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La emergencia sanitaria puso en evidencia las fallas de cómo entendemos el trabajo y el cuidado. Los adultos mayores, los más vulnerables frente al coronavirus, llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerlos. De este grupo, las mujeres son las más desprotegidas.
Desde hace muchos años, Avelina tiene una pesadilla recurrente: “Sueño mucho a un niño que se me olvida, está chiquito, recién nacido. Duro tres días sin ir a la cama y me acuerdo que está ahí todo enredadito entre las cobijas y voy a verlo preocupada porque no le he dado de comer. Lo veo chiquito, como de tres meses de nacido, está flaquito como si fuera un bebé prematuro, lo veo ahí, y no se me quita ese sueño, no se me quita”. Avelina tiene 70 años y vive en las afueras de Morelia, Michoacán. En las últimas semanas el sueño ha vuelto. No sabe si es el encierro o es que en estos días, donde el tiempo transcurre de manera extraña, el pasado y el presente se le han mezclado o, más bien, se le agolpan en la puerta de su casa en forma de culpas y reclamos. Del sueño vuelve a la realidad: “No sé cómo crecieron ellos”, dice al referirse a sus cinco hijos. “Ahora pienso y dudo en cómo crié a mis hijos, no sé cómo los crié. Pero lo que sí sé es ese sueño, ese niño recién nacido que se me olvida, de pronto despierto soñando eso. Y mis hijos ahí están. Una de mis hijas me compró una muñeca, porque nunca tuve muñecas de niña, y me la compró, de trapo, con su vestido de flores y su sombrero de paja, pero tampoco ha hecho que se me quite ese sueño”. La escucho hablar del otro lado de la línea con su voz atribulada. Hablamos a la distancia porque no podemos encontrarnos, ella no puede salir para atender esta entrevista y yo no puedo ir a verla porque tengo dos hijas en casa. Para cuidarse de la pandemia, Avelina permanece encerrada y evita visitas. Así que, a tientas, tratamos de crear una confianza imaginando el rostro que nos habla y nos escucha. Alcanzo a adivinarla en un rincón de la habitación, pegada a un teléfono fijo de cable enredado, a veces con la voz más fuerte, otras veces más quedita según se acerca o se aleja la hija que vive con ella, y suspira como si así fuera posible sacudirse esas culpas que la han venido a visitar en los últimos días. Sacudírselas para volver a lo que sigue: limpiar la casa, arreglar la ropa y preparar la comida para ella y las cuatro personas que viven ahí y que ahora con la emergencia sanitaria permanecen en casa las 24 horas del día. Esa casa se sostiene de la pensión que recibe su esposo por haber trabajado en una oficina de gobierno, más el apoyo gubernamental para adultos mayores, más el ingreso de su hija como comerciante. Avelina se describe como una mujer bajita y grande de caderas que siempre le hicieron sentir atractiva, aunque en este momento de su vida le pesan mucho. Dice que es terca y, sobre todo, sana: “Yo no quiero ser una anciana vieja que necesite de los demás”. Lo dice con orgullo y con razón de sobra: ha dejado el lomo en los quehaceres desde niña. Ha trabajado, cuidado y sostenido a su madre, a sus hermanos, a su esposo e hijos. A un Estado.
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La emergencia sanitaria por Covid-19 puso en evidencia las fallas sistémicas de lo que entendemos por trabajo y cuidado en México. Los adultos mayores —el grupo más vulnerable ante el nuevo coronavirus— llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerles y cuidarles. Una población que, por su edad, está más expuesta a enfermar gravemente, que en su gran mayoría carece de acceso a servicios de salud, que debe seguir trabajando por la falta de ingresos y que, de enfermarse, disputaría con el resto de la población alguna cama en el de por sí rebasado servicio de salud. En México viven 15.4 millones de personas mayores de 60 años (1) y el 65% de ellos se encuentran en situación de pobreza, según datos de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018 (Enadid), lo que hace que un 40% de ellos continúe trabajando por necesidad de un ingreso. La emergencia evidenció los problemas de un sistema de trabajo y de cuidados que durante décadas los ha sostenido de manera injusta, desde el despojo: un sistema que prometió trabajo formal y seguridad social para el empleado y toda su familia, y un sistema que recargó el cuidado de la vida en los muros del hogar, sin ser remunerado, y dentro de éste en las rodillas de las mujeres: madres, hijas, abuelas. Por eso esta pandemia nos recuerda también que, dentro del grupo de adultos mayores, las mujeres son las más desprotegidas. “Cualquier población vulnerable ha quedado más expuesta aún con la emergencia sanitaria, los adultos mayores entre ellos”, dice Pilar Tavera, especialista en políticas públicas con enfoque de derechos humanos. “Cualquier crisis agrava y evidencia las desigualdades que hay entre grupos y dentro de los mismos grupos”. Estas historias, las de ellas y ellos a los que acudo para hablar no sólo de la emergencia sanitaria, sino de la forma en que hemos entendido y sostenido un sistema laboral y de cuidados que prometió una vejez digna, ocurren en el campo y en las ciudades; en el centro del país y en algunos estados. Son historias de mujeres y hombres mayores que llegan a sus 60, 70, 80 años después de haber trabajado toda su vida. Muchos de ellos comenzaron cuando eran aún niños y siguen haciéndolo en sus casas o en las calles, con el riesgo hoy de enfermarse.
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“¿Trabajar? Ay, eso sí que es bien chistoso”, dice Avelina del otro lado del teléfono y suelta una carcajada. “Yo trabajé desde niña porque no se me mandó a la escuela, vengo de una familia humilde, muy pobre. Mi papá era machista y mujeriego, de esos señores de pueblo que, si ganaba algo, era para él y no para los hijos, ni la esposa”. A los ocho años salía de su casa y se cruzaba con la vecina: se asomaba a la cocina y si veía alguna olla humeante o tortillas en el canasto, Avelina lavaba pañales de tela sucios, o los trastes, a cambio de un plato de sopa o de frijoles y alguna tortilla. En su casa no siempre había bocado, había días en que recibían la noche con panzas vacías. Pronto aprendió de su madre a coser ropa, quien sin saber leer ni escribir, sostenía a sus hijos cosiendo camisas, pantalones, vestidos para los vecinos. Avelina recuerda a su madre cose y cose, cose y cose, de día y de noche, sentada en una piedra rectangular que cuando no la usaba ahí, la usaba para trabajar el molino de maíz. La recuerda como ahora la recuerdan sus propios hijos: pobrecitos de ellos, a qué hora los atendía si todo el día trabajaba en la máquina y, si llegaban a importunarla, ella los espantaba a manazos como moscas.
"Imagínate ser un viejo y escuchar todos los días que los viejos se van a morir. Que te digan que si te da, te mueres; que si te da, no te van a poner el respirador porque ya no sirves".
La de Avelina no fue vida, fue trabajo. La contrataban señoras “para estar de pie en su casa, como les dicen a las sirvientas”. Se sentía feliz pues aunque pasaba los días lejos de su mamá y sus hermanos, ganaba unas monedas para repartirles; ella era la cuarta y por herencia le tocaba ayudar a crecer a los siete hermanos menores. Nunca fue a la escuela ni recuerda haber tenido un juguete. Por eso atesora la muñeca que una de sus hijas le regaló ya de grande. Aprendió a leer solita porque le gustaba y porque algunos vecinos pasaban a regalarle cuadernos o libros en desuso. “Me casé rápido, teníamos que salir rápido de la casa para ayudar”, dice Avelina del otro lado del teléfono, en una conversación que se extiende con la tarde. Se casó con un hombre y migró del campo a la ciudad, como otras miles de personas que escucharon de la gran promesa de trabajo y bienestar en las ciudades, dejando atrás milpas marchitas, un éxodo que se inició en 1950 y llegó a una cúspide en 1975. Avelina llegó a Morelia desde La Purísima, Michoacán, convertida en trabajadora doméstica y, en los ratos que robaba al trabajo, perfeccionó los conocimientos heredados de su madre en una escuela de corte y confección. En un año aprendió lo suficiente como para volver a su pueblo y trabajar en lo que ella quería. Ese mismo año murió su padre de cirrosis hepática. Su pérdida fue más bien un alivio para la madre de familia que igual seguía sola en la crianza de 12 hijos.
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Cuando era niña, Aurora fue dejada por su mamá quien se fue a trabajar a la capital, desde donde les mandaba dinero. Aurora quedó bajo la responsabilidad de la familia paterna y sus hermanos, a su vez, quedaron a cargo de ella. A la escuela fue a lo indispensable, apenas para aprender a leer y escribir. “Fui una niña que crece sin su mamá, eso es penoso y triste. Me cuidó una tía pero ella tuvo a su propia familia y me atendía cuando le sobraban ratitos, cuando estaba en sus manos”, dice desde la delegación Benito Juárez, en la Ciudad de México. Aurora comenzó a trabajar a los 12. Era la costumbre a mitad de siglo pasado, trabajar desde la infancia en casas, comercios, locales y a ella le tocó un consultorio médico: apuntaba las citas, las visitas, ponía en orden el medicamento. De ahí se fue a una panadería y luego, ya hecha una señorita, siguió los pasos de la mamá y se mudó de Pachuca, Hidalgo, a la capital, donde vive ahora, a sus 78 años. En la Ciudad de México trabajó en un laboratorio de fotografía cerca de La Villa, ayudaba a revelar las fotos, casi todas eran de los transeúntes que visitaban a la Virgen. Luego se fue a una tintorería donde planchaba y lavaba la ropa. Después trabajó en una oficina de publicidad recibiendo recados. Ahí conoció a quien actualmente es su esposo. Los trabajos eventuales de Aurora no le permitieron tener seguridad social, aunque haya trabajado y aportado económicamente durante 63 años de su vida, y ahora lo siga haciendo en su hogar. Aurora se describe como una mujer alegre y conversadora, inquieta aun a su edad, aunque este encierro le ha cambiado el carácter y se siente sola y ansiosa. “De niña, cuando trabajaba, mi dinero era para mí, para comprarme ropa y zapatos, lo de primera necesidad. Cuando me casé pues ya tenía a mis muchachitos y ese dinero iba para la comida, para su ropa, para los deportes que les gustaba. La renta siempre la pagó mi esposo”, dice. Él tuvo un trabajo formal y, aunque pudo acceder a un crédito para vivienda, no lo hizo, y ahora rentan un departamento para vivir.
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No todas las mujeres mayores con quienes platiqué trabajaron desde niñas o al menos no fuera de casa. O sería mejor escribir: todas trabajaron desde niñas, aunque no todas lo asumieron o entendieron como un trabajo, sobre todo cuando éste se desarrollaba dentro de casa. Trabajar en casa para mantener la salud, la alimentación, la limpieza, la educación y la diversión, para mantener al padre que se iba a buscar el sustento o para crecer a los hermanos que seguirían los pasos del padre, era lo normal, una nacía y asumía que ese era su papel en la vida. Emma nació y creció en el pueblo Los Sauces, en Guerrero, y cuando cumplió 14 años sus hermanos y ella agarraron camino al Estado de México en busca de posibilidades de estudio. En Los Sauces se quedaron sus padres. Un año después, se casó con un hombre veinte años mayor que era empleado del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Mientras su marido salía a cumplir su deber en el oficio, ella se dedicaba a lo que la gran mayoría de mujeres de su edad: cuidar la casa y a los hijos que parió. En su caso, fueron cuatro. Desde que nació el primero hasta ahora, que cumplió 69, Emma ha trabajado en casa y depende económicamente de su esposo, quien le da una cantidad al mes para los gastos. Su hija y sus nietas que viven con ellos cooperan con la luz y el agua. De sus cuatro hijos, uno tiene discapacidad y Emma pudo librarla con ayuda de su hermana: mientras una llevaba al niño al tratamiento, otra se quedaba a atender la casa. Así, durante 12, 13 años, hasta que la hermana quiso hacer su propia familia. Para Emma fue un golpe muy duro quedarse sin su hermana, se sintió sola, muy sola. Cada una de las mujeres que estaban a su alrededor, hermanas y cuñadas, tenían que hacerse cargo de sus propias familias. —¿Y ahora cómo se reparten las tareas en casa? —Yo me dedico a la casa, mi esposo está jubilado y se dedica al jardín, le gusta arreglar sus plantitas, a quitarle lo seco, a cambiarlas de lugar. A veces cuando terminamos de comer, a veces limpia la mesa. Ya está grande, tiene 20 años más que yo. Le pregunto a qué edad empezó a trabajar y dice que nunca ha trabajado, que siempre fue ama de casa y las amas de casa no trabajan, cuidan la casa. —¿Y ahora cuida? —Yo cocino pero la verdad es que ya no me gusta cocinar, no tengo ganas. Quisiera que me atendieran todos. Ya tengo 55 años cocinando todos los días para todos. El trabajo no se acaba y no lo aprecian, nunca le dicen a una “¡ay!, qué bonito”. Eso me hace sentir mal, que no se agradezca, que no me consientan.
"Las personas mayores sin pensión y con empleo informal son de las más vulnerables ante la pandemia: por el riesgo que significa su edad y porque los empleos informales son los más golpeados por la crisis económica".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Y por el tono de su voz, del otro lado del teléfono, hastiado, trato de imaginar lo que significa cocinar para todos, siete u ocho familiares durante 55 años sin parar: pensar el menú, hacer la compra, acomodar en la despensa, pelar, picar, freír, cocer, sazonar, servir, lavar ollas, cazuelas, platos, limpiar estufa, piso, fregadero. Todos los días. Y volver a comenzar. En México, casi el 90% de las personas mayores vive en familia, ya sea con su pareja, hijos o en familias más amplias, con nietos, nueras, yernos, hermanos; un 10% vive solo en casa y menos del 1% vive en residencias o asilos (2). Aunque vivir acompañados puede disminuir la soledad o la vulnerabilidad ante una enfermedad o una emergencia, también es cierto que las relaciones no siempre son sanas, hay abusos y maltrato. Ahora con la emergencia sanitaria, Emma tiene todo el día a la nieta en casa y ella ayuda en la cocina o en los mandados, pues por ser población vulnerable Emma ya no puede salir a hacer las compras. —¿Cómo amaneció hoy Emma? —Hoy es un día muy bonito, con un gran sol… Amanecí contenta porque tengo un problema de vértigo y eso me hace tomar mucha medicina y no duermo bien y me pongo toda a disgusto, no tengo ganas de hacer nada, ver a nadie, ando de mal humor regañando a todo mundo, no me siento contenta. Pero hoy me siento bien y ya pronto va a ser mi cumpleaños. —¿Y qué le gustaría hacer en su cumpleaños? —Yo era muy risueña, alegre, contenta, pero me hice muy enojona con la enfermedad del vértigo. Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Cuando hay flores en el jardín, mi esposo me hace un ramo y me lo trae. Ahorita me siento encerrada, nerviosa.
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“Estructuralmente hay problemas de los cuidados porque la organización binaria de los roles está determinado por mujer cuidadora. Esa es la semilla de donde parte la disfuncionalidad de los cuidados en México”, dice Alexandra Haas, abogada especializada en política pública e investigadora invitada del CIDE. Las políticas de cuidado, entendidas como todas las acciones que el Estado, las familias y entes privados realizan para que la gente se desarrolle plenamente, pasaron inadvertidas en México hasta años recientes que las mujeres feministas reclamaron su reconocimiento social y económicamente. A nivel nacional, los cuidados representan el 23.5% del P.I.B. en todos los rangos de edad, casi el triple de lo que representan los ingresos por turismo o casi ocho veces más de lo que aporta la industria automotriz. Las mujeres de todas las edades dedican el 74% de su tiempo laboral a los cuidados (alimentación, mantenimiento de vivienda, vestido, administración del hogar, cuidados de apoyo), contra un 23.6% del tiempo laboral que dedican los hombres (3). En el caso de las mujeres mayores, ellas cuidaron toda su vida y siguen haciéndolo aun en la vejez: el 60% de las mujeres mayores de 65 años se dedican a los quehaceres del hogar y sólo 2% de los hombres de la misma edad hace este trabajo (4).
“Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”.
Sara Hidalgo narra en un artículo, publicado en Nexos en mayo del 2019, cómo después de la Revolución Mexicana se fue tejiendo judicialmente la desvalorización del trabajo doméstico, su discriminación y, por ende, su exclusión de lo que significan los trabajos reconocidos y defendidos por ley. Hombres —abogados, juristas, académicos, ministros, burócratas— legalizaron la marginalización del trabajo doméstico en una época en que el resto de los trabajos estaban encontrando su defensa y protección en la ley, a partir del Artículo 123 de la Constitución que propuso “humanizar” el mundo laboral y proteger a los trabajadores de la explotación del capital. A este artículo constitucional le siguió la Ley Federal del Trabajo, en 1931, que consideró al trabajo dentro del hogar como “especial” por lo que no lo protegía como a otros empleos con contrato o jornadas máximas de 8 horas, explicó Hidalgo. ¿Por qué se entendió esta particularización del trabajo doméstico en relación a los otros trabajos? Porque se daba en casa. Ya sea en la casa propia, donde se asumía por hecho que existían las relaciones de candidez, cariño; o en la casa ajena, donde la relación cotidiana convertía también en “humanas” estas relaciones laborales. “Al trabajar al interior del núcleo familiar en un ambiente que concebían como naturalmente humano y armonioso, los trabajadores domésticos no tendrían la misma necesidad que el resto de los trabajadores de la intervención estatal en su relación laboral ni requerirían de todo el catálogo de protecciones legales”, escribió Hidalgo. Es decir, mientras el mundo externo del trabajo era rapaz y abusivo y veía a la persona como medio de producción, el mundo interno del hogar ve el trabajo doméstico naturalmente humano y donde no hay competencia sino cooperación.
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Aurora vendió publicidad para una revista política hasta hace dos años. Dejó ese trabajo que le daba un ingreso propio e independencia económica porque su esposo tuvo un infarto. A raíz de la enfermedad, el esposo se jubiló (y recibe su pensión) y Aurora se dedicó a cuidarlo porque no había quién lo hiciera, o no alcanzaba para pagar a una enfermera. Del otro lado del teléfono, Aurora se lamenta: estaba acostumbrada a recibir su dinero, a decidir cuándo y cómo gastarlo, siempre, eso sí, en completar el gasto del hogar. Hoy se mantienen con la pensión de su esposo y el apoyo monetario que reciben del gobierno federal, el Programa de Adultos Mayores. Así juntan para renta, comida, servicios. —¿Cuida a alguien, Aurora? —Tengo un nieto de 15 años que vive con su mamá y se venía todos los días a comer después de la escuela, pero con esto ya no viene. Y bueno, pues a mi esposo. Yo dejé de trabajar, pero de que trabajo, trabajo mucho: hago la comida, el mandado, lavo, trapeo, limpio, atiendo al perrito… —¿Y qué significa eso para usted? —Eso es muy feo para una ama de casa que nos digan que no trabajamos. ¿Se imagina que toda la vida trabajando y atendiendo el hogar? Trabajo sin sueldo. —¿Y usted se siente cuidada, Aurora? —Tengo una dicha enorme, tres hijos lindísimos que ni un día nos han dejado solos. Me siento protegida, no siento soledad. Aunque a veces me siento muy usada. —¿Cómo usada? —A veces me siento con mucha presión de resolver bien y rápido las necesidades de la casa. Haz de comer, ve a comprar, sírveme, haz esto, lo otro… Así.
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Con la determinación de que los trabajos de cuidados no eran importantes o tan importantes como para tener reconocimiento y protección legal, y de que las mujeres en casa se encargarían por naturaleza de esos trabajos, vino también la promesa de que el sistema laboral daría empleo, ingresos y seguridad social para el trabajador y su familia. Esa promesa se sentó en la Ley del Seguro Social, en 1942, cuando nacía y crecía la generación de quienes hoy son los adultos mayores —padres y abuelos— de México. Una ley que sentó las bases no sólo de la vida laboral, sino de las relaciones familiares. No sobra decir que esta ley sólo consideraba familia a la familia tradicional y dejaba fuera a otras formas de convivencia que rompieran con el estereotipo de esposo, esposa e hijos. Familias o comunidades de personas que deciden construir un hogar juntas y que en los últimos años han empujado para hacer valer sus derechos. La Ley del IMSS, dice Alexandra Haas, muestra cómo se concibió la lógica de que los hombres serían trabajadores formales con seguridad social formal y las mujeres iban a ser las cuidadoras de casa durante su edad productiva y, cuando llegaran la vejez, justo a este momento de sus vidas en el que están ahora, un sistema de seguridad social los sostendría con hogar, pensión y acceso a la salud. “Parto de esta ley porque lo que hace es una especie de promesa de mundo ideal: mujeres en casa con hijos, señores trabajando formalmente y todo mundo con seguridad social por vía del trabajo del señor”. A todas luces son promesas incumplidas: la promesa del trabajo formal no fue una realidad para la mayoría de la población y, por lo tanto, no se cumplió con la seguridad social para la familia y menos con la retribución de una pensión digna para el trabajador y su esposa, una vez que éste se jubilara.
"No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Hoy sólo dos de cada diez personas mayores de 60 años tiene una pensión o jubilación contributiva (5), que le da acceso a un ingreso mensual (que en promedio va de los 600 a los 6 mil pesos) y a servicios de salud. El resto, ocho de cada diez personas, no tiene acceso garantizado a la salud, pues aunque existe el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) que pretende ser un servicio universal, éste solo es gratuito en los niveles básicos de atención. Y aunque se han reconvertido hospitales y se ha pactado colaboración con instituciones privadas para atender la emergencia por el Covid-19, las mismas autoridades sanitarias anticiparon que no serían suficientes (6). “En el caso de los adultos mayores una de las principales condiciones que determina la forma en la que se llega a esta etapa de la vida es la protección social. Si un adulto mayor tiene jubilación (pensión contributiva) tendrá una calidad de vida muy distinta de quien no la tiene: hay un ingreso seguro (aunque sea mínimo) y hay acceso a los servicios de salud y conocimiento de cómo funciona ese sistema de salud. Probablemente también va a tener vivienda, porque en la misma seguridad social se estructuró la posibilidad de acceder a créditos”, dice Pilar Tavera. Si se analizan los datos por género, vemos que a la pensión contributiva acceden tres de cada diez hombres y sólo una de cada diez mujeres; del total de las mujeres la mitad la reciben por viudez, como consecuencia de reconocer el trabajo masculino y discriminar el femenino, de cuidados (7). Es decir, las mujeres mayores están más desprotegidas en caso de necesitar atención médica por la pandemia.
