Tras accidente nuclear, Fukushima busca soluciones
Ha pasado más de una década desde el triple desastre que azotó la prefectura de Fukushima, en Japón: un terremoto, un tsunami y el incidente nuclear más peligroso de la historia desde Chernóbil devastaron y despoblaron la región. Las actividades de reactivación están en marcha y, sin embargo, aquel 11 de marzo de 2011 continúa generando repercusiones. Por ejemplo, un “turismo negro” que envuelve a la región en una evocación prefabricada de supervivencia.
Una mañana de diciembre de 2021, el frío se adueña de la estación Odaka, en Japón, sobre todo de esta prefectura, Fukushima, que cobró fama hace una década. Once años atrás, fue azotada por un terremoto de magnitud 9.1, el más fuerte de los registrados en este país. Su consecuencia inmediata fue un tsunami con olas de cuarenta metros que arrasó con todo en un radio de diez kilómetros. Una de las construcciones golpeadas fue la central nuclear Fukushima I: su estructura soportó el impacto, pero la inundación ocasionó un apagón y la falla de los sistemas de refrigeración. En las horas siguientes ocurrió una serie de explosiones en los cuatro reactores, que culminaron en el incidente nuclear más peligroso de la historia desde el de Chernóbil en 1986.
“El triple desastre de Fukushima dejó dieciséis mil muertos, tres mil desaparecidos, un incontable número de heridos y ciento sesenta mil evacuados”. Son cifras que repite Karin, una mujer de unos cuarenta años, mientras despliega un folleto sobre sus piernas. A su derecha estoy yo y a su izquierda, Jordi Serrano-Muñoz, un colega investigador y profesor en Japón. Estamos sentados en un banco de Odaka, en Minamisōma, ciudad reabierta apenas hace un año. No se ve nadie alrededor, ni pasajeros ni guardias, no pasan transeúntes ni autos. Parece una estación fantasma.
“El 15 de marzo de 2011, el Gobierno impuso una orden de evacuación en un radio de veinte kilómetros de la central, que incluyó además las ciudades de Minamisōma, Tamura y Tomioka, y a la totalidad de los pueblos de Namie, Futaba y Ōkuma, entre otros”, dice Karin, y ahora despliega un mapa. “Eso es lo que se llamó la ‘zona de exclusión’. En 2014 se permitió el reingreso a las partes cercanas al perímetro de veinte kilómetros, en primera instancia, para poner en marcha las actividades de reconstrucción. Entre 2017 y 2018, el permiso incorporó a las ciudades que ya les mencioné, con el agregado de permitirse el trabajo diurno en fábricas, si bien en ningún momento para vivir”.
Durante los meses previos a la pandemia de 2020 fue posible ingresar con restricciones al resto de los pueblos cuando, además, se reinauguró la línea de tren Jōban para conectar los sitios reabiertos. Karin señala un contador en la pared que marca la radiación actual en la zona: “0.2 mSv/h” (milisieverts por hora), una cifra mil veces menor que una dosis de exposición que ocasionaría daños severos o la muerte. “Acá en Odaka la radiación se mantiene en los estándares permitidos, pero aún queda otra decena de pueblos contaminados a los que solo es posible ingresar con un permiso especial”.
Karin es la guía encargada de llevarnos a recorrer la zona de exclusión que dejó el desastre. Forma parte de una de las tantas organizaciones que hacen tours con apoyo del Estado para concientizar al público sobre lo ocurrido. Esta metodología comenzó en 2013, cuando la Agencia Nacional de Turismo (Nihon Kankōchō) empezó a destinar un presupuesto anual de tres millones de dólares a la promoción del turismo vinculado a la reconstrucción de Fukushima. El monto se duplicó el año siguiente.
Un grupo de académicos lanzó en 2013 el Fukuichi Kanko Project, un plan para contrarrestar el “turismo oscuro” (esto es, turistas que viajan a sitios asociados con la tragedia, como Auschwitz, Chernóbil o las zonas cero de las bombas atómicas), el cual había surgido en Fukushima luego del triple desastre. Según los profesores e investigadores miembros del proyecto, su auge podía aprovecharse para promover, en cambio, el “turismo educativo”. Actualmente existe una docena de organizaciones con ese propósito: entre otras, Fukushima Today, Fukushima Now, Friends of Fukushima, Hōpu Tsūrizumu (una transliteración al japonés del inglés hope tourism, otra forma de hacer referencia al turismo educativo). Todos estos emprendimientos tomaron impulso en 2017, cuando el Gobierno lanzó el programa Pasos para la Reconstrucción de Fukushima (Fukushima Fukkō no Ayumi), un plan integral para diagnosticar, informar y solucionar los problemas. En 2020, y a causa de la pandemia, hubo una pausa en estas actividades, pero durante 2021 casi tres mil empresas aplicaron para recibir los apoyos gubernamentales que ofrece dicho programa.
