecer a sus protagonistas, como debe ser en una película comercial, pero si Dylan se hubiera parecido a Timothée Chalamet, habría tenido la carrera de Luis Miguel. Los signos se acumulan en contra de Mangold y nos sugieren que la mejor forma de representar a Bob Dylan no es una fidelidad desviada para que quepa todo lo necesario, clásica, sino una distorsión radical y consciente de estar sumando ficciones al canon. Regresando al argumento de Scorsese: Mangold, trabajando para un estudio bajo el control de Disney, y en una película protagonizada por la estrella joven más grande de la década, miente como político.
Se dice que Un completo desconocido es, al menos, sincera sobre el carácter déspota de Dylan, pero más allá de engañar a Sylvie/Suze y de ser frío con ella, o altanero con Baez, el Dylan de Chalamet es un tipo fuerte y asertivo; a veces —unas cuatro, según mis cuentas— cruel. En sus primeros años, Dylan era más bien tímido y desconcertante; raro, pues. Más tarde se le quitó lo tímido pero no lo raro, y Chalamet no hace el mismo esfuerzo que Christian Bale o Cate Blanchett en Mi historia sin mí para captar sus gestos, desde su forma de mecerse, balbucear y mirar al piso, hasta la manera de mover las manos como sin saber qué hacer con ellas. Al propio Dylan le salió mejor en Pat Garrett & Billy the Kid (1973), sobre todo en una escena en la que comparte cuadro con Emilio Fernández y Kris Kristofferson: no sabe qué hacer con su brazo derecho y su mirada dispersa.
Si de mostrar a Dylan como un hombre cuestionable se trata, Haynes rescata para su película el momento en que el ícono empezó a cultivar la desconfianza de sus seguidores al declarar incoherentemente que reconocía algo de Lee Harvey Oswald, el asesino de John F. Kennedy, en sí mismo. Mangold maquilla, más bien, a Bob Dylan, nos lo vende como lo quiere nuestra cultura hipercapitalista: no marginal y desafiante, incontrolable, sino vencedor porque aprende la importancia de ser él mismo; un individuo genial como se dice también de Elon Musk y otros fraudes. Mangold cae en las narrativas contemporáneas del éxito individual y revela que su película es, más que cualquier otra cosa, un comercial.
En Un completo desconocido se impone la mitología empresarial y quizá por ello su mayor consecuencia, como reporta Variety, es que la cifra de escuchas de Bob Dylan en plataformas de streaming se disparó desde su estreno. Me pregunto cómo escucharán los espectadores de la película a Dylan: ¿como un artista revolucionario, un enemigo del statu quo, o como un triunfador que se mantiene vigente por escuchar a su corazón? Es fácil suponer cuál versión va a imponerse, pues es la que ofrece Mangold. Si bien queda como alternativa la opción de hacer caso a Haynes o Scorsese, o a D.A. Pennebaker, que documentó la infame gira británica de 1966 en Bob Dylan: Don’t Look Back (1967), también hay un par de títulos que flotan en el internet y nos muestran al héroe según él mismo.
Bob Dylan dirigió dos películas: Eat the Document (1972) y Renaldo and Clara (1978). La primera es una continuación del documental de Pennebaker, filmada también por él, y la segunda abarca la gira Rolling Thunder Revue. En ambas la imagen de Dylan es tan misteriosa como sus canciones, e incluso más desagradable que en Un completo desconocido: en la primera lo vemos conteniendo el vómito en un coche mientras balbucea incoherencias con un incómodo John Lennon; también le exige a Richard Manuel, de su banda en vivo, The Hawks (más tarde The Band), que le ofrezca dinero a un muchacho por su novia. En Renaldo and Clara hay momentos de ficción escritos y dirigidos por Dylan en los que su esposa, Sara Lownds, y Baez, su expareja, se pelean por él. Además de eso hay momentos fuera y dentro del escenario, montados de manera incomprensible, psicodélica, que se rehúsan, como muchas canciones de Dylan, a revelar sus ideas, sus deseos, pero a la vez lo exponen con la guardia tan baja que parece un tipo cualquiera. Ese es el ángulo ausente de la filmografía sobre Dylan que a Mangold simplemente no se le hubiera podido ocurrir. Parafraseando a Cenicienta en “Desolation Row”, de Dylan: se requiere a un genio para representar a otro.
