Hubo una vez, quizás. Una historia de los Pumas
Los Pumas fueron, alguna vez, el equipo de la UNAM. Entonces significaban mucho más que fútbol: eran parte de una comunidad estudiantil, autónoma y pública, hasta que el neoliberalismo arrasó con esos valores que hoy se echan de menos.
La ciudad
A los seis años de edad mi padre me llevó por primera vez al Estadio Universitario a ver jugar a los Pumas. Más adelante supe que en México no se va a los estadios justamente a ver fútbol, sino a comer y a tomar chela. Yo no tomaba chela pero sí comía unas larguísimas paletas de limón de un fosforescente falso verde. Paletas que en el primer tiempo valían mil pesos, en el segundo dos por mil y afuera del estadio te pedían que te las llevaras, por favor. El colorante verde duraba en el hielo exactamente los noventa minutos de partido y después comenzaba a desplazarse hacia abajo, dejando al descubierto la punta trasparente de la paleta, que declaraba ser un pedazo de hielo de agua muy dudosa. Dicen que si no te mueres después de diez paletas, no te mueres nunca más. Yo me las comía feliz y después me lengüeteaba gustoso el verde derramado en dedos, manos, muñeca y antebrazo. No me chupaba los codos por una simple imposibilidad física.
Desde ese día fui al estadio todos los domingos de mi vida en que jugábamos de local. Los Pumas ya eran mi gran amor. Antes de la adolescencia, el único cosquilleo lo provocaba ese equipo de fútbol. El Estadio Olímpico Universitario, o CU, como lo llamamos, era una especie de santuario de creencias. Un imponente lugar que trasmitía la fuerza de una cosmovisión a través de las piedras con la que fue construida. Una ciudad entera en el interior de una reserva natural dibujada por los surcos que había dejado la lava volcánica derramada tras la erupción del Xitle allá por no sé qué año. Una ciudad edificada a mediados del siglo pasado, y estructurada por gigantescos monumentos que en sus formas y en sus muros contaban la historia de un país indígena, mestizo y rebelde. Una ciudad que buscaba imponerse y conformarse como el corazón universitario y autónomo de la patria. Entre facultades, bibliotecas, esculturas, monumentos, murales, lava volcánica y reservas naturales, se encontraba el Estadio Universitario.
Hubo una vez, quizás, una ciudad adentro de otra. Una ciudad aparentemente prehispánica y anticapitalista donde se cultivaba el amor por la educación, la igualdad y la libertad. Ese era nuestro hogar, nuestro espacio de pertenencia. Ahí veíamos y jugábamos fútbol y formábamos parte de ese ecosistema social y cultural que nos daba cobijo. Una ciudad al sur de otra ciudad: la verdadera ciudad de México. Un universo dentro de otro con reglas completamente opuestas.
Ser puma era jugar a la revolución cuando no sabíamos qué significaba eso. En los murales de las bibliotecas aparecían hombres y mujeres combatiendo por grandes causas. En la fachada de la Biblioteca Central, un inmenso mural de O’Gorman, con leyendas de Hércules, Heráclito, Copérnico, en un estilo que fusionaba al México precolombino con el bolchevique. Y, en el medio, la frase non plus ultra, consigna que en esos años le daría nombre a las porras de los Pumas: la Plus y la Ultra.
En la fachada del estadio CU, un estadio construido para las Olimpiadas de 1968 y declarado patrimonio de la humanidad, sobre la puerta por la que ingresábamos cada domingo, se elevaba un mural gigante y en relieve, construido por el mismísimo Diego Rivera. Un mural llamado La universidad, la familia mexicana, la paz y la juventud deportista. No se podía entrar al estadio sin sentir que estabas entrando en la mente de Rivera y en la historia de una nación, sin sentir que éramos actores del presente. Mi padre con su chela y yo con mi paleta.
En el aire pululaban palabras como igualdad, popular, público, nacional, autónomo, estatal, etc. Cada símbolo se colaba en nosotros conformando una cosmovisión. Una forma de ver la vida y de encararla, aunque no fuésemos conscientes de ello. Los Pumas de la UNAM eran mucho más que un equipo de fútbol (pero en serio, no como los catalanes), eran un espacio de pertenencia, un bastión simbólico de combate frente a algo muy grande y poderoso, contra un enemigo que todavía no conocíamos del todo, pero que en el lenguaje futbolero se hacia llamar América.
El estadio
Los Pumas de la UNAM eran un extraño equipo que ejercía prácticas casi amateurs en un mundo profesionalizado. Prácticas precapitalistas en un mundo capitalista. Un equipo donde la mayoría de los jugadores no eran comprados a otros equipos sino que salían de la Cantera, como se le llama a sus fuerzas básicas. Una cantera de piedra sedimentada tras la erupción de Xitle en el medio de una zona de la ciudad llamada el Pedregal, de donde no solo salían piedras sino también futbolistas.