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“Hoy vendimos diez tortas”, dice Rosa María, una mujer de 68 años que vive en la periferia de la Ciudad de México, en Los Reyes La Paz. Rosa María habla con desgano desde el teléfono de su vecina. Está preocupada porque tiene un mes que las ventas bajaron, a partir del llamado gubernamental a que las personas se queden en casa para disminuir la velocidad de contagio del coronavirus. Pero ni siquiera lo pensó, quedarse en casa no era una opción, ya que ella y su esposo viven al día: si no salen, no trabajan, si no trabajan, no comen. Más aún: si no trabajan, no pagan la renta de mil pesos y los desalojan de la casa donde viven. Rosa María es incrédula de las noticias. Tiene cuarenta años viviendo en la zona, conoce a mucha gente por su trabajo como ambulante y, dice, hasta ahora no ha sabido de nadie que se haya enfermado de ese mal. Lo que palpa es el vacío de las calles en el oriente de la ciudad donde cada uno de los siete días de la semana ella y su esposo bajan a vender tortas de jamón, salchicha, milanesa y pierna. Hace cuentas: antes vendían 80 tortas en un día, hoy 10. Apenas saldrá para compensar el gasto que implica trabajar (transporte, materia prima, gas, alimento) en una jornada de 8 de la mañana a 9 de la noche, cuando vuelve a casa. De todos modos, seguirá saliendo estos días, dice, porque al menos sale para la comida de ella y de su esposo, y ninguno cuenta con pensión o apoyo de programas sociales. El año pasado inició el trámite para acceder al Programa de Adultos Mayores, que reparte mil 225 pesos mensuales, pero no ha sido notificada. “Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”. Su casa, la que renta, es un cuarto de una planta y dos habitaciones, una cocina y un dormitorio, que está en un terreno fincado sin cimientos. Las paredes son de tabique y el techo de láminas de metal, no tiene zaguán. Días después, hablo de nuevo con ella gracias al apoyo de su vecina Laura, que le presta el teléfono. Me cuenta que antes tenía el Seguro Popular, pero ya lo quitaron (8) y ahora tiene que ir con un doctor particular que le atienda el vértigo, el reumatismo bilioso, la presión alta y el mal de riñones que le aquejan. Paga 150 pesos por la consulta más la medicina. “Ahorita ni para pedir prestado, ¿quién nos presta si todos estamos igual? Mis hijas van al día y tienen a sus propios hijos que atender”. Hoy Rosa María volvió a casa antes de lo normal. Llevaba menos mercancía porque no tuvo dinero para comparar más materia prima y había menos gente en la calle. Hoy vendió cuatro tortas. Calcula que en los próximos días ahora sí dejará de vender, porque ya no tendrá dinero ni para el transporte público, y tendrá que guardarse de manera forzada en casa. Rosa María espera que el casero entienda la situación y le permita retrasarse en el pago que se convertirá en deuda.
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Las personas mayores que no tienen pensión y tienen empleo informal son de las más vulnerables en el contexto de la pandemia en dos sentidos: por el riesgo sanitario que significa su edad y porque los empleos informales son los primeros golpeados por la crisis económica que le sigue a la sanitaria. Para atender a esta población en esta emergencia, la única respuesta enfocada en este sector fue el adelanto de los pagos de cuatro meses del Programa de Adultos Mayores, un programa que surgió en el año 2012 para subsanar la falta de seguridad social, que consiste en un apoyo económico de mil 275 pesos mensuales a partir de los 68 años de edad —65 para quienes viven en municipios indígenas—. Esta pensión no constributiva se entrega a 5 millones de personas mayores y, según revisiones del Consejo Nacional de Evaluación de la política de Desarrollo Social (Coneval), este programa logró sacar de la línea de pobreza a casi 6% de ellos. Sin embargo, ahora un millón y medio de adultos mayores que lo necesitan no reciben el apoyo por la limitación de presupuesto y el aumento de personas que lo demandan. Estas condiciones ponen en riesgo la sostenibilidad del programa(9). Esta pensión resuelve el acceso a alimentos, pero no atención a la salud. Y no sólo en términos de acceso a los servicios, hospitales y medicinas, sino del acompañamiento a lo largo de su vida, es decir qué condiciones tuvieron a lo largo de su vida para evitar o controlar enfermedades crónicas. Incluso siendo un programa asistencialista, el apoyo para adultos mayores tiene sentido al dar cierta autonomía económica a los adultos mayores. Y esto les permite tener control sobre sus decisiones, seguridad emocional y autoestima. Sentirse menos carga, estorbo, incluso defenderse de la humillación y el maltrato. Pero la desigualdad entre hombres y mujeres adultas mayores permea en varios aspectos. Las mujeres tienen menos ingresos propios que los hombres, porque dedicaron la mayor parte de su vida al trabajo doméstico no reconocido y ahora, siendo mayores, lo siguen haciendo: el 10% de ellas no puede trabajar porque tienen que cuidar a alguien; y porque el 43% no trabaja porque tiene que dedicarse a las tareas del hogar. Desde la agenda feminista se reclama la remuneración de este trabajo. Y deja varias preguntas pendientes: ¿cómo se modificará el sistema tributario para hacer pensiones dignas?, y, ¿cómo se reconocerá económicamente este trabajo dentro de los hogares? México agotó su bono demográfico y la población comienza a envejecer. Seguimos exigiendo el acceso a guarderías, cuando el sistema de seguridad social ya está rebasado.
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Para comenzar con este reportaje le pedí a mi mamá su consejo. ¿Qué preguntas crees tú que sea pertinente hacer a las personas que voy a entrevistar? Adultas mayores en el contexto de la emergencia sanitaria. —Pregúntales si tienen miedo—, me dijo. Y entonces empezó a hablar de ella: su miedo a morir, sus condiciones que califican como persona de riesgo: mayor de 60 años, hipertensión. Yo tenía cuatro o cinco días que había llegado a su casa con mis dos hijas para pasar la cuarentena y me di cuenta que no sabía de ella, de su estar, ni siquiera de su hipertensión. Menos que las últimas dos semanas había sentido dificultad para respirar y que, después entendió ella, era el miedo somatizado en su cuerpo.
"Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Ahorita me siento encerrada, nerviosa".
No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes. Estamos aprendiendo a estar juntas en esta situación en donde hay sobrecarga de trabajo, de cuidados y de miedo. Días después de esa conversación sobre su miedo, mientras estábamos en la sobremesa y las niñas jugaban en el patio, mi mamá volvió a traer el tema de la muerte y, como si lo hubiéramos acordado antes, ambas hablamos con humor negro de eso. Fue la única forma en la que nos pudimos acercar. “Imagínate escuchar todos los días que los viejos se van a morir y ser tú un viejo, una vieja. Que te digan si te da, te mueres. O que te digan que si te da no te van a poner el respirador porque ya no sirves, mejor apostarle a la vida de alguien más joven, los viejos son desechables”, me ha dicho mi mamá, a veces incrédula y triste, otras enojada.
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En México, hasta el 18 de abril, habían muerto 650 personas por Covid-19, de ellas 300 son mayores de 60 años, el 46% del total, según los números que publica cada día la Secretaría de Salud. De los adultos mayores que murieron, 189 son hombres y 111 mujeres. Aunque en porcentajes no hay mucha variación entre las personas mayores y el resto de las edades, la letalidad de la enfermedad es más alta en las adultas mayores. En el país, las enfermedades crónico degenerativas han nivelado los porcentajes de mortalidad por edad, frente a lo que era una tendencia en Europa, donde el 95% de los muertos eran las personas mayores, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Ivonne Villalon, que forma parte del colectivo “Armando Canasta” que nació con la pandemia para repartir despensa a adultos mayores, vendedores ambulantes y personas en situación de calle. El colectivo recibe donaciones económicas o en especie, arma las despensas con comida como frijoles preparados, atún o sardinas en lata, mermeladas, galletas, jabones y naranjas (considerando que hay personas en situación de calle que no tienen posibilidades de cocinar) y a través de voluntarios se reparten en distintas colonias de la Ciudad de México. Ivonne ha tenido conversaciones también con su mamá. Ivonne le contó de su miedo a contagiarla y ponerla en riesgo, de la necesidad de no verla para disminuir cualquier posibilidad de infección. “Mi mamá me dijo: ‘Si no paso a esta nueva etapa de la vida, yo ya viví, ya me hice a la idea de que si hay que elegir entre los jóvenes y nosotros, a los jóvenes les falta vivir’. Me lo dijo tan claro, tan convencida, pero yo en cambio no estoy tan clara. Para mí no es evidente ni obvio que las personas mayores sean desechables. Quiero resistirme a esa noción de desechabilidad de nuestros cuerpos. No me queda tan claro que un joven merezca vivir más que un adulto mayor”. Resistirnos a esa noción que dice que los viejos y las viejas ya dieron al sistema lo que podían dar; que a esta edad sólo sirven para cuidar hijos, nietos, casas, plantas y, si no, entonces son desechables. Esa noción que incluye a los repartidores, a los de la basura, a las trabajadoras del hogar, a los migrantes. Desechables, sustituibles. Quizá en el fondo se trata de esto. De pensar y cuestionar, ¿qué cuerpos le son necesarios —y a la vez desechables— a un Estado para sostenerse, para mantener una cuarentena sin fragilidad o vulnerabilidad detrás de los escritorios y las ventanas? Quizá se trata de resistir a la noción de que hay cuerpos que ya no sirven o estorban. Apostar por defender cada una de esas vidas. Mandeep Dhillon trabaja en el área de urgencias de una ciudad de Veracruz. A mediados de abril escribió su testimonio sobre el cuidado a don Sergio, un señor de 82 años cuyo cuerpo está atacado por Covid-19. Mandeep narró con detalle lo que es estar enfermo en un hospital con carencias, lo que significa atenderlo bajo un traje que aísla todo virus y humanidad. Quiero retomar aquí parte de su relato porque, sus palabras nos están llamando: Sólo los viejos mueren de esto, dijeron. Y nadie habló de los mayores, nadie dijo nuestras abuelas, nuestros abuelos, nadie dijo los maestros. Los cuidadores de la memoria, las y los maestros que aguardan las conversaciones profundas que nos anclan en este mundo, la raíz misma.El coronavirus vino a llevarlos (a las personas mayores) y dijimos: “qué bueno que no nos toca a nosotros”. Y se hizo evidente la muerte que cargamos en nuestras palabras, en las yemas de nuestros dedos, que poco a poco nos ha despojado de un lugar de dónde ser y nos ha hecho ajenos a nuestra propia sangre.
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Las entrevistas con Avelina, Aurora, Rosa María y Emma fueron por teléfono. Fue complicado establecer una relación a la distancia y desde el desconocimiento. En algún momento de las conversaciones, sentí que más que hablar del virus y la seguridad social, había qué hablar de la vida, de las cosas que les hacen sentido en este momento de miedo, incertidumbre. Le pregunto al teléfono a Rosa María si tiene miedo. Ella responde desde algún lugar en Los Reyes La Paz. Alrededor se oyen ladridos de perros y el motor de un carro viejo que aparece y se va. Ella no se escucha con temor, como mi madre, su voz suena a fastidio, a polvo en boca seca. “Estoy cansada de que nos estén diciendo esto todo el tiempo, que los viejos nos vamos a morir, que se quieren deshacer de nosotros quesque costamos mucho dinero al gobierno... A mí nunca nadie me ha dado nada”. Rosa María corta la conversación molesta, dice que va de vuelta a su casa. Por una de las dos ventanas, la de la cocina, mira un baldío con una nopalera y un árbol de mezquite. Le gusta asomarse ahí cuando vuelve de vender tortas, agotada. Y se quita el mandil y los zapatos del trabajo y se sienta apenas unos minutos para estirar sus pies y recibir el aire fresco de la tarde que llega desde una ciudad ajena y lejana, antes de continuar con el trabajo en esa casa en permanente obra negra. A Emma le gusta mirar desde la ventana que está en la cocina de su casa y da al jardín. En el jardín, hay una fuente y a ella llegan los pajaritos, se bañan, se dan sus chapuzones. A Emma le gusta pensar si son sus viejos huéspedes o si llegó uno nuevo. Desde esa ventana ve las flores que cuida su esposo y la mata de epazote que ha crecido generosa estos días del año. “Está hermoso el epazote, quisiera cocinar tantas cosas con este epazote”, se escucha entusiasta, “unos champiñones o un huitlacoche o una pancita… ya pronto va a ser mi cumpleaños”. Aurora vive con su esposo en un departamento. Estos días de confinamiento la han dejado asolada. Su esposo, dice, era buen compañero, pero desde que enfermó le cambió el carácter y ya casi no convive. Ahora su vida social la lleva con sus amigos en el internet y el teléfono. Pero ella no es de eso. Le gusta salir a la calle, caminar, asomarse a las tiendas y a los museos, pero más más le gusta ir a la Cineteca. “Ahí pasan mucho cine y no importa que una vaya sola”. Antes de que su esposo tuviera un infarto, era algo que hacían juntos. Su departamento está en un edificio viejo y la ventana de su casa da a un pozo de luz que, a su vez, da a las ventanas de otros vecinos. “Veo las ventanas de algunos vecinos, tengo unos que son testigos de Jehová, es curioso, aunque se la pasan tocando puertas para platicar, éstos casi no platican, son muy herméticos; pero tengo otra vecinita que es muy linda, me saluda desde su ventana; y más allá, en aquella, vive mi vecinito Alejandro que me saluda y es muy platicador. Me gusta más mirar desde la puerta, que de la ventana, porque de la puerta se ve la avenida llena de palmeras y árboles y las jacarandas”. Cuando esto acabe, Aurora caminará por esa avenida e irá a sentarse a una butaca de la Cineteca a ver algo que le haga sentirse fuerte de nuevo. La casa de Avelina, en el pueblo La Purísima, tiene un cuarto de azotea con una ventana. Desde ahí se ve el lago de Cuitzeo. O más bien se mira el reflejo del sol sobre el agua y ella sabe que ahí está el lago de su infancia. Pienso en Avelina y en esa pesadilla que la despierta en las noches con un bebé recién nacido y olvidado en la cama. Pienso en la historia de las mujeres de su familia que hay detrás de ese sueño. Avelina recuerda que su mamá no tuvo tiempo de cuidarla con amor y atención porque cuando no estaba con la barriga hinchada, estaba con el hijo en brazos y Avelina tenía que cargar a los hermanos menores que se sumaban, uno tras otro, para que su madre siguiera en la costura o en el fogón atizándole a los frijoles. “Cuando viene este sueño pienso que es mi inconsciente que me dice que no hice bien las cosas, que no me dio tiempo de todo, de criar, de trabajar. Nunca jugué con mis hijos”, dice al teléfono y las dos nos quedamos en silencio varios segundos. “En cambio mi esposo”, retoma, “él sí jugaba con ellos, el sí sabía a qué olían cada uno de mis hijos”. Avelina está en su ventana. Ahí se refugia cuando no tiene ganas de trabajar o dar explicaciones, cuando quiere estar tranquila. Subir y atender a sus violetas, espulgarlas y regarlas; platicarles, cuidarlas con calma, con alegría. Recargarse en el marco de la ventana y mirar. Y mirar.
(1) Según la definición que la OMS y la Ley de Derechos de los Adultos Mayores, aprobada en México en 2006, los adultos mayores son las personas que tienen 60 años o más, aunque en algunos conteos, encuestas y programas sociales se les considere a partir de los 65 años de edad.
(2) Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018, INEGI.
(3) Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México 2018, INEGI
(4) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(5) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(6) Los datos que se presentan son para mayores de 60 años, la definición legal de un adulto mayor. Sin embargo, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social en su Sistema de Información de los Derechos Sociales, señala que el porcentaje de adultos mayores de 65 años que tienen pensión es del 30.9%.
(7) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017
(8) Andrés Manuel López Obrador desapareció el Seguro Popular y lo sustituyó por el Insituto de Salud para el Bienestar que comenzó a operar en enero del 2020 para atender a personas sin seguridad social. El desconocimiento de Rosa María debe responder a la falta de difusión y canalización del nuevo sistema sanitario.
(9) En 2017, según datos de la Encuesta Nacional sobre Discriminación, la población adulta mayor de 65 años ascendía a poco más de 8 millones de personas. En el Programa de Adultos Mayores, se calcula el déficit de apoyos a la población a partir de la necesidad socioeconómica.
(10) Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017.
La emergencia sanitaria puso en evidencia las fallas de cómo entendemos el trabajo y el cuidado. Los adultos mayores, los más vulnerables frente al coronavirus, llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerlos. De este grupo, las mujeres son las más desprotegidas.
Desde hace muchos años, Avelina tiene una pesadilla recurrente: “Sueño mucho a un niño que se me olvida, está chiquito, recién nacido. Duro tres días sin ir a la cama y me acuerdo que está ahí todo enredadito entre las cobijas y voy a verlo preocupada porque no le he dado de comer. Lo veo chiquito, como de tres meses de nacido, está flaquito como si fuera un bebé prematuro, lo veo ahí, y no se me quita ese sueño, no se me quita”. Avelina tiene 70 años y vive en las afueras de Morelia, Michoacán. En las últimas semanas el sueño ha vuelto. No sabe si es el encierro o es que en estos días, donde el tiempo transcurre de manera extraña, el pasado y el presente se le han mezclado o, más bien, se le agolpan en la puerta de su casa en forma de culpas y reclamos. Del sueño vuelve a la realidad: “No sé cómo crecieron ellos”, dice al referirse a sus cinco hijos. “Ahora pienso y dudo en cómo crié a mis hijos, no sé cómo los crié. Pero lo que sí sé es ese sueño, ese niño recién nacido que se me olvida, de pronto despierto soñando eso. Y mis hijos ahí están. Una de mis hijas me compró una muñeca, porque nunca tuve muñecas de niña, y me la compró, de trapo, con su vestido de flores y su sombrero de paja, pero tampoco ha hecho que se me quite ese sueño”. La escucho hablar del otro lado de la línea con su voz atribulada. Hablamos a la distancia porque no podemos encontrarnos, ella no puede salir para atender esta entrevista y yo no puedo ir a verla porque tengo dos hijas en casa. Para cuidarse de la pandemia, Avelina permanece encerrada y evita visitas. Así que, a tientas, tratamos de crear una confianza imaginando el rostro que nos habla y nos escucha. Alcanzo a adivinarla en un rincón de la habitación, pegada a un teléfono fijo de cable enredado, a veces con la voz más fuerte, otras veces más quedita según se acerca o se aleja la hija que vive con ella, y suspira como si así fuera posible sacudirse esas culpas que la han venido a visitar en los últimos días. Sacudírselas para volver a lo que sigue: limpiar la casa, arreglar la ropa y preparar la comida para ella y las cuatro personas que viven ahí y que ahora con la emergencia sanitaria permanecen en casa las 24 horas del día. Esa casa se sostiene de la pensión que recibe su esposo por haber trabajado en una oficina de gobierno, más el apoyo gubernamental para adultos mayores, más el ingreso de su hija como comerciante. Avelina se describe como una mujer bajita y grande de caderas que siempre le hicieron sentir atractiva, aunque en este momento de su vida le pesan mucho. Dice que es terca y, sobre todo, sana: “Yo no quiero ser una anciana vieja que necesite de los demás”. Lo dice con orgullo y con razón de sobra: ha dejado el lomo en los quehaceres desde niña. Ha trabajado, cuidado y sostenido a su madre, a sus hermanos, a su esposo e hijos. A un Estado.
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La emergencia sanitaria por Covid-19 puso en evidencia las fallas sistémicas de lo que entendemos por trabajo y cuidado en México. Los adultos mayores —el grupo más vulnerable ante el nuevo coronavirus— llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerles y cuidarles. Una población que, por su edad, está más expuesta a enfermar gravemente, que en su gran mayoría carece de acceso a servicios de salud, que debe seguir trabajando por la falta de ingresos y que, de enfermarse, disputaría con el resto de la población alguna cama en el de por sí rebasado servicio de salud. En México viven 15.4 millones de personas mayores de 60 años (1) y el 65% de ellos se encuentran en situación de pobreza, según datos de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018 (Enadid), lo que hace que un 40% de ellos continúe trabajando por necesidad de un ingreso. La emergencia evidenció los problemas de un sistema de trabajo y de cuidados que durante décadas los ha sostenido de manera injusta, desde el despojo: un sistema que prometió trabajo formal y seguridad social para el empleado y toda su familia, y un sistema que recargó el cuidado de la vida en los muros del hogar, sin ser remunerado, y dentro de éste en las rodillas de las mujeres: madres, hijas, abuelas. Por eso esta pandemia nos recuerda también que, dentro del grupo de adultos mayores, las mujeres son las más desprotegidas. “Cualquier población vulnerable ha quedado más expuesta aún con la emergencia sanitaria, los adultos mayores entre ellos”, dice Pilar Tavera, especialista en políticas públicas con enfoque de derechos humanos. “Cualquier crisis agrava y evidencia las desigualdades que hay entre grupos y dentro de los mismos grupos”. Estas historias, las de ellas y ellos a los que acudo para hablar no sólo de la emergencia sanitaria, sino de la forma en que hemos entendido y sostenido un sistema laboral y de cuidados que prometió una vejez digna, ocurren en el campo y en las ciudades; en el centro del país y en algunos estados. Son historias de mujeres y hombres mayores que llegan a sus 60, 70, 80 años después de haber trabajado toda su vida. Muchos de ellos comenzaron cuando eran aún niños y siguen haciéndolo en sus casas o en las calles, con el riesgo hoy de enfermarse.
