Antes era fácil pescar en el río Anchicayá, pero todo cambió con el desastre de Epsa, la Empresa de Energía del Pacífico. Bastaba con poner una catanga –la cesta hecha de juncos– en el agua verde por el reflejo de la vegetación y dejarla allí durante un par de días para que saliera rebosante de peces. Era tanta la abundancia en ese río de más de ochenta kilómetros, que desemboca en el océano Pacífico colombiano, que el pescado se atrapaba con la mano: la mojarra, el sábalo, el jojorro, la chuchulapa, el guacuco, el viringo; también el camarón munchillá, los cangrejos azul y alacho, las jaibas, el piacuil y los pequeños moluscos que las mujeres buscan entre las raíces de los manglares: las pianguas. Cada habitante de las catorce comunidades afrodescendientes en la zona rural del puerto de Buenaventura, que desde el año 2000 integran el Consejo Comunitario Mayor del Río Anchicayá, participaba en el fervor: las mujeres secaban el pescado y lo ahumaban; otras preparaban el viche, la bebida destilada de caña de azúcar –patrimonio cultural de los pueblos del litoral pacífico–; los ancianos sembraban la caña; los jóvenes pescaban cerca de la orilla con atarrayas y trasmallos artesanales. Había cultivos de chontaduro, banano, papa china y borojó. Además, en el río los niños recibían el bautizo y era su parque de diversiones. A falta de un acueducto, los habitantes se surtían de agua, lavaban la ropa y viajaban en canoas entre los cultivos o rumbo al mar. Para ellos el río sigue siendo el lugar donde emerge todo lo necesario para vivir, es considerado un padre y una madre. Pero el río cambió. “El 21 de julio de 2001 la Empresa de Energía del Pacífico derramó más de 500,000 metros cúbicos de lodo putrefacto a la cuenca del río Anchicayá”, dice al teléfono Silvano Caicedo Girón, líder del Consejo Comunitario Mayor del Río Anchicayá.
Para entonces, la central hidroeléctrica de Bajo Anchicayá, un embalse construido con capital estatal en 1955, a la que en 1964 se sumó la de Alto Anchicayá, llevaba 46 años operando río arriba de donde viven los más de tres mil habitantes del Consejo Comunitario. “Desde que llegó la hidroeléctrica [Epsa] todo cambió. Cambió la morfología del río que hoy no tiene corriente, aunque es importantísima para regular. Las represas regulan el tiempo del agua. Si la gente tenía su ropa extendida o una lancha y la represa bajaba, se llevaba todo. Muchas cosas pasaron y no había forma de reclamar”, continúa Silvano.
Los habitantes del río son herederos de mujeres y hombres que quinientos años atrás resistieron a la esclavización y fundaron los primeros territorios libres. Saben que “resistir no es aguantar” y por eso, hacia 1989, se agruparon en un comité prodefensa, luego en la organización étnico-territorial ONUIRA y, por último, en el Consejo Comunitario Mayor del Río Anchicayá. Hicieron frente a una diversidad de proyectos, estatales y privados, legales e ilegales, que han amenazado su territorio. Epsa es la amenaza más reciente.
“Nosotros emprendimos una lucha contra la minería cuando llegaron las máquinas amarillas a sacar oro”, recuerda Silvano y agrega que aún hay presencia de minería extractiva en la región, incluso en el Parque Nacional Natural Farallones de Cali. “Supuestamente no tienen permiso, pero la zona está llena de títulos mineros otorgados por el Estado”. Enfrentaron a la pesca industrial, realizada con trasmallos electrificados en contravía de los métodos sustentables que ellos emplean, y emprendimientos de dragado de los puertos que les impiden transportarse por el río y el mar.
