La guerra que perdimos

La guerra que perdimos

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Tiempo de Lectura: 00 min

Por cortesía de editorial Anagrama, publicamos un adelanto del libro La guerra que perdimos, de Juan Miguel Álvarez, ganador de la tercera edición del Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez. La crónica de Álvarez fue construida a partir de una profunda investigación periodística que combina los testimonios de los afectados por la guerra en Colombia y mira más allá de la firma de los acuerdos de paz.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

ABRIR ZONA
Ellos no lo van a saber

1.

La cachama estaba exquisita. Un pez selvático de color negro rojizo que doña Martha asó al carbón. Estábamos en un kiosco a las afueras de Florencia, ciudad al sur de Colombia, justo donde se acuestan las últimas montañas de la cordillera para darle paso a la infinita planicie de la Amazonía. La tarde entraba amable: menos humedad que siempre, un calor rebajado poco habitual.

Doña Martha es una madre de familia que aquel día de 2018 tenía menos de setenta años. Me dijo que esa cachama era de lago artificial, pero que ella y su esposo habían acostumbrado pescarlas en los ríos que tenían a la mano cuando vivían monte adentro. Con los dedos anudados en su regazo, me explicó que en ese tiempo su casa se encontraba a cinco horas a pie del pueblo más cercano y que había veces en las que algún animal grande y carnudo se aparecía perdido en frente de la puerta. El último que recuerda fue una danta. Su marido corrió por el winchester, la cazó, porcionó las catorce arrobas del mamífero, ensilló el caballo y se fue a compartir esa comida con los vecinos, todos situados a más de treinta minutos el uno del otro.

Dijo que ella había tenido ocho hijos —cuatro y cuatro— y que la subsistencia de una familia tan numerosa y residente en un lugar tan apartado había dependido del punto geográfico en el que levantaban la casa. Cuando la tuvieron a la orilla del río, pescaban. Cuando la edificaron en un descampado de colinas sin bosque, cultivaron pancoger. Apenas pudieron gozar de un potrero, criaron ganado. Doña Martha se expresaba en un tono reposado, con suaves recuerdos de un pasado cercano. Pero luego de una pausa, doña Martha entristeció el tono para decir que ella y su familia habían debido abandonar cada sitio colonizado, huyendo de la guerra. En total: cuatro desplazamientos forzados, todos por amenazas y agresiones de la ya extinta guerrilla de las FARC.

—La tierra se perdió —dijo—. Eso ya no importa. Ahora estamos acá en Florencia, viviendo tranquilos.

Hubo otra pausa larga en la que yo me detuve en su rostro: piel blanca colorada, ojos claros entre pómulos espesos sobre una boca estrecha; el gesto ambiguo de una melancolía inocultable a pesar de las frecuentes sonrisas espontáneas. Doña Martha me trajo de nuevo a la conversación para contarme que esta guerrilla no solo les había hecho perder la tierra sino que también les había llevado cuatro hijos de un totazo.

Un puñado de guerrilleros, blandiendo los fusiles, entró a la casa en busca de las dos hijas que ya estaban llegando a la mayoría de edad. Era 1997 y las FARC pastaban a placer en las estepas del sur del país y se creían con el poder de llevarse los hijos de los campesinos, con la mentira de que en la tropa saborearían una vida de poder y dinero. Muchos pidieron las botas, pero muchos otros no. Las dos hijas de doña Martha se negaron al reclutamiento, seguramente, porque sabían que allá aprenderían a perder el respeto por la vida de los otros y las usarían como calmantes sexuales de los comandantes. Los guerrilleros, sin respeto por nada, las tomaron de los brazos para arrastrarlas fuera de la casa. En la gritería aparecieron los dos hermanos mayores que no estaban dispuestos a dejar que se las llevaran. Los guerrilleros les apuntaron con los fusiles. Doña Martha gritó para que no los fueran a matar. Hacía poco había sucedido esta misma escena con una familia vecina y todos —papás e hijos— resultaron masacrados. Los guerrilleros no dispararon, no mataron a nadie, pero a los cuatro les amarraron las manos detrás de la espalda y se los llevaron caminando hasta que se perdieron en la espesura de la montaña. Mamá, papá y hermanos chiquitos debieron aguantarse callados el secuestro para el reclutamiento de la mitad de la familia.

Doña Martha lagrimeó delante de mí como si todo eso hubiera sucedido el día anterior.

—Cuando lloro, me siento bien —dijo y se secó los pómulos con el delantal de cocina. Tomó aire como si estuviera superando una prueba de esfuerzo y continuó su relato: a los pocos días del rapto, doña Martha se internó en el campamento que las FARC tenía en esa zona y confrontó al comandante alias el Indio. Le preguntó qué había sucedido con sus hijos. Y el tipo, en vez de decirle algún dato reparador, le contestó: “Yo no doy información”. Tras lo cual le ordenó a dos de sus escoltas que sacaran a doña Martha del campamento y la dejaran en un punto llamado El Broche. Desde ahí ella podría regresar a su casa.

Los escoltas con doña Martha avanzaron un rato por entre el monte pero, en vez de conducirla hacia el punto que les habían ordenado, la desviaron hacia otro paraje alejado de cualquier camino. Doña Martha sospechó que la iban a matar. Los guerrilleros le pegaron en la cabeza con la culata del fusil y le gritaron que se quitara la ropa. “No me voy a quitar la ropa”, les contestó llena de coraje. Tenía 46 años y nunca le había sido infiel a su esposo, pensó. Uno de los guerrilleros esgrimió una puñaleta, le puso el filo debajo del mentón y fue bajando hasta alcanzar el cuello de la blusa. De un tirón, el guerrillero le rajó la roja. Amparada apenas por el silencio de los árboles amazónicos, doña Martha fue violada por los escoltas de alias el Indio.

2.

La guerra en Colombia recibe el nombre técnico de “conflicto armado interno”. Una categoría establecida por los Convenios de Ginebra que aspira a explicar que esta violencia de seis décadas no ha sido una típica guerra de codicia fronteriza entre dos Estados, en la que intervienen países aliados. El conflicto armado colombiano, más bien, ha sido la violencia por cuenta de la ciudadanía contra la misma ciudadanía. Unos aglutinados en grupos armados ilegales y otros en las fuerzas estatales.

Quizá las dos características que han hecho de este salvajismo un asunto global sean su origen como una expresión criolla de la Guerra Fría en la que el Estado democrático ha debido defenderse del asedio de varios movimientos guerrilleros de enfoque marxista-leninista, y el influjo sostenido e inestimable del narcotráfico sobre la cotidianeidad del país. En palabras más claras: guerra anticomunista y guerra contra las drogas.

Aunque el enfrentamiento a muerte entre votantes de políticas opuestas viene desde el mismo día en que Colombia se hizo república, por allá en 1810, y se prolongó con sevicia hasta mediados del siglo XX, la lucha militar de clases y el empeño por derrocar el régimen constitucional emergieron en el interregno que se abre desde 1959, con el éxito de la insurgencia en Cuba, hasta el gobierno de Ronald Reagan en los años ochenta. De fondo, el eco sangriento de la guerra de Vietnam.

Los primeros tres grupos guerrilleros que dotaron a sus filas de ideología comunista fueron: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —ambos de 1964—, y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de 1967. Eran años duros para América Latina porque, como se sabe, Estados Unidos se había fijado evitar que en la región brotara otra Cuba, ante lo cual el Che Guevara en su Mensaje a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental contestó: “Crear, dos, tres, muchos Vietnam es la consigna”. En las dos décadas siguientes, Colombia le daría vida a cuatro guerrillas más. Tres de ellas —M-19, ADO y PRT— marcadas por diversas corrientes del comunismo y una —el Quintín Lame— de origen indígena e identitaria.

La reacción nacional con apoyo de Estados Unidos empezó temprano. En los años sesenta, los gringos inyectaron en América Latina una serie de operaciones políticas y militares —el Plan Laso— que cimentaron la “Doctrina de Seguridad Nacional”, es decir, la puesta en práctica de una estrategia contraguerrillera. Como el enfrentamiento no era transfronterizo sino contra ciertos sectores de la ciudadanía en armas a los que se consideraba el “enemigo interno”, el Estado debía encargarle a las fuerzas militares el orden interno. Para eso, Estados Unidos impartió cursos de guerra irregular para los ejércitos de países latinoamericanos en la Escuela de las Américas — en aquel tiempo, situada en Panamá.

Hoy se sabe que por la Escuela de las Américas pasaron varios de los más sádicos militares latinoamericanos, como los dictadores Leopoldo Galtieri, de Argentina, y Manuel Antonio Noriega, de Panamá, y altos mandos como el chileno Manuel Contreras, alias el Mamo, y el peruano Vladimiro Montesinos. En Colombia, en cambio, no tenemos ni idea de quiénes ni cuántos militares pasaron por esas aulas, ni cuáles de ellos han sido máximos comandantes del ejército o de las fuerzas militares con el beneplácito de no se sabe qué presidentes.

Lo que sabemos es que desde los años setenta y hasta estos días nuestro país ha sido campo de práctica para la “guerra sucia” y la “guerra psicológica”, es decir, la aplicación militar de todos los mecanismos legítimos y criminales contra la subversión y contra la gente no armada ajena a las hostilidades que el Estado también considera su “enemigo interno”. El catálogo del horror empieza con detenciones arbitrarias, interrogatorios bajo tortura y homicidios individuales de índole política; continúa con la creación de grupos paramilitares para cometer lo que la fuerza pública prefiere no hacer: masacres de comunidades y desaparición de los restos de las víctimas; sigue y no finaliza con acciones de “tierra arrasada”, como los bombardeos con aeronaves de alta tecnología.

La respuesta del lado guerrillero ha sido tan clásica como la de cualquier insurgencia: captura masiva de rehenes y secuestro político y extorsivo, ataques terroristas contra centros de poder y símbolos del sistema, siembra de minas antipersona y uso de otro armamento no convencional, como los tatucos —hechizas granadas de mortero— y cilindros bomba —pipetas de gas propano recargadas con explosivos—. Las FARC y en menor medida el M-19 llevaron a cabo, además, asaltos a caseríos y pueblos diminutos perdidos en la geografía.

El tráfico de drogas vino a empeorarlo todo. Las mafias de la marihuana y de la cocaína existían desde los años setenta y libraban algunas confrontaciones menores en ciudades colombianas y gringas. Pero en los años ochenta nuestro país afianzó varias organizaciones colosales entendidas como “carteles” que añadieron su propia cuota de muertes. Los capos del cartel de Medellín, hermanados con agentes de la fuerza pública, crearon y financiaron grupos paramilitares para aniquilar guerrilleros en esa ciudad y en áreas rurales en las que tenían haciendas de piscina y ganado. Los del cartel de Cali participaron con dinero y hombres en una asociación con agentes estatales para dar cacería a Pablo Escobar; muerto el capo, esta asociación engendraría nuevos grupos paramilitares. A su vez, algunos traquetos del cartel del Norte del Valle integraron la enorme confederación paramilitar que se hizo llamar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Las guerrillas, sobre todo las FARC —que desde 1979 se autodenominó Ejército del Pueblo y añadió la sigla EP a su nombre—, también aprovecharon la economía criminal de la cocaína para sacar provecho, cobrando impuestos a quienes en tierras de su dominio tuvieran cultivos y cadenas de distribución. Con el tiempo, esta guerrilla y el ELN se hicieron dueños de plantaciones y montaron sus propias redes de flujo. El dinero del narcotráfico les permitió crecer en hombres y armas. Si a comienzos de los ochenta, las FARC contaban con veintisiete frentes de combate y unos tres mil hombres, para el 2002 presumían de ser más de veinte mil distribuidos en más de sesenta frentes.

