Chemuyil, semillas sin tierra en la selva maya
Paris Martínez
Fotografía de Juan Pablo Ampudia / VII
Aldea Coral es un complejo de lotes residenciales a la venta a un costado de Ciudad Chemuyil, Quintana Roo. Uno entre una decena de complejos proyectados por las autoridades que cambiarán no solo el rostro de la selva tropical, sino el de un territorio que ha sido habitado por los empleados de bajo ingreso de la industria turística. Esta es una continuación a nuestra cobertura sobre la deforestación en la selva maya.
Este reportaje sobre la selva maya fue realizado con el apoyo de la Fundación W. K. Kellogg
En Tulum, Quintana Roo, un camino solitario de terracería lleva desde la zona conurbada de este polo turístico hacia la selva de Chemuyil, un macizo forestal aledaño que desfallece lentamente ante el avance de la urbanización y cuyos árboles envuelven a quien lo visita en un rumor de aves canoras, caótico pero también musical. Algo, sin embargo, desentona con este concierto silvestre: un zumbido, primero intermitente, que poco a poco se hace constante, amplificándose, como un enjambre de avispas que se agitan con furia. Sierras mecánicas empuñadas por una cuadrilla de trabajadores de la empresa The Smart Shacks, la cual, más allá de lo que permite ver la tupida vegetación, tala árboles para erigir en su lugar un condominio creado enteramente con contenedores marítimos de metal, unidos y dispuestos de tal forma que crean residencias de dos plantas, con amplios espacios interiores y terrazas, en un diseño que sus constructores denominan “luxury eco-container”.
Una vez terminado, esto será parte del conjunto residencial Aldea Coral, “un complejo de enormes lotes residenciales en la Rivera Maya. Es 100% eco-friendly con la naturaleza [sic]”, tal como se promueve en el sitio web de esta empresa inmobiliaria, que vende la selva de Chemuyil en jirones de dos hectáreas, con valor de 1.5 millones de pesos cada uno. La escrituración es “inmediata”. Aldea Coral, a su vez, forma parte de una decena de complejos residenciales, cuyo surgimiento proyectaron las autoridades estatales como una extensión de Ciudad Chemuyil, el primer caserío levantado hace treinta años junto a este sector de la selva maya quintanarroense, en la zona conurbada de Tulum, para funcionar como “localidad de apoyo”; es decir, un lugar donde los empleados de bajo ingreso de la industria hotelera pudieran instalarse sin estorbar en el paisaje turístico.
Tres décadas después, no obstante, la industria turístico-inmobiliaria ha visto potencial económico en estas tierras y puesto en marcha la transformación de esta localidad de apoyo en una comunidad de residencias, hoteles y lotes de inversión. Sus moradores originales, gente de bajos recursos, conocen esta nueva parte de su comunidad como “el fraccionamiento”, donde los nativos son ajenos, donde empieza a poblarse de “gente de fuera”, “gente de dinero”.
—Nosotros, mis tres hijos y yo, tenemos veintinueve años viviendo aquí, somos de los primeritos que llegamos a vivir —recuerda doña Gema, de 62 años, acodada en una silla plástica ante el puesto de pescado que todos los días instala afuera de su pequeña casa, bajo una lona raída que la protege del sol, en Ciudad Chemuyil.
Llegó a Quintana Roo hace 33 años, desde Veracruz, con tres niños pequeños de la mano, huyendo del padre de sus hijos, que la violentaba y acosaba incluso después de haberla abandonado. En un hotel de la zona, Gema obtuvo trabajo como afanadora y en un cuarto de servicio le permitieron vivir con los niños durante cuatro años, hasta que, finalmente, en este mismo hotel le ayudaron a obtener un crédito para una vivienda de interés social —que hasta la fecha sigue pagando— e instalarse en Ciudad Chemuyil, que recién se había creado, con 240 viviendas.
Hoy, sus hijos son adultos jóvenes y, aunque todos los días vienen aquí para ayudarla en el negocio familiar, debieron mudarse a otras viviendas, lejos del pueblo, pues la casa de interés social en la que crecieron, por sus reducidas dimensiones, no era suficiente para sus propias familias.
—Gracias a Dios, a nosotros nos dieron la casa, los del hotel donde trabajaba. Y en ese entonces, a todos los empleados de los hoteles cercanos les dieron su casa. Pero ahorita ya no, ahora están muy caros los lotes aquí, ¡están muy caros! ¿Y qué pueden hacer los jóvenes de Chemuyil? Pues irse a otro lado, a Tulum o Playa del Carmen, y no porque esté más barato allá comprar un terrenito: se van a rentar. De ahí para allá —dice, y señala el punto donde termina el pueblo y empieza la selva maya— es para gente de dinero, y nosotros no tenemos dinero.