El tour de la empresa Japan Wonder Travel cuesta 250 dólares por persona. El de Voyagin, casi quinientos. La Asociación de Agentes de Viaje de Japón (Nihon Ryokōgyō Kyōkai) ofrece un trekking por las tres prefecturas afectadas por otros cientos de dólares. Karin, por su parte, nos cobró la módica suma de setenta dólares. Ella también recibe un subsidio estatal, pero trabaja por su cuenta. Nos asegura que no quiere hacer de esta actividad parte de una empresa más grande. Con un tono casi altruista, explica que su motivación principal es ayudar a la gente y que su objetivo ulterior es transmitir a otros la compleja red de intereses que entró en juego tras el triple desastre. “La inversión en turismo educativo entre 2013 a 2020 se enmarcó y justificó en la estrategia del Gobierno en vista de los Juegos Olímpicos de 2020”, dice. “Portadores de fotos y relatos sobre la transformación, los turistas que participarían de los tours iban a ser los encargados de difundir la nueva imagen de la prefectura y los esfuerzos que había hecho el Gobierno para impulsar la reconstrucción. Esos turistas iban a ser, de igual forma, los encargados de hacer de Fukushima un símbolo de supervivencia”. Todo el país se vería beneficiado. La pandemia, sin embargo, aniquiló esa posibilidad.
Karin entrega un folleto de 2020 que proclama: “Fukushima, una nueva cara de Japón”. Leo que, de 2011 a 2020, el Estado llevaba gastados casi quince mil millones de dólares en la eliminación de material radiactivo, lo cual implicó, además, el subsidio a otras fuentes de energía que pudieran reemplazar a la nuclear (gas, petróleo y energías renovables). Menciona que el Gobierno destinó 72 000 millones de dólares a la compensación de víctimas y refugiados, algunos de los cuales reciben subsidios mensuales. Finalmente, el folleto detalla cómo se usaron los trescientos mil millones de dólares que en total se designaron al programa de reconstrucción de Fukushima y de las otras dos prefecturas afectadas, Miyagi e Iwate. Un gráfico indica los objetivos en que se dividió la inversión: i) garantizar la seguridad sanitaria para los habitantes; ii) restaurar la situación edilicia; iii) reactivar la industria, y iv) transformar la imagen de la zona. El mayor desembolso se dio en 2014, cuando el Estado reconstruyó la mayoría de las calles, los puentes y las viviendas. Se reedificaron treinta mil casas con 220 000 dólares para cada una.
“Sin embargo, la realidad es que las inversiones del Gobierno no sirvieron para repoblar la región”, agrega Karin, y nos ofrece un caramelo. “La orden de evacuación obligó a casi doscientas mil personas a abandonar sus hogares para irse a otras partes de la región o incluso en otros puntos del país”.
A esta evacuación inmediata le sucedió un éxodo mayor en los años siguientes. El Gobierno y Tepco, la más importante empresa de energía eléctrica de Japón, que operaba los reactores en 2011 y que fue rescatada por el Estado en 2012 con siete mil millones de dólares, mantienen aún una incógnita respecto a qué hacer con el material radiactivo recolectado y con las mil toneladas de desechos que quedan en la central; cientos de miles de personas, que no tenían la obligación de evacuar por la orden oficial, lo hicieron de todas maneras por temor a las consecuencias de la radiación.
—Eso generó que la región sufriera un déficit poblacional sin precedentes. De los cientos de miles de evacuados de la zona de exclusión, regresaron desde 2014 hasta la fecha menos de diez mil. De hecho, un cuarto de ellos vive aún sin haber sido reubicado. Para peor, una encuesta de 2021 asegura que, a pesar de los subsidios que otorga el Gobierno, 75% de quienes abandonaron la región no piensa volver.
—¿Cuántas personas vivían acá en Odaka?
—Quince mil.
—¿Y cuántas viven ahora?
—Tres mil.
Karin hace una pausa y se queda mirándonos. Su silencio, luego de una catarata de datos, hace que la estación parezca aún más vacía.
***
Nos subimos al Nissan Leaf eléctrico de Karin y dejamos las solitarias calles de Odaka para avanzar por las aún más solitarias rutas de Futaba. Está prohibido el retorno aquí para vivir. En la frontera de estos dos pueblos que han perdido a la mayoría de su población está la central nuclear Fukushima I.
—Estos campos solían producir alimentos —nos explica—, pero ahora solo se usan para acumular tierra contaminada que se reemplazó en la zona de exclusión.
—¿Reemplazó?
—Se removió una capa de cinco centímetros de tierra de toda la zona y se la reemplazó por tierra de otros puntos del país.
—¿Y qué va a hacerse con la tierra contaminada?
—El Gobierno dijo que va a moverla para 2045 o quemarla o… —dice, encogiéndose de hombros.
—¿Y la agricultura local? —pregunta Jordi, refiriéndose a los duraznos, hongos y arroz por los cuales fue famosa esta prefectura.