[read more]En 2018 el Centro Nacional de Memoria Histórica quiso cuantificar la cantidad de víctimas mortales que esta violencia de múltiples caras dejó desde 1958 hasta ese año. Le dio 262,197 muertos, una cifra equiparable a la población completa de una ciudad europea como Oporto o de una mexicana como Oaxaca. El dato no es definitivo, como todoslos relativos al conflicto armado colombiano expedidos hasta hoy. Seguirá creciendo en la medida en que trabajen las oficinas estatales encargadas de la reconstrucción de la verdad de estos hechos. Pero su desglose permite comprender la atrocidad: el 22% de ese total es la suma de guerrilleros, paramilitares y miembros de la fuerza pública, es decir, gente entrenada para matar que cayó con armas en la mano. El 78% de la sangre restante, es decir, 205,005 vidas, fueron personas que no se imaginaban matando a nadie, que de ninguna forma estaban haciendo la guerra.El conflicto armado colombiano ha sido, más que nada, un holocausto de civiles.3.También hemos intentado hacer la paz. Desde 1953 hasta 2016 el Estado ha llevado a cabo distintas negociaciones con los grupos armados ilegales. Antes de haber suscrito el Estatuto de Roma en 1998 —que le dio vida a la Corte Penal Internacional—, el gobierno indultó a varias guerrillas y permitió que sus comandantes pasaran a ser líderes políticos con posibilidad electoral, además de participar en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. A cambio solo les exigió que entregaran las armas y desmovilizaran por completo al pie de fuerza. Así nos quitamos de encima la violencia del M-19, del EPL, del PRT y del Quintín Lame.ADO, la otra guerrilla pequeña, se evaporó al no llegar a nada con sus fusiles y asesinatos; nunca obtuvo atención política ni del Estado ni del Gobierno.Con los paramilitares agrupados en las AUC hubo otro acuerdo de paz firmado en 2003. Los datos oficiales advierten que el gobierno nacional en cabeza de Álvaro Uribe Vélez logró la entrega de armas y desmovilización de más de treintaiún mil hombres. A cambio les concedió penas alternativas con un máximo de ocho años de cárcel y una ruta de reintegración a la civilidad, por medio de una ley de justicia transicional conocida como Ley de Justicia y Paz.La situación con las dos guerrillas más grandes, FARC y ELN, ha sido distinta. Más difícil. Ambas aceptaron los diálogos de paz que el presidente Belisario Betancur ofreció a mediados de los años ochenta. Pero no llegaron a ningún acuerdo. Desde entonces, el ELN se ha sentado a la mesa dos o tres veces con el gobierno y no ha concretado nada. Su violencia, por el contrario, ha ido creciendo y hoy es el grupo armado ilegal más numeroso del país y lacerante para el régimen democrático. Se estima que cuenta con más de 2,300 hombres.El caso de las FARC es menos uniforme. De la negociación con el gobierno de Betancur en esos años ochenta surgió el partido Unión Patriótica, que debía ser el vehículo para que la guerrillerada dejara las armas, se integrara a la contienda política nacional y tuviera posibilidad de elección popular. No fue posible porque el partido fue exterminado sistemáticamente a lo largo de una década; la más clara muestra de guerra sucia practicada por el Estado. Una sangría de 5,733 asesinatos conocida en la calle como “el baile rojo”, tipificada como genocidio por un juez del sistema de justicia ordinario.Un segundo esfuerzo de diálogos entre FARC y gobierno tuvo lugar entre 1998 y 2002, durante la presidencia de Andrés Pastrana Arango. Tampoco se alcanzó la terminación de la violencia; en vez de eso, esta guerrilla salió fortalecida militarmente: con más hombres y mayor presencia en zonas del país. Lo mismo el Estado: las fuerzas armadas resultaron mejoradas en tamaño, técnica y armamento por colaboración de Estados Unidos mediante un programa de apoyo conocido como Plan Colombia.Finalmente, en 2016 el gobierno del presidente Juan Manuel Santos logró cerrar un acuerdo de paz con las FARC. Pero como un amplio sector de la ciudadanía sentía rabia y desconfianza por esta guerrilla y no creía en su honestidad para negociar, el gobierno decidió que el acuerdo debía ser refrendado mediante un plebiscito. Entonces, el 2 de octubre de 2016, una semana después de la firma del acuerdo entre las partes, debimos acudir a las urnas a contestar sí o no a la siguiente pregunta: “¿Apoya el acuerdo final para la terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?”. Lo insospechado fue que ganó el no. Por muy pocos votos, pero ganó. Las partes debieron volver a la mesa y ajustar los puntos más cuestionados por la sociedad y los partidos de oposición.Este segundo acuerdo fue firmado definitivamente en ceremonia del 24 de noviembre de 2016 y logró que unos trece mil guerrilleros dejaran su violencia, entregaran armas y se sometieran al sistema transicional llamado Justicia Especial para la Paz (JEP). Las partes también acordaron reconstruir el relato de la guerra escuchando a todos sus protagonistas, pero pasándolo por el tamiz de los testimonios de las víctimas, para lo cual fue creada la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Así como poner en marcha la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Cabe decir que no tenemos una cifra final, pero el estimado oficial calcula que hay entre ochenta mil y cien mil personas que fueron desaparecidas en esta matazón. Mínimo, dos veces más que el total de las registradas en las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay.En esencia, el acuerdo consiste en seis puntos: 1) reforma rural integral para llevar desarrollo a las comunidades campesinas y étnicas, 2) participación política de los firmantes y apertura en democracia para expresiones comunistas y socialistas, 3) fin del conflicto, dejar de matarse, 4) solución al problema de las drogas ilícitas, 5) acuerdo sobre las víctimas, y 6) implementación, verificación y refrendación de los cinco anteriores.Y, tal como sucedió con los procesos previos, este acuerdo fue vapuleado por un sector de la ciudadanía. Las voces en contra han sido lo suficientemente ruidosas como para habernos instalado en algún lugar de la memoria reciente sus frases más altisonantes como “hay que hacer trizas ese maldito papel” o “ese papel en su conjunto es basura”. En este caso, son voces de los grupos políticos que lidera —o se sienten liderados— por Álvaro Uribe Vélez, opositores del gobierno de Juan Manuel Santos, y que volvieron a ganar la presidencia para el periodo 2018-2022 con Iván Duque Márquez. Uno de los más duros cuestionamientos que ha hecho este sector político tiene que ver con que no todos los guerrilleros de las FARC entregaron las armas, hoy se encuentran reunidos como disidencias, siguen lucrándose del narcotráfico e imprimen una violencia despiadada contra la población civil.Lo que no parece que quieran admitir estos mismos críticos es que del acuerdo con los paramilitares, liderado por su mentor, también quedó un gentío armado que hoy son más de dos mil hombres y se encuentran agrupados bajo la marca Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia.El resultado real de esta esquizofrenia de fusiles se puede medir en masacres: en 2020 hubo 76, el doble de las que ocurrieron en 2019. Y en 2021 fueron 92.Muy a pesar de estos datos y de cierta atmósfera de desesperanza que creo sentir en la gente que me rodea, me inclino a opinar que el país no está tan mal como lo estuvo en ese lapso que va desde los años ochenta hasta la firma del acuerdo de paz con las FARC. Y no es una terca decisión a la que me abrazo como única manera de continuar dedicado a la escritura de crónicas enfocadas en derechos humanos. Más bien, es una certeza que me permito luego de revisar la historia de la violencia colombiana en las últimas seis décadas aunada a mis varios años de viajes por el costado del país que más ha sido destrozado por la guerra.Las circunstancias sociales, económicas, políticas y militares actuales hacen que sea muy difícil —por no decir imposible— que un grupo armado ilegal ya marxista- leninista, ya fascista, alcance el tamaño mastodóntico que tuvieron las FARC y las AUC. Tanto el clan del Golfo como las disidencias de las FARC están siendo combatidas por las fuerzas armadas con un enfoque de guerra contra las drogas y no como elementos de la guerra anticomunista. Esto no es necesariamente menos violento, pero puede ayudar a que los operativos militares busquen ajustarse a las leyes y eviten la guerra sucia.Ya ocurrió que la intencionada falta de perspectiva a la hora de bombardear una disidencia para que el gobierno se llevara el crédito político de estar ganando la guerra le costó el cargo al ministro de Defensa. Fue a finales de 2019. El bombazo mató a ocho menores de edad que habían sido reclutados a la fuerza menos de un mes antes. A esos adolescentes, el Estado les falló dos veces: la primera cuando no impidió su reclutamiento; la segunda cuando los despedazó con un ataque aéreo. Un senador hizo pública esta información, la prensa la convirtió en escándalo e indignación, y el encargado de la cartera de Defensa tuvo que renunciar. En la historia del conflicto armado colombiano de los últimos cuarenta años no recuerdo otro antecedente de control político tan eficaz que le haya costado el puesto al ministro de turno.4.De todos modos, cuando la desesperanza parece ser la sensación que inunda todo, traigo a mi memoria las historias de las personas que han sufrido la guerra en carne propia para admirarme con su capacidad de recuperarse, su resiliencia y ver con ojos de luz tanta oscuridad. Y aquí es donde empalma la historia de empece a contar al comienzo:En la cocina de ese kiosco a las afueras de Florencia, doña Martha volvió a llorar delante de mí. Me dio a entender que desde que la habían violado se sentía indigna, avergonzada de ser lo que era.Corrió la tarde. El fotógrafo Víctor Galeano y yo nos alejamos a pie de ese kiosco hasta la orilla de un río que me hizo recordar los charcos del río Pance, en Cali, cuando yo era niño: rocas redondas de tamaño mediano, leves caídas de agua cálida y pozos de peces esquivos. Allí nos quedamos unos minutos. Yo creía que doña Martha ya nos había contado todo y que nuestro encuentro había terminado. Pero no. La vimos venir hacia nosotros con los retratos de sus hijos desaparecidos en la mano. Fotografías plastificadas para evitar que se avejentaran. Doña Martha señaló cada una diciendo el nombre.Enseguida, accedió a que Víctor le tomara unas fotografías. Su petición fue que no se le viera el rostro a la hora de publicarlas. Repitió que por nada del mundo quería que sus hijos se enteraran de que había sido violada porque temía que les diera por hacer justicia a mano propia. Los hombres que había en ese campamento del Indio eran firmantes del acuerdo de paz y eran fácilmente rastreables en los lugares en que permanecían concentrados como desmovilizados. Doña Martha no quería que su dolor despertara el encono y propiciara la muerte de otras personas. Tenía claro que la retaliación como acto justiciero ha sido el acicate de esta guerra y no iba permitir que quedara sembrada en sus hijos. Me dijo que ella había pasado por terapias de grupos y tratamientos médicos, que solo anhelaba superar ese pasado y continuar mirando hacia adelante.—Las hijas que me quedaron saben que esto me pasó. Mi marido lo sabe y dice que no le importa. 39 años de casada y nunca me ha pegado y nunca me ha maltratado. Me quiere. Pero a los dos hijos hombres que me quedaron nunca se los voy a contar. Me muero y ellos no lo van saber.Lo normal es mi mala memoria a la hora de relacionar pasajes de mis lecturas con los eventos que atestiguo en el trabajo. Pero ahí junto al río, luego de haber escuchado a doña Martha, recordé la idea central del prólogo que la enorme reportera Alma Guillermoprieto escribió para su libro Las guerras en Colombia, cuyas líneas finales cito textual aquí: “En Colombia, todavía, las que ocurren son venganzas, ideologías, muertes e indiferencias viejas y que lo que está por inventarse es un futuro distinto”.[/read]

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Por cortesía de editorial Anagrama, publicamos un adelanto del libro La guerra que perdimos, de Juan Miguel Álvarez, ganador de la tercera edición del Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez. La crónica de Álvarez fue construida a partir de una profunda investigación periodística que combina los testimonios de los afectados por la guerra en Colombia y mira más allá de la firma de los acuerdos de paz.

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1.

La cachama estaba exquisita. Un pez selvático de color negro rojizo que doña Martha asó al carbón. Estábamos en un kiosco a las afueras de Florencia, ciudad al sur de Colombia, justo donde se acuestan las últimas montañas de la cordillera para darle paso a la infinita planicie de la Amazonía. La tarde entraba amable: menos humedad que siempre, un calor rebajado poco habitual.

Doña Martha es una madre de familia que aquel día de 2018 tenía menos de setenta años. Me dijo que esa cachama era de lago artificial, pero que ella y su esposo habían acostumbrado pescarlas en los ríos que tenían a la mano cuando vivían monte adentro. Con los dedos anudados en su regazo, me explicó que en ese tiempo su casa se encontraba a cinco horas a pie del pueblo más cercano y que había veces en las que algún animal grande y carnudo se aparecía perdido en frente de la puerta. El último que recuerda fue una danta. Su marido corrió por el winchester, la cazó, porcionó las catorce arrobas del mamífero, ensilló el caballo y se fue a compartir esa comida con los vecinos, todos situados a más de treinta minutos el uno del otro.

Dijo que ella había tenido ocho hijos —cuatro y cuatro— y que la subsistencia de una familia tan numerosa y residente en un lugar tan apartado había dependido del punto geográfico en el que levantaban la casa. Cuando la tuvieron a la orilla del río, pescaban. Cuando la edificaron en un descampado de colinas sin bosque, cultivaron pancoger. Apenas pudieron gozar de un potrero, criaron ganado. Doña Martha se expresaba en un tono reposado, con suaves recuerdos de un pasado cercano. Pero luego de una pausa, doña Martha entristeció el tono para decir que ella y su familia habían debido abandonar cada sitio colonizado, huyendo de la guerra. En total: cuatro desplazamientos forzados, todos por amenazas y agresiones de la ya extinta guerrilla de las FARC.

—La tierra se perdió —dijo—. Eso ya no importa. Ahora estamos acá en Florencia, viviendo tranquilos.

Hubo otra pausa larga en la que yo me detuve en su rostro: piel blanca colorada, ojos claros entre pómulos espesos sobre una boca estrecha; el gesto ambiguo de una melancolía inocultable a pesar de las frecuentes sonrisas espontáneas. Doña Martha me trajo de nuevo a la conversación para contarme que esta guerrilla no solo les había hecho perder la tierra sino que también les había llevado cuatro hijos de un totazo.

Un puñado de guerrilleros, blandiendo los fusiles, entró a la casa en busca de las dos hijas que ya estaban llegando a la mayoría de edad. Era 1997 y las FARC pastaban a placer en las estepas del sur del país y se creían con el poder de llevarse los hijos de los campesinos, con la mentira de que en la tropa saborearían una vida de poder y dinero. Muchos pidieron las botas, pero muchos otros no. Las dos hijas de doña Martha se negaron al reclutamiento, seguramente, porque sabían que allá aprenderían a perder el respeto por la vida de los otros y las usarían como calmantes sexuales de los comandantes. Los guerrilleros, sin respeto por nada, las tomaron de los brazos para arrastrarlas fuera de la casa. En la gritería aparecieron los dos hermanos mayores que no estaban dispuestos a dejar que se las llevaran. Los guerrilleros les apuntaron con los fusiles. Doña Martha gritó para que no los fueran a matar. Hacía poco había sucedido esta misma escena con una familia vecina y todos —papás e hijos— resultaron masacrados. Los guerrilleros no dispararon, no mataron a nadie, pero a los cuatro les amarraron las manos detrás de la espalda y se los llevaron caminando hasta que se perdieron en la espesura de la montaña. Mamá, papá y hermanos chiquitos debieron aguantarse callados el secuestro para el reclutamiento de la mitad de la familia.

Doña Martha lagrimeó delante de mí como si todo eso hubiera sucedido el día anterior.

—Cuando lloro, me siento bien —dijo y se secó los pómulos con el delantal de cocina. Tomó aire como si estuviera superando una prueba de esfuerzo y continuó su relato: a los pocos días del rapto, doña Martha se internó en el campamento que las FARC tenía en esa zona y confrontó al comandante alias el Indio. Le preguntó qué había sucedido con sus hijos. Y el tipo, en vez de decirle algún dato reparador, le contestó: “Yo no doy información”. Tras lo cual le ordenó a dos de sus escoltas que sacaran a doña Martha del campamento y la dejaran en un punto llamado El Broche. Desde ahí ella podría regresar a su casa.

Los escoltas con doña Martha avanzaron un rato por entre el monte pero, en vez de conducirla hacia el punto que les habían ordenado, la desviaron hacia otro paraje alejado de cualquier camino. Doña Martha sospechó que la iban a matar. Los guerrilleros le pegaron en la cabeza con la culata del fusil y le gritaron que se quitara la ropa. “No me voy a quitar la ropa”, les contestó llena de coraje. Tenía 46 años y nunca le había sido infiel a su esposo, pensó. Uno de los guerrilleros esgrimió una puñaleta, le puso el filo debajo del mentón y fue bajando hasta alcanzar el cuello de la blusa. De un tirón, el guerrillero le rajó la roja. Amparada apenas por el silencio de los árboles amazónicos, doña Martha fue violada por los escoltas de alias el Indio.

2.

La guerra en Colombia recibe el nombre técnico de “conflicto armado interno”. Una categoría establecida por los Convenios de Ginebra que aspira a explicar que esta violencia de seis décadas no ha sido una típica guerra de codicia fronteriza entre dos Estados, en la que intervienen países aliados. El conflicto armado colombiano, más bien, ha sido la violencia por cuenta de la ciudadanía contra la misma ciudadanía. Unos aglutinados en grupos armados ilegales y otros en las fuerzas estatales.

Quizá las dos características que han hecho de este salvajismo un asunto global sean su origen como una expresión criolla de la Guerra Fría en la que el Estado democrático ha debido defenderse del asedio de varios movimientos guerrilleros de enfoque marxista-leninista, y el influjo sostenido e inestimable del narcotráfico sobre la cotidianeidad del país. En palabras más claras: guerra anticomunista y guerra contra las drogas.

Aunque el enfrentamiento a muerte entre votantes de políticas opuestas viene desde el mismo día en que Colombia se hizo república, por allá en 1810, y se prolongó con sevicia hasta mediados del siglo XX, la lucha militar de clases y el empeño por derrocar el régimen constitucional emergieron en el interregno que se abre desde 1959, con el éxito de la insurgencia en Cuba, hasta el gobierno de Ronald Reagan en los años ochenta. De fondo, el eco sangriento de la guerra de Vietnam.

Los primeros tres grupos guerrilleros que dotaron a sus filas de ideología comunista fueron: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —ambos de 1964—, y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de 1967. Eran años duros para América Latina porque, como se sabe, Estados Unidos se había fijado evitar que en la región brotara otra Cuba, ante lo cual el Che Guevara en su Mensaje a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental contestó: “Crear, dos, tres, muchos Vietnam es la consigna”. En las dos décadas siguientes, Colombia le daría vida a cuatro guerrillas más. Tres de ellas —M-19, ADO y PRT— marcadas por diversas corrientes del comunismo y una —el Quintín Lame— de origen indígena e identitaria.

La reacción nacional con apoyo de Estados Unidos empezó temprano. En los años sesenta, los gringos inyectaron en América Latina una serie de operaciones políticas y militares —el Plan Laso— que cimentaron la “Doctrina de Seguridad Nacional”, es decir, la puesta en práctica de una estrategia contraguerrillera. Como el enfrentamiento no era transfronterizo sino contra ciertos sectores de la ciudadanía en armas a los que se consideraba el “enemigo interno”, el Estado debía encargarle a las fuerzas militares el orden interno. Para eso, Estados Unidos impartió cursos de guerra irregular para los ejércitos de países latinoamericanos en la Escuela de las Américas — en aquel tiempo, situada en Panamá.

Hoy se sabe que por la Escuela de las Américas pasaron varios de los más sádicos militares latinoamericanos, como los dictadores Leopoldo Galtieri, de Argentina, y Manuel Antonio Noriega, de Panamá, y altos mandos como el chileno Manuel Contreras, alias el Mamo, y el peruano Vladimiro Montesinos. En Colombia, en cambio, no tenemos ni idea de quiénes ni cuántos militares pasaron por esas aulas, ni cuáles de ellos han sido máximos comandantes del ejército o de las fuerzas militares con el beneplácito de no se sabe qué presidentes.

Lo que sabemos es que desde los años setenta y hasta estos días nuestro país ha sido campo de práctica para la “guerra sucia” y la “guerra psicológica”, es decir, la aplicación militar de todos los mecanismos legítimos y criminales contra la subversión y contra la gente no armada ajena a las hostilidades que el Estado también considera su “enemigo interno”. El catálogo del horror empieza con detenciones arbitrarias, interrogatorios bajo tortura y homicidios individuales de índole política; continúa con la creación de grupos paramilitares para cometer lo que la fuerza pública prefiere no hacer: masacres de comunidades y desaparición de los restos de las víctimas; sigue y no finaliza con acciones de “tierra arrasada”, como los bombardeos con aeronaves de alta tecnología.

La respuesta del lado guerrillero ha sido tan clásica como la de cualquier insurgencia: captura masiva de rehenes y secuestro político y extorsivo, ataques terroristas contra centros de poder y símbolos del sistema, siembra de minas antipersona y uso de otro armamento no convencional, como los tatucos —hechizas granadas de mortero— y cilindros bomba —pipetas de gas propano recargadas con explosivos—. Las FARC y en menor medida el M-19 llevaron a cabo, además, asaltos a caseríos y pueblos diminutos perdidos en la geografía.

El tráfico de drogas vino a empeorarlo todo. Las mafias de la marihuana y de la cocaína existían desde los años setenta y libraban algunas confrontaciones menores en ciudades colombianas y gringas. Pero en los años ochenta nuestro país afianzó varias organizaciones colosales entendidas como “carteles” que añadieron su propia cuota de muertes. Los capos del cartel de Medellín, hermanados con agentes de la fuerza pública, crearon y financiaron grupos paramilitares para aniquilar guerrilleros en esa ciudad y en áreas rurales en las que tenían haciendas de piscina y ganado. Los del cartel de Cali participaron con dinero y hombres en una asociación con agentes estatales para dar cacería a Pablo Escobar; muerto el capo, esta asociación engendraría nuevos grupos paramilitares. A su vez, algunos traquetos del cartel del Norte del Valle integraron la enorme confederación paramilitar que se hizo llamar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Las guerrillas, sobre todo las FARC —que desde 1979 se autodenominó Ejército del Pueblo y añadió la sigla EP a su nombre—, también aprovecharon la economía criminal de la cocaína para sacar provecho, cobrando impuestos a quienes en tierras de su dominio tuvieran cultivos y cadenas de distribución. Con el tiempo, esta guerrilla y el ELN se hicieron dueños de plantaciones y montaron sus propias redes de flujo. El dinero del narcotráfico les permitió crecer en hombres y armas. Si a comienzos de los ochenta, las FARC contaban con veintisiete frentes de combate y unos tres mil hombres, para el 2002 presumían de ser más de veinte mil distribuidos en más de sesenta frentes.