El equipo era, históricamente, un buen equipo. No era exactamente uno de los que arrasan y se llevan todas las copas, pero se le podía considerar entre los importantes. Formaba parte de una institución con más vocación formadora que con necesidad de éxito. El presidente en esos años, Guillermo Aguilar Álvarez, decía que la formación de futbolistas desde su escuela le permitiría al equipo ser campeón cada cuatro años. Que la formación implicaba un tiempo de maduración de los jugadores y otro tiempo para que esos jugadores se conozcan entre sí y conformen un verdadero equipo, un organismo colectivo. Formación y ensamblaje, digamos. El afán de ser campeones todos los años no era factible, no era el objetivo y no era necesario. El éxito se medía con otra vara. El resto de los equipos de la primera división ya formaban parte de un fútbol profesional regido por las reglas del mercado. Los Pumas, sin desentonar en ese esquema, se regían por reglas propias.
Cuando yo comencé a ir al estadio en el año 1986, los Pumas habían sido campeones dos veces. Habían subido a primera en el año 62 y ya habían tenido varios buenos equipos recordados por su gran calidad de juego. Uno de esos equipos incluía al peruano Muñante, al brasileño Cabinho y a un tal Hugo Sánchez, quien había salido de la Cantera. En los años 60, la universidad trajo al italiano nacionalizado argentino Renato Cesarini con el objetivo de imprimirle una filosofía futbolera al equipo. Años después llegó el serbio Bora Milutinović para continuar con la misma escuela y, finalmente, Miguel Mejía Barón, entrenador salido también de la Cantera, para ser una piedrita más del pedregal y armar, en el año 1990, uno de los mejores equipos de la historia del país.
Era un equipo con varias cualidades particulares: el ochenta por ciento de los jugadores eran salidos de la dichosa Cantera, eran la plantilla más joven del país. Mientras el resto de los equipos traían extranjeros a montones, aquí solo había uno o dos por año. Cuando la ropa del resto de los futbolistas ya era de marca, llena de auspiciantes, los Pumas usaban unas playeras de algodón sin marca, fabricadas por unas pocas costureras y no tenían auspiciante alguno. Para más INRI, tampoco tenían espacio para poner uno: todo el frente de la camiseta estaba ocupado por el logotipo del equipo: un puma pseudoabstracto con estética pseudoazteca, diseñado por Manuel Andrade Rodríguez, alias el Pajarito, en el año 74, en el interior de un triángulo compuesto por tres triángulos adyacentes que representan las tres tareas fundamentales de la UNAM: la docencia, la investigación y la cultura.
El público en el estadio estaba mayoritariamente integrado por estudiantes o trabajadores de la UNAM, todo muy así, muy clasemediero, muy profesional. El precio de las entradas era muy barato. No recuerdo el precio exacto, pero no difería mucho de las tortas con sorpresivas rajas inmensas, los tacos de canasta indiferenciables en sus sabores, los merengues de falso rosa o las paletas de falso verde. Sin embargo, aunque el valor de las entradas no fuese un obstáculo para acceder al estadio, éramos muy pocos los que íbamos. Si no era un partido demasiado importante, ahí no había casi nadie. Un par de miles de personas y una calma pasmosa. Todo era extremadamente familiar. Nosotros llegábamos siempre un poco tarde y nos sentábamos en la primera fila de la segunda bandeja, en medio de la Ultra.
La porra era un difuso y atomizado grupo de seres humanos que estaban esparcidos en el segundo piso, un poco cerca entre ellos para que se notara que eran porra, pero no tanto como para diferenciarse del público general. Lo único que confirmaba que ahí había una porra era un señor que se paraba en la baranda que daba hacia abajo, en la cornisa que daba al vacío del eterno concreto gris, agarrado siempre de su inseparable tubo de luz. De ese tubo que debería llevar su nombre. Ese señor era el Inge, algo parecido al líder de la Ultra y, desde ahí, dándole la espalda a la cancha, dirigía la porra. La menos ultra, la menos violenta, la más inocente de las porras del mundo. La violencia en el fútbol mexicano todavía no formaba parte de las posibilidades.
Los cantos no eran masivos pero eran sumamente tiernos. El Goya, la canción o arenga principal, con su “cachún cachún, ra ra” y otras sílabas y palabritas bonachonas por el estilo, tiene su origen en los años 60, cuando los estudiantes decidían irse de pinta para meterse a ver alguna película en un cine que se llamaba como el pintor español y le gritaban a sus compañeros “goya, goya” para que se sumaran al acto rebelde de ausentarse de clase con tan nobles motivos. También recuerdo ese otro villancico rarísimo de no sé qué “con la pan, con la de, con la pandereta”, venida de la kermés, y cantos navideños familiares que la abuela afinaba jocosa cuando andaba entonada tras de un par de rompopes.
