Tiempo de lectura: 7 minutosUno pensaría que cualquier adulto que desee trabajar puede hacerlo, lo creemos, quizá, porque un artículo de la Constitución mexicana –el 123 para quien no lo tenga presente– afirma sin vacilaciones que todos tenemos derecho al trabajo, y porque cuesta imaginar –y cuesta todavía más asumir– que hay gente excluida del mercado laboral. No es un problema menor, no se le puede descartar pensando que los excluidos del trabajo son simples excepciones. Son muchos los que teniendo la necesidad de trabajar enfrentan obstáculos para hacerlo. En realidad, son muchas, en femenino y en plural. Son las mujeres quienes, en mayor medida que los hombres, padecen la exclusión laboral. Anticipo que las lectoras sabrán a qué tipo de impedimentos me refiero; los enlisto para los que no estén enterados de ellos: el embarazo, el cuidado de los niños y los ancianos e incluso la prohibición de trabajar impuesta por maridos, parejas, padres. Por si fuera poco, la exclusión laboral de las mujeres se ha recrudecido con la pandemia de covid.
Basta consultar la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) para comprobar lo que he dicho hasta ahora, y para empezar a comprender la magnitud de esta forma de exclusión en México. Antes de que la pandemia llegara al país, 7.2 millones de personas se encontraban en la situación que describo; de ese total, 5.5 millones eran mujeres. Los números absolutos sorprenden, confirman que la exclusión laboral les afecta principalmente a ellas; puedo ponerlo en otros términos para que la información se asiente aún más en nosotros: por cada hombre excluido del mercado de trabajo, hay tres mujeres que también lo están.
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Hace tiempo que los economistas sabemos que la región en la que se nace determina el futuro de cada persona. Así es, en México: el origen es destino. No hay carrera entre el punto de partida y la meta final. “Hay que echarle ganas para salir adelante” es una frase sumamente engañosa, pues no tiene sustento en los datos de la realidad. Si el esfuerzo fuera suficiente para que las personas escapen de la pobreza, si “trabajar duro” bastara para conseguir un ingreso más alto, entonces no importaría el contexto de origen de cada quien: no importarían los recursos económicos de nuestros padres ni su grado de escolaridad, ni la pertenencia étnica, ni el tono de piel, no importaría el género ni –vuelvo a mi punto– la región donde nacimos y crecimos. Lo demuestra la gráfica 1. Muestro en ella dos cosas al mismo tiempo: la marcada diferencia en la exclusión laboral que existe entre mujeres y hombres, y cómo esa disparidad se agrava en los estados del sur de México.
En Baja California Sur, por ejemplo, por cada hombre excluido del mercado de trabajo, hay dos mujeres en esa situación –y por ese motivo aparece en la parte inferior de la gráfica–. El extremo opuesto es Chiapas –se encuentra en la parte superior de la gráfica, es decir, representa el peor lugar en esta medición–, donde por cada hombre excluido del trabajo hay casi seis mujeres en la misma condición. ¿Y qué ocurre entre los extremos? Si uno revisa de arriba abajo el eje vertical de la gráfica, casi sentirá que está recorriendo de norte a sur los estados del país. El entorno de Sonora, Baja California, Tamaulipas, Nuevo León, Sinaloa, Durango, Nayarit, Chihuahua y Coahuila es muy parecido al de Baja California Sur, por cada hombre excluido del mercado laboral, hay alrededor de dos o tres mujeres excluidas. La capital nacional y el Estado de México también se encuentran dentro de este grupo, junto con otros estados centrales como Morelos, Querétaro y Jalisco. Por el contrario, la disparidad empieza a ensancharse más en Tlaxcala (donde hay cuatro mujeres excluidas por cada hombre), en Guerrero (donde la medición es de 4.2), en Hidalgo (donde es de 4.59). Al llegar a Oaxaca (la cifra es de 5.3) y Chiapas (con 5.73), el problema estalla. La exclusión laboral es, indudablemente, un fenómeno regional y de género.
Gráfica 1. Razón mujeres/hombres de población excluida del mercado laboral, por entidad federativa, primer trimestre 2020 (con base en el ENOE).
Quiero regresar a la gráfica, esta vez a la última cláusula del título, ahí donde dice “primer trimestre del 2020”. Hasta el momento he explicado un panorama que todavía no incluye lo que sucedió con la pandemia. Entonces, en el tema que nos ocupa, ¿cuáles son las consecuencias de la crisis económica surgida de la crisis sanitaria? Para decirlo pronto, la exclusión laboral está recrudeciéndose. Entre el primer y el tercer trimestre de 2020, el número de personas excluidas del trabajo creció de 7.2 a 8.7 millones, es decir, en 20%. Y, otra vez, el problema les afecta desmedidamente a ellas: del millón y medio de nuevos excluidos, casi un millón son mujeres.
Así como en la gráfica anterior se pudo apreciar la combinación de dos variables en la exclusión laboral –atendiendo no solo el género sino también la región, porque no es lo mismo ser mujer en la ciudad de México que serlo en Chiapas–, de nuevo conviene mostrar más datos, hacer un análisis más profundo y desmenuzar la información. En la gráfica 2 combino el género y el rango de edad para determinar qué tipo de mujeres resintieron la pandemia al grado de quedar excluidas laboralmente. Primero, las instrucciones sobre cómo interpretarla. En el eje horizontal, divididos en grupos, están los rangos de edad; el eje vertical mide el número de personas excluidas del mundo laboral. Los rombos azules representan el número de mujeres excluidas del mercado durante el primer trimestre del año pasado; los cuadrados color naranja, la cantidad de mujeres excluidas una vez que terminó el tercer trimestre de 2020. Los triángulos grises y los taches amarillos hacen lo mismo para el caso de los hombres en los mismos periodos.
