Los menonitas de Bacalar frente a la crisis ambiental – Gatopardo

Los menonitas de Bacalar

Salamanca es una comunidad aislada del mundo. Sus habitantes no cuentan con televisión ni radio mediante los cuales puedan informarse sobre el cambio climático y los únicos libros que leen son ediciones del Nuevo Testamento. Todo aquí ha sido forjado con sus propias manos, para ellos el trabajo físico es lo más preciado, sobre todo, el trabajo en el campo. Esta visión del mundo no solamente los ha hecho grandes agricultores; también los ha vuelto partícipes del deterioro ambiental.

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El día transcurre como cualquier otro. Es un sábado de abril de 2021 y la escena se repite: los hombres siguen las tareas del campo, van del taller a las tiendas de raya donde adquieren los productos necesarios para el cultivo, mientras que las mujeres permanecen en silencio al interior de sus hogares; algunas dan un paseo en carretas de madera para combatir el tedio, aunque sólo un poco: lo suficiente para que no las juzguen por descuidar las tareas domésticas. Los niños juegan. Las niñas sirven la mesa. En este rincón del Caribe mexicano el virus vino a cambiar poco.

Regida por un autogobierno con un sistema de democracia directa, Salamanca es una comunidad autárquica, endogámica, pacífica, patriarcal, donde se habla plautdietsch, el bajo alemán, y se profesa una religión protestante, el anabaptismo. Sus 1 450 habitantes visten los mismos atuendos, según sus costumbres: los hombres, camisas a cuadros, overoles y botas; las mujeres, vestidos largos con motivos de flores, sombreros y zapatillas. Todos altos, delgados, güeros, de ojos claros. Y en este ir y venir, nadie lleva puesto un cubrebocas.

Esta comunidad agrícola menonita no ha parado de crecer en sus veinte años de vida. Incluso en 2020, el año de la pandemia, la venta de sus cosechas resultó de acuerdo con lo esperado: hubo una caída apenas perceptible en la producción de maíz, pero se debió más a las lluvias que trajeron consigo dos huracanes en octubre que al coronavirus, dice Johan Doerksen, el responsable de la contaduría, desde una pequeña y desordenada oficina con archiveros y estantes corroídos por la humedad, llenos de libros, diarios y carpetas con el registro de las ventas de los últimos tres años.

—No, el covid no nos afectó para nada —repite este hombre alto, con algunas canas, de cara redonda, sudada y enrojecida por sol.

Desde la entrada se presentan a la vista campos de plátano, papaya y maíz; tractores y carretas andando; silos y almacenes gigantes; tiendas de raya donde prestan semillas y químicos que, al término de la cosecha, se pagan y quedan las cuentas saldadas; carretas que van jalando caballos vigorosos; procesadoras de granos en marcha, con las que obtienen la comida para animales que se vende en las tiendas, y también casas bonitas, de madera, con techos de dos aguas y de colores pastel. Todo aquí ha sido forjado con las propias manos de sus habitantes, para quienes el trabajo físico es lo más preciado, sobre todo, el trabajo en el campo. Esto, en gran medida, ha catapultado a Bacalar —demarcación de Quintana Roo, en el sureste mexicano— dentro de la lista de los municipios con más producción de soya y sorgo del país, de acuerdo con el Atlas agroalimentario de la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (Sagarpa).

Vista aérea de un sembradío de soya en el Campo 8 del ejido de Salamanca en Bacalar, Quintana Roo.

—El año pasado recibimos 2 138 toneladas de sorgo más unos quinientos de maíz y casi cuatro mil toneladas de soya, entre otras cosas —presume Johan, encargado también de recolectar lo producido en Salamanca para venderlo a empresas de fuera.

Esto no sólo los coloca como grandes agricultores, sino también como partícipes del despojo de la selva maya, donde se encuentra el segundo macizo forestal mejor consolidado de América Latina, después de la Amazonía.

—Los árboles no nos sirven para nada… Bueeeno, sí nos sirven pero para sombra, para la madera, la naturaleza así es: hay que desmontar lo que no sirve, lo que sirve hay que separarlo y, lo que no, quemarlo. Tenemos que comer. Nosotros aprovechamos: si tiramos el monte es porque vamos a sembrar. Aprovechamos la tierra más que cualquiera —afirma.

Vista al vuelo, Salamanca parece una gran mancha de tierra al que rodea la tupida selva: casi cincuenta kilómetros cuadrados de vegetación que han extirpado. Los menonitas arrancaron, sin permisos, árboles, arbustos, plantas, especies que deberían estar protegidas por el Estado, para poder asentarse, conformar un ejido y sembrar maíz, sorgo, soya, papaya, sandía, tomate, frijol y, más recientemente, para instalar granjas porcícolas y aviares, lo que ha puesto en riesgo la salud del ecosistema, según advierten ambientalistas y académicos de la región.