Vendido
En 2017, medio centenar de familias de Ciudad Chemuyil decidió que, si había espacio para que la localidad creciera con gente rica, también debía existir un lugar para las hijas, hijos y nietos de los residentes fundadores, que les permitiera dejar de vivir apiñonados en el hogar materno o rentando lejos en las colonias dormitorio de Tulum, Playa del Carmen, Puerto Aventuras o Carrillo Puerto, habitadas por la base trabajadora de la industria turística. Por ello, estas familias de escasos recursos eligieron una fracción de terreno baldío y la ocuparon, con la idea de ir construyendo viviendas, según los recursos de cada familia lo permitieran. No obstante, pronto fueron desalojadas por la policía estatal. En ese momento supieron que el terreno tenía dueño, el gobierno de Quintana Roo, y que estaba destinado a la inversión turístico-inmobiliaria.
La oferta que les hicieron aquella vez a las familias de Ciudad Chemuyil fue que serían beneficiarias de programas de vivienda gubernamentales, tal como décadas atrás lo fueron sus padres y madres, pero, tres años después, en 2020, tras constatar que los apoyos ofrecidos no se concretaban, eligieron otro solar a orillas del pueblo y lo ocuparon. Esta vez, el desalojo no fue inmediato, las autoridades permitieron que los habitantes limpiaran la maleza, que dejaran el campo listo para el inicio de obras, y, después de tres meses, los echaron fuera. Lo recuerda Nora, una mujer maya de 38 años, con una niña que está cursando la escuela primaria, pues fue parte de ambas movilizaciones.
—Yo estoy molesta —dice Nora, mientras convive con sus padres y su cuñada en la banqueta de la vivienda familiar, a la sombra, arrellanados en un sillón que alguna vez fue parte de una camioneta, mientras ven a su hermano componer un motor eléctrico—. Porque a nosotros, como habitantes del pueblo, no nos dan oportunidad para tener un terreno aquí. Siempre a los extranjeros y a los hoteleros, ellos tienen chance de comprar todo. Con los que lo habitábamos estaba bien, pero siguen llegando hoteles y hoteles y gente extraña. A esa gente sí le dan oportunidad y a la gente de aquí no, me imagino que es porque ellos aflojan billete y a nosotros, los pobres, no nos dan nada.
Conforme se avanza en el camino de terracería que lleva a la selva, efectivamente, de entre los árboles van surgiendo lujosas residencias particulares de dos y tres pisos, así como atractivas fachadas con letreros que invitan a hospedarse en sus suites para vivir la aventura selvática, pero con internet, luz eléctrica, baños con agua corriente y caliente, piscinas y espacios para la meditación o la relajación, masajes terapéuticos, recorridos por el mar, la selva o sus cenotes, avistamiento de aves y un largo etcétera de servicios turísticos. Ciertamente, en el fraccionamiento de Chemuyil no toda la selva ha sido desmontada para erigir residencias y hoteles, pero incluso ahí donde bloques de vegetación parecen intocados, entre las ramas y raíces pueden verse ductos plásticos rojos dispuestos para que futuras construcciones se conecten al cableado eléctrico, o letreros con el número del predio y la leyenda “Vendido”.
En mayo pasado, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos determinó que autoridades del nivel federal autorizaron actividades turísticas en la región de Chemuyil de forma indebida, lo que provocó daños ambientales y violaciones al derecho colectivo a un ambiente sano; sin embargo, la investigación realizada por este organismo público se limitó a las afectaciones en los ecosistemas marino y costero. Los encargados de dichas investigaciones no se percataron de las consecuencias que esas actividades provocan inmediatamente después, sobre tierra firme, en la selva maya.
En familia
Ella es una joven de Europa del Este y él, un joven de Jalisco, entidad donde se conocieron e hicieron novios hace ya ocho años, en 2014. Sus nombres verdaderos se reservan en este trabajo, para no exponerlos a ninguna consecuencia. Así que nos referiremos a ellos como Irma y Eduardo.
Un año después se casaron y tuvieron como escenario la laguna de Bacalar, otro de los polos turísticos de Quintana Roo, a doscientos kilómetros de Ciudad Chemuyil. El amor que los une, afirman, está marcado por el interés compartido hacia la biodiversidad, el pensamiento holístico y el paraíso quintanarroense —con playas a un lado, selva al otro, cenotes debajo y un cielo radiante—, adonde se mudaron de forma permanente.