{{ linea }}
En vez de ofrecer una distorsión radical para expandir la mitología de Bob Dylan, James Mangold junta distintas temporalidades y tuerce los hechos como cualquier otra biopic musical.
En la noche del 25 de julio de 1965, el guardián del folk, Pete Seeger (Edward Norton), intenta agarrar un hacha para cortar el sonido distorsionado, violento y dolorosamente nuevo de Bob Dylan (Timothée Chalamet). El que fuera un adolescente sin dirección acogido por Seeger, desafía a su benefactor trayendo una banda de rock al sacrosanto Festival de Folk de Newport, donde nunca —¡nunca!— se ha oído una guitarra eléctrica. En el breve camino que separa a Seeger de su arma, se atraviesa su esposa, Toshi (Eriko Hatsune), que lo reprende con una mirada de desilusión, de rencor, y con un llamado de calibre moral: “¡Pete!”, le grita. Seeger cede y el concierto de Dylan continúa para cambiar el mundo. La escena, representada en la nueva película biográfica sobre el ícono estadounidense, Un completo desconocido (A Complete Unknown, 2024), es entendida como un hecho dentro de su universo. Esto pasó. Sin embargo, es probable que en el mundo real no haya sucedido mucho de lo descrito.
La historia de Bob Dylan —el de a de veras— se ha bordado con falsedades. Las mejores películas sobre él lo reconocen y hasta suman inventos cada vez más delirantes. En Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), Todd Haynes imita el estilo onírico de Federico Fellini para contar la historia de Newport, y el mito acaba más inflado: es de día y un personaje basado en Dylan, Jude Quinn, interpretado por una mujer (Cate Blanchett), se sube al escenario acompañado por varios secuaces, y de unos estuches salen no guitarras, sino ametralladoras con las que exterminan al público. En el fondo se lee: New England Jazz & Folk Festival. Si uno va a mentir, hay que hacerlo bien.
Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (2019), un documental ilusorio, busca nuevas anécdotas: la actriz Sharon Stone era una adolescente cuando la recogió una famosa gira de Dylan a mediados de los setenta. Gracias a este encuentro, Stone le enseñó al cantautor a pintarse la cara para los conciertos, inspirándose en el maquillaje de Kiss. Después de un rato de historias verosímiles, aunque no necesariamente ciertas, esta última ya debería invitar a la sospecha, pero seguramente hay quien se la crea. Scorsese desea mentir; igual Haynes. De hecho, en Rolling Thunder Revue la mentira es el propio tema, que el director aborda contrastando a los políticos con los artistas: los primeros engañan para conseguir poder; los otros, para producir comunidades de fantasmas, de ficciones, que en el caso de Dylan juntan a Cenicienta con Ezra Pound y T.S. Eliot para concluir que en los revoltijos de la imaginación puede pasar todo, incluso un mundo más decente.
James Mangold no es Haynes ni Scorsese. Decir que es un mercenario de los estudios moribundos cuyo mayor triunfo reciente fue terminar la peor franquicia de Steven Spielberg mediante las tácticas más despreciables del cine industrial contemporáneo (la nostalgia, el rejuvenecimiento digital de Harrison Ford), sería despiadado y subjetivo pero, bueno, ya lo dije. Esperar de Mangold una película que mintiera para expandir la mitología de Dylan solo significaría que uno no vio su anterior biografía sobre un músico revolucionario en los años sesenta, Johnny & June: Pasión y locura (Walk the Line, 2005). Aquella película cambia temporalidades en la vida de Johnny Cash y junta distintas personas en una sola mediante lo que me gustaría llamar una poética de la amalgama: no miente para engrandecer a los íconos, sino porque el estudio no permite el tiempo suficiente para abarcar tantos hechos históricos. En ocasiones, como en Un completo desconocido, la amalgama ya es una mera expresión de descaro y trivia mal acomodada.