Claro que no todos los cantos incluían a Hércules, Homero o Eneas, ni provenían de la Ilíada o la Odisea, y la porra no era exactamente el epicentro cultural de la intelectualidad mexicana. Salvo el Goya y algún otro canto, el resto eran dichos, refranes y albures individuales, nacidos esporádicamente de la no muy elaborada improvisación popular y de la no muy desarrollada imaginación del público futbolero. Mi grito favorito era uno que escuché en un partido contra el Atlante, que nacía de la voz del Inge y era repetido por el resto de concurrentes y versaba de la siguiente manera: “La Volpe, eres igual que Celada, un hijo de la chingada”. A pesar de que el verso era bastante xenófobo y antiargentino, no salía del terreno cuasinocente del anecdotario nacional y popular, siempre machista, siempre alburero, siempre un poco violento, siempre un poco limitado, pero sin entrar en el terreno de la violencia organizada. El público del fútbol fue, es y será, siempre, de lo peorcito que se pueda encontrar, sin embargo, así y todo, yo al Inge lo recuerdo con cariño y cada tanto repito en mi cabeza, “La Volpe, eres igual que Celada, un hijo de la chingada” y sonrío enternecido por la inocencia de los tiempos pasados. Había otra que no adopté como una de mis favoritas, ni la incorporé a mi lenguaje cotidiano por exceso de racismo, pero que ejemplifica bien a lo que me refiero; una tarde nos visitó el América con su portero Chávez, que era negro (y debe seguir siéndolo) y que a su vez iba todo vestido de negro, así que al Inge no le quedó más opción que gritar “árbitro, Chávez salió encuerado”. Con los años fui creciendo y La Volpe se fue volviendo uno de los seres más desagradables del fútbol mundial. De Celada no sé qué fue. El Inge era, quizás, un visionario.
Esa porra se encontraba justo debajo del Palomar, como le llaman a las cabinas de transmisión. Ahí, en la cabina del medio estaba, infaltable, mirando todo desde las alturas, el padre de todos nosotros, el mismísimo José Ramón Fernández, la voz de la sabiduría, y la porra, antes de cada partido, volteaba a mirarlo y pedía al unísono, “Joserraaaaa, un saludo pa’ la porra”, pedido que José Ramón cumplía sin falta. Inmediatamente después del saludo recibido, volteábamos un poco a la derecha y le gritábamos a los de la cabina de al lado, “Televisa, chinga tu madreeeeeeee” y le mentábamos un poco la madre con brazos y codos, para luego volver a mirar a la cancha y esperar el inicio del partido.
En esos años de priismo feroz y tras el fraude electoral que dejara fuera de competencia a Cárdenas para darle paso al innombrable pelón, existía un contrapeso mediático al oficialista emporio de las comunicaciones. Se trataba de un canal público, estatal, que por su magnitud quizás no alcanzaba a ser un contrapeso, pero sí un polo opuesto a Televisa: se llamaba Imevisión. Ahí, a finales de los 80 y principios de los 90, se arrejuntó una gran cantidad de periodistas y artistas que le dieron un sentido a la televisión y crearon una alternativa a la infinita estupidez generada por Televisa. Aristegui, Solórzano, Brozo, Güiri Güiri. Milagros de un humor político e inteligente en medio de la masacre del pensamiento instalada por Chabelo o Paco Stanley y compañía. La pata más fuerte de Imevisión era el área deportiva. José Ramón junto con Raúl Orvañanos, Francisco Javier González y Carlos Albert, intentaban contraponerse a Televisa y a su equipo, el América. Tan así era la cosa, cuenta Fernández, que fueron ellos quienes inventaron el clásico de Pumas contra el América a mediados de los 70, para imponerle un adversario al monopolio e instalar la rivalidad de ricos contra plebeyos. Los partidos de los Pumas eran trasmitidos por Imevisión y los del América, por Televisa.
Ser puma y crecer escuchando a José Ramón Fernández era una forma de oponerse a la cultura hegemónica inventada por Televisa. Imevisión era nuestro bastión simbólico de combate. Era el espacio desde el cual enfrentar al América y a Televisa, es decir, al poder. Así, la alianza tácita entre la UNAM e Imevisión convertía al estadio de Ciudad Universitaria en un espacio de disidencia, casi contracultural, un espacio donde no regían los principios del libre mercado y la sociedad de consumo. Ver a Aristegui era evitar a Jacobo, ver al Güiri Güiri era evitar al Pirrurris, ver DeporTV era evitar Acción, aunque yo, la verdad, también veía Acción. “Gol, error y figura” saciaba esa parte superficial de la vida que todos necesitamos. Para soportar tanto análisis de Joserra era necesario un poquito de “lo chusco” y algunas tonterías del pelón de las arañas que tejen su nido.
El equipo
En 1989 yo tenía 10 años y mi padre me llevaba a los entrenamientos del equipo. No sé bien cómo era la cosa. No entiendo si yo faltaba a clase y mi papá a su trabajo, pero me recuerdo infinidad de días de mi infancia en las canchas de entrenamiento o en el estadio mismo viendo entrenar a ese equipo y persiguiendo jugadores para sacarme fotos con esas cámaras con rollo de 24 fotos que había que mandar a revelar y rogar que salieran al menos 12 decentes. Eran épocas de ídolos y autógrafos.
