Mi dealer de internet ha muerto en La Habana - Gatopardo

Mi dealer de internet ha muerto en La Habana

Esta es la historia de Reinaldo, quien al aceptar compartir el internet de su celular con un periodista, le permitió seguir haciendo su trabajo en un momento de históricas protestas en La Habana.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Supe que me llamaba para anunciar lo peor. Dejé que el teléfono sonara en mis manos durante largos segundos en los que cerré los ojos y me dije: “no, ojalá no”. Pero sí. La llamada de Gelda sólo podía presagiar lo inevitable: la muerte de Reinaldo.

Días antes, Gelda me había llamado por primera vez. No tenía registrado su número, por lo que tuvo que insistir mucho, unas siete u ocho veces para que la desmedida presión me llevara a tomarle la llamada. No suelo responder llamadas de números privados o que no tengo registrados, porque la Seguridad del Estado suele usar esa vía para citar a interrogatorios arbitrarios o llamar para atemorizar con amenazas directas o absurdos silencios, así que aprendí a dejar que esas llamadas se ahoguen solas. Si tomé ésta fue por la evidente urgencia de esa persona que marcaba una y otra vez. “Te llamo de parte de Reinaldo, que está ingresado y quiere que vayas a verlo lo antes posible”, dijo Gelda, su esposa.

Esa misma tarde fui al hospital Calixto García. Fue como aterrizar de pronto en un paraje bélico. Entré por la zona de guardia donde había muchas personas desperdigadas en el suelo encima de cajas de cartón desarmadas y de sus propios pañuelos de bolsillo. Otros estaban acostados a lo largo de los bancos metálicos de espera. Y casi todos estaban padeciendo un calor insoportable al que enfrentaban con cartones que hacían la función de abanicos. Toda esa gente tenía el rostro recio y se quejaba sin cesar de la falta de medicamentos y de las malas condiciones del hospital. Había un hedor fuertísimo que se me quedó impregnado en la ropa, el piso estaba sucio y en algunas zonas embarrado de sangre. Lo más desagradable era la cantidad de gasas deshilachadas con manchas oscuras y los algodones con costras color piel que había en el piso de los pasillos que dan a los consultorios. La bulla era tremenda y el ajetreo estresante. Vi a una señora tomar del brazo a un doctor y encararlo con un “se ve que no es su hijo”, y manotearle el rostro sin llegar a tocárselo antes de decir,“así que Cuba es una potencia médica. Si éste es el hospital de una potencia médica, yo soy una diosa”. Vi a un joven estremecerse de pies a cabeza en una silla porque casi no podía respirar. Estaba sentado frente a un anciano, que llorando, sólo atinaba a decirle: “ya tu mamá y tu papá están en camino, aguanta, aguanta un poquito, que ya tu mamá y tu papá están llegando”. Vi también a una doctora con acento sudamericano pararse delante de todas esas personas, que estaban en la sala de espera para ser atendidos, para decir con un nerviosismo que la hizo tartamudear: “sabemos que es desesperante y que los pacientes están sufriendo, pero tienen que calmarse porque nosotros somos pocos y tenemos que atenderlos uno por uno para descartar los padecimientos. No todo es Covid. Sabemos que Cuba está hoy plagada de Covid, pero también está plagada de muchas otras cosas, entonces, un poco de calma por favor”.

En Cuba viven, según el censo de población de 2012 (sí, es el último que tenemos), 11.2 millones de personas. Desde hace más de un mes, diariamente se reportan más de 9 mil casos de contagios de covid-19. Lo que unido a la alarmante falta de medicamentos que hay en el país —desde antes de la pandemia—, a las condiciones paupérrimas de los hospitales y los centros de aislamiento donde ingresan a los infectados que no están graves y a una pésima gestión de la pandemia por parte del gobierno, el sistema sanitario cubano está totalmente colapsado. En un inicio, la situación explotó sólo en algunas provincias, donde los enfermos y los muertos desbordaron los sistemas de salud, pero hoy el problema es nacional. Las imágenes que salen a la luz todos los días son terroríficas: gente muriendo en pasillos de hospitales por falta de oxígeno, gente ya muerta en hogares porque no llegó la asistencia médica o una ambulancia, doctores reclamando ayuda desde sus puestos de trabajo porque no tienen lo imprescindible para salvar ese montón de vidas que están llegando a sus manos, morgues de hospitales abiertas, supuestos entierros en fosas comunes en el oriente del país.

