Ayotzinapa: cómo AMLO interfirió en el proceso por la justicia

Ayotzinapa: cómo AMLO interfirió en el proceso por la justicia

A nueve años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y a un año del fin del sexenio, ¿cuál es el balance de la respuesta del gobierno de AMLO ante el caso? Aún considerando lo ganado, la evaluación resulta, desafortunadamente, negativa.

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Como tanto de lo que ha ocurrido en este sexenio, la respuesta al caso Ayotzinapa ha sido compleja y polarizante. Las medidas que para algunas personas han demostrado un decidido cambio de rumbo —en contraste con las del sexenio anterior—, materializan para otras un nuevo intento de ocultar la verdad. La (casi) omnipresencia de AMLO en las acciones relacionadas con el caso se entiende al mismo tiempo como un compromiso infranqueable con la verdad o como una injerencia indebida en los mecanismos que deben conducirse de forma autónoma. Los procesos penales en contra de altos funcionarios civiles y militares se han interpretado como una apuesta sin precedentes por la justicia o, en el otro extremo, como un uso manipulado, faccioso y fraccionado de las instituciones con el fin de distraer la atención de la dimensión estructural del caso.

Como normalmente sucede, la evaluación más certera está en los puntos medios, en los tonos grises que, si bien son reales, no dejan de ser injustos e insuficientes ante una crisis como la que se vive en México desde hace casi dos décadas.

Mal haríamos en minimizar la importancia que tuvo el desmantelamiento de la “verdad histórica”. Sin duda, ese era el punto de partida necesario para la (re)construcción de la verdad, con justicia y dignidad, tan reclamada por las madres y los padres de Ayotzinapa. Nadie podría negar que hoy conocemos más sobre los hechos, las decisiones y las instituciones detrás de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas, en contraste con todo lo que se ocultó en la administración anterior.

Mal haríamos también en creer que revertir las decisiones del pasado es suficiente para cumplir los compromisos adquiridos en las urnas. Derrumbar una mentira, sostenida en la violación de los derechos de cientos de personas, no es lo mismo que develar la profundidad de las estructuras institucionales que operaron para sostenerla, y esto último es indispensable si se pretende transformarlas radicalmente.

Lo que se requería no era solo demostrar que la “verdad histórica” no era tal. La apuesta era por un escrutinio real que, partiendo desde Ayotzinapa, condujera a repensar la institucionalidad pública, a través de la cual se administra una espiral de violencia sin fin y con la que el Estado dosifica tanto su acción como su omisión o su ausencia, según le convenga.

Pero esta perspectiva estructural dentro de la respuesta a Ayotzinapa no pareció ser la opción por la que se decantó AMLO. Su mirada estuvo siempre en Ayotzinapa, pero solo en Ayotzinapa.

Ayotzinapa como un testigo de la nueva moralidad pública que desenmascararía el pasado para marcar una diferencia en el actuar gubernamental. Ayotzinapa como la mancha de corrupción que puede limpiarse con una visión de futuro. Ayotzinapa como el antes y el después, alrededor del cual se podría reorganizar una narrativa de la transformación de la violencia en México. Ayotzinapa como un proyecto propio de lucha contra la impunidad que, por ende, debe estar bajo la mirada minuciosa de AMLO, el artífice de su transformación. Esas eran las exigencias.

Pero Ayotzinapa no fue la punta de una lanza que guiaría una cascada de mecanismos autónomos para confrontar un pasado más amplio, oscuro, violento y perturbador. Esa diferencia en la forma de entender el lugar del caso Ayotzinapa en un nuevo sexenio parece ser clave para comprender los desencuentros alrededor de la respuesta obradorista.

Para conocer más del tema puedes leer: Ayotzinapa: “En estos años solo se han burlado de nosotros”.

Los fracasos de la estrategia de este sexenio

Casi desde el inicio del sexenio de AMLO, las medidas que se adoptaron frente al caso fueron objeto de críticas, y estas solo se han incrementado con las dinámicas políticas propias de este lustro.

