Axel Hernández, un mexicano de 24 años, llegó con toda su timidez a trabajar como cocinero a los Estados Unidos. Se instaló en Passaic, la octava ciudad más grande de Nueva Jersey, que en las últimas décadas ha visto crecer a la población mexicana, un incremento en 115,000 habitantes desde principios del milenio, de acuerdo con el Censo 2010. Él siempre se imaginó al mando de su propio restaurante, buscando las codiciadas estrellas Michelin y con una barra de preparación amplia en la que algún día le tomarían fotos para agregarlo a la lista S. Pellegrino. Así lo había soñado desde que se graduó de la licenciatura en Gastronomía, por la Universidad del Valle de México, en Querétaro.
Esa mañana, olvidó sus queridos cuchillos, esos pesados y largos cuyas hojas filosas destellan luz. Así que tuvo que volver. Recorrió la ahora cocina vacía, pero donde siempre se picaba vegetales al ritmo del segundo, y las cocciones se revisaban con cronómetro. Era la parálisis del tiempo, no había nadie.
La llegada del coronavirus a Estados Unidos se había registrado veinte días antes, el primero de marzo, cuando una persona en Nueva York comenzó con la estadística del Covid-19. A esas alturas en las calles que antes eran bulliciosas imperaba la calma, los negocios del corazón norteamericano habían comenzado a cerrar y las personas se resguardaban en sus casas ante los mensajes de sanitaristas que insistían en cómo la reducción de las relaciones interpersonales evitaría los contagios, y los analistas puntualizaban que la suspensión de actividades fragmentaría las cadenas de valor y anticipaban el desempleo.
En la cocina del Hudson Garden Grill prevalecía un silencio casi absoluto en las barras de preparación. Sólo estaban el chef ejecutivo, Paul, que pocas veces se presentaba, y Nelson, su superior y quien se despidió de él. “Me deseó buen viaje, me dijo que tuviera cuidado y que todo volvería a estar bien en algún momento”, recuerda Axel. El efecto dominó que el coronavirus había iniciado en China lo derrumbaba ahora a él y al resto de los 30 empleados del Hudson Garden Grill. La última apuesta de la casa restaurantera Constellation Group sufría la misma desgracia que el resto de sus restaurantes en Brooklyn, Manhattan y Queens, rendidos ante la baja de comensales que lo obligaba a cerrar sus puertas.
Mapa de la pandemia en la ciudad de Nueva York al 8 de abril de 2020.
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El sábado 14 de marzo un halo de incertidumbre invadió a los trabajadores cuando a las cuatro de la tarde los enviaron a todos de vuelta a casa, luego de que el chef avisara que de las 260 reservaciones agendadas únicamente habría 70. Y de las que sólo se concretarían 20. Los empleados guardaron el arroz y las lentejas que llevarían consigo a sus hogares. El chef se acercó a darles un formulario para que pudieran solicitar el subsidio del desempleo. Fue en ese momento que Axel empezó a angustiarse. Él no era un residente norteamericano, y aunque tenía un permiso J1 para trabajar legalmente en Estados Unidos y pagaba impuestos, y tenía seguro de gastos médicos y una cuenta de banco, él no podía acceder a las prestaciones que el Estado ofrece temporalmente a los trabajadores en paro. No sólo se quedaría sin el salario con el que subsistía, sino que sus papás del otro lado de la frontera, en México, dejarían de recibir los dólares que él mandaba cada semana.
“Le pregunté al chef que qué pasaría conmigo. Me dijo que no me preocupara, que no me iba a quedar sin trabajo, me mandarían a la cafetería del Jardín Botánico, así que me relajé un poco”, recuerda. Ya cuando se había despedido, le llegó un correo de la agencia Global Monday a los practicantes de Constellation Group.
“Tenemos un mensaje muy importante para ustedes en estos tiempos difíciles […] Si usted está preocupado por tener menos horas de trabajo busque a su supervisor y pregunte sobre la dirección de las próximas semanas donde trabajará […] El Departamento de Estado tiene un requisito mínimo de 32 horas semanales de trabajo, pero tenga en cuenta que esto puede no ser posible en su empresa anfitriona en este momento o en los próximos 30 o 60 días”.
Tras leerlo partió a su casa. Hacía año y medio que Axel había tramitado su servicio de visado a través de esta agencia, que hace de intermediario entre empresas que buscan practicantes profesionales, los Departamentos de Estado de los países y jóvenes recién egresados de las universidades inscritas en su programa. Tras una videollamada en la que se comunicó con un inglés pausado y atropellado, el reclutador de Constellation Group le había prometido que “Nueva York era para él”.
El efecto dominó que el coronavirus había iniciado en China lo derrumbaba ahora a él y al resto de los 30 empleados del Hudson Garden Grill.
Hudson Garden Grill, el restaurante de grandes ventanales donde se habían acostumbrado a mirar diario el Jardín Botánico del Bronx, en Nueva York, y que desde ese día dejaría de ver.
“Pagué 4 mil dólares por transferencia bancaria. Lo recuperas rápido, mi primer cheque fue de 1,900 pero, menos mis impuestos, recibí 1,300 dólares. Pagué en dos emisiones porque mi papá no contaba con la capacidad económica. Después me mandaron por digital los documentos que presentaría en el trámite, ahí venía mi plan de entrenamiento, que es el desglose de lo que iba a hacer durante un año en la compañía: tres meses en repostería, tres meses en cocina caliente, tres meses en banquetes y tres en administración”.