Un absoluto caos que el gobierno sigue sin reconocer y que está empeñado en esconder. Una decisión que lo empeora todo, pues el negacionismo histórico que ha caracterizado al castrismo, y que debiera inmediatamente echar a un lado para reducir sus consecuencias, ahora está costando vidas. Todo se reduce a una incapacidad de reconocer el fracaso. Mucho menos el fracaso en el sector de la salud, que es lo que el gobierno cubano le ha vendido al mundo como servicio y como política.

Reinaldo tenía todos los síntomas de covid-19, pero le dijeron que su enfermedad era una neumonía bacteriana. Esto lo hacen para que Reinaldo, o quien sea, no quede registrado como uno más en las estadísticas fatales de la pandemia. Ya con su diagnostico erróneo, Reinaldo estuvo en su casa una semana a la espera de que le dijeran en cuál hospital podía ingresar, una semana en la que no pudo pararse de su cama, en la que la fiebre le llegó a más de 40 grados y en la que se desmayó tantas veces que perdió la cuenta. Después de pasar por esa angustia, logró que unos amigos resolvieran su ingreso al Calixto García a través de una gestión personal. “Si sigo esperando en mi casa, me muero”, me dijo sentado en una de las camas del pabellón de enfermos con problemas respiratorios. Pero hay miles de personas sin la suerte de Reinaldo, de tener un amigo con conexiones médicas y por ende deben estar en sus casas sufriendo o muriendo por una desidia ajena.

Desde el hospital, Reinaldo le pidió a Gelda buscarme, porque descubrió que yo le había mentido y no quería “irse de la vida sin decírmelo”. Luego, con el cuerpo engurruñado, me contó que la noche anterior a mi visita, el paciente que tenía en la cama contigua estaba viendo en su teléfono móvil un canal de televisión norteamericano donde entrevistaban a un periodista independiente local sobre las protestas en Cuba. Reinaldo estaba aburrido y le preguntó al hombre si podían ver juntos la entrevista. Descubrió que el periodista era yo. Casi al final de la entrevista me preguntaron: “¿cómo haces para conectarte a internet si el gobierno lo ha cortado en todo el país?”. Desde la azotea de mi edificio respondí: “tengo maneras que no puedo revelar”. Después de escuchar aquello, Reinaldo se levantó de la cama y recorrió de ida y vuelta durante varios minutos por el pabellón de enfermos.

“Ya sé que me utilizaste todo este tiempo y que el internet no era para ponerle muñequitos de Youtube a tu bebé”, me dijo Reinaldo mirándome fijo a los ojos. “Pero no te asustes, no te llamé para descargarte. Te llamé porque estoy orgulloso de ti y de que haya servido para algo útil nuestro trato”, aclaró. Luego intentó, con algo de solemnidad, explicarme el por qué quería verme. Me dijo que metiera la mano en uno de los bolsillos del costado de su mochila y que cogiera lo que allí había. Era un sobre con dinero. Era el dinero que le había pagado por un trato que habíamos acordado hacía unos meses y que ahora quería devolverme. De ninguna manera lo acepté.

Reinaldo era un mulato de 62 años que vivía a dos edificios de mi casa. Nuestras azoteas están frente a frente por la diagonal. Con un poco de cuidado se puede saltar de una a otra, creo que un metro y algo más es lo que las separa. Él también vivía en el tercer piso. Nunca lo había visto en el vecindario hasta que un día coincidimos en nuestras azoteas. Desde la tarde habían quitado la electricidad en el barrio y ya estaba cayendo la noche. Yo había subido a tomar un poco de aire fresco y ver el atardecer, cuando de pronto sentí una voz a mi espalda. Era Reinaldo que hablaba solo con un trago de ron en la mano y un cigarro en la boca. Lo saludé de lejos, nos presentamos y estuvimos hablando hasta la medianoche, que fue cuando regresó la luz. Fue así que supe que trabajaba como técnico de operaciones en ETECSA, la única empresa de telecomunicaciones que existe en Cuba. Entre muchas otras cosas me contó que en la empresa a algunos trabajadores les daban un teléfono con internet gratis para todo el mes. En Cuba eso es más que un lujo, pues es casi imposible tener internet en el hogar, ya que la misma ETECSA decide a qué ciudadano colocárselo, así que ningún periodista independiente, opositor o activista de la sociedad civil, puede aspirar a semejante privilegio. Entonces, no queda otra opción que pagar las tarifas de internet móvil de ETECSA, que son astronómicas en un país donde el salario básico mensual ronda los 80 dólares: el paquete más barato cuesta 5 dólares y es de 400 megabytes.