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“¿Trabajar? Ay, eso sí que es bien chistoso”, dice Avelina del otro lado del teléfono y suelta una carcajada. “Yo trabajé desde niña porque no se me mandó a la escuela, vengo de una familia humilde, muy pobre. Mi papá era machista y mujeriego, de esos señores de pueblo que, si ganaba algo, era para él y no para los hijos, ni la esposa”. A los ocho años salía de su casa y se cruzaba con la vecina: se asomaba a la cocina y si veía alguna olla humeante o tortillas en el canasto, Avelina lavaba pañales de tela sucios, o los trastes, a cambio de un plato de sopa o de frijoles y alguna tortilla. En su casa no siempre había bocado, había días en que recibían la noche con panzas vacías. Pronto aprendió de su madre a coser ropa, quien sin saber leer ni escribir, sostenía a sus hijos cosiendo camisas, pantalones, vestidos para los vecinos. Avelina recuerda a su madre cose y cose, cose y cose, de día y de noche, sentada en una piedra rectangular que cuando no la usaba ahí, la usaba para trabajar el molino de maíz. La recuerda como ahora la recuerdan sus propios hijos: pobrecitos de ellos, a qué hora los atendía si todo el día trabajaba en la máquina y, si llegaban a importunarla, ella los espantaba a manazos como moscas.
"Imagínate ser un viejo y escuchar todos los días que los viejos se van a morir. Que te digan que si te da, te mueres; que si te da, no te van a poner el respirador porque ya no sirves".
La de Avelina no fue vida, fue trabajo. La contrataban señoras “para estar de pie en su casa, como les dicen a las sirvientas”. Se sentía feliz pues aunque pasaba los días lejos de su mamá y sus hermanos, ganaba unas monedas para repartirles; ella era la cuarta y por herencia le tocaba ayudar a crecer a los siete hermanos menores. Nunca fue a la escuela ni recuerda haber tenido un juguete. Por eso atesora la muñeca que una de sus hijas le regaló ya de grande. Aprendió a leer solita porque le gustaba y porque algunos vecinos pasaban a regalarle cuadernos o libros en desuso. “Me casé rápido, teníamos que salir rápido de la casa para ayudar”, dice Avelina del otro lado del teléfono, en una conversación que se extiende con la tarde. Se casó con un hombre y migró del campo a la ciudad, como otras miles de personas que escucharon de la gran promesa de trabajo y bienestar en las ciudades, dejando atrás milpas marchitas, un éxodo que se inició en 1950 y llegó a una cúspide en 1975. Avelina llegó a Morelia desde La Purísima, Michoacán, convertida en trabajadora doméstica y, en los ratos que robaba al trabajo, perfeccionó los conocimientos heredados de su madre en una escuela de corte y confección. En un año aprendió lo suficiente como para volver a su pueblo y trabajar en lo que ella quería. Ese mismo año murió su padre de cirrosis hepática. Su pérdida fue más bien un alivio para la madre de familia que igual seguía sola en la crianza de 12 hijos.
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Cuando era niña, Aurora fue dejada por su mamá quien se fue a trabajar a la capital, desde donde les mandaba dinero. Aurora quedó bajo la responsabilidad de la familia paterna y sus hermanos, a su vez, quedaron a cargo de ella. A la escuela fue a lo indispensable, apenas para aprender a leer y escribir. “Fui una niña que crece sin su mamá, eso es penoso y triste. Me cuidó una tía pero ella tuvo a su propia familia y me atendía cuando le sobraban ratitos, cuando estaba en sus manos”, dice desde la delegación Benito Juárez, en la Ciudad de México. Aurora comenzó a trabajar a los 12. Era la costumbre a mitad de siglo pasado, trabajar desde la infancia en casas, comercios, locales y a ella le tocó un consultorio médico: apuntaba las citas, las visitas, ponía en orden el medicamento. De ahí se fue a una panadería y luego, ya hecha una señorita, siguió los pasos de la mamá y se mudó de Pachuca, Hidalgo, a la capital, donde vive ahora, a sus 78 años. En la Ciudad de México trabajó en un laboratorio de fotografía cerca de La Villa, ayudaba a revelar las fotos, casi todas eran de los transeúntes que visitaban a la Virgen. Luego se fue a una tintorería donde planchaba y lavaba la ropa. Después trabajó en una oficina de publicidad recibiendo recados. Ahí conoció a quien actualmente es su esposo. Los trabajos eventuales de Aurora no le permitieron tener seguridad social, aunque haya trabajado y aportado económicamente durante 63 años de su vida, y ahora lo siga haciendo en su hogar. Aurora se describe como una mujer alegre y conversadora, inquieta aun a su edad, aunque este encierro le ha cambiado el carácter y se siente sola y ansiosa. “De niña, cuando trabajaba, mi dinero era para mí, para comprarme ropa y zapatos, lo de primera necesidad. Cuando me casé pues ya tenía a mis muchachitos y ese dinero iba para la comida, para su ropa, para los deportes que les gustaba. La renta siempre la pagó mi esposo”, dice. Él tuvo un trabajo formal y, aunque pudo acceder a un crédito para vivienda, no lo hizo, y ahora rentan un departamento para vivir.
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No todas las mujeres mayores con quienes platiqué trabajaron desde niñas o al menos no fuera de casa. O sería mejor escribir: todas trabajaron desde niñas, aunque no todas lo asumieron o entendieron como un trabajo, sobre todo cuando éste se desarrollaba dentro de casa. Trabajar en casa para mantener la salud, la alimentación, la limpieza, la educación y la diversión, para mantener al padre que se iba a buscar el sustento o para crecer a los hermanos que seguirían los pasos del padre, era lo normal, una nacía y asumía que ese era su papel en la vida. Emma nació y creció en el pueblo Los Sauces, en Guerrero, y cuando cumplió 14 años sus hermanos y ella agarraron camino al Estado de México en busca de posibilidades de estudio. En Los Sauces se quedaron sus padres. Un año después, se casó con un hombre veinte años mayor que era empleado del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Mientras su marido salía a cumplir su deber en el oficio, ella se dedicaba a lo que la gran mayoría de mujeres de su edad: cuidar la casa y a los hijos que parió. En su caso, fueron cuatro. Desde que nació el primero hasta ahora, que cumplió 69, Emma ha trabajado en casa y depende económicamente de su esposo, quien le da una cantidad al mes para los gastos. Su hija y sus nietas que viven con ellos cooperan con la luz y el agua. De sus cuatro hijos, uno tiene discapacidad y Emma pudo librarla con ayuda de su hermana: mientras una llevaba al niño al tratamiento, otra se quedaba a atender la casa. Así, durante 12, 13 años, hasta que la hermana quiso hacer su propia familia. Para Emma fue un golpe muy duro quedarse sin su hermana, se sintió sola, muy sola. Cada una de las mujeres que estaban a su alrededor, hermanas y cuñadas, tenían que hacerse cargo de sus propias familias. —¿Y ahora cómo se reparten las tareas en casa? —Yo me dedico a la casa, mi esposo está jubilado y se dedica al jardín, le gusta arreglar sus plantitas, a quitarle lo seco, a cambiarlas de lugar. A veces cuando terminamos de comer, a veces limpia la mesa. Ya está grande, tiene 20 años más que yo. Le pregunto a qué edad empezó a trabajar y dice que nunca ha trabajado, que siempre fue ama de casa y las amas de casa no trabajan, cuidan la casa. —¿Y ahora cuida? —Yo cocino pero la verdad es que ya no me gusta cocinar, no tengo ganas. Quisiera que me atendieran todos. Ya tengo 55 años cocinando todos los días para todos. El trabajo no se acaba y no lo aprecian, nunca le dicen a una “¡ay!, qué bonito”. Eso me hace sentir mal, que no se agradezca, que no me consientan.
"Las personas mayores sin pensión y con empleo informal son de las más vulnerables ante la pandemia: por el riesgo que significa su edad y porque los empleos informales son los más golpeados por la crisis económica".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Y por el tono de su voz, del otro lado del teléfono, hastiado, trato de imaginar lo que significa cocinar para todos, siete u ocho familiares durante 55 años sin parar: pensar el menú, hacer la compra, acomodar en la despensa, pelar, picar, freír, cocer, sazonar, servir, lavar ollas, cazuelas, platos, limpiar estufa, piso, fregadero. Todos los días. Y volver a comenzar. En México, casi el 90% de las personas mayores vive en familia, ya sea con su pareja, hijos o en familias más amplias, con nietos, nueras, yernos, hermanos; un 10% vive solo en casa y menos del 1% vive en residencias o asilos (2). Aunque vivir acompañados puede disminuir la soledad o la vulnerabilidad ante una enfermedad o una emergencia, también es cierto que las relaciones no siempre son sanas, hay abusos y maltrato. Ahora con la emergencia sanitaria, Emma tiene todo el día a la nieta en casa y ella ayuda en la cocina o en los mandados, pues por ser población vulnerable Emma ya no puede salir a hacer las compras. —¿Cómo amaneció hoy Emma? —Hoy es un día muy bonito, con un gran sol… Amanecí contenta porque tengo un problema de vértigo y eso me hace tomar mucha medicina y no duermo bien y me pongo toda a disgusto, no tengo ganas de hacer nada, ver a nadie, ando de mal humor regañando a todo mundo, no me siento contenta. Pero hoy me siento bien y ya pronto va a ser mi cumpleaños. —¿Y qué le gustaría hacer en su cumpleaños? —Yo era muy risueña, alegre, contenta, pero me hice muy enojona con la enfermedad del vértigo. Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Cuando hay flores en el jardín, mi esposo me hace un ramo y me lo trae. Ahorita me siento encerrada, nerviosa.
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“Estructuralmente hay problemas de los cuidados porque la organización binaria de los roles está determinado por mujer cuidadora. Esa es la semilla de donde parte la disfuncionalidad de los cuidados en México”, dice Alexandra Haas, abogada especializada en política pública e investigadora invitada del CIDE. Las políticas de cuidado, entendidas como todas las acciones que el Estado, las familias y entes privados realizan para que la gente se desarrolle plenamente, pasaron inadvertidas en México hasta años recientes que las mujeres feministas reclamaron su reconocimiento social y económicamente. A nivel nacional, los cuidados representan el 23.5% del P.I.B. en todos los rangos de edad, casi el triple de lo que representan los ingresos por turismo o casi ocho veces más de lo que aporta la industria automotriz. Las mujeres de todas las edades dedican el 74% de su tiempo laboral a los cuidados (alimentación, mantenimiento de vivienda, vestido, administración del hogar, cuidados de apoyo), contra un 23.6% del tiempo laboral que dedican los hombres (3). En el caso de las mujeres mayores, ellas cuidaron toda su vida y siguen haciéndolo aun en la vejez: el 60% de las mujeres mayores de 65 años se dedican a los quehaceres del hogar y sólo 2% de los hombres de la misma edad hace este trabajo (4).
“Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”.
Sara Hidalgo narra en un artículo, publicado en Nexos en mayo del 2019, cómo después de la Revolución Mexicana se fue tejiendo judicialmente la desvalorización del trabajo doméstico, su discriminación y, por ende, su exclusión de lo que significan los trabajos reconocidos y defendidos por ley. Hombres —abogados, juristas, académicos, ministros, burócratas— legalizaron la marginalización del trabajo doméstico en una época en que el resto de los trabajos estaban encontrando su defensa y protección en la ley, a partir del Artículo 123 de la Constitución que propuso “humanizar” el mundo laboral y proteger a los trabajadores de la explotación del capital. A este artículo constitucional le siguió la Ley Federal del Trabajo, en 1931, que consideró al trabajo dentro del hogar como “especial” por lo que no lo protegía como a otros empleos con contrato o jornadas máximas de 8 horas, explicó Hidalgo. ¿Por qué se entendió esta particularización del trabajo doméstico en relación a los otros trabajos? Porque se daba en casa. Ya sea en la casa propia, donde se asumía por hecho que existían las relaciones de candidez, cariño; o en la casa ajena, donde la relación cotidiana convertía también en “humanas” estas relaciones laborales. “Al trabajar al interior del núcleo familiar en un ambiente que concebían como naturalmente humano y armonioso, los trabajadores domésticos no tendrían la misma necesidad que el resto de los trabajadores de la intervención estatal en su relación laboral ni requerirían de todo el catálogo de protecciones legales”, escribió Hidalgo. Es decir, mientras el mundo externo del trabajo era rapaz y abusivo y veía a la persona como medio de producción, el mundo interno del hogar ve el trabajo doméstico naturalmente humano y donde no hay competencia sino cooperación.
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Aurora vendió publicidad para una revista política hasta hace dos años. Dejó ese trabajo que le daba un ingreso propio e independencia económica porque su esposo tuvo un infarto. A raíz de la enfermedad, el esposo se jubiló (y recibe su pensión) y Aurora se dedicó a cuidarlo porque no había quién lo hiciera, o no alcanzaba para pagar a una enfermera. Del otro lado del teléfono, Aurora se lamenta: estaba acostumbrada a recibir su dinero, a decidir cuándo y cómo gastarlo, siempre, eso sí, en completar el gasto del hogar. Hoy se mantienen con la pensión de su esposo y el apoyo monetario que reciben del gobierno federal, el Programa de Adultos Mayores. Así juntan para renta, comida, servicios. —¿Cuida a alguien, Aurora? —Tengo un nieto de 15 años que vive con su mamá y se venía todos los días a comer después de la escuela, pero con esto ya no viene. Y bueno, pues a mi esposo. Yo dejé de trabajar, pero de que trabajo, trabajo mucho: hago la comida, el mandado, lavo, trapeo, limpio, atiendo al perrito… —¿Y qué significa eso para usted? —Eso es muy feo para una ama de casa que nos digan que no trabajamos. ¿Se imagina que toda la vida trabajando y atendiendo el hogar? Trabajo sin sueldo. —¿Y usted se siente cuidada, Aurora? —Tengo una dicha enorme, tres hijos lindísimos que ni un día nos han dejado solos. Me siento protegida, no siento soledad. Aunque a veces me siento muy usada. —¿Cómo usada? —A veces me siento con mucha presión de resolver bien y rápido las necesidades de la casa. Haz de comer, ve a comprar, sírveme, haz esto, lo otro… Así.
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Con la determinación de que los trabajos de cuidados no eran importantes o tan importantes como para tener reconocimiento y protección legal, y de que las mujeres en casa se encargarían por naturaleza de esos trabajos, vino también la promesa de que el sistema laboral daría empleo, ingresos y seguridad social para el trabajador y su familia. Esa promesa se sentó en la Ley del Seguro Social, en 1942, cuando nacía y crecía la generación de quienes hoy son los adultos mayores —padres y abuelos— de México. Una ley que sentó las bases no sólo de la vida laboral, sino de las relaciones familiares. No sobra decir que esta ley sólo consideraba familia a la familia tradicional y dejaba fuera a otras formas de convivencia que rompieran con el estereotipo de esposo, esposa e hijos. Familias o comunidades de personas que deciden construir un hogar juntas y que en los últimos años han empujado para hacer valer sus derechos. La Ley del IMSS, dice Alexandra Haas, muestra cómo se concibió la lógica de que los hombres serían trabajadores formales con seguridad social formal y las mujeres iban a ser las cuidadoras de casa durante su edad productiva y, cuando llegaran la vejez, justo a este momento de sus vidas en el que están ahora, un sistema de seguridad social los sostendría con hogar, pensión y acceso a la salud. “Parto de esta ley porque lo que hace es una especie de promesa de mundo ideal: mujeres en casa con hijos, señores trabajando formalmente y todo mundo con seguridad social por vía del trabajo del señor”. A todas luces son promesas incumplidas: la promesa del trabajo formal no fue una realidad para la mayoría de la población y, por lo tanto, no se cumplió con la seguridad social para la familia y menos con la retribución de una pensión digna para el trabajador y su esposa, una vez que éste se jubilara.
"No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Hoy sólo dos de cada diez personas mayores de 60 años tiene una pensión o jubilación contributiva (5), que le da acceso a un ingreso mensual (que en promedio va de los 600 a los 6 mil pesos) y a servicios de salud. El resto, ocho de cada diez personas, no tiene acceso garantizado a la salud, pues aunque existe el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) que pretende ser un servicio universal, éste solo es gratuito en los niveles básicos de atención. Y aunque se han reconvertido hospitales y se ha pactado colaboración con instituciones privadas para atender la emergencia por el Covid-19, las mismas autoridades sanitarias anticiparon que no serían suficientes (6). “En el caso de los adultos mayores una de las principales condiciones que determina la forma en la que se llega a esta etapa de la vida es la protección social. Si un adulto mayor tiene jubilación (pensión contributiva) tendrá una calidad de vida muy distinta de quien no la tiene: hay un ingreso seguro (aunque sea mínimo) y hay acceso a los servicios de salud y conocimiento de cómo funciona ese sistema de salud. Probablemente también va a tener vivienda, porque en la misma seguridad social se estructuró la posibilidad de acceder a créditos”, dice Pilar Tavera. Si se analizan los datos por género, vemos que a la pensión contributiva acceden tres de cada diez hombres y sólo una de cada diez mujeres; del total de las mujeres la mitad la reciben por viudez, como consecuencia de reconocer el trabajo masculino y discriminar el femenino, de cuidados (7). Es decir, las mujeres mayores están más desprotegidas en caso de necesitar atención médica por la pandemia.
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“Hoy vendimos diez tortas”, dice Rosa María, una mujer de 68 años que vive en la periferia de la Ciudad de México, en Los Reyes La Paz. Rosa María habla con desgano desde el teléfono de su vecina. Está preocupada porque tiene un mes que las ventas bajaron, a partir del llamado gubernamental a que las personas se queden en casa para disminuir la velocidad de contagio del coronavirus. Pero ni siquiera lo pensó, quedarse en casa no era una opción, ya que ella y su esposo viven al día: si no salen, no trabajan, si no trabajan, no comen. Más aún: si no trabajan, no pagan la renta de mil pesos y los desalojan de la casa donde viven. Rosa María es incrédula de las noticias. Tiene cuarenta años viviendo en la zona, conoce a mucha gente por su trabajo como ambulante y, dice, hasta ahora no ha sabido de nadie que se haya enfermado de ese mal. Lo que palpa es el vacío de las calles en el oriente de la ciudad donde cada uno de los siete días de la semana ella y su esposo bajan a vender tortas de jamón, salchicha, milanesa y pierna. Hace cuentas: antes vendían 80 tortas en un día, hoy 10. Apenas saldrá para compensar el gasto que implica trabajar (transporte, materia prima, gas, alimento) en una jornada de 8 de la mañana a 9 de la noche, cuando vuelve a casa. De todos modos, seguirá saliendo estos días, dice, porque al menos sale para la comida de ella y de su esposo, y ninguno cuenta con pensión o apoyo de programas sociales. El año pasado inició el trámite para acceder al Programa de Adultos Mayores, que reparte mil 225 pesos mensuales, pero no ha sido notificada. “Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”. Su casa, la que renta, es un cuarto de una planta y dos habitaciones, una cocina y un dormitorio, que está en un terreno fincado sin cimientos. Las paredes son de tabique y el techo de láminas de metal, no tiene zaguán. Días después, hablo de nuevo con ella gracias al apoyo de su vecina Laura, que le presta el teléfono. Me cuenta que antes tenía el Seguro Popular, pero ya lo quitaron (8) y ahora tiene que ir con un doctor particular que le atienda el vértigo, el reumatismo bilioso, la presión alta y el mal de riñones que le aquejan. Paga 150 pesos por la consulta más la medicina. “Ahorita ni para pedir prestado, ¿quién nos presta si todos estamos igual? Mis hijas van al día y tienen a sus propios hijos que atender”. Hoy Rosa María volvió a casa antes de lo normal. Llevaba menos mercancía porque no tuvo dinero para comparar más materia prima y había menos gente en la calle. Hoy vendió cuatro tortas. Calcula que en los próximos días ahora sí dejará de vender, porque ya no tendrá dinero ni para el transporte público, y tendrá que guardarse de manera forzada en casa. Rosa María espera que el casero entienda la situación y le permita retrasarse en el pago que se convertirá en deuda.
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Las personas mayores que no tienen pensión y tienen empleo informal son de las más vulnerables en el contexto de la pandemia en dos sentidos: por el riesgo sanitario que significa su edad y porque los empleos informales son los primeros golpeados por la crisis económica que le sigue a la sanitaria. Para atender a esta población en esta emergencia, la única respuesta enfocada en este sector fue el adelanto de los pagos de cuatro meses del Programa de Adultos Mayores, un programa que surgió en el año 2012 para subsanar la falta de seguridad social, que consiste en un apoyo económico de mil 275 pesos mensuales a partir de los 68 años de edad —65 para quienes viven en municipios indígenas—. Esta pensión no constributiva se entrega a 5 millones de personas mayores y, según revisiones del Consejo Nacional de Evaluación de la política de Desarrollo Social (Coneval), este programa logró sacar de la línea de pobreza a casi 6% de ellos. Sin embargo, ahora un millón y medio de adultos mayores que lo necesitan no reciben el apoyo por la limitación de presupuesto y el aumento de personas que lo demandan. Estas condiciones ponen en riesgo la sostenibilidad del programa(9). Esta pensión resuelve el acceso a alimentos, pero no atención a la salud. Y no sólo en términos de acceso a los servicios, hospitales y medicinas, sino del acompañamiento a lo largo de su vida, es decir qué condiciones tuvieron a lo largo de su vida para evitar o controlar enfermedades crónicas. Incluso siendo un programa asistencialista, el apoyo para adultos mayores tiene sentido al dar cierta autonomía económica a los adultos mayores. Y esto les permite tener control sobre sus decisiones, seguridad emocional y autoestima. Sentirse menos carga, estorbo, incluso defenderse de la humillación y el maltrato. Pero la desigualdad entre hombres y mujeres adultas mayores permea en varios aspectos. Las mujeres tienen menos ingresos propios que los hombres, porque dedicaron la mayor parte de su vida al trabajo doméstico no reconocido y ahora, siendo mayores, lo siguen haciendo: el 10% de ellas no puede trabajar porque tienen que cuidar a alguien; y porque el 43% no trabaja porque tiene que dedicarse a las tareas del hogar. Desde la agenda feminista se reclama la remuneración de este trabajo. Y deja varias preguntas pendientes: ¿cómo se modificará el sistema tributario para hacer pensiones dignas?, y, ¿cómo se reconocerá económicamente este trabajo dentro de los hogares? México agotó su bono demográfico y la población comienza a envejecer. Seguimos exigiendo el acceso a guarderías, cuando el sistema de seguridad social ya está rebasado.