—Nos llamó mucho la atención estar conectados con la naturaleza —explica Eduardo—, el poder estar en la selva y tener el mar Caribe enfrente, que es bellísimo. Desde antes de que se cruzaran nuestros caminos, los dos siempre estuvimos inmersos en las artes holísticas, la expansión de la conciencia y el trabajo educativo para romper con paradigmas y reprogramar lo establecido en cuanto a lo social. Irma es maestra de yoga y los dos nos dedicamos a la permacultura, que significa “agricultura permanente”, una forma de pensamiento que se ramifica en muchísimos aspectos, pero algunos de sus principios son el cuidado de la gente, la tierra y compartir de maneras justas. Por eso nos llamó la atención el poder rescatar formas indígenas de vivir, que sean sostenibles.
Instalados en un predio selvático de dos hectáreas, estos dos jóvenes forman parte de los nuevos residentes del fraccionamiento que se construirá en Chemuyil.
—Estábamos buscando el amor y el contacto con la naturaleza —añade Irma, en un español casi perfecto—. Por eso, cuando conocimos la biodiversidad de esta parte de México, este lugar lleno de agua, que es la fuente de la vida, decidimos venir aquí. Cuando llegamos, sentimos una energía muy pura en la naturaleza. Cada bolsillo de la selva tiene sus historias, se sienten diferentes cosas, y aquí sentimos algo hermoso, muy noble, por eso llegamos a Chemuyil.
En las dos hectáreas de selva que adquirió, esta pareja erigió una casa de tres niveles, cuyos pilares son troncos de zapote cortados del mismo terreno. En la planta baja tienen un pequeño departamento; arriba, un espacio para practicar yoga, y la planta superior, a diez metros del suelo, por encima de las copas de los árboles, cumple una triple función: como espacio de relajación, como puesto de observación de aves y también es el sostén del sistema de paneles solares con el que energizan su vivienda y de la antena con la que reciben el servicio de internet satelital. Sus dos autos, además, les permiten entrar y salir sin complicaciones de la zona selvática.
Una parte de su terreno fue talada, para “reforestar” con árboles frutales, y en otra tienen un corral de gallinas de las que toman los huevos, lo que les permite cubrir una parte de su dieta con alimentos que “crecieron” ellos mismos en su tierra, mientras que en otros puntos alzaron cabañas con regaderas de agua caliente, así como áreas de meditación, donde hospedan a turistas que contratan sus servicios a través de Airbnb.
El agua la extraen de dos pozos excavados a diecinueve metros de profundidad, conectados al sistema de cavernas inundadas que yace bajo la selva, que luego purifican mediante sistemas de ósmosis inversa instalados tanto en su cocina como en las de las cabañas; los desechos de los baños se van a tanques biodigestores que, con el paso de algunos años, convierten la materia fecal en abono, y su basura orgánica la convierten en composta, lo que les permite “devolverle a la tierra” lo que tomaron de ella.
—Buscamos un lugar así por mucho tiempo —añade Eduardo—, hasta que pudimos encontrar Chemuyil, que es un pueblo muy familiar, algo que, desafortunadamente, no pasa en la ciudad de Tulum, pero de todas formas estamos cerca de ella, con todos los servicios disponibles: hospitales, escuelas, supermercados, y con la playa también cerca. Tenemos la bendición de estar rodeados de la naturaleza, de tener silencio y, al mismo tiempo, la conexión con el exterior, con gente, interactuando, aprendiendo.
Ciertamente, los hospitales, supermercados y otros servicios básicos están cerca para quienes cuentan con auto, ya que salir de la selva y llegar a la carretera más cercana, a pie, toma al menos 45 minutos.
—¿Ustedes creen que la oportunidad que tienen para desarrollarse en esta localidad, la tiene también la gente de este pueblo?
—Desafortunadamente —reconoce Eduardo—, el desarrollo no es para todos. Muchos de los proyectos que han llegado a la zona [en Quintana Roo, 70% de las habitaciones para turistas son de servicios cinco estrellas] no proveen a los locales nada más que trabajo como mano de obra. Pero nosotros no. Nosotros damos empleo a dos personas, madre e hijo, que nos ayudan, pero solo medio tiempo. Porque para nosotros es importante contribuirles en lo económico, pero también en su desarrollo personal. Entonces, les pagamos bien por medio tiempo de trabajo, para que tengan suficientes recursos para cubrir sus necesidades y ahorrar, pero también que tengan tiempo suficiente para estudiar y estar con sus familias.