[read more]En 2018 el Centro Nacional de Memoria Histórica quiso cuantificar la cantidad de víctimas mortales que esta violencia de múltiples caras dejó desde 1958 hasta ese año. Le dio 262,197 muertos, una cifra equiparable a la población completa de una ciudad europea como Oporto o de una mexicana como Oaxaca. El dato no es definitivo, como todoslos relativos al conflicto armado colombiano expedidos hasta hoy. Seguirá creciendo en la medida en que trabajen las oficinas estatales encargadas de la reconstrucción de la verdad de estos hechos. Pero su desglose permite comprender la atrocidad: el 22% de ese total es la suma de guerrilleros, paramilitares y miembros de la fuerza pública, es decir, gente entrenada para matar que cayó con armas en la mano. El 78% de la sangre restante, es decir, 205,005 vidas, fueron personas que no se imaginaban matando a nadie, que de ninguna forma estaban haciendo la guerra.El conflicto armado colombiano ha sido, más que nada, un holocausto de civiles.3.También hemos intentado hacer la paz. Desde 1953 hasta 2016 el Estado ha llevado a cabo distintas negociaciones con los grupos armados ilegales. Antes de haber suscrito el Estatuto de Roma en 1998 —que le dio vida a la Corte Penal Internacional—, el gobierno indultó a varias guerrillas y permitió que sus comandantes pasaran a ser líderes políticos con posibilidad electoral, además de participar en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. A cambio solo les exigió que entregaran las armas y desmovilizaran por completo al pie de fuerza. Así nos quitamos de encima la violencia del M-19, del EPL, del PRT y del Quintín Lame.ADO, la otra guerrilla pequeña, se evaporó al no llegar a nada con sus fusiles y asesinatos; nunca obtuvo atención política ni del Estado ni del Gobierno.Con los paramilitares agrupados en las AUC hubo otro acuerdo de paz firmado en 2003. Los datos oficiales advierten que el gobierno nacional en cabeza de Álvaro Uribe Vélez logró la entrega de armas y desmovilización de más de treintaiún mil hombres. A cambio les concedió penas alternativas con un máximo de ocho años de cárcel y una ruta de reintegración a la civilidad, por medio de una ley de justicia transicional conocida como Ley de Justicia y Paz.La situación con las dos guerrillas más grandes, FARC y ELN, ha sido distinta. Más difícil. Ambas aceptaron los diálogos de paz que el presidente Belisario Betancur ofreció a mediados de los años ochenta. Pero no llegaron a ningún acuerdo. Desde entonces, el ELN se ha sentado a la mesa dos o tres veces con el gobierno y no ha concretado nada. Su violencia, por el contrario, ha ido creciendo y hoy es el grupo armado ilegal más numeroso del país y lacerante para el régimen democrático. Se estima que cuenta con más de 2,300 hombres.El caso de las FARC es menos uniforme. De la negociación con el gobierno de Betancur en esos años ochenta surgió el partido Unión Patriótica, que debía ser el vehículo para que la guerrillerada dejara las armas, se integrara a la contienda política nacional y tuviera posibilidad de elección popular. No fue posible porque el partido fue exterminado sistemáticamente a lo largo de una década; la más clara muestra de guerra sucia practicada por el Estado. Una sangría de 5,733 asesinatos conocida en la calle como “el baile rojo”, tipificada como genocidio por un juez del sistema de justicia ordinario.Un segundo esfuerzo de diálogos entre FARC y gobierno tuvo lugar entre 1998 y 2002, durante la presidencia de Andrés Pastrana Arango. Tampoco se alcanzó la terminación de la violencia; en vez de eso, esta guerrilla salió fortalecida militarmente: con más hombres y mayor presencia en zonas del país. Lo mismo el Estado: las fuerzas armadas resultaron mejoradas en tamaño, técnica y armamento por colaboración de Estados Unidos mediante un programa de apoyo conocido como Plan Colombia.Finalmente, en 2016 el gobierno del presidente Juan Manuel Santos logró cerrar un acuerdo de paz con las FARC. Pero como un amplio sector de la ciudadanía sentía rabia y desconfianza por esta guerrilla y no creía en su honestidad para negociar, el gobierno decidió que el acuerdo debía ser refrendado mediante un plebiscito. Entonces, el 2 de octubre de 2016, una semana después de la firma del acuerdo entre las partes, debimos acudir a las urnas a contestar sí o no a la siguiente pregunta: “¿Apoya el acuerdo final para la terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?”. Lo insospechado fue que ganó el no. Por muy pocos votos, pero ganó. Las partes debieron volver a la mesa y ajustar los puntos más cuestionados por la sociedad y los partidos de oposición.Este segundo acuerdo fue firmado definitivamente en ceremonia del 24 de noviembre de 2016 y logró que unos trece mil guerrilleros dejaran su violencia, entregaran armas y se sometieran al sistema transicional llamado Justicia Especial para la Paz (JEP). Las partes también acordaron reconstruir el relato de la guerra escuchando a todos sus protagonistas, pero pasándolo por el tamiz de los testimonios de las víctimas, para lo cual fue creada la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Así como poner en marcha la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Cabe decir que no tenemos una cifra final, pero el estimado oficial calcula que hay entre ochenta mil y cien mil personas que fueron desaparecidas en esta matazón. Mínimo, dos veces más que el total de las registradas en las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay.En esencia, el acuerdo consiste en seis puntos: 1) reforma rural integral para llevar desarrollo a las comunidades campesinas y étnicas, 2) participación política de los firmantes y apertura en democracia para expresiones comunistas y socialistas, 3) fin del conflicto, dejar de matarse, 4) solución al problema de las drogas ilícitas, 5) acuerdo sobre las víctimas, y 6) implementación, verificación y refrendación de los cinco anteriores.Y, tal como sucedió con los procesos previos, este acuerdo fue vapuleado por un sector de la ciudadanía. Las voces en contra han sido lo suficientemente ruidosas como para habernos instalado en algún lugar de la memoria reciente sus frases más altisonantes como “hay que hacer trizas ese maldito papel” o “ese papel en su conjunto es basura”. En este caso, son voces de los grupos políticos que lidera —o se sienten liderados— por Álvaro Uribe Vélez, opositores del gobierno de Juan Manuel Santos, y que volvieron a ganar la presidencia para el periodo 2018-2022 con Iván Duque Márquez. Uno de los más duros cuestionamientos que ha hecho este sector político tiene que ver con que no todos los guerrilleros de las FARC entregaron las armas, hoy se encuentran reunidos como disidencias, siguen lucrándose del narcotráfico e imprimen una violencia despiadada contra la población civil.Lo que no parece que quieran admitir estos mismos críticos es que del acuerdo con los paramilitares, liderado por su mentor, también quedó un gentío armado que hoy son más de dos mil hombres y se encuentran agrupados bajo la marca Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia.El resultado real de esta esquizofrenia de fusiles se puede medir en masacres: en 2020 hubo 76, el doble de las que ocurrieron en 2019. Y en 2021 fueron 92.Muy a pesar de estos datos y de cierta atmósfera de desesperanza que creo sentir en la gente que me rodea, me inclino a opinar que el país no está tan mal como lo estuvo en ese lapso que va desde los años ochenta hasta la firma del acuerdo de paz con las FARC. Y no es una terca decisión a la que me abrazo como única manera de continuar dedicado a la escritura de crónicas enfocadas en derechos humanos. Más bien, es una certeza que me permito luego de revisar la historia de la violencia colombiana en las últimas seis décadas aunada a mis varios años de viajes por el costado del país que más ha sido destrozado por la guerra.Las circunstancias sociales, económicas, políticas y militares actuales hacen que sea muy difícil —por no decir imposible— que un grupo armado ilegal ya marxista- leninista, ya fascista, alcance el tamaño mastodóntico que tuvieron las FARC y las AUC. Tanto el clan del Golfo como las disidencias de las FARC están siendo combatidas por las fuerzas armadas con un enfoque de guerra contra las drogas y no como elementos de la guerra anticomunista. Esto no es necesariamente menos violento, pero puede ayudar a que los operativos militares busquen ajustarse a las leyes y eviten la guerra sucia.Ya ocurrió que la intencionada falta de perspectiva a la hora de bombardear una disidencia para que el gobierno se llevara el crédito político de estar ganando la guerra le costó el cargo al ministro de Defensa. Fue a finales de 2019. El bombazo mató a ocho menores de edad que habían sido reclutados a la fuerza menos de un mes antes. A esos adolescentes, el Estado les falló dos veces: la primera cuando no impidió su reclutamiento; la segunda cuando los despedazó con un ataque aéreo. Un senador hizo pública esta información, la prensa la convirtió en escándalo e indignación, y el encargado de la cartera de Defensa tuvo que renunciar. En la historia del conflicto armado colombiano de los últimos cuarenta años no recuerdo otro antecedente de control político tan eficaz que le haya costado el puesto al ministro de turno.4.De todos modos, cuando la desesperanza parece ser la sensación que inunda todo, traigo a mi memoria las historias de las personas que han sufrido la guerra en carne propia para admirarme con su capacidad de recuperarse, su resiliencia y ver con ojos de luz tanta oscuridad. Y aquí es donde empalma la historia de empece a contar al comienzo:En la cocina de ese kiosco a las afueras de Florencia, doña Martha volvió a llorar delante de mí. Me dio a entender que desde que la habían violado se sentía indigna, avergonzada de ser lo que era.Corrió la tarde. El fotógrafo Víctor Galeano y yo nos alejamos a pie de ese kiosco hasta la orilla de un río que me hizo recordar los charcos del río Pance, en Cali, cuando yo era niño: rocas redondas de tamaño mediano, leves caídas de agua cálida y pozos de peces esquivos. Allí nos quedamos unos minutos. Yo creía que doña Martha ya nos había contado todo y que nuestro encuentro había terminado. Pero no. La vimos venir hacia nosotros con los retratos de sus hijos desaparecidos en la mano. Fotografías plastificadas para evitar que se avejentaran. Doña Martha señaló cada una diciendo el nombre.Enseguida, accedió a que Víctor le tomara unas fotografías. Su petición fue que no se le viera el rostro a la hora de publicarlas. Repitió que por nada del mundo quería que sus hijos se enteraran de que había sido violada porque temía que les diera por hacer justicia a mano propia. Los hombres que había en ese campamento del Indio eran firmantes del acuerdo de paz y eran fácilmente rastreables en los lugares en que permanecían concentrados como desmovilizados. Doña Martha no quería que su dolor despertara el encono y propiciara la muerte de otras personas. Tenía claro que la retaliación como acto justiciero ha sido el acicate de esta guerra y no iba permitir que quedara sembrada en sus hijos. Me dijo que ella había pasado por terapias de grupos y tratamientos médicos, que solo anhelaba superar ese pasado y continuar mirando hacia adelante.—Las hijas que me quedaron saben que esto me pasó. Mi marido lo sabe y dice que no le importa. 39 años de casada y nunca me ha pegado y nunca me ha maltratado. Me quiere. Pero a los dos hijos hombres que me quedaron nunca se los voy a contar. Me muero y ellos no lo van saber.Lo normal es mi mala memoria a la hora de relacionar pasajes de mis lecturas con los eventos que atestiguo en el trabajo. Pero ahí junto al río, luego de haber escuchado a doña Martha, recordé la idea central del prólogo que la enorme reportera Alma Guillermoprieto escribió para su libro Las guerras en Colombia, cuyas líneas finales cito textual aquí: “En Colombia, todavía, las que ocurren son venganzas, ideologías, muertes e indiferencias viejas y que lo que está por inventarse es un futuro distinto”.[/read]

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La guerra que perdimos

La guerra que perdimos

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Por cortesía de editorial Anagrama, publicamos un adelanto del libro La guerra que perdimos, de Juan Miguel Álvarez, ganador de la tercera edición del Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez. La crónica de Álvarez fue construida a partir de una profunda investigación periodística que combina los testimonios de los afectados por la guerra en Colombia y mira más allá de la firma de los acuerdos de paz.

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Ellos no lo van a saber

1.

La cachama estaba exquisita. Un pez selvático de color negro rojizo que doña Martha asó al carbón. Estábamos en un kiosco a las afueras de Florencia, ciudad al sur de Colombia, justo donde se acuestan las últimas montañas de la cordillera para darle paso a la infinita planicie de la Amazonía. La tarde entraba amable: menos humedad que siempre, un calor rebajado poco habitual.

Doña Martha es una madre de familia que aquel día de 2018 tenía menos de setenta años. Me dijo que esa cachama era de lago artificial, pero que ella y su esposo habían acostumbrado pescarlas en los ríos que tenían a la mano cuando vivían monte adentro. Con los dedos anudados en su regazo, me explicó que en ese tiempo su casa se encontraba a cinco horas a pie del pueblo más cercano y que había veces en las que algún animal grande y carnudo se aparecía perdido en frente de la puerta. El último que recuerda fue una danta. Su marido corrió por el winchester, la cazó, porcionó las catorce arrobas del mamífero, ensilló el caballo y se fue a compartir esa comida con los vecinos, todos situados a más de treinta minutos el uno del otro.

Dijo que ella había tenido ocho hijos —cuatro y cuatro— y que la subsistencia de una familia tan numerosa y residente en un lugar tan apartado había dependido del punto geográfico en el que levantaban la casa. Cuando la tuvieron a la orilla del río, pescaban. Cuando la edificaron en un descampado de colinas sin bosque, cultivaron pancoger. Apenas pudieron gozar de un potrero, criaron ganado. Doña Martha se expresaba en un tono reposado, con suaves recuerdos de un pasado cercano. Pero luego de una pausa, doña Martha entristeció el tono para decir que ella y su familia habían debido abandonar cada sitio colonizado, huyendo de la guerra. En total: cuatro desplazamientos forzados, todos por amenazas y agresiones de la ya extinta guerrilla de las FARC.

—La tierra se perdió —dijo—. Eso ya no importa. Ahora estamos acá en Florencia, viviendo tranquilos.

Hubo otra pausa larga en la que yo me detuve en su rostro: piel blanca colorada, ojos claros entre pómulos espesos sobre una boca estrecha; el gesto ambiguo de una melancolía inocultable a pesar de las frecuentes sonrisas espontáneas. Doña Martha me trajo de nuevo a la conversación para contarme que esta guerrilla no solo les había hecho perder la tierra sino que también les había llevado cuatro hijos de un totazo.

Un puñado de guerrilleros, blandiendo los fusiles, entró a la casa en busca de las dos hijas que ya estaban llegando a la mayoría de edad. Era 1997 y las FARC pastaban a placer en las estepas del sur del país y se creían con el poder de llevarse los hijos de los campesinos, con la mentira de que en la tropa saborearían una vida de poder y dinero. Muchos pidieron las botas, pero muchos otros no. Las dos hijas de doña Martha se negaron al reclutamiento, seguramente, porque sabían que allá aprenderían a perder el respeto por la vida de los otros y las usarían como calmantes sexuales de los comandantes. Los guerrilleros, sin respeto por nada, las tomaron de los brazos para arrastrarlas fuera de la casa. En la gritería aparecieron los dos hermanos mayores que no estaban dispuestos a dejar que se las llevaran. Los guerrilleros les apuntaron con los fusiles. Doña Martha gritó para que no los fueran a matar. Hacía poco había sucedido esta misma escena con una familia vecina y todos —papás e hijos— resultaron masacrados. Los guerrilleros no dispararon, no mataron a nadie, pero a los cuatro les amarraron las manos detrás de la espalda y se los llevaron caminando hasta que se perdieron en la espesura de la montaña. Mamá, papá y hermanos chiquitos debieron aguantarse callados el secuestro para el reclutamiento de la mitad de la familia.

Doña Martha lagrimeó delante de mí como si todo eso hubiera sucedido el día anterior.

—Cuando lloro, me siento bien —dijo y se secó los pómulos con el delantal de cocina. Tomó aire como si estuviera superando una prueba de esfuerzo y continuó su relato: a los pocos días del rapto, doña Martha se internó en el campamento que las FARC tenía en esa zona y confrontó al comandante alias el Indio. Le preguntó qué había sucedido con sus hijos. Y el tipo, en vez de decirle algún dato reparador, le contestó: “Yo no doy información”. Tras lo cual le ordenó a dos de sus escoltas que sacaran a doña Martha del campamento y la dejaran en un punto llamado El Broche. Desde ahí ella podría regresar a su casa.

Los escoltas con doña Martha avanzaron un rato por entre el monte pero, en vez de conducirla hacia el punto que les habían ordenado, la desviaron hacia otro paraje alejado de cualquier camino. Doña Martha sospechó que la iban a matar. Los guerrilleros le pegaron en la cabeza con la culata del fusil y le gritaron que se quitara la ropa. “No me voy a quitar la ropa”, les contestó llena de coraje. Tenía 46 años y nunca le había sido infiel a su esposo, pensó. Uno de los guerrilleros esgrimió una puñaleta, le puso el filo debajo del mentón y fue bajando hasta alcanzar el cuello de la blusa. De un tirón, el guerrillero le rajó la roja. Amparada apenas por el silencio de los árboles amazónicos, doña Martha fue violada por los escoltas de alias el Indio.

2.

