Entre los millones de personas en la Ciudad de México, habitan también los fantasmas y las leyendas. Algunos dirán que son solo cuentos, otros han visto el terror con sus propios ojos. El pódcast Relatos de la noche cuenta esas historias que muchos se niegan a creer. Uriel Reyes, su creador, nos comparte una de ellas.
¿Has escuchado hablar de la mujer vampiro de Chapultepec? Sí, ya sé lo que vas a decir: son leyendas que solo creen los turistas y algún despistado que sale tarde de su oficina por ese rumbo, y se quiere imaginar una aventura que incluya a una silueta que alcanza a ver a lo lejos mientras camina al Metrobús. Algo que lo saque de esa rutina, más espantosa que las historias de fantasmas que habitan la Ciudad de México. Una criatura salida de un cuento de Esquinca o de Chimal, o una de esas leyendas que se han vuelto populares en internet, como la Mujer Sonriente de la Línea 1 del Metro. Pero déjame decirte que detrás de esto, de ese nombre de fantasía, hay mucho más de verdad de lo que quisiera aceptar.
La primera vez que escuché al respecto fue cuando trabajaba en la Secretaría de Obras y Servicios de la ciudad, supervisando a los trabajadores de limpieza del turno nocturno; barrenderos y barrenderas que recorren la llamada Red Vial Primaria. Entre los que andaban en la zona de Paseo de la Reforma se contaba de aquella leyenda urbana: una mujer vampiro que aparecía cada ciertos años, cerca del Museo Nacional de Antropología e Historia. Decían que, aprovechándose de la oscuridad y de lo despreocupada que camina la gente por ahí, se llevaba de pronto a algún niño descuidado por los padres. Se perdía entre los árboles llevándolo consigo en brazos, como ave de presa. Aunque había gente que lograba seguirla de cerca, en algún momento desaparecía como si se la tragara la tierra, y no la volvían a encontrar.
Abigail, una joven de veinte años, en su primera semana se acercó a preguntarme si conocía la leyenda, si tenía algo de cierto. Le respondí que era la primera vez que la escuchaba y que solo eran cuentos de sus compañeros para asustarla. Pero su pregunta me hizo recordar las noticias de niños perdidos en esa zona que tanto me asustaban en los años noventa. Niños y niñas a los que parecía que se los tragaba la tierra.
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Abigail aparentaba menos años de los que tenía. Apenas pasaba del metro y medio de estatura y no pesaba más de cincuenta kilos. Desde lejos parecía una niña, y era por eso que sus compañeros le contaban historias y la molestaban. Le decían que ya eran los días en que volvía a salir la vampira y que, si se alejaba, seguro se la iba a llevar pensando que era una criatura.
A la pobre Abigail la molestaban de diferentes formas por ser la nueva, pero el cuento de la vampira era, sin duda, la que más le enojaba. Yo le dije que no se preocupara, que solo querían asustarla y pronto la dejarían en paz, en cuanto se ganara su confianza o entrara una persona nueva, lo que ocurriera primero.
Días después, al acercarme para ver cómo seguía, me contó de una joven que encontró refugiándose de la lluvia entre los árboles, a unos pasos de Reforma. Se asustó al verla aparecer de repente entre la oscuridad. Tenía la cara sucia y ojos verdes y brillantes, que le resultaron casi hipnóticos. La joven, que aparentaba la misma edad que Abigail, volvió a perderse entre las sombras donde se escondía. Abigail no sabía quién de las dos se había asustado más en aquel encuentro.
No fue la última vez que la vio. Volvió a encontrarla las noches siguientes y se dio cuenta de que la chica no estaba sola, tenía a su lado a un niño de aproximadamente un año que apenas caminaba, y a otro de seis. Aquella joven le sonreía, quizás por la complicidad que encontraba en otra chica de su edad, y Abigail no pudo evitar verse reflejada: ella también tenía dos niñas de edades similares y, peor aún, ella también estaría refugiándose en la calle si semanas atrás no le hubieran conseguido ese trabajo barriendo las calles de la ciudad cada noche. Pero eso no quería recordarlo.