A un costado, a ocho kilómetros, aparece otra mancha: ésta es gris y siete veces más pequeña. Es la ciudad de Bacalar: un destino turístico en Quintana Roo, cada vez más codiciado por estar montado en la ribera y a un costado de la Laguna de Bacalar, famosa por sus múltiples tonalidades de azul que, en 2020, se perdieron, dando paso a un café sucio y uniforme. Esta situación permaneció así por un año. Fue a inicios de junio cuando Cristóbal, la tormenta tropical, descargó agua como pocas veces sobre la península y especialmente en Campeche, desde donde se fue escurriendo hasta llegar a las costas caribeñas. Las escorrentías no sólo iban cargadas de agua pluvial, sino que arrastraban la tierra suelta —producto de la deforestación—, materia orgánica, desechos, agroquímicos y demás sustancias tóxicas acumuladas durante años. Una gran parte desembocó en la laguna, lo que causó el desvanecimiento de sus colores, la muerte masiva del caracol chivita, una especie endémica, y otros daños aún sin calcular. “Como cuando haces una gran fiesta, al otro día lavas el suelo y arrastras toda la mugre que quedó”, dice Alejandro López Tamayo, hidrogeólogo y director general de la asociación civil Centinelas del Agua.

No pasó mucho tiempo para que organizaciones civiles como Amigos de la Laguna de Xul-Ha y Bacalar, así como ambientalistas y pobladores, señalaran con el dedo a los menonitas de Salamanca, próxima a Bacalar y a su laguna, como los anfitriones de esa “gran fiesta”.

David Guenter y su hijo, y Johan Schmitt, de 5 años.

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Este grupo religioso, una rama escindida del anabaptismo que fundó Menno Simons en el siglo XVI, tiene una larga historia de migración. Fragmentado por pugnas internas en Europa y a causa de la persecución por parte de otros grupos religiosos mayoritarios, algunos migraron hace más de un siglo al continente americano. Llegaron a Canadá primero y, entre 1920 y 1940, se trasladaron al norte de México y luego a Paraguay, en el Cono Sur. Con el tiempo, buscaron nuevos territorios en países como Belice; allí fundaron Little Belize, una comunidad tan próspera, con tal producción agrícola que pronto el país les quedó chico, según documentó el antropólogo Iván Carroll Janer, de la Universidad de los Andes. En busca de nuevas tierras para sembrar y de un mercado más amplio, en 2001 llegaron al sur México y se asentaron en Quintana Roo.

Juan de la Cruz, taxista, dice conocer Salamanca porque antes de manejar el coche en el que vamos, trabajó en la Secretaría de Obras estatal y coordinó trabajos de construcción del único camino que conecta a la comunidad con la ciudad de Bacalar.

—¿Para qué quieres ir?, ¿vas a comprar quesos? —bromea.

Contesto que estoy interesado en conocer su historia.

—Con ellos hay un problema: tierra que agarran, la dejan sin arbolito —dice y ofrece llevarme con un menonita a quien suele brindarle servicios de transporte, un hombre que conoce desde dentro la historia de esta comunidad: Johan Elías Wall, el gobernador.

Dice que identificarlo es fácil:

—Es el único gordo.

La humedad es sofocante, típica de finales de verano. Es una tarde de septiembre de 2020. Johan Elías, alto, güero, más que gordo, grueso, con mazos por manos, de cara ovalada y sin afeitar, con los ojos escondidos tras unos lentes de sol rectangulares, de 54 años, atiende la entrevista en el pórtico de su casa, una como pocas: es amplia y, a diferencia de la mayoría, no es de madera o láminas, sino de ladrillo y concreto. Las paredes blancas contrastan con los mosquiteros verde botella. A ninguna de sus cuatro “hembras”, como Johan Elías llama a sus hijas, le parece el gesto de recibirme en casa y mejor se van al interior, aunque la curiosidad finalmente les gana: se les ve escondidas detrás de las ventanas, atentas, siguiendo la conversación por más que no entiendan nada, pues las mujeres aquí sólo hablan bajo alemán.

Mientras se abanica con el sombrero, Johan Elías explica que en Salamanca se celebran comicios cada seis años para elegir un gobernante honorario, que se encargará de garantizar que la vida familiar y social marche en paz, y que el crecimiento de la comunidad sea ordenado. En pedazos de papel los mayores de edad escriben el nombre de quien creen que los representará mejor y que previamente haya manifestado su interés por competir. Gana el que obtenga más votos. Cada dos años se realiza este plebiscito que refrenda o depone. Johan Elías, que ya había sido gobernador entre 2005 y 2012, se volvió a presentar en 2020 y ganó las elecciones.

—Al parecer están contentos con lo que hago —aventura.

Del origen de la comunidad, cuenta una historia romántica en un español que no domina por completo. Todo inició, relata, con un acto de amor y otro de imposibilidad, con una boda y la escasez de tierras.

—David Martínez, de Campeche, se casó con una viuda de Belice. Ella pertenecía a nuestra comunidad [Little Belize], tenía derecho a tierras, pero ya no había más allá, por eso se llegó a un acuerdo: se iba a conseguir tierras. Y ahí empezó la búsqueda.

Formaron una comitiva de expedición con Abraham Rempel a la cabeza, también oriundo de Little Belize. Cruzaron con sus papeles en regla y exploraron tierras en la zona maya de Felipe Carrillo Puerto, en Quintana Roo, pero los precios eran incosteables y los mayas históricamente insurrectos podrían ser un obstáculo. Luego dieron con Bacalar. El pequeño grupo venía asesorado por menonitas del norte de México, de Chihuahua, quienes les aconsejaron iniciar ahí con un proceso de posesión legal para ocupar las tierras. De acuerdo con Carolina Vargas y Martha García, investigadoras del Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), en 2001 los menonitas negociaron con los comuneros del ejido Bacalar la renta de cinco mil hectáreas y ellos aceptaron sin problemas. A partir de entonces inició la migración.