La guerra en Colombia recibe el nombre técnico de “conflicto armado interno”. Una categoría establecida por los Convenios de Ginebra que aspira a explicar que esta violencia de seis décadas no ha sido una típica guerra de codicia fronteriza entre dos Estados, en la que intervienen países aliados. El conflicto armado colombiano, más bien, ha sido la violencia por cuenta de la ciudadanía contra la misma ciudadanía. Unos aglutinados en grupos armados ilegales y otros en las fuerzas estatales.

Quizá las dos características que han hecho de este salvajismo un asunto global sean su origen como una expresión criolla de la Guerra Fría en la que el Estado democrático ha debido defenderse del asedio de varios movimientos guerrilleros de enfoque marxista-leninista, y el influjo sostenido e inestimable del narcotráfico sobre la cotidianeidad del país. En palabras más claras: guerra anticomunista y guerra contra las drogas.

Aunque el enfrentamiento a muerte entre votantes de políticas opuestas viene desde el mismo día en que Colombia se hizo república, por allá en 1810, y se prolongó con sevicia hasta mediados del siglo XX, la lucha militar de clases y el empeño por derrocar el régimen constitucional emergieron en el interregno que se abre desde 1959, con el éxito de la insurgencia en Cuba, hasta el gobierno de Ronald Reagan en los años ochenta. De fondo, el eco sangriento de la guerra de Vietnam.

Los primeros tres grupos guerrilleros que dotaron a sus filas de ideología comunista fueron: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —ambos de 1964—, y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de 1967. Eran años duros para América Latina porque, como se sabe, Estados Unidos se había fijado evitar que en la región brotara otra Cuba, ante lo cual el Che Guevara en su Mensaje a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental contestó: “Crear, dos, tres, muchos Vietnam es la consigna”. En las dos décadas siguientes, Colombia le daría vida a cuatro guerrillas más. Tres de ellas —M-19, ADO y PRT— marcadas por diversas corrientes del comunismo y una —el Quintín Lame— de origen indígena e identitaria.

La reacción nacional con apoyo de Estados Unidos empezó temprano. En los años sesenta, los gringos inyectaron en América Latina una serie de operaciones políticas y militares —el Plan Laso— que cimentaron la “Doctrina de Seguridad Nacional”, es decir, la puesta en práctica de una estrategia contraguerrillera. Como el enfrentamiento no era transfronterizo sino contra ciertos sectores de la ciudadanía en armas a los que se consideraba el “enemigo interno”, el Estado debía encargarle a las fuerzas militares el orden interno. Para eso, Estados Unidos impartió cursos de guerra irregular para los ejércitos de países latinoamericanos en la Escuela de las Américas — en aquel tiempo, situada en Panamá.

Hoy se sabe que por la Escuela de las Américas pasaron varios de los más sádicos militares latinoamericanos, como los dictadores Leopoldo Galtieri, de Argentina, y Manuel Antonio Noriega, de Panamá, y altos mandos como el chileno Manuel Contreras, alias el Mamo, y el peruano Vladimiro Montesinos. En Colombia, en cambio, no tenemos ni idea de quiénes ni cuántos militares pasaron por esas aulas, ni cuáles de ellos han sido máximos comandantes del ejército o de las fuerzas militares con el beneplácito de no se sabe qué presidentes.

Lo que sabemos es que desde los años setenta y hasta estos días nuestro país ha sido campo de práctica para la “guerra sucia” y la “guerra psicológica”, es decir, la aplicación militar de todos los mecanismos legítimos y criminales contra la subversión y contra la gente no armada ajena a las hostilidades que el Estado también considera su “enemigo interno”. El catálogo del horror empieza con detenciones arbitrarias, interrogatorios bajo tortura y homicidios individuales de índole política; continúa con la creación de grupos paramilitares para cometer lo que la fuerza pública prefiere no hacer: masacres de comunidades y desaparición de los restos de las víctimas; sigue y no finaliza con acciones de “tierra arrasada”, como los bombardeos con aeronaves de alta tecnología.

La respuesta del lado guerrillero ha sido tan clásica como la de cualquier insurgencia: captura masiva de rehenes y secuestro político y extorsivo, ataques terroristas contra centros de poder y símbolos del sistema, siembra de minas antipersona y uso de otro armamento no convencional, como los tatucos —hechizas granadas de mortero— y cilindros bomba —pipetas de gas propano recargadas con explosivos—. Las FARC y en menor medida el M-19 llevaron a cabo, además, asaltos a caseríos y pueblos diminutos perdidos en la geografía.

El tráfico de drogas vino a empeorarlo todo. Las mafias de la marihuana y de la cocaína existían desde los años setenta y libraban algunas confrontaciones menores en ciudades colombianas y gringas. Pero en los años ochenta nuestro país afianzó varias organizaciones colosales entendidas como “carteles” que añadieron su propia cuota de muertes. Los capos del cartel de Medellín, hermanados con agentes de la fuerza pública, crearon y financiaron grupos paramilitares para aniquilar guerrilleros en esa ciudad y en áreas rurales en las que tenían haciendas de piscina y ganado. Los del cartel de Cali participaron con dinero y hombres en una asociación con agentes estatales para dar cacería a Pablo Escobar; muerto el capo, esta asociación engendraría nuevos grupos paramilitares. A su vez, algunos traquetos del cartel del Norte del Valle integraron la enorme confederación paramilitar que se hizo llamar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Las guerrillas, sobre todo las FARC —que desde 1979 se autodenominó Ejército del Pueblo y añadió la sigla EP a su nombre—, también aprovecharon la economía criminal de la cocaína para sacar provecho, cobrando impuestos a quienes en tierras de su dominio tuvieran cultivos y cadenas de distribución. Con el tiempo, esta guerrilla y el ELN se hicieron dueños de plantaciones y montaron sus propias redes de flujo. El dinero del narcotráfico les permitió crecer en hombres y armas. Si a comienzos de los ochenta, las FARC contaban con veintisiete frentes de combate y unos tres mil hombres, para el 2002 presumían de ser más de veinte mil distribuidos en más de sesenta frentes.

[read more]En 2018 el Centro Nacional de Memoria Histórica quiso cuantificar la cantidad de víctimas mortales que esta violencia de múltiples caras dejó desde 1958 hasta ese año. Le dio 262,197 muertos, una cifra equiparable a la población completa de una ciudad europea como Oporto o de una mexicana como Oaxaca. El dato no es definitivo, como todoslos relativos al conflicto armado colombiano expedidos hasta hoy. Seguirá creciendo en la medida en que trabajen las oficinas estatales encargadas de la reconstrucción de la verdad de estos hechos. Pero su desglose permite comprender la atrocidad: el 22% de ese total es la suma de guerrilleros, paramilitares y miembros de la fuerza pública, es decir, gente entrenada para matar que cayó con armas en la mano. El 78% de la sangre restante, es decir, 205,005 vidas, fueron personas que no se imaginaban matando a nadie, que de ninguna forma estaban haciendo la guerra.El conflicto armado colombiano ha sido, más que nada, un holocausto de civiles.3.También hemos intentado hacer la paz. Desde 1953 hasta 2016 el Estado ha llevado a cabo distintas negociaciones con los grupos armados ilegales. Antes de haber suscrito el Estatuto de Roma en 1998 —que le dio vida a la Corte Penal Internacional—, el gobierno indultó a varias guerrillas y permitió que sus comandantes pasaran a ser líderes políticos con posibilidad electoral, además de participar en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. A cambio solo les exigió que entregaran las armas y desmovilizaran por completo al pie de fuerza. Así nos quitamos de encima la violencia del M-19, del EPL, del PRT y del Quintín Lame.ADO, la otra guerrilla pequeña, se evaporó al no llegar a nada con sus fusiles y asesinatos; nunca obtuvo atención política ni del Estado ni del Gobierno.Con los paramilitares agrupados en las AUC hubo otro acuerdo de paz firmado en 2003. Los datos oficiales advierten que el gobierno nacional en cabeza de Álvaro Uribe Vélez logró la entrega de armas y desmovilización de más de treintaiún mil hombres. A cambio les concedió penas alternativas con un máximo de ocho años de cárcel y una ruta de reintegración a la civilidad, por medio de una ley de justicia transicional conocida como Ley de Justicia y Paz.La situación con las dos guerrillas más grandes, FARC y ELN, ha sido distinta. Más difícil. Ambas aceptaron los diálogos de paz que el presidente Belisario Betancur ofreció a mediados de los años ochenta. Pero no llegaron a ningún acuerdo. Desde entonces, el ELN se ha sentado a la mesa dos o tres veces con el gobierno y no ha concretado nada. Su violencia, por el contrario, ha ido creciendo y hoy es el grupo armado ilegal más numeroso del país y lacerante para el régimen democrático. Se estima que cuenta con más de 2,300 hombres.El caso de las FARC es menos uniforme. De la negociación con el gobierno de Betancur en esos años ochenta surgió el partido Unión Patriótica, que debía ser el vehículo para que la guerrillerada dejara las armas, se integrara a la contienda política nacional y tuviera posibilidad de elección popular. No fue posible porque el partido fue exterminado sistemáticamente a lo largo de una década; la más clara muestra de guerra sucia practicada por el Estado. Una sangría de 5,733 asesinatos conocida en la calle como “el baile rojo”, tipificada como genocidio por un juez del sistema de justicia ordinario.Un segundo esfuerzo de diálogos entre FARC y gobierno tuvo lugar entre 1998 y 2002, durante la presidencia de Andrés Pastrana Arango. Tampoco se alcanzó la terminación de la violencia; en vez de eso, esta guerrilla salió fortalecida militarmente: con más hombres y mayor presencia en zonas del país. Lo mismo el Estado: las fuerzas armadas resultaron mejoradas en tamaño, técnica y armamento por colaboración de Estados Unidos mediante un programa de apoyo conocido como Plan Colombia.Finalmente, en 2016 el gobierno del presidente Juan Manuel Santos logró cerrar un acuerdo de paz con las FARC. Pero como un amplio sector de la ciudadanía sentía rabia y desconfianza por esta guerrilla y no creía en su honestidad para negociar, el gobierno decidió que el acuerdo debía ser refrendado mediante un plebiscito. Entonces, el 2 de octubre de 2016, una semana después de la firma del acuerdo entre las partes, debimos acudir a las urnas a contestar sí o no a la siguiente pregunta: “¿Apoya el acuerdo final para la terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?”. Lo insospechado fue que ganó el no. Por muy pocos votos, pero ganó. Las partes debieron volver a la mesa y ajustar los puntos más cuestionados por la sociedad y los partidos de oposición.Este segundo acuerdo fue firmado definitivamente en ceremonia del 24 de noviembre de 2016 y logró que unos trece mil guerrilleros dejaran su violencia, entregaran armas y se sometieran al sistema transicional llamado Justicia Especial para la Paz (JEP). Las partes también acordaron reconstruir el relato de la guerra escuchando a todos sus protagonistas, pero pasándolo por el tamiz de los testimonios de las víctimas, para lo cual fue creada la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Así como poner en marcha la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Cabe decir que no tenemos una cifra final, pero el estimado oficial calcula que hay entre ochenta mil y cien mil personas que fueron desaparecidas en esta matazón. Mínimo, dos veces más que el total de las registradas en las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay.En esencia, el acuerdo consiste en seis puntos: 1) reforma rural integral para llevar desarrollo a las comunidades campesinas y étnicas, 2) participación política de los firmantes y apertura en democracia para expresiones comunistas y socialistas, 3) fin del conflicto, dejar de matarse, 4) solución al problema de las drogas ilícitas, 5) acuerdo sobre las víctimas, y 6) implementación, verificación y refrendación de los cinco anteriores.Y, tal como sucedió con los procesos previos, este acuerdo fue vapuleado por un sector de la ciudadanía. Las voces en contra han sido lo suficientemente ruidosas como para habernos instalado en algún lugar de la memoria reciente sus frases más altisonantes como “hay que hacer trizas ese maldito papel” o “ese papel en su conjunto es basura”. En este caso, son voces de los grupos políticos que lidera —o se sienten liderados— por Álvaro Uribe Vélez, opositores del gobierno de Juan Manuel Santos, y que volvieron a ganar la presidencia para el periodo 2018-2022 con Iván Duque Márquez. Uno de los más duros cuestionamientos que ha hecho este sector político tiene que ver con que no todos los guerrilleros de las FARC entregaron las armas, hoy se encuentran reunidos como disidencias, siguen lucrándose del narcotráfico e imprimen una violencia despiadada contra la población civil.Lo que no parece que quieran admitir estos mismos críticos es que del acuerdo con los paramilitares, liderado por su mentor, también quedó un gentío armado que hoy son más de dos mil hombres y se encuentran agrupados bajo la marca Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia.El resultado real de esta esquizofrenia de fusiles se puede medir en masacres: en 2020 hubo 76, el doble de las que ocurrieron en 2019. Y en 2021 fueron 92.Muy a pesar de estos datos y de cierta atmósfera de desesperanza que creo sentir en la gente que me rodea, me inclino a opinar que el país no está tan mal como lo estuvo en ese lapso que va desde los años ochenta hasta la firma del acuerdo de paz con las FARC. Y no es una terca decisión a la que me abrazo como única manera de continuar dedicado a la escritura de crónicas enfocadas en derechos humanos. Más bien, es una certeza que me permito luego de revisar la historia de la violencia colombiana en las últimas seis décadas aunada a mis varios años de viajes por el costado del país que más ha sido destrozado por la guerra.Las circunstancias sociales, económicas, políticas y militares actuales hacen que sea muy difícil —por no decir imposible— que un grupo armado ilegal ya marxista- leninista, ya fascista, alcance el tamaño mastodóntico que tuvieron las FARC y las AUC. Tanto el clan del Golfo como las disidencias de las FARC están siendo combatidas por las fuerzas armadas con un enfoque de guerra contra las drogas y no como elementos de la guerra anticomunista. Esto no es necesariamente menos violento, pero puede ayudar a que los operativos militares busquen ajustarse a las leyes y eviten la guerra sucia.Ya ocurrió que la intencionada falta de perspectiva a la hora de bombardear una disidencia para que el gobierno se llevara el crédito político de estar ganando la guerra le costó el cargo al ministro de Defensa. Fue a finales de 2019. El bombazo mató a ocho menores de edad que habían sido reclutados a la fuerza menos de un mes antes. A esos adolescentes, el Estado les falló dos veces: la primera cuando no impidió su reclutamiento; la segunda cuando los despedazó con un ataque aéreo. Un senador hizo pública esta información, la prensa la convirtió en escándalo e indignación, y el encargado de la cartera de Defensa tuvo que renunciar. En la historia del conflicto armado colombiano de los últimos cuarenta años no recuerdo otro antecedente de control político tan eficaz que le haya costado el puesto al ministro de turno.4.De todos modos, cuando la desesperanza parece ser la sensación que inunda todo, traigo a mi memoria las historias de las personas que han sufrido la guerra en carne propia para admirarme con su capacidad de recuperarse, su resiliencia y ver con ojos de luz tanta oscuridad. Y aquí es donde empalma la historia de empece a contar al comienzo:En la cocina de ese kiosco a las afueras de Florencia, doña Martha volvió a llorar delante de mí. Me dio a entender que desde que la habían violado se sentía indigna, avergonzada de ser lo que era.Corrió la tarde. El fotógrafo Víctor Galeano y yo nos alejamos a pie de ese kiosco hasta la orilla de un río que me hizo recordar los charcos del río Pance, en Cali, cuando yo era niño: rocas redondas de tamaño mediano, leves caídas de agua cálida y pozos de peces esquivos. Allí nos quedamos unos minutos. Yo creía que doña Martha ya nos había contado todo y que nuestro encuentro había terminado. Pero no. La vimos venir hacia nosotros con los retratos de sus hijos desaparecidos en la mano. Fotografías plastificadas para evitar que se avejentaran. Doña Martha señaló cada una diciendo el nombre.Enseguida, accedió a que Víctor le tomara unas fotografías. Su petición fue que no se le viera el rostro a la hora de publicarlas. Repitió que por nada del mundo quería que sus hijos se enteraran de que había sido violada porque temía que les diera por hacer justicia a mano propia. Los hombres que había en ese campamento del Indio eran firmantes del acuerdo de paz y eran fácilmente rastreables en los lugares en que permanecían concentrados como desmovilizados. Doña Martha no quería que su dolor despertara el encono y propiciara la muerte de otras personas. Tenía claro que la retaliación como acto justiciero ha sido el acicate de esta guerra y no iba permitir que quedara sembrada en sus hijos. Me dijo que ella había pasado por terapias de grupos y tratamientos médicos, que solo anhelaba superar ese pasado y continuar mirando hacia adelante.—Las hijas que me quedaron saben que esto me pasó. Mi marido lo sabe y dice que no le importa. 39 años de casada y nunca me ha pegado y nunca me ha maltratado. Me quiere. Pero a los dos hijos hombres que me quedaron nunca se los voy a contar. Me muero y ellos no lo van saber.Lo normal es mi mala memoria a la hora de relacionar pasajes de mis lecturas con los eventos que atestiguo en el trabajo. Pero ahí junto al río, luego de haber escuchado a doña Martha, recordé la idea central del prólogo que la enorme reportera Alma Guillermoprieto escribió para su libro Las guerras en Colombia, cuyas líneas finales cito textual aquí: “En Colombia, todavía, las que ocurren son venganzas, ideologías, muertes e indiferencias viejas y que lo que está por inventarse es un futuro distinto”.[/read]

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La guerra que perdimos

La guerra que perdimos

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Por cortesía de editorial Anagrama, publicamos un adelanto del libro La guerra que perdimos, de Juan Miguel Álvarez, ganador de la tercera edición del Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez. La crónica de Álvarez fue construida a partir de una profunda investigación periodística que combina los testimonios de los afectados por la guerra en Colombia y mira más allá de la firma de los acuerdos de paz.