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Para comenzar con este reportaje le pedí a mi mamá su consejo. ¿Qué preguntas crees tú que sea pertinente hacer a las personas que voy a entrevistar? Adultas mayores en el contexto de la emergencia sanitaria. —Pregúntales si tienen miedo—, me dijo. Y entonces empezó a hablar de ella: su miedo a morir, sus condiciones que califican como persona de riesgo: mayor de 60 años, hipertensión. Yo tenía cuatro o cinco días que había llegado a su casa con mis dos hijas para pasar la cuarentena y me di cuenta que no sabía de ella, de su estar, ni siquiera de su hipertensión. Menos que las últimas dos semanas había sentido dificultad para respirar y que, después entendió ella, era el miedo somatizado en su cuerpo.
"Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Ahorita me siento encerrada, nerviosa".
No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes. Estamos aprendiendo a estar juntas en esta situación en donde hay sobrecarga de trabajo, de cuidados y de miedo. Días después de esa conversación sobre su miedo, mientras estábamos en la sobremesa y las niñas jugaban en el patio, mi mamá volvió a traer el tema de la muerte y, como si lo hubiéramos acordado antes, ambas hablamos con humor negro de eso. Fue la única forma en la que nos pudimos acercar. “Imagínate escuchar todos los días que los viejos se van a morir y ser tú un viejo, una vieja. Que te digan si te da, te mueres. O que te digan que si te da no te van a poner el respirador porque ya no sirves, mejor apostarle a la vida de alguien más joven, los viejos son desechables”, me ha dicho mi mamá, a veces incrédula y triste, otras enojada.
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En México, hasta el 18 de abril, habían muerto 650 personas por Covid-19, de ellas 300 son mayores de 60 años, el 46% del total, según los números que publica cada día la Secretaría de Salud. De los adultos mayores que murieron, 189 son hombres y 111 mujeres. Aunque en porcentajes no hay mucha variación entre las personas mayores y el resto de las edades, la letalidad de la enfermedad es más alta en las adultas mayores. En el país, las enfermedades crónico degenerativas han nivelado los porcentajes de mortalidad por edad, frente a lo que era una tendencia en Europa, donde el 95% de los muertos eran las personas mayores, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Ivonne Villalon, que forma parte del colectivo “Armando Canasta” que nació con la pandemia para repartir despensa a adultos mayores, vendedores ambulantes y personas en situación de calle. El colectivo recibe donaciones económicas o en especie, arma las despensas con comida como frijoles preparados, atún o sardinas en lata, mermeladas, galletas, jabones y naranjas (considerando que hay personas en situación de calle que no tienen posibilidades de cocinar) y a través de voluntarios se reparten en distintas colonias de la Ciudad de México. Ivonne ha tenido conversaciones también con su mamá. Ivonne le contó de su miedo a contagiarla y ponerla en riesgo, de la necesidad de no verla para disminuir cualquier posibilidad de infección. “Mi mamá me dijo: ‘Si no paso a esta nueva etapa de la vida, yo ya viví, ya me hice a la idea de que si hay que elegir entre los jóvenes y nosotros, a los jóvenes les falta vivir’. Me lo dijo tan claro, tan convencida, pero yo en cambio no estoy tan clara. Para mí no es evidente ni obvio que las personas mayores sean desechables. Quiero resistirme a esa noción de desechabilidad de nuestros cuerpos. No me queda tan claro que un joven merezca vivir más que un adulto mayor”. Resistirnos a esa noción que dice que los viejos y las viejas ya dieron al sistema lo que podían dar; que a esta edad sólo sirven para cuidar hijos, nietos, casas, plantas y, si no, entonces son desechables. Esa noción que incluye a los repartidores, a los de la basura, a las trabajadoras del hogar, a los migrantes. Desechables, sustituibles. Quizá en el fondo se trata de esto. De pensar y cuestionar, ¿qué cuerpos le son necesarios —y a la vez desechables— a un Estado para sostenerse, para mantener una cuarentena sin fragilidad o vulnerabilidad detrás de los escritorios y las ventanas? Quizá se trata de resistir a la noción de que hay cuerpos que ya no sirven o estorban. Apostar por defender cada una de esas vidas. Mandeep Dhillon trabaja en el área de urgencias de una ciudad de Veracruz. A mediados de abril escribió su testimonio sobre el cuidado a don Sergio, un señor de 82 años cuyo cuerpo está atacado por Covid-19. Mandeep narró con detalle lo que es estar enfermo en un hospital con carencias, lo que significa atenderlo bajo un traje que aísla todo virus y humanidad. Quiero retomar aquí parte de su relato porque, sus palabras nos están llamando: Sólo los viejos mueren de esto, dijeron. Y nadie habló de los mayores, nadie dijo nuestras abuelas, nuestros abuelos, nadie dijo los maestros. Los cuidadores de la memoria, las y los maestros que aguardan las conversaciones profundas que nos anclan en este mundo, la raíz misma.El coronavirus vino a llevarlos (a las personas mayores) y dijimos: “qué bueno que no nos toca a nosotros”. Y se hizo evidente la muerte que cargamos en nuestras palabras, en las yemas de nuestros dedos, que poco a poco nos ha despojado de un lugar de dónde ser y nos ha hecho ajenos a nuestra propia sangre.
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Las entrevistas con Avelina, Aurora, Rosa María y Emma fueron por teléfono. Fue complicado establecer una relación a la distancia y desde el desconocimiento. En algún momento de las conversaciones, sentí que más que hablar del virus y la seguridad social, había qué hablar de la vida, de las cosas que les hacen sentido en este momento de miedo, incertidumbre. Le pregunto al teléfono a Rosa María si tiene miedo. Ella responde desde algún lugar en Los Reyes La Paz. Alrededor se oyen ladridos de perros y el motor de un carro viejo que aparece y se va. Ella no se escucha con temor, como mi madre, su voz suena a fastidio, a polvo en boca seca. “Estoy cansada de que nos estén diciendo esto todo el tiempo, que los viejos nos vamos a morir, que se quieren deshacer de nosotros quesque costamos mucho dinero al gobierno... A mí nunca nadie me ha dado nada”. Rosa María corta la conversación molesta, dice que va de vuelta a su casa. Por una de las dos ventanas, la de la cocina, mira un baldío con una nopalera y un árbol de mezquite. Le gusta asomarse ahí cuando vuelve de vender tortas, agotada. Y se quita el mandil y los zapatos del trabajo y se sienta apenas unos minutos para estirar sus pies y recibir el aire fresco de la tarde que llega desde una ciudad ajena y lejana, antes de continuar con el trabajo en esa casa en permanente obra negra. A Emma le gusta mirar desde la ventana que está en la cocina de su casa y da al jardín. En el jardín, hay una fuente y a ella llegan los pajaritos, se bañan, se dan sus chapuzones. A Emma le gusta pensar si son sus viejos huéspedes o si llegó uno nuevo. Desde esa ventana ve las flores que cuida su esposo y la mata de epazote que ha crecido generosa estos días del año. “Está hermoso el epazote, quisiera cocinar tantas cosas con este epazote”, se escucha entusiasta, “unos champiñones o un huitlacoche o una pancita… ya pronto va a ser mi cumpleaños”. Aurora vive con su esposo en un departamento. Estos días de confinamiento la han dejado asolada. Su esposo, dice, era buen compañero, pero desde que enfermó le cambió el carácter y ya casi no convive. Ahora su vida social la lleva con sus amigos en el internet y el teléfono. Pero ella no es de eso. Le gusta salir a la calle, caminar, asomarse a las tiendas y a los museos, pero más más le gusta ir a la Cineteca. “Ahí pasan mucho cine y no importa que una vaya sola”. Antes de que su esposo tuviera un infarto, era algo que hacían juntos. Su departamento está en un edificio viejo y la ventana de su casa da a un pozo de luz que, a su vez, da a las ventanas de otros vecinos. “Veo las ventanas de algunos vecinos, tengo unos que son testigos de Jehová, es curioso, aunque se la pasan tocando puertas para platicar, éstos casi no platican, son muy herméticos; pero tengo otra vecinita que es muy linda, me saluda desde su ventana; y más allá, en aquella, vive mi vecinito Alejandro que me saluda y es muy platicador. Me gusta más mirar desde la puerta, que de la ventana, porque de la puerta se ve la avenida llena de palmeras y árboles y las jacarandas”. Cuando esto acabe, Aurora caminará por esa avenida e irá a sentarse a una butaca de la Cineteca a ver algo que le haga sentirse fuerte de nuevo. La casa de Avelina, en el pueblo La Purísima, tiene un cuarto de azotea con una ventana. Desde ahí se ve el lago de Cuitzeo. O más bien se mira el reflejo del sol sobre el agua y ella sabe que ahí está el lago de su infancia. Pienso en Avelina y en esa pesadilla que la despierta en las noches con un bebé recién nacido y olvidado en la cama. Pienso en la historia de las mujeres de su familia que hay detrás de ese sueño. Avelina recuerda que su mamá no tuvo tiempo de cuidarla con amor y atención porque cuando no estaba con la barriga hinchada, estaba con el hijo en brazos y Avelina tenía que cargar a los hermanos menores que se sumaban, uno tras otro, para que su madre siguiera en la costura o en el fogón atizándole a los frijoles. “Cuando viene este sueño pienso que es mi inconsciente que me dice que no hice bien las cosas, que no me dio tiempo de todo, de criar, de trabajar. Nunca jugué con mis hijos”, dice al teléfono y las dos nos quedamos en silencio varios segundos. “En cambio mi esposo”, retoma, “él sí jugaba con ellos, el sí sabía a qué olían cada uno de mis hijos”. Avelina está en su ventana. Ahí se refugia cuando no tiene ganas de trabajar o dar explicaciones, cuando quiere estar tranquila. Subir y atender a sus violetas, espulgarlas y regarlas; platicarles, cuidarlas con calma, con alegría. Recargarse en el marco de la ventana y mirar. Y mirar.
(1) Según la definición que la OMS y la Ley de Derechos de los Adultos Mayores, aprobada en México en 2006, los adultos mayores son las personas que tienen 60 años o más, aunque en algunos conteos, encuestas y programas sociales se les considere a partir de los 65 años de edad.
(2) Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018, INEGI.
(3) Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México 2018, INEGI
(4) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(5) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(6) Los datos que se presentan son para mayores de 60 años, la definición legal de un adulto mayor. Sin embargo, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social en su Sistema de Información de los Derechos Sociales, señala que el porcentaje de adultos mayores de 65 años que tienen pensión es del 30.9%.
(7) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017
(8) Andrés Manuel López Obrador desapareció el Seguro Popular y lo sustituyó por el Insituto de Salud para el Bienestar que comenzó a operar en enero del 2020 para atender a personas sin seguridad social. El desconocimiento de Rosa María debe responder a la falta de difusión y canalización del nuevo sistema sanitario.
(9) En 2017, según datos de la Encuesta Nacional sobre Discriminación, la población adulta mayor de 65 años ascendía a poco más de 8 millones de personas. En el Programa de Adultos Mayores, se calcula el déficit de apoyos a la población a partir de la necesidad socioeconómica.
(10) Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017.
La emergencia sanitaria puso en evidencia las fallas de cómo entendemos el trabajo y el cuidado. Los adultos mayores, los más vulnerables frente al coronavirus, llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerlos. De este grupo, las mujeres son las más desprotegidas.
Desde hace muchos años, Avelina tiene una pesadilla recurrente: “Sueño mucho a un niño que se me olvida, está chiquito, recién nacido. Duro tres días sin ir a la cama y me acuerdo que está ahí todo enredadito entre las cobijas y voy a verlo preocupada porque no le he dado de comer. Lo veo chiquito, como de tres meses de nacido, está flaquito como si fuera un bebé prematuro, lo veo ahí, y no se me quita ese sueño, no se me quita”. Avelina tiene 70 años y vive en las afueras de Morelia, Michoacán. En las últimas semanas el sueño ha vuelto. No sabe si es el encierro o es que en estos días, donde el tiempo transcurre de manera extraña, el pasado y el presente se le han mezclado o, más bien, se le agolpan en la puerta de su casa en forma de culpas y reclamos. Del sueño vuelve a la realidad: “No sé cómo crecieron ellos”, dice al referirse a sus cinco hijos. “Ahora pienso y dudo en cómo crié a mis hijos, no sé cómo los crié. Pero lo que sí sé es ese sueño, ese niño recién nacido que se me olvida, de pronto despierto soñando eso. Y mis hijos ahí están. Una de mis hijas me compró una muñeca, porque nunca tuve muñecas de niña, y me la compró, de trapo, con su vestido de flores y su sombrero de paja, pero tampoco ha hecho que se me quite ese sueño”. La escucho hablar del otro lado de la línea con su voz atribulada. Hablamos a la distancia porque no podemos encontrarnos, ella no puede salir para atender esta entrevista y yo no puedo ir a verla porque tengo dos hijas en casa. Para cuidarse de la pandemia, Avelina permanece encerrada y evita visitas. Así que, a tientas, tratamos de crear una confianza imaginando el rostro que nos habla y nos escucha. Alcanzo a adivinarla en un rincón de la habitación, pegada a un teléfono fijo de cable enredado, a veces con la voz más fuerte, otras veces más quedita según se acerca o se aleja la hija que vive con ella, y suspira como si así fuera posible sacudirse esas culpas que la han venido a visitar en los últimos días. Sacudírselas para volver a lo que sigue: limpiar la casa, arreglar la ropa y preparar la comida para ella y las cuatro personas que viven ahí y que ahora con la emergencia sanitaria permanecen en casa las 24 horas del día. Esa casa se sostiene de la pensión que recibe su esposo por haber trabajado en una oficina de gobierno, más el apoyo gubernamental para adultos mayores, más el ingreso de su hija como comerciante. Avelina se describe como una mujer bajita y grande de caderas que siempre le hicieron sentir atractiva, aunque en este momento de su vida le pesan mucho. Dice que es terca y, sobre todo, sana: “Yo no quiero ser una anciana vieja que necesite de los demás”. Lo dice con orgullo y con razón de sobra: ha dejado el lomo en los quehaceres desde niña. Ha trabajado, cuidado y sostenido a su madre, a sus hermanos, a su esposo e hijos. A un Estado.
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La emergencia sanitaria por Covid-19 puso en evidencia las fallas sistémicas de lo que entendemos por trabajo y cuidado en México. Los adultos mayores —el grupo más vulnerable ante el nuevo coronavirus— llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerles y cuidarles. Una población que, por su edad, está más expuesta a enfermar gravemente, que en su gran mayoría carece de acceso a servicios de salud, que debe seguir trabajando por la falta de ingresos y que, de enfermarse, disputaría con el resto de la población alguna cama en el de por sí rebasado servicio de salud. En México viven 15.4 millones de personas mayores de 60 años (1) y el 65% de ellos se encuentran en situación de pobreza, según datos de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018 (Enadid), lo que hace que un 40% de ellos continúe trabajando por necesidad de un ingreso. La emergencia evidenció los problemas de un sistema de trabajo y de cuidados que durante décadas los ha sostenido de manera injusta, desde el despojo: un sistema que prometió trabajo formal y seguridad social para el empleado y toda su familia, y un sistema que recargó el cuidado de la vida en los muros del hogar, sin ser remunerado, y dentro de éste en las rodillas de las mujeres: madres, hijas, abuelas. Por eso esta pandemia nos recuerda también que, dentro del grupo de adultos mayores, las mujeres son las más desprotegidas. “Cualquier población vulnerable ha quedado más expuesta aún con la emergencia sanitaria, los adultos mayores entre ellos”, dice Pilar Tavera, especialista en políticas públicas con enfoque de derechos humanos. “Cualquier crisis agrava y evidencia las desigualdades que hay entre grupos y dentro de los mismos grupos”. Estas historias, las de ellas y ellos a los que acudo para hablar no sólo de la emergencia sanitaria, sino de la forma en que hemos entendido y sostenido un sistema laboral y de cuidados que prometió una vejez digna, ocurren en el campo y en las ciudades; en el centro del país y en algunos estados. Son historias de mujeres y hombres mayores que llegan a sus 60, 70, 80 años después de haber trabajado toda su vida. Muchos de ellos comenzaron cuando eran aún niños y siguen haciéndolo en sus casas o en las calles, con el riesgo hoy de enfermarse.
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“¿Trabajar? Ay, eso sí que es bien chistoso”, dice Avelina del otro lado del teléfono y suelta una carcajada. “Yo trabajé desde niña porque no se me mandó a la escuela, vengo de una familia humilde, muy pobre. Mi papá era machista y mujeriego, de esos señores de pueblo que, si ganaba algo, era para él y no para los hijos, ni la esposa”. A los ocho años salía de su casa y se cruzaba con la vecina: se asomaba a la cocina y si veía alguna olla humeante o tortillas en el canasto, Avelina lavaba pañales de tela sucios, o los trastes, a cambio de un plato de sopa o de frijoles y alguna tortilla. En su casa no siempre había bocado, había días en que recibían la noche con panzas vacías. Pronto aprendió de su madre a coser ropa, quien sin saber leer ni escribir, sostenía a sus hijos cosiendo camisas, pantalones, vestidos para los vecinos. Avelina recuerda a su madre cose y cose, cose y cose, de día y de noche, sentada en una piedra rectangular que cuando no la usaba ahí, la usaba para trabajar el molino de maíz. La recuerda como ahora la recuerdan sus propios hijos: pobrecitos de ellos, a qué hora los atendía si todo el día trabajaba en la máquina y, si llegaban a importunarla, ella los espantaba a manazos como moscas.
"Imagínate ser un viejo y escuchar todos los días que los viejos se van a morir. Que te digan que si te da, te mueres; que si te da, no te van a poner el respirador porque ya no sirves".
La de Avelina no fue vida, fue trabajo. La contrataban señoras “para estar de pie en su casa, como les dicen a las sirvientas”. Se sentía feliz pues aunque pasaba los días lejos de su mamá y sus hermanos, ganaba unas monedas para repartirles; ella era la cuarta y por herencia le tocaba ayudar a crecer a los siete hermanos menores. Nunca fue a la escuela ni recuerda haber tenido un juguete. Por eso atesora la muñeca que una de sus hijas le regaló ya de grande. Aprendió a leer solita porque le gustaba y porque algunos vecinos pasaban a regalarle cuadernos o libros en desuso. “Me casé rápido, teníamos que salir rápido de la casa para ayudar”, dice Avelina del otro lado del teléfono, en una conversación que se extiende con la tarde. Se casó con un hombre y migró del campo a la ciudad, como otras miles de personas que escucharon de la gran promesa de trabajo y bienestar en las ciudades, dejando atrás milpas marchitas, un éxodo que se inició en 1950 y llegó a una cúspide en 1975. Avelina llegó a Morelia desde La Purísima, Michoacán, convertida en trabajadora doméstica y, en los ratos que robaba al trabajo, perfeccionó los conocimientos heredados de su madre en una escuela de corte y confección. En un año aprendió lo suficiente como para volver a su pueblo y trabajar en lo que ella quería. Ese mismo año murió su padre de cirrosis hepática. Su pérdida fue más bien un alivio para la madre de familia que igual seguía sola en la crianza de 12 hijos.
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Cuando era niña, Aurora fue dejada por su mamá quien se fue a trabajar a la capital, desde donde les mandaba dinero. Aurora quedó bajo la responsabilidad de la familia paterna y sus hermanos, a su vez, quedaron a cargo de ella. A la escuela fue a lo indispensable, apenas para aprender a leer y escribir. “Fui una niña que crece sin su mamá, eso es penoso y triste. Me cuidó una tía pero ella tuvo a su propia familia y me atendía cuando le sobraban ratitos, cuando estaba en sus manos”, dice desde la delegación Benito Juárez, en la Ciudad de México. Aurora comenzó a trabajar a los 12. Era la costumbre a mitad de siglo pasado, trabajar desde la infancia en casas, comercios, locales y a ella le tocó un consultorio médico: apuntaba las citas, las visitas, ponía en orden el medicamento. De ahí se fue a una panadería y luego, ya hecha una señorita, siguió los pasos de la mamá y se mudó de Pachuca, Hidalgo, a la capital, donde vive ahora, a sus 78 años. En la Ciudad de México trabajó en un laboratorio de fotografía cerca de La Villa, ayudaba a revelar las fotos, casi todas eran de los transeúntes que visitaban a la Virgen. Luego se fue a una tintorería donde planchaba y lavaba la ropa. Después trabajó en una oficina de publicidad recibiendo recados. Ahí conoció a quien actualmente es su esposo. Los trabajos eventuales de Aurora no le permitieron tener seguridad social, aunque haya trabajado y aportado económicamente durante 63 años de su vida, y ahora lo siga haciendo en su hogar. Aurora se describe como una mujer alegre y conversadora, inquieta aun a su edad, aunque este encierro le ha cambiado el carácter y se siente sola y ansiosa. “De niña, cuando trabajaba, mi dinero era para mí, para comprarme ropa y zapatos, lo de primera necesidad. Cuando me casé pues ya tenía a mis muchachitos y ese dinero iba para la comida, para su ropa, para los deportes que les gustaba. La renta siempre la pagó mi esposo”, dice. Él tuvo un trabajo formal y, aunque pudo acceder a un crédito para vivienda, no lo hizo, y ahora rentan un departamento para vivir.