Sus compañeros notaron la fascinación que Abigail sentía por aquella mujer en Chapultepec, cada vez que la encontraban, y aprovechaban para continuar asustándola. Le preguntaban si no le parecía extraño que una chica se refugiara ahí, si no notaba algo raro en sus ojos, en su forma de mirar, en el sonido del viento que parecía cambiar y se volvía más grave en su presencia, en el frío que calaba en los huesos cuando se acercaban a barrer aquel lugar.
Eran solo inventos para asustarla, decía Abigail, pero la inquietaban. Más allá de la empatía que sentía por aquella joven en la que se veía reflejada, los comentarios y los cuentos de sus compañeros habían provocado que desde entonces, cada vez que se acercaban a los árboles entre los que se escondía, experimentara algo que no podía comprender: una tristeza que la atravesaba, una sensación de desolación que le apretaba el alma, la aparente certeza de que algo maligno estaba cerca, de que algo terrible estaba por suceder.
Desde entonces cada vez que la veía, cada vez que se acercaban, se mantenía lo más lejos posible. No quería volver a ver de cerca a aquellos ojos verdes que le sonreían, que parecían saber algo que ella no.
No supe más hasta aquel día, el día del escándalo, cuando los barrenderos regresaron temprano y nerviosos. Abigail no podía parar de llorar. Cuando logré calmarla, bañada en lágrimas, me contó lo que había ocurrido. Esa noche, al acercarse a Chapultepec, una pequeña fogata les llamó la atención. El frío era particularmente intenso, tanto que el movimiento al barrer les lastimaba en los huesos. No era raro pensar que la joven desconocida había prendido el fuego para mantener calientes a sus hijos, pero se acercaron para decirle que buscara un refugio al menos por esa noche. Era peligroso que permaneciera ahí.
Paseo de la Reforma lucía desierto, no había ni una sola alma.
Los gritos de los barrenderos al acercarse, al contemplar la escena alrededor de la fogata, hicieron que Abigail pensará lo peor. Aunque intentaron detenerla, se acercó para ver, para saber qué hacía que sus compañeros gritaran de terror: todo alrededor estaba cubierto de sangre, como si fuera el escenario del ataque de un animal salvaje; no había rastro alguno de la joven de ojos verdes ni de su hijo mayor. El único que estaba ahí era el niño más pequeño, inmóvil, en silencio, con la ropita cubierta de sangre y la mirada en el fuego.
Rápidamente lo tomaron para revisarlo y comprobar que no estaba herido, que la sangre en sus ropas no era la suya. El rastro de sangre se alejaba una decena de metros de aquel escondite entre los árboles, y luego desaparecía.
Abigail renunció aún sin poder contener el llanto. Le dije que se tomara un día pero se negó. No estaba dispuesta a volver.
La desaparición de la joven y su hijo no llegó ni a los periódicos de nota roja. En este México ya no es noticia que la gente desaparezca.
Cuando Abigail volvió, semana y media después, la recontratamos de inmediato. La pobre no había encontrado trabajo y el hambre empezaba a calar. No la suya, esa había aprendido a ignorarla, sino la de sus hijos. ¿No te parece curioso? Ni el miedo que le tenía a esa maldad que se esconde en algún lugar del bosque fue suficiente para alejarla de ahí, con tal de trabajar.
Cuando renuncié ya nadie molestaba a Abigail. Me contaron que ese tramo lo barrían a prisa, en silencio.
Nadie volvió a mencionar la leyenda de la mujer vampiro de Chapultepec. Quizás por eso se ha ido olvidando, y la gente cree que son cuentos para turistas y algún despistado que sale tarde del rumbo y se quiere imaginar una aventura mientras camina al Metrobús. Algo que lo saque de esa rutina más espantosa que las historias de fantasmas de la Ciudad de México.
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