Curiosamente, la segunda vez que volví a ver a Reinaldo tampoco había electricidad en el barrio. Esa vez nos encontramos en la esquina. Era ya de noche y ambos habíamos bajado de nuestras casas a botar la basura. Reinaldo se acercó para decirme: “Hermano, se te ve triste, ¿te puedo ayudar en algo?”. A lo que respondí: “Es que el bebé sólo se está tranquilo cuando ve muñequitos en Youtube, pero no puedo gastar mis megas en eso”. Aún no sé por qué dije eso, no lo tenía meditado. De hecho, el bebé ni ve muñequitos, ni se queda intranquilo con nada. Creo que fue mi manera de hacerle saber a Reinaldo lo privilegiado que era y lo medieval que es Cuba,  donde a la altura de 2021 los ciudadanos no pueden tener internet en sus casas. No obstante, la frase pareció suficientemente real, porque él de inmediato dijo: “eso está resuelto, cuando te haga falta internet me avisas y te conectas a mi teléfono”.

Nos estrechamos las manos y nos fuimos cada uno a su casa. Asumí ese diálogo como se asumen las conversaciones con la mayoría de los vecinos, sin darle mucha importancia. Pero unos días después, cuando el régimen —a través de ETECSA— decidió cortarme el internet móvil a mí y a muchos otros periodistas independientes para que no cubriéramos una manifestación, se me ocurrió que podía tomarle la palabra. Estuve todo un día cazándolo en la escalera de su edificio hasta que apareció. Le dije que hiciéramos un trato: podía pagarle unos 10 dólares cada vez que yo necesitara internet “para los muñequitos del bebé”. Reinaldo, después de negarse a recibir el pago, accedió, pero me dijo: “no puedes llevarte el teléfono a tu casa, lo que vamos a hacer es que yo lo pongo en mi ventana con la wifi abierta para que te llegué desde allí”. Perfecto, le dije.

Hicimos una primera prueba y no funcionó, la red llegaba con muy poca intensidad a mi casa. Entonces, lo intenté desde mi azotea sin que él lo supiera y funcionó. Así empezamos. Cada vez que necesitaba internet más rápido para trabajar, le daba un timbre a Reinaldo y él hacía la operación para que “el bebé pudiera entretenerse en la pandemia”. Él no sabía que yo tenía que treparme hasta a la azotea para conectarme, no se lo podía decir porque iba a descubrir el verdadero fin de su conexión. Por supuesto que el bebé no iba “a ver muñequitos en la azotea”. Así que para evitar que me viera desde su ventana, me escondía detrás de los tanques de agua y me protegía del sol con una sombrilla de playa.

Luego reparé en que Reinaldo iba a ETECSA de lunes a viernes. Lo que implicaba que, era Gelda, una mujer jubilada sin nombre para mí en ese momento, quien me hacía el favor de poner el celular en la ventana durante esas horas. Observándola desde la azotea me di cuenta que Gelda se desentendía del teléfono, que dejaba en el marco de la ventana de la cocina, hasta que Reinaldo regresaba del trabajo. Esa ventana era justamente la más cercana a mi azotea, así que comencé a robar el teléfono durante el día.

Brincaba de una azotea a la otra. Me acostaba en el piso. Enroscaba los empeines de mis pies a la base de un tanque de agua para asegurar un poco el cuerpo, que colgaba al vacío entre los dos edificios del torso hacia arriba. Luego estiraba uno de mis brazos para coger el teléfono de la ventana de Reinaldo. Sólo una vez corrí peligro. Había llovido y cuando llueve en Cuba el internet se ralentiza. “Porque las nubes hacen que la conexión satelital pierda intensidad”, me dijo Reinaldo. Esa vez, cuando di el salto y caí, uno de mis pies resbaló en el asfalto e hizo que perdiera el equilibrio. No hubo daños mayores, solo un durísimo golpe en la rodilla izquierda.

Gracias a esta rutina pude mantenerme conectado durante las protestas del 11 de julio en Cuba. Desde que estalló la revuelta en sesenta y dos puntos del país, el régimen cortó el internet en toda la isla para que la gente no siguiera organizándose o narrando lo que estaba sucediendo.

Un par de semanas después de las protestas recibí la llamada de Gelda con la noticia de la muerte de Reinaldo. Ese mismo día subí a la azotea en la tarde noche a tomarme un trago de ron en su memoria. Desde allí observé a Gelda en su cocina cortando cebollas sobre una tabla de madera. La vi llevarse la mano a la cara para limpiarse unas lágrimas, no supe si eran de tristeza o por las cebollas. En ese instante, me vino a la cabeza una de las ultimas cosas que me dijo Reinaldo en el hospital: “siempre hay que ayudar, porque uno nunca sabe qué frutos va a dar esa ayuda”.

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