A Johan Elías, nacido en Belice, lo requirieron por su habilidad para manejar el teodolito, un instrumento topográfico que se usa para medir ángulos, distancias y desniveles en la tierra.

—Cuando ya quedó hecho el trato, entonces yo usaba el aparato para hacer las calles, que buscas los grados de inclinación, el nivel. Desde un principio estuve con ellos. Me llevaron aquí para ayudarles, cuando abrimos los campos, para ver los grados, para hacer las brechas y de ahí medir cada parcela. Poner un poste para indicar “hasta aquí llega” y medir para pasar a la gente —dice con algunos tropiezos.

Wilhelm Schmitt, de 21 años, y Cornelio Klassen, de 22.

Al inicio fue difícil: Todo alrededor era selva. A la primera casa del expedicionario Abraham Rempel le siguió la del recién casado David Martínez; luego otra y otra más.

Las primeras familias solicitaron apoyos a las dependencias de Agricultura para poder sobrevivir en lo que el campo tomaba forma. Recibieron subsidios, facilidades para comprar tractores y herramientas, suministros para producir carbón y sembrar lo que la comunidad iba a comer.

Luego de algunos meses, el 23 de octubre de 2002, David Reddekopp Braun, uno de los recién llegados, presentó ante la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) los documentos para cambiar el uso de suelo de 960 hectáreas, de forestal a agrícola. Como dicta el procedimiento, el personal de la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) acudió al lugar en enero de 2003 para realizar una inspección; encontraron trece hectáreas deforestadas sin autorización, pero esto no representó un impedimento, pues la Semarnat aprobó finalmente el proyecto el 11 de noviembre de 2003, según consta en el resolutivo.

—La verdad, nos multaron, pero nunca hemos pagado… En el periódico salió que nos pidieron veinticinco millones de multa y que Salamanca dio cincuenta millones de pesos, pero nosotros nunca hemos dado ni cinco centavos —reconoce.

Para 2005 los menonitas ya cumplían con el requisito de tiempo mínimo de residencia que requiere la Ley Agraria para ser propietario de tierras ejidales, una de las modalidades de tenencia de la tierra en México que configuran la propiedad social, con fines productivos y de centro poblacional. Pidieron que se les incorporara como ejidatarios; también pidieron comprar las cinco mil hectáreas que rentaban, lo cual se aceptó en una asamblea el 6 de octubre de ese año a cambio de una indemnización de seis millones de pesos, según documentos oficiales. Desde entonces, Salamanca es un ejido conformado sólo por menonitas.

Ya con la propiedad de la tierra segura, los primeros tractores y apoyos para la compra de semillas y animales, la expansión continuó sin freno. En el documento técnico del proyecto se especificaba que el plan era asentar a cincuenta familias, construir caminos y tender campos agropecuarios en 496 hectáreas. Pero las proyecciones quedaron rebasadas: hay más de doscientas familias sobre más de cinco mil hectáreas desmontadas, sin una licencia adicional de cambio de uso de suelo o de aprovechamiento forestal.

—En 2004 tenía como dos hectáreas; ahorita tengo 77. En 37 siembro maíz y en 22, soya. En el resto hay pasto para mis animales —dice Johan Elías.

Han sido tales la expansión y el crecimiento poblacional —en una comunidad en la que no se usan preservativos ni métodos anticonceptivos— que se han agotado las tierras disponibles. Algunos menonitas han optado por rentar tierras a ejidos cercanos, como el de Juan Sarabia o Xul-Ha, donde replican las mismas prácticas. Johan dice que es momento de armar una nueva comitiva de exploración y salir, pero ahora a Perú, donde tienen los ojos puestos.

De acuerdo con un estudio reciente del Consejo Civil Mexicano de Silvicultura Sostenible (CCMSS), Bacalar figura como el municipio de Quintana Roo con más deforestación en ejidos en los últimos quince años. Tan sólo Salamanca representa 15.2% del total de hectáreas deforestadas en tierras comunales en la entidad.

Susana Schmitt, de 18 años, y Sara Schmitt, de 16, limpian y acomodan las cubetas al terminar la producción de quesos.

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—Hola, ¿cómo te ayudo? —dice Abram Schmitt, un hombre de 42 años, originario de Durango, criado en Belice, pero que vive en Salamanca desde 2008. Le solicito una entrevista esta tarde de abril de 2021 y me pide que espere un momento, en lo que atiende a los clientes que se amontonan frente a su casa.

Las múltiples y hondas arrugas que hay en el dorso de sus manos, producto de los años de trabajo en el campo, se acentúan por los restos de tierra negra que durante el día se incrustan en ellas, como si hubiera arañado la tierra. La ropa igual, marcada por el trabajo en el campo, rancia. Contrario a lo pensado, un aspecto como el de Abram es el mejor que puede lucir un “buen hombre” en Salamanca, porque significa que ha trabajado, como los demás, desde el primer rayo del sol, que puede hacerse cargo de una familia numerosa y que es respetuoso de las costumbres.

