La guerra que perdimos
Por cortesía de editorial Anagrama, publicamos un adelanto del libro La guerra que perdimos, de Juan Miguel Álvarez, ganador de la tercera edición del Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodríguez. La crónica de Álvarez fue construida a partir de una profunda investigación periodística que combina los testimonios de los afectados por la guerra en Colombia y mira más allá de la firma de los acuerdos de paz.
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Ellos no lo van a saber
1.
La cachama estaba exquisita. Un pez selvático de color negro rojizo que doña Martha asó al carbón. Estábamos en un kiosco a las afueras de Florencia, ciudad al sur de Colombia, justo donde se acuestan las últimas montañas de la cordillera para darle paso a la infinita planicie de la Amazonía. La tarde entraba amable: menos humedad que siempre, un calor rebajado poco habitual.
Doña Martha es una madre de familia que aquel día de 2018 tenía menos de setenta años. Me dijo que esa cachama era de lago artificial, pero que ella y su esposo habían acostumbrado pescarlas en los ríos que tenían a la mano cuando vivían monte adentro. Con los dedos anudados en su regazo, me explicó que en ese tiempo su casa se encontraba a cinco horas a pie del pueblo más cercano y que había veces en las que algún animal grande y carnudo se aparecía perdido en frente de la puerta. El último que recuerda fue una danta. Su marido corrió por el winchester, la cazó, porcionó las catorce arrobas del mamífero, ensilló el caballo y se fue a compartir esa comida con los vecinos, todos situados a más de treinta minutos el uno del otro.
Dijo que ella había tenido ocho hijos —cuatro y cuatro— y que la subsistencia de una familia tan numerosa y residente en un lugar tan apartado había dependido del punto geográfico en el que levantaban la casa. Cuando la tuvieron a la orilla del río, pescaban. Cuando la edificaron en un descampado de colinas sin bosque, cultivaron pancoger. Apenas pudieron gozar de un potrero, criaron ganado. Doña Martha se expresaba en un tono reposado, con suaves recuerdos de un pasado cercano. Pero luego de una pausa, doña Martha entristeció el tono para decir que ella y su familia habían debido abandonar cada sitio colonizado, huyendo de la guerra. En total: cuatro desplazamientos forzados, todos por amenazas y agresiones de la ya extinta guerrilla de las FARC.
—La tierra se perdió —dijo—. Eso ya no importa. Ahora estamos acá en Florencia, viviendo tranquilos.
Hubo otra pausa larga en la que yo me detuve en su rostro: piel blanca colorada, ojos claros entre pómulos espesos sobre una boca estrecha; el gesto ambiguo de una melancolía inocultable a pesar de las frecuentes sonrisas espontáneas. Doña Martha me trajo de nuevo a la conversación para contarme que esta guerrilla no solo les había hecho perder la tierra sino que también les había llevado cuatro hijos de un totazo.
Un puñado de guerrilleros, blandiendo los fusiles, entró a la casa en busca de las dos hijas que ya estaban llegando a la mayoría de edad. Era 1997 y las FARC pastaban a placer en las estepas del sur del país y se creían con el poder de llevarse los hijos de los campesinos, con la mentira de que en la tropa saborearían una vida de poder y dinero. Muchos pidieron las botas, pero muchos otros no. Las dos hijas de doña Martha se negaron al reclutamiento, seguramente, porque sabían que allá aprenderían a perder el respeto por la vida de los otros y las usarían como calmantes sexuales de los comandantes. Los guerrilleros, sin respeto por nada, las tomaron de los brazos para arrastrarlas fuera de la casa. En la gritería aparecieron los dos hermanos mayores que no estaban dispuestos a dejar que se las llevaran. Los guerrilleros les apuntaron con los fusiles. Doña Martha gritó para que no los fueran a matar. Hacía poco había sucedido esta misma escena con una familia vecina y todos —papás e hijos— resultaron masacrados. Los guerrilleros no dispararon, no mataron a nadie, pero a los cuatro les amarraron las manos detrás de la espalda y se los llevaron caminando hasta que se perdieron en la espesura de la montaña. Mamá, papá y hermanos chiquitos debieron aguantarse callados el secuestro para el reclutamiento de la mitad de la familia.