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Ellos no lo van a saber

1.

La cachama estaba exquisita. Un pez selvático de color negro rojizo que doña Martha asó al carbón. Estábamos en un kiosco a las afueras de Florencia, ciudad al sur de Colombia, justo donde se acuestan las últimas montañas de la cordillera para darle paso a la infinita planicie de la Amazonía. La tarde entraba amable: menos humedad que siempre, un calor rebajado poco habitual.

Doña Martha es una madre de familia que aquel día de 2018 tenía menos de setenta años. Me dijo que esa cachama era de lago artificial, pero que ella y su esposo habían acostumbrado pescarlas en los ríos que tenían a la mano cuando vivían monte adentro. Con los dedos anudados en su regazo, me explicó que en ese tiempo su casa se encontraba a cinco horas a pie del pueblo más cercano y que había veces en las que algún animal grande y carnudo se aparecía perdido en frente de la puerta. El último que recuerda fue una danta. Su marido corrió por el winchester, la cazó, porcionó las catorce arrobas del mamífero, ensilló el caballo y se fue a compartir esa comida con los vecinos, todos situados a más de treinta minutos el uno del otro.

Dijo que ella había tenido ocho hijos —cuatro y cuatro— y que la subsistencia de una familia tan numerosa y residente en un lugar tan apartado había dependido del punto geográfico en el que levantaban la casa. Cuando la tuvieron a la orilla del río, pescaban. Cuando la edificaron en un descampado de colinas sin bosque, cultivaron pancoger. Apenas pudieron gozar de un potrero, criaron ganado. Doña Martha se expresaba en un tono reposado, con suaves recuerdos de un pasado cercano. Pero luego de una pausa, doña Martha entristeció el tono para decir que ella y su familia habían debido abandonar cada sitio colonizado, huyendo de la guerra. En total: cuatro desplazamientos forzados, todos por amenazas y agresiones de la ya extinta guerrilla de las FARC.

—La tierra se perdió —dijo—. Eso ya no importa. Ahora estamos acá en Florencia, viviendo tranquilos.

Hubo otra pausa larga en la que yo me detuve en su rostro: piel blanca colorada, ojos claros entre pómulos espesos sobre una boca estrecha; el gesto ambiguo de una melancolía inocultable a pesar de las frecuentes sonrisas espontáneas. Doña Martha me trajo de nuevo a la conversación para contarme que esta guerrilla no solo les había hecho perder la tierra sino que también les había llevado cuatro hijos de un totazo.

Un puñado de guerrilleros, blandiendo los fusiles, entró a la casa en busca de las dos hijas que ya estaban llegando a la mayoría de edad. Era 1997 y las FARC pastaban a placer en las estepas del sur del país y se creían con el poder de llevarse los hijos de los campesinos, con la mentira de que en la tropa saborearían una vida de poder y dinero. Muchos pidieron las botas, pero muchos otros no. Las dos hijas de doña Martha se negaron al reclutamiento, seguramente, porque sabían que allá aprenderían a perder el respeto por la vida de los otros y las usarían como calmantes sexuales de los comandantes. Los guerrilleros, sin respeto por nada, las tomaron de los brazos para arrastrarlas fuera de la casa. En la gritería aparecieron los dos hermanos mayores que no estaban dispuestos a dejar que se las llevaran. Los guerrilleros les apuntaron con los fusiles. Doña Martha gritó para que no los fueran a matar. Hacía poco había sucedido esta misma escena con una familia vecina y todos —papás e hijos— resultaron masacrados. Los guerrilleros no dispararon, no mataron a nadie, pero a los cuatro les amarraron las manos detrás de la espalda y se los llevaron caminando hasta que se perdieron en la espesura de la montaña. Mamá, papá y hermanos chiquitos debieron aguantarse callados el secuestro para el reclutamiento de la mitad de la familia.

Doña Martha lagrimeó delante de mí como si todo eso hubiera sucedido el día anterior.

—Cuando lloro, me siento bien —dijo y se secó los pómulos con el delantal de cocina. Tomó aire como si estuviera superando una prueba de esfuerzo y continuó su relato: a los pocos días del rapto, doña Martha se internó en el campamento que las FARC tenía en esa zona y confrontó al comandante alias el Indio. Le preguntó qué había sucedido con sus hijos. Y el tipo, en vez de decirle algún dato reparador, le contestó: “Yo no doy información”. Tras lo cual le ordenó a dos de sus escoltas que sacaran a doña Martha del campamento y la dejaran en un punto llamado El Broche. Desde ahí ella podría regresar a su casa.

Los escoltas con doña Martha avanzaron un rato por entre el monte pero, en vez de conducirla hacia el punto que les habían ordenado, la desviaron hacia otro paraje alejado de cualquier camino. Doña Martha sospechó que la iban a matar. Los guerrilleros le pegaron en la cabeza con la culata del fusil y le gritaron que se quitara la ropa. “No me voy a quitar la ropa”, les contestó llena de coraje. Tenía 46 años y nunca le había sido infiel a su esposo, pensó. Uno de los guerrilleros esgrimió una puñaleta, le puso el filo debajo del mentón y fue bajando hasta alcanzar el cuello de la blusa. De un tirón, el guerrillero le rajó la roja. Amparada apenas por el silencio de los árboles amazónicos, doña Martha fue violada por los escoltas de alias el Indio.

2.

La guerra en Colombia recibe el nombre técnico de “conflicto armado interno”. Una categoría establecida por los Convenios de Ginebra que aspira a explicar que esta violencia de seis décadas no ha sido una típica guerra de codicia fronteriza entre dos Estados, en la que intervienen países aliados. El conflicto armado colombiano, más bien, ha sido la violencia por cuenta de la ciudadanía contra la misma ciudadanía. Unos aglutinados en grupos armados ilegales y otros en las fuerzas estatales.

Quizá las dos características que han hecho de este salvajismo un asunto global sean su origen como una expresión criolla de la Guerra Fría en la que el Estado democrático ha debido defenderse del asedio de varios movimientos guerrilleros de enfoque marxista-leninista, y el influjo sostenido e inestimable del narcotráfico sobre la cotidianeidad del país. En palabras más claras: guerra anticomunista y guerra contra las drogas.

Aunque el enfrentamiento a muerte entre votantes de políticas opuestas viene desde el mismo día en que Colombia se hizo república, por allá en 1810, y se prolongó con sevicia hasta mediados del siglo XX, la lucha militar de clases y el empeño por derrocar el régimen constitucional emergieron en el interregno que se abre desde 1959, con el éxito de la insurgencia en Cuba, hasta el gobierno de Ronald Reagan en los años ochenta. De fondo, el eco sangriento de la guerra de Vietnam.

Los primeros tres grupos guerrilleros que dotaron a sus filas de ideología comunista fueron: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —ambos de 1964—, y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de 1967. Eran años duros para América Latina porque, como se sabe, Estados Unidos se había fijado evitar que en la región brotara otra Cuba, ante lo cual el Che Guevara en su Mensaje a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental contestó: “Crear, dos, tres, muchos Vietnam es la consigna”. En las dos décadas siguientes, Colombia le daría vida a cuatro guerrillas más. Tres de ellas —M-19, ADO y PRT— marcadas por diversas corrientes del comunismo y una —el Quintín Lame— de origen indígena e identitaria.

La reacción nacional con apoyo de Estados Unidos empezó temprano. En los años sesenta, los gringos inyectaron en América Latina una serie de operaciones políticas y militares —el Plan Laso— que cimentaron la “Doctrina de Seguridad Nacional”, es decir, la puesta en práctica de una estrategia contraguerrillera. Como el enfrentamiento no era transfronterizo sino contra ciertos sectores de la ciudadanía en armas a los que se consideraba el “enemigo interno”, el Estado debía encargarle a las fuerzas militares el orden interno. Para eso, Estados Unidos impartió cursos de guerra irregular para los ejércitos de países latinoamericanos en la Escuela de las Américas — en aquel tiempo, situada en Panamá.

Hoy se sabe que por la Escuela de las Américas pasaron varios de los más sádicos militares latinoamericanos, como los dictadores Leopoldo Galtieri, de Argentina, y Manuel Antonio Noriega, de Panamá, y altos mandos como el chileno Manuel Contreras, alias el Mamo, y el peruano Vladimiro Montesinos. En Colombia, en cambio, no tenemos ni idea de quiénes ni cuántos militares pasaron por esas aulas, ni cuáles de ellos han sido máximos comandantes del ejército o de las fuerzas militares con el beneplácito de no se sabe qué presidentes.

Lo que sabemos es que desde los años setenta y hasta estos días nuestro país ha sido campo de práctica para la “guerra sucia” y la “guerra psicológica”, es decir, la aplicación militar de todos los mecanismos legítimos y criminales contra la subversión y contra la gente no armada ajena a las hostilidades que el Estado también considera su “enemigo interno”. El catálogo del horror empieza con detenciones arbitrarias, interrogatorios bajo tortura y homicidios individuales de índole política; continúa con la creación de grupos paramilitares para cometer lo que la fuerza pública prefiere no hacer: masacres de comunidades y desaparición de los restos de las víctimas; sigue y no finaliza con acciones de “tierra arrasada”, como los bombardeos con aeronaves de alta tecnología.

La respuesta del lado guerrillero ha sido tan clásica como la de cualquier insurgencia: captura masiva de rehenes y secuestro político y extorsivo, ataques terroristas contra centros de poder y símbolos del sistema, siembra de minas antipersona y uso de otro armamento no convencional, como los tatucos —hechizas granadas de mortero— y cilindros bomba —pipetas de gas propano recargadas con explosivos—. Las FARC y en menor medida el M-19 llevaron a cabo, además, asaltos a caseríos y pueblos diminutos perdidos en la geografía.

El tráfico de drogas vino a empeorarlo todo. Las mafias de la marihuana y de la cocaína existían desde los años setenta y libraban algunas confrontaciones menores en ciudades colombianas y gringas. Pero en los años ochenta nuestro país afianzó varias organizaciones colosales entendidas como “carteles” que añadieron su propia cuota de muertes. Los capos del cartel de Medellín, hermanados con agentes de la fuerza pública, crearon y financiaron grupos paramilitares para aniquilar guerrilleros en esa ciudad y en áreas rurales en las que tenían haciendas de piscina y ganado. Los del cartel de Cali participaron con dinero y hombres en una asociación con agentes estatales para dar cacería a Pablo Escobar; muerto el capo, esta asociación engendraría nuevos grupos paramilitares. A su vez, algunos traquetos del cartel del Norte del Valle integraron la enorme confederación paramilitar que se hizo llamar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Las guerrillas, sobre todo las FARC —que desde 1979 se autodenominó Ejército del Pueblo y añadió la sigla EP a su nombre—, también aprovecharon la economía criminal de la cocaína para sacar provecho, cobrando impuestos a quienes en tierras de su dominio tuvieran cultivos y cadenas de distribución. Con el tiempo, esta guerrilla y el ELN se hicieron dueños de plantaciones y montaron sus propias redes de flujo. El dinero del narcotráfico les permitió crecer en hombres y armas. Si a comienzos de los ochenta, las FARC contaban con veintisiete frentes de combate y unos tres mil hombres, para el 2002 presumían de ser más de veinte mil distribuidos en más de sesenta frentes.

[read more]En 2018 el Centro Nacional de Memoria Histórica quiso cuantificar la cantidad de víctimas mortales que esta violencia de múltiples caras dejó desde 1958 hasta ese año. Le dio 262,197 muertos, una cifra equiparable a la población completa de una ciudad europea como Oporto o de una mexicana como Oaxaca. El dato no es definitivo, como todoslos relativos al conflicto armado colombiano expedidos hasta hoy. Seguirá creciendo en la medida en que trabajen las oficinas estatales encargadas de la reconstrucción de la verdad de estos hechos. Pero su desglose permite comprender la atrocidad: el 22% de ese total es la suma de guerrilleros, paramilitares y miembros de la fuerza pública, es decir, gente entrenada para matar que cayó con armas en la mano. El 78% de la sangre restante, es decir, 205,005 vidas, fueron personas que no se imaginaban matando a nadie, que de ninguna forma estaban haciendo la guerra.El conflicto armado colombiano ha sido, más que nada, un holocausto de civiles.3.También hemos intentado hacer la paz. Desde 1953 hasta 2016 el Estado ha llevado a cabo distintas negociaciones con los grupos armados ilegales. Antes de haber suscrito el Estatuto de Roma en 1998 —que le dio vida a la Corte Penal Internacional—, el gobierno indultó a varias guerrillas y permitió que sus comandantes pasaran a ser líderes políticos con posibilidad electoral, además de participar en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. A cambio solo les exigió que entregaran las armas y desmovilizaran por completo al pie de fuerza. Así nos quitamos de encima la violencia del M-19, del EPL, del PRT y del Quintín Lame.ADO, la otra guerrilla pequeña, se evaporó al no llegar a nada con sus fusiles y asesinatos; nunca obtuvo atención política ni del Estado ni del Gobierno.Con los paramilitares agrupados en las AUC hubo otro acuerdo de paz firmado en 2003. Los datos oficiales advierten que el gobierno nacional en cabeza de Álvaro Uribe Vélez logró la entrega de armas y desmovilización de más de treintaiún mil hombres. A cambio les concedió penas alternativas con un máximo de ocho años de cárcel y una ruta de reintegración a la civilidad, por medio de una ley de justicia transicional conocida como Ley de Justicia y Paz.La situación con las dos guerrillas más grandes, FARC y ELN, ha sido distinta. Más difícil. Ambas aceptaron los diálogos de paz que el presidente Belisario Betancur ofreció a mediados de los años ochenta. Pero no llegaron a ningún acuerdo. Desde entonces, el ELN se ha sentado a la mesa dos o tres veces con el gobierno y no ha concretado nada. Su violencia, por el contrario, ha ido creciendo y hoy es el grupo armado ilegal más numeroso del país y lacerante para el régimen democrático. Se estima que cuenta con más de 2,300 hombres.El caso de las FARC es menos uniforme. De la negociación con el gobierno de Betancur en esos años ochenta surgió el partido Unión Patriótica, que debía ser el vehículo para que la guerrillerada dejara las armas, se integrara a la contienda política nacional y tuviera posibilidad de elección popular. No fue posible porque el partido fue exterminado sistemáticamente a lo largo de una década; la más clara muestra de guerra sucia practicada por el Estado. Una sangría de 5,733 asesinatos conocida en la calle como “el baile rojo”, tipificada como genocidio por un juez del sistema de justicia ordinario.Un segundo esfuerzo de diálogos entre FARC y gobierno tuvo lugar entre 1998 y 2002, durante la presidencia de Andrés Pastrana Arango. Tampoco se alcanzó la terminación de la violencia; en vez de eso, esta guerrilla salió fortalecida militarmente: con más hombres y mayor presencia en zonas del país. Lo mismo el Estado: las fuerzas armadas resultaron mejoradas en tamaño, técnica y armamento por colaboración de Estados Unidos mediante un programa de apoyo conocido como Plan Colombia.Finalmente, en 2016 el gobierno del presidente Juan Manuel Santos logró cerrar un acuerdo de paz con las FARC. Pero como un amplio sector de la ciudadanía sentía rabia y desconfianza por esta guerrilla y no creía en su honestidad para negociar, el gobierno decidió que el acuerdo debía ser refrendado mediante un plebiscito. Entonces, el 2 de octubre de 2016, una semana después de la firma del acuerdo entre las partes, debimos acudir a las urnas a contestar sí o no a la siguiente pregunta: “¿Apoya el acuerdo final para la terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?”. Lo insospechado fue que ganó el no. Por muy pocos votos, pero ganó. Las partes debieron volver a la mesa y ajustar los puntos más cuestionados por la sociedad y los partidos de oposición.Este segundo acuerdo fue firmado definitivamente en ceremonia del 24 de noviembre de 2016 y logró que unos trece mil guerrilleros dejaran su violencia, entregaran armas y se sometieran al sistema transicional llamado Justicia Especial para la Paz (JEP). Las partes también acordaron reconstruir el relato de la guerra escuchando a todos sus protagonistas, pero pasándolo por el tamiz de los testimonios de las víctimas, para lo cual fue creada la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Así como poner en marcha la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Cabe decir que no tenemos una cifra final, pero el estimado oficial calcula que hay entre ochenta mil y cien mil personas que fueron desaparecidas en esta matazón. Mínimo, dos veces más que el total de las registradas en las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay.En esencia, el acuerdo consiste en seis puntos: 1) reforma rural integral para llevar desarrollo a las comunidades campesinas y étnicas, 2) participación política de los firmantes y apertura en democracia para expresiones comunistas y socialistas, 3) fin del conflicto, dejar de matarse, 4) solución al problema de las drogas ilícitas, 5) acuerdo sobre las víctimas, y 6) implementación, verificación y refrendación de los cinco anteriores.Y, tal como sucedió con los procesos previos, este acuerdo fue vapuleado por un sector de la ciudadanía. Las voces en contra han sido lo suficientemente ruidosas como para habernos instalado en algún lugar de la memoria reciente sus frases más altisonantes como “hay que hacer trizas ese maldito papel” o “ese papel en su conjunto es basura”. En este caso, son voces de los grupos políticos que lidera —o se sienten liderados— por Álvaro Uribe Vélez, opositores del gobierno de Juan Manuel Santos, y que volvieron a ganar la presidencia para el periodo 2018-2022 con Iván Duque Márquez. Uno de los más duros cuestionamientos que ha hecho este sector político tiene que ver con que no todos los guerrilleros de las FARC entregaron las armas, hoy se encuentran reunidos como disidencias, siguen lucrándose del narcotráfico e imprimen una violencia despiadada contra la población civil.Lo que no parece que quieran admitir estos mismos críticos es que del acuerdo con los paramilitares, liderado por su mentor, también quedó un gentío armado que hoy son más de dos mil hombres y se encuentran agrupados bajo la marca Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia.El resultado real de esta esquizofrenia de fusiles se puede medir en masacres: en 2020 hubo 76, el doble de las que ocurrieron en 2019. Y en 2021 fueron 92.Muy a pesar de estos datos y de cierta atmósfera de desesperanza que creo sentir en la gente que me rodea, me inclino a opinar que el país no está tan mal como lo estuvo en ese lapso que va desde los años ochenta hasta la firma del acuerdo de paz con las FARC. Y no es una terca decisión a la que me abrazo como única manera de continuar dedicado a la escritura de crónicas enfocadas en derechos humanos. Más bien, es una certeza que me permito luego de revisar la historia de la violencia colombiana en las últimas seis décadas aunada a mis varios años de viajes por el costado del país que más ha sido destrozado por la guerra.Las circunstancias sociales, económicas, políticas y militares actuales hacen que sea muy difícil —por no decir imposible— que un grupo armado ilegal ya marxista- leninista, ya fascista, alcance el tamaño mastodóntico que tuvieron las FARC y las AUC. Tanto el clan del Golfo como las disidencias de las FARC están siendo combatidas por las fuerzas armadas con un enfoque de guerra contra las drogas y no como elementos de la guerra anticomunista. Esto no es necesariamente menos violento, pero puede ayudar a que los operativos militares busquen ajustarse a las leyes y eviten la guerra sucia.Ya ocurrió que la intencionada falta de perspectiva a la hora de bombardear una disidencia para que el gobierno se llevara el crédito político de estar ganando la guerra le costó el cargo al ministro de Defensa. Fue a finales de 2019. El bombazo mató a ocho menores de edad que habían sido reclutados a la fuerza menos de un mes antes. A esos adolescentes, el Estado les falló dos veces: la primera cuando no impidió su reclutamiento; la segunda cuando los despedazó con un ataque aéreo. Un senador hizo pública esta información, la prensa la convirtió en escándalo e indignación, y el encargado de la cartera de Defensa tuvo que renunciar. En la historia del conflicto armado colombiano de los últimos cuarenta años no recuerdo otro antecedente de control político tan eficaz que le haya costado el puesto al ministro de turno.4.De todos modos, cuando la desesperanza parece ser la sensación que inunda todo, traigo a mi memoria las historias de las personas que han sufrido la guerra en carne propia para admirarme con su capacidad de recuperarse, su resiliencia y ver con ojos de luz tanta oscuridad. Y aquí es donde empalma la historia de empece a contar al comienzo:En la cocina de ese kiosco a las afueras de Florencia, doña Martha volvió a llorar delante de mí. Me dio a entender que desde que la habían violado se sentía indigna, avergonzada de ser lo que era.Corrió la tarde. El fotógrafo Víctor Galeano y yo nos alejamos a pie de ese kiosco hasta la orilla de un río que me hizo recordar los charcos del río Pance, en Cali, cuando yo era niño: rocas redondas de tamaño mediano, leves caídas de agua cálida y pozos de peces esquivos. Allí nos quedamos unos minutos. Yo creía que doña Martha ya nos había contado todo y que nuestro encuentro había terminado. Pero no. La vimos venir hacia nosotros con los retratos de sus hijos desaparecidos en la mano. Fotografías plastificadas para evitar que se avejentaran. Doña Martha señaló cada una diciendo el nombre.Enseguida, accedió a que Víctor le tomara unas fotografías. Su petición fue que no se le viera el rostro a la hora de publicarlas. Repitió que por nada del mundo quería que sus hijos se enteraran de que había sido violada porque temía que les diera por hacer justicia a mano propia. Los hombres que había en ese campamento del Indio eran firmantes del acuerdo de paz y eran fácilmente rastreables en los lugares en que permanecían concentrados como desmovilizados. Doña Martha no quería que su dolor despertara el encono y propiciara la muerte de otras personas. Tenía claro que la retaliación como acto justiciero ha sido el acicate de esta guerra y no iba permitir que quedara sembrada en sus hijos. Me dijo que ella había pasado por terapias de grupos y tratamientos médicos, que solo anhelaba superar ese pasado y continuar mirando hacia adelante.—Las hijas que me quedaron saben que esto me pasó. Mi marido lo sabe y dice que no le importa. 39 años de casada y nunca me ha pegado y nunca me ha maltratado. Me quiere. Pero a los dos hijos hombres que me quedaron nunca se los voy a contar. Me muero y ellos no lo van saber.Lo normal es mi mala memoria a la hora de relacionar pasajes de mis lecturas con los eventos que atestiguo en el trabajo. Pero ahí junto al río, luego de haber escuchado a doña Martha, recordé la idea central del prólogo que la enorme reportera Alma Guillermoprieto escribió para su libro Las guerras en Colombia, cuyas líneas finales cito textual aquí: “En Colombia, todavía, las que ocurren son venganzas, ideologías, muertes e indiferencias viejas y que lo que está por inventarse es un futuro distinto”.[/read]

