Tiempo de lectura: 6 minutosMauricio llegó con cara de susto, con mal olor, sudado. Ni siquiera me avisó que pasaría por mi casa. Por eso cuando sentí que tocaron a la puerta, no imaginé que podría ser él. Abrí y me encontré un alma en pena. Me hizo un gesto con el rostro que interpreté como una debacle, un sálvame que me ahogo; estiró el puño de su mano derecha y nos saludamos como uno acostumbra ahora en la pandemia. Luego, me pasó por un costado como bólido. No hice más que seguirlo con la vista. Él tiene la confianza para hacerlo; es de los pocos amigos que me quedan en este país, de los pocos que no ha podido largarse, de los pocos que, buscando por mil vías, aún no ha logrado atrapar una para marcharse de una vez de este agobio. Eso es en lo único en que piensan los jóvenes cubanos: dejar esta isla a sus espaldas, “resetear” su presente para pensar en un futuro, algo que les dé esperanzas. Un lugar que les ofrezca la utópica posibilidad de volver a empezar.
Mauricio se sentó en la terraza, se quitó la camiseta y se puso a fumar. Sus dedos temblaban.
–¿Te fueron a buscar? —le pregunté.
–Sí –con la voz rajada me respondió.
–Tráeme un vaso de agua y otro de ron –dijo. Eran casi las cuatro de la tarde en La Habana.
Dos días antes, Mauricio me había llamado en la noche para decirme que la Seguridad del Estado había vuelto a su casa. Él no estaba, por lo que su hermana recibió el recado: “Tiene que presentarse en la estación de la policía hoy mismo a las 2:00 pm”. Mauricio no estaba porque había ido a comprar pan. A su regreso, se encontró con la noticia y decidió no acudir a la cita. Apagó su celular toda esa tarde y se fue a trabajar. Mauricio filma y dirige videoclips de reguetoneros de poca monta, así se gana la vida hoy.
Esto ya le había pasado dos meses atrás: la Seguridad del Estado lo llevó a una estación policial para interrogarlo. El motivo: vivir en el edificio frente de mi casa y ser mi amigo. Aquella vez, lo tuvieron un par de horas acribillándolo a preguntas sobre mí e intentando persuadirlo para que trabajara para ellos, para que les informara de cada uno de mis pasos. A cambio, ellos, los dueños ocultos del país, lo ayudarían a crecer en su carrera como videógrafo, lo encarrilarían. Mauricio se negó. No obstante, le informaron que no se libraría de ellos así tan fácil, que lo volverían a llamar. Por eso, ahora, dos meses después, volvieron a la carga.
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Si no te citan de manera oficial, si no te llevan por escrito y firmado un documento, no vayas a ese encuentro pendejo. Fue mi consejo a Mauricio cuando hablamos por teléfono después de que su hermana le pasara el recado. Dos días después, un oficial de la policía con grado de mayor tocó a su puerta. Le pidió explicar por qué no se había presentado en la unidad de la policía y le entregó una citación oficial. Entonces fue Mauricio quién pidió explicaciones: ¿por qué lo citaban?, ¿por qué lo llevaban a un interrogatorio sin expresar motivos? A lo que el policía respondió que los motivos no los sabía. “Sólo sé que tienes que ir y si no acudes, estás violando la ley y violar la ley es un delito. Y por un delito de este tipo puedes terminar en prisión”.
Mauricio tiene 24 años. Es, lo que se dice, un niño bueno: noble, gentil, sin calle. Un muchacho que nunca ha lidiado con presión de este tipo, porque lo único que ha hecho ha sido estudiar y estar en su casa con su familia. Más ahora que es el eje de su hogar. Mauricio vive con su madre y una hermana menor; la madre se acaba de jubilar y su pensión mensual no llega a los 50 dólares, y su hermana estudia en el preuniversitario. Hace poco su abuela falleció y también su padre, que nunca se ocupó de él.
Mauricio estudió Inglés durante cinco años en un instituto universitario pedagógico y cuando se graduó lo ubicaron en una escuela primaria como profesor, donde su salario era de unos 30 dólares al mes. Con eso se morirían de hambre en cualquier casa. Entonces, dejó su profesión y se fue a trabajar a una carpintería y luego a un bar como dependiente. Pero llegó la pandemia y los turistas dejaron de viajar a Cuba. El bar cerró y ahora está probando suerte con los videos de reguetón de poca monta.
Cuando el policía se fue de su casa, Mauricio tuvo miedo por él, por su familia. Decidió ahora sí ir a la maldita cita. Llegó a la hora indicada, pero el oficial que lo citó estaba ocupado. Él se irritó y, después de esperar media hora, quiso marcharse, pero cometió el error de decírselo a uno de los policías de la recepción, así que no lo dejaron irse. Le fueron encima y lo llevaron a un calabozo. Aquí estarás hasta que te llamen al interrogatorio, le dijeron. En aquel lugar con un olor inclemente a orina y heces, pequeño, donde había dos hombres más, estuvo cerca de 40 minutos. Como un delincuente, lo llamaron desde fuera de la celda, lo sacaron y lo llevaron a un cuarto. Allí lo esperaban dos agentes de la Seguridad del Estado. Uno de ellos había estado presente en el interrogatorio de hacía dos meses.