Doña Martha lagrimeó delante de mí como si todo eso hubiera sucedido el día anterior.
—Cuando lloro, me siento bien —dijo y se secó los pómulos con el delantal de cocina. Tomó aire como si estuviera superando una prueba de esfuerzo y continuó su relato: a los pocos días del rapto, doña Martha se internó en el campamento que las FARC tenía en esa zona y confrontó al comandante alias el Indio. Le preguntó qué había sucedido con sus hijos. Y el tipo, en vez de decirle algún dato reparador, le contestó: “Yo no doy información”. Tras lo cual le ordenó a dos de sus escoltas que sacaran a doña Martha del campamento y la dejaran en un punto llamado El Broche. Desde ahí ella podría regresar a su casa.
Los escoltas con doña Martha avanzaron un rato por entre el monte pero, en vez de conducirla hacia el punto que les habían ordenado, la desviaron hacia otro paraje alejado de cualquier camino. Doña Martha sospechó que la iban a matar. Los guerrilleros le pegaron en la cabeza con la culata del fusil y le gritaron que se quitara la ropa. “No me voy a quitar la ropa”, les contestó llena de coraje. Tenía 46 años y nunca le había sido infiel a su esposo, pensó. Uno de los guerrilleros esgrimió una puñaleta, le puso el filo debajo del mentón y fue bajando hasta alcanzar el cuello de la blusa. De un tirón, el guerrillero le rajó la roja. Amparada apenas por el silencio de los árboles amazónicos, doña Martha fue violada por los escoltas de alias el Indio.
2.
La guerra en Colombia recibe el nombre técnico de “conflicto armado interno”. Una categoría establecida por los Convenios de Ginebra que aspira a explicar que esta violencia de seis décadas no ha sido una típica guerra de codicia fronteriza entre dos Estados, en la que intervienen países aliados. El conflicto armado colombiano, más bien, ha sido la violencia por cuenta de la ciudadanía contra la misma ciudadanía. Unos aglutinados en grupos armados ilegales y otros en las fuerzas estatales.
Quizá las dos características que han hecho de este salvajismo un asunto global sean su origen como una expresión criolla de la Guerra Fría en la que el Estado democrático ha debido defenderse del asedio de varios movimientos guerrilleros de enfoque marxista-leninista, y el influjo sostenido e inestimable del narcotráfico sobre la cotidianeidad del país. En palabras más claras: guerra anticomunista y guerra contra las drogas.
Aunque el enfrentamiento a muerte entre votantes de políticas opuestas viene desde el mismo día en que Colombia se hizo república, por allá en 1810, y se prolongó con sevicia hasta mediados del siglo XX, la lucha militar de clases y el empeño por derrocar el régimen constitucional emergieron en el interregno que se abre desde 1959, con el éxito de la insurgencia en Cuba, hasta el gobierno de Ronald Reagan en los años ochenta. De fondo, el eco sangriento de la guerra de Vietnam.
Los primeros tres grupos guerrilleros que dotaron a sus filas de ideología comunista fueron: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) —ambos de 1964—, y el Ejército Popular de Liberación (EPL) de 1967. Eran años duros para América Latina porque, como se sabe, Estados Unidos se había fijado evitar que en la región brotara otra Cuba, ante lo cual el Che Guevara en su Mensaje a todos los pueblos del mundo a través de la Tricontinental contestó: “Crear, dos, tres, muchos Vietnam es la consigna”. En las dos décadas siguientes, Colombia le daría vida a cuatro guerrillas más. Tres de ellas —M-19, ADO y PRT— marcadas por diversas corrientes del comunismo y una —el Quintín Lame— de origen indígena e identitaria.