En ese momento ya jugaban Ríos, Bernal, Nava, Juan de Dios Ramírez Perales (ese nombre o se dice completo o no se dice, porque Juan Ramírez para mí no es él), Suárez, Medina, Mizrahi, España, Negrete, Memo Vázquez, Patiño, García Aspe, Campos, Vera y Luis García. Salvo Vera, una perlita elegida con pinza y traída de Chile, el resto venía de la Cantera, todas piedras extraídas del pedregal y pulidas en la cancha número dos.
Poco a poco ese equipo se fue fortaleciendo. La amalgama comenzaba a tomar forma. El ciclo de cuatro años estaba por concluir. La escuela que iniciara Cesarini y continuara Milutinović comenzaba a dar frutos, ahora de la mano de Miguel Mejía Barón. Ese universo paralelo con filosofía propia logró generar uno de los mejores equipos de la historia del país. Tras un año increíble, llegaron a la final contra el América y nuestra cosmología pendía de un partido de ida y vuelta y dependía de un resultado.
Perdimos tres a dos el partido de ida en el Azteca con un Patiño que partía la tierra y un García que haría olvidar a Hugo Sánchez para siempre. Nos jugábamos la vida en la vuelta, en nuestra casa, nuestro universo, nuestro templo. Ese día el estadio estaba repleto. Corría el 22 de junio de 1991, eran las 17:05 de la tarde, el minuto cinco del partido, cuando Jesús Eduardo Córdoba le hace una falta al Tuca Ferretti tras una pared con Alberto García Aspe. Falta que cobra el mismo Tuca y mete bien adentro del arco de Chávez. Campos tapó un tiro de Domínguez en el minuto 90, sobre la línea, y esa tarde, todos nuestros sueños se hacían realidad y nuestros principios se imponían en un mundo que se regía por otros. El formato antiguo y pseudoamateur, universitario y baratito superaba al modelo futbolero mercantil. La alegría era absoluta, el paso de la niñez a la adolescencia comenzaba por todo lo alto. Valía la pena estar vivo, valía la pena tener principios.
El principio del fin
Un día llegó el Mundial de 1994 y el mundo se hizo un pañuelo por un par de semanas. México volvía al tinglado internacional después de años de castigo por los cachirules, con un equipazo increíble dirigido ni más ni menos que por Miguel Mejía Barón, ese señor encantador que tiempo atrás me ayudara a que los jugadores más apurados me dieran su autógrafo antes de irse a los vestuarios. Esa joya de equipo estaba conformada por mayoría de jugadores de los Pumas, eran como parte de mi familia y yo deseaba la victoria con todas mis fuerzas.
Una tradición futbolera estaba tocando techo. En la tierra del capitalismo más burdo, México con mayoría Puma llegaba a octavos de final y enfrentaba a Bulgaria. Ahí estaban Campos, Juan de Dios, Suárez, García Aspe y Luis García. Y si hubiera estado Vera, otro gallo cantaría. Con los búlgaros nos fuimos a penales; Campos tapó un penal y García Aspe no metió el suyo. Stoichkov obviamente lo metió y nos fuimos a casa. Mientas llorábamos la derrota y pensábamos que eso era lo más triste que nos podía pasar, México firmaba el Tratado de Libre Comercio y se convertía para siempre en un pueblo al sur de Estados Unidos. Comenzaba la caída libre de un país que no volvería a ser.
Con el nuevo gobierno del PRI empezó a darse un acelerado proceso de instalación de prácticas neoliberales que empezaron a privatizar cada uno de los ámbitos de la vida. El innombrable del bigotito y las orejitas privatizó los recursos naturales, la telefonía, los medios de comunicación, y en ese huracán que le arrebataba a los ciudadanos su propio país, el fútbol entraba en un acelerado proceso de mercantilización que lo haría pedazos. El Ejercito Zapatista se enfrentaba a ese nuevo México dispuesto a implementar las peores políticas neoliberales y la intensificación de la marginalidad. La sociedad de consumo se instalaba en la vida cotidiana. Comenzábamos a importar maíz y aguacates de Estados Unidos, esos que antes exportábamos, y en los mismos trenes donde venían los granos, venía la cultura de la basura que instalaría para siempre el consumo de espejitos de colores. En ese contexto mercantilizado, los Pumas debían competir contra empresas más poderosas, en un fútbol donde se movían cantidades cada vez más ofensivas de dinero. De a poco nos fuimos dando cuenta de que ahí, en ese club que había sido nuestro hogar, no había hombres capaces de resistir la embestida del neoliberalismo.
Y un día de 1994, el principio del fin: los Pumas salían a la cancha vestidos de Nike.
México, un cuarto de siglo después
En 2019, cuando volví tras 25 años de vivir en Argentina, las piedras de la Ciudad Universitaria seguían idénticas. Los murales, los edificios, las esculturas, los monumentos, todo igual, inalterable. La vida no. Era otro México. Era un país en guerra. Cada átomo de la vida se había tornado inhabitable, intolerable, repleto de violencia. Los Pumas también.