Esta vez no insistieron en que trabajara para ellos. Le preguntaron, directamente, por qué había salido yo de El Estornudo y cuáles eran mis planes ahora. Le preguntaron si me seguía viendo desde que me mudé del barrio y si sabía cómo me hacían llegar los pagos por mis textos y cuánto cobraba por ellos, “porque todo ese dinero es dinero del imperialismo, dinero que le pagan a Abraham para que hable mal de Cuba, dinero destinado a la subversión del orden interior y dinero de la contrarrevolución”.
Le hicieron saber que esperaban una mejor colaboración de su parte y no esa posición “a la defensiva”. Tras una tarde completa de amenazas y despropósitos, la Seguridad del Estado dio por terminada aquella conversación y le aseguraron a Mauricio que, como seguía sin colaborar, lo volverían a molestar. Algo así como “o colaboras o colaboras, no tienes otra salida”.
Pero la Seguridad del Estado está jodida, porque Mauricio no sabe gran cosa de mí. Nosotros sólo hablamos de reguetón y boberías. De hecho, él es una especie de escape para mí, justamente porque cuando nos vemos nos entregamos a las nimiedades; eso que hace falta para huir de la densidad de la vida. Por otro lado, tampoco tengo nada que ocultarle a la Seguridad del Estado. Soy un simple periodista que cuenta historias –o las intenta contar–, no un miembro de una célula terrorista clandestina.
Sin embargo, es evidente que esas historias le molestan a la Seguridad del Estado, guardiana del statu quo de la nación, del régimen; la bisagra que sostiene el totalitarismo. Esas historias han hecho que mi padre, como el mismo Mauricio, haya tenido que ir a dos interrogatorios en los últimos meses; que hayan expulsado de su trabajo a mi madre tras 20 años en el puesto y que ahora enfrente esta pandemia sin salario, como desempleada; que mi pareja, mientras estaba embarazada, recibiera mensajes de perfiles falsos en redes sociales con calumnias sobre mí; que a mi suegra la atacaran con las mismas insinuaciones; que en mi barrio visitaran a los vecinos para decirles que “soy un mercenario financiado por agencias federales de los Estados Unidos”; que me prohíban salir de territorio nacional hasta junio del 2021; que la revista que cofundé en 2016 –de la que ya no soy parte– no se pueda leer en el país porque han bloqueado su acceso desde cualquier punto de la isla; que esta columna, que lleva poco más de dos años, y el resto de los textos de Gatopardo tampoco puedan leerse en Cuba, pues también está bloqueada su dirección; que en varias oportunidades me hayan impedido salir de casa, bajo arresto domiciliario. Y por supuesto, que también haya participado ya en varios interrogatorios.
Ése es el saldo de contar historias en Cuba, un país donde sólo se permite ejercer el periodismo de manera legal bajo la sombrilla de los medios de comunicación del Partido Comunista, el único autorizado en el país. Es un precio sumamente alto, aunque diferente y tanto como el que pagan los colegas, por ejemplo, en México, El Salvador, Honduras o Guatemala, por mencionar algunos países donde las reglas del juego son distintas y donde un balazo puede atravesarte la sien por hacer tu trabajo.
En Cuba eso es improbable, nunca pasará. Al régimen no le es necesario asesinar periodistas porque la telaraña represiva y de vigilancia que ha tejido el totalitarismo a lo largo de las más de seis décadas de régimen autoritario se ha encargado de imposibilitar el ejercicio de la profesión de forma legal y de asesinar la reputación de los que han intentado romper ese cerco. Es como en la guerra: a matar o morir. Uno sabe el costo familiar, social y personal de decidir hablar sobre las zonas oscuras del castrismo. Aunque esperados, son golpes duros y el cuerpo se los siente. No hay nada más frustrante que perjudicar sin intención a tu gente más querida. Pero esos zarpazos de fiera herida y humillada, esos alaridos desquiciados, esos golpes cobardes delatan los verdaderos rasgos del sistema tiránico que construyó Fidel Castro y que, aun sin él, siguen en pie.
Es desesperante no encontrar un escudo para que a tu gente querida no le hagan daño por el sencillo hecho de que tú te dedicas a contar historias, realidades. Es difícil asumirlo, procesarlo. No voy a mentir: no tengo una estrategia clara a seguir y a veces no sé a qué aferrarme, pero me guío por mi convicción, por mi idea de lo correcto. Las dictaduras no son lugares placenteros. Contar historias en ellas nunca ha sido fácil.