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Por cortesía de editorial Anagrama, publicamos un adelanto del libro La guerra que perdimos, de Juan Miguel Álvarez, ganador de la tercera edición del Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez. La crónica de Álvarez fue construida a partir de una profunda investigación periodística que combina los testimonios de los afectados por la guerra en Colombia y mira más allá de la firma de los acuerdos de paz.

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1.

La cachama estaba exquisita. Un pez selvático de color negro rojizo que doña Martha asó al carbón. Estábamos en un kiosco a las afueras de Florencia, ciudad al sur de Colombia, justo donde se acuestan las últimas montañas de la cordillera para darle paso a la infinita planicie de la Amazonía. La tarde entraba amable: menos humedad que siempre, un calor rebajado poco habitual.

Doña Martha es una madre de familia que aquel día de 2018 tenía menos de setenta años. Me dijo que esa cachama era de lago artificial, pero que ella y su esposo habían acostumbrado pescarlas en los ríos que tenían a la mano cuando vivían monte adentro. Con los dedos anudados en su regazo, me explicó que en ese tiempo su casa se encontraba a cinco horas a pie del pueblo más cercano y que había veces en las que algún animal grande y carnudo se aparecía perdido en frente de la puerta. El último que recuerda fue una danta. Su marido corrió por el winchester, la cazó, porcionó las catorce arrobas del mamífero, ensilló el caballo y se fue a compartir esa comida con los vecinos, todos situados a más de treinta minutos el uno del otro.

Dijo que ella había tenido ocho hijos —cuatro y cuatro— y que la subsistencia de una familia tan numerosa y residente en un lugar tan apartado había dependido del punto geográfico en el que levantaban la casa. Cuando la tuvieron a la orilla del río, pescaban. Cuando la edificaron en un descampado de colinas sin bosque, cultivaron pancoger. Apenas pudieron gozar de un potrero, criaron ganado. Doña Martha se expresaba en un tono reposado, con suaves recuerdos de un pasado cercano. Pero luego de una pausa, doña Martha entristeció el tono para decir que ella y su familia habían debido abandonar cada sitio colonizado, huyendo de la guerra. En total: cuatro desplazamientos forzados, todos por amenazas y agresiones de la ya extinta guerrilla de las FARC.

—La tierra se perdió —dijo—. Eso ya no importa. Ahora estamos acá en Florencia, viviendo tranquilos.

Hubo otra pausa larga en la que yo me detuve en su rostro: piel blanca colorada, ojos claros entre pómulos espesos sobre una boca estrecha; el gesto ambiguo de una melancolía inocultable a pesar de las frecuentes sonrisas espontáneas. Doña Martha me trajo de nuevo a la conversación para contarme que esta guerrilla no solo les había hecho perder la tierra sino que también les había llevado cuatro hijos de un totazo.

Un puñado de guerrilleros, blandiendo los fusiles, entró a la casa en busca de las dos hijas que ya estaban llegando a la mayoría de edad. Era 1997 y las FARC pastaban a placer en las estepas del sur del país y se creían con el poder de llevarse los hijos de los campesinos, con la mentira de que en la tropa saborearían una vida de poder y dinero. Muchos pidieron las botas, pero muchos otros no. Las dos hijas de doña Martha se negaron al reclutamiento, seguramente, porque sabían que allá aprenderían a perder el respeto por la vida de los otros y las usarían como calmantes sexuales de los comandantes. Los guerrilleros, sin respeto por nada, las tomaron de los brazos para arrastrarlas fuera de la casa. En la gritería aparecieron los dos hermanos mayores que no estaban dispuestos a dejar que se las llevaran. Los guerrilleros les apuntaron con los fusiles. Doña Martha gritó para que no los fueran a matar. Hacía poco había sucedido esta misma escena con una familia vecina y todos —papás e hijos— resultaron masacrados. Los guerrilleros no dispararon, no mataron a nadie, pero a los cuatro les amarraron las manos detrás de la espalda y se los llevaron caminando hasta que se perdieron en la espesura de la montaña. Mamá, papá y hermanos chiquitos debieron aguantarse callados el secuestro para el reclutamiento de la mitad de la familia.

Doña Martha lagrimeó delante de mí como si todo eso hubiera sucedido el día anterior.

—Cuando lloro, me siento bien —dijo y se secó los pómulos con el delantal de cocina. Tomó aire como si estuviera superando una prueba de esfuerzo y continuó su relato: a los pocos días del rapto, doña Martha se internó en el campamento que las FARC tenía en esa zona y confrontó al comandante alias el Indio. Le preguntó qué había sucedido con sus hijos. Y el tipo, en vez de decirle algún dato reparador, le contestó: “Yo no doy información”. Tras lo cual le ordenó a dos de sus escoltas que sacaran a doña Martha del campamento y la dejaran en un punto llamado El Broche. Desde ahí ella podría regresar a su casa.

Los escoltas con doña Martha avanzaron un rato por entre el monte pero, en vez de conducirla hacia el punto que les habían ordenado, la desviaron hacia otro paraje alejado de cualquier camino. Doña Martha sospechó que la iban a matar. Los guerrilleros le pegaron en la cabeza con la culata del fusil y le gritaron que se quitara la ropa. “No me voy a quitar la ropa”, les contestó llena de coraje. Tenía 46 años y nunca le había sido infiel a su esposo, pensó. Uno de los guerrilleros esgrimió una puñaleta, le puso el filo debajo del mentón y fue bajando hasta alcanzar el cuello de la blusa. De un tirón, el guerrillero le rajó la roja. Amparada apenas por el silencio de los árboles amazónicos, doña Martha fue violada por los escoltas de alias el Indio.

2.

La guerra en Colombia recibe el nombre técnico de “conflicto armado interno”. Una categoría establecida por los Convenios de Ginebra que aspira a explicar que esta violencia de seis décadas no ha sido una típica guerra de codicia fronteriza entre dos Estados, en la que intervienen países aliados. El conflicto armado colombiano, más bien, ha sido la violencia por cuenta de la ciudadanía contra la misma ciudadanía. Unos aglutinados en grupos armados ilegales y otros en las fuerzas estatales.

Quizá las dos características que han hecho de este salvajismo un asunto global sean su origen como una expresión criolla de la Guerra Fría en la que el Estado democrático ha debido defenderse del asedio de varios movimientos guerrilleros de enfoque marxista-leninista, y el influjo sostenido e inestimable del narcotráfico sobre la cotidianeidad del país. En palabras más claras: guerra anticomunista y guerra contra las drogas.

Aunque el enfrentamiento a muerte entre votantes de políticas opuestas viene desde el mismo día en que Colombia se hizo república, por allá en 1810, y se prolongó con sevicia hasta mediados del siglo XX, la lucha militar de clases y el empeño por derrocar el régimen constitucional emergieron en el interregno que se abre desde 1959, con el éxito de la insurgencia en Cuba, hasta el gobierno de Ronald Reagan en los años ochenta. De fondo, el eco sangriento de la guerra de Vietnam.

Los primeros tres grupos guerrilleros que dotaron a sus filas de ideología comunista fueron: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —ambos de 1964—, y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de 1967. Eran años duros para América Latina porque, como se sabe, Estados Unidos se había fijado evitar que en la región brotara otra Cuba, ante lo cual el Che Guevara en su Mensaje a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental contestó: “Crear, dos, tres, muchos Vietnam es la consigna”. En las dos décadas siguientes, Colombia le daría vida a cuatro guerrillas más. Tres de ellas —M-19, ADO y PRT— marcadas por diversas corrientes del comunismo y una —el Quintín Lame— de origen indígena e identitaria.

La reacción nacional con apoyo de Estados Unidos empezó temprano. En los años sesenta, los gringos inyectaron en América Latina una serie de operaciones políticas y militares —el Plan Laso— que cimentaron la “Doctrina de Seguridad Nacional”, es decir, la puesta en práctica de una estrategia contraguerrillera. Como el enfrentamiento no era transfronterizo sino contra ciertos sectores de la ciudadanía en armas a los que se consideraba el “enemigo interno”, el Estado debía encargarle a las fuerzas militares el orden interno. Para eso, Estados Unidos impartió cursos de guerra irregular para los ejércitos de países latinoamericanos en la Escuela de las Américas — en aquel tiempo, situada en Panamá.

Hoy se sabe que por la Escuela de las Américas pasaron varios de los más sádicos militares latinoamericanos, como los dictadores Leopoldo Galtieri, de Argentina, y Manuel Antonio Noriega, de Panamá, y altos mandos como el chileno Manuel Contreras, alias el Mamo, y el peruano Vladimiro Montesinos. En Colombia, en cambio, no tenemos ni idea de quiénes ni cuántos militares pasaron por esas aulas, ni cuáles de ellos han sido máximos comandantes del ejército o de las fuerzas militares con el beneplácito de no se sabe qué presidentes.

Lo que sabemos es que desde los años setenta y hasta estos días nuestro país ha sido campo de práctica para la “guerra sucia” y la “guerra psicológica”, es decir, la aplicación militar de todos los mecanismos legítimos y criminales contra la subversión y contra la gente no armada ajena a las hostilidades que el Estado también considera su “enemigo interno”. El catálogo del horror empieza con detenciones arbitrarias, interrogatorios bajo tortura y homicidios individuales de índole política; continúa con la creación de grupos paramilitares para cometer lo que la fuerza pública prefiere no hacer: masacres de comunidades y desaparición de los restos de las víctimas; sigue y no finaliza con acciones de “tierra arrasada”, como los bombardeos con aeronaves de alta tecnología.

La respuesta del lado guerrillero ha sido tan clásica como la de cualquier insurgencia: captura masiva de rehenes y secuestro político y extorsivo, ataques terroristas contra centros de poder y símbolos del sistema, siembra de minas antipersona y uso de otro armamento no convencional, como los tatucos —hechizas granadas de mortero— y cilindros bomba —pipetas de gas propano recargadas con explosivos—. Las FARC y en menor medida el M-19 llevaron a cabo, además, asaltos a caseríos y pueblos diminutos perdidos en la geografía.

El tráfico de drogas vino a empeorarlo todo. Las mafias de la marihuana y de la cocaína existían desde los años setenta y libraban algunas confrontaciones menores en ciudades colombianas y gringas. Pero en los años ochenta nuestro país afianzó varias organizaciones colosales entendidas como “carteles” que añadieron su propia cuota de muertes. Los capos del cartel de Medellín, hermanados con agentes de la fuerza pública, crearon y financiaron grupos paramilitares para aniquilar guerrilleros en esa ciudad y en áreas rurales en las que tenían haciendas de piscina y ganado. Los del cartel de Cali participaron con dinero y hombres en una asociación con agentes estatales para dar cacería a Pablo Escobar; muerto el capo, esta asociación engendraría nuevos grupos paramilitares. A su vez, algunos traquetos del cartel del Norte del Valle integraron la enorme confederación paramilitar que se hizo llamar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Las guerrillas, sobre todo las FARC —que desde 1979 se autodenominó Ejército del Pueblo y añadió la sigla EP a su nombre—, también aprovecharon la economía criminal de la cocaína para sacar provecho, cobrando impuestos a quienes en tierras de su dominio tuvieran cultivos y cadenas de distribución. Con el tiempo, esta guerrilla y el ELN se hicieron dueños de plantaciones y montaron sus propias redes de flujo. El dinero del narcotráfico les permitió crecer en hombres y armas. Si a comienzos de los ochenta, las FARC contaban con veintisiete frentes de combate y unos tres mil hombres, para el 2002 presumían de ser más de veinte mil distribuidos en más de sesenta frentes.