Así, Ciudad Chemuyil no solo es una “localidad de apoyo” para las zonas hoteleras y residenciales de Tulum. También lo es para el fraccionamiento que crece en su costado, esa parte especial del pueblo en la que sus pobladores originales llegan solo como empleados.
El árbol y sus semillas
Tres décadas atrás, cuando el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores construyó las primeras casas de Ciudad Chemuyil, solo planeó eso: viviendas. No se pensó en pavimentar, crear escuelas, un lugar donde los pobladores recibieran atención médica, áreas de esparcimiento o convivencia comunitaria. Hoy, sin embargo, esta localidad cuenta con dichos servicios, gracias a la organización vecinal promovida en buena medida por una sola persona, la trabajadora social Josefina Galván, una mujer con voz de mando y, a la vez, de trato dulce, que desde finales de los noventa es coordinadora del Centro Comunitario local, un pequeño espacio de trabajo colectivo, abierto a toda la población, que se ubica a la entrada del pueblo y que da la bienvenida a quien llega a Ciudad Chemuyil con una frase de Eduardo Galeano: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”.
Desde aquí, Josefina ha podido presenciar el crecimiento de la segunda generación de habitantes de Ciudad Chemuyil, de las hijas e hijos de sus fundadores, que de niños comenzaron a participar en las actividades educativas y lúdicas que promovían, y que ahora son adultos jóvenes.
—Yo siento gran satisfacción, sobre todo de ver a aquellos niños que un día no sabían nada, que desperdiciaban el agua, que tiraban la basura en las calles, que no les importaba su pueblo, y que ahora son gente que ve por su comunidad, que se han organizado para crear oportunidades de desarrollo dentro de la misma localidad, como recorridos turísticos por cenotes, generando empleo para sí mismos, pero también dinamizando la economía local, porque a partir de ellos, otras personas del pueblo han puesto negocios de comida, por ejemplo; o las mujeres jóvenes que han creado talleres de costura a partir de la capacitación que aquí recibieron y que con eso se han empoderado. El actual delegado del pueblo [encargado de gestionar acciones del gobierno municipal] es un muchachito que salió de aquí, por aquí pasó siendo niño, él es una de nuestras “semillas”. Todos ellos y ellas lo son.
No obstante, reconoce que, para esos jóvenes, Ciudad Chemuyil no tiene un sitio que los albergue.
—Para ellos no hay lugar, lamentablemente todo está vendido. Cuando tú caminas por las orillas del pueblo, hacia la selva, ya todo tiene dueño. ¿Quién vendió todo ese espacio?, ¿en qué momento lo vendieron?, ¿cómo lo hicieron? No lo sabemos, es una más de las cosas oscuras que pasan en México. Aquí tú ves gran extensión de tierra, pero en realidad no la hay, salvo para los hoteles y las residencias de lujo. Para que viva la gente que es de aquí, no. Su única opción de vivienda es irse a rentar a otro lado.
Según versiones de los pobladores, chemuyil es un vocablo maya que puede traducirse como “árbol que florece”, nombre que hace honor a la fertilidad de estas tierras y a la frondosidad de su vegetación. Sin embargo, Ciudad Chemuyil es un árbol con cada vez menos flores nuevas.
Entre 2010 y 2020, la población joven de esta localidad experimentó un desplome de 75% porque los jóvenes están obligados a irse, tal como revelan los censos de población del Instituto Nacional de Estadística y Geografía. De 517 menores de edad que tenía el pueblo hace poco más de una década, bajaron a 136 en la actualidad.
Por eso, aunque suele decirse, a manera de proverbio, que la semilla nunca crece lejos del árbol, en el caso de Ciudad Chemuyil, sus semillas sí deben rodar lejos, porque la tierra que hay aquí es para que otros echen raíces.
Este este es un texto de seguimiento al reportaje «Los guardianes de Chumuyil», publicado el 9 de febrero de 2022.
Paris Martínez. Reportero especializado en derechos humanos. Fue mentor de la Unidad de Investigaciones Periodísticas de la UNAM. En 2020 obtuvo el Premio Latinoamericano de Periodismo de Investigación 2020; en 2018, el WJP Antony Lewis Prize for Exceptional Rule of Law y, en 2014, el Premio Nacional a la Excelencia Periodística Rostros de la Discriminación. Actualmente escribe en Gatopardo.
Recomendaciones Gatopardo
Más historias que podrían interesarte.