Durante la versión de Mangold del concierto en Newport, alguien le grita a Dylan: “¡Judas!”, y Dylan responde tocando bien fuerte “Like a Rolling Stone”. Esto en realidad pasó al año siguiente en un concierto que suele rotularse como el del Royal Albert Hall, en Londres (¡otro mito!), pero que en realidad se dio en el Manchester Free Trade Hall. La amalgama es tan intensa durante toda esta secuencia que Mangold no solo da por hecho la historia de Seeger y el hacha (recordada por unos, negada por otros), ni apelmaza nada más eventos del 65 y el 66, sino que además junta a personajes simbólicos del pasado y el futuro de Dylan que no estuvieron ahí: Suze Rotolo, aquí llamada Sylvie Russo (Elle Fanning), el segundo amor del protagonista hecho pasar por el primero, lo ve cantando con la artista de folk Joan Baez (Monica Barbaro), amante, además, de Dylan, y se despide finalmente de él. El gigante Johnny Cash (Boyd Holbrook) alienta tras bambalinas a Dylan a ser él mismo, a pesar de los fanáticos que le exigen tocar folk el resto de su vida. Nada de esto pasó, pero Mangold se lo inventa en un ejercicio de economía narrativa y de aquel concepto mercantil conocido como fan service: al público —sobre todo a cierto tipo de fanático— se le da lo que quiere. Dylan, Baez, Rotolo y Cash juntos producen más emoción que un recuento apegado a los hechos.
Alguien que defienda Un completo desconocido podría insistir en que Mangold repite la técnica de Scorsese y Haynes, pero como miembro de la secta de Dylan lo dudo ante el mensaje de la película: Newport, nos sugiere Mangold, fue el momento en que Dylan abandonó la politizada música folk para al fin ser él mismo, tocando rocanrol. En un ensayo publicado recientemente en la revista literaria Los Angeles Review of Books, el crítico musical Tim Riley argumenta que el Dylan entre el inicio de su discografía eléctrica y la gira Rolling Thunder Revue es más político que el anterior. También es un Dylan que acaba regresando a sus raíces de folk para reaccionar en contra de la comercialización y el superestrellato que empezaba a separar a los músicos del público. Otros artistas, como Led Zeppelin, empezaban a tocar en estadios, pero Dylan y su cohorte de figuras contraculturales (Joan Baez, Allen Ginsberg, Sam Shepard, Joni Mitchell, Ramblin’ Jack Elliott) se aparecían en lugares cada vez más apretados para cantar, tocar y leer poemas. Ya para rematar: la presencia de Baez en esa gira rechaza el desenlace de Mangold, en el que ella se despide de Dylan como si se tratara de una figura retrógrada que se queda empolvada con Seeger y los demás.
La poética de la amalgama es real, y en Un completo desconocido llega hasta al racismo al inventarse un músico negro llamado Jesse Moffette, interpretado por el hijo de Muddy Waters, Big Bill Morganfield, que parece juntar a los artistas negros que inspiraron a Dylan. Robert Johnson, Blind Willie McTell y Lead Belly ya estaban muertos para 1965 y Mangold no se decide a revivirlos, aunque sí se atrevió a darle un segundo aire a la relación de Dylan y Rotolo. Es más, el director se atreve hasta a embellecer a sus protagonistas, como debe ser en una película comercial, pero si Dylan se hubiera parecido a Timothée Chalamet, habría tenido la carrera de Luis Miguel. Los signos se acumulan en contra de Mangold y nos sugieren que la mejor forma de representar a Bob Dylan no es una fidelidad desviada para que quepa todo lo necesario, clásica, sino una distorsión radical y consciente de estar sumando ficciones al canon. Regresando al argumento de Scorsese: Mangold, trabajando para un estudio bajo el control de Disney, y en una película protagonizada por la estrella joven más grande de la década, miente como político.
