Desde el malecón: Lista negra
Anécdotas de racismo. ¿Qué implica ser negro en Cuba o en casi cualquier otro lugar?
Su rostro era el rostro de la locura. Los pómulos se le ensancharon hasta más no poder. Los ojos le flameaban, eran fuego puro. Daba golpes con el puño cerrado encima de la mesa. Caminó hacia la cocina y algo sonó, algún objeto voló y se incrustó contra el piso, contra la pared. Regresó a gritos. Intentó herirme con frases descompuestas. Yo permanecí inmune desparramado en el sofá. Hasta que me lanzó un golpe que esquivé, hasta que me dijo: “al final eres un negro, un jinetero, como todos los cubanos”. Me levanté. Me fui.
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Segundo año de la carrera, allá por 2008. La facultad organiza una visita al Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Nos muestran las redacciones, los sets, nos presentan periodistas que salen a diario en la tele. Directivos nos hablan del funcionamiento del sitio, nos dicen que tenemos las puertas abiertas, nosotros los estudiantes de periodismo, para cuando queramos colaborar. En aquel entonces aún quería ser comentarista deportivo, estaba emocionado de estar allí. Pasé al set donde se graba el noticiario deportivo, me senté en una de las dos sillas y le pedí a algún compañero de aula que me hiciera una foto. Una de las mujeres que guiaba la visita me vio. “¿Te gusta el deporte?”, me preguntó. Afirmé con la cabeza sin hablar. “Pues que bien, porque estamos buscando negros. No tenemos negros en las secciones de deporte y bajó esa indicación del Partido (PCC-Partido Comunista de Cuba, único en el país), ahora hay que preocuparse hasta por eso aquí”.
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– ¿El de la foto de Instagram es familia tuya?
– Es el hijo de mi hermana, mi sobrinito.
– ¡No! ¿El papá es clarito, no? Porque salió súper adelantado.
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No podía aguantar más. Iba a explotar. Las ganas de orinar eran insoportables. Había tomado varias cervezas y el cuerpo me pedía a gritos ir al baño. Estábamos caminando aún. Quedaban unas cuadras para llegar a O´Reilly 304, un restaurante de la Habana Vieja. Le dije: avanza y te alcanzo, estoy casi doblado. Divisé un poste eléctrico que estaba justo al lado de unos latones de basura. Me cercioré que no hubiera alguien cerca, que ningún policía anduviera merodeando, me camuflé como pude y oriné. Luego salí corriendo, me sentía liviano. Me llevaba dos cuadras de ventaja. Cuando la alcancé, ya estaba entrando al restaurante. El hombre de la puerta me escaneó con la vista, de arriba abajo. Yo jadeaba por la carrera, mi rostro tendría algunas gotas de sudor. “¿A dónde vas?”, me dijo. Adentro, vengo con ella, respondí. “Brother, aquí no queremos show, no pagamos comisiones, esto es un lugar tranquilo, pórtate bien”, dijo antes de dejarme pasar.
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Un amigo nos puso en contacto. La periodista francesa quería venir a La Habana a escribir sobre la nueva Cuba, la Cuba después de Castro. El reportaje saldría en la revista Paris Match. Yo fungiría como su fixer durante un par de semanas. El primer día pactamos no trabajar, decidimos conocernos, tomarnos algo en la noche y hablar un poco de la isla, era su primera vez acá. La recogí en una avenida céntrica del barrio del Vedado y caminamos hasta un café. Mojito pidió ella, cerveza Bucanero yo. Después de la segunda ronda, “caminemos otro rato”, le sugerí. Calle L arriba, doblamos por la avenida 23, este es el corazón de la ciudad, le comenté. Unos metros adelante vi dos policías que nos miraban y hablaban entre ellos. Supe al instante que nos detendrían.
–Buenas noches, me permite su identificación por favor –dijo uno de los policías.
–Aquí tiene.
El que me habló, le entregó mi carnet al otro y este comenzó a comunicarse con el puesto de mando.
–¿Ustedes de dónde se conocen?
–Somos amigos, ella está de visita en Cuba.
–¿Pero amigo de dónde?
–Los dos somos periodistas y estamos trabajando juntos.
–De una revista.
–¿Qué revista?
–Una que usted no conoce.
Me dicen del puesto de mando que Abraham Jiménez tiene varias multas, que tiene antecedentes, dijo el otro policía.
–No tengo antecedentes, es que he tenido dos accidentes de tránsito –corregí.
–Bueno, eso es lo que nos dicen.
–Bueno, yo sólo le aclaro.
–Mira, se ve que tú no andas en nada, pero ella es extranjera y tú eres negro, así que mejor que no cojas por las avenidas para que no te vuelvan a parar.
Tiempo sin vernos. Cada uno andaba en lo suyo, en sus cosas. Tenemos que actualizarnos hermano, me dijo un amigo en la esquina de la casa. Varios meses habían pasado desde la última vez que conversábamos.
–¿Por qué no vamos hoy a Fábrica de Arte? Dale, embúllate, que ahí ustedes la tienen fácil, eso está lleno de blanquitas europeas.
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Solo nos veíamos de noche, éramos dos animales nocturnos. No me percaté hasta que, sin avisar, tocó la puerta aquella tarde. No entró a la casa y con una frialdad tremenda dijo que la disculpara por aparecerse de pronto, pero tenía que decirme algo. Nos habíamos conocidos un mes atrás en un tren que viajaba a Santiago de Cuba y en el que estuvimos 16 horas. Salimos, empezamos a conocernos, lo normal al principio de una relación. Luego todo fue más abrupto, más tosco. Hasta aquel día que lo entendí todo. Entendí por qué no salíamos a lugares públicos y siempre había una evasiva bien pensada. Entendí por qué no podía llamar a su casa, por qué no había días y solo noches. Aquella tarde me espetó: “Abraham, no puedo seguir contigo porque mi familia se enteró que estamos saliendo, un primo mío nos vio en la calle, y a mi familia no le gusta la gente de color”.
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–Te vi en la foto con el presidente de España, no te puedes quejar, eras el único negro.
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Un Ford de 1954 se desliza por la calle Línea. Es un taxi. Carga seis personas a bordo: el chofer y dos más delante, tres van detrás. La reproductora escupe la prosa de Bad Bunny. Una señora, que va a mi costado en la parte trasera, ha llegado a su destino y le indica al conductor donde debe frenar. El auto se detiene, pero la mujer no sabe cómo abrir la puerta. El chofer, molesto, la corrige, pero todo sigue igual. Me brindo y le doy una mano, logro que la puerta se abra. “Señora, vamos a ver si nos espabilamos”, le dice el conductor a la mujer. La mujer se venga con portazo furioso que hace temblar al Ford. El chofer acelera con violencia, sujetando el timón refunfuña para sí: “mírale el color y perdónala”.
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