Una guerra sucia en los archivos
El rescate de la memoria de las víctimas de la Guerra Sucia corre paralelo a la voluntad de obstruir, ocultar e incluso destruir los archivos que lo permiten. A pocas semanas de que la Comisión de la Verdad rinda su informe final, presentamos testimonios de primera mano de los efectos —transexenales— de tal contrasentido, y voces del recuerdo que de cualquier forma se abre paso.
Esa tarde de marzo de 2006 llovía fuerte en San Ángel, en la Ciudad de México. Aunque unos días antes el profesor Ignacio Carrillo Prieto ya había recibido una granizada de ansiedad con la llamada telefónica en su casa del procurador general de la República, Daniel Cabeza de Vaca. “Tienes que entregármelo ya”, le soltó.
Ignacio Carrillo, un jurista que había hecho carrera en la alta burocracia de la Universidad Nacional Autónoma de México, fue designado en 2002, inexplicablemente —incluso para él—, titular de la Fiscalía Especial para los Movimientos Políticos y Sociales del Pasado (Femospp), la dependencia con la que el expresidente Vicente Fox prometió esclarecer y juzgar los crímenes represivos del PRI durante las décadas de los sesenta, setenta y ochenta.
Durante el sexenio, el profesor-investigador y el procurador habían tenido una relación amarrada con hilos de seda. Pero ese día, el tono de voz lánguido de Cabeza de Vaca sonaba distinto: en verdad necesitaba ver el informe final de la investigación que el fiscal había realizado al menos durante cuatro años; y lo quería 24 horas antes de que se lo entregara al presidente. “No quiero ejercer presión, Ignacio”, le dijo con ese tipo de cortesía que mal vista puede parecerse a la amenaza.
Ignacio Carrillo, quien estaba acostumbrado a lidiar sólo con la burocracia sindical y las grillas universitarias, le respondió envalentonado que no. “Es por la buena”, advirtió Cabeza de Vaca, apagando el pequeño acto subversivo del fiscal. “Quién sabe qué me hubiera hecho…”, recuerda Carrillo Prieto.
Por eso el día que llovió llamó a un viejo amigo: Alejandro Encinas, entonces jefe sustituto del Gobierno del Distrito Federal (DF), el viejo militante del Partido Comunista, al que 20 años después le encargarían una misión no muy diferente a la suya.
Encinas fue a pie hasta la colina empedrada de San Ángel donde vivía el fiscal. Llegó sin escoltas ni camionetas.
—¿Por qué llegaste caminando, Alejandro? ¿Cómo vienes caminando?
—¡Porque no vamos a molestar a tus vecinos! —le dijo medio en broma Encinas.
Carrillo le entregó una pila de documentos y en la primera hoja había un título en letras cursivas: Informe histórico a la sociedad mexicana, tres líneas laterales con los colores de la bandera de México lo adornaban. Al centro, el viejo logo de la Procuraduría General de la República (PGR), ya desdibujado.
“Me acuerdo de que se lo entregué en una mochilita. Yo pensaba: ‘Sobre mi cadáver Cabeza de Vaca va a mutilarlo’”, narra Carrillo.
Ese día, Alejandro Encinas se llevó el informe que revelaba testimonios de secuestros, abusos sexuales, torturas y demás violaciones graves a los derechos humanos ocurridas décadas atrás en instalaciones del Ejército —convertidas en centros clandestinos de detención— y en sótanos de la policía del DF. Estos actos crueles e inhumados fueron parte de la llamada Guerra Sucia, la maquinaria utilizada por el régimen para acabar con sus opositores políticos en armas, cuyas víctimas y sus familiares aún esperan esclarecimiento total y justicia.