Se dice que Un completo desconocido es, al menos, sincera sobre el carácter déspota de Dylan, pero más allá de engañar a Sylvie/Suze y de ser frío con ella, o altanero con Baez, el Dylan de Chalamet es un tipo fuerte y asertivo; a veces —unas cuatro, según mis cuentas— cruel. En sus primeros años, Dylan era más bien tímido y desconcertante; raro, pues. Más tarde se le quitó lo tímido pero no lo raro, y Chalamet no hace el mismo esfuerzo que Christian Bale o Cate Blanchett en Mi historia sin mí para captar sus gestos, desde su forma de mecerse, balbucear y mirar al piso, hasta la manera de mover las manos como sin saber qué hacer con ellas. Al propio Dylan le salió mejor en Pat Garrett & Billy the Kid (1973), sobre todo en una escena en la que comparte cuadro con Emilio Fernández y Kris Kristofferson: no sabe qué hacer con su brazo derecho y su mirada dispersa.
Si de mostrar a Dylan como un hombre cuestionable se trata, Haynes rescata para su película el momento en que el ícono empezó a cultivar la desconfianza de sus seguidores al declarar incoherentemente que reconocía algo de Lee Harvey Oswald, el asesino de John F. Kennedy, en sí mismo. Mangold maquilla, más bien, a Bob Dylan, nos lo vende como lo quiere nuestra cultura hipercapitalista: no marginal y desafiante, incontrolable, sino vencedor porque aprende la importancia de ser él mismo; un individuo genial como se dice también de Elon Musk y otros fraudes. Mangold cae en las narrativas contemporáneas del éxito individual y revela que su película es, más que cualquier otra cosa, un comercial.
En Un completo desconocido se impone la mitología empresarial y quizá por ello su mayor consecuencia, como reporta Variety, es que la cifra de escuchas de Bob Dylan en plataformas de streaming se disparó desde su estreno. Me pregunto cómo escucharán los espectadores de la película a Dylan: ¿como un artista revolucionario, un enemigo del statu quo, o como un triunfador que se mantiene vigente por escuchar a su corazón? Es fácil suponer cuál versión va a imponerse, pues es la que ofrece Mangold. Si bien queda como alternativa la opción de hacer caso a Haynes o Scorsese, o a D.A. Pennebaker, que documentó la infame gira británica de 1966 en Bob Dylan: Don’t Look Back (1967), también hay un par de títulos que flotan en el internet y nos muestran al héroe según él mismo.
Bob Dylan dirigió dos películas: Eat the Document (1972) y Renaldo and Clara (1978). La primera es una continuación del documental de Pennebaker, filmada también por él, y la segunda abarca la gira Rolling Thunder Revue. En ambas la imagen de Dylan es tan misteriosa como sus canciones, e incluso más desagradable que en Un completo desconocido: en la primera lo vemos conteniendo el vómito en un coche mientras balbucea incoherencias con un incómodo John Lennon; también le exige a Richard Manuel, de su banda en vivo, The Hawks (más tarde The Band), que le ofrezca dinero a un muchacho por su novia. En Renaldo and Clara hay momentos de ficción escritos y dirigidos por Dylan en los que su esposa, Sara Lownds, y Baez, su expareja, se pelean por él. Además de eso hay momentos fuera y dentro del escenario, montados de manera incomprensible, psicodélica, que se rehúsan, como muchas canciones de Dylan, a revelar sus ideas, sus deseos, pero a la vez lo exponen con la guardia tan baja que parece un tipo cualquiera. Ese es el ángulo ausente de la filmografía sobre Dylan que a Mangold simplemente no se le hubiera podido ocurrir. Parafraseando a Cenicienta en “Desolation Row”, de Dylan: se requiere a un genio para representar a otro.