—Nada se produce en la zona de exclusión, pero sí en el resto de Fukushima. Esta es una de las prefecturas más grandes de Japón y hay territorios que no resultaron afectados por la radiación. Sin embargo, muchos no quieren comprar productos de aquí. Otros hablan de Fukushima como sinónimo de “zona de exclusión”, lo cual ha afectado a cientos de miles de negocios y productores alejados de la zona del desastre.
Nos detenemos en una pescadería afuera de la cual desayunan unos extranjeros, hoy devenidos jornaleros, que cambian la tierra radiactiva por aquella traída de otras regiones. Karin pide onigiris; me recuerdan una noticia de hace unos meses, que parte de la pesca local tenía cinco veces más niveles de radiación de lo permitido. Cuando paga, le explica a la dueña del negocio quiénes somos. Sin alterar su sonrisa de oreja a oreja, la mujer nos cuenta que sus ingresos son mínimos. “Además de ustedes, ellos van a ser mis únicos clientes del día”, dice, apuntando a los comensales. “El Gobierno nos subsidia por el momento, pero eso se va a terminar en 2026”, agrega, como recordando la fecha de una sentencia.
Agradecemos, volvemos al Nissan, seguimos avanzando y pasamos frente a la fábrica de robots Robotcom & Fa., abierta en 2021. Bien podría ser uno de los ejemplos de reactivación económica que menciona el folleto oficial, en el que se dan detalles de la fábrica de electrodomésticos Iris Ohyama, que abrió en 2017 con un costo de cuarenta millones de dólares, y se elogia al Centro de Intercambio Industrial, abierto a unos kilómetros de aquí en octubre de 2020.
“Esta fábrica de robots, sin embargo, tiene muy pocos operarios humanos, y los robots prácticamente se ensamblan a sí mismos. Los trabajadores que sí son humanos suelen venir de otras prefecturas y regresar todas las noches a sus casas, y es el Estado el que subsidia los viáticos de los operarios”, dice Karin, y se acerca al estacionamiento vacío de la fábrica. “La mayoría de estas empresas son startups que aprovecharon las inyecciones que hizo el Gobierno durante estos últimos años, pero que carecen de una estrategia sólida a futuro, todo lo cual hace difícil imaginar que sirvan para repoblar la zona”.
El paisaje agreste, salpicado por un follaje de otoño que no se ve en las capitales, me hace pensar que bajo otras circunstancias podría explotarse aquí otro tipo de turismo. Karin aminora la marcha ante un caserón de dos pisos. Es una de las pocas construcciones en medio de tanto campo. Una casa japonesa antigua, una suerte de reliquia, que ha sobrevivido a la catástrofe.
—Quiero que conozcan a alguien —dice.
Bajamos y avanzamos hasta la puerta principal, que está abierta. Nos ponemos unas sandalias y llegamos a una sala donde un anciano está mirando la tele.
—Ohayō —dice cuando nos ve, y nos invita a sentarnos ante un kotatsu, una de esas mesas ratonas japonesas que tienen un calentador debajo.
—¡Ellos son mis amigos, señor Hoshi! —le grita Karin para que oiga—. ¡Quieren conocer su historia!
Los ojos del anciano toman un brillo que no tenían.
Nos sonríe y baja el volumen de la tele.
—Gracias por venir —dice, bajando la cabeza.
El señor Hoshi nos cuenta que tiene 96 años, que todavía recuerda los tiempos de la guerra, que nunca viajó fuera de Japón, que pasó toda su vida en este caserón junto a diez familiares, pero que ahora quedó solo.
—Mis hijos y nietos ya no quieren volver a Fukushima y rehicieron sus vidas en otras prefecturas. Pero yo me voy a quedar a morir acá.
En silencio, la tele transmite imágenes de un talk show de famosos.
—Cuéntenos del 11 de marzo —le pide Karin.
Sin alterar el tono, el señor Hoshi describe el momento en que sintió el impacto del terremoto, las sirenas indicando la alerta del tsunami, la discusión que tuvo con su hijo porque quería quedarse en la casa, el momento en que huyeron. Nos confiesa que recuerda más la ola por las imágenes de la tele que por haberla visto en vivo y en directo. Menciona, además, los nombres de las personas que conocía y que murieron. Luego toma aire y describe una serie de episodios que ejemplifican la solidaridad de la población y la rápida respuesta de las autoridades locales: los equipos de voluntarios autoconvocados para buscar a sobrevivientes entre los escombros, las colectas de dinero para ayudar a los damnificados, los albergues que se instalaron en la zona para ayudar a los evacuados.
—Pasaron cosas malas, pero también buenas —dice Hoshi, mirando a la nada.
Karin le pregunta sobre el rol del Gobierno nacional en todo esto.
—Hubo una ayuda económica muy importante.
—Cuéntele cuánto le pagaron por su otra casa, la casa que perdió —le pide Karin con un énfasis que me resulta poco japonés.
El anciano se queda en silencio un segundo.
—Cuéntele —insiste ella.
—Un millón de dólares —dice el anciano—. Y me dieron ese monto por cada casa que perdí —sigue—, porque tenía cinco, además de esta.