Como primera acción se anunció la creación, por decreto presidencial, de la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa (COVAJ). Este era el primer acto de gobierno de AMLO como nuevo presidente. ¿Podía haber algo más simbólico para demostrar su compromiso con la verdad del caso, sin que importaran las consecuencias políticas que esta medida conllevara? El problema, como suele decirse, es que el demonio está en los detalles.

Es cierto que no existen recetas perfectas que dicten cada aspecto de la creación, diseño u operación de una comisión de la verdad. Cada sociedad debe abrazar sus propias historias con el fin de construir los mecanismos que mejor le correspondan. Sin embargo, la experiencia compartida da pautas sobre las condiciones que hacen posible que esos mecanismos enfrenten los retos que inevitablemente se presentarán en el camino, entre ellos, la presión de actores políticos, militares o económicos, interesados en preservar el estatus quo.

Frente a esta constante, una de las medidas más importantes ha sido garantizar la independencia de las comisiones de la verdad, de manera que su trabajo no quede condicionado por los intereses de las propias estructuras que pretende revelar, desarticular o desmantelar. Este fue, posiblemente, uno de los vicios de origen de la respuesta al caso Ayotzinapa.

La pertenencia de la COVAJ a la estructura del Ejecutivo Federal, cada vez más dependiente de su relación con las Fuerzas Armadas, necesariamente ha derivado en una creciente tensión entre intereses confrontados. La voz de las víctimas palidece frente a la centralidad del poder militar en la implementación del proyecto presidencial de AMLO. Como se alertó desde el principio, la falta de independencia del mecanismo central para el caso Ayotzinapa ha impuesto límites insuperables a la construcción de una verdad que debe ir más allá del desmantelamiento de una mentira.

De la mano de la COVAJ, la respuesta institucional también apostó por la creación de la Unidad Especial de Investigación y Litigación para el caso Ayotzinapa (UEILCA), dentro de la Fiscalía General de la República. El inicio de los trabajos fue esperanzador. Como nunca, parecía que las investigaciones penales en México se apuntalaban desde un enfoque estructural que entendía la perpetración de un crimen atroz dentro de las redes de macrocriminalidad. Además, como nunca, un espacio de investigación penal ganó credibilidad entre los actores sociales fundamentales para los procesos.

Sin embargo, las labores de la UEILCA se truncaron de forma repentina. Sea por un ímpetu de control o por una suspicacia inexplicable, lo cierto es que AMLO, como Ejecutivo Federal, terminó por interferir, a través de la COVAJ, en las investigaciones conducidas hasta ese punto por la UEILCA. Sin entrar a especulaciones innecesarias, el resultado fue tanto el desmantelamiento de la unidad como un proceso descontrolado de judicialización de investigaciones penales que parecía regirse por un informe de la COVAJ, antes que por la estrategia de investigación seguida durante años por la UEILCA.

Más allá del éxito o el fracaso de las causas individuales, el abrupto cambio en la estrategia de la persecución penal de los hechos de Ayotzinapa refuerza el temor de que los procesos no consigan un objetivo central que tienen en contextos de macrocriminalidad: no se trata solamente de alcanzar un castigo individual, sino de construir casos a través de los cuales se puedan identificar las estructuras o redes que participaron en la perpetración de los crímenes atroces.

Para este fin, es indispensable que los procesos en contra de personas individuales se contextualicen dentro de un análisis estructural de fondo, uno que entienda también el papel de los actores públicos o privados que operan en coordinación con los sujetos vinculados al proceso penal. Más aún, es fundamental que esa misma contextualización revele la naturaleza sistémica o generalizada de un hecho delictivo, sin pensarlo como un evento aislado o extraordinario dentro una sociedad.

Sin estas pautas básicas, la persecución penal de actores individuales sirve a la retórica de la “manzana podrida”, en contraste con una mirada holística que apunte hacia la desarticulación de las redes de macrocriminalidad. En otras palabras, en casos como Ayotzinapa los procesos penales no solo deben pensarse como una medida que sancione la responsabilidad individual de un puñado de personas. Dichos procesos deben convertirse, además, en una importante pieza para comprender la ruta para la transformación institucional de la vida pública de un país.