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Es otra tarde de primavera, pero del presente año. Han pasado casi dos décadas y también va a llover. Ignacio Carrillo está sentado en la misma casona de ladrillos rojos de San Ángel. Ahora tiene 77 años. Lo acompaña su perro, quien a pesar de las palabras tranquilizadoras de su amo corre a sus anchas por un jardín de estilo colonial mexicano. Va vestido con pants rompevientos, camiseta, todo tiene el logo de la UNAM. Es un orgulloso jubilado.
Recuerda que antes de acudir al encuentro con Daniel Cabeza de Vaca, en abril de 2006, tuvo que atravesar una salita con paredes de cristal. Y ahí los vio: dos tenientes del Ejército enfundados en sus uniformes, condecorados. Unos segundos de miradas cruzadas le bastaron a Carrillo Prieto para darse cuenta de lo que sucedía. Sin embargo, siguió su paso rápido hacia despacho del funcionario panista. Después de cuatro años de trabajo, dejaron que se pudriera todo:
—¡Daniel, el informe lo están manoseando los militares! —gritó Carrillo Prieto.
—¡No digas “manoseando”, Ignacio! —le respondió alterado.
Ignacio Carrillo está convencido de que los militares estaban ahí para recortar el informe de la investigación sobre los actos represivos, homicidios, desapariciones forzadas y torturas de policías y el Ejército durante la Guerra Sucia contra movimientos estudiantiles y la insurgencia popular en México. A la distancia cree que lo que más los enfureció del informe es que incluyera la palabra genocidio. También que se describiera cómo el Ejército había bombardeado pueblos enteros en busca de “guerrilleros”.
En la oficina contigua, los militares recortaron el informe de Carrillo Prieto —siempre según la versión del exfiscal— y con grandes tachones le marcaban al procurador lo que no debía publicarse porque, en su versión del pasado, eso jamás había sucedido. (A la fecha nos ha resultado imposible localizar a Cabeza de Vaca, alejado del todo de la vida pública.) Mientras lo cuenta, Carrillo simula que tacha una hoja. El propio procurador lo llevó a la oficina donde estaban los militares: “Pues señores, a la orden”, les dijo irónicamente. Ellos le contestaron: “Encontramos lo de las bombas. Éstas son exageraciones. ¿Cuándo hubo un bombardeo? ¿Cuándo hubo campos de concentración?”.
“Lo de los bombardeos era especialmente delicado, pues supondrían actos de cobardía”, recuerda Carrillo. De cualquier forma, el informe dejó inferencias:
Al concluir esta investigación se constata que el régimen autoritario, a los más altos niveles de mando, impidió, criminalizó y combatió a diversos sectores de la población que se organizaron para exigir mayor participación democrática en las decisiones que les afectaban.
En diciembre de ese año, la PGR divulgaría el informe de la Femospp, uno recortado, insiste Carrillo. Ese mes, Vicente Fox desapareció la Femospp. La Secretaría de la Función Pública abrió expedientes a su titular por violaciones administrativas, y ante la PGR fue acusado de asuntos más graves, como fabricación de culpables. Una persecución que, recuerda el exfiscal, lo hizo sentir más solo que nunca.
Alejando Encinas, el amigo de Carrillo, experimentaría también ese particular tipo de acoso que es el espionaje —por parte del Ejército mexicano, según una investigación de The New York Times— como subsecretario de Derechos Humanos (2018-2023), y renunciaría en medio de roces y acusaciones cruzadas con los militares, por la supuesta obstrucción de archivos de inteligencia militar requeridos por la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el Caso Ayotzinapa. Ahí está el tema recurrente a lo largo de las décadas: el trato hacia archivos clave para los procesos de esclarecimiento de hechos del pasado.