La reacción nacional con apoyo de Estados Unidos empezó temprano. En los años sesenta, los gringos inyectaron en América Latina una serie de operaciones políticas y militares —el Plan Laso— que cimentaron la “Doctrina de Seguridad Nacional”, es decir, la puesta en práctica de una estrategia contraguerrillera. Como el enfrentamiento no era transfronterizo sino contra ciertos sectores de la ciudadanía en armas a los que se consideraba el “enemigo interno”, el Estado debía encargarle a las fuerzas militares el orden interno. Para eso, Estados Unidos impartió cursos de guerra irregular para los ejércitos de países latinoamericanos en la Escuela de las Américas — en aquel tiempo, situada en Panamá.
Hoy se sabe que por la Escuela de las Américas pasaron varios de los más sádicos militares latinoamericanos, como los dictadores Leopoldo Galtieri, de Argentina, y Manuel Antonio Noriega, de Panamá, y altos mandos como el chileno Manuel Contreras, alias el Mamo, y el peruano Vladimiro Montesinos. En Colombia, en cambio, no tenemos ni idea de quiénes ni cuántos militares pasaron por esas aulas, ni cuáles de ellos han sido máximos comandantes del ejército o de las fuerzas militares con el beneplácito de no se sabe qué presidentes.
Lo que sabemos es que desde los años setenta y hasta estos días nuestro país ha sido campo de práctica para la “guerra sucia” y la “guerra psicológica”, es decir, la aplicación militar de todos los mecanismos legítimos y criminales contra la subversión y contra la gente no armada ajena a las hostilidades que el Estado también considera su “enemigo interno”. El catálogo del horror empieza con detenciones arbitrarias, interrogatorios bajo tortura y homicidios individuales de índole política; continúa con la creación de grupos paramilitares para cometer lo que la fuerza pública prefiere no hacer: masacres de comunidades y desaparición de los restos de las víctimas; sigue y no finaliza con acciones de “tierra arrasada”, como los bombardeos con aeronaves de alta tecnología.
La respuesta del lado guerrillero ha sido tan clásica como la de cualquier insurgencia: captura masiva de rehenes y secuestro político y extorsivo, ataques terroristas contra centros de poder y símbolos del sistema, siembra de minas antipersona y uso de otro armamento no convencional, como los tatucos —hechizas granadas de mortero— y cilindros bomba —pipetas de gas propano recargadas con explosivos—. Las FARC y en menor medida el M-19 llevaron a cabo, además, asaltos a caseríos y pueblos diminutos perdidos en la geografía.
El tráfico de drogas vino a empeorarlo todo. Las mafias de la marihuana y de la cocaína existían desde los años setenta y libraban algunas confrontaciones menores en ciudades colombianas y gringas. Pero en los años ochenta nuestro país afianzó varias organizaciones colosales entendidas como “carteles” que añadieron su propia cuota de muertes. Los capos del cartel de Medellín, hermanados con agentes de la fuerza pública, crearon y financiaron grupos paramilitares para aniquilar guerrilleros en esa ciudad y en áreas rurales en las que tenían haciendas de piscina y ganado. Los del cartel de Cali participaron con dinero y hombres en una asociación con agentes estatales para dar cacería a Pablo Escobar; muerto el capo, esta asociación engendraría nuevos grupos paramilitares. A su vez, algunos traquetos del cartel del Norte del Valle integraron la enorme confederación paramilitar que se hizo llamar Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
Las guerrillas, sobre todo las FARC —que desde 1979 se autodenominó Ejército del Pueblo y añadió la sigla EP a su nombre—, también aprovecharon la economía criminal de la cocaína para sacar provecho, cobrando impuestos a quienes en tierras de su dominio tuvieran cultivos y cadenas de distribución. Con el tiempo, esta guerrilla y el ELN se hicieron dueños de plantaciones y montaron sus propias redes de flujo. El dinero del narcotráfico les permitió crecer en hombres y armas. Si a comienzos de los ochenta, las FARC contaban con veintisiete frentes de combate y unos tres mil hombres, para el 2002 presumían de ser más de veinte mil distribuidos en más de sesenta frentes.
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