Salamanca está dividida en dieciséis secciones o “campos”, como los llaman. La casa de Abram se encuentra en el Campo 9, a las orillas de la comunidad, donde las casas están más espaciadas entre sí, los caminos de terracería tienen más baches que los de la entrada, donde viven los fundadores y sus familias, y las principales tiendas de raya —donde venden artículos de ferretería y bocadillos como hamburguesas con pan hecho por ellos mismos— quedan lejos.

Abram Schmitt recibe el último fajo de billetes de Rafael, un hombre que condujo desde Cancún hasta Bacalar en una camioneta de carga con el único objetivo de comprarle papayas, que luego venderá a la cadena de supermercados Chedraui. Por los 1 600 kilos de papaya, Abram recibió más de veinte mil pesos de contado.

—No quedó nada —digo cuando lo veo acercarse de nuevo, luego de haber despachado a Rafael y a otros tres clientes que le compraron todo el tomate disponible.

—Se vendió toda la cosecha —confirma Abram, que lleva una libreta donde anota la cantidad vendida y el dinero recibido y lleva el registro de todas las transacciones del año. Tiene un semblante preocupado y es que el balance es negativo: en el último cuatrimestre pagó 35 561 pesos por las semillas y los agroquímicos para levantar su cosecha y acaba de recibir un total de 34 235 pesos.

—Y ahora, ¿qué harás?

—Pues intentarlo de nuevo.

Le fue mal, explica, porque se malogró parte de la cosecha. De las quince mil semillas de tomate que compró, dieron fruto sólo cinco mil. Abram está atrapado en una suerte de espiral sin salida. Invierte lo poco que gana de las cosechas y de lo que obtiene de los quesos que produce. Pero tiene fe en que la próxima vez las cosas salgan mejor.

—Por eso vamos a la iglesia todos los domingos…Todos los domingos se piden bendiciones y cosechas. Yo no fallo… Bueno, si fallo es porque estoy enfermo, pero si estoy aquí, yo siempre voy a iglesia —dice Abram en un español que se pronuncia con trabajo.

En este ejido por cada campo hay una iglesia, con un ministro que lee la Biblia en las ceremonias que celebran los domingos a las siete de la mañana. También hay una escuela en cada sector, en la que se imparten clases de alemán, religión anabaptista y algo de matemáticas, útiles para las transacciones de productos agrícolas. Los niños acuden ahí hasta cumplir trece años y las niñas, hasta los doce. Las mujeres se retiran antes para evitar que tengan su primera menstruación fuera de casa. Al egresar, lo único que se espera de los hombres es que se involucren en tareas del campo, como lo hicieron sus padres, como siempre ha sido en ésta y el resto de las comunidades menonitas.

En Salamanca, sin embargo, algunos han renunciado a sembrar y han optado por producir quesos y lácteos en su propio hogar; otros decidieron arreglar motores o pararse bajo los semáforos del centro de Bacalar o Chetumal para vender productos, no sin provocar miradas de reproche entre los suyos por salir de la comunidad, sobre todo, por parte de los adultos mayores, que resultan ser los más tradicionalistas. Y hay también unos pocos que no han encontrado satisfacción en ninguna de las actividades anteriores, por lo que deciden abandonar la comunidad. Hay una palabra en bajo alemán para definir a aquellos que no siguen la tradición, los desertores: se les dice schinda que, de hecho, es un insulto y significa “curtidor de pieles”; la implicación es que son personas que trabajan con los restos, que no son suficientemente inteligentes para hacerse cargo de un campo. Éstos serán marginados de por vida.

—A mí no me parece bien que anden saliendo para vender quesos. Se tiene que trabajar aquí adentro, ganarse el pan con el sudor de la frente del trabajo en la tierra —dirá después el gobernador Johan Elías.

Abram Schmitt siembra papaya y tomate, pero también arregla motores, produce quesos y hay temporadas en que, de plano, no hace nada. No queda claro si Abram es un “buen hombre” o un schinda.

Isaac Dyck, de 42 años, arregla un motor junto con sus hijos.

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Quintana Roo no es un estado agrícola. Los suelos son porosos, de roca caliza y con tierra poco profunda, lo que impide la siembra de casi cualquier producto, salvo en el sur, donde sí se puede, aunque muy apenas. “Mientras en el norte del estado hay una capa muy delgadita de suelo, como de diez centímetros, y debajo está la roca, en el sur, en Bacalar, hay más profundidad, incluso de diez metros, lo que permite sembrar”, explica López Tamayo, uno de los mejores estudiosos del terreno peninsular.

Por estas condiciones, se ha recurrido en Salamanca a la agricultura extensiva y al uso de agroquímicos para blindar la cosecha de semillas que les suministran empresas como Dasur, Dapsa Agroinsumos, Agrosan, Syngenta y Fertibal. Depende del producto que estén sembrando, pero Johan Elías calcula que utilizan cerca de trescientos kilos de fertilizante DAP 18-46-0 por hectárea cultivada en cada ciclo de siembra, una fórmula química compuesta de fosfonitrato, nitrofosfato, nitrato de amonio estabilizado y sal nítrica; así como cien kilos de fertilizante Urea, y también insecticidas para evitar plagas o eliminarlas. Para preparar el terreno y tumbar los acahuales, rocían glifosato, un herbicida cuyo uso ha sido prohibido en Austria, Colombia y, desde el 31 de diciembre de 2020, en México, por sus efectos nocivos en la salud. Tanto las semillas como los “venenos”, así se refieren ellos a estos agroquímicos, se venden en las tiendas de raya, a las que llegan foráneos a comprar quesos, leche y forrajes para animales.