“A nosotros nos ha tocado hacer resistencia ante el Estado que repetidamente viola nuestros derechos como comunidad y como etnia; ante los grupos al margen de la ley que quieren invadirnos, cambiar nuestra cultura y amedrentarnos para que salgamos del territorio; y ante las multinacionales y los megaproyectos”, dice Silvano, y Epsa se agrega a esta lista. Quizá uno de los logros más importantes del Consejo Comunitario fue obtener un título colectivo de sus tierras, lo que las hace inembargables, y su derecho sobre ellas es imprescriptible e inalienable.
Entonces, el 21 de julio de 2001, sobrevino la tragedia. La central hidroeléctrica de Bajo Anchicayá, operada por Epsa, hoy Celsia, una compañía dedicada a la generación, transmisión y distribución de energía, perteneciente al poderoso Grupo Argos, abrió sus compuertas y una avalancha de lodo nauseabundo irrumpió en el río y envenenó el agua. En una entrevista reciente publicada en el diario El Espectador, el profesor Benjamín Mosquera, representante legal y asesor del Consejo Comunitario, recordó el origen del ecocidio: “La empresa tenía tres máquinas para sacar los sedimentos del embalse: una draga, una pala-grúa y una Sauermann [un aparato extractor], que iban por el fondo recogiéndolos y enviándolos por un túnel para salir más abajo del río. La draga se dañó y se hundió hace más de veinte años. Lo mismo ocurrió con la pala-grúa y la empresa no las recuperó. […] El embalse se llenó de sedimentos. Fueron veinte años de sedimento acumulado, putrefacto. Preocupados y desesperados por recuperar la capacidad de la central, [en Epsa] decidieron abrir las compuertas y derramar todo ese lodo aguas abajo”.
Primero, la gente no entendía, cuenta Silvano. A los pocos días un hombre bebió agua del río y murió, y llevaron de urgencia a una mujer, Eustaquia, al hospital. A los meses, a la señora Rosa le diagnosticaron un cáncer. Durante la recolección de moluscos, las piangüeras quedaban atrapadas en el lodo. El olor no se podía soportar. Pronto las mujeres comprendieron que tenían que ir arriba, a las quebradas, a buscar agua para bañarse y cocinar. Todos se percataron de que nada de lo que solía bajar por el río que tanto habían cuidado, ese río que les infundía entusiasmo y vitalidad, lo hacía ya: los peces habían muerto.
“Hoy usted pone una catanga y agarra dos o tres pescaditos, nada más”, lamenta Silvano. “Por la contaminación, los pescadores de la ribera del río Anchicayá tuvieron que irse mar afuera. Crearon unas lanchas, a las que les ponen un plástico, como una casilla, y se van a pescar allá porque acá, en la desembocadura, no se coge ni peces sapo. Entonces ellos se encuentran con el problema de los atracadores, los bandidos de mar afuera que les quitan el combustible y la producción, y los dejan a la deriva. Tanto los guardacostas como la Armada conocen lo que está pasando. Ha habido denuncias públicas, pero no hay poder humano que defienda la pesca artesanal”.
En una columna publicada en marzo de 2020, a la que tituló “Ecocidio permanente en el río Anchicayá”, la senadora y presidenta del partido Unión Patriótica, Aída Avella, relata lo que sucedió después del desastre de Epsa: escribió que sus aguas ahora son turbias; que los manglares están enfangados; que si los pobladores no logran comprar agua embotellada, no les queda otra opción que beber la que aún tiene sedimentos tóxicos; que el transporte fluvial es insólitamente costoso; que cuando la marea no sube, los niños y niñas se quedan sin ir a la escuela –llamada Silvano Caicedo–, que está a medio hacer; que el Programa de Alimentación Escolar suministra pollo congelado “sin tener en cuenta que no tienen una sola nevera a lo largo del río”; que no hay gas y la electricidad llegó hace cinco años; que las inundaciones son recurrentes; que las plantas utilizadas para la medicina tradicional están al borde de la desaparición.
Silvano Caicedo lo describe así: “Muchas de las cosas que nacían en el río ya no las tenemos. Es un río que está moribundo, que ha ido desapareciendo lentamente. El río se está muriendo y la compañía Celsia [antes Epsa] no lo ha querido entender y tampoco el Estado”.
