Las consecuencias imprevistas del militarismo en México

Las consecuencias imprevistas del militarismo en México

Las fuerzas armadas de México, por decisión presidencial, se involucran cada vez más en las actividades que suelen desempeñar los civiles. Las consecuencias de esta transformación, variadas y ominosas, deben ser asumidas antes de que sean irreparables.

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La participación de las fuerzas armadas en la vida actual del país no es parecida –ni de cerca– a la que había cuando López Obrador tomó posesión de la presidencia de la República. Si comparamos, por decirlo en una expresión simple, la situación que le transfirió Peña Nieto y lo que ha hecho él con los cuerpos militares a partir del 1 de diciembre de 2018, no podremos sino advertir aumentos de grandes magnitudes tanto en números como en atribuciones. El problema, uno de los más difíciles que enfrentamos, proviene de una comprensión simplista del ejército y la marina por parte del presidente, de su desprecio por la burocracia y de su desinterés en las consecuencias numerosas y profundas que ocurrirán no solo en términos de gobernanza y transparencia, sino en el trato jurídico que recibirán las personas y en la justificación o la resignación de todos ante el militarismo.

El discurso que López Obrador ha utilizado para hacer estos cambios ha sido ambiguo, por decir lo menos. Primeramente, criticó —y, en mucho, con razón— los procesos de incorporación de las fuerzas armadas llevados a cabo por Calderón y Peña Nieto; identificó afectaciones y responsables; determinó que lo hecho por el ejército y la armada en los años correspondientes fue nefasto porque ocurrieron violaciones graves a los derechos humanos y no se obtuvo la paz social. Después, ya en el gobierno, le dio un giro a esa interpretación para distinguir las maldades y los errores del pasado frente a las bondades y los aciertos de su proyecto. No es que las fuerzas armadas –corrigió– hubieran actuado mal debido a su esencia; lo hicieron, según él, por la calidad de sus mandos y las órdenes que recibieron del poder civil. El problema no eran los soldados ni los marinos ni la institucionalidad en la que están insertos; lo eran los malos políticos y los malos comandantes. Sin embargo, como López Obrador selecciona siempre a los mejores colaboradores y no habrá de dar órdenes que lastimen al pueblo, en adelante su ejército y su marina actuarán correctamente.

Con base en esta simplificación se han tomado decisiones graves en materia militar. Al inicio del sexenio, el ejército y la armada estaban desplegados a lo largo del país realizando funciones de seguridad pública, en gran medida asistiendo a los cuerpos ordinarios de policía. Así fuera en condiciones ambiguas —pues nunca se declaró formalmente que la seguridad interior estuviera comprometida—, soldados y marinos hacían sus funciones de manera vergonzante y en parte subordinada o, al menos, coordinada. Dos años después, cuentan con la autorización constitucional necesaria para actuar de forma abierta y autónoma. Ya no lo hacen en apoyo a otros cuerpos de seguridad –incluida la guardia nacional–, sino por sí mismas.

A la nueva autonomía hay que agregar otro aspecto que se origina en la reciente reforma a la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal. Gracias a ella –y con independencia de su muy dudosa constitucionalidad–, el presidente puede asignarle sus propias funciones al ejército. Así, por ejemplo, como él tiene a su cargo la Secretaría de Salud, y a esta le competen diversas tareas en materia de salubridad, el presidente puede ordenarle al ejército que vacune a las personas, construya hospitales o supervise a las instituciones sanitarias. Lo mismo puede hacer respecto a la educación, la ordenación territorial, el bienestar o lo que le parezca conveniente. Lo que él llama con sorna o desprecio “la burocracia nacional” puede ser sustituida, a su discreción, por los militares.

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