Poco antes de cumplir 40 años volví entrar al Estadio Universitario. Pasé por debajo del mural de Rivera y, al cruzar el umbral, ya no se respiraba un solo gramo de rebeldía. Los Pumas ya no eran contraculturales sino todo lo contrario, eran un objeto de consumo como cualquier otro pero con un agravante: vendía rebeldía adentro de cada envase. Se habían tornado un dispositivo de rebeldía sistémica. Mientras el resto de los equipos del país aceptaban sin orgullo, ni cuestionamiento alguno, su carácter de empresa, los Pumas de la UNAM se dotaban de la legitimidad que les daba su historia para vender humo. Y, entonces, me pregunté a mí mismo, perplejo, cantando un Goya sin alma, en medio de un estadio lleno: “¿Qué son los Pumas realmente?” Salí de ese horrendo Pumas cero, Pachuca también, lleno de dudas. La vida entera me pasaba por la mente sin alcanzar a comprenderla.
Me vi obligado a retroceder varios años en el tiempo y comenzar a contarme el cuentito desde el principio.
De Aguilar Álvarez a Aguilar Álvarez
El cuentito nuevo fue catastrófico. Así como Pablo Neruda no se llamaba ni Pablo ni Neruda, sino Neftalí Reyes, los Pumas de la UNAM no se llamaban Pumas ni eran de la UNAM, sino Club Universidad Nacional AC.
Allá por 1954 los empresarios Guillermo Aguilar Álvarez y Max Tejeda Vega constituyeron una asociación civil llamada Universitarios FC. Un equipo de fútbol integrado por universitarios que tras dos años de existencia fue vendido por muy pocos pesos a la UNAM. Dicen que por 25 mil pesos actuales. En 1962, tras unos años en segunda división, ascendieron a primera.
Años después, ya instalados y con una identidad establecida, el día 3 de julio de 1977 los Pumas ganaban la final del campeonato a la U. de G., en un partido jugado en el Estadio Azteca a causa de la huelga del Sindicato de Trabajadores de la UNAM, y salían campeones por primera vez en su historia. Todo iba viento en popa o parecía. Dos días después de ese partido, el rector de la universidad, Guillermo Soberón, junto con el secretario general administrativo, el señor Javier Jiménez Espriú, decidieron ceder el equipo a un grupo de exalumnos de Ingeniería de la UNAM que se ofrecieron para cuidar de él. Era un grupo de empresarios encabezado por Bernardo Quintana Rioja y Guillermo Aguilar Álvarez, hijo del primer propietario, quienes conformaban ICA, una de las constructoras más grandes del continente. Ese día, 5 de julio del 77, se constituía la Asociación Civil Club Universidad Nacional. El equipo, que en 1954 fuera de Aguilar Álvarez, pasaba 23 años después a manos de su hijo, Aguilar Álvarez Jr.
La bondad de estos hombres era tal que prometieron que las pérdidas monetarias las absorberían ellos y que si llegara a haber ganancias, serían la aportación del grupo para su alma máter y, así, colorín colorado, fueron cedidos por 99 años. Según la investigación de Contralínea, el folio real 00011520 del Registro Público de la Propiedad establece que el Club Universidad Nacional, asociación civil, surgió con el objeto de “colaborar materialmente y económicamente con la Universidad Nacional Autónoma de México para el fomento y progreso del deporte en cualquiera que sea y en los términos que más convenga a dicha finalidad, impulsando la práctica y desarrollo de las mismas en beneficio de la juventud”.
Dos días después del acuerdo, el 7 de julio, con el equipo campeón y convertido en empresa privada, la huelga del Sindicato de Trabajadores de la UNAM fue derrotada gracias a una alianza entre el presidente López Portillo, el rector Soberón y la empresa Televisa.
Cuestión que los Pumas no eran de la UNAM sino de una empresa constructora media truculenta. Sin embargo, nos preocupaba poco y nada porque el equipo funcionaba. No importaba demasiado ser una empresa privada si los mecanismos de funcionamiento aparentaban ser universitarios, autónomos y precapitalistas.
En 1993, con la ola de privatizaciones del pelón del mal, Imevisión fue subastada, la licitación asignada a Ricardo Salinas Pliego, propietario de las tiendas Elekrta, y privatizado bajo el nombre de TV Azteca. Todo quedaba entre Salinas. Paralelamente, los Pumas jugaban horrible y se dirigían hacia la catastrofe final, o la que parecía final, si no fuera porque era solo un eslabon de una cadena que conducía al mismísimo infierno y se dirigía, a los más profundos sótanos del poder. El Patronato del Club acordaba con Televisa y recibía cinco años de derechos de trasmisión por adelantado. El fútbol ya era de Televisa y nosotros, un poco también.