{{ linea }}
James Mangold maquilla, más bien, a Bob Dylan, nos lo vende como lo quiere nuestra cultura hipercapitalista.
En vez de ofrecer una distorsión radical para expandir la mitología de Bob Dylan, James Mangold junta distintas temporalidades y tuerce los hechos como cualquier otra biopic musical.
En la noche del 25 de julio de 1965, el guardián del folk, Pete Seeger (Edward Norton), intenta agarrar un hacha para cortar el sonido distorsionado, violento y dolorosamente nuevo de Bob Dylan (Timothée Chalamet). El que fuera un adolescente sin dirección acogido por Seeger, desafía a su benefactor trayendo una banda de rock al sacrosanto Festival de Folk de Newport, donde nunca —¡nunca!— se ha oído una guitarra eléctrica. En el breve camino que separa a Seeger de su arma, se atraviesa su esposa, Toshi (Eriko Hatsune), que lo reprende con una mirada de desilusión, de rencor, y con un llamado de calibre moral: “¡Pete!”, le grita. Seeger cede y el concierto de Dylan continúa para cambiar el mundo. La escena, representada en la nueva película biográfica sobre el ícono estadounidense, Un completo desconocido (A Complete Unknown, 2024), es entendida como un hecho dentro de su universo. Esto pasó. Sin embargo, es probable que en el mundo real no haya sucedido mucho de lo descrito.
La historia de Bob Dylan —el de a de veras— se ha bordado con falsedades. Las mejores películas sobre él lo reconocen y hasta suman inventos cada vez más delirantes. En Mi historia sin mí (I’m Not There, 2007), Todd Haynes imita el estilo onírico de Federico Fellini para contar la historia de Newport, y el mito acaba más inflado: es de día y un personaje basado en Dylan, Jude Quinn, interpretado por una mujer (Cate Blanchett), se sube al escenario acompañado por varios secuaces, y de unos estuches salen no guitarras, sino ametralladoras con las que exterminan al público. En el fondo se lee: New England Jazz & Folk Festival. Si uno va a mentir, hay que hacerlo bien.
Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (2019), un documental ilusorio, busca nuevas anécdotas: la actriz Sharon Stone era una adolescente cuando la recogió una famosa gira de Dylan a mediados de los setenta. Gracias a este encuentro, Stone le enseñó al cantautor a pintarse la cara para los conciertos, inspirándose en el maquillaje de Kiss. Después de un rato de historias verosímiles, aunque no necesariamente ciertas, esta última ya debería invitar a la sospecha, pero seguramente hay quien se la crea. Scorsese desea mentir; igual Haynes. De hecho, en Rolling Thunder Revue la mentira es el propio tema, que el director aborda contrastando a los políticos con los artistas: los primeros engañan para conseguir poder; los otros, para producir comunidades de fantasmas, de ficciones, que en el caso de Dylan juntan a Cenicienta con Ezra Pound y T.S. Eliot para concluir que en los revoltijos de la imaginación puede pasar todo, incluso un mundo más decente.
James Mangold no es Haynes ni Scorsese. Decir que es un mercenario de los estudios moribundos cuyo mayor triunfo reciente fue terminar la peor franquicia de Steven Spielberg mediante las tácticas más despreciables del cine industrial contemporáneo (la nostalgia, el rejuvenecimiento digital de Harrison Ford), sería despiadado y subjetivo pero, bueno, ya lo dije. Esperar de Mangold una película que mintiera para expandir la mitología de Dylan solo significaría que uno no vio su anterior biografía sobre un músico revolucionario en los años sesenta, Johnny & June: Pasión y locura (Walk the Line, 2005). Aquella película cambia temporalidades en la vida de Johnny Cash y junta distintas personas en una sola mediante lo que me gustaría llamar una poética de la amalgama: no miente para engrandecer a los íconos, sino porque el estudio no permite el tiempo suficiente para abarcar tantos hechos históricos. En ocasiones, como en Un completo desconocido, la amalgama ya es una mera expresión de descaro y trivia mal acomodada.