Gráfica 2. Exclusión laboral por grupo de edad: primer y tercer trimestre de 2020 (ENOE).
Al leer la gráfica de izquierda a derecha, enseguida se puede ver que para las mujeres que tienen entre 15 y 18 años, así como para las que están entre los 19 y los 24, casi no aumentó la exclusión laboral durante los meses en que la pandemia no estaba muy extendida en México y en los meses de julio, agosto y septiembre, cuando ya el país, según los datos oficiales, había conocido el primer pico de la pandemia. Quienes más resintieron la contracción económica de 2020 fueron, en cambio, las mujeres de entre 25 y 34 años: si antes de la pandemia había 1.2 millones de excluidas, con ella el número creció a 1.5 millones. Les siguen las mujeres de entre 35 y 44 años; el año comenzó con 1.1 millones de excluidas y llegó a 1.3 millones al fin del tercer trimestre. Después están aquellas que tienen entre 45 y 54, pasaron de 950 mil excluidas a 1.15 millones. Y, finalmente, las que suman entre 55 y 64 años. Son dos las conclusiones que se desprenden de estos datos: definitivamente, las mujeres padecen de mayor exclusión laboral que los hombres y, por si fuera poco, la crisis económica tuvo sus peores consecuencias en las mujeres que están en la plenitud de la etapa productiva. Ya inmersos en la pandemia, en total, 2.85 millones de mujeres de entre 25 y 44 años estaban excluidas del mercado laboral.
Con todo, la exclusión del trabajo que padecen las mujeres –exacerbada, insisto, por la crisis económica– no es el único problema; al mismo tiempo se enfrentan a la dualidad del mercado laboral en México, es decir, a la profunda división que existe entre el trabajo formal y el informal. Sabemos que si el empleador registra al trabajador ante el Instituto Mexicano del Seguro Social, cumpliendo con las cuotas de seguridad, éste tendrá acceso a un paquete amplio de protección que abarca la atención de enfermedades, licencias de maternidad, guarderías, seguro de vida y de invalidez, jubilación, entre otras prestaciones sociales. No es un paquete despreciable de beneficios, e incluso se extiende a la familia del trabajador; absolutamente todos los beneficios se pierden cuando el trabajador entra al mercado informal. En México, del total de personas de 15 años o más que se encuentran ocupadas, menos de la mitad están afiliadas al IMSS, de las cuales alrededor del 40% son mujeres. Quiero buscar una imagen que resuma el problema, que lo comunique de golpe: la desigualdad es una pila de capas, cada una, tan pesada como la anterior, excluye más a las personas.
En el Centro de Estudios Espinosa Yglesias no solemos limitarnos a señalar los problemas. Ya llevamos un buen tiempo proponiendo medidas que impulsen la movilidad social, es decir, que permitan que el futuro de las personas no esté determinado por su origen o, en este caso en particular, por su género. De manera recurrente hemos planteado que México necesita un sistema de protección social universal, uno que otorgue cobertura con independencia de la condición formal o informal de los trabajadores. Precisamente, el carácter universal del sistema es una de las claves para atravesar las capas de desigualdad que padecen las y los mexicanos.
Al respecto, hay un componente indispensable para asegurar que así funcione, me refiero al sistema nacional de cuidados. Dicho sistema debe proveer servicios de cuidados para la población infantil a través de guarderías y estancias. También se requieren servicios educativos de horario extendido. Para los adultos mayores, enfermos o con discapacidad se requieren servicios de estancia diurna o residencial, y no hay que olvidar la necesidad de los servicios domiciliarios de apoyo a cuidados especializados. Además, el sistema de cuidados debe incorporar beneficios y esquemas de protección social para la población cuidadora, así como mecanismos de conciliación entre trabajo y familia. Lo fundamental es que este sistema, insisto, sea universal para resolver las fallas de acceso que hoy prevalecen. Una vez implementado, se irán eliminando los obstáculos que impiden que las mujeres participen en los trabajos remunerados: el cuidado de los niños y ancianos se convertiría en una actividad profesional, y las mujeres podrían tener ingresos que les permitan salir de la pobreza y darles más oportunidades a sus hijos, de modo que el origen de las personas no determine su futuro.
Al empezar la década, esta es la situación de nuestro país: para quienes nacen en la parte más baja de la escalera social, las posibilidades de llegar al escalón más alto son prácticamente nulas –el pobre no se hace rico–; en realidad, la probabilidad de que una persona supere la condición de pobreza es menor al 30%; y si esa persona nació en alguno de los estados del sur, la probabilidad se reduce al 14%. Para las mujeres resulta todavía más complicado. Hace dos años, Andrés Manuel López Obrador llegó a la Presidencia de la República repitiendo un lema: “Por el bien de todos, primero los pobres”. Si bien existe una ruta trazada para la recuperación del salario mínimo, todavía no hemos visto políticas que permitan superar la dualidad del mercado laboral ni que eliminen la exclusión laboral de millones de mujeres. En esta década que apenas empieza, el gobierno, los empresarios, los contribuyentes y la sociedad en general deberíamos entenderlo como un exhorto de plazo urgente y no negociable. De lo contrario, México será un país todavía más desigual e injusto.