El legado inconcluso del profesor Chomsky
Noam Chomsky ha influenciado e inspirado al menos a cinco generaciones. Las reacciones en cadena ante el rumor de su [falsa] muerte reivindicaron mediáticamente la trascendencia y actualidad de su pensamiento y su activismo político.
Tal vez porque se piensa que la vida de las personas excepcionales debe tener una coherencia que le falta al resto, a Noam Chomsky (Filadelfia, 1928) se le ha planteado desde hace 60 años la misma pregunta en entrevistas, foros y conferencias: “¿Cuál es la conexión entre sus investigaciones lingüísticas y su activismo político?”. La respuesta suele decepcionar a quienes esperan una explicación profunda: “Tal vez ninguna; sólo tengo conjeturas; no lo sé”. En cualquier caso, resulta asombroso que el científico que revolucionó nuestro conocimiento sobre el lenguaje y la mente durante el siglo XX sea también el más célebre e implacable opositor a la dominación política, la guerra y el imperialismo. Ahora que el rumor de su muerte revivió el interés por su vida, vale la pena repasar las dos facetas paralelas del extraordinario profesor Chomsky.
Como muchas vocaciones tempranas, su interés por el lenguaje le viene de generaciones anteriores. Los padres de Chomsky fueron inmigrantes judíos que se dedicaron a la enseñanza del hebreo en su nuevo país. Su padre incluso llegó a escribir un tratado sobre esa lengua ancestral que el hijo juzgaría más tarde una de las primeras investigaciones lingüísticas auténticamente modernas. Alentado por este ambiente familiar, el brillante y competitivo estudiante que fue Noam Chomsky se formó con algunos de los filósofos más destacados de la época como Nelson Goodman, W.V. Quine y J.L. Austin. Antes de cumplir los 30 años era ya profesor titular en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y había publicado su primer libro, Estructuras sintácticas (1957), que echó a andar la revolución moderna de la lingüística.
El proyecto de investigación chomskiano ha cambiado de nombre a lo largo de las décadas (“gramática generativa transformacional”, “teoría de rección y ligamento” o “programa minimalista”), pero mantiene sus rasgos esenciales. Surgió como un rechazo al conductismo, paradigma dominante en la psicología a principios de siglo XX que pretendía explicar el desarrollo de todas las capacidades humanas como si fueran condicionamientos adquiridos por el hábito y el aprendizaje. Se trataba de una corriente encabezada por el influyente psicólogo B.F. Skinner que retomó la noción empirista de la mente humana como una tabula rasa que extrae todo lo que piensa, siente y sabe —incluido el lenguaje— del ambiente que la rodea.
Para Chomsky, el conductismo representaba un falso punto de partida que impedía cualquier progreso en las investigaciones sobre el lenguaje. Usando el sentido común —que en su opinión es la mejor herramienta que tenemos para resolver todo tipo de problemas— opuso diversas objeciones a la idea conductista de que el lenguaje es una capacidad simplemente aprendida. Si así fuera, se preguntó Chomsky, ¿por qué ninguna otra especie animal ha logrado captar los rudimentos de un lenguaje a pesar de los obstinados esfuerzos humanos por instruirlos? Entre las poderosas razones para rechazar el conductismo que propuso Chomsky está el sencillo pero influyente argumento de la pobreza de estímulo.
Cualquiera que haya estado cerca de un niño mientras aprende un lenguaje se habrá sorprendido por la rapidez con la que éste asimila un sistema de reglas tan complejo. Se habrá asombrado también ante la escasa cantidad de estímulos que los niños necesitan para hacerse dueños de una lengua. Basta con que una niña escuche una palabra un par de veces para que pueda comprenderla en innumerables otros contextos; es suficiente que advierta la conjugación de un verbo para después reutilizarlo en incalculables enunciados. Si fuera cierto que el lenguaje es aprendido desde cero por cada nuevo individuo, necesitaríamos tal cantidad de estímulos que una vida entera no alcanzaría para balbucearlo.
Avalado por estas críticas devastadoras, Chomsky proclamó que los seres humanos poseemos otra fuente de saber que no depende de nuestra limitada experiencia, sino más bien de la naturaleza misma. Por medio de su constitución genética, los humanos poseerían un órgano biológico especializado —una cierta facultad del lenguaje— no compartida por ninguna otra especie y que contendría las condiciones elementales para la competencia lingüística. A la manera de instrucciones programadas sobre un disco duro, Chomsky considera que nacemos con disposiciones en nuestro cerebro que sólo requieren ser actualizadas correctamente para desembocar en una lengua particular. Tal como los pájaros no “aprenden” a volar, sino que más bien desarrollan sus alas, así los seres humanos no aprendemos realmente a hablar, sino que ponemos a funcionar una capacidad biológica común a toda la especie —que se realiza con sutiles variaciones—.
Esta provocadora presunción constituye el célebre innatismo chomskiano. No cabe duda de que tal hipótesis, antes que dejarnos satisfechos, estimula muchas nuevas interrogantes. ¿En qué consisten esas instrucciones básicas programadas en nuestro cerebro —la famosa gramática generativa— que garantizan el dominio de una lengua? ¿Si todos tenemos la misma facultad de lenguaje, a qué se debe que hablemos español, francés, árabe, náhuatl y varios miles de idiomas más? ¿Qué exigencia evolutiva pudo ocasionar el desarrollo de ese misterioso órgano del lenguaje? Para responder a estas preguntas los lingüistas han emprendido durante décadas una asombrosa tarea de documentación y análisis de las más variadas lenguas en busca de estructuras compartidas. La sensacional presunción chomskiana de que existe una gramática universal que da pauta a todas las lenguas del mundo ha multiplicado drásticamente el dominio y las ambiciones no sólo de la lingüística, sino también de esa vigorosa rama del conocimiento que es la ciencia cognitiva.