Los menonitas siembran papaya, sandía, tomate y frijol. También cosechan soya, maíz y sorgo a gran escala; tanto, que en agosto de 2021 iniciaron la construcción de un tercer silo con una capacidad de almacenamiento de mil toneladas, exclusivo para guardar soya, que se sumará a los dos existentes, donde caben 2 500 toneladas de granos. En puerta está la construcción de dos silos más, dice Wilhelm Schmitt, uno de los veintiún hombres que trabajaban en la cimentación de la estructura.

—Éste es el primero que vamos a construir nosotros solos, porque antes siempre venían a hacerlo los [menonitas] de Chihuahua —dice, limpiándose el sudor de la frente enrojecida bajo el sol.

El trabajo lo dividen entre los que cargan las mezcladoras de gravilla, agua y cemento, los que conducen los dos buldóceres y los que vacían la mezcla sobre la circunferencia que formaron con varillas y a la que añadirán, además, pedazos de roca sascab que ellos mismos extrajeron del subsuelo. Un trabajo preciso y bien coordinado.

—Cada año tenemos que echar fertilizantes porque estas tierras, cuando no se les tira, no producen; son suelos muertos —dice el gobernador —. Cuando quitas monte crecen hierbas. Pero si vas a sembrar maíz o frijol, si da un poquito no te resulta, es muy pobre la tierra; queda amarillito, no crece con fuerza para dar la fruta. Pero si cada año echas un poco de fertilizante, sí produce.

En total cultivan cuatro mil hectáreas durante dos o tres temporadas al año. Eso significa cientos de miles de kilos y litros de agroquímicos vertidos al suelo.

—Hay quejas por el uso de contaminantes. Hay estudios que dicen que los químicos que aquí se usan van a dar al agua subterránea —comento.

—Yo sé que hay quejas: que tiramos el fertilizante químico, que se va a contaminar las aguas, que esto, que lo otro pero, bueno, no puedo decir que no. Si se hubiera contaminado mucho, yo creo que ya se hubiera muerto todo. Además, como llueve y la tierra es un filtro, todo se filtra, y como corre el agua, pues ya se limpió.

Echar químicos sobre el suelo poroso de la península de Yucatán acarrea un problema: las abundantes lluvias que caen en la región —donde se capta alrededor de 50% de la precipitación pluvial de todo México— se infiltran fácilmente. De hecho, es así como se abastece el gran acuífero maya, uno de los más grandes del planeta —de 165 mil kilómetros cuadrados—, que se extiende hasta Guatemala y Belice. El gran acuífero, explica López Tamayo, se compone de un complejo entramado de ríos subterráneos interconectados, con flujo incesante, donde el agua que un día está en Tulum a los meses llega a Bacalar y después desemboca, invariablemente, en el mar Caribe. En otras palabras: los contaminantes, que se originan en cualquier punto, recorren laberínticos caminos subterráneos y se diluyen y dispersan por los cuerpos de agua de la región, donde se encuentran veinticinco áreas naturales protegidas.

Al problema de los químicos se ha sumado otro más: las granjas porcícolas. Aunque la crianza de puercos es una actividad incipiente en el estado (según un informe de Greenpeace de 2020, la industria porcícola ha instalado apenas veintidós granjas), Salamanca ya cuenta con treinta: la más grande con casi doscientos animales, cuyos desechos se inyectan directo al manto freático. Existen dos estudios que mapean los flujos de las aguas subterráneas de Quintana Roo, uno elaborado por el Ecosur (2015) y otro de la organización civil Amigos de Sian Ka’an (2020). Ambos coinciden en que toda el agua infiltrada en la zona del ejido de Salamanca conduce hasta la Laguna de Bacalar; es decir, los contaminantes, las sustancias potencialmente cancerígenas que se utilizan en actividades agrícolas, aviares y porcinas circulan hacia uno de los “balnearios” preferidos por nacionales y extranjeros.

Isaac Dyck, de 42 años, supervisa una granja porcícola, una de las treinta que existen en Salamanca y cuyos desechos se inyectan directo al manto freático.

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La palabra “contaminación” se queda demasiado corta cuando Teresa Álvarez Legorreta, investigadora del Ecosur y especialista en Microbiología Ambiental, describe los resultados del análisis de la calidad del agua en la Laguna de Bacalar. Cada año, desde 2017, toma muestras de agua y sedimento en diversos puntos y en tres temporadas distintas: ha encontrado nitrógeno, fósforo, plaguicidas organoclorados, metales pesados tóxicos como mercurio y cadmio y otros como plomo, cobre y zinc, además de agroquímicos e hidrocarburos. La presencia de todas estas sustancias está registrada en una investigación que está llevando a cabo dentro del Ecosur, pero que adelanta para este texto. Su estudio revela no sólo los impactos del turismo masivo, sino también los de la actividad agrícola: en los puntos más cercanos a la ciudad de Bacalar, próximos a los campos de Salamanca y donde tienen lugar las actividades turísticas, se ha deteriorado la calidad del agua y de los sedimentos del fondo lagunar.

