Tiempo de lectura: 4 minutosPrimero Isela Vega, luego Vicente Rojo. En las dos últimas semanas, la vida pública en México se ha puesto de luto por la muerte de dos grandes héroes culturales. Aparentemente, tienen poco que ver. Ella fue una gran fuerza liberadora de las costumbres, una sonorense que tomó por los cuernos la representación de la mujer en la pantalla y la convirtió en comentario político. Él fue un inmigrante español con los ojos bien abiertos para la luz que la lluvia reflejaba en su nueva patria, artista disfrazado de diseñador gráfico que sacudió algunas convenciones estéticas y modernizó, desde cubiertas de libros hasta periódicos, de Cien años de Soledad hasta La Jornada, la forma en que se introdujeron las ideas políticas y sociales de una nueva generación. Ella era sensual y estridente; él, un señor con la cara de don Quijote.
Pero también tienen mucho en común. Ambos nacieron en los años treinta. Ella, en 1939; él, en 1932. En artes plásticas le llamaron a ésta la Generación de la Ruptura, que se refiere específicamente a la ruptura con la pintura mural y su sofocante nacionalismo. Aunque no fue un movimiento organizado, si se convirtió en una marca de identidad entre un conjunto de artistas que rompían con el pasado para explorar con las posibilidades de la abstracción, un movimiento internacional y cosmopolita (o de «ideas importadas», como dijo Díaz Ordaz del movimiento del ’68, o Andrés Manuel López Obrador del feminismo en 2021, pero a eso llegaremos más adelante).
En los sesenta, Vega y Rojo fueron también los jóvenes que estaban al frente de una revolución moral y política en contra del statu quo. Pensemos en el catálogo de intereses de Carlos Monsiváis (también nacido en esa década) para entender qué estaba en juego: la oposición entre «alta» y «baja» cultura (o el arribo de la cultura popular); el nuevo papel de las mujeres y una revisión de los estereotipos tradicionales, como el de la maternidad o la pureza virginal; una revisión del machismo y la masculinidad; una renovación de las ideas de izquierda, las grietas del autoritarismo priista y su ideología como una expresión cursi y chabacana; una exploración por medio del humor de lo que nos hace mexicanos y el aprecio por la cultura de masas de Estados Unidos.
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En un estupendo ensayo que publicó hace unos días el escritor Enrique Serna sobre Isela Vega, éste señala que ella “personificó el anhelo de libertad y modernización de una sociedad reprimida”. Serna hace una comparación interesante: mientras que Angélica María era la novia de México, Vega era su amante. La recuerda como la protagonista de una fiesta hippie en Las Lomas donde se consumía mariguana y LSD a la que la prensa llamó «orgía satánica»; la actriz desnuda de Alejandro Jodorowsky en la puesta en escena Zaratustra; la amante de un sacerdote en La viuda negra de Arturo Risptein; la encarnación del personaje hermafrodita que sodomizaba a un hombre (que representaba Gonzalo Vega) en Las apariencias engañan, película de Jaime Humberto Hermosillo.
Rojo, en cambio, era disciplinado, contenido, callado. En palabras de García Márquez: “Vicente se distinguía del resto de la pandilla por una austeridad monástica, por sus pocas palabras contundentes, por un inconformismo raro que no tenía sosiego […]. No era fácil relacionar su complejidad con la pureza geométrica de sus cuadros, donde predominaban los azules celestes, los blancos invisibles, los amarillos laminados en espacios tan bruñidos que hasta el papel en que estaban pintados parecía de metal. Es decir: tanto el pintor en su vida, como sus cuadros en las suyas, parecían domados por un pudor que se empeñaba en estallar y no encontraba por dónde”, como cita en un artículo de El País Camila Osorio.
Es interesante que, en 2006, luego de las elecciones presidenciales que Andrés Manuel López Obrador perdió por un margen muy pequeño y en las que alegó fraude, Vega y Rojo se unieron al grupo de artistas que lo apoyó en defensa del recuento del voto. No es difícil entender lo que ambos veían en López Obrador: la posibilidad de una renovación política, moral, encabezada por uno de los personajes más populares del momento: un jefe de gobierno de la Ciudad de México que había logrado la mayor concentración en la historia del país para apoyarlo contra el desafuero, la torpe maniobra para descarrilarlo de la lucha por la presidencia.
En los últimos años, Vega pudo transitar cómodamente a papeles en series, películas y obras de teatro que, si bien no eran revolucionarias, la pusieron como una emisaria de otra época y, en muchos casos, siguió representando a una figura disidente. Rojo siguió siendo el artista monacal. En el discurso que dio cuando la Universidad Iberoamericana le otorgó el doctorado honoris causa en febrero de 2019 dijo que siempre ha intentado que se cante en “voz baja o susurrando, aunque estoy agradecido con quienes generosamente han querido dar a mi canto un sonido mayor, una voz más alta”.
López Obrador se convirtió en el presidente de México. Y para muchos (pero no la mayoría, porque las cifras de su popularidad siguen siendo altas) su gestión ha sido decepcionante. Recientemente, Jorge Volpi escribió una columna que captura el pulso del momento. El texto se publicó después del 8M y de la selección de Félix Salgado Macedonio como candidato de Morena a la gubernatura de Guerrero, a pesar de las acusaciones de violencia sexual. La tesis de Vopli es que la vida pública se había convertido en un obsceno escenario que ocupan actores de segunda, que dicen una cosa cuando se dirigen a su público y hacen otra, enseñando su verdadera cara. “Ahora que llegamos al poder –los morenistas– hacemos lo que más criticábamos en la oposición. O ahora que tomo medidas ultraconservadoras –como militarizar al extremo al país o desoír a las víctimas– acuso a todos los demás de conservadores. O ahora que estoy de vuelta en la oposición, te critico por repetir mis propias medidas anteriores”.
Por eso, celebramos a figuras como Vega o Rojo y lamentamos mucho su desaparición. Como antes, son nuestro dique contra una clase política que resultó ser igual a la otra, contra el cinismo, el nacionalismo ramplón, la invisibilización de las mujeres, el acaparamiento del poder, el antintelectualismo; son, en fin, un modo de vida y también una forma de morir en paz con uno mismo y con los demás.