Sus contribuciones sobre las estructuras profundas del lenguaje han transformado las ciencias computacionales, la lógica matemática y la lingüística, y son suficientes para convertirlo en uno de los pensadores más influyentes de nuestra era. Aun así, la mayoría de las personas no identifican a Noam Chomsky por la gramática universal o su teoría de principios y parámetros, sino por su oposición a la guerra, su persistente denuncia de la injusticia alrededor del mundo y sus análisis sobre la complicidad de los medios de comunicación con el poder político. Se dice a menudo que Chomsky es uno de los “intelectuales públicos” más importantes del mundo, pero en este caso la afirmación se queda corta. Chomsky es nuestro arquetipo del intelectual público, el modelo mediante el cual entendemos esa categoría en una época caracterizada por los medios de comunicación masiva, la proliferación de las democracias liberales alrededor del mundo y la hegemonía imperialista de los Estados Unidos.
Mientras que la ciencia fue su vocación —una actividad que le resultaba connatural y grata—, la incursión de Chomsky en el activismo político fue en cambio una decisión deliberada y grave, una especie de encomienda que aceptó de su propia conciencia a pesar de las previsibles consecuencias. Instalado a principios de los años sesenta en una posición profesional estimulante y desahogada, acreedor de una creciente fama y felizmente casado, Chomsky se enfrentó al dilema de hasta dónde debía involucrarse en las protestas contra la guerra de Vietnam. Tras considerar todas las posibilidades, Chomsky y su esposa Carol decidieron que ella regresaría a la universidad para obtener un título que le permitiera mantener a la familia en caso de que él fuera encarcelado o perdiera su trabajo. A partir de ese momento, Chomsky no ha dado un paso atrás en su decisión de investigar y denunciar públicamente las atrocidades que los Estados Unidos han perpetrado en Nicaragua, El Salvador, Indochina, Timor Oriental, Chile, el golfo Pérsico, Afganistán, Libia o Gaza.
Chomsky conservó su puesto en la universidad hasta su jubilación en el 2002, pero en cambio ha sido excluido sistemáticamente del acceso a los medios masivos y las grandes editoriales en su país, donde a menudo es tratado como un charlatán paranoico por el mainstream intelectual. Su propio caso corrobora las críticas que ha realizado en contra de la engañosa libertad que caracteriza al “mundo desarrollado”. A diferencia de los estados autoritarios, donde la coerción sobre los individuos es directa, en las democracias liberales modernas las estrategias de dominación son más sutiles. Si bien rara vez se recurre a la censura o al castigo de quienes disienten —como en el caso de Julian Assange—, la posibilidad misma del disenso se inhibe mediante la desinformación, la reducción del debate a posturas indistinguibles y la proliferación de una cultura del consumo. Su libro Manufacturing consent (Los guardianes de la libertad, 1988) —que inspiró un exitoso documental del mismo nombre— es un análisis ya clásico de las estrategias de adoctrinamiento y propaganda que los medios masivos estadounidenses utilizan para garantizar la conformidad de la mayoría.
Frente a la engañosa libertad del capitalismo liberal, Chomsky ha opuesto su propias ideas políticas inspiradas en el anarquismo y la democratización de la vida cotidiana. De acuerdo con Chomsky, la libertad resulta ilusoria si no somos capaces de influir en las cuestiones que nos afectan más directamente: el propio trabajo, el sistema educativo o la representación política. Los seres humanos somos seres creativos, tal como lo demuestra nuestra capacidad lingüística de producir infinitos enunciados a partir de recursos muy limitados. Cualquier forma de poder que no tome en cuenta y estimule la creatividad humana debe rechazarse como impropia de individuos autónomos. Lo mismo que en muchas otras cuestiones, Chomsky ha caminado aquí unos pasos por delante del resto. El anarquismo, que hasta hace poco solía ser proscrito a los márgenes como un ideal peligroso, ha tomado en tiempos recientes un nuevo impulso en la obra de David Graeber, Ursula K. Le Guin y algunas escritoras feministas, pero sobre todo a través de movimientos colectivos como los indignados en España y Occupy Wall Street en Estados Unidos.
Ni la biografía ni el pensamiento de Noam Chomsky admiten un juicio definitivo, pues continúa con vida a sus 95 años en Brasil, donde desde hace una década pasa parte del tiempo con su segunda esposa Valeria Wasserman.
El reciente rumor sobre su muerte que se extendió como pólvora en las redes y los medios resulta, sin embargo, esclarecedor; puesto que los rumores, aunque no sean ciertos, suelen revelar los deseos conscientes o inconscientes de quienes los hacen circular. En el caso de la noticia falsa sobre Chomsky, podemos suponer que fue impulsada por deseos contradictorios. De un lado, los poderes económicos, políticos y académicos se habrán sentido aliviados por librarse al fin de su crítico más agudo y obstinado. Por el otro lado, sus numerosos lectores y admiradores alrededor del mundo delataron su impaciencia por canonizar definitivamente al apóstol de las causas justas. El profesor Chomsky, quien recomienda no admitir opinión o autoridad sin someterla primero al propio juicio, seguramente estará disfrutando del potencial didáctico de este episodio: “Desconfíen de sus fuentes”.
DAVID BAK GELER es académico y escritor. Doctor en filosofía por la New School for Social Research, ha publicado los libros Reparto de máscaras. Paleros, acarreados y reventadores (Gedisa, 2022) y Ternuritas. El linchamiento lingüístico de AMLO (El Chamuco, 2023). Su libro más reciente, Gramáticas de la frivolidad, será publicado en el 2024 por el Fondo de Cultura Económica. Es profesor en el departamento de Estudios Políticos de la Universidad de Guadalajara.
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