Karin se queda mirándonos y se hace un largo silencio en el que nadie dice nada.
—Pasaron cosas malas, pero también buenas tras lo sucedido en Fukushima —repite el señor Hoshi.
***
Salimos del caserón, subimos al auto y avanzamos en silencio. Llegamos a una colina desde la que se ve el océano Pacífico. En la costa hay un muro de concreto construido tras el triple desastre que (se supone) detendría otro tsunami. Unos trescientos metros tierra adentro hay una edificación en cuyo techo flamea una bandera de Japón. Entre eso y nosotros se extiende una llanura de quince kilómetros en la que, hasta 2011, había mil casas. Hoy está poblada solo por pilas de escombros, vehículos compactados, paredes arrastradas por las olas, columnas que no sostienen nada. Todo ha sido engullido, además, por plantas y árboles.
—¿Por qué no se removieron esas cosas? —pregunto a Karin.
—Tienen mucha radiación y el Gobierno no sabe qué hacer con ellas.
Seguimos por una callecita entre los escombros hasta llegar a una edificación con la bandera de Japón. Es la Escuela Primaria Ukedo, del pueblo de Namie, reabierta en octubre de 2021 a modo de memorial. Fue deliberadamente conservada en ruinas como parte de la estrategia oficial para promover el turismo educativo. Un total de 95 alumnos, maestros y no docentes estaban en la escuela cuando el tsunami azotó la costa. Todos lograron escapar ilesos a la colina donde habíamos frenado poco antes. En su avance el tsunami se cobró 127 muertos y veintisiete desaparecidos.
En la entrada de la escuela hay una boletería. El encargado sonríe al vernos y nos cobra 2.5 dólares para entrar. Solo hay una mujer en el lugar, además de nosotros. En el primer piso, todo está arrasado y revuelto: sillas, pupitres, pizarrones y estantes. En el salón de actos cuelgan las decoraciones de la fiesta de graduación que se estaba realizando cuando ocurrió el tsunami (en Japón, el año escolar finaliza en marzo). Los relojes están detenidos, todos, a las 15:37. Un cartel explica que el generador de la escuela estalló a esa hora y que todos los relojes se paralizaron. Se puede ver todo esto desde atrás de unas vallas y rejas, como si fuese un zoológico.
Desde la escuela caminamos hasta el muro de diez metros que separa al océano de tierra firme; bordea unos cuatrocientos kilómetros de costa a lo largo de tres prefecturas y costó 350 millones de dólares. Se trata de un proyecto que generó un fuerte repudio por parte de las poblaciones locales y activistas de distintos grupos, como la Coalición Metropolitana en Contra de la Energía Nuclear (Shutoen Hangenpatsu Rengō). En primer lugar, las críticas denunciaban que semejante construcción afectaría el ecosistema y arruinaría la pesca, lo cual después comprobaron investigaciones de distintos institutos marinos. En segundo lugar, las críticas resaltaban que el tsunami de 2011 tuvo olas de hasta cuarenta metros y que un muro de un cuarto de esa altura no evitaría una nueva catástrofe. Para 2014, sin embargo, la mayor parte ya estaba terminada. En 2015, además, se puso en marcha la construcción de un muro de hielo subterráneo para contener las filtraciones de agua contaminada fuera de la zona de exclusión. Su costo fue de otros trescientos millones de dólares.
“Esta escuela-memorial en medio de la nada, y este muro que generó más repudio que sensación de seguridad, son ejemplos del modus operandi del Gobierno: arrojar enormes sumas de dinero a cuanto problema surja sin tener una estrategia a futuro en claro”, dice Karin. Nos confiesa esto a pesar de los subsidios estatales que recibe. Le pregunto si su opinión es compartida con alguna organización social, si ella misma participa en algún movimiento específico. Pero ella responde: “No. Esto es lo que piensa mucha gente de Fukushima, y a mí me basta con que se difunda”.
Volvemos al auto y seguimos hacia el siguiente emblema de turismo educativo de la región: el Museo de la Memoria del Gran Terremoto del Este de Japón y el Desastre Nuclear. Inaugurado en septiembre de 2020, la institución recibió ya cien mil visitantes y contó con un presupuesto de sesenta millones de dólares. A este museo lo acompañan proyectos similares, aunque menores, en otras partes de la región. Más de sesenta kilómetros al norte se encuentra el Memorial de Iwaki para el Aprendizaje sobre el Terremoto y el Desastre (Iwaki Shisaideshō Miraikai), abierto en mayo de 2020, mientras quince kilómetros al sur se encuentra el Museo del Archivo de Tomioka (Tomioka Ākaibu Myūjiamu), abierto en julio de 2021.
