Tiempo de lectura: 6 minutosEn las últimas semanas, a la par que compartíamos el evento inédito de una cuarentena global, una variedad de voces y plumas han ido interrogando cuál será el efecto de la pandemia de la Covid-19 en una multitud de sectores económicos y estructuras sociales. La constante que atraviesa esas evaluaciones es la convicción de un quiebre de los modelos y prácticas: habrá un antes y después de la pandemia, un “a.p.” y “d.p” si ustedes gustan, la seguridad en medio de muchas otras incertidumbres de que para efectos prácticos ya nada será igual.
Es por demás significativo que una de las primeras instituciones sometida a ese esfuerzo, un tanto persecutorio de pronóstico, sea el Museo y, en especial, el Museo de arte contemporáneo. Se nos presenta una especie de autopsia por adelantado: el concepto del museo lleno de visitantes y especialmente turistas, la obsesión del exhibicionismo y el constante intercambio de objetos a través de océanos y continentes, la promiscuidad de cuerpos, ojos y lenguajes pasando revista a exposiciones cada vez más costosas, ambiciosas y espectaculares que se dan ya por muertas en favor de un modelo mucho más modesto, local y ajustado a una experiencia íntima. De algún modo, ya sea por el rescate de la función científica de los museos o la aspiración a la felicidad del silencio y el espacio de disfrute de un perverso placer minoritario, y la nostalgia por aquel tiempo mítico en que los museos estaban gratuitamente abiertos a la visita exclusiva de conocedores y artistas, lo que se nos adelanta es la noción de que estas instituciones habrán de cambiar súbitamente. No en términos de un desarrollo inédito, sino de una restauración. La vuelta a sus valores supuestamente originales, con lo que la desgracia se enmascara de arrepentimiento y promesa de redención: para empezar, en la esperanza de que en el futuro los museos hayan de perder su exceso de actividad y exceso de público.
Por el momento, me abstendré de evaluar si esas predicciones tienen una base firme, o si se trata de una evaluación amarillista que solo traslada las ansiedades de la pandemia a un futuro indeterminado, acompañadas del avance de posiciones que se escudan —para citar a los clásicos— en la frase de cómo el cataclismo nos vino “como anillo al dedo” para efectuar nuestros propósitos. Yo siento que es muy temprano para predecir cuál será la psicología que tengamos los ciudadanos cuando se nos libere, como prisioneros, para reconstituir el espacio público en parques, comercios e instituciones culturales, y recobremos una apariencia de convivencia y coexistencia en el espacio. Soy alérgico a predecir, prefiero actuar. Y prefiero pensar en los seres humanos como diversos y misteriosos para además planear por adelantado sus reacciones íntimas.
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Dejemos de lado el hecho de que, incluso en el momento más inmediato, cuando nuestro roce esté todavía eclipsado por la amenaza del contagio, los espacios museísticos y las galerías tendrán mayor oportunidad de adaptarse a funcionar bajo ciertas normas de seguridad para visitantes y trabajadores, que las salas de concierto o las discotecas. Los ajustes que los museos tendremos que hacer para que el público esté y se sienta más seguro en sus visitas son relativamente simples en comparación con lo que supondrá determinar distancias en una orquesta sinfónica y la disposición de audiencias en el cine. Esto sugiere que en la atención que recibe el futuro de los Museos hay una ansiedad cultural y existencial que va más allá de una mera evaluación técnica. Me parece que la prontitud con que se pasa autopsia al fenómeno de los museos de masas es sintomática. Habla de cómo ante la incertidumbre existencial y económica que supone el coronavirus, también se expresa un conjunto de fantasmas y conflictos morales. En la visión de que, al menos por un año o dos, la relación entre la cultura museística y las masas de visitantes estará limitada o proscrita, se cuela un disgusto o incomodidad: el reproche moral y político de que los cambios de los museos en los últimos decenios sugieren a sus usuarios hipotéticos o reales.
Es como si en estas instituciones, donde hay una cierta negociación entre lo vivo y lo muerto, y los vivos y los muertos, se filtra la confusión frecuente que existe entre temor por el futuro y deseo de (auto)castigo moral. Me pregunto si bajo el terror que nos produce la pandemia, no se cuela la idea de que la cultura (y particularmente la intensidad de la actividad del mundo del arte contemporáneo) requiere una cierta expiación y penitencia. Tal es la incomodidad que nos resulta atestiguar que, en efecto, lo que era una cultura prestigiosa y minoritaria, o arriesgada y minoritaria, se ha vuelto una cultura en buena medida masificada.