Todo esto queda, hasta ahora, en riesgo debido a una respuesta que constantemente se desarticula, constriñe y encierra alrededor de la figura presidencial de AMLO. Esta misma dinámica se ha dejado sentir en el paulatino distanciamiento de otros aliados naturales del caso, en particular, del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI)* y de las organizaciones que durante todos estos años han acompañado a las madres y los padres de Ayotzinapa.

Los motivos que generan encuentros y desencuentros entre actores públicos en una realidad compleja siempre son múltiples. AMLO parece ver con particular recelo —propio de una defensa nacionalista ante el intervencionismo extranjero— los espacios internacionales de asistencia o cooperación técnica, incluso cuando han demostrado, como en el caso del GIEI, su compromiso con el fortalecimiento de los procesos nacionales de verdad y justicia, en línea con la propia retórica presidencial.

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¿Qué se está haciendo actualmente por el caso Ayotzinapa?

El discurso sobre la importancia de las investigaciones del GIEI, concretado inicialmente en el acuerdo para su reinstalación, fue cediendo para convertirse en las críticas veladas que seguían a los informes, comunicados o conferencias del grupo. Eventualmente, la ruptura se dio de forma discreta, pero contundente. El gobierno mexicano se despedía del GIEI en medio de cuestionamientos sobre la obstrucción militar respecto al avance de las investigaciones.

Un devenir parecido ha tenido lugar en la relación con las organizaciones que acompañan el caso. El diálogo que antes permitió la construcción de espacios colaborativos de respuesta al caso Ayotzinapa, con la presencia central de las familias, se ha transformado en acusaciones unilaterales de manipulación con fines políticos, aunque las organizaciones —tanto Tlachinollan como el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez— tengan una larga trayectoria de lucha contra el poder, la violencia, la corrupción y la impunidad en México, reconocida por propios y extraños.

A nueve años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y a un año del fin del sexenio, ¿cuál es el balance de la respuesta del gobierno de AMLO ante el caso? Aún considerando lo ganado, la evaluación resulta, desafortunadamente, negativa.

Al momento de escribir estas líneas, madres y padres de los estudiantes desaparecidos se mantienen en protesta frente a instalaciones militares y ante el extinto CISEN, demandando verdad y justicia. El GIEI ha abandonado el país, bajo la sombra de la obstrucción. AMLO ha acrecentado sus descalificaciones contra las organizaciones, sin que la COVAJ pueda dar señales de nuevos pasos positivos en el caso.

Los caminos fueron complejos desde el principio. La selectividad con la que se concibió la respuesta a Ayotzinapa —en detrimento de otras causas, casos o hechos atroces de la historia reciente en México— daba cuenta de una agenda determinada por las preferencias personales de AMLO, como presidente de la República, más que de una priorización estratégica. A esto le siguió su control de los mecanismos. Un intento (loable o reprochable, según los lentes con los que se mire) por mantener las acciones relacionadas con el caso en la esfera más directa de la influencia presidencial. A la larga este mismo control condujo al inevitable conflicto entre los intereses en pugna: las demandas de las familias, por un lado, y la protección de la institucionalidad militar, por el otro. El resultado, desafortunadamente, está a la vista de todas y todos.

Ayotzinapa, como tantos otros crímenes atroces cometidos en México, tendrá que esperar una nueva oportunidad para encontrar caminos integrales de verdad y justicia. Corresponde ahora a la sociedad mantener el compromiso para que así sea.


* No está de más recordar que el GIEI se estableció desde 2014, con base en un acuerdo suscrito entre la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Gobierno mexicano. Dicho acuerdo derivaba, a su vez, de una resolución de medidas cautelares adoptadas por la propia CIDH en favor de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos. El mandato del GIEI se centraba en la cooperación técnica para la búsqueda de los 43 estudiantes, el acompañamiento en las investigaciones de los posibles responsables, así como en la asistencia a las familias. Desde su primer informe, en 2015, el GIEI aportó elementos que ponían en duda la versión sostenida por la administración de Peña Nieto en relación con los hechos de Iguala y la desaparición de los estudiantes.

Ximena Medellín Urquiaga es profesora e investigadora titular de la División de Estudios Jurídicos del Centro de Investigación y Docencia Económicas, CIDE.


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