Porque, como él comenta, veinte años después no ha habido ningún intento por recuperar el río –ni siquiera por parte de Epsa–, a pesar de que hacerlo es factible. Las y los anchicagüeños que no han migrado, porque no están dispuestos a dejar su territorio colectivo, subsisten con las remesas que sus familiares les envían, aunque comunidades enteras como Llano Alto y Llano Medio han sido desplazadas tras el recrudecimiento de la guerra. Sobre todo, Silvano denuncia que el incidente provocado por Epsa sigue. “La hidroeléctrica no dejó de funcionar, nadie la cerró. Ellos no botaron todo el veneno, una parte está allá y si no lo han sacado, es porque nosotros no los hemos dejado. Mientras el veneno esté, la comunidad no va a tener vida. Por eso nuestra pelea continúa. A veces pienso que me va a tocar salir corriendo, siento que pasan animales grandes atrás. Pero desde donde esté, voy a seguir gritando”.
Tras la catástrofe, el Consejo Comunitario Mayor del Río Anchicayá emprendió una batalla jurídica que, según contó Benjamín Mosquera a El Espectador, persigue tres causas: el reconocimiento del territorio étnico colectivo, el resarcimiento de los daños económicos a las familias y la recuperación del río y sus ecosistemas. Silvano suma otra petición: que se ofrezca un acto de perdón público a las más de seis mil personas reconocidas como víctimas. Recuerda que todo empezó con un viaje a Bogotá para buscar un abogado –finalmente, el doctor Germán Ospina asumió el caso– y enseguida hace un recorrido por los fallos, la mayoría, a favor de la comunidad, cuyas medidas no se han cumplido tras múltiples apelaciones por parte de las empresas que operaron la hidroeléctrica, incluida Epsa-Celsia.
El pasado 10 de junio, el Consejo de Estado ordenó a esa Epsa, a la Corporación Regional del Valle del Cauca y al Ministerio del Medio Ambiente pagar una indemnización –la medida ya había sido dictada en otras instancias, pero jamás se cumplió–, en una sentencia que Silvano llama un “hueso envenenado”. Sucede que el fallo desconoce los listados de víctimas elaborados tras antiguos peritajes y, por tanto, hay quienes deberían recibir la indemnización, pero ahora están excluidos. Por eso, al margen de que no ha habido una reparación efectiva, la comunidad pone sus esperanzas en estrados internacionales como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que revisa el caso, y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Entre tanto, el Consejo Comunitario Mayor del Río Anchicayá ha ejercido una labor en defensa del territorio y la naturaleza y hace parte de organizaciones regionales, como el Palenque del Congal, y nacionales, como el Proceso de Comunidades Negras y el Movimiento Ríos Vivos que denuncia los daños ocasionados por proyectos hidroeléctricos y de megaminería en Colombia. Este 21 de octubre el Consejo recibió el Premio Nacional de Derechos Humanos, otorgado por la Iglesia sueca y la ONG, también sueca, Diakonia, a Proceso Colectivo del Año. El premio, aunque simbólico, reconoce la lucha de la comunidad y promete encuentros de incidencia, aún no definidos, entre sus integrantes y organismos en Europa y Estados Unidos.
Silvano Caicedo Girón se encargó del discurso de aceptación y así lo recuerda: “Para nosotros es un gran honor que después de veinte años de haber sido contaminado nuestro río se nos dé este galardón, un reconocimiento a la defensa de los derechos humanos y a la resistencia de la comunidad negra del río Anchicayá. Lo recibimos con humildad, pero también con un poquito de orgullo porque es un salvavidas para nosotros y para el Pacífico sur, donde todos los días desaparecen y matan líderes”. Ante su inconformidad frente a la sentencia del Consejo de Estado por haber excluido a algunas de las víctimas, dice que seguirán defendiendo el río por los medios que sean necesarios porque, como aseguró en la ceremonia de premiación: “La vida no es posible sin el territorio”.