Ciertamente enfrentábamos una serie de novedades que mezclan, vistas con distancia, desarrollos inquietantes y otros más bien positivos. En los últimos tres decenios la imagen polvorienta y solitaria del Museo como templo/basurero de objetos culturales ha sido reemplazada por la idea de un creciente, y para muchos, bárbaro espectáculo de crecimiento y exhibicionismo. En efecto, y uno de los signos del cambio es la espectacularidad y ostentación de una cierta arquitectura, los museos se han convertido en un foco creciente de atracción y acumulación social. Empezando por la adaptación de Ming Pei de la pirámide del Louvre en 1989, para hacer posible que una serie de palacios barrocos pudieran tragarse a millones de visitantes de todo el mundo; pero sobre todo con la apertura de la Tate Modern de Londres en 2000, el modelo dominante del Museo de arte se ha ligado a la expectativa de convocar a una demografía incesante, y la aspiración de instaurar esa máquina de ver y contemplar en uno de los símbolos distintivos de las metrópolis del capitalismo global.
Ese giro ha sido particularmente abrupto para la experiencia del arte contemporáneo. En unos pocos años dejaron de ser el nicho de una cultura minoritaria de iniciados, limitadamente respaldados por patrones y gobiernos, a volverse una cultura de referencia generalizada, de un carácter profundamente ambivalente. Por un lado, es el trofeo de la riqueza de la nueva plutocracia planetaria, al mismo tiempo que es campo de intersección de una variedad de prácticas culturales que (integrando aspectos tanto de la academia como del activismo y el espectáculo) quisieran reemplazar la noción de la alta cultura por una especie de esfera pública paralela. Ese objeto de deseo ha construido formas de administración cada vez más polémicas. Con los recortes a los presupuestos públicos que generó el neoliberalismo, una de las opciones ha sido transar con el mercado y pretender que los museos definan sus políticas a partir de la popularidad y la taquilla. Los Museos dejaron de concebirse como los protectores de una vocación intangible pero elitista, para consagrarse al cultivo de la llamada viabilidad económica. En paralelo, se han vuelto también en espacios de una constante interrogación de los conflictos de la sociedad y espacios para formas de arte y pensamiento crítico. Paradójicamente, esa convivencia de activismo y especulación, con todas las chispas que produce, no deja de ser dinámica. El templo mezcla elementos del mercado con los del foro, y los públicos no sólo los reclaman con su presencia: suscitan debates y críticas que prueban día con día que son percibidos como instituciones claves y vivas.
Tenemos pues una situación donde, a la realidad complicada en que los Museos deberán sufrir una multitud de desafíos económicos, prácticos y simbólicos, hay que añadir la forma en que, en nuestra reacción ante los desafíos de la pandemia, se mezcla también la mala conciencia: ¿será que esta cultura consumista y expansiva, cada vez más cosmopolita y prestigiosa, que desafía la división entre lo profundo y lo superficial, lo político y lo comercial, lo popular y lo oscuro, es demasiado expresiva de esta civilización como para que necesite también replantearse? Uno no deja de percibir que en las duras medidas de emergencia, aparece también una determinada nostalgia por restaurar la antigua ecología militante del museo como una institución sagrada, dedicada al saber por el saber o al arte por el arte, lejos de las tentaciones, seducciones y usos bárbaros del llamado “gran público” infectando ahora nuestras salas de exhibición con algo peor que sus selfies y gustos desencaminados.
Imagino que ésta no será una condición única, que en muchos otros terrenos el futuro supondrá negociar entre complicadas decisiones técnicas y espinosas ansiedades morales. En el caso de los museos, no dudo que veremos experimentos, intentos de denegar que algo muy serio ha pasado con efectos irreversibles, y la aparición de nuevos modelos que integren públicos, debates y obras de manera inédita. En sí mismo, este porvenir no será la restauración de ningún orden ideal: tener públicos no era en sí un defecto, sino un cambio de estatuto de la cultura, y de la función de los espacios públicos. Lo que probablemente sí sea conveniente es poner atrás las metodologías mercantilistas que guiaban muchas instituciones, estrategias fallidas que sostuvieron una estructura de museo bajo la promoción de un producto falsificado. Avanzar ideas útiles para la circulación cultural no deberá ser una expiación de un pecado moral, sino la exploración de nuevas posibilidades culturales, críticas y de vida social.
Transformar una situación de emergencia en la oportunidad de desplegar alternativas de sustancia en el campo de la cultura, claro, supone hacer a un lado la tentación de asumir que una tragedia de esta dimensión no tiene por qué enfrentarse con una filosofía de expiación. Aun en la peor situación, la tarea de la cultura es crear a la par crítica y posibilidades.