La Rebel
Si algo tenían de lindo los estadios de fútbol en México era que, incluso en medio de un país en guerra, con los mayores niveles de violencia del mundo, solo superado por Siria, Afganistán y algún otro infierno por el estilo, aquí todavía mantenían cierto nivel de paz. Sin contar Centroamérica, donde no tengo ni idea de qué sucede, en el resto de América Latina ya existían las barras bravas y la violencia era una constante de conflicto social. En México no. Hasta mediados de los 90 todavía se podía ir en paz, pagando entradas baratas, con estadios medio vacíos, sentarse cerca de la cancha y comer y tomar cerveza. Pero, claro, como el punto era llegar al centro de la Tierra, al epicentro del desastre, a alguien se le ocurrió la maravillosa idea de importar de Argentina lo peor de Argentina: la violencia organizada en el fútbol. Y lo hicieron de la mano de Andrés Fassi, paradigma del peor dirigente del Cono Sur. No había bastado con Calderón y su maravillosa idea de pegarle un mazazo al avispero con su declaración de guerra al narco, como para que además viniera un dirigente argentino a Pachuca y nos vendiera la moto de la pasión sudamericana. Fassi, empresario cordobés, abanderado de la figura de las asociaciones civiles, en un país lleno de clubes sociales, nos trajo de suvenir el modelo de la hinchada rioplatense. Nos trajo el manual, paso por paso, a prueba de tontos, de cómo conformar el modelo integral de delincuencia organizada entre políticos, dirigentes, policías e hinchas. Una verdadera joyita mafiosa sostenida en la falacia del amor a los colores.
Fassi llega a Pachuca con el manual bajo el brazo, cual biblia de las mafias, y un chileno de la Garra Blanca (hinchada de Colo-Colo) que comienza a dar clases de barrismo a los desperdigados y distraídos integrantes de las porras locales. “El bracito se levanta así, la boquita se abre así, el sonido sale de la garganta. Cada uno de ustedes debe sonar a multitud, y al que no cante lo cagamos a palos”. “Primero está el equipo y después la madre”. “Los colores de la camiseta son la vida y lo demás no importa nada”. Y así, lección tras lección, las porras se habían convertido en barras bravas. ¡Que maravilla, que notición! A finales de los 90, los Pumas pasaron del ambiente hogareño y clasemediero, los cantos de kermés y los albures aislados, a ser el club con la barra más violenta del país.
La Rebel, que había nacido con la intención de ser una porra con sentido social, con una visión comunitaria de la vida, como ese espacio donde se amalgamaba la diversidad del cosmos universitario, se convertía en una multitud de apasionados eufóricos que agitaban el brazo y hablaban con un acento argentino más falso que el verde de las paletas de hielo. Una porra que se llama rebelde pero está más interesada en cantar “cómo no te voy a querer” que en exigirle a su equipo y a la UNAM un mínimo de dignidad y un mínimo de respeto por su historia y sus principios.
Banamex
Moraleja: si algo puede ir peor, irá peor. A principios de 1999 inició una huelga estudiantil en la UNAM porque a las autoridades y al gobierno se les había ocurrido la brillante idea de aumentar las cuotas para los estudiantes. La UNAM y su huelga se volvió el eje de discusión del país. Durante un largo periodo en que la universidad estuvo cerrada, los Pumas no pudieron jugar en su estadio e hicieron de locales en Querétaro. Cuando tuvieron que tomar partido a favor o en contra de la huelga, tanto el equipo como muchos de sus hinchas estuvieron a favor del fin de la huelga para volver a jugar en CU. El fútbol tenía que continuar, la huelga no. La fiesta no puede parar, el negocio tampoco. Pan y circo.
Y un día, finalmente, se acabó la huelga y todo lo demás también. Cuando los Pumas, que ya no eran los Pumas sino cualquier otra cosa, regresaron a Ciudad Universitaria, volvieron con una sorpresita en el uniforme. Habían achicado el puma en el pecho para que cupiera la palabra que describiría nuestra verdadera identidad: Banamex. Nike, Televisa, Banamex. No quedaba nada más. Ese fue el acto que nos igualaba con el resto de los equipos. Los Pumas habían dejado de existir. El equipo no tenía lazo alguno que lo uniera a la comunidad universitaria.
Eso sí, como para que todo fuera un poco más terrible, se inventó a una mascota horrenda para que vistiera la playera con la marca Banamex en grande y acompañara al equipo a todas partes. La falta de ética tenía que venir acompañada del mal gusto. Un señor disfrazado con mameluco, como animando un cumpleaños de un niño de ocho, al estilo de los peludos promotores animales de Reino Aventura. Ese burlesco puma de peluche inventado por Banamex saltaba a la cancha promocionando al banco más grande del país y le contaba hasta tres al público del estadio para que cantara el Goya. El peluche se llamaba Goyo e inauguraba la era del fin de la dignidad.
El Club Universidad Nacional AC comenzó a crecer sin parar. El puma se achicó cada vez más y la playera se llenó de auspiciantes. Dos adelante, tres atrás, uno en las mangas, un par en los hombros, unos al costado del pantalón y un par en las nalgas. El equipo no jugaba bien pero se hacía comercial y popular. La Rebel se convertía en la porra más grande de México y el equipo se llenaba de aficionados. En 2004, de la mano de Hugo Sánchez, salieron bicampeones y consolidaron a la asociación civil como uno de los grandes equipos del país. De los Pumas no quedaba ni rastro.