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Como hizo el panista Vicente Fox, el 6 de octubre de 2021 el gobierno de Andrés Manuel López Obrador instaló una Comisión de la Verdad —nombre formal: Comisión para el Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el Impulso a la Justicia de las Violaciones Graves a los Derechos Humanos cometidas de 1965 a 1990—. Se trataría de un grupo de trabajo especial que investigaría, daría seguimiento y también entregaría un informe para el esclarecimiento de la verdad, el impulso a la justicia y el derecho a la memoria. La diferencia con el proyecto foxista es que no tendría facultades de juzgar a los involucrados (fue muy sonada la presentación ante el juez del expresidente Luis Echeverría como indiciado, aunque en 2009 fue absuelto por el cargo de genocidio).
Giros del destino: la Comisión dependería de la Subsecretaría de Derechos Humanos, Población y Migración, que presidía Alejandro Encinas. El 29 de octubre de 2021, el subsecretario anunció que las historiadoras Eugenia Allier y Aleida García, los activistas Abel Barrera y David Fernández, y el investigador Carlos Pérez Ricart serían los comisionados. Los equipos multidisciplinarios estarían conformados por unos 35 investigadores, que irían a los archivos públicos y privados, y que trabajarían en campo con familiares y realizarían exploraciones en lugares donde los secuestraron o asesinaron.
Un año después, el 22 de junio de 2022, se llevó a cabo la inauguración de los trabajos de la Comisión en un lugar emblemático: el Campo Militar No. 1, que funcionó como centro de detención clandestino, y donde cientos de familias perdieron el rastro de sus hijos, sus padres, sus hermanas. Una elección de “sede” extraña. Y más extraña aún la configuración de los invitados: familiares de víctimas de la represión se sentaron junto a militares —“afectados por los hechos ocurridos en aquel entonces”— y sus familias, mientras el secretario de la Defensa Nacional, Luis Cresencio Sandoval, anunciaba que serían conmemorados los militares caídos al cumplir su deber durante esos años.
Ese día, el presidente de México intentó explicar, “sin querer convencer a nadie”, que los militares recibían órdenes de gobiernos civiles. Ahí estaba Encinas: con la mirada agachada y una mueca difícil de describir, fue el único de ese presídium de funcionarios federales que se atrevió a llamar a “los hechos ocurridos” por su nombre. Dijo que en ese lugar se instaló una de las agrupaciones represivas más temidas del país; que desde ese sitio se ejecutó el plan Telaraña, una estrategia militar ideada para combatir a los guerrilleros Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas, en la sierra de Guerrero, y que desde este campo de la milicia se emitió un telegrama ordenando intensificar las actividades de localización, hostigamiento o exterminio de guerrillas.
Tal vez lo único provechoso de ese evento fue la promesa por parte del presidente y del secretario de la Defensa de que abrirían los archivos militares de la represión.
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Es abril de 2024. David Fernández, un hombre canoso y de sonrisa natural es modesto cuando habla de él, y se entiende: hace muchos años se ordenó sacerdote jesuita. También es filósofo, teólogo, sociólogo y profesor, y ha sido rector universitario. Ha dirigido el Centro de Derechos Humanos Agustín Pro Juárez, una de las organizaciones que ha acompañado a las víctimas de la represión desde principios de 1990. David ha trabajado en los barrios de las ciudades del país, pero también en las montañas, y fue en ellas donde conoció a compañeras que militaron en movimientos de izquierda durante el periodo de la Guerra Sucia. Las historias que recopiló se repetían: los militares se llevaron a mi papá y aún no lo encontramos.
Nos vemos en las oficinas del Centro Pro de la Ciudad de México. Fernández imparte una cátedra en unos minutos explicando cómo las fuerzas de seguridad del Estado asesinaron, torturaron, violaron y desaparecieron a miles de personas en México. Describe la forma en que la Guerra de Vietnam determinó la formación de los militares latinoamericanos: fueron preparados, a partir de la segunda mitad de la década del sesenta, para enfrentar guerras de baja intensidad y guerras de guerrillas, con métodos de interrogatorio irregular en cárceles clandestinas. También expone cómo ocurren las desapariciones.