A la pregunta de qué factores han cambiado su composición química, Álvarez Legorreta responde: los hidrocarburos de motos acuáticas y lanchas, las partículas derivadas  de la quema de vegetación para el cultivo o de los incendios forestales, los agroquímicos y, sobre todo, el vertimiento irregular de aguas negras directo a la laguna, por la falta de infraestructura urbana, provenientes de más de catorce mil viviendas de Bacalar que no están conectadas al drenaje (98.6% del total, según datos de la Dirección de Ecología municipal). “Hay presencia de agroquímicos en los sedimentos de la Laguna, y éstos pueden provenir del agua subterránea que la alimenta, pero también, durante las lluvias, de los escurrimientos superficiales, porque el agua de lluvia arrastra muchos contaminantes, plaguicidas y metales, porque muchos fertilizantes tienen bases metálicas”, dice en entrevista telefónica, desde su cubículo en Chetumal.

Abram Schmitt se prepara para alimentar a su ganado.

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Ni bien ha salido el sol, Abram Schmitt ya está de pie trabajando. Se le ve un tanto apurado: tiene que acabar de ordeñar a las vacas para llevarse la leche, junto con los quesos que sus hijas elaboraron artesanalmente, a Chetumal, donde intentará venderlos. Es una mañana de agosto de 2021.

—Allá ya tengo unos clientes —asegura.

No es que Abram prefiera salir de la comunidad en lugar de dedicarse a sembrar, como manda la costumbre, lo que le evitaría las críticas de los más tradicionalistas. Tampoco es que no tenga la ambición de aumentar la siembra, incluso, con soya, maíz o sorgo, con los que podría obtener una mejor rentabilidad. El problema, dice, es que no tiene la maquinaria necesaria ni el dinero suficiente para comprar más diésel para echar a andar el motor del sistema de riego, más agroquímicos para garantizar una cosecha exitosa y, encima, alimentar a sus doce hijos y a su esposa.

—Ahora tengo 33 hectáreas. En una parte estaban las papayas y tomates pero, por ahora, no vamos a sembrar en los otros campos, pues ni sabemos si estará bueno este año.

Mientras el gobernador cuenta con 77 hectáreas cultivadas y maquinaria aparcada en su taller, Abram aprieta apresuradamente las ubres de su vaca lechera a un costado de su casa de dos piezas, donde, para separar los espacios, en vez de pared hay una lona percudida que alguna vez el Partido Verde Ecologista de México usó para promocionar a sus candidatos al Senado de la República.

Esta diferencia entre un schinda y el resto, parece ser, va más allá del compromiso con el trabajo en el campo y tiene más que ver con el poder adquisitivo.

Johan Schmitt, de 5 años, descansa mientras su hermano Wilhelm, de 21, ordeña las vacas.

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En las fotografías hay dos cajas de cartón blancas con diecisiete semillas de soya y sus vainas verdes, extraídas del ejido de Salamanca en 2015. Las imágenes fueron captadas por Maya Piedra Galindo, que entonces cursaba la maestría en Ciencias en Recursos Naturales y Desarrollo Rural en el Ecosur. Estaban ahí para someterlas a pruebas auspiciadas por este instituto de educación, porque sospechaban que tenían modificaciones genéticas.

En 2014 un grupo de organizaciones civiles y comunitarias indígenas tramitaron un amparo en el que pedían la cancelación del permiso que Sagarpa le había dado en 2012 a Monsanto, una de las grandes multinacionales de la agroindustria, para sembrar soya transgénica —modificada genéticamente— en sesenta mil hectáreas de Campeche, Yucatán y Quintana Roo, pues su producción a base de agroquímicos, argumentaron, ponía en riesgo su forma de vida y el territorio que habitaban, además de que violentaban su derecho a la libre determinación, pues no se llevó a cabo una consulta adecuada, libre e informada.

Kabi Habi, una de las impulsoras del amparo, quien también se dedica a la producción de miel en Bacalar, había planteado la posibilidad de que la soya menonita fuera transgénica por estar dentro del polígono autorizado a Monsanto y por el aumento en la mortandad de abejas en dos apiarios, cercanos a Salamanca, presuntamente a causa de los químicos rociados en los campos, pero no contaba con pruebas. César Armando Rosales, delegado de la Sagarpa en Quintana Roo, no hacía otra cosa que negarlo rotundamente. Por eso, los apicultores solicitaron apoyo a Piedra Galindo, quien aceptó investigar al respecto.

Elisabeth, de 15 años, y su hermana Gertruda, de 10, preparan el caballo antes de que su padre salga a Chetumal para vender quesos.