Llevaba unos pocos meses de vuelta en México y ya me había contado el cuentito desde el principio. Mi infancia estaba intacta y mi amor a esos Pumas del 91, incuestionable, sin embargo, el hogar que nos cobijara en su momento había desaparecido. Era puro recuerdo. Los guerreros de los murales de las grandes fachadas de la UNAM ya no luchaban por nada. Eran suvenirs de tiempos pasados. La historia, como decía Carlitos, se repetía primero como tragedia y luego como farsa. Sin embargo, no sabía que la farsa era tan grande hasta que un día, gugleando en el teléfono, parado en el pasillo de un trolebús por la avenida Cuauhtémoc, encontré la inigualable investigación que hiciera Mauricio Romero para la revista Contralínea y pusiera el punto final a la caída libre de la decepción.
La estafa
Resultaba que la historia que nos habíamos contado no solo era la versión amable de una realidad decepcionante, sino que el presente era aún más turbio. Romero se preguntaba, así como pa’ empezar, digamos, si se había respetado el acuerdo firmado en el 77 donde se establecía que cualquier ganancia sería para la universidad y cualquier pérdida la asumiría el patronato. La respuesta era, obviamente, negativa. Romero consultó a la universidad y al patronato sobre las cuentas, los cobros y los pagos, y ambos se negaron a responder. Parece que la trasparencia no es lo suyo. Romero tuvo que solicitar un recurso de rendición ante el INAI, tras el cual la universidad se vio obligada a mandar un hermoso excel donde se demostraba que lo que había no eran cobros, sino pagos. ¡Pagos! La moraleja de este texto se mantiene intacta. No solo nos habían expropiado nuestro equipo y nuestra casa, sino que además habíamos pagado para ello. Impactante por lo menos.
“Dueños y funcionarios lo niegan públicamente, pero Pumas goza de millonarias aportaciones anuales de la UNAM. De 2014 al primer semestre de 2019, la universidad entregó a la asociación civil por lo menos 338 millones 908 mil 980 pesos, admite el Patronato Universitario por medio de la Dirección General de Finanzas”, dice Romero en la segunda parte de la investigación, esta vez presentada en agosto de 2019 en el programa de Carmen Aristegui.
El acuerdo inicial era que el patronato le otorgara a los trabajadores de la UNAM un porcentaje de entradas a los eventos. Sin embargo, a alguien se le ocurrió que mejor no, que la mejor idea era que la UNAM, en vez de recibir las entradas gratis para su comunidad, se las pagara a la asociación civil con dinero real. Real real, con Juárez, Cuauhtémocs, Hidalgos y Morelos. Así, mediante ese mecanismo, justifican pagos injustificables de la UNAM hacia la empresa privada. Las facturas las subió Romero a la web y están ahí para quien tenga tiempo y ganas de echar un ojito.
En otra de esas misivas enviadas por Romero a la UNAM, INAI mediante, pregunta: ¿Cuánto ha pagado el club por superávit a la universidad en estos 40 años? No hay pagos por superávit, responde la universidad. Ah, pero la AC paga por el uso del estadio, por lo menos. Que no, que no, que tampoco, que es un poco todo lo contrario: que la universidad le paga al patronato el uso de la pantalla del estadio cuando se juega fútbol americano, atletismo o actividades de facultades. Poco más de 20 mil pesos por evento. Que resulta que el estadio es de la UNAM pero el marcador electrónico no. Ah. Pero la UNAM debería recibir algo por prestar su estadio, digo yo. Que no, que tampoco. Que el estadio se los da gratis, porque son buena onda y que de paso la UNAM también se hace cargo de todos los servicios, luz, agua, gas, limpieza y mantenimiento del estadio. Ah. Bueno, pero las canchas de entrenamiento de la Cantera sí se las rentan, ¿no? Que ya te dije que no. Resulta que dentro de la reserva natural de esa biosfera prehispánica había una cantera de 20 hectáreas de donde se extrajeron, durante décadas, más de 5 millones de metros cúbicos de grava para asfaltar las calles de la Ciudad de México, que dejaron un hoyo gigante, dentro del cual ahora están las instalaciones de la Cantera de donde se sacan jugadores. Ah, ok, ¿y entonces? Y entonces en 1997 la Cantera fue cedida al patronato en comodato por 30 años. Es decir que la empresa no va a pagar un solo centavo por el uso de las instalaciones hasta el 2027. Después seguro que tampoco. Es cierto que las instalaciones fueron financiadas por aportes privados y no por la UNAM, pero también es cierto que la universidad figura como un actor absolutamente pasivo en todo esto, que cede terrenos que le están siendo enajenados.
Eso sí, para que no anden diciendo, a partir del año 2008 la asociación civil le comenzó a pagar a la UNAM por la explotación de su imagen, es decir, por el uso del nombre, del escudo y de todas las imágenes de la universidad (incluidos los inmuebles, las esculturas, los murales, etc.). Según registros de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública Gubernamental, desde 2008 la UNAM ha recibido la suma de 43 millones 536 mil 654 pesos. Una cifra que no parece ni mucho ni poco hasta que te das cuenta de que es menos de lo recaudado en entradas en un partido cualquiera, momento en que no solo se hace poco, sino que se convierte en una miseria y una burla.