El jesuita fue un comisionado con legitimidad plena: fue elegido tanto por el subsecretario Encinas como por los colectivos de familiares. Se sincera: no era ingenuo, pero no imaginó hasta dónde escalarían las tensiones.
“Llegamos con un buen ánimo de parte de Alejandro Encinas y de Félix Santana; ellos dos fueron los que concibieron la estructura de la Comisión, una sui generis, un poco un engendro, como todo lo que [recién] empieza”, recuerda.
La Comisión, en todo caso, no era autónoma, porque nacía de un decreto, de una orden del presidente. Tampoco tenía recursos propios, sino que dependía de la mediación de la Secretaría de Gobernación. Los comisionados aceptaron las reglas de un juego —que ellos no pusieron, aclara— porque creyeron que habría una mínima garantía para investigar lo que quisieran. Lo que más los ilusionaba era la posibilidad real de entrar a todos los archivos de este país, incluidos los militares.
Las primeras dificultades saltaron: trabajaron los primeros seis meses sin presupuesto, y en los primeros encuentros no se presentó personal de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena). En noviembre de 2022 se interrumpieron los trabajos de la Comisión porque ni siquiera había presupuesto aprobado para viáticos; señala Fernández: “Ahora lo entiendo porque antes no lo entendía: era una manera de controlar”.
Sin embargo, la guerra en los archivos empezó en el Campo Militar No. 1: “Llegó un momento, ya al final, [en el que] sacaban el documento que habíamos solicitado y decían: ‘Aquí está, pero no te lo voy a dar’. Entonces la investigadora lo agarraba y empezaban a forcejear… ¡A eso llegaron las cosas!”, afirma abriendo muchos los ojos.
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En mayo de este año, por la noche, llegó un mensaje de WhatsApp: después de vueltas y trámites, por fin obtengo el acceso al archivo militar. Existe desde finales de 1940 y está, claro, en el Campo Militar No. 1.
Son las 9 de la mañana. Hay que pasar dos filtros de seguridad y caminar por la tierra arenosa del Campo localizado en Naucalpan, Estado de México. Un teniente, originario de Guerrero —el epicentro de la Guerra Sucia— dice que hay que esperar porque el personal de archivo está en un evento.
Dos áreas de atención están abiertas y desde dentro se escucha: “Ah, entonces ¿desertó?”, con tono reprobador. Aquí también los exsoldados, los que se fueron, pueden solicitar sus documentos personales. En la sala de espera todo es verde: oliva, menta, aguacate. Lo único que resalta es un letrero en letras doradas que abarca la pared principal: “Lealtad, honradez y discreción”. La última palabra pronto se hará valer.
Una sargento grita mi nombre. “Pase”, espeta. Hay que dejar la bolsa y el celular, aunque no hay señal telefónica. Se debe ingresar a una salita donde sólo hay dos mesas estilo porfiriano y cuadros viejos de militares; también hay un cartel que dice que si tienes una queja puedes escanear el código QR: eso no sucederá porque no hay teléfono ni tampoco internet.
Adentro de la salita también hay un baño de caballeros. Militares uniformados pasan al mingitorio, uno en el que no se cierra la puerta. Intento dejar abierta la puerta principal, pero una sargento constantemente se para a cerrarla.
No hay catálogos públicos de archivo después de 1920. “Pero si tiene el nombre yo lo veo”, me indica la sargento. Sí lo tengo y se lo digo: Arturo Acosta Chaparro, uno de los pocos militares juzgados a causa de la represión. Cierra la puerta, más militares entran al baño, una incomodidad constante; pero ella no tarda: no hay nada.
Una búsqueda realizada en la filtración Guacamaya Leaks revela que las visitas de la Comisión de la Verdad al archivo militar se convirtieron en un asunto de máxima seguridad. Dos días de investigación en la base de datos con millones de documentos dieron como resultado dos correos electrónicos enviados al secretario de la Defensa Nacional, Luis Crescencio Sandoval, los días 26 y 30 de agosto de 2022, titulados “Parte de novedades”. Contienen un apartado especial para informar sobre los movimientos de la Comisión, a la que se nombra CoAVEH, aunque las siglas realmente sean CoVEH:
ACTIVIDADES DE LOS EQUIPOS DE LA CoAVEH.