Del total de pruebas que se analizaron en cinco sitios diferentes, tomadas en una franja de nueve kilómetros en el sureste de Salamanca, dos de ellas resultaron positivas. “En Salamanca es un hecho que siembran semillas de soya transgénica y soya no transgénica. No contamos con datos respecto a la cantidad de hectáreas cultivadas con la variedad transgénica, pero consideramos la posibilidad de que exista un proceso de polinización cruzada entre ambas variedades por la actividad de las abejas”, advierte Piedra Galindo. Esto significa que es posible que las abejas y otros polinizadores hayan transportado el polen de soya transgénica fuera de la comunidad menonita. De hecho, factores como éste provocaron que en 2017 las instancias nacionales de sanidad revocaran finalmente el permiso a Monsanto, por incumplir con los acuerdos, porque se descubrió soya transgénica sembrada fuera de los polígonos autorizados sin haber establecido medidas de bioseguridad, control, manejo y prevención de riesgos.

Aunque las pruebas en laboratorio de Piedra Galindo son incapaces de determinar la marca de la semilla, es probable que éstas hayan sido compradas a las varias empresas de las que los menonitas son clientes frecuentes, como Syngenta, quienes ofertan organismos transgénicos.

Johan Elías, el gobernador, asegura que no lo recuerda con claridad, pero que, después de los hallazgos, las autoridades clausuraron un predio en el Campo 5, tras una supuesta denuncia ciudadana.

—Sólo respetamos esa cinta amarilla que pusieron y nosotros seguimos sembrando alrededor —admite.

El predio donde hallaron soya transgénica era y sigue siendo de Johan Harder, de 61 años, fundador de la comunidad; un hombre medio calvo, con lentes de mica negra, que camina con una postura inclinada y vive en este campo con diez de sus once hijos. Harder se negó a conceder una entrevista a Gatopardo sobre la soya transgénica hallada en parte de las 42 hectáreas que posee.

Desde 2015 ninguna autoridad ha regresado a Salamanca a constatar que la amenaza de polinización cruzada de los “organismos potencialmente cancerígenos” —como los define la ONU— se haya detenido. De acuerdo con Johan Doerksen, el administrador, en 2020 se sembraron cerca de mil hectáreas de soya. Cada año, estima, los menonitas producen dos mil toneladas de granos de soya, además de dos mil de sorgo y quinientas de maíz, que venden principalmente a empresas como Enlace Comercial, Crío e Hidrogeneradora Yucateca; y éstas las convierten en alimento doméstico o para ganado.

La familia Schmitt desayuna antes de comenzar las tareas del campo y el hogar. De izquierda a derecha: Anna Schmitt (13 años), Margaretha Schmitt (7), Elisabeth Schmitt (15), Susana Schmitt (18), Benjamin Schmitt (4), Aganetha Schmitt (11) y Wilhem Schmitt (21).

***

—¿Cómo?, ¿a qué te refieres?

Abram Schmitt frunce el ceño porque no entiende nada y me pide que vuelva a explicar. Pregunto si los menonitas tienen algún aprecio a la naturaleza, si se sienten parte de ella, si piensan que está viva o si la veneran como algunos mayas, de los que, por cierto, Abram nunca había escuchado antes.

—No, no, no; todo eso son sólo objetos.

—¿Como las piedras? —pregunto.

—Sí, como las piedras o los árboles.

La conversación sucede frente a un joven framboyán de flores rojas y amplio follaje, uno de los árboles más coloridos del mundo, al que Abram llama “mata”, como si aquello fuese una ramita de hierba.

Salamanca es una comunidad que se caracteriza por vivir aislada, que no acepta a personas que vengan fuera de sus límites. No hay televisión ni radio mediante los cuales informarse. Los celulares están prohibidos (aunque pocos jóvenes, como Cornelius Klassen, sobrino de Abram, sí tienen y lo utilizan principalmente para comunicarse con familiares de Campeche o Belice). La poca electricidad que obtienen la logran gracias a los motores de diésel que usan para el sistema de riego, de los que salen enchufes para conectar herramientas eléctricas, como el taladro. Los únicos libros que se leen son ediciones del Nuevo Testamento. Lo que sí hay, es cierto, es un periódico, el Die Mennotische Post, de circulación nacional entre los menonitas, impreso en las colonias del norte de México y que llega cada tanto al Campo 3, donde se encuentra el código postal, pero la gran mayoría de la información que contiene es referente a la venta de tractores, tierras o al fallecimiento de integrantes de las comunidades.

Tal vez por eso, Abram desconoce los daños al ambiente que le menciono, ocasionados por haber arrancado la vegetación de su terreno para sembrar y rociar agroquímicos. No se publican en dicho diario. No los ve por ningún lado y tampoco había escuchado de ellos antes. Lo único que alcanza a ver a su alrededor son arbustos de papaya sanos, vacas con buen apetito y a sus hijos menores merodeando por ahí, comiendo pan con mermelada de fruta hecha en casa.

Abram Schmitt, de 43, y Elisabeth Klassen, de 42, desayunan café y pan con mermelada de frutas hecha en casa.

***

Sobre uno de los caminos de terracería, rodeado de amplios campos de mazorcas de maíz entre los que asoman techos de casas de madera, una máquina de proporciones monumentales avanza por la orilla. Más que vehículo parece el esqueleto de un insecto gigante, metálico y motorizado, cuya función puede descifrarse conforme se acerca. Camina sobre cuatro ruedas de fierro de casi dos metros de alto unidas al chasis que carga una pequeña cabina, desde donde el operador echa a andar el motor. Con ella, rocían insecticida por encima de los sembradíos.