Y esa miseria no fue entregada gracias a la ética de los integrantes del patronato, sino porque en 2004 el rector Juan Ramón de la Fuente estableció el primer convenio de licencia de uso de marcas, en el cual los productos de los Pumas estaban registrados “bajo autorización de la UNAM”. Bueno, eso está bien. Sin embargo, en 2012, cuando se renovó dicho convenio, los productos de los Pumas estaban “bajo la autorización del Club Universidad Nacional, AC” debido a los diferentes permisos que se fueron estipulando. O sea que aquí cualquiera estipula lo que se le da la gana. Dicho acuerdo, cabe destacar, le confiere y otorga a la asociación civil licencia exclusiva para utilizar, explotar y sublicenciar las marcas. Es decir que por esos 40 millones que han pagado, le han sublicenciado la marca a Nike, a Banamex y a varias más para que la comercialicen sin que la universidad reciba un peso adicional. Una joya. Eso sí, podemos suponer que la AC se está llenando de plata con la venta de uniformes, patrocinios, contratos televisivos y entradas al estadio.
En algún momento, cuenta Romero, “[l]a asociación civil llegó a declararse, por escrito, como carente de equipo suficiente para sus actividades”, así que la UNAM, con su alma caritativa, le dio computadoras, equipos de trabajo, automóviles” y alguna que otra cosita, como pa’ que subsistan, digo yo. Lo que es el amor a los colores. Qué belleza. Mientras tanto, el Pajarito, el inventor del logo, vive en una casita de lo más humilde porque la UNAM no le ha pagado nunca ni un peso por los derechos de autor del puma azteca que todos conocemos. Ni un homenaje, ni una llamada de teléfono.
La investigación de Romero es tan oportuna como desoladora. No solo ha desaparecido nuestro equipo sino que se convirtió en una organización delictiva. Entre la UNAM y Club Universidad Nacional AC armaron una alianza donde todo lo que no vale, vale. Además de un daño patrimonial, es un desfalco al Estado. La utilización de recursos públicos para fines privados es, hasta que se confirme su ilegalidad, como poco, ilegítimo.
“Es curioso que los asociados son los grandes empresarios de México. Pumas pertenece a los grupos beneficiados por el sistema, quienes han hecho negocios por sus relaciones de poder y haciendo política. Esos son los que están haciendo negocio con el club”, señala Marco Antonio González Pérez, catedrático de la Facultad de Estudios Superiores Iztacala, en la publicación de Romero en Contralínea. “Hay un trato de privilegio, por no decir un acto de corrupción evidente, entre el club y la universidad”. Entre los integrantes del patronato se puede nombrar a todos los rectores de la UNAM desde el año 77 y a las siguientes figuritas: Carlos Slim Helú, Carlos Slim Domit, Alfredo Harp Helú, Héctor Slim Seade, Joaquín López-Dóriga, Emilio Lozoya Thalmann, Ramón Neme Sastré, Carlos Eduardo Represas, Gilberto Borja Navarrete, Jorge Borja Navarrete, Aarón Padilla, Arturo Elías Ayub y Rodrigo Ares de Parga.
Se trata de un sinfín de elementos que sostienen un gran montaje. Un grupo de empresarios y académicos disfrazados de universitarios cantando cachún cachún, ra ra. ¿Y qué gana la UNAM con todo esto? Por un lado, mantener a los Pumas dentro de la institución y, por otro, lo más importante, una inmensa cantidad de mordidas que llegarán a los bolsillos de los directivos que toman las decisiones.
Si pensamos que en los Pinos se designan los rectores de la UNAM, entonces el Club Universidad, alias los Pumas, hace varias décadas que son un organismo apéndice del PRI, del PAN y Televisa. Vendríamos siendo, por más que me cueste pensarlo y escribirlo, el hermanito menor del América, pero peor, vendríamos siendo el hermanito hipócrita que no acepta lo que es y va por la vida con la playera del Che Guevara. Deberíamos irnos castigados a jugar al Azteca y volver a CU cuando tengamos los principios bien puestos.
Final
Los Pumas seremos Pumas para toda la vida. Es un amor irrenunciable. Un amor que fue real y ahora es, quizás, platónico. Uno no deja de ser lo que es porque el poder nos arrebate nuestros bienes. Las ideas no se roban. No somos más grandes ahora que el estadio se llena todos los partidos, eso solo quiere decir que somos más comerciales. La grandeza no se mide en dinero ni en espectadores ni en copas. La grandeza solo la dan los principios, “la nobleza de los recursos utilizados”. Alguna vez demostramos que una escuela de fútbol logró hacer mejor las cosas que el dinero. Que la educación pudo más que el poder. Demostramos que se puede. Que la Cantera pudo más que la cartera. Con saber que se puede basta. Mientras no nos convenzan de lo contrario, el resto da igual. Seguiremos cantando el Goya cuando nosotros queramos, no cuando el peluche de Banamex nos lo indique.
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