“Cada uno de estos museos fue también objeto de críticas”, cuenta Karin. “Diversos representantes de la cultura se manifestaron en las redes sociales y los medios para denunciar que fueron un gasto innecesario. En una entrevista de octubre de este año, Yamauchi Hiroyasu, director del museo de arte Rias Ark, en Miyagi, resaltó la poca concurrencia que tienen estos memoriales y denunció las dificultades para hacer muestras conjuntas con la institución que él dirige, sobre todo por la estricta vigilancia del Gobierno sobre las imágenes del día del triple desastre que pueden y no exhibirse. Yamauchi ya había sido criticado antes por una exhibición en la que expuso objetos encontrados en los escombros (picaportes, baldosas y electrodomésticos, entre otros), porque se decía que estaba banalizando la tragedia. Él habló siempre, sin embargo, de intentar educar y concientizar a los visitantes de la exhibición”.
En el estacionamiento del museo hay dos o tres autobuses de los cuales bajan estudiantes en excursiones escolares. Los seguimos hasta la entrada, pagamos 4.3 dólares e ingresamos. Nos dedicamos a recorrer las más de veinte salas en las cuales se exhiben fotos y videos informativos. Tanto en el memorial de Hiroshima como en el de Nagasaki se exponen ropas calcinadas y hebras de cabellos escarchadas; en una de las salas del primero, una proyección simula el impacto de la bomba atómica, que envuelve a los visitantes en una verosímil sensación de horror. Nada de eso ocurre en el Museo de la Memoria del Gran Terremoto del Este de Japón y el Desastre Nuclear. Solo unas pocas láminas reproducen imágenes del desastre. En cambio, abundan las salas que explican el proceso de reconstrucción. Hay maniquíes con cascos, planos de las casas reedificadas e incluso una aplanadora, como si se tratara de un parque temático. Si el memorial de las bombas atómicas nos hunde en el sufrimiento, el de Fukushima nos envuelve de una prefabricada evocación de supervivencia.
Nos volvemos a reunir los tres frente la tienda de souvenirs, donde venden comida enlatada, linternas de emergencia y medidores de radiación. Salimos del museo y caminamos hasta el auto bajo un tenue sol de media tarde.
—¿Cuál es el siguiente destino?
—Uno que no está en el folleto —responde.
Arrancamos y avanzamos en dirección a Ōno, otro pueblo fantasma, uno de los siete de la zona de exclusión a los que tienen prohibido regresar los evacuados.
Bajamos y caminamos entre casas sin techos o paredes, negocios totalmente revueltos y oficinas en las que cuelgan almanaques de marzo de 2011. Sin actividad humana y lleno de despojos intactos, Ōno transmite una mayor desolación que los sitios anteriores, pero también una mayor pulcritud, como si se tratase de la escenografía de una película que todavía no comenzó a filmarse. Quién sabe cuántos días, semanas o meses transcurrieron sin que alguien pasara por aquí antes de nosotros.
“Vengan aquí”, nos llama Karin. En sus manos sostiene el medidor de radiación portátil que utilizó en algunos momentos del día para indicarnos que en la mayoría de la zona de exclusión la situación está bajo control. Esta vez nos acercamos y el medidor marca un nivel de radiación más elevado que en Odaka. Karin se agacha y lo coloca unos segundos entre las raíces de un árbol. Al retirarlo, la radiación es diez veces mayor. Supongo que aquí podría venir otra catarata de datos, pero Karin se limita solo a contarnos sobre los jabalíes que invadieron el pueblo en busca de comida durante los meses posteriores del tsunami; manadas que terminaron contaminadas por la radiación y que hoy propagan partículas nucleares por toda la región. “Animales radiactivos”, es la expresión que usa, detallando especies que todavía se acercan al lugar.
Volvemos al auto y empezamos a avanzar por la ruta. Me duele la cabeza y me pregunto si no es a causa de la radiación, pero supongo que el exceso de datos es tan nocivo como eso. Siento que ya no puedo insertar más información dentro de ese agujero negro categórico que es Fukushima. Cierro los ojos y dejo que Karin y Jordi hablen entre ellos.
—¿Los llevo a comer antes de terminar el recorrido?
—Queríamos ir a la librería-café de la escritora Yū Miri —responde Jordi—. ¿Se puede comer ahí?
—Efectivamente. ¿Les gusta la literatura de Yū?
—Me dedico a investigar la literatura japonesa que representó el triple desastre de Fukushima; escritores como el novelista Furukawa Hideo o el poeta Wagō Ryōichi, ambos nacidos en esta región. Todos ellos escriben sobre lo ocurrido como si hablaran de una suerte de trauma. Con Matías enseñamos la novela de Yū vinculada a Fukushima, Tokio, estación de Ueno, en un curso sobre literatura que dictamos juntos.
—Qué bueno. Entonces los dejo en la librería-café.
Ambos hacen una pausa en la que intuyo que me miran. Mantengo los ojos cerrados, sin decir nada. Los dos siguen hablando sobre el rol del Gobierno estos últimos años, sobre el peligro que implicó realizar los Juegos Olímpicos, sobre lo difícil que es transmitir en Japón las voces disidentes a los discursos hegemónicos. Resulta que Karin no es oriunda de Fukushima. Resulta también que Jordi y Karin estudiaron en Londres, donde ella hizo una maestría en Finanzas.