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No todas las mujeres mayores con quienes platiqué trabajaron desde niñas o al menos no fuera de casa. O sería mejor escribir: todas trabajaron desde niñas, aunque no todas lo asumieron o entendieron como un trabajo, sobre todo cuando éste se desarrollaba dentro de casa. Trabajar en casa para mantener la salud, la alimentación, la limpieza, la educación y la diversión, para mantener al padre que se iba a buscar el sustento o para crecer a los hermanos que seguirían los pasos del padre, era lo normal, una nacía y asumía que ese era su papel en la vida. Emma nació y creció en el pueblo Los Sauces, en Guerrero, y cuando cumplió 14 años sus hermanos y ella agarraron camino al Estado de México en busca de posibilidades de estudio. En Los Sauces se quedaron sus padres. Un año después, se casó con un hombre veinte años mayor que era empleado del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Mientras su marido salía a cumplir su deber en el oficio, ella se dedicaba a lo que la gran mayoría de mujeres de su edad: cuidar la casa y a los hijos que parió. En su caso, fueron cuatro. Desde que nació el primero hasta ahora, que cumplió 69, Emma ha trabajado en casa y depende económicamente de su esposo, quien le da una cantidad al mes para los gastos. Su hija y sus nietas que viven con ellos cooperan con la luz y el agua. De sus cuatro hijos, uno tiene discapacidad y Emma pudo librarla con ayuda de su hermana: mientras una llevaba al niño al tratamiento, otra se quedaba a atender la casa. Así, durante 12, 13 años, hasta que la hermana quiso hacer su propia familia. Para Emma fue un golpe muy duro quedarse sin su hermana, se sintió sola, muy sola. Cada una de las mujeres que estaban a su alrededor, hermanas y cuñadas, tenían que hacerse cargo de sus propias familias. —¿Y ahora cómo se reparten las tareas en casa? —Yo me dedico a la casa, mi esposo está jubilado y se dedica al jardín, le gusta arreglar sus plantitas, a quitarle lo seco, a cambiarlas de lugar. A veces cuando terminamos de comer, a veces limpia la mesa. Ya está grande, tiene 20 años más que yo. Le pregunto a qué edad empezó a trabajar y dice que nunca ha trabajado, que siempre fue ama de casa y las amas de casa no trabajan, cuidan la casa. —¿Y ahora cuida? —Yo cocino pero la verdad es que ya no me gusta cocinar, no tengo ganas. Quisiera que me atendieran todos. Ya tengo 55 años cocinando todos los días para todos. El trabajo no se acaba y no lo aprecian, nunca le dicen a una “¡ay!, qué bonito”. Eso me hace sentir mal, que no se agradezca, que no me consientan.
"Las personas mayores sin pensión y con empleo informal son de las más vulnerables ante la pandemia: por el riesgo que significa su edad y porque los empleos informales son los más golpeados por la crisis económica".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Y por el tono de su voz, del otro lado del teléfono, hastiado, trato de imaginar lo que significa cocinar para todos, siete u ocho familiares durante 55 años sin parar: pensar el menú, hacer la compra, acomodar en la despensa, pelar, picar, freír, cocer, sazonar, servir, lavar ollas, cazuelas, platos, limpiar estufa, piso, fregadero. Todos los días. Y volver a comenzar. En México, casi el 90% de las personas mayores vive en familia, ya sea con su pareja, hijos o en familias más amplias, con nietos, nueras, yernos, hermanos; un 10% vive solo en casa y menos del 1% vive en residencias o asilos (2). Aunque vivir acompañados puede disminuir la soledad o la vulnerabilidad ante una enfermedad o una emergencia, también es cierto que las relaciones no siempre son sanas, hay abusos y maltrato. Ahora con la emergencia sanitaria, Emma tiene todo el día a la nieta en casa y ella ayuda en la cocina o en los mandados, pues por ser población vulnerable Emma ya no puede salir a hacer las compras. —¿Cómo amaneció hoy Emma? —Hoy es un día muy bonito, con un gran sol… Amanecí contenta porque tengo un problema de vértigo y eso me hace tomar mucha medicina y no duermo bien y me pongo toda a disgusto, no tengo ganas de hacer nada, ver a nadie, ando de mal humor regañando a todo mundo, no me siento contenta. Pero hoy me siento bien y ya pronto va a ser mi cumpleaños. —¿Y qué le gustaría hacer en su cumpleaños? —Yo era muy risueña, alegre, contenta, pero me hice muy enojona con la enfermedad del vértigo. Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Cuando hay flores en el jardín, mi esposo me hace un ramo y me lo trae. Ahorita me siento encerrada, nerviosa.
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“Estructuralmente hay problemas de los cuidados porque la organización binaria de los roles está determinado por mujer cuidadora. Esa es la semilla de donde parte la disfuncionalidad de los cuidados en México”, dice Alexandra Haas, abogada especializada en política pública e investigadora invitada del CIDE. Las políticas de cuidado, entendidas como todas las acciones que el Estado, las familias y entes privados realizan para que la gente se desarrolle plenamente, pasaron inadvertidas en México hasta años recientes que las mujeres feministas reclamaron su reconocimiento social y económicamente. A nivel nacional, los cuidados representan el 23.5% del P.I.B. en todos los rangos de edad, casi el triple de lo que representan los ingresos por turismo o casi ocho veces más de lo que aporta la industria automotriz. Las mujeres de todas las edades dedican el 74% de su tiempo laboral a los cuidados (alimentación, mantenimiento de vivienda, vestido, administración del hogar, cuidados de apoyo), contra un 23.6% del tiempo laboral que dedican los hombres (3). En el caso de las mujeres mayores, ellas cuidaron toda su vida y siguen haciéndolo aun en la vejez: el 60% de las mujeres mayores de 65 años se dedican a los quehaceres del hogar y sólo 2% de los hombres de la misma edad hace este trabajo (4).
“Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”.
Sara Hidalgo narra en un artículo, publicado en Nexos en mayo del 2019, cómo después de la Revolución Mexicana se fue tejiendo judicialmente la desvalorización del trabajo doméstico, su discriminación y, por ende, su exclusión de lo que significan los trabajos reconocidos y defendidos por ley. Hombres —abogados, juristas, académicos, ministros, burócratas— legalizaron la marginalización del trabajo doméstico en una época en que el resto de los trabajos estaban encontrando su defensa y protección en la ley, a partir del Artículo 123 de la Constitución que propuso “humanizar” el mundo laboral y proteger a los trabajadores de la explotación del capital. A este artículo constitucional le siguió la Ley Federal del Trabajo, en 1931, que consideró al trabajo dentro del hogar como “especial” por lo que no lo protegía como a otros empleos con contrato o jornadas máximas de 8 horas, explicó Hidalgo. ¿Por qué se entendió esta particularización del trabajo doméstico en relación a los otros trabajos? Porque se daba en casa. Ya sea en la casa propia, donde se asumía por hecho que existían las relaciones de candidez, cariño; o en la casa ajena, donde la relación cotidiana convertía también en “humanas” estas relaciones laborales. “Al trabajar al interior del núcleo familiar en un ambiente que concebían como naturalmente humano y armonioso, los trabajadores domésticos no tendrían la misma necesidad que el resto de los trabajadores de la intervención estatal en su relación laboral ni requerirían de todo el catálogo de protecciones legales”, escribió Hidalgo. Es decir, mientras el mundo externo del trabajo era rapaz y abusivo y veía a la persona como medio de producción, el mundo interno del hogar ve el trabajo doméstico naturalmente humano y donde no hay competencia sino cooperación.
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Aurora vendió publicidad para una revista política hasta hace dos años. Dejó ese trabajo que le daba un ingreso propio e independencia económica porque su esposo tuvo un infarto. A raíz de la enfermedad, el esposo se jubiló (y recibe su pensión) y Aurora se dedicó a cuidarlo porque no había quién lo hiciera, o no alcanzaba para pagar a una enfermera. Del otro lado del teléfono, Aurora se lamenta: estaba acostumbrada a recibir su dinero, a decidir cuándo y cómo gastarlo, siempre, eso sí, en completar el gasto del hogar. Hoy se mantienen con la pensión de su esposo y el apoyo monetario que reciben del gobierno federal, el Programa de Adultos Mayores. Así juntan para renta, comida, servicios. —¿Cuida a alguien, Aurora? —Tengo un nieto de 15 años que vive con su mamá y se venía todos los días a comer después de la escuela, pero con esto ya no viene. Y bueno, pues a mi esposo. Yo dejé de trabajar, pero de que trabajo, trabajo mucho: hago la comida, el mandado, lavo, trapeo, limpio, atiendo al perrito… —¿Y qué significa eso para usted? —Eso es muy feo para una ama de casa que nos digan que no trabajamos. ¿Se imagina que toda la vida trabajando y atendiendo el hogar? Trabajo sin sueldo. —¿Y usted se siente cuidada, Aurora? —Tengo una dicha enorme, tres hijos lindísimos que ni un día nos han dejado solos. Me siento protegida, no siento soledad. Aunque a veces me siento muy usada. —¿Cómo usada? —A veces me siento con mucha presión de resolver bien y rápido las necesidades de la casa. Haz de comer, ve a comprar, sírveme, haz esto, lo otro… Así.
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Con la determinación de que los trabajos de cuidados no eran importantes o tan importantes como para tener reconocimiento y protección legal, y de que las mujeres en casa se encargarían por naturaleza de esos trabajos, vino también la promesa de que el sistema laboral daría empleo, ingresos y seguridad social para el trabajador y su familia. Esa promesa se sentó en la Ley del Seguro Social, en 1942, cuando nacía y crecía la generación de quienes hoy son los adultos mayores —padres y abuelos— de México. Una ley que sentó las bases no sólo de la vida laboral, sino de las relaciones familiares. No sobra decir que esta ley sólo consideraba familia a la familia tradicional y dejaba fuera a otras formas de convivencia que rompieran con el estereotipo de esposo, esposa e hijos. Familias o comunidades de personas que deciden construir un hogar juntas y que en los últimos años han empujado para hacer valer sus derechos. La Ley del IMSS, dice Alexandra Haas, muestra cómo se concibió la lógica de que los hombres serían trabajadores formales con seguridad social formal y las mujeres iban a ser las cuidadoras de casa durante su edad productiva y, cuando llegaran la vejez, justo a este momento de sus vidas en el que están ahora, un sistema de seguridad social los sostendría con hogar, pensión y acceso a la salud. “Parto de esta ley porque lo que hace es una especie de promesa de mundo ideal: mujeres en casa con hijos, señores trabajando formalmente y todo mundo con seguridad social por vía del trabajo del señor”. A todas luces son promesas incumplidas: la promesa del trabajo formal no fue una realidad para la mayoría de la población y, por lo tanto, no se cumplió con la seguridad social para la familia y menos con la retribución de una pensión digna para el trabajador y su esposa, una vez que éste se jubilara.
"No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Hoy sólo dos de cada diez personas mayores de 60 años tiene una pensión o jubilación contributiva (5), que le da acceso a un ingreso mensual (que en promedio va de los 600 a los 6 mil pesos) y a servicios de salud. El resto, ocho de cada diez personas, no tiene acceso garantizado a la salud, pues aunque existe el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) que pretende ser un servicio universal, éste solo es gratuito en los niveles básicos de atención. Y aunque se han reconvertido hospitales y se ha pactado colaboración con instituciones privadas para atender la emergencia por el Covid-19, las mismas autoridades sanitarias anticiparon que no serían suficientes (6). “En el caso de los adultos mayores una de las principales condiciones que determina la forma en la que se llega a esta etapa de la vida es la protección social. Si un adulto mayor tiene jubilación (pensión contributiva) tendrá una calidad de vida muy distinta de quien no la tiene: hay un ingreso seguro (aunque sea mínimo) y hay acceso a los servicios de salud y conocimiento de cómo funciona ese sistema de salud. Probablemente también va a tener vivienda, porque en la misma seguridad social se estructuró la posibilidad de acceder a créditos”, dice Pilar Tavera. Si se analizan los datos por género, vemos que a la pensión contributiva acceden tres de cada diez hombres y sólo una de cada diez mujeres; del total de las mujeres la mitad la reciben por viudez, como consecuencia de reconocer el trabajo masculino y discriminar el femenino, de cuidados (7). Es decir, las mujeres mayores están más desprotegidas en caso de necesitar atención médica por la pandemia.
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“Hoy vendimos diez tortas”, dice Rosa María, una mujer de 68 años que vive en la periferia de la Ciudad de México, en Los Reyes La Paz. Rosa María habla con desgano desde el teléfono de su vecina. Está preocupada porque tiene un mes que las ventas bajaron, a partir del llamado gubernamental a que las personas se queden en casa para disminuir la velocidad de contagio del coronavirus. Pero ni siquiera lo pensó, quedarse en casa no era una opción, ya que ella y su esposo viven al día: si no salen, no trabajan, si no trabajan, no comen. Más aún: si no trabajan, no pagan la renta de mil pesos y los desalojan de la casa donde viven. Rosa María es incrédula de las noticias. Tiene cuarenta años viviendo en la zona, conoce a mucha gente por su trabajo como ambulante y, dice, hasta ahora no ha sabido de nadie que se haya enfermado de ese mal. Lo que palpa es el vacío de las calles en el oriente de la ciudad donde cada uno de los siete días de la semana ella y su esposo bajan a vender tortas de jamón, salchicha, milanesa y pierna. Hace cuentas: antes vendían 80 tortas en un día, hoy 10. Apenas saldrá para compensar el gasto que implica trabajar (transporte, materia prima, gas, alimento) en una jornada de 8 de la mañana a 9 de la noche, cuando vuelve a casa. De todos modos, seguirá saliendo estos días, dice, porque al menos sale para la comida de ella y de su esposo, y ninguno cuenta con pensión o apoyo de programas sociales. El año pasado inició el trámite para acceder al Programa de Adultos Mayores, que reparte mil 225 pesos mensuales, pero no ha sido notificada. “Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”. Su casa, la que renta, es un cuarto de una planta y dos habitaciones, una cocina y un dormitorio, que está en un terreno fincado sin cimientos. Las paredes son de tabique y el techo de láminas de metal, no tiene zaguán. Días después, hablo de nuevo con ella gracias al apoyo de su vecina Laura, que le presta el teléfono. Me cuenta que antes tenía el Seguro Popular, pero ya lo quitaron (8) y ahora tiene que ir con un doctor particular que le atienda el vértigo, el reumatismo bilioso, la presión alta y el mal de riñones que le aquejan. Paga 150 pesos por la consulta más la medicina. “Ahorita ni para pedir prestado, ¿quién nos presta si todos estamos igual? Mis hijas van al día y tienen a sus propios hijos que atender”. Hoy Rosa María volvió a casa antes de lo normal. Llevaba menos mercancía porque no tuvo dinero para comparar más materia prima y había menos gente en la calle. Hoy vendió cuatro tortas. Calcula que en los próximos días ahora sí dejará de vender, porque ya no tendrá dinero ni para el transporte público, y tendrá que guardarse de manera forzada en casa. Rosa María espera que el casero entienda la situación y le permita retrasarse en el pago que se convertirá en deuda.
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Las personas mayores que no tienen pensión y tienen empleo informal son de las más vulnerables en el contexto de la pandemia en dos sentidos: por el riesgo sanitario que significa su edad y porque los empleos informales son los primeros golpeados por la crisis económica que le sigue a la sanitaria. Para atender a esta población en esta emergencia, la única respuesta enfocada en este sector fue el adelanto de los pagos de cuatro meses del Programa de Adultos Mayores, un programa que surgió en el año 2012 para subsanar la falta de seguridad social, que consiste en un apoyo económico de mil 275 pesos mensuales a partir de los 68 años de edad —65 para quienes viven en municipios indígenas—. Esta pensión no constributiva se entrega a 5 millones de personas mayores y, según revisiones del Consejo Nacional de Evaluación de la política de Desarrollo Social (Coneval), este programa logró sacar de la línea de pobreza a casi 6% de ellos. Sin embargo, ahora un millón y medio de adultos mayores que lo necesitan no reciben el apoyo por la limitación de presupuesto y el aumento de personas que lo demandan. Estas condiciones ponen en riesgo la sostenibilidad del programa(9). Esta pensión resuelve el acceso a alimentos, pero no atención a la salud. Y no sólo en términos de acceso a los servicios, hospitales y medicinas, sino del acompañamiento a lo largo de su vida, es decir qué condiciones tuvieron a lo largo de su vida para evitar o controlar enfermedades crónicas. Incluso siendo un programa asistencialista, el apoyo para adultos mayores tiene sentido al dar cierta autonomía económica a los adultos mayores. Y esto les permite tener control sobre sus decisiones, seguridad emocional y autoestima. Sentirse menos carga, estorbo, incluso defenderse de la humillación y el maltrato. Pero la desigualdad entre hombres y mujeres adultas mayores permea en varios aspectos. Las mujeres tienen menos ingresos propios que los hombres, porque dedicaron la mayor parte de su vida al trabajo doméstico no reconocido y ahora, siendo mayores, lo siguen haciendo: el 10% de ellas no puede trabajar porque tienen que cuidar a alguien; y porque el 43% no trabaja porque tiene que dedicarse a las tareas del hogar. Desde la agenda feminista se reclama la remuneración de este trabajo. Y deja varias preguntas pendientes: ¿cómo se modificará el sistema tributario para hacer pensiones dignas?, y, ¿cómo se reconocerá económicamente este trabajo dentro de los hogares? México agotó su bono demográfico y la población comienza a envejecer. Seguimos exigiendo el acceso a guarderías, cuando el sistema de seguridad social ya está rebasado.
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Para comenzar con este reportaje le pedí a mi mamá su consejo. ¿Qué preguntas crees tú que sea pertinente hacer a las personas que voy a entrevistar? Adultas mayores en el contexto de la emergencia sanitaria. —Pregúntales si tienen miedo—, me dijo. Y entonces empezó a hablar de ella: su miedo a morir, sus condiciones que califican como persona de riesgo: mayor de 60 años, hipertensión. Yo tenía cuatro o cinco días que había llegado a su casa con mis dos hijas para pasar la cuarentena y me di cuenta que no sabía de ella, de su estar, ni siquiera de su hipertensión. Menos que las últimas dos semanas había sentido dificultad para respirar y que, después entendió ella, era el miedo somatizado en su cuerpo.
"Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Ahorita me siento encerrada, nerviosa".
No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes. Estamos aprendiendo a estar juntas en esta situación en donde hay sobrecarga de trabajo, de cuidados y de miedo. Días después de esa conversación sobre su miedo, mientras estábamos en la sobremesa y las niñas jugaban en el patio, mi mamá volvió a traer el tema de la muerte y, como si lo hubiéramos acordado antes, ambas hablamos con humor negro de eso. Fue la única forma en la que nos pudimos acercar. “Imagínate escuchar todos los días que los viejos se van a morir y ser tú un viejo, una vieja. Que te digan si te da, te mueres. O que te digan que si te da no te van a poner el respirador porque ya no sirves, mejor apostarle a la vida de alguien más joven, los viejos son desechables”, me ha dicho mi mamá, a veces incrédula y triste, otras enojada.
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En México, hasta el 18 de abril, habían muerto 650 personas por Covid-19, de ellas 300 son mayores de 60 años, el 46% del total, según los números que publica cada día la Secretaría de Salud. De los adultos mayores que murieron, 189 son hombres y 111 mujeres. Aunque en porcentajes no hay mucha variación entre las personas mayores y el resto de las edades, la letalidad de la enfermedad es más alta en las adultas mayores. En el país, las enfermedades crónico degenerativas han nivelado los porcentajes de mortalidad por edad, frente a lo que era una tendencia en Europa, donde el 95% de los muertos eran las personas mayores, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Ivonne Villalon, que forma parte del colectivo “Armando Canasta” que nació con la pandemia para repartir despensa a adultos mayores, vendedores ambulantes y personas en situación de calle. El colectivo recibe donaciones económicas o en especie, arma las despensas con comida como frijoles preparados, atún o sardinas en lata, mermeladas, galletas, jabones y naranjas (considerando que hay personas en situación de calle que no tienen posibilidades de cocinar) y a través de voluntarios se reparten en distintas colonias de la Ciudad de México. Ivonne ha tenido conversaciones también con su mamá. Ivonne le contó de su miedo a contagiarla y ponerla en riesgo, de la necesidad de no verla para disminuir cualquier posibilidad de infección. “Mi mamá me dijo: ‘Si no paso a esta nueva etapa de la vida, yo ya viví, ya me hice a la idea de que si hay que elegir entre los jóvenes y nosotros, a los jóvenes les falta vivir’. Me lo dijo tan claro, tan convencida, pero yo en cambio no estoy tan clara. Para mí no es evidente ni obvio que las personas mayores sean desechables. Quiero resistirme a esa noción de desechabilidad de nuestros cuerpos. No me queda tan claro que un joven merezca vivir más que un adulto mayor”. Resistirnos a esa noción que dice que los viejos y las viejas ya dieron al sistema lo que podían dar; que a esta edad sólo sirven para cuidar hijos, nietos, casas, plantas y, si no, entonces son desechables. Esa noción que incluye a los repartidores, a los de la basura, a las trabajadoras del hogar, a los migrantes. Desechables, sustituibles. Quizá en el fondo se trata de esto. De pensar y cuestionar, ¿qué cuerpos le son necesarios —y a la vez desechables— a un Estado para sostenerse, para mantener una cuarentena sin fragilidad o vulnerabilidad detrás de los escritorios y las ventanas? Quizá se trata de resistir a la noción de que hay cuerpos que ya no sirven o estorban. Apostar por defender cada una de esas vidas. Mandeep Dhillon trabaja en el área de urgencias de una ciudad de Veracruz. A mediados de abril escribió su testimonio sobre el cuidado a don Sergio, un señor de 82 años cuyo cuerpo está atacado por Covid-19. Mandeep narró con detalle lo que es estar enfermo en un hospital con carencias, lo que significa atenderlo bajo un traje que aísla todo virus y humanidad. Quiero retomar aquí parte de su relato porque, sus palabras nos están llamando: Sólo los viejos mueren de esto, dijeron. Y nadie habló de los mayores, nadie dijo nuestras abuelas, nuestros abuelos, nadie dijo los maestros. Los cuidadores de la memoria, las y los maestros que aguardan las conversaciones profundas que nos anclan en este mundo, la raíz misma.El coronavirus vino a llevarlos (a las personas mayores) y dijimos: “qué bueno que no nos toca a nosotros”. Y se hizo evidente la muerte que cargamos en nuestras palabras, en las yemas de nuestros dedos, que poco a poco nos ha despojado de un lugar de dónde ser y nos ha hecho ajenos a nuestra propia sangre.