0900, 29 AGO. 2022, EL EQUIPO 1 DE REVISIÓN DE ARCHIVO, INTEGRADO POR 4 REPRESENTANTES DE LA CoAVEH, ARRIBARON A LA DIR. GRAL. ARCH. E HIST., QUIENES REALIZARON LA CONSULTA DE DIVERSAS SERIES DOCUMENTALES, LAS CUALES CARECEN DE DATOS SENSIBLES O DE VALOR HISTÓRICO.
Sin embargo, este parte de novedades es sólo eso: parcial. Durante cinco meses personal de la Comisión de la Verdad intentó acceder a los archivos que prometieron aquella mañana de 2022 en el Campo Militar No. 1. Dos investigadores y una investigadora hablan. No van a revelar su identidad.
“Era empezar tu mañana esperando que te pusieran un pretexto para no entrar. Incluso llegué a ver, pues, algunos episodios un poco más violentos: enfrentarnos ya directamente con guardias armados. A mí nunca me dejaban pasar porque, además, era muy joven y tenía el cabello pintado”, dice una de las investigadoras, que relata una violencia simbólica, sobre todo, hacia las mujeres.
Al principio se concentraron en revisar los catálogos que los militares les dijeron que existían. Uno de ellos no tenía descripción: había que escoger al azar y esperar a que les trajeran información relevante. Tras ello, negociaron que los militares les permitieran el acceso a su depósito. No hurgarían demasiado: revisarían la portada y contarían las hojas para la elaboración de un inventario topográfico. Ni la misma Sedena sabía lo que había ahí; sin embargo, cuando se dieron cuenta de que los investigadores estaban dando con información relevante, cada uno terminó con un militar vigilando sobre el hombro.
“Hubo un momento en que mientras una compañera intentaba transcribir rápidamente un documento, yo estaba jaloneando otro: ‘¡Lo tenemos que ver!’, y ellos jaloneándomelo: ‘¡No, no, ya lo vieron mucho tiempo!’. Lo llevaron a un extremo muy denso. En un momento hasta sentíamos que nos estábamos volviendo locos y locas. Porque ellos son muy buenos para manipular y para cansar”, relata la investigadora.
Éste era el suplicio: los militares les permitían revisar el depósito; ellas anotaban el nombre, el número de carátula, contaban las hojas, veían si estaba cosido o engrapado. Cuando intentaban pedirlo otra vez, se percataron de que ya no estaba.
“Veíamos que habían cortado ciertas cosas… Nosotros veíamos que estaban [los expedientes] cosidos, pero después ya no lo estaban, y eran hojas sueltas. Así nos dimos cuenta de que lo que estábamos documentando era la mutilación de los documentos. [En ese entonces] sabíamos que estábamos muy cerca de nuestros últimos días”, agrega un investigador.
Para otro de los investigadores fue obvio que el rompimiento de Encinas con los militares, en el contexto del forcejeo político en la Comisión de Ayotzinapa, provocó “un repliegue en nosotros también”. De hecho, la renuncia del subsecretario la acercó definitivamente a la puerta de salida del Campo, agrega.
Tercia la investigadora: “En realidad esto fue sólo, pues, una farsa… Una buena voluntad que estuvo vacía desde el inicio, que no generó condiciones”.
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Micaela Cabañas. El apellido, inconfundible. Mica, como le dicen cariñosamente, es hija de Lucio Cabañas, un maestro de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, líder de la guerrilla en Guerrero y asesinado por el Ejército. Un emblema de los movimientos disidentes mexicanos.