“Esto es Michinoeki Namie”, dice Karin en un momento. Entreabro los ojos y llego a ver lo que parece una enorme gasolinera que tiene las dimensiones de un shopping. Identifico un cartel de Muji y otro de Starbucks. “Se suponía que este espacio iba a servir a los turistas que visitaran Fukushima durante los Juegos Olímpicos —continúa—, pero con las restricciones al turismo a causa de la pandemia, hoy solo viene gente de la región como salida de fin de semana”.
Unos diez minutos después llegamos a Odaka y nos detenemos ante la librería-café de Yū Miri, una escritora que además de escribir sobre Fukushima decidió mudarse a la zona de exclusión para promover el retorno de los evacuados.
—Acá nos despedimos… —dice Karin—. Ojalá el recorrido les haya servido para conocer otra cara de lo que sucede hoy en Fukushima.
Bajamos del auto. Nos quedamos mirando el Nissan que desaparece a lo lejos.
—¿Cuál será su historia? —pregunta Jordi—. Una japonesa que vivió en Londres y ahora hace tours por dos pesos en una región que no es la suya; una guía turística a la que financia el Estado y que es tan crítica al Gobierno… No lo sé, me suena inexplicable.
—Capaz solo quiere ayudar.
—Capaz siente que tiene que hacerlo.
—Capaz eso es lo que dejó el triple desastre: cosas inexplicables.
—Así funciona el trauma, ¿no?
Entramos a la librería-café, un lugar acogedor con las dimensiones de un salón grande de universidad. Emocionados, pedimos hablar con la famosa escritora.
—Yū-san está de viaje —nos explica un jovencito que atiende el lugar.
Él tiene dieciocho años, estudió en la Escuela Primaria Ukedo que visitamos y estuvo allí el día del tsunami. Queremos preguntarle al respecto, pero dice que no recuerda muy bien. En cambio, nos cuenta que quiere dedicarse a la gastronomía y nos invita a probar sus fideos caseros. Comemos en la librería-café totalmente vacía mientras repasamos los datos que nos dio Karin. Compramos libros, nos quedamos observando unos cuadros y nos despedimos de lejos del chico.
—Wasuremono! —nos grita el jovencito cuando estamos saliendo para indicarnos que hemos olvidado algo. Nos entrega entonces el folleto del Gobierno.
—Muchas gracias. Lo pensábamos releer en el viaje a Tokio —le digo.
Él desvía su mirada hacia la nada.
—Ojalá también yo pudiera irme a Tokio —dice.
***
Es el 15 de julio de 2022. Han pasado más de dos años de pandemia, pero las fronteras japonesas continúan cerradas para el turismo internacional. El Ministerio de Asuntos Exteriores, la Agencia Nacional de Turismo y la Asociación de Agentes de Viaje de Japón enfocan sus esfuerzos en el turismo interno. El 25 y 26 de noviembre se celebrará, por ejemplo, la Expat Expo que apuntará a los tres millones de residentes extranjeros en el país. Entre las prioridades de la Asociación de Agentes de Viaje se destaca el turismo educativo a Fukushima. En esta ocasión, su objetivo será influir en la opinión pública con relación al proyecto de lanzar al mar más de un millón de toneladas de agua contaminada que sigue almacenada en los tanques de la central nuclear. Esto generó el repudio inmediato de organizaciones ecologistas como Greenpeace y de 55% de la población japonesa, según una encuesta de 2021. En cambio, diversos institutos científicos privados defendieron la postura del Gobierno y de Tepco, según la cual dicho volcamiento tendría un efecto mínimo.
Un canal de noticias informa que, con ese fin, se retomaron tours de empresarios y funcionarios del Gobierno. En la pantalla puede verse a Kishida Fumio, actual primer ministro, en las instalaciones de la central. La vez anterior en que un primer ministro visitó el lugar fue en abril de 2019, cuando Abe Shinzō proclamó, desde afuera de los reactores, que la situación estaba bajo control. Antes de eso, Abe había ido a la central en 2013, cuando aprovechó para promocionar los Juegos Olímpicos. Ahora, en 2022, Kishida opta por defender la propuesta de arrojar el agua contaminada al mar. También resalta la necesidad de invertir en energía nuclear en el marco de la pospandemia y de las subas en el petróleo por la guerra en Ucrania. Antes del triple desastre de 2011, había 54 reactores nucleares en funcionamiento en Japón, que suministraban 30% de la energía eléctrica del país. Para julio de 2022, veintiuno fueron cerrados y solo diez están en funcionamiento. En los últimos años, ante una creciente demanda de energía en el contexto de una economía que no logra reactivarse, el Gobierno nacional, los gobiernos locales y el sector privado se han enfrentado y no se han puesto de acuerdo respecto a si reactivar más plantas y, en ese caso, cómo hacerlo.
Leo que este año han vuelto a destinarse seis millones de dólares para la promoción del turismo educativo en Fukushima.