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Las entrevistas con Avelina, Aurora, Rosa María y Emma fueron por teléfono. Fue complicado establecer una relación a la distancia y desde el desconocimiento. En algún momento de las conversaciones, sentí que más que hablar del virus y la seguridad social, había qué hablar de la vida, de las cosas que les hacen sentido en este momento de miedo, incertidumbre. Le pregunto al teléfono a Rosa María si tiene miedo. Ella responde desde algún lugar en Los Reyes La Paz. Alrededor se oyen ladridos de perros y el motor de un carro viejo que aparece y se va. Ella no se escucha con temor, como mi madre, su voz suena a fastidio, a polvo en boca seca. “Estoy cansada de que nos estén diciendo esto todo el tiempo, que los viejos nos vamos a morir, que se quieren deshacer de nosotros quesque costamos mucho dinero al gobierno... A mí nunca nadie me ha dado nada”. Rosa María corta la conversación molesta, dice que va de vuelta a su casa. Por una de las dos ventanas, la de la cocina, mira un baldío con una nopalera y un árbol de mezquite. Le gusta asomarse ahí cuando vuelve de vender tortas, agotada. Y se quita el mandil y los zapatos del trabajo y se sienta apenas unos minutos para estirar sus pies y recibir el aire fresco de la tarde que llega desde una ciudad ajena y lejana, antes de continuar con el trabajo en esa casa en permanente obra negra. A Emma le gusta mirar desde la ventana que está en la cocina de su casa y da al jardín. En el jardín, hay una fuente y a ella llegan los pajaritos, se bañan, se dan sus chapuzones. A Emma le gusta pensar si son sus viejos huéspedes o si llegó uno nuevo. Desde esa ventana ve las flores que cuida su esposo y la mata de epazote que ha crecido generosa estos días del año. “Está hermoso el epazote, quisiera cocinar tantas cosas con este epazote”, se escucha entusiasta, “unos champiñones o un huitlacoche o una pancita… ya pronto va a ser mi cumpleaños”. Aurora vive con su esposo en un departamento. Estos días de confinamiento la han dejado asolada. Su esposo, dice, era buen compañero, pero desde que enfermó le cambió el carácter y ya casi no convive. Ahora su vida social la lleva con sus amigos en el internet y el teléfono. Pero ella no es de eso. Le gusta salir a la calle, caminar, asomarse a las tiendas y a los museos, pero más más le gusta ir a la Cineteca. “Ahí pasan mucho cine y no importa que una vaya sola”. Antes de que su esposo tuviera un infarto, era algo que hacían juntos. Su departamento está en un edificio viejo y la ventana de su casa da a un pozo de luz que, a su vez, da a las ventanas de otros vecinos. “Veo las ventanas de algunos vecinos, tengo unos que son testigos de Jehová, es curioso, aunque se la pasan tocando puertas para platicar, éstos casi no platican, son muy herméticos; pero tengo otra vecinita que es muy linda, me saluda desde su ventana; y más allá, en aquella, vive mi vecinito Alejandro que me saluda y es muy platicador. Me gusta más mirar desde la puerta, que de la ventana, porque de la puerta se ve la avenida llena de palmeras y árboles y las jacarandas”. Cuando esto acabe, Aurora caminará por esa avenida e irá a sentarse a una butaca de la Cineteca a ver algo que le haga sentirse fuerte de nuevo. La casa de Avelina, en el pueblo La Purísima, tiene un cuarto de azotea con una ventana. Desde ahí se ve el lago de Cuitzeo. O más bien se mira el reflejo del sol sobre el agua y ella sabe que ahí está el lago de su infancia. Pienso en Avelina y en esa pesadilla que la despierta en las noches con un bebé recién nacido y olvidado en la cama. Pienso en la historia de las mujeres de su familia que hay detrás de ese sueño. Avelina recuerda que su mamá no tuvo tiempo de cuidarla con amor y atención porque cuando no estaba con la barriga hinchada, estaba con el hijo en brazos y Avelina tenía que cargar a los hermanos menores que se sumaban, uno tras otro, para que su madre siguiera en la costura o en el fogón atizándole a los frijoles. “Cuando viene este sueño pienso que es mi inconsciente que me dice que no hice bien las cosas, que no me dio tiempo de todo, de criar, de trabajar. Nunca jugué con mis hijos”, dice al teléfono y las dos nos quedamos en silencio varios segundos. “En cambio mi esposo”, retoma, “él sí jugaba con ellos, el sí sabía a qué olían cada uno de mis hijos”. Avelina está en su ventana. Ahí se refugia cuando no tiene ganas de trabajar o dar explicaciones, cuando quiere estar tranquila. Subir y atender a sus violetas, espulgarlas y regarlas; platicarles, cuidarlas con calma, con alegría. Recargarse en el marco de la ventana y mirar. Y mirar.
(1) Según la definición que la OMS y la Ley de Derechos de los Adultos Mayores, aprobada en México en 2006, los adultos mayores son las personas que tienen 60 años o más, aunque en algunos conteos, encuestas y programas sociales se les considere a partir de los 65 años de edad.
(2) Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018, INEGI.
(3) Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México 2018, INEGI
(4) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(5) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(6) Los datos que se presentan son para mayores de 60 años, la definición legal de un adulto mayor. Sin embargo, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social en su Sistema de Información de los Derechos Sociales, señala que el porcentaje de adultos mayores de 65 años que tienen pensión es del 30.9%.
(7) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017
(8) Andrés Manuel López Obrador desapareció el Seguro Popular y lo sustituyó por el Insituto de Salud para el Bienestar que comenzó a operar en enero del 2020 para atender a personas sin seguridad social. El desconocimiento de Rosa María debe responder a la falta de difusión y canalización del nuevo sistema sanitario.
(9) En 2017, según datos de la Encuesta Nacional sobre Discriminación, la población adulta mayor de 65 años ascendía a poco más de 8 millones de personas. En el Programa de Adultos Mayores, se calcula el déficit de apoyos a la población a partir de la necesidad socioeconómica.
(10) Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017.
La emergencia sanitaria puso en evidencia las fallas de cómo entendemos el trabajo y el cuidado. Los adultos mayores, los más vulnerables frente al coronavirus, llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerlos. De este grupo, las mujeres son las más desprotegidas.
Desde hace muchos años, Avelina tiene una pesadilla recurrente: “Sueño mucho a un niño que se me olvida, está chiquito, recién nacido. Duro tres días sin ir a la cama y me acuerdo que está ahí todo enredadito entre las cobijas y voy a verlo preocupada porque no le he dado de comer. Lo veo chiquito, como de tres meses de nacido, está flaquito como si fuera un bebé prematuro, lo veo ahí, y no se me quita ese sueño, no se me quita”. Avelina tiene 70 años y vive en las afueras de Morelia, Michoacán. En las últimas semanas el sueño ha vuelto. No sabe si es el encierro o es que en estos días, donde el tiempo transcurre de manera extraña, el pasado y el presente se le han mezclado o, más bien, se le agolpan en la puerta de su casa en forma de culpas y reclamos. Del sueño vuelve a la realidad: “No sé cómo crecieron ellos”, dice al referirse a sus cinco hijos. “Ahora pienso y dudo en cómo crié a mis hijos, no sé cómo los crié. Pero lo que sí sé es ese sueño, ese niño recién nacido que se me olvida, de pronto despierto soñando eso. Y mis hijos ahí están. Una de mis hijas me compró una muñeca, porque nunca tuve muñecas de niña, y me la compró, de trapo, con su vestido de flores y su sombrero de paja, pero tampoco ha hecho que se me quite ese sueño”. La escucho hablar del otro lado de la línea con su voz atribulada. Hablamos a la distancia porque no podemos encontrarnos, ella no puede salir para atender esta entrevista y yo no puedo ir a verla porque tengo dos hijas en casa. Para cuidarse de la pandemia, Avelina permanece encerrada y evita visitas. Así que, a tientas, tratamos de crear una confianza imaginando el rostro que nos habla y nos escucha. Alcanzo a adivinarla en un rincón de la habitación, pegada a un teléfono fijo de cable enredado, a veces con la voz más fuerte, otras veces más quedita según se acerca o se aleja la hija que vive con ella, y suspira como si así fuera posible sacudirse esas culpas que la han venido a visitar en los últimos días. Sacudírselas para volver a lo que sigue: limpiar la casa, arreglar la ropa y preparar la comida para ella y las cuatro personas que viven ahí y que ahora con la emergencia sanitaria permanecen en casa las 24 horas del día. Esa casa se sostiene de la pensión que recibe su esposo por haber trabajado en una oficina de gobierno, más el apoyo gubernamental para adultos mayores, más el ingreso de su hija como comerciante. Avelina se describe como una mujer bajita y grande de caderas que siempre le hicieron sentir atractiva, aunque en este momento de su vida le pesan mucho. Dice que es terca y, sobre todo, sana: “Yo no quiero ser una anciana vieja que necesite de los demás”. Lo dice con orgullo y con razón de sobra: ha dejado el lomo en los quehaceres desde niña. Ha trabajado, cuidado y sostenido a su madre, a sus hermanos, a su esposo e hijos. A un Estado.
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La emergencia sanitaria por Covid-19 puso en evidencia las fallas sistémicas de lo que entendemos por trabajo y cuidado en México. Los adultos mayores —el grupo más vulnerable ante el nuevo coronavirus— llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerles y cuidarles. Una población que, por su edad, está más expuesta a enfermar gravemente, que en su gran mayoría carece de acceso a servicios de salud, que debe seguir trabajando por la falta de ingresos y que, de enfermarse, disputaría con el resto de la población alguna cama en el de por sí rebasado servicio de salud. En México viven 15.4 millones de personas mayores de 60 años (1) y el 65% de ellos se encuentran en situación de pobreza, según datos de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018 (Enadid), lo que hace que un 40% de ellos continúe trabajando por necesidad de un ingreso. La emergencia evidenció los problemas de un sistema de trabajo y de cuidados que durante décadas los ha sostenido de manera injusta, desde el despojo: un sistema que prometió trabajo formal y seguridad social para el empleado y toda su familia, y un sistema que recargó el cuidado de la vida en los muros del hogar, sin ser remunerado, y dentro de éste en las rodillas de las mujeres: madres, hijas, abuelas. Por eso esta pandemia nos recuerda también que, dentro del grupo de adultos mayores, las mujeres son las más desprotegidas. “Cualquier población vulnerable ha quedado más expuesta aún con la emergencia sanitaria, los adultos mayores entre ellos”, dice Pilar Tavera, especialista en políticas públicas con enfoque de derechos humanos. “Cualquier crisis agrava y evidencia las desigualdades que hay entre grupos y dentro de los mismos grupos”. Estas historias, las de ellas y ellos a los que acudo para hablar no sólo de la emergencia sanitaria, sino de la forma en que hemos entendido y sostenido un sistema laboral y de cuidados que prometió una vejez digna, ocurren en el campo y en las ciudades; en el centro del país y en algunos estados. Son historias de mujeres y hombres mayores que llegan a sus 60, 70, 80 años después de haber trabajado toda su vida. Muchos de ellos comenzaron cuando eran aún niños y siguen haciéndolo en sus casas o en las calles, con el riesgo hoy de enfermarse.
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“¿Trabajar? Ay, eso sí que es bien chistoso”, dice Avelina del otro lado del teléfono y suelta una carcajada. “Yo trabajé desde niña porque no se me mandó a la escuela, vengo de una familia humilde, muy pobre. Mi papá era machista y mujeriego, de esos señores de pueblo que, si ganaba algo, era para él y no para los hijos, ni la esposa”. A los ocho años salía de su casa y se cruzaba con la vecina: se asomaba a la cocina y si veía alguna olla humeante o tortillas en el canasto, Avelina lavaba pañales de tela sucios, o los trastes, a cambio de un plato de sopa o de frijoles y alguna tortilla. En su casa no siempre había bocado, había días en que recibían la noche con panzas vacías. Pronto aprendió de su madre a coser ropa, quien sin saber leer ni escribir, sostenía a sus hijos cosiendo camisas, pantalones, vestidos para los vecinos. Avelina recuerda a su madre cose y cose, cose y cose, de día y de noche, sentada en una piedra rectangular que cuando no la usaba ahí, la usaba para trabajar el molino de maíz. La recuerda como ahora la recuerdan sus propios hijos: pobrecitos de ellos, a qué hora los atendía si todo el día trabajaba en la máquina y, si llegaban a importunarla, ella los espantaba a manazos como moscas.
"Imagínate ser un viejo y escuchar todos los días que los viejos se van a morir. Que te digan que si te da, te mueres; que si te da, no te van a poner el respirador porque ya no sirves".
La de Avelina no fue vida, fue trabajo. La contrataban señoras “para estar de pie en su casa, como les dicen a las sirvientas”. Se sentía feliz pues aunque pasaba los días lejos de su mamá y sus hermanos, ganaba unas monedas para repartirles; ella era la cuarta y por herencia le tocaba ayudar a crecer a los siete hermanos menores. Nunca fue a la escuela ni recuerda haber tenido un juguete. Por eso atesora la muñeca que una de sus hijas le regaló ya de grande. Aprendió a leer solita porque le gustaba y porque algunos vecinos pasaban a regalarle cuadernos o libros en desuso. “Me casé rápido, teníamos que salir rápido de la casa para ayudar”, dice Avelina del otro lado del teléfono, en una conversación que se extiende con la tarde. Se casó con un hombre y migró del campo a la ciudad, como otras miles de personas que escucharon de la gran promesa de trabajo y bienestar en las ciudades, dejando atrás milpas marchitas, un éxodo que se inició en 1950 y llegó a una cúspide en 1975. Avelina llegó a Morelia desde La Purísima, Michoacán, convertida en trabajadora doméstica y, en los ratos que robaba al trabajo, perfeccionó los conocimientos heredados de su madre en una escuela de corte y confección. En un año aprendió lo suficiente como para volver a su pueblo y trabajar en lo que ella quería. Ese mismo año murió su padre de cirrosis hepática. Su pérdida fue más bien un alivio para la madre de familia que igual seguía sola en la crianza de 12 hijos.
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Cuando era niña, Aurora fue dejada por su mamá quien se fue a trabajar a la capital, desde donde les mandaba dinero. Aurora quedó bajo la responsabilidad de la familia paterna y sus hermanos, a su vez, quedaron a cargo de ella. A la escuela fue a lo indispensable, apenas para aprender a leer y escribir. “Fui una niña que crece sin su mamá, eso es penoso y triste. Me cuidó una tía pero ella tuvo a su propia familia y me atendía cuando le sobraban ratitos, cuando estaba en sus manos”, dice desde la delegación Benito Juárez, en la Ciudad de México. Aurora comenzó a trabajar a los 12. Era la costumbre a mitad de siglo pasado, trabajar desde la infancia en casas, comercios, locales y a ella le tocó un consultorio médico: apuntaba las citas, las visitas, ponía en orden el medicamento. De ahí se fue a una panadería y luego, ya hecha una señorita, siguió los pasos de la mamá y se mudó de Pachuca, Hidalgo, a la capital, donde vive ahora, a sus 78 años. En la Ciudad de México trabajó en un laboratorio de fotografía cerca de La Villa, ayudaba a revelar las fotos, casi todas eran de los transeúntes que visitaban a la Virgen. Luego se fue a una tintorería donde planchaba y lavaba la ropa. Después trabajó en una oficina de publicidad recibiendo recados. Ahí conoció a quien actualmente es su esposo. Los trabajos eventuales de Aurora no le permitieron tener seguridad social, aunque haya trabajado y aportado económicamente durante 63 años de su vida, y ahora lo siga haciendo en su hogar. Aurora se describe como una mujer alegre y conversadora, inquieta aun a su edad, aunque este encierro le ha cambiado el carácter y se siente sola y ansiosa. “De niña, cuando trabajaba, mi dinero era para mí, para comprarme ropa y zapatos, lo de primera necesidad. Cuando me casé pues ya tenía a mis muchachitos y ese dinero iba para la comida, para su ropa, para los deportes que les gustaba. La renta siempre la pagó mi esposo”, dice. Él tuvo un trabajo formal y, aunque pudo acceder a un crédito para vivienda, no lo hizo, y ahora rentan un departamento para vivir.
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No todas las mujeres mayores con quienes platiqué trabajaron desde niñas o al menos no fuera de casa. O sería mejor escribir: todas trabajaron desde niñas, aunque no todas lo asumieron o entendieron como un trabajo, sobre todo cuando éste se desarrollaba dentro de casa. Trabajar en casa para mantener la salud, la alimentación, la limpieza, la educación y la diversión, para mantener al padre que se iba a buscar el sustento o para crecer a los hermanos que seguirían los pasos del padre, era lo normal, una nacía y asumía que ese era su papel en la vida. Emma nació y creció en el pueblo Los Sauces, en Guerrero, y cuando cumplió 14 años sus hermanos y ella agarraron camino al Estado de México en busca de posibilidades de estudio. En Los Sauces se quedaron sus padres. Un año después, se casó con un hombre veinte años mayor que era empleado del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Mientras su marido salía a cumplir su deber en el oficio, ella se dedicaba a lo que la gran mayoría de mujeres de su edad: cuidar la casa y a los hijos que parió. En su caso, fueron cuatro. Desde que nació el primero hasta ahora, que cumplió 69, Emma ha trabajado en casa y depende económicamente de su esposo, quien le da una cantidad al mes para los gastos. Su hija y sus nietas que viven con ellos cooperan con la luz y el agua. De sus cuatro hijos, uno tiene discapacidad y Emma pudo librarla con ayuda de su hermana: mientras una llevaba al niño al tratamiento, otra se quedaba a atender la casa. Así, durante 12, 13 años, hasta que la hermana quiso hacer su propia familia. Para Emma fue un golpe muy duro quedarse sin su hermana, se sintió sola, muy sola. Cada una de las mujeres que estaban a su alrededor, hermanas y cuñadas, tenían que hacerse cargo de sus propias familias. —¿Y ahora cómo se reparten las tareas en casa? —Yo me dedico a la casa, mi esposo está jubilado y se dedica al jardín, le gusta arreglar sus plantitas, a quitarle lo seco, a cambiarlas de lugar. A veces cuando terminamos de comer, a veces limpia la mesa. Ya está grande, tiene 20 años más que yo. Le pregunto a qué edad empezó a trabajar y dice que nunca ha trabajado, que siempre fue ama de casa y las amas de casa no trabajan, cuidan la casa. —¿Y ahora cuida? —Yo cocino pero la verdad es que ya no me gusta cocinar, no tengo ganas. Quisiera que me atendieran todos. Ya tengo 55 años cocinando todos los días para todos. El trabajo no se acaba y no lo aprecian, nunca le dicen a una “¡ay!, qué bonito”. Eso me hace sentir mal, que no se agradezca, que no me consientan.
"Las personas mayores sin pensión y con empleo informal son de las más vulnerables ante la pandemia: por el riesgo que significa su edad y porque los empleos informales son los más golpeados por la crisis económica".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Y por el tono de su voz, del otro lado del teléfono, hastiado, trato de imaginar lo que significa cocinar para todos, siete u ocho familiares durante 55 años sin parar: pensar el menú, hacer la compra, acomodar en la despensa, pelar, picar, freír, cocer, sazonar, servir, lavar ollas, cazuelas, platos, limpiar estufa, piso, fregadero. Todos los días. Y volver a comenzar. En México, casi el 90% de las personas mayores vive en familia, ya sea con su pareja, hijos o en familias más amplias, con nietos, nueras, yernos, hermanos; un 10% vive solo en casa y menos del 1% vive en residencias o asilos (2). Aunque vivir acompañados puede disminuir la soledad o la vulnerabilidad ante una enfermedad o una emergencia, también es cierto que las relaciones no siempre son sanas, hay abusos y maltrato. Ahora con la emergencia sanitaria, Emma tiene todo el día a la nieta en casa y ella ayuda en la cocina o en los mandados, pues por ser población vulnerable Emma ya no puede salir a hacer las compras. —¿Cómo amaneció hoy Emma? —Hoy es un día muy bonito, con un gran sol… Amanecí contenta porque tengo un problema de vértigo y eso me hace tomar mucha medicina y no duermo bien y me pongo toda a disgusto, no tengo ganas de hacer nada, ver a nadie, ando de mal humor regañando a todo mundo, no me siento contenta. Pero hoy me siento bien y ya pronto va a ser mi cumpleaños. —¿Y qué le gustaría hacer en su cumpleaños? —Yo era muy risueña, alegre, contenta, pero me hice muy enojona con la enfermedad del vértigo. Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Cuando hay flores en el jardín, mi esposo me hace un ramo y me lo trae. Ahorita me siento encerrada, nerviosa.
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“Estructuralmente hay problemas de los cuidados porque la organización binaria de los roles está determinado por mujer cuidadora. Esa es la semilla de donde parte la disfuncionalidad de los cuidados en México”, dice Alexandra Haas, abogada especializada en política pública e investigadora invitada del CIDE. Las políticas de cuidado, entendidas como todas las acciones que el Estado, las familias y entes privados realizan para que la gente se desarrolle plenamente, pasaron inadvertidas en México hasta años recientes que las mujeres feministas reclamaron su reconocimiento social y económicamente. A nivel nacional, los cuidados representan el 23.5% del P.I.B. en todos los rangos de edad, casi el triple de lo que representan los ingresos por turismo o casi ocho veces más de lo que aporta la industria automotriz. Las mujeres de todas las edades dedican el 74% de su tiempo laboral a los cuidados (alimentación, mantenimiento de vivienda, vestido, administración del hogar, cuidados de apoyo), contra un 23.6% del tiempo laboral que dedican los hombres (3). En el caso de las mujeres mayores, ellas cuidaron toda su vida y siguen haciéndolo aun en la vejez: el 60% de las mujeres mayores de 65 años se dedican a los quehaceres del hogar y sólo 2% de los hombres de la misma edad hace este trabajo (4).
“Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”.
Sara Hidalgo narra en un artículo, publicado en Nexos en mayo del 2019, cómo después de la Revolución Mexicana se fue tejiendo judicialmente la desvalorización del trabajo doméstico, su discriminación y, por ende, su exclusión de lo que significan los trabajos reconocidos y defendidos por ley. Hombres —abogados, juristas, académicos, ministros, burócratas— legalizaron la marginalización del trabajo doméstico en una época en que el resto de los trabajos estaban encontrando su defensa y protección en la ley, a partir del Artículo 123 de la Constitución que propuso “humanizar” el mundo laboral y proteger a los trabajadores de la explotación del capital. A este artículo constitucional le siguió la Ley Federal del Trabajo, en 1931, que consideró al trabajo dentro del hogar como “especial” por lo que no lo protegía como a otros empleos con contrato o jornadas máximas de 8 horas, explicó Hidalgo. ¿Por qué se entendió esta particularización del trabajo doméstico en relación a los otros trabajos? Porque se daba en casa. Ya sea en la casa propia, donde se asumía por hecho que existían las relaciones de candidez, cariño; o en la casa ajena, donde la relación cotidiana convertía también en “humanas” estas relaciones laborales. “Al trabajar al interior del núcleo familiar en un ambiente que concebían como naturalmente humano y armonioso, los trabajadores domésticos no tendrían la misma necesidad que el resto de los trabajadores de la intervención estatal en su relación laboral ni requerirían de todo el catálogo de protecciones legales”, escribió Hidalgo. Es decir, mientras el mundo externo del trabajo era rapaz y abusivo y veía a la persona como medio de producción, el mundo interno del hogar ve el trabajo doméstico naturalmente humano y donde no hay competencia sino cooperación.
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Aurora vendió publicidad para una revista política hasta hace dos años. Dejó ese trabajo que le daba un ingreso propio e independencia económica porque su esposo tuvo un infarto. A raíz de la enfermedad, el esposo se jubiló (y recibe su pensión) y Aurora se dedicó a cuidarlo porque no había quién lo hiciera, o no alcanzaba para pagar a una enfermera. Del otro lado del teléfono, Aurora se lamenta: estaba acostumbrada a recibir su dinero, a decidir cuándo y cómo gastarlo, siempre, eso sí, en completar el gasto del hogar. Hoy se mantienen con la pensión de su esposo y el apoyo monetario que reciben del gobierno federal, el Programa de Adultos Mayores. Así juntan para renta, comida, servicios. —¿Cuida a alguien, Aurora? —Tengo un nieto de 15 años que vive con su mamá y se venía todos los días a comer después de la escuela, pero con esto ya no viene. Y bueno, pues a mi esposo. Yo dejé de trabajar, pero de que trabajo, trabajo mucho: hago la comida, el mandado, lavo, trapeo, limpio, atiendo al perrito… —¿Y qué significa eso para usted? —Eso es muy feo para una ama de casa que nos digan que no trabajamos. ¿Se imagina que toda la vida trabajando y atendiendo el hogar? Trabajo sin sueldo. —¿Y usted se siente cuidada, Aurora? —Tengo una dicha enorme, tres hijos lindísimos que ni un día nos han dejado solos. Me siento protegida, no siento soledad. Aunque a veces me siento muy usada. —¿Cómo usada? —A veces me siento con mucha presión de resolver bien y rápido las necesidades de la casa. Haz de comer, ve a comprar, sírveme, haz esto, lo otro… Así.
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Con la determinación de que los trabajos de cuidados no eran importantes o tan importantes como para tener reconocimiento y protección legal, y de que las mujeres en casa se encargarían por naturaleza de esos trabajos, vino también la promesa de que el sistema laboral daría empleo, ingresos y seguridad social para el trabajador y su familia. Esa promesa se sentó en la Ley del Seguro Social, en 1942, cuando nacía y crecía la generación de quienes hoy son los adultos mayores —padres y abuelos— de México. Una ley que sentó las bases no sólo de la vida laboral, sino de las relaciones familiares. No sobra decir que esta ley sólo consideraba familia a la familia tradicional y dejaba fuera a otras formas de convivencia que rompieran con el estereotipo de esposo, esposa e hijos. Familias o comunidades de personas que deciden construir un hogar juntas y que en los últimos años han empujado para hacer valer sus derechos. La Ley del IMSS, dice Alexandra Haas, muestra cómo se concibió la lógica de que los hombres serían trabajadores formales con seguridad social formal y las mujeres iban a ser las cuidadoras de casa durante su edad productiva y, cuando llegaran la vejez, justo a este momento de sus vidas en el que están ahora, un sistema de seguridad social los sostendría con hogar, pensión y acceso a la salud. “Parto de esta ley porque lo que hace es una especie de promesa de mundo ideal: mujeres en casa con hijos, señores trabajando formalmente y todo mundo con seguridad social por vía del trabajo del señor”. A todas luces son promesas incumplidas: la promesa del trabajo formal no fue una realidad para la mayoría de la población y, por lo tanto, no se cumplió con la seguridad social para la familia y menos con la retribución de una pensión digna para el trabajador y su esposa, una vez que éste se jubilara.
"No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Hoy sólo dos de cada diez personas mayores de 60 años tiene una pensión o jubilación contributiva (5), que le da acceso a un ingreso mensual (que en promedio va de los 600 a los 6 mil pesos) y a servicios de salud. El resto, ocho de cada diez personas, no tiene acceso garantizado a la salud, pues aunque existe el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) que pretende ser un servicio universal, éste solo es gratuito en los niveles básicos de atención. Y aunque se han reconvertido hospitales y se ha pactado colaboración con instituciones privadas para atender la emergencia por el Covid-19, las mismas autoridades sanitarias anticiparon que no serían suficientes (6). “En el caso de los adultos mayores una de las principales condiciones que determina la forma en la que se llega a esta etapa de la vida es la protección social. Si un adulto mayor tiene jubilación (pensión contributiva) tendrá una calidad de vida muy distinta de quien no la tiene: hay un ingreso seguro (aunque sea mínimo) y hay acceso a los servicios de salud y conocimiento de cómo funciona ese sistema de salud. Probablemente también va a tener vivienda, porque en la misma seguridad social se estructuró la posibilidad de acceder a créditos”, dice Pilar Tavera. Si se analizan los datos por género, vemos que a la pensión contributiva acceden tres de cada diez hombres y sólo una de cada diez mujeres; del total de las mujeres la mitad la reciben por viudez, como consecuencia de reconocer el trabajo masculino y discriminar el femenino, de cuidados (7). Es decir, las mujeres mayores están más desprotegidas en caso de necesitar atención médica por la pandemia.
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“Hoy vendimos diez tortas”, dice Rosa María, una mujer de 68 años que vive en la periferia de la Ciudad de México, en Los Reyes La Paz. Rosa María habla con desgano desde el teléfono de su vecina. Está preocupada porque tiene un mes que las ventas bajaron, a partir del llamado gubernamental a que las personas se queden en casa para disminuir la velocidad de contagio del coronavirus. Pero ni siquiera lo pensó, quedarse en casa no era una opción, ya que ella y su esposo viven al día: si no salen, no trabajan, si no trabajan, no comen. Más aún: si no trabajan, no pagan la renta de mil pesos y los desalojan de la casa donde viven. Rosa María es incrédula de las noticias. Tiene cuarenta años viviendo en la zona, conoce a mucha gente por su trabajo como ambulante y, dice, hasta ahora no ha sabido de nadie que se haya enfermado de ese mal. Lo que palpa es el vacío de las calles en el oriente de la ciudad donde cada uno de los siete días de la semana ella y su esposo bajan a vender tortas de jamón, salchicha, milanesa y pierna. Hace cuentas: antes vendían 80 tortas en un día, hoy 10. Apenas saldrá para compensar el gasto que implica trabajar (transporte, materia prima, gas, alimento) en una jornada de 8 de la mañana a 9 de la noche, cuando vuelve a casa. De todos modos, seguirá saliendo estos días, dice, porque al menos sale para la comida de ella y de su esposo, y ninguno cuenta con pensión o apoyo de programas sociales. El año pasado inició el trámite para acceder al Programa de Adultos Mayores, que reparte mil 225 pesos mensuales, pero no ha sido notificada. “Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”. Su casa, la que renta, es un cuarto de una planta y dos habitaciones, una cocina y un dormitorio, que está en un terreno fincado sin cimientos. Las paredes son de tabique y el techo de láminas de metal, no tiene zaguán. Días después, hablo de nuevo con ella gracias al apoyo de su vecina Laura, que le presta el teléfono. Me cuenta que antes tenía el Seguro Popular, pero ya lo quitaron (8) y ahora tiene que ir con un doctor particular que le atienda el vértigo, el reumatismo bilioso, la presión alta y el mal de riñones que le aquejan. Paga 150 pesos por la consulta más la medicina. “Ahorita ni para pedir prestado, ¿quién nos presta si todos estamos igual? Mis hijas van al día y tienen a sus propios hijos que atender”. Hoy Rosa María volvió a casa antes de lo normal. Llevaba menos mercancía porque no tuvo dinero para comparar más materia prima y había menos gente en la calle. Hoy vendió cuatro tortas. Calcula que en los próximos días ahora sí dejará de vender, porque ya no tendrá dinero ni para el transporte público, y tendrá que guardarse de manera forzada en casa. Rosa María espera que el casero entienda la situación y le permita retrasarse en el pago que se convertirá en deuda.
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Las personas mayores que no tienen pensión y tienen empleo informal son de las más vulnerables en el contexto de la pandemia en dos sentidos: por el riesgo sanitario que significa su edad y porque los empleos informales son los primeros golpeados por la crisis económica que le sigue a la sanitaria. Para atender a esta población en esta emergencia, la única respuesta enfocada en este sector fue el adelanto de los pagos de cuatro meses del Programa de Adultos Mayores, un programa que surgió en el año 2012 para subsanar la falta de seguridad social, que consiste en un apoyo económico de mil 275 pesos mensuales a partir de los 68 años de edad —65 para quienes viven en municipios indígenas—. Esta pensión no constributiva se entrega a 5 millones de personas mayores y, según revisiones del Consejo Nacional de Evaluación de la política de Desarrollo Social (Coneval), este programa logró sacar de la línea de pobreza a casi 6% de ellos. Sin embargo, ahora un millón y medio de adultos mayores que lo necesitan no reciben el apoyo por la limitación de presupuesto y el aumento de personas que lo demandan. Estas condiciones ponen en riesgo la sostenibilidad del programa(9). Esta pensión resuelve el acceso a alimentos, pero no atención a la salud. Y no sólo en términos de acceso a los servicios, hospitales y medicinas, sino del acompañamiento a lo largo de su vida, es decir qué condiciones tuvieron a lo largo de su vida para evitar o controlar enfermedades crónicas. Incluso siendo un programa asistencialista, el apoyo para adultos mayores tiene sentido al dar cierta autonomía económica a los adultos mayores. Y esto les permite tener control sobre sus decisiones, seguridad emocional y autoestima. Sentirse menos carga, estorbo, incluso defenderse de la humillación y el maltrato. Pero la desigualdad entre hombres y mujeres adultas mayores permea en varios aspectos. Las mujeres tienen menos ingresos propios que los hombres, porque dedicaron la mayor parte de su vida al trabajo doméstico no reconocido y ahora, siendo mayores, lo siguen haciendo: el 10% de ellas no puede trabajar porque tienen que cuidar a alguien; y porque el 43% no trabaja porque tiene que dedicarse a las tareas del hogar. Desde la agenda feminista se reclama la remuneración de este trabajo. Y deja varias preguntas pendientes: ¿cómo se modificará el sistema tributario para hacer pensiones dignas?, y, ¿cómo se reconocerá económicamente este trabajo dentro de los hogares? México agotó su bono demográfico y la población comienza a envejecer. Seguimos exigiendo el acceso a guarderías, cuando el sistema de seguridad social ya está rebasado.
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Para comenzar con este reportaje le pedí a mi mamá su consejo. ¿Qué preguntas crees tú que sea pertinente hacer a las personas que voy a entrevistar? Adultas mayores en el contexto de la emergencia sanitaria. —Pregúntales si tienen miedo—, me dijo. Y entonces empezó a hablar de ella: su miedo a morir, sus condiciones que califican como persona de riesgo: mayor de 60 años, hipertensión. Yo tenía cuatro o cinco días que había llegado a su casa con mis dos hijas para pasar la cuarentena y me di cuenta que no sabía de ella, de su estar, ni siquiera de su hipertensión. Menos que las últimas dos semanas había sentido dificultad para respirar y que, después entendió ella, era el miedo somatizado en su cuerpo.
"Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Ahorita me siento encerrada, nerviosa".
No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes. Estamos aprendiendo a estar juntas en esta situación en donde hay sobrecarga de trabajo, de cuidados y de miedo. Días después de esa conversación sobre su miedo, mientras estábamos en la sobremesa y las niñas jugaban en el patio, mi mamá volvió a traer el tema de la muerte y, como si lo hubiéramos acordado antes, ambas hablamos con humor negro de eso. Fue la única forma en la que nos pudimos acercar. “Imagínate escuchar todos los días que los viejos se van a morir y ser tú un viejo, una vieja. Que te digan si te da, te mueres. O que te digan que si te da no te van a poner el respirador porque ya no sirves, mejor apostarle a la vida de alguien más joven, los viejos son desechables”, me ha dicho mi mamá, a veces incrédula y triste, otras enojada.
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En México, hasta el 18 de abril, habían muerto 650 personas por Covid-19, de ellas 300 son mayores de 60 años, el 46% del total, según los números que publica cada día la Secretaría de Salud. De los adultos mayores que murieron, 189 son hombres y 111 mujeres. Aunque en porcentajes no hay mucha variación entre las personas mayores y el resto de las edades, la letalidad de la enfermedad es más alta en las adultas mayores. En el país, las enfermedades crónico degenerativas han nivelado los porcentajes de mortalidad por edad, frente a lo que era una tendencia en Europa, donde el 95% de los muertos eran las personas mayores, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Ivonne Villalon, que forma parte del colectivo “Armando Canasta” que nació con la pandemia para repartir despensa a adultos mayores, vendedores ambulantes y personas en situación de calle. El colectivo recibe donaciones económicas o en especie, arma las despensas con comida como frijoles preparados, atún o sardinas en lata, mermeladas, galletas, jabones y naranjas (considerando que hay personas en situación de calle que no tienen posibilidades de cocinar) y a través de voluntarios se reparten en distintas colonias de la Ciudad de México. Ivonne ha tenido conversaciones también con su mamá. Ivonne le contó de su miedo a contagiarla y ponerla en riesgo, de la necesidad de no verla para disminuir cualquier posibilidad de infección. “Mi mamá me dijo: ‘Si no paso a esta nueva etapa de la vida, yo ya viví, ya me hice a la idea de que si hay que elegir entre los jóvenes y nosotros, a los jóvenes les falta vivir’. Me lo dijo tan claro, tan convencida, pero yo en cambio no estoy tan clara. Para mí no es evidente ni obvio que las personas mayores sean desechables. Quiero resistirme a esa noción de desechabilidad de nuestros cuerpos. No me queda tan claro que un joven merezca vivir más que un adulto mayor”. Resistirnos a esa noción que dice que los viejos y las viejas ya dieron al sistema lo que podían dar; que a esta edad sólo sirven para cuidar hijos, nietos, casas, plantas y, si no, entonces son desechables. Esa noción que incluye a los repartidores, a los de la basura, a las trabajadoras del hogar, a los migrantes. Desechables, sustituibles. Quizá en el fondo se trata de esto. De pensar y cuestionar, ¿qué cuerpos le son necesarios —y a la vez desechables— a un Estado para sostenerse, para mantener una cuarentena sin fragilidad o vulnerabilidad detrás de los escritorios y las ventanas? Quizá se trata de resistir a la noción de que hay cuerpos que ya no sirven o estorban. Apostar por defender cada una de esas vidas. Mandeep Dhillon trabaja en el área de urgencias de una ciudad de Veracruz. A mediados de abril escribió su testimonio sobre el cuidado a don Sergio, un señor de 82 años cuyo cuerpo está atacado por Covid-19. Mandeep narró con detalle lo que es estar enfermo en un hospital con carencias, lo que significa atenderlo bajo un traje que aísla todo virus y humanidad. Quiero retomar aquí parte de su relato porque, sus palabras nos están llamando: Sólo los viejos mueren de esto, dijeron. Y nadie habló de los mayores, nadie dijo nuestras abuelas, nuestros abuelos, nadie dijo los maestros. Los cuidadores de la memoria, las y los maestros que aguardan las conversaciones profundas que nos anclan en este mundo, la raíz misma.El coronavirus vino a llevarlos (a las personas mayores) y dijimos: “qué bueno que no nos toca a nosotros”. Y se hizo evidente la muerte que cargamos en nuestras palabras, en las yemas de nuestros dedos, que poco a poco nos ha despojado de un lugar de dónde ser y nos ha hecho ajenos a nuestra propia sangre.
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Las entrevistas con Avelina, Aurora, Rosa María y Emma fueron por teléfono. Fue complicado establecer una relación a la distancia y desde el desconocimiento. En algún momento de las conversaciones, sentí que más que hablar del virus y la seguridad social, había qué hablar de la vida, de las cosas que les hacen sentido en este momento de miedo, incertidumbre. Le pregunto al teléfono a Rosa María si tiene miedo. Ella responde desde algún lugar en Los Reyes La Paz. Alrededor se oyen ladridos de perros y el motor de un carro viejo que aparece y se va. Ella no se escucha con temor, como mi madre, su voz suena a fastidio, a polvo en boca seca. “Estoy cansada de que nos estén diciendo esto todo el tiempo, que los viejos nos vamos a morir, que se quieren deshacer de nosotros quesque costamos mucho dinero al gobierno... A mí nunca nadie me ha dado nada”. Rosa María corta la conversación molesta, dice que va de vuelta a su casa. Por una de las dos ventanas, la de la cocina, mira un baldío con una nopalera y un árbol de mezquite. Le gusta asomarse ahí cuando vuelve de vender tortas, agotada. Y se quita el mandil y los zapatos del trabajo y se sienta apenas unos minutos para estirar sus pies y recibir el aire fresco de la tarde que llega desde una ciudad ajena y lejana, antes de continuar con el trabajo en esa casa en permanente obra negra. A Emma le gusta mirar desde la ventana que está en la cocina de su casa y da al jardín. En el jardín, hay una fuente y a ella llegan los pajaritos, se bañan, se dan sus chapuzones. A Emma le gusta pensar si son sus viejos huéspedes o si llegó uno nuevo. Desde esa ventana ve las flores que cuida su esposo y la mata de epazote que ha crecido generosa estos días del año. “Está hermoso el epazote, quisiera cocinar tantas cosas con este epazote”, se escucha entusiasta, “unos champiñones o un huitlacoche o una pancita… ya pronto va a ser mi cumpleaños”. Aurora vive con su esposo en un departamento. Estos días de confinamiento la han dejado asolada. Su esposo, dice, era buen compañero, pero desde que enfermó le cambió el carácter y ya casi no convive. Ahora su vida social la lleva con sus amigos en el internet y el teléfono. Pero ella no es de eso. Le gusta salir a la calle, caminar, asomarse a las tiendas y a los museos, pero más más le gusta ir a la Cineteca. “Ahí pasan mucho cine y no importa que una vaya sola”. Antes de que su esposo tuviera un infarto, era algo que hacían juntos. Su departamento está en un edificio viejo y la ventana de su casa da a un pozo de luz que, a su vez, da a las ventanas de otros vecinos. “Veo las ventanas de algunos vecinos, tengo unos que son testigos de Jehová, es curioso, aunque se la pasan tocando puertas para platicar, éstos casi no platican, son muy herméticos; pero tengo otra vecinita que es muy linda, me saluda desde su ventana; y más allá, en aquella, vive mi vecinito Alejandro que me saluda y es muy platicador. Me gusta más mirar desde la puerta, que de la ventana, porque de la puerta se ve la avenida llena de palmeras y árboles y las jacarandas”. Cuando esto acabe, Aurora caminará por esa avenida e irá a sentarse a una butaca de la Cineteca a ver algo que le haga sentirse fuerte de nuevo. La casa de Avelina, en el pueblo La Purísima, tiene un cuarto de azotea con una ventana. Desde ahí se ve el lago de Cuitzeo. O más bien se mira el reflejo del sol sobre el agua y ella sabe que ahí está el lago de su infancia. Pienso en Avelina y en esa pesadilla que la despierta en las noches con un bebé recién nacido y olvidado en la cama. Pienso en la historia de las mujeres de su familia que hay detrás de ese sueño. Avelina recuerda que su mamá no tuvo tiempo de cuidarla con amor y atención porque cuando no estaba con la barriga hinchada, estaba con el hijo en brazos y Avelina tenía que cargar a los hermanos menores que se sumaban, uno tras otro, para que su madre siguiera en la costura o en el fogón atizándole a los frijoles. “Cuando viene este sueño pienso que es mi inconsciente que me dice que no hice bien las cosas, que no me dio tiempo de todo, de criar, de trabajar. Nunca jugué con mis hijos”, dice al teléfono y las dos nos quedamos en silencio varios segundos. “En cambio mi esposo”, retoma, “él sí jugaba con ellos, el sí sabía a qué olían cada uno de mis hijos”. Avelina está en su ventana. Ahí se refugia cuando no tiene ganas de trabajar o dar explicaciones, cuando quiere estar tranquila. Subir y atender a sus violetas, espulgarlas y regarlas; platicarles, cuidarlas con calma, con alegría. Recargarse en el marco de la ventana y mirar. Y mirar.