[read more]En 2018 el Centro Nacional de Memoria Histórica quiso cuantificar la cantidad de víctimas mortales que esta violencia de múltiples caras dejó desde 1958 hasta ese año. Le dio 262,197 muertos, una cifra equiparable a la población completa de una ciudad europea como Oporto o de una mexicana como Oaxaca. El dato no es definitivo, como todoslos relativos al conflicto armado colombiano expedidos hasta hoy. Seguirá creciendo en la medida en que trabajen las oficinas estatales encargadas de la reconstrucción de la verdad de estos hechos. Pero su desglose permite comprender la atrocidad: el 22% de ese total es la suma de guerrilleros, paramilitares y miembros de la fuerza pública, es decir, gente entrenada para matar que cayó con armas en la mano. El 78% de la sangre restante, es decir, 205,005 vidas, fueron personas que no se imaginaban matando a nadie, que de ninguna forma estaban haciendo la guerra.El conflicto armado colombiano ha sido, más que nada, un holocausto de civiles.3.También hemos intentado hacer la paz. Desde 1953 hasta 2016 el Estado ha llevado a cabo distintas negociaciones con los grupos armados ilegales. Antes de haber suscrito el Estatuto de Roma en 1998 —que le dio vida a la Corte Penal Internacional—, el gobierno indultó a varias guerrillas y permitió que sus comandantes pasaran a ser líderes políticos con posibilidad electoral, además de participar en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. A cambio solo les exigió que entregaran las armas y desmovilizaran por completo al pie de fuerza. Así nos quitamos de encima la violencia del M-19, del EPL, del PRT y del Quintín Lame.ADO, la otra guerrilla pequeña, se evaporó al no llegar a nada con sus fusiles y asesinatos; nunca obtuvo atención política ni del Estado ni del Gobierno.Con los paramilitares agrupados en las AUC hubo otro acuerdo de paz firmado en 2003. Los datos oficiales advierten que el gobierno nacional en cabeza de Álvaro Uribe Vélez logró la entrega de armas y desmovilización de más de treintaiún mil hombres. A cambio les concedió penas alternativas con un máximo de ocho años de cárcel y una ruta de reintegración a la civilidad, por medio de una ley de justicia transicional conocida como Ley de Justicia y Paz.La situación con las dos guerrillas más grandes, FARC y ELN, ha sido distinta. Más difícil. Ambas aceptaron los diálogos de paz que el presidente Belisario Betancur ofreció a mediados de los años ochenta. Pero no llegaron a ningún acuerdo. Desde entonces, el ELN se ha sentado a la mesa dos o tres veces con el gobierno y no ha concretado nada. Su violencia, por el contrario, ha ido creciendo y hoy es el grupo armado ilegal más numeroso del país y lacerante para el régimen democrático. Se estima que cuenta con más de 2,300 hombres.El caso de las FARC es menos uniforme. De la negociación con el gobierno de Betancur en esos años ochenta surgió el partido Unión Patriótica, que debía ser el vehículo para que la guerrillerada dejara las armas, se integrara a la contienda política nacional y tuviera posibilidad de elección popular. No fue posible porque el partido fue exterminado sistemáticamente a lo largo de una década; la más clara muestra de guerra sucia practicada por el Estado. Una sangría de 5,733 asesinatos conocida en la calle como “el baile rojo”, tipificada como genocidio por un juez del sistema de justicia ordinario.Un segundo esfuerzo de diálogos entre FARC y gobierno tuvo lugar entre 1998 y 2002, durante la presidencia de Andrés Pastrana Arango. Tampoco se alcanzó la terminación de la violencia; en vez de eso, esta guerrilla salió fortalecida militarmente: con más hombres y mayor presencia en zonas del país. Lo mismo el Estado: las fuerzas armadas resultaron mejoradas en tamaño, técnica y armamento por colaboración de Estados Unidos mediante un programa de apoyo conocido como Plan Colombia.Finalmente, en 2016 el gobierno del presidente Juan Manuel Santos logró cerrar un acuerdo de paz con las FARC. Pero como un amplio sector de la ciudadanía sentía rabia y desconfianza por esta guerrilla y no creía en su honestidad para negociar, el gobierno decidió que el acuerdo debía ser refrendado mediante un plebiscito. Entonces, el 2 de octubre de 2016, una semana después de la firma del acuerdo entre las partes, debimos acudir a las urnas a contestar sí o no a la siguiente pregunta: “¿Apoya el acuerdo final para la terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?”. Lo insospechado fue que ganó el no. Por muy pocos votos, pero ganó. Las partes debieron volver a la mesa y ajustar los puntos más cuestionados por la sociedad y los partidos de oposición.Este segundo acuerdo fue firmado definitivamente en ceremonia del 24 de noviembre de 2016 y logró que unos trece mil guerrilleros dejaran su violencia, entregaran armas y se sometieran al sistema transicional llamado Justicia Especial para la Paz (JEP). Las partes también acordaron reconstruir el relato de la guerra escuchando a todos sus protagonistas, pero pasándolo por el tamiz de los testimonios de las víctimas, para lo cual fue creada la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Así como poner en marcha la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Cabe decir que no tenemos una cifra final, pero el estimado oficial calcula que hay entre ochenta mil y cien mil personas que fueron desaparecidas en esta matazón. Mínimo, dos veces más que el total de las registradas en las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay.En esencia, el acuerdo consiste en seis puntos: 1) reforma rural integral para llevar desarrollo a las comunidades campesinas y étnicas, 2) participación política de los firmantes y apertura en democracia para expresiones comunistas y socialistas, 3) fin del conflicto, dejar de matarse, 4) solución al problema de las drogas ilícitas, 5) acuerdo sobre las víctimas, y 6) implementación, verificación y refrendación de los cinco anteriores.Y, tal como sucedió con los procesos previos, este acuerdo fue vapuleado por un sector de la ciudadanía. Las voces en contra han sido lo suficientemente ruidosas como para habernos instalado en algún lugar de la memoria reciente sus frases más altisonantes como “hay que hacer trizas ese maldito papel” o “ese papel en su conjunto es basura”. En este caso, son voces de los grupos políticos que lidera —o se sienten liderados— por Álvaro Uribe Vélez, opositores del gobierno de Juan Manuel Santos, y que volvieron a ganar la presidencia para el periodo 2018-2022 con Iván Duque Márquez. Uno de los más duros cuestionamientos que ha hecho este sector político tiene que ver con que no todos los guerrilleros de las FARC entregaron las armas, hoy se encuentran reunidos como disidencias, siguen lucrándose del narcotráfico e imprimen una violencia despiadada contra la población civil.Lo que no parece que quieran admitir estos mismos críticos es que del acuerdo con los paramilitares, liderado por su mentor, también quedó un gentío armado que hoy son más de dos mil hombres y se encuentran agrupados bajo la marca Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia.El resultado real de esta esquizofrenia de fusiles se puede medir en masacres: en 2020 hubo 76, el doble de las que ocurrieron en 2019. Y en 2021 fueron 92.Muy a pesar de estos datos y de cierta atmósfera de desesperanza que creo sentir en la gente que me rodea, me inclino a opinar que el país no está tan mal como lo estuvo en ese lapso que va desde los años ochenta hasta la firma del acuerdo de paz con las FARC. Y no es una terca decisión a la que me abrazo como única manera de continuar dedicado a la escritura de crónicas enfocadas en derechos humanos. Más bien, es una certeza que me permito luego de revisar la historia de la violencia colombiana en las últimas seis décadas aunada a mis varios años de viajes por el costado del país que más ha sido destrozado por la guerra.Las circunstancias sociales, económicas, políticas y militares actuales hacen que sea muy difícil —por no decir imposible— que un grupo armado ilegal ya marxista- leninista, ya fascista, alcance el tamaño mastodóntico que tuvieron las FARC y las AUC. Tanto el clan del Golfo como las disidencias de las FARC están siendo combatidas por las fuerzas armadas con un enfoque de guerra contra las drogas y no como elementos de la guerra anticomunista. Esto no es necesariamente menos violento, pero puede ayudar a que los operativos militares busquen ajustarse a las leyes y eviten la guerra sucia.Ya ocurrió que la intencionada falta de perspectiva a la hora de bombardear una disidencia para que el gobierno se llevara el crédito político de estar ganando la guerra le costó el cargo al ministro de Defensa. Fue a finales de 2019. El bombazo mató a ocho menores de edad que habían sido reclutados a la fuerza menos de un mes antes. A esos adolescentes, el Estado les falló dos veces: la primera cuando no impidió su reclutamiento; la segunda cuando los despedazó con un ataque aéreo. Un senador hizo pública esta información, la prensa la convirtió en escándalo e indignación, y el encargado de la cartera de Defensa tuvo que renunciar. En la historia del conflicto armado colombiano de los últimos cuarenta años no recuerdo otro antecedente de control político tan eficaz que le haya costado el puesto al ministro de turno.4.De todos modos, cuando la desesperanza parece ser la sensación que inunda todo, traigo a mi memoria las historias de las personas que han sufrido la guerra en carne propia para admirarme con su capacidad de recuperarse, su resiliencia y ver con ojos de luz tanta oscuridad. Y aquí es donde empalma la historia de empece a contar al comienzo:En la cocina de ese kiosco a las afueras de Florencia, doña Martha volvió a llorar delante de mí. Me dio a entender que desde que la habían violado se sentía indigna, avergonzada de ser lo que era.Corrió la tarde. El fotógrafo Víctor Galeano y yo nos alejamos a pie de ese kiosco hasta la orilla de un río que me hizo recordar los charcos del río Pance, en Cali, cuando yo era niño: rocas redondas de tamaño mediano, leves caídas de agua cálida y pozos de peces esquivos. Allí nos quedamos unos minutos. Yo creía que doña Martha ya nos había contado todo y que nuestro encuentro había terminado. Pero no. La vimos venir hacia nosotros con los retratos de sus hijos desaparecidos en la mano. Fotografías plastificadas para evitar que se avejentaran. Doña Martha señaló cada una diciendo el nombre.Enseguida, accedió a que Víctor le tomara unas fotografías. Su petición fue que no se le viera el rostro a la hora de publicarlas. Repitió que por nada del mundo quería que sus hijos se enteraran de que había sido violada porque temía que les diera por hacer justicia a mano propia. Los hombres que había en ese campamento del Indio eran firmantes del acuerdo de paz y eran fácilmente rastreables en los lugares en que permanecían concentrados como desmovilizados. Doña Martha no quería que su dolor despertara el encono y propiciara la muerte de otras personas. Tenía claro que la retaliación como acto justiciero ha sido el acicate de esta guerra y no iba permitir que quedara sembrada en sus hijos. Me dijo que ella había pasado por terapias de grupos y tratamientos médicos, que solo anhelaba superar ese pasado y continuar mirando hacia adelante.—Las hijas que me quedaron saben que esto me pasó. Mi marido lo sabe y dice que no le importa. 39 años de casada y nunca me ha pegado y nunca me ha maltratado. Me quiere. Pero a los dos hijos hombres que me quedaron nunca se los voy a contar. Me muero y ellos no lo van saber.Lo normal es mi mala memoria a la hora de relacionar pasajes de mis lecturas con los eventos que atestiguo en el trabajo. Pero ahí junto al río, luego de haber escuchado a doña Martha, recordé la idea central del prólogo que la enorme reportera Alma Guillermoprieto escribió para su libro Las guerras en Colombia, cuyas líneas finales cito textual aquí: “En Colombia, todavía, las que ocurren son venganzas, ideologías, muertes e indiferencias viejas y que lo que está por inventarse es un futuro distinto”.[/read]

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La guerra que perdimos

La guerra que perdimos

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Por cortesía de editorial Anagrama, publicamos un adelanto del libro La guerra que perdimos, de Juan Miguel Álvarez, ganador de la tercera edición del Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez. La crónica de Álvarez fue construida a partir de una profunda investigación periodística que combina los testimonios de los afectados por la guerra en Colombia y mira más allá de la firma de los acuerdos de paz.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

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Ellos no lo van a saber

1.

La cachama estaba exquisita. Un pez selvático de color negro rojizo que doña Martha asó al carbón. Estábamos en un kiosco a las afueras de Florencia, ciudad al sur de Colombia, justo donde se acuestan las últimas montañas de la cordillera para darle paso a la infinita planicie de la Amazonía. La tarde entraba amable: menos humedad que siempre, un calor rebajado poco habitual.

Doña Martha es una madre de familia que aquel día de 2018 tenía menos de setenta años. Me dijo que esa cachama era de lago artificial, pero que ella y su esposo habían acostumbrado pescarlas en los ríos que tenían a la mano cuando vivían monte adentro. Con los dedos anudados en su regazo, me explicó que en ese tiempo su casa se encontraba a cinco horas a pie del pueblo más cercano y que había veces en las que algún animal grande y carnudo se aparecía perdido en frente de la puerta. El último que recuerda fue una danta. Su marido corrió por el winchester, la cazó, porcionó las catorce arrobas del mamífero, ensilló el caballo y se fue a compartir esa comida con los vecinos, todos situados a más de treinta minutos el uno del otro.

Dijo que ella había tenido ocho hijos —cuatro y cuatro— y que la subsistencia de una familia tan numerosa y residente en un lugar tan apartado había dependido del punto geográfico en el que levantaban la casa. Cuando la tuvieron a la orilla del río, pescaban. Cuando la edificaron en un descampado de colinas sin bosque, cultivaron pancoger. Apenas pudieron gozar de un potrero, criaron ganado. Doña Martha se expresaba en un tono reposado, con suaves recuerdos de un pasado cercano. Pero luego de una pausa, doña Martha entristeció el tono para decir que ella y su familia habían debido abandonar cada sitio colonizado, huyendo de la guerra. En total: cuatro desplazamientos forzados, todos por amenazas y agresiones de la ya extinta guerrilla de las FARC.

—La tierra se perdió —dijo—. Eso ya no importa. Ahora estamos acá en Florencia, viviendo tranquilos.

Hubo otra pausa larga en la que yo me detuve en su rostro: piel blanca colorada, ojos claros entre pómulos espesos sobre una boca estrecha; el gesto ambiguo de una melancolía inocultable a pesar de las frecuentes sonrisas espontáneas. Doña Martha me trajo de nuevo a la conversación para contarme que esta guerrilla no solo les había hecho perder la tierra sino que también les había llevado cuatro hijos de un totazo.

Un puñado de guerrilleros, blandiendo los fusiles, entró a la casa en busca de las dos hijas que ya estaban llegando a la mayoría de edad. Era 1997 y las FARC pastaban a placer en las estepas del sur del país y se creían con el poder de llevarse los hijos de los campesinos, con la mentira de que en la tropa saborearían una vida de poder y dinero. Muchos pidieron las botas, pero muchos otros no. Las dos hijas de doña Martha se negaron al reclutamiento, seguramente, porque sabían que allá aprenderían a perder el respeto por la vida de los otros y las usarían como calmantes sexuales de los comandantes. Los guerrilleros, sin respeto por nada, las tomaron de los brazos para arrastrarlas fuera de la casa. En la gritería aparecieron los dos hermanos mayores que no estaban dispuestos a dejar que se las llevaran. Los guerrilleros les apuntaron con los fusiles. Doña Martha gritó para que no los fueran a matar. Hacía poco había sucedido esta misma escena con una familia vecina y todos —papás e hijos— resultaron masacrados. Los guerrilleros no dispararon, no mataron a nadie, pero a los cuatro les amarraron las manos detrás de la espalda y se los llevaron caminando hasta que se perdieron en la espesura de la montaña. Mamá, papá y hermanos chiquitos debieron aguantarse callados el secuestro para el reclutamiento de la mitad de la familia.

Doña Martha lagrimeó delante de mí como si todo eso hubiera sucedido el día anterior.

—Cuando lloro, me siento bien —dijo y se secó los pómulos con el delantal de cocina. Tomó aire como si estuviera superando una prueba de esfuerzo y continuó su relato: a los pocos días del rapto, doña Martha se internó en el campamento que las FARC tenía en esa zona y confrontó al comandante alias el Indio. Le preguntó qué había sucedido con sus hijos. Y el tipo, en vez de decirle algún dato reparador, le contestó: “Yo no doy información”. Tras lo cual le ordenó a dos de sus escoltas que sacaran a doña Martha del campamento y la dejaran en un punto llamado El Broche. Desde ahí ella podría regresar a su casa.

Los escoltas con doña Martha avanzaron un rato por entre el monte pero, en vez de conducirla hacia el punto que les habían ordenado, la desviaron hacia otro paraje alejado de cualquier camino. Doña Martha sospechó que la iban a matar. Los guerrilleros le pegaron en la cabeza con la culata del fusil y le gritaron que se quitara la ropa. “No me voy a quitar la ropa”, les contestó llena de coraje. Tenía 46 años y nunca le había sido infiel a su esposo, pensó. Uno de los guerrilleros esgrimió una puñaleta, le puso el filo debajo del mentón y fue bajando hasta alcanzar el cuello de la blusa. De un tirón, el guerrillero le rajó la roja. Amparada apenas por el silencio de los árboles amazónicos, doña Martha fue violada por los escoltas de alias el Indio.

2.

La guerra en Colombia recibe el nombre técnico de “conflicto armado interno”. Una categoría establecida por los Convenios de Ginebra que aspira a explicar que esta violencia de seis décadas no ha sido una típica guerra de codicia fronteriza entre dos Estados, en la que intervienen países aliados. El conflicto armado colombiano, más bien, ha sido la violencia por cuenta de la ciudadanía contra la misma ciudadanía. Unos aglutinados en grupos armados ilegales y otros en las fuerzas estatales.