Durante la versión de Mangold del concierto en Newport, alguien le grita a Dylan: “¡Judas!”, y Dylan responde tocando bien fuerte “Like a Rolling Stone”. Esto en realidad pasó al año siguiente en un concierto que suele rotularse como el del Royal Albert Hall, en Londres (¡otro mito!), pero que en realidad se dio en el Manchester Free Trade Hall. La amalgama es tan intensa durante toda esta secuencia que Mangold no solo da por hecho la historia de Seeger y el hacha (recordada por unos, negada por otros), ni apelmaza nada más eventos del 65 y el 66, sino que además junta a personajes simbólicos del pasado y el futuro de Dylan que no estuvieron ahí: Suze Rotolo, aquí llamada Sylvie Russo (Elle Fanning), el segundo amor del protagonista hecho pasar por el primero, lo ve cantando con la artista de folk Joan Baez (Monica Barbaro), amante, además, de Dylan, y se despide finalmente de él. El gigante Johnny Cash (Boyd Holbrook) alienta tras bambalinas a Dylan a ser él mismo, a pesar de los fanáticos que le exigen tocar folk el resto de su vida. Nada de esto pasó, pero Mangold se lo inventa en un ejercicio de economía narrativa y de aquel concepto mercantil conocido como fan service: al público —sobre todo a cierto tipo de fanático— se le da lo que quiere. Dylan, Baez, Rotolo y Cash juntos producen más emoción que un recuento apegado a los hechos.
Alguien que defienda Un completo desconocido podría insistir en que Mangold repite la técnica de Scorsese y Haynes, pero como miembro de la secta de Dylan lo dudo ante el mensaje de la película: Newport, nos sugiere Mangold, fue el momento en que Dylan abandonó la politizada música folk para al fin ser él mismo, tocando rocanrol. En un ensayo publicado recientemente en la revista literaria Los Angeles Review of Books, el crítico musical Tim Riley argumenta que el Dylan entre el inicio de su discografía eléctrica y la gira Rolling Thunder Revue es más político que el anterior. También es un Dylan que acaba regresando a sus raíces de folk para reaccionar en contra de la comercialización y el superestrellato que empezaba a separar a los músicos del público. Otros artistas, como Led Zeppelin, empezaban a tocar en estadios, pero Dylan y su cohorte de figuras contraculturales (Joan Baez, Allen Ginsberg, Sam Shepard, Joni Mitchell, Ramblin’ Jack Elliott) se aparecían en lugares cada vez más apretados para cantar, tocar y leer poemas. Ya para rematar: la presencia de Baez en esa gira rechaza el desenlace de Mangold, en el que ella se despide de Dylan como si se tratara de una figura retrógrada que se queda empolvada con Seeger y los demás.
La poética de la amalgama es real, y en Un completo desconocido llega hasta al racismo al inventarse un músico negro llamado Jesse Moffette, interpretado por el hijo de Muddy Waters, Big Bill Morganfield, que parece juntar a los artistas negros que inspiraron a Dylan. Robert Johnson, Blind Willie McTell y Lead Belly ya estaban muertos para 1965 y Mangold no se decide a revivirlos, aunque sí se atrevió a darle un segundo aire a la relación de Dylan y Rotolo. Es más, el director se atreve hasta a embellecer a sus protagonistas, como debe ser en una película comercial, pero si Dylan se hubiera parecido a Timothée Chalamet, habría tenido la carrera de Luis Miguel. Los signos se acumulan en contra de Mangold y nos sugieren que la mejor forma de representar a Bob Dylan no es una fidelidad desviada para que quepa todo lo necesario, clásica, sino una distorsión radical y consciente de estar sumando ficciones al canon. Regresando al argumento de Scorsese: Mangold, trabajando para un estudio bajo el control de Disney, y en una película protagonizada por la estrella joven más grande de la década, miente como político.
