Hace años tuve la oportunidad de dirigir una prestigiada escuela de derecho. Con el tiempo, tomé la decisión de dar unas palabras de bienvenida a los alumnos de nuevo ingreso. En el discurso había una parte motivacional, a fin de que llevaran a cabo sus deberes con consciencia, ritmo y alegría. Sin embargo, lo que más me interesaba era darles a los recién llegados una idea de lo que habrían de encontrar en sus clases y, deseablemente, en su vida profesional.
El ejercicio que repetí por varios semestres comenzaba con una pregunta simple: ¿Por qué son valiosos socialmente los ingenieros o los médicos? Las respuestas eran correctas y claras. Respecto a los primeros, porque diseñan y construyen estructuras que nos permiten transportarnos, vivir o estudiar. Los segundos, porque nos ayudan a prevenir las enfermedades o a recuperar la salud. Después de generar confianza y partiendo de lo que habían dicho, formulaba la pregunta que realmente me interesaba: ¿por qué son valiosos quienes, de diversas maneras, hacen del derecho su práctica cotidiana?
Para ofrecer un poco de contexto explicaba que, desde siglos muy remotos, las sociedades habían dedicado grandes recursos a la formación y práctica del derecho. También que algunas de las mejores construcciones sociales se habían expresado en forma de leyes, sentencias y libros jurídicos o que muchas de las mentes más brillantes en la dilatada historia de la humanidad habían sido legisladores, jueces o juristas. La pregunta, nuevamente, era ¿por qué había sido y seguía siendo así?
No me detengo a exponer las respuestas que se dieron –algunas de ellas muy inteligentes y otras muy divertidas—. Lo que yo quería dejar en claro es que el derecho y sus practicantes han tenido a lo largo de la historia la función de formalizar las diversas sociedades de las que han sido parte y, desde luego, a quienes en su momento las conformaron o, inclusive, las padecieron. A esto, los alumnos solían reaccionar de diversas maneras. Algunos de ellos sostenían que la verdadera función del derecho era lograr la justicia y otros, los menos, la paz. Había también el grupo de los que creían que su misión es la solución de los conflictos o quienes, supongo que por lecturas previas o enseñanzas familiares, aludían al viejo apotegma romano de dar a cada cual lo suyo.
Para insistir en mi tesis, les hacía ver ejemplos históricos en los que el derecho no había buscado la justicia ni la paz ni la resolución de los conflictos. Para ahorrar tiempo, me concentraba en ejemplos bien conocidos por todos, entre ellos, los del nacionalsocialismo alemán. Era fácil demostrar que el orden jurídico de aquellos años generó condiciones completamente distintas a las que los alumnos habían mencionado como propias del derecho. En ese momento, como era previsible, la discusión cambiaba de ángulo. Lo que los alumnos trataban de argumentar ahora era que en realidad los nazis no tenían derecho, pues las normas que crearon no satisfacían tales o cuales criterios políticos o morales (casi nunca aludían a alguno de orden religioso).
Mi nueva réplica tenía que ver entonces con lo que sí y con lo que no podía ser considerado derecho a lo largo de los siglos y más allá de incorporaciones, negaciones o desvíos.
El derecho ha tenido distintos fines según la época y, para cumplirlos, se han utilizado diferentes técnicas. No es lo mismo querer imponer mediante el derecho un orden político basado en el derecho divino de los reyes y usar para ese fin la tortura sobre un cuerpo, que se entendía como «pertenencia» del monarca, que entender que las personas tienen una dignidad propia que no puede ser conculcada en modo alguno por los gobernantes, por más amplia que sea su legitimación democrática. Pero precisamente ahí, donde las diferencias normativas y sus prácticas se hacen más agudas, queda manifiesto que a lo largo de la historia en todas esas sociedades el estatus de las personas y, por lo tanto, de las cosas, lo ha determinado el derecho.
En las civilizaciones mesopotámicas, en las organizaciones guerreras mongolas, en las monarquías tratadas por Shakespeare en sus obras históricas, en las dictaduras de Santa Ana, en los peores días del totalitarismo soviético o en la más perfecta encarnación de la democracia que podamos recordar, las normas jurídicas han fijado las posiciones de sus diversos componentes. La condición de persona está determinada por el derecho, así como también la de quienes no lo son, sean esclavos, mujeres, nativos o cualquiera de las categorías que fueron vigentes en el pasado y cuyo estatus hoy tanto nos repugna. Las normas han definido también la condición ciudadana, la posibilidad de contraer matrimonio y de formar una familia (o lo que por este término pueda entenderse) y hasta la condición de la muerte y sus efectos.