Micaela se contiene, pero luego explota: su familia ha sido perseguida toda la vida. Tras el asesinato de su padre, ella, una bebé, e Isabel Ayala Nava, su madre, fueron encarceladas y torturadas en el Campo Militar No. 1. Ayala fue asesinada en julio de 2011, en Guerrero. Mica dice que la mataron por exigir, por no rendirse. Cuando su cuerpo aún estaba en la calle, el teléfono de su madre empezó a sonar. Su hija estaba a su lado, y lo contestó: “Cállate ya”, le advirtieron.
Es abril de este año. Micaela me dice que tres meses atrás sucedió algo espantoso: “Te voy a contar algo. Alguien me mandó un mensaje: ‘Micaela, ustedes tienen que hacer algo porque estamos aquí rompiendo documentación. Hagan algo, por favor”. Dice que el mensajero fue alguien del Ejército. Guarda las capturas de pantalla como un tesoro; algún día servirán como evidencia.
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Carlos Pérez Ricart, otro de los comisionados, opina que hay aspectos meritorios del trabajo que realizó la Comisión: ahí están los 1 130 testimonios y la consulta de 95 acervos privados y públicos que permiten construir una visión más política y plural de lo que sucedió durante los años de la represión. Con todo, “hubo muchos bemoles, no se tuvo el apoyo del gobierno federal que hubiéramos esperado; fue mucho más tardado entrar a varios archivos, no pudimos entrar a todos los que nos interesaban, pero yo creo que al final de este periodo sí vamos a poder decir que nuestro informe va a presentar una visión distinta de lo que significa la Guerra Sucia en México”.
La Sedena no fue la única instancia oficial que incumplió los compromisos de apertura durante el trabajo de la Comisión: nunca se tuvo acceso a la totalidad de los archivos del extinto Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), y ahí también se encontraron expedientes faltantes o incompletos. En el archivo General de la Nación (AGN), lo mismo: faltaban expedientes de opositores, como Manuel Clouthier, la relación del personal de la Dirección Federal de Seguridad —la agencia de espionaje hasta mediados de los ochenta— y la documentación de Rafael Macedo de la Concha, el procurador general en tiempos de Vicente Fox, que simplemente desapareció. Tampoco se encontraban los expedientes de narcotraficantes como Rafael Fonseca y Miguel Ángel Gallardo. Esto es sólo una muestra de las irregularidades que se apilan en los informes de la Comisión de la Verdad.
Pese a lo anterior, Pérez Ricart considera que hay hallazgos que cambiarán la manera de percibir la Guerra Sucia: masacres campesinas lideradas por caciques en alianza con el Estado, pugnas religiosas aprovechadas por funcionarios para avivar la violencia y colusión de policías locales y abogados. Así se revelará cómo la violencia no únicamente se centró en la DFS y el Ejército: era un mecanismo nacional. Al investigador le impactó conocer detalles inéditos sobre los sótanos de la Dirección de Policía y Tránsito que sirvieron para la represión y la tortura, incluso de instalaciones que cuando ya no estaban en funciones continuaban operando como centro de detención clandestino, durante años. El informe se hará público a finales de julio o principios de agosto de este año. Aún están definiendo la fecha.
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Son las 5 de la tarde y la plaza está medio vacía, quizá porque tiene un nombre que pocos memorizan y donde es improbable citarse: la Plaza Tlaxcoaque, en náhuatl “lugar donde se miran las serpientes”.
Durante 40 años aquí estuvo la Dirección de Policía y Tránsito del DF. Un edificio enorme, un cubo perfecto de concreto armado y vidrio muy International Style. En él operó la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), una corporación secreta de la policía que, hoy se sabe, estuvo involucrada en numerosos casos de desaparición forzada.