—Lo construí aquí en mi taller, con piezas que traje de Bacalar y de Chetumal —dice el chofer, con orgullo, sobre este aparato que hizo con diseño propio, cuyas partes se notan unidas con toscas pero sólidas soldaduras.

El operador es otro Abram Schmitt: Abram Schmitt Wiens. Es residente del Campo 3, calvo, de 32 años según consta en su credencial para votar, que lo acredita como mexicano, al igual que al resto de menonitas mayores de edad en Salamanca. Es hijo de Heindrich Schmitt, uno de los pioneros de la comunidad. Lleva dos botellas de plástico blancas en las manos. Una contiene Imidacloprid y la otra, Agrimec, los insecticidas más usados en estas tierras. Nació en Belice y llegó a los diecisiete a Salamanca. Actualmente, tiene cuatro hijos y once hectáreas para sembrar que, a principios de año, se colmaron de frijol —y, más recientemente, de maíz—, que luego vendió, como todos aquí, a Johan Doerksen, el administrador.

Hace poco, Schmitt Wiens fue objeto de un experimento liderado por Paloma Escalante, investigadora del Instituto Nacional de Antropología e Historia, quien impulsa la transición de fertilizantes químicos a productos orgánicos en esta comunidad; ella ha tenido contacto con los menonitas desde hace quince años, en los que, dice, aprendió a conocerlos bien e, incluso, entabló amistad con varios de ellos. “La experiencia que hicimos con él consistió en sembrar la mitad de una hectárea con fertilizante orgánico y la otra mitad la trabajó como siempre. El resultado final fue que la cosecha produjo entre treinta o cuarenta por ciento más de frijol donde pusimos lo orgánico. Estaba muy contento”, cuenta la antropóloga por Zoom.

Mazorcas de maíz en el Campo 3 del ejido de Salamanca en Bacalar, Quintana Roo.

Los productos usados son fertilizantes orgánicos producidos por ingenieros agrónomos de la Universidad Intercultural Maya de Quintana Roo, en una cooperativa en Altos de Sevilla, Bacalar, compuestos de estiércol de vaca, melaza, azufre, urea y calcio. Esta transición no sólo evitaría daños al ecosistema, sino que les generaría ligeros ahorros, asegura Escalante.

—Vinieron seguido a rociar los productos que trajeron —dice Abram, sentado en una silla de plástico blanca, en el jardín frente a su casa gris con marcos azul pastel.

—¿Qué te pareció el experimento? En la nueva cosecha de maíz, ¿usaste productos orgánicos? —le pregunto a Schmitt Weins.

—Estuvo bien. Se dio poco más del lado de los productos, pero ya no me quedó más y ellos ya no regresaron.

La ambición de Escalante es volver, ampliar el proyecto y enseñarles a producir sus propios fertilizantes y pesticidas orgánicos pero, por ahora, no cuenta con el tiempo ni el apoyo académico para realizar un proyecto de tales dimensiones. Más antropólogos deberían implementar experimentos como éste, afirma, y, sobre todo, las autoridades mexicanas. Para ella es inaceptable que se les exija a los menonitas una consciencia medioambiental; recuerda que son una comunidad aislada, que nada saben de lo que pasa en el exterior, cuyo sentido de la vida lo han encontrado, desde hace más de quinientos años, en el trabajo en el campo. Las quejas y exigencias de los ambientalistas e investigadores, insiste, deberían lanzarse a los gobernantes.

—El punto es que nadie se ha molestado en explicarles a los menonitas cómo son las cosas, decirles: ‘Mira, aquí donde estás, las cosas funcionan así’. Salvo tres o cuatro antropólogos, nadie se ha acercado a ellos.

Y es que las autoridades sólo han aparecido en la comunidad en muy contadas ocasiones. La más célebre fue en 2009, cuando el entonces gobernador de Quintana Roo, Félix González Canto, visitó Salamanca para celebrar un acto protocolario con el que oficializaba la entrega de apoyos: una báscula, seis tractores, una bodega y un silo. El mandatario, que llegó en helicóptero, reconoció que no sabía de la existencia de los menonitas en la entidad, pero que estaba muy contento de tenerlos porque eran “personas trabajadoras”, según se lee en las crónicas del momento.

Bien podrían las Secretarías interesarse en lo que está pasando en Salamanca y emprender campañas de sensibilización y educación ambiental; hasta ahora, no lo han hecho, con la excusa de que, por ser un ejido, no les compete, pues estas tierras son jurisdicción federal. Sin embargo, advierte Escalante, todo trabajo tiene que hacerse con respeto a los usos y costumbres de la comunidad religiosa.

—Ellos han decidido mantenerse al margen. Sus mujeres y niños no hablan español; las escuelas no tienen el programa de la SEP; no tienen luz de la CFE. Ellos han elegido mantenerse al margen. Su endogamia, cerradez, hace que sea muy difícil incorporarlos al Estado nacional, porque ellos no quieren. El punto es saber cómo lograrlo para lo que nos afecta a los demás, para que no deforesten, para que no usen químicos, para las cosas que sí están afectando al entorno.

Vehículo diseñado por Abram Schmitt Wiens, que utiliza para rociar insecticida. Mide 2.5 metros de altura.

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