En otro orden, el derecho también ha definido la relación de las personas con las cosas, ya sea como propietaria, poseedora, heredera, compradora o vendedora, por ejemplo. Más allá de los deseos de cada cual, el derecho ha sido el gran determinador de las condiciones materiales; tanto, que las violaciones a éstas han legitimado sanciones por robo, abuso de confianza o despojo, así como las penas correspondientes en forma de cárcel, amputación de miembros, muertes o destierros.
Otra manera en la que trataba de dejar clara mi tesis sobre las funciones formalizadoras del derecho a los alumnos era preguntándoles, por ejemplo, cómo sabían que eran hijos de sus padres cuando, si bien asistieron a su propio parto, no tuvieron consciencia de ese hecho. También les cuestionaba cómo podían demostrarme que eran propietarios de los bienes que traían consigo, fueran éstos una pluma, unos libros o una computadora.
Pero había que reconocer también que mediante el derecho se realizan una serie de funciones distintas a las meras formalizaciones a las que me refería inicialmente. Mediante las normas, sin duda alguna, se busca promover cursos de acción individual y, en consecuencia, acciones sociales. Las normas producen situaciones de dominación de unos individuos sobre otros y mediante el derecho se aplican sanciones de manera coactiva por parte de los órganos del Estado o de los particulares facultados para ello. Nada de esto, decía yo, puede ni debe ser desconocido. Sin embargo, insistía, lo más constante y común no es la aplicación de los castigos, sino la determinación de los diversos estatus de los individuos y las cosas.
¿Qué nos enseña el hecho de que las sociedades humanas hayan utilizado el derecho como gran mecanismo de formalización? Que para bien y para mal, el derecho tiene que ser formal.
Una persona puede tener el deseo ferviente de que sus bienes sean asignados a tal o cual persona después de su muerte, pero si ese acto no se realiza conforme a las correspondientes estipulaciones normativas, la asignación no se hará por más propietario que el difunto haya sido de sus bienes. Si alguien se une a otra persona en un ejercicio pleno de amor, tan romántico como sea posible, pero no contraen matrimonio, los miembros de la pareja no podrán acogerse a las significaciones y efectos jurídicos que la ley prevea para quienes sí se han casado.
Mi charla con los alumnos solía terminar con dos señalamientos. El primero (y, a esas alturas, bastante obvio) era que no debían preocuparse si los practicantes de otras profesiones los tachaban de formalistas. ¿Qué otra cosa puede ser un profesional cuyo principal propósito es la formalización de las relaciones sociales?
La segunda y más importante advertencia tenía que ver con cuestionarlos sobre el papel que querían jugar en su actividad profesional. ¿Querían ser repetidores de fórmulas? (desde luego, con todas las competencias y valías que ello tiene) o ¿querían ser agentes de cambio que reemplazaran esa formas con otras que estimaran más justas o adecuadas bajo ciertos parámetros morales? Si la respuesta era que querían ser lo primero, les recomendaba conocer a profundidad el modo en que se construyen las normas, así como los requisitos de jerarquía, materia, espacio y tiempo que las leyes previeran. Por ejemplo, cómo hacer un contrato, un testamento, una adquisición, una licencia o una demanda.
Por otro lado, si lo que les interesaba era lo segundo, esto es, la transformación de las condiciones sociales y jurídicas imperantes, la recomendación que les hacía era entender muy bien los caminos para anular, derogar o abrogar las normas pero también, los pasos a seguir para crear aquéllas que recogieran sus aspiraciones o ideales. En uno u otro caso es necesario tener conocimiento de las formas jurídicas.
No sé qué tanto caso me hayan hecho aquellos jóvenes. Me he encontrado con muchos de ellos en la vida y me siento muy contento de ver lo bien que van en sus vidas profesionales. Algunos son muy competentes en la producción de normas, sea en los despachos, las notarías, la judicatura o en otras modalidades en donde la formalización estricta es completamente indispensable. Otros más, igualmente competentes, han tomado caminos diversos para confrontar el statu quo jurídico del país y para ello han tenido que utilizar sus conocimientos jurídicos para deconstruir lo existente y construir lo nuevo. En ambos casos, sigo creyéndolo, me parece que fue importante aconsejarles que se asumieran como practicantes de un saber que tiene como propósito formalizar las relaciones sociales y, con ellas, el mundo que habitamos.