Una rampa lleva a un estacionamiento. De golpe una lona color negra frena el paso y advierte que los baños no están en servicio. Un oficial de la policía se asoma sigiloso y después de aclararle que no tengo ganas de ir al baño, se relaja: “¡Ah entonces vienen a los sótanos!”, dice desenfadado. Ahí trabaja él, dice, bajo tierra y sintiendo cosas raras: “Pero no se puede pasar, señorita, es zona de investigación de la Procuraduría”.
Bajo este edificio había un conjunto de sótanos que sirvieron como centro de tortura clandestina entre 1960 y 1980; por eso el ingreso está prohibido. Se retracta: “Pásele antes de que me regañen”. Abajo, una tenue luz verdosa deja ver los sótanos. Las celdas estaban divididas por paredes semiabiertas en forma de T, con una rejilla en medio. También hay una especie de recepción, donde la policía registraba a los detenidos.
El oficial sabe poco de lo que pasó; lo que le consta es que en la noche se queda pegadito a la entrada del estacionamiento, pues si se acerca al acceso a los sótanos siente feo. “¿No sienten?”, pregunta. “Sí, se siente”, contesto.
Hay sótanos que daban a la calle Chimalpopoca y tenían una ventana, desde donde los detenidos podían ver a la gente pasar. Hoy, desde esas ventanas, desde el exterior, es posible mirar hacia los sótanos. Hay rastros de pintura rosa en las paredes y de mosaicos de colores que se asoman pese a la oscuridad. Un oficial mayor cuida las patrullas que aún se estacionan ahí. Aunque trabaja desde hace muchos años, tampoco sabe mucho, pero siente. “Se siente horrible estar aquí, cuidando”.
En junio de 2023, el gobierno de la Ciudad de México reconoció oficialmente que Tlaxcoaque fue un centro clandestino de tortura. Se nombró Sitio de Memoria. Sin embargo, aún no se conoce con exactitud qué pasó en esos sótanos. Durante la década de los noventa, familiares y la Comisión Nacional de Derechos Humanos buscaron el archivo de la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD). En 2001, mediante el oficio 081/2001, la Secretaría de Seguridad Pública del DF reveló que los archivos de esa dependencia no existían o que, tal vez, ya estaban destruidos:
No obra ningún documento de las Direcciones en referencia, toda vez que de acuerdo al Catálogo de Vigencias Documentales que rige actualmente en relación a la caducidad de documentos en los archivos de cada área, el término máximo se refiere de doce a quince años para su depuración. Razón por la cual no es obligatorio para ninguna dependencia conservar los archivos documentales de áreas desaparecidas.
Aún se busca ese archivo.
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“Pues mi mamá es Alicia de los Ríos Merino, de Chihuahua, hija de una familia campesina”. Alicia se llama igual y es idéntica a su madre: los ojos en caída triste, la expresión, el cabello bien negro como el de su mamá en las fotos. Son muy bellas las dos. Su madre desapareció el 5 de enero de 1978 en la colonia Nueva Vallejo, del entonces DF, cuando militaba en la Liga Comunista 23 de Septiembre. Antes de ser detenida, Alicia alcanzó a entrar a su casa, tomar el teléfono y avisar a su familia que estaba siendo secuestrada.
“Fíjate que no ha sido la regla que la gente se metiera en las casas para hablar con sus familias. Les dice a un niño y a un señor que estaban ahí: ‘Súbanse, váyanse a otro lado, porque viene la policía por mí’. Le contesta mi tía Martha y le dice: ‘Me van a detener, búscame’. Me ha sorprendido, porque parece que mi mamá fue dejando recados por todos lados”, dice Alicia.
La hija ha ido reconstruyendo la ruta que siguió su mamá mediante otros sobrevivientes que la vieron o incluso estuvieron detenidos con ella: de la Nueva Vallejo se la llevaron al Campo Militar No. 1, donde creen que estuvo cinco meses. Después la llevaron a la base aérea militar en Pie de la Cuesta, Guerrero, en la que se perdió su rastro. Desde ese lugar está documentado que salían vuelos con detenidos para ser arrojados en el océano.