Al cumplir el año, lo invitaron a quedarse otro más, la compañía le pagó la mitad del nuevo trámite de visado y él puso el resto. Axel supo adaptarse a una rutina acelerada entre los rascacielos de Manhattan; se levantaba a las 6:30 de la mañana, tomaba el camión al diez para las siete en la estación Lucia, de Passaic en New Jersey, para llegar a Nueva York a las 7:20 y meterse al metro en la Calle 42 de Time Square; se bajaba en Grand Central y tomaba el tren 4 para llegar al Bronx, y caminaba hacia el Jardín Botánico y de ahí hasta a su cocina.
No tenía sospechas de que tuviera que cambiar su recorrido diario, hasta que el domingo 15 de marzo luego de limpiar y guardar los utensilios en la cocina con el chef Nelson, ambos cerraron el restaurante y salieron a tomar una cerveza. Eran los únicos que se habían presentado, el resto del equipo estaba en los trámites del subsidio de trabajo. Mientras conversaba con él, recibió un correo electrónico, en el que notificaban que el Jardín Botánico cerraba por disposición oficial. “Entonces ahí yo ya me preocupé. El chef me dijo que me mandarían al comisario para que pudiera seguir trabajando tranquilo. A los demás también los mandarían ahí”. Fue entonces que presintió todo podía acabarse pronto.
Los comisarios son cocinas donde se produce comida en gran cantidad y luego se distribuye a salones de fiestas. Así que el lunes 16 se presentó ahí. “Estaba picando muy lentamente y pensé en que tenía que ir comprando un boleto para regresarme a México. Seguí cortando vegetales y, al limpiar las cámaras de refrigeración, se acercó el chef a decirme que había recibido un correo y que si podía volver a México lo hiciera, que la compañía ya no nos iba a pagar y tendríamos que subsistir por nuestros medios durante un mes, que me fuera antes de que cerraran fronteras”, recuerda. “Mejor ni te digo lo que sentí”, dice Axel.
Él no era un residente norteamericano, y aunque tenía un permiso J1 para trabajar legalmente en Estados Unidos y pagaba impuestos, él no podía acceder a las prestaciones que el Estado ofrece temporalmente a los trabajadores en paro.
En dos semanas casi 10 millones de estadounidenses han pedido el subsidio del desempleo, de acuerdo con El País, son más personas de las que lo solicitaron los primeros seis meses de la Gran Recesión de 2009.
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En dos semanas casi 10 millones de estadounidenses han pedido el subsidio del desempleo, de acuerdo con El País, son más personas de las que lo solicitaron los primeros seis meses de la Gran Recesión de 2009. Ahora se espera que la cifra aumente en los próximos días, ya que el paquete de rescate federal para desempleados recién aprobado está valorado en 2.2 billones de dólares a los que la gente podrá acceder.
“La terminal de autobuses en Nueva York, que siempre estaba a reventar, sólo tenía cinco personas. Todo estaba completamente vacío, el banco estaba casi vacío. Vi a Tiffany que es mi asesora de banco. Todo estaba desolado, muy triste. Una semana antes me tocó ver personas jugando ping pong, ajedrez, leyendo, tomando chocolate en Bryant Park”, dice.
De vuelta se compró una hamburguesa en Shake&Shake, tuvo que pedirla por internet y esperar para recogerla y comerla afuera. Luego siguió su camino a casa donde se puso a jugar videojuegos en el Xbox. Para entonces ya le había notificado al arrendador que se iría, y éste lo entendió. Entonces se fue a su cuarto a dormir y fue el jueves cuando recordó que había olvidado sus cuchillos en el restaurante, así que decidió ir por ellos.
Ese fue su último día en el Hudson Garden Grill, al menos por el momento, en lo que la crisis de salud resurge de la curva de contagio. A la mañana siguiente llegó al aeropuerto de Nueva York y tomó su vuelo con dirección a la Ciudad de México. En el John F. Kennedy tuvo la impresión de estar en un cuento de ciencia ficción, en el que hombres enmascarados con guantes gigantes, alejados casi un metro entre sí revisaban las maletas de una serie de pasajeros cautelosos en un filtro de seguridad al que sólo podían acceder luego de untarse en las manos una mezcla pegajosa cuyo olor a alcohol quemaba la nariz, para finalmente dejarse tomar la temperatura.
“El vuelo venía casi vacío, habíamos como 30 personas. No me había tocado un vuelo así”, recuerda Axel. Una aeromoza le dio un formulario en el que le preguntaban si había tenido tenido temperatura a más de 38º o dolor de garganta, le solicitaban un número de teléfono y dirección fija en Estados Unidos, le pedían su correo electrónico y le preguntaban la ciudad en la que había estado y el tiempo permanecido. Al llegar a México nadie le recogió dicho formulario, se quedó con la hoja en la que había apuntado también el nombre de la aerolínea en la que viajaba y los números de vuelo y asiento.
“Al bajar sólo había dos personas con un termómetro tomándole la temperatura a la gente. No había más filtros”, recuerda por videollamada desde su cuarto, en Pachuca, de donde es originario y donde lleva 10 días encerrado y espera a cumplir cinco más. “Ese fue el último día en que pisé la calle”, dice.