Se dice que Un completo desconocido es, al menos, sincera sobre el carácter déspota de Dylan, pero más allá de engañar a Sylvie/Suze y de ser frío con ella, o altanero con Baez, el Dylan de Chalamet es un tipo fuerte y asertivo; a veces —unas cuatro, según mis cuentas— cruel. En sus primeros años, Dylan era más bien tímido y desconcertante; raro, pues. Más tarde se le quitó lo tímido pero no lo raro, y Chalamet no hace el mismo esfuerzo que Christian Bale o Cate Blanchett en Mi historia sin mí para captar sus gestos, desde su forma de mecerse, balbucear y mirar al piso, hasta la manera de mover las manos como sin saber qué hacer con ellas. Al propio Dylan le salió mejor en Pat Garrett & Billy the Kid (1973), sobre todo en una escena en la que comparte cuadro con Emilio Fernández y Kris Kristofferson: no sabe qué hacer con su brazo derecho y su mirada dispersa.
Si de mostrar a Dylan como un hombre cuestionable se trata, Haynes rescata para su película el momento en que el ícono empezó a cultivar la desconfianza de sus seguidores al declarar incoherentemente que reconocía algo de Lee Harvey Oswald, el asesino de John F. Kennedy, en sí mismo. Mangold maquilla, más bien, a Bob Dylan, nos lo vende como lo quiere nuestra cultura hipercapitalista: no marginal y desafiante, incontrolable, sino vencedor porque aprende la importancia de ser él mismo; un individuo genial como se dice también de Elon Musk y otros fraudes. Mangold cae en las narrativas contemporáneas del éxito individual y revela que su película es, más que cualquier otra cosa, un comercial.
En Un completo desconocido se impone la mitología empresarial y quizá por ello su mayor consecuencia, como reporta Variety, es que la cifra de escuchas de Bob Dylan en plataformas de streaming se disparó desde su estreno. Me pregunto cómo escucharán los espectadores de la película a Dylan: ¿como un artista revolucionario, un enemigo del statu quo, o como un triunfador que se mantiene vigente por escuchar a su corazón? Es fácil suponer cuál versión va a imponerse, pues es la que ofrece Mangold. Si bien queda como alternativa la opción de hacer caso a Haynes o Scorsese, o a D.A. Pennebaker, que documentó la infame gira británica de 1966 en Bob Dylan: Don’t Look Back (1967), también hay un par de títulos que flotan en el internet y nos muestran al héroe según él mismo.
Bob Dylan dirigió dos películas: Eat the Document (1972) y Renaldo and Clara (1978). La primera es una continuación del documental de Pennebaker, filmada también por él, y la segunda abarca la gira Rolling Thunder Revue. En ambas la imagen de Dylan es tan misteriosa como sus canciones, e incluso más desagradable que en Un completo desconocido: en la primera lo vemos conteniendo el vómito en un coche mientras balbucea incoherencias con un incómodo John Lennon; también le exige a Richard Manuel, de su banda en vivo, The Hawks (más tarde The Band), que le ofrezca dinero a un muchacho por su novia. En Renaldo and Clara hay momentos de ficción escritos y dirigidos por Dylan en los que su esposa, Sara Lownds, y Baez, su expareja, se pelean por él. Además de eso hay momentos fuera y dentro del escenario, montados de manera incomprensible, psicodélica, que se rehúsan, como muchas canciones de Dylan, a revelar sus ideas, sus deseos, pero a la vez lo exponen con la guardia tan baja que parece un tipo cualquiera. Ese es el ángulo ausente de la filmografía sobre Dylan que a Mangold simplemente no se le hubiera podido ocurrir. Parafraseando a Cenicienta en “Desolation Row”, de Dylan: se requiere a un genio para representar a otro.
{{ linea }}
No items found.