“Ese tipo de turismo es el modo en que el Gobierno muestra que está haciendo algo”, responde Junji Suzuki cuando le pregunto al respecto en una videollamada. “O es su forma de no hablar sobre aquello que sí está haciendo y que quiere ocultar”. Junji, un exoperario del rubro de la construcción de casi cincuenta años, es uno de los 170 000 evacuados que dejó el triple desastre. Uno de los 110 000 que tuvieron que desplazarse forzosamente a alguna de las áreas designadas por el Gobierno cuando se delimitó la zona de exclusión. Karin me ayudó a dar con él.
“El resto de los evacuados de 2011 fue lo que el Gobierno llamó jiyū hinansha (evacuados voluntarios), personas que no querían vivir en un área afectada por la radiación. Como parte del primer grupo, yo recibí un subsidio para abandonar la zona de exclusión y reinstalarme en la prefectura de Niigata. Desde allí podía viajar a mi trabajo como albañil en la ciudad de Fukushima, capital de esa prefectura, lejos del perímetro de evacuación obligatoria. Algunas personas se instalaron en las prefecturas aledañas de Yamagata, Tochigi y Saitama”, dice.
Junji desenfoca su mirada hacia otro punto de su pantalla, como si estuviera buscando algo. Me comparte entonces un link por el chat. Se trata de otro folleto del Gobierno, titulado “Pasos para la reconstrucción y revitalización de la prefectura de Fukushima”, que describe las decenas de empresas que se abrieron en la región estos años y los miles de puestos de trabajo que se crearon: siete mil en actividades de reactivación, 2 500 en la apertura de fábricas y mil más de personas reubicadas en la región. Recuerdo lo que me dijo Karin respecto a los empleos generados para la reactivación: que fueron solo temporales. Cuando lo menciono, Junji concuerda con la crítica.
—La gente mayor que recibió subsidios o que tiene buenas pensiones se quedó en la zona de exclusión, pero los más jóvenes nos fuimos. Yo decidí invertir el subsidio del Gobierno en un pequeño restaurante de gyōzas en Niigata y renuncié a mi trabajo en Fukushima. Estoy convencido de que no voy a volver jamás. ¿Quién querría regresar a una región devastada por dos catástrofes naturales y un desastre nuclear, y donde la economía se sostiene a base de subsidios del Gobierno?
Ahora, Junji me envía por chat unas fotos de su restaurante.
—Y entonces, ¿qué va a ser de Namie, Futaba, Ōkuma y los demás pueblos?
—Se van a convertir en tierra de nadie. Ya lo son.
***
Mi siguiente entrevista es con Takagiwa Yuya y Matsumoto Mari, un colega profesor de literatura latinoamericana y su compañera de activismo, quien trabaja en una NPO adscrita a la Universidad Waseda. Los dos tienen alrededor de cuarenta años y ambos participaron en los cientos de movilizaciones populares que estallaron en Japón luego del triple desastre de 2011, las más grandes en la historia del país desde las protestas estudiantiles de la década del sesenta. Matsumoto Mari me confiesa que los movimientos en contra de la energía nuclear perdieron mucha fuerza. Destacan, sin embargo, la sostenida labor de Makiuchi Shōhei y Makiuchi Mai, dos activistas que además son periodistas. Tras renunciar a sus puestos en The Asahi Shimbun (el periódico más grande de Japón), estos dos reporteros se dedicaron a escribir sobre las últimas novedades de Fukushima para medios independientes y en su blog Uneriunera. Entre otras cuestiones, los Makiuchi repudiaron la dosificación de datos que dio el Gobierno desde el principio y la subestimación de las explosiones y de las consecuencias de la radiación por parte de funcionarios y accionistas de Tepco. Asimismo, realizaron una gran cantidad de reportajes para mantener vivas las denuncias de quienes pedían compensaciones por la alteración de sus modos de vida y por los efectos de la radiación sin obtener respuesta por parte de las autoridades. Yuya y Mari me detallan los juicios y litigios vinculados a Fukushima que han surgido recientemente y que fueron compilados por los periodistas.
“El 11 de junio de 2012 inició una causa penal contra los ejecutivos de Tepco que fue firmada por unas trece mil personas”, dice Mari mientras en su celular me muestra las entradas en el blog de los periodistas. “Los testimonios de la causa fueron traducidos al inglés por Norma Field y Matthew Mizenko, y publicados de forma independiente tres años después. Además, el 9 de marzo de 2013 se inició otra causa, con 3 864 demandantes, que acusó al Gobierno y a Tepco de arruinar los modos de vida de los habitantes de Fukushima y que demandó compensaciones monetarias para los afectados. Se conoce a esta causa como Nariwaisoshō (litigio de los modos de vida), una abreviación de su eslogan distintivo: “¡Devuélvannos nuestros modos de vida, devuélvannos nuestra región!” (Nariwai wo kaese, chiiki wo kaese!). Una sentencia del tribunal local del 10 de octubre de 2017 ratificó el pedido de los demandantes, pero Tepco apeló. Finalmente, el 4 de marzo de 2022 la Corte Suprema rechazó la apelación y ordenó a la empresa pagar quince millones de dólares en indemnizaciones.