El caso de Alicia es una muestra de que la Comisión de la Verdad ha sido algo más que una guerra perdida en los archivos: “En el contexto de la Comisión conocimos a tres testigos sobrevivientes que estuvieron presos con ella. Fueron ellos quienes terminaron de confirmar que Alicia sí estuvo en el Campo”.
Hoy saben que un hombre llamado Alfredo Medina fue trasladado del Campo Militar No. 1 a la penitenciaría de Chihuahua. Contó que había estado con una joven que era de Chihuahua y que su papá tenía una huerta de manzanas. “Me parece que se llama Alicia”. Hoy también saben que un soldado, al parecer enamorado y muy jovencito, le llevaba latas de leche evaporada dulce a su madre. En el Campo Militar Alicia y Alfredo platicaban: “Tú vas a salir y cuando llegues a Juárez le vas a hablar a mi familia y le vas a decir que me viste acá”, le pidió Alicia.
Alicia de los Ríos comenzó un proceso judicial que estuvo estancado hasta que llegó con un ministerio público federal que le cambió la vida: le entregó un expediente que finalmente le daría respuestas. En 2021, a esa funcionaria de la FGR un colega se le acercó y le dijo: “Oye ¿no te servirán por ahí estos documentos? En un caso que llevaba me pasaron un expediente militar, son 10 000 fojas, capaz que te sirve porque reconstruye todo lo de unos ‘vuelos de la muerte’”. Fue en una plática de pasillo.
Era el expediente de una averiguación previa de 1997, referente a subalternos de los militares Francisco Quiroz Hermosillo y Arturo Acosta Chaparro, militares acusados de estar involucrados en la represión y que estaban siendo juzgados por narcotráfico.
El 10 de junio de 2022, el día del concierto de Silvio Rodríguez en el Zócalo de la Ciudad de México, Alicia de los Ríos recibió una llamada. “Me acuerdo perfectamente de que nos llama y nos dice la ministerio público, con la voz quebrándose: les tengo dos noticias, una buena y una mala. Nos acaban de aceptar que la Fiscalía Militar nos pase el archivo de 10 000 fojas sobre los vuelos de la muerte. La mala es que ya me quitan del caso”. Alicia la lloró más que a su exmarido.
Al revisar el expediente llegaron a las bitácoras nocturnas de vuelo de la aeronave Avara 205, del 8 de junio de 1976, durante los días en que su madre estuvo en Pie de la Cuesta.
Alicia es historiadora y confiesa que, si no se hubiera formado en esa disciplina, también caería en la desesperanza. Dice que todo mecanismo extraordinario, como lo fue la CNDH —el primer organismo que trabajó con documentos de la DFS—, la Femospp, la Comisión de la Verdad del estado de Guerrero y la Comisión del actual gobierno, ha ayudado a develar poco a poco la historia.
A pesar de la evidencia del trato desaseado (por decir lo menos) que se les ha dado a los archivos y, por lo tanto, a la memoria, estos mecanismos han permitido también trabajar con otros archivos antes desconocidos, con testimonios, y reafirmar que sí existió la contrainsurgencia. Cada uno ha aportado algo, aunque aún queda la deuda pendiente con la justicia. Las comisiones y sus archivos han ofrecido a las familias algo invaluable: “Nos han dado la oportunidad de decirle al mundo que existimos”.
LAURA SÁNCHEZ LEY. Periodista independiente que escribe sobre archivos y expedientes olvidados. Estudió Comunicación y desde hace catorce años es periodista especializada en temas de transparencia, seguridad y desclasificación de documentos. Ha colaborado con medios como Milenio, El Universal, Los Angeles Times, entre otros. También escribió el libro Aburto. Testimonios desde Almoloya, el infierno de hielo, y actualmente se concentra en su proyecto de apertura de expedientes llamado Archivero.
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