Quizá las dos características que han hecho de este salvajismo un asunto global sean su origen como una expresión criolla de la Guerra Fría en la que el Estado democrático ha debido defenderse del asedio de varios movimientos guerrilleros de enfoque marxista-leninista, y el influjo sostenido e inestimable del narcotráfico sobre la cotidianeidad del país. En palabras más claras: guerra anticomunista y guerra contra las drogas.

Aunque el enfrentamiento a muerte entre votantes de políticas opuestas viene desde el mismo día en que Colombia se hizo república, por allá en 1810, y se prolongó con sevicia hasta mediados del siglo XX, la lucha militar de clases y el empeño por derrocar el régimen constitucional emergieron en el interregno que se abre desde 1959, con el éxito de la insurgencia en Cuba, hasta el gobierno de Ronald Reagan en los años ochenta. De fondo, el eco sangriento de la guerra de Vietnam.

Los primeros tres grupos guerrilleros que dotaron a sus filas de ideología comunista fueron: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —ambos de 1964—, y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de 1967. Eran años duros para América Latina porque, como se sabe, Estados Unidos se había fijado evitar que en la región brotara otra Cuba, ante lo cual el Che Guevara en su Mensaje a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental contestó: “Crear, dos, tres, muchos Vietnam es la consigna”. En las dos décadas siguientes, Colombia le daría vida a cuatro guerrillas más. Tres de ellas —M-19, ADO y PRT— marcadas por diversas corrientes del comunismo y una —el Quintín Lame— de origen indígena e identitaria.

La reacción nacional con apoyo de Estados Unidos empezó temprano. En los años sesenta, los gringos inyectaron en América Latina una serie de operaciones políticas y militares —el Plan Laso— que cimentaron la “Doctrina de Seguridad Nacional”, es decir, la puesta en práctica de una estrategia contraguerrillera. Como el enfrentamiento no era transfronterizo sino contra ciertos sectores de la ciudadanía en armas a los que se consideraba el “enemigo interno”, el Estado debía encargarle a las fuerzas militares el orden interno. Para eso, Estados Unidos impartió cursos de guerra irregular para los ejércitos de países latinoamericanos en la Escuela de las Américas — en aquel tiempo, situada en Panamá.

Hoy se sabe que por la Escuela de las Américas pasaron varios de los más sádicos militares latinoamericanos, como los dictadores Leopoldo Galtieri, de Argentina, y Manuel Antonio Noriega, de Panamá, y altos mandos como el chileno Manuel Contreras, alias el Mamo, y el peruano Vladimiro Montesinos. En Colombia, en cambio, no tenemos ni idea de quiénes ni cuántos militares pasaron por esas aulas, ni cuáles de ellos han sido máximos comandantes del ejército o de las fuerzas militares con el beneplácito de no se sabe qué presidentes.

Lo que sabemos es que desde los años setenta y hasta estos días nuestro país ha sido campo de práctica para la “guerra sucia” y la “guerra psicológica”, es decir, la aplicación militar de todos los mecanismos legítimos y criminales contra la subversión y contra la gente no armada ajena a las hostilidades que el Estado también considera su “enemigo interno”. El catálogo del horror empieza con detenciones arbitrarias, interrogatorios bajo tortura y homicidios individuales de índole política; continúa con la creación de grupos paramilitares para cometer lo que la fuerza pública prefiere no hacer: masacres de comunidades y desaparición de los restos de las víctimas; sigue y no finaliza con acciones de “tierra arrasada”, como los bombardeos con aeronaves de alta tecnología.

La respuesta del lado guerrillero ha sido tan clásica como la de cualquier insurgencia: captura masiva de rehenes y secuestro político y extorsivo, ataques terroristas contra centros de poder y símbolos del sistema, siembra de minas antipersona y uso de otro armamento no convencional, como los tatucos —hechizas granadas de mortero— y cilindros bomba —pipetas de gas propano recargadas con explosivos—. Las FARC y en menor medida el M-19 llevaron a cabo, además, asaltos a caseríos y pueblos diminutos perdidos en la geografía.

El tráfico de drogas vino a empeorarlo todo. Las mafias de la marihuana y de la cocaína existían desde los años setenta y libraban algunas confrontaciones menores en ciudades colombianas y gringas. Pero en los años ochenta nuestro país afianzó varias organizaciones colosales entendidas como “carteles” que añadieron su propia cuota de muertes. Los capos del cartel de Medellín, hermanados con agentes de la fuerza pública, crearon y financiaron grupos paramilitares para aniquilar guerrilleros en esa ciudad y en áreas rurales en las que tenían haciendas de piscina y ganado. Los del cartel de Cali participaron con dinero y hombres en una asociación con agentes estatales para dar cacería a Pablo Escobar; muerto el capo, esta asociación engendraría nuevos grupos paramilitares. A su vez, algunos traquetos del cartel del Norte del Valle integraron la enorme confederación paramilitar que se hizo llamar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Las guerrillas, sobre todo las FARC —que desde 1979 se autodenominó Ejército del Pueblo y añadió la sigla EP a su nombre—, también aprovecharon la economía criminal de la cocaína para sacar provecho, cobrando impuestos a quienes en tierras de su dominio tuvieran cultivos y cadenas de distribución. Con el tiempo, esta guerrilla y el ELN se hicieron dueños de plantaciones y montaron sus propias redes de flujo. El dinero del narcotráfico les permitió crecer en hombres y armas. Si a comienzos de los ochenta, las FARC contaban con veintisiete frentes de combate y unos tres mil hombres, para el 2002 presumían de ser más de veinte mil distribuidos en más de sesenta frentes.

[read more]En 2018 el Centro Nacional de Memoria Histórica quiso cuantificar la cantidad de víctimas mortales que esta violencia de múltiples caras dejó desde 1958 hasta ese año. Le dio 262,197 muertos, una cifra equiparable a la población completa de una ciudad europea como Oporto o de una mexicana como Oaxaca. El dato no es definitivo, como todoslos relativos al conflicto armado colombiano expedidos hasta hoy. Seguirá creciendo en la medida en que trabajen las oficinas estatales encargadas de la reconstrucción de la verdad de estos hechos. Pero su desglose permite comprender la atrocidad: el 22% de ese total es la suma de guerrilleros, paramilitares y miembros de la fuerza pública, es decir, gente entrenada para matar que cayó con armas en la mano. El 78% de la sangre restante, es decir, 205,005 vidas, fueron personas que no se imaginaban matando a nadie, que de ninguna forma estaban haciendo la guerra.El conflicto armado colombiano ha sido, más que nada, un holocausto de civiles.3.También hemos intentado hacer la paz. Desde 1953 hasta 2016 el Estado ha llevado a cabo distintas negociaciones con los grupos armados ilegales. Antes de haber suscrito el Estatuto de Roma en 1998 —que le dio vida a la Corte Penal Internacional—, el gobierno indultó a varias guerrillas y permitió que sus comandantes pasaran a ser líderes políticos con posibilidad electoral, además de participar en la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. A cambio solo les exigió que entregaran las armas y desmovilizaran por completo al pie de fuerza. Así nos quitamos de encima la violencia del M-19, del EPL, del PRT y del Quintín Lame.ADO, la otra guerrilla pequeña, se evaporó al no llegar a nada con sus fusiles y asesinatos; nunca obtuvo atención política ni del Estado ni del Gobierno.Con los paramilitares agrupados en las AUC hubo otro acuerdo de paz firmado en 2003. Los datos oficiales advierten que el gobierno nacional en cabeza de Álvaro Uribe Vélez logró la entrega de armas y desmovilización de más de treintaiún mil hombres. A cambio les concedió penas alternativas con un máximo de ocho años de cárcel y una ruta de reintegración a la civilidad, por medio de una ley de justicia transicional conocida como Ley de Justicia y Paz.La situación con las dos guerrillas más grandes, FARC y ELN, ha sido distinta. Más difícil. Ambas aceptaron los diálogos de paz que el presidente Belisario Betancur ofreció a mediados de los años ochenta. Pero no llegaron a ningún acuerdo. Desde entonces, el ELN se ha sentado a la mesa dos o tres veces con el gobierno y no ha concretado nada. Su violencia, por el contrario, ha ido creciendo y hoy es el grupo armado ilegal más numeroso del país y lacerante para el régimen democrático. Se estima que cuenta con más de 2,300 hombres.El caso de las FARC es menos uniforme. De la negociación con el gobierno de Betancur en esos años ochenta surgió el partido Unión Patriótica, que debía ser el vehículo para que la guerrillerada dejara las armas, se integrara a la contienda política nacional y tuviera posibilidad de elección popular. No fue posible porque el partido fue exterminado sistemáticamente a lo largo de una década; la más clara muestra de guerra sucia practicada por el Estado. Una sangría de 5,733 asesinatos conocida en la calle como “el baile rojo”, tipificada como genocidio por un juez del sistema de justicia ordinario.Un segundo esfuerzo de diálogos entre FARC y gobierno tuvo lugar entre 1998 y 2002, durante la presidencia de Andrés Pastrana Arango. Tampoco se alcanzó la terminación de la violencia; en vez de eso, esta guerrilla salió fortalecida militarmente: con más hombres y mayor presencia en zonas del país. Lo mismo el Estado: las fuerzas armadas resultaron mejoradas en tamaño, técnica y armamento por colaboración de Estados Unidos mediante un programa de apoyo conocido como Plan Colombia.Finalmente, en 2016 el gobierno del presidente Juan Manuel Santos logró cerrar un acuerdo de paz con las FARC. Pero como un amplio sector de la ciudadanía sentía rabia y desconfianza por esta guerrilla y no creía en su honestidad para negociar, el gobierno decidió que el acuerdo debía ser refrendado mediante un plebiscito. Entonces, el 2 de octubre de 2016, una semana después de la firma del acuerdo entre las partes, debimos acudir a las urnas a contestar sí o no a la siguiente pregunta: “¿Apoya el acuerdo final para la terminación del conflicto y construcción de una paz estable y duradera?”. Lo insospechado fue que ganó el no. Por muy pocos votos, pero ganó. Las partes debieron volver a la mesa y ajustar los puntos más cuestionados por la sociedad y los partidos de oposición.Este segundo acuerdo fue firmado definitivamente en ceremonia del 24 de noviembre de 2016 y logró que unos trece mil guerrilleros dejaran su violencia, entregaran armas y se sometieran al sistema transicional llamado Justicia Especial para la Paz (JEP). Las partes también acordaron reconstruir el relato de la guerra escuchando a todos sus protagonistas, pero pasándolo por el tamiz de los testimonios de las víctimas, para lo cual fue creada la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Así como poner en marcha la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas. Cabe decir que no tenemos una cifra final, pero el estimado oficial calcula que hay entre ochenta mil y cien mil personas que fueron desaparecidas en esta matazón. Mínimo, dos veces más que el total de las registradas en las dictaduras de Argentina, Chile y Uruguay.En esencia, el acuerdo consiste en seis puntos: 1) reforma rural integral para llevar desarrollo a las comunidades campesinas y étnicas, 2) participación política de los firmantes y apertura en democracia para expresiones comunistas y socialistas, 3) fin del conflicto, dejar de matarse, 4) solución al problema de las drogas ilícitas, 5) acuerdo sobre las víctimas, y 6) implementación, verificación y refrendación de los cinco anteriores.Y, tal como sucedió con los procesos previos, este acuerdo fue vapuleado por un sector de la ciudadanía. Las voces en contra han sido lo suficientemente ruidosas como para habernos instalado en algún lugar de la memoria reciente sus frases más altisonantes como “hay que hacer trizas ese maldito papel” o “ese papel en su conjunto es basura”. En este caso, son voces de los grupos políticos que lidera —o se sienten liderados— por Álvaro Uribe Vélez, opositores del gobierno de Juan Manuel Santos, y que volvieron a ganar la presidencia para el periodo 2018-2022 con Iván Duque Márquez. Uno de los más duros cuestionamientos que ha hecho este sector político tiene que ver con que no todos los guerrilleros de las FARC entregaron las armas, hoy se encuentran reunidos como disidencias, siguen lucrándose del narcotráfico e imprimen una violencia despiadada contra la población civil.Lo que no parece que quieran admitir estos mismos críticos es que del acuerdo con los paramilitares, liderado por su mentor, también quedó un gentío armado que hoy son más de dos mil hombres y se encuentran agrupados bajo la marca Clan del Golfo o Autodefensas Gaitanistas de Colombia.El resultado real de esta esquizofrenia de fusiles se puede medir en masacres: en 2020 hubo 76, el doble de las que ocurrieron en 2019. Y en 2021 fueron 92.Muy a pesar de estos datos y de cierta atmósfera de desesperanza que creo sentir en la gente que me rodea, me inclino a opinar que el país no está tan mal como lo estuvo en ese lapso que va desde los años ochenta hasta la firma del acuerdo de paz con las FARC. Y no es una terca decisión a la que me abrazo como única manera de continuar dedicado a la escritura de crónicas enfocadas en derechos humanos. Más bien, es una certeza que me permito luego de revisar la historia de la violencia colombiana en las últimas seis décadas aunada a mis varios años de viajes por el costado del país que más ha sido destrozado por la guerra.Las circunstancias sociales, económicas, políticas y militares actuales hacen que sea muy difícil —por no decir imposible— que un grupo armado ilegal ya marxista- leninista, ya fascista, alcance el tamaño mastodóntico que tuvieron las FARC y las AUC. Tanto el clan del Golfo como las disidencias de las FARC están siendo combatidas por las fuerzas armadas con un enfoque de guerra contra las drogas y no como elementos de la guerra anticomunista. Esto no es necesariamente menos violento, pero puede ayudar a que los operativos militares busquen ajustarse a las leyes y eviten la guerra sucia.Ya ocurrió que la intencionada falta de perspectiva a la hora de bombardear una disidencia para que el gobierno se llevara el crédito político de estar ganando la guerra le costó el cargo al ministro de Defensa. Fue a finales de 2019. El bombazo mató a ocho menores de edad que habían sido reclutados a la fuerza menos de un mes antes. A esos adolescentes, el Estado les falló dos veces: la primera cuando no impidió su reclutamiento; la segunda cuando los despedazó con un ataque aéreo. Un senador hizo pública esta información, la prensa la convirtió en escándalo e indignación, y el encargado de la cartera de Defensa tuvo que renunciar. En la historia del conflicto armado colombiano de los últimos cuarenta años no recuerdo otro antecedente de control político tan eficaz que le haya costado el puesto al ministro de turno.4.De todos modos, cuando la desesperanza parece ser la sensación que inunda todo, traigo a mi memoria las historias de las personas que han sufrido la guerra en carne propia para admirarme con su capacidad de recuperarse, su resiliencia y ver con ojos de luz tanta oscuridad. Y aquí es donde empalma la historia de empece a contar al comienzo:En la cocina de ese kiosco a las afueras de Florencia, doña Martha volvió a llorar delante de mí. Me dio a entender que desde que la habían violado se sentía indigna, avergonzada de ser lo que era.Corrió la tarde. El fotógrafo Víctor Galeano y yo nos alejamos a pie de ese kiosco hasta la orilla de un río que me hizo recordar los charcos del río Pance, en Cali, cuando yo era niño: rocas redondas de tamaño mediano, leves caídas de agua cálida y pozos de peces esquivos. Allí nos quedamos unos minutos. Yo creía que doña Martha ya nos había contado todo y que nuestro encuentro había terminado. Pero no. La vimos venir hacia nosotros con los retratos de sus hijos desaparecidos en la mano. Fotografías plastificadas para evitar que se avejentaran. Doña Martha señaló cada una diciendo el nombre.Enseguida, accedió a que Víctor le tomara unas fotografías. Su petición fue que no se le viera el rostro a la hora de publicarlas. Repitió que por nada del mundo quería que sus hijos se enteraran de que había sido violada porque temía que les diera por hacer justicia a mano propia. Los hombres que había en ese campamento del Indio eran firmantes del acuerdo de paz y eran fácilmente rastreables en los lugares en que permanecían concentrados como desmovilizados. Doña Martha no quería que su dolor despertara el encono y propiciara la muerte de otras personas. Tenía claro que la retaliación como acto justiciero ha sido el acicate de esta guerra y no iba permitir que quedara sembrada en sus hijos. Me dijo que ella había pasado por terapias de grupos y tratamientos médicos, que solo anhelaba superar ese pasado y continuar mirando hacia adelante.—Las hijas que me quedaron saben que esto me pasó. Mi marido lo sabe y dice que no le importa. 39 años de casada y nunca me ha pegado y nunca me ha maltratado. Me quiere. Pero a los dos hijos hombres que me quedaron nunca se los voy a contar. Me muero y ellos no lo van saber.Lo normal es mi mala memoria a la hora de relacionar pasajes de mis lecturas con los eventos que atestiguo en el trabajo. Pero ahí junto al río, luego de haber escuchado a doña Martha, recordé la idea central del prólogo que la enorme reportera Alma Guillermoprieto escribió para su libro Las guerras en Colombia, cuyas líneas finales cito textual aquí: “En Colombia, todavía, las que ocurren son venganzas, ideologías, muertes e indiferencias viejas y que lo que está por inventarse es un futuro distinto”.[/read]

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