Pablo Figueroa, profesor e investigador argentino de la Universidad de Estudios Extranjeros de Tokio, y especialista en antropología de los desastres, me habla de esta causa. La describió como “una victoria simbólica”. Lo hizo primero durante una conferencia online que dictó el pasado 7 de mayo en el marco de la Cátedra JICA de la Universidad Nacional de la Plata, en Argentina, y también unos días después, durante un almuerzo en el que hablamos de mis recientes averiguaciones sobre Fukushima.
“Ninguno de los tribunales determinó que el Estado fuera responsable”, dice Yuya con menos optimismo que Mari. Tampoco resolvieron nada respecto a las consecuencias de la radiación. Ahora, el litigio continúa sobre este punto. De hecho, el 28 de enero del presente año, Tepco fue de nuevo denunciado por seis jóvenes que tuvieron cáncer de tiroides durante la última década. Son cuatro mujeres y dos hombres que tenían entre seis y dieciséis años cuando ocurrió el desastre y que debieron someterse a todo tipo de tratamientos por su enfermedad. Sus abogados demostraron que hubo trescientos casos del mismo cáncer en 380 000 niños testeados, una proporción muy superior a los uno o dos casos por millón de habitantes que es la media. Dicha alteración solo puede ser la consecuencia de la contaminación que dejó el desastre. Un patrón similar de enfermos pudo verse entre los niños que sobrevivieron a Chernóbil en 1986. Coincidentemente, también en ese caso la mayoría de los juicios sobre los efectos de la radiación comenzaron una década después del incidente.
Antes de despedirnos, me recomiendan la lectura de la obra de Hayashi Kyōko, una escritora que sobrevivió a la bomba atómica de Nagasaki y que escribió una extensa obra sobre la cuestión nuclear. En 1999, Hayashi visitó el sitio Trinity, en Nuevo México, donde se hicieron las pruebas para las bombas atómicas de la Segunda Guerra Mundial, viaje durante el cual escribió el libro de reportajes Toriniti kara Toriniti e (De Trinity a Trinity, 2000). También durante ese viaje, el 30 de septiembre de 1999, ocurrió en Japón un accidente nuclear en la central nuclear de Tōkaimura, el peor desastre de este estilo en el país hasta el momento. La coincidencia de su viaje por el sitio Trinity con el accidente en Tōkaimura le demostró a Hayashi que la cuestión nuclear estaba lejos de resolverse. Con el triple desastre del 11 de marzo de 2011 en Fukushima, la convicción y militancia de la autora se intensificaron aún más. Hasta su muerte en 2017, realizó diversos reportajes que le permitieran dar voz a los habitantes de la región y escribió múltiples artículos en los que buscó dar protagonismo a los discursos opacados por aquel del Gobierno. “Como Hayashi, también nosotros creemos que la cuestión nuclear en Japón es un problema que está lejos de resolverse”, sentencian Yuya y Mari.
En mi navegador tengo varias decenas de pestañas abiertas con noticias sobre Fukushima. Algunas son sobre el terremoto del miércoles 22 de marzo de 2022, similar y con igual epicentro al de once años atrás. Otras son sobre la reapertura del camino de flores Yonomori, en el centro de la prefectura, donde se está celebrando un festival de primavera por primera vez en doce años. También encuentro muchas sobre la anulación de la orden de evacuación para gran parte de la zona de exclusión el 12 de junio de 2022. Una del 13 de julio informa sobre una sentencia del juzgado comercial de Tokio que ordena a cuatro de los más altos exejecutivos de Tepco a pagar casi cien mil millones de dólares al resto de los accionistas. “Los funcionarios de Gobierno todavía se mantienen impunes”, denuncian Makiuchi Shōhei y Makiuchi Mai sobre esta primicia en su blog Uneriunera. Cuantos más datos introduzco en mi navegador, más y más noticias y novedades surgen. Lejos de ser un acontecimiento que pueda cristalizarse en el tiempo para los entusiastas del turismo oscuro o educativo, el 11 de marzo de 2011 continúa ocurriendo y generando repercusiones. Hoy, Fukushima es una prefectura que pierde ciudadanos, un vórtice que consume fortunas sin ofrecer soluciones, un recuerdo al que no pueden dejar de volver los japoneses sin hallar respuestas.
Matías Chiappe Ippolito. Profesor-investigador de literatura japonesa en el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México. Enseñó traducción de literatura japonesa en la Universidad Waseda en Tokio, donde realizó su doctorado sobre los vínculos entre la literatura japonesa y la latinoamericana. Es egresado de la Maestría de Estudios de Asia y África de El Colegio de México y de la Licenciatura en Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde además dictó un seminario sobre literatura japonesa de posguerra. Tradujo a Sakaguchi Ango, a Oriza Hirata y a Yoshihara Sachiko, entre otros y otras, y es editor de la revista bilingüe Tokyo Poetry Journal.
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