(1) Según la definición que la OMS y la Ley de Derechos de los Adultos Mayores, aprobada en México en 2006, los adultos mayores son las personas que tienen 60 años o más, aunque en algunos conteos, encuestas y programas sociales se les considere a partir de los 65 años de edad.
(2) Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018, INEGI.
(3) Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México 2018, INEGI
(4) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(5) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(6) Los datos que se presentan son para mayores de 60 años, la definición legal de un adulto mayor. Sin embargo, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social en su Sistema de Información de los Derechos Sociales, señala que el porcentaje de adultos mayores de 65 años que tienen pensión es del 30.9%.
(7) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017
(8) Andrés Manuel López Obrador desapareció el Seguro Popular y lo sustituyó por el Insituto de Salud para el Bienestar que comenzó a operar en enero del 2020 para atender a personas sin seguridad social. El desconocimiento de Rosa María debe responder a la falta de difusión y canalización del nuevo sistema sanitario.
(9) En 2017, según datos de la Encuesta Nacional sobre Discriminación, la población adulta mayor de 65 años ascendía a poco más de 8 millones de personas. En el Programa de Adultos Mayores, se calcula el déficit de apoyos a la población a partir de la necesidad socioeconómica.
(10) Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017.
La emergencia sanitaria puso en evidencia las fallas de cómo entendemos el trabajo y el cuidado. Los adultos mayores, los más vulnerables frente al coronavirus, llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerlos. De este grupo, las mujeres son las más desprotegidas.
Desde hace muchos años, Avelina tiene una pesadilla recurrente: “Sueño mucho a un niño que se me olvida, está chiquito, recién nacido. Duro tres días sin ir a la cama y me acuerdo que está ahí todo enredadito entre las cobijas y voy a verlo preocupada porque no le he dado de comer. Lo veo chiquito, como de tres meses de nacido, está flaquito como si fuera un bebé prematuro, lo veo ahí, y no se me quita ese sueño, no se me quita”. Avelina tiene 70 años y vive en las afueras de Morelia, Michoacán. En las últimas semanas el sueño ha vuelto. No sabe si es el encierro o es que en estos días, donde el tiempo transcurre de manera extraña, el pasado y el presente se le han mezclado o, más bien, se le agolpan en la puerta de su casa en forma de culpas y reclamos. Del sueño vuelve a la realidad: “No sé cómo crecieron ellos”, dice al referirse a sus cinco hijos. “Ahora pienso y dudo en cómo crié a mis hijos, no sé cómo los crié. Pero lo que sí sé es ese sueño, ese niño recién nacido que se me olvida, de pronto despierto soñando eso. Y mis hijos ahí están. Una de mis hijas me compró una muñeca, porque nunca tuve muñecas de niña, y me la compró, de trapo, con su vestido de flores y su sombrero de paja, pero tampoco ha hecho que se me quite ese sueño”. La escucho hablar del otro lado de la línea con su voz atribulada. Hablamos a la distancia porque no podemos encontrarnos, ella no puede salir para atender esta entrevista y yo no puedo ir a verla porque tengo dos hijas en casa. Para cuidarse de la pandemia, Avelina permanece encerrada y evita visitas. Así que, a tientas, tratamos de crear una confianza imaginando el rostro que nos habla y nos escucha. Alcanzo a adivinarla en un rincón de la habitación, pegada a un teléfono fijo de cable enredado, a veces con la voz más fuerte, otras veces más quedita según se acerca o se aleja la hija que vive con ella, y suspira como si así fuera posible sacudirse esas culpas que la han venido a visitar en los últimos días. Sacudírselas para volver a lo que sigue: limpiar la casa, arreglar la ropa y preparar la comida para ella y las cuatro personas que viven ahí y que ahora con la emergencia sanitaria permanecen en casa las 24 horas del día. Esa casa se sostiene de la pensión que recibe su esposo por haber trabajado en una oficina de gobierno, más el apoyo gubernamental para adultos mayores, más el ingreso de su hija como comerciante. Avelina se describe como una mujer bajita y grande de caderas que siempre le hicieron sentir atractiva, aunque en este momento de su vida le pesan mucho. Dice que es terca y, sobre todo, sana: “Yo no quiero ser una anciana vieja que necesite de los demás”. Lo dice con orgullo y con razón de sobra: ha dejado el lomo en los quehaceres desde niña. Ha trabajado, cuidado y sostenido a su madre, a sus hermanos, a su esposo e hijos. A un Estado.
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La emergencia sanitaria por Covid-19 puso en evidencia las fallas sistémicas de lo que entendemos por trabajo y cuidado en México. Los adultos mayores —el grupo más vulnerable ante el nuevo coronavirus— llegan a este momento después de trabajar toda su vida con un sistema incapaz de sostenerles y cuidarles. Una población que, por su edad, está más expuesta a enfermar gravemente, que en su gran mayoría carece de acceso a servicios de salud, que debe seguir trabajando por la falta de ingresos y que, de enfermarse, disputaría con el resto de la población alguna cama en el de por sí rebasado servicio de salud. En México viven 15.4 millones de personas mayores de 60 años (1) y el 65% de ellos se encuentran en situación de pobreza, según datos de la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018 (Enadid), lo que hace que un 40% de ellos continúe trabajando por necesidad de un ingreso. La emergencia evidenció los problemas de un sistema de trabajo y de cuidados que durante décadas los ha sostenido de manera injusta, desde el despojo: un sistema que prometió trabajo formal y seguridad social para el empleado y toda su familia, y un sistema que recargó el cuidado de la vida en los muros del hogar, sin ser remunerado, y dentro de éste en las rodillas de las mujeres: madres, hijas, abuelas. Por eso esta pandemia nos recuerda también que, dentro del grupo de adultos mayores, las mujeres son las más desprotegidas. “Cualquier población vulnerable ha quedado más expuesta aún con la emergencia sanitaria, los adultos mayores entre ellos”, dice Pilar Tavera, especialista en políticas públicas con enfoque de derechos humanos. “Cualquier crisis agrava y evidencia las desigualdades que hay entre grupos y dentro de los mismos grupos”. Estas historias, las de ellas y ellos a los que acudo para hablar no sólo de la emergencia sanitaria, sino de la forma en que hemos entendido y sostenido un sistema laboral y de cuidados que prometió una vejez digna, ocurren en el campo y en las ciudades; en el centro del país y en algunos estados. Son historias de mujeres y hombres mayores que llegan a sus 60, 70, 80 años después de haber trabajado toda su vida. Muchos de ellos comenzaron cuando eran aún niños y siguen haciéndolo en sus casas o en las calles, con el riesgo hoy de enfermarse.
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“¿Trabajar? Ay, eso sí que es bien chistoso”, dice Avelina del otro lado del teléfono y suelta una carcajada. “Yo trabajé desde niña porque no se me mandó a la escuela, vengo de una familia humilde, muy pobre. Mi papá era machista y mujeriego, de esos señores de pueblo que, si ganaba algo, era para él y no para los hijos, ni la esposa”. A los ocho años salía de su casa y se cruzaba con la vecina: se asomaba a la cocina y si veía alguna olla humeante o tortillas en el canasto, Avelina lavaba pañales de tela sucios, o los trastes, a cambio de un plato de sopa o de frijoles y alguna tortilla. En su casa no siempre había bocado, había días en que recibían la noche con panzas vacías. Pronto aprendió de su madre a coser ropa, quien sin saber leer ni escribir, sostenía a sus hijos cosiendo camisas, pantalones, vestidos para los vecinos. Avelina recuerda a su madre cose y cose, cose y cose, de día y de noche, sentada en una piedra rectangular que cuando no la usaba ahí, la usaba para trabajar el molino de maíz. La recuerda como ahora la recuerdan sus propios hijos: pobrecitos de ellos, a qué hora los atendía si todo el día trabajaba en la máquina y, si llegaban a importunarla, ella los espantaba a manazos como moscas.
"Imagínate ser un viejo y escuchar todos los días que los viejos se van a morir. Que te digan que si te da, te mueres; que si te da, no te van a poner el respirador porque ya no sirves".
La de Avelina no fue vida, fue trabajo. La contrataban señoras “para estar de pie en su casa, como les dicen a las sirvientas”. Se sentía feliz pues aunque pasaba los días lejos de su mamá y sus hermanos, ganaba unas monedas para repartirles; ella era la cuarta y por herencia le tocaba ayudar a crecer a los siete hermanos menores. Nunca fue a la escuela ni recuerda haber tenido un juguete. Por eso atesora la muñeca que una de sus hijas le regaló ya de grande. Aprendió a leer solita porque le gustaba y porque algunos vecinos pasaban a regalarle cuadernos o libros en desuso. “Me casé rápido, teníamos que salir rápido de la casa para ayudar”, dice Avelina del otro lado del teléfono, en una conversación que se extiende con la tarde. Se casó con un hombre y migró del campo a la ciudad, como otras miles de personas que escucharon de la gran promesa de trabajo y bienestar en las ciudades, dejando atrás milpas marchitas, un éxodo que se inició en 1950 y llegó a una cúspide en 1975. Avelina llegó a Morelia desde La Purísima, Michoacán, convertida en trabajadora doméstica y, en los ratos que robaba al trabajo, perfeccionó los conocimientos heredados de su madre en una escuela de corte y confección. En un año aprendió lo suficiente como para volver a su pueblo y trabajar en lo que ella quería. Ese mismo año murió su padre de cirrosis hepática. Su pérdida fue más bien un alivio para la madre de familia que igual seguía sola en la crianza de 12 hijos.
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Cuando era niña, Aurora fue dejada por su mamá quien se fue a trabajar a la capital, desde donde les mandaba dinero. Aurora quedó bajo la responsabilidad de la familia paterna y sus hermanos, a su vez, quedaron a cargo de ella. A la escuela fue a lo indispensable, apenas para aprender a leer y escribir. “Fui una niña que crece sin su mamá, eso es penoso y triste. Me cuidó una tía pero ella tuvo a su propia familia y me atendía cuando le sobraban ratitos, cuando estaba en sus manos”, dice desde la delegación Benito Juárez, en la Ciudad de México. Aurora comenzó a trabajar a los 12. Era la costumbre a mitad de siglo pasado, trabajar desde la infancia en casas, comercios, locales y a ella le tocó un consultorio médico: apuntaba las citas, las visitas, ponía en orden el medicamento. De ahí se fue a una panadería y luego, ya hecha una señorita, siguió los pasos de la mamá y se mudó de Pachuca, Hidalgo, a la capital, donde vive ahora, a sus 78 años. En la Ciudad de México trabajó en un laboratorio de fotografía cerca de La Villa, ayudaba a revelar las fotos, casi todas eran de los transeúntes que visitaban a la Virgen. Luego se fue a una tintorería donde planchaba y lavaba la ropa. Después trabajó en una oficina de publicidad recibiendo recados. Ahí conoció a quien actualmente es su esposo. Los trabajos eventuales de Aurora no le permitieron tener seguridad social, aunque haya trabajado y aportado económicamente durante 63 años de su vida, y ahora lo siga haciendo en su hogar. Aurora se describe como una mujer alegre y conversadora, inquieta aun a su edad, aunque este encierro le ha cambiado el carácter y se siente sola y ansiosa. “De niña, cuando trabajaba, mi dinero era para mí, para comprarme ropa y zapatos, lo de primera necesidad. Cuando me casé pues ya tenía a mis muchachitos y ese dinero iba para la comida, para su ropa, para los deportes que les gustaba. La renta siempre la pagó mi esposo”, dice. Él tuvo un trabajo formal y, aunque pudo acceder a un crédito para vivienda, no lo hizo, y ahora rentan un departamento para vivir.
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No todas las mujeres mayores con quienes platiqué trabajaron desde niñas o al menos no fuera de casa. O sería mejor escribir: todas trabajaron desde niñas, aunque no todas lo asumieron o entendieron como un trabajo, sobre todo cuando éste se desarrollaba dentro de casa. Trabajar en casa para mantener la salud, la alimentación, la limpieza, la educación y la diversión, para mantener al padre que se iba a buscar el sustento o para crecer a los hermanos que seguirían los pasos del padre, era lo normal, una nacía y asumía que ese era su papel en la vida. Emma nació y creció en el pueblo Los Sauces, en Guerrero, y cuando cumplió 14 años sus hermanos y ella agarraron camino al Estado de México en busca de posibilidades de estudio. En Los Sauces se quedaron sus padres. Un año después, se casó con un hombre veinte años mayor que era empleado del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Mientras su marido salía a cumplir su deber en el oficio, ella se dedicaba a lo que la gran mayoría de mujeres de su edad: cuidar la casa y a los hijos que parió. En su caso, fueron cuatro. Desde que nació el primero hasta ahora, que cumplió 69, Emma ha trabajado en casa y depende económicamente de su esposo, quien le da una cantidad al mes para los gastos. Su hija y sus nietas que viven con ellos cooperan con la luz y el agua. De sus cuatro hijos, uno tiene discapacidad y Emma pudo librarla con ayuda de su hermana: mientras una llevaba al niño al tratamiento, otra se quedaba a atender la casa. Así, durante 12, 13 años, hasta que la hermana quiso hacer su propia familia. Para Emma fue un golpe muy duro quedarse sin su hermana, se sintió sola, muy sola. Cada una de las mujeres que estaban a su alrededor, hermanas y cuñadas, tenían que hacerse cargo de sus propias familias. —¿Y ahora cómo se reparten las tareas en casa? —Yo me dedico a la casa, mi esposo está jubilado y se dedica al jardín, le gusta arreglar sus plantitas, a quitarle lo seco, a cambiarlas de lugar. A veces cuando terminamos de comer, a veces limpia la mesa. Ya está grande, tiene 20 años más que yo. Le pregunto a qué edad empezó a trabajar y dice que nunca ha trabajado, que siempre fue ama de casa y las amas de casa no trabajan, cuidan la casa. —¿Y ahora cuida? —Yo cocino pero la verdad es que ya no me gusta cocinar, no tengo ganas. Quisiera que me atendieran todos. Ya tengo 55 años cocinando todos los días para todos. El trabajo no se acaba y no lo aprecian, nunca le dicen a una “¡ay!, qué bonito”. Eso me hace sentir mal, que no se agradezca, que no me consientan.
"Las personas mayores sin pensión y con empleo informal son de las más vulnerables ante la pandemia: por el riesgo que significa su edad y porque los empleos informales son los más golpeados por la crisis económica".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Y por el tono de su voz, del otro lado del teléfono, hastiado, trato de imaginar lo que significa cocinar para todos, siete u ocho familiares durante 55 años sin parar: pensar el menú, hacer la compra, acomodar en la despensa, pelar, picar, freír, cocer, sazonar, servir, lavar ollas, cazuelas, platos, limpiar estufa, piso, fregadero. Todos los días. Y volver a comenzar. En México, casi el 90% de las personas mayores vive en familia, ya sea con su pareja, hijos o en familias más amplias, con nietos, nueras, yernos, hermanos; un 10% vive solo en casa y menos del 1% vive en residencias o asilos (2). Aunque vivir acompañados puede disminuir la soledad o la vulnerabilidad ante una enfermedad o una emergencia, también es cierto que las relaciones no siempre son sanas, hay abusos y maltrato. Ahora con la emergencia sanitaria, Emma tiene todo el día a la nieta en casa y ella ayuda en la cocina o en los mandados, pues por ser población vulnerable Emma ya no puede salir a hacer las compras. —¿Cómo amaneció hoy Emma? —Hoy es un día muy bonito, con un gran sol… Amanecí contenta porque tengo un problema de vértigo y eso me hace tomar mucha medicina y no duermo bien y me pongo toda a disgusto, no tengo ganas de hacer nada, ver a nadie, ando de mal humor regañando a todo mundo, no me siento contenta. Pero hoy me siento bien y ya pronto va a ser mi cumpleaños. —¿Y qué le gustaría hacer en su cumpleaños? —Yo era muy risueña, alegre, contenta, pero me hice muy enojona con la enfermedad del vértigo. Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Cuando hay flores en el jardín, mi esposo me hace un ramo y me lo trae. Ahorita me siento encerrada, nerviosa.
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“Estructuralmente hay problemas de los cuidados porque la organización binaria de los roles está determinado por mujer cuidadora. Esa es la semilla de donde parte la disfuncionalidad de los cuidados en México”, dice Alexandra Haas, abogada especializada en política pública e investigadora invitada del CIDE. Las políticas de cuidado, entendidas como todas las acciones que el Estado, las familias y entes privados realizan para que la gente se desarrolle plenamente, pasaron inadvertidas en México hasta años recientes que las mujeres feministas reclamaron su reconocimiento social y económicamente. A nivel nacional, los cuidados representan el 23.5% del P.I.B. en todos los rangos de edad, casi el triple de lo que representan los ingresos por turismo o casi ocho veces más de lo que aporta la industria automotriz. Las mujeres de todas las edades dedican el 74% de su tiempo laboral a los cuidados (alimentación, mantenimiento de vivienda, vestido, administración del hogar, cuidados de apoyo), contra un 23.6% del tiempo laboral que dedican los hombres (3). En el caso de las mujeres mayores, ellas cuidaron toda su vida y siguen haciéndolo aun en la vejez: el 60% de las mujeres mayores de 65 años se dedican a los quehaceres del hogar y sólo 2% de los hombres de la misma edad hace este trabajo (4).
“Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”.
Sara Hidalgo narra en un artículo, publicado en Nexos en mayo del 2019, cómo después de la Revolución Mexicana se fue tejiendo judicialmente la desvalorización del trabajo doméstico, su discriminación y, por ende, su exclusión de lo que significan los trabajos reconocidos y defendidos por ley. Hombres —abogados, juristas, académicos, ministros, burócratas— legalizaron la marginalización del trabajo doméstico en una época en que el resto de los trabajos estaban encontrando su defensa y protección en la ley, a partir del Artículo 123 de la Constitución que propuso “humanizar” el mundo laboral y proteger a los trabajadores de la explotación del capital. A este artículo constitucional le siguió la Ley Federal del Trabajo, en 1931, que consideró al trabajo dentro del hogar como “especial” por lo que no lo protegía como a otros empleos con contrato o jornadas máximas de 8 horas, explicó Hidalgo. ¿Por qué se entendió esta particularización del trabajo doméstico en relación a los otros trabajos? Porque se daba en casa. Ya sea en la casa propia, donde se asumía por hecho que existían las relaciones de candidez, cariño; o en la casa ajena, donde la relación cotidiana convertía también en “humanas” estas relaciones laborales. “Al trabajar al interior del núcleo familiar en un ambiente que concebían como naturalmente humano y armonioso, los trabajadores domésticos no tendrían la misma necesidad que el resto de los trabajadores de la intervención estatal en su relación laboral ni requerirían de todo el catálogo de protecciones legales”, escribió Hidalgo. Es decir, mientras el mundo externo del trabajo era rapaz y abusivo y veía a la persona como medio de producción, el mundo interno del hogar ve el trabajo doméstico naturalmente humano y donde no hay competencia sino cooperación.
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Aurora vendió publicidad para una revista política hasta hace dos años. Dejó ese trabajo que le daba un ingreso propio e independencia económica porque su esposo tuvo un infarto. A raíz de la enfermedad, el esposo se jubiló (y recibe su pensión) y Aurora se dedicó a cuidarlo porque no había quién lo hiciera, o no alcanzaba para pagar a una enfermera. Del otro lado del teléfono, Aurora se lamenta: estaba acostumbrada a recibir su dinero, a decidir cuándo y cómo gastarlo, siempre, eso sí, en completar el gasto del hogar. Hoy se mantienen con la pensión de su esposo y el apoyo monetario que reciben del gobierno federal, el Programa de Adultos Mayores. Así juntan para renta, comida, servicios. —¿Cuida a alguien, Aurora? —Tengo un nieto de 15 años que vive con su mamá y se venía todos los días a comer después de la escuela, pero con esto ya no viene. Y bueno, pues a mi esposo. Yo dejé de trabajar, pero de que trabajo, trabajo mucho: hago la comida, el mandado, lavo, trapeo, limpio, atiendo al perrito… —¿Y qué significa eso para usted? —Eso es muy feo para una ama de casa que nos digan que no trabajamos. ¿Se imagina que toda la vida trabajando y atendiendo el hogar? Trabajo sin sueldo. —¿Y usted se siente cuidada, Aurora? —Tengo una dicha enorme, tres hijos lindísimos que ni un día nos han dejado solos. Me siento protegida, no siento soledad. Aunque a veces me siento muy usada. —¿Cómo usada? —A veces me siento con mucha presión de resolver bien y rápido las necesidades de la casa. Haz de comer, ve a comprar, sírveme, haz esto, lo otro… Así.
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Con la determinación de que los trabajos de cuidados no eran importantes o tan importantes como para tener reconocimiento y protección legal, y de que las mujeres en casa se encargarían por naturaleza de esos trabajos, vino también la promesa de que el sistema laboral daría empleo, ingresos y seguridad social para el trabajador y su familia. Esa promesa se sentó en la Ley del Seguro Social, en 1942, cuando nacía y crecía la generación de quienes hoy son los adultos mayores —padres y abuelos— de México. Una ley que sentó las bases no sólo de la vida laboral, sino de las relaciones familiares. No sobra decir que esta ley sólo consideraba familia a la familia tradicional y dejaba fuera a otras formas de convivencia que rompieran con el estereotipo de esposo, esposa e hijos. Familias o comunidades de personas que deciden construir un hogar juntas y que en los últimos años han empujado para hacer valer sus derechos. La Ley del IMSS, dice Alexandra Haas, muestra cómo se concibió la lógica de que los hombres serían trabajadores formales con seguridad social formal y las mujeres iban a ser las cuidadoras de casa durante su edad productiva y, cuando llegaran la vejez, justo a este momento de sus vidas en el que están ahora, un sistema de seguridad social los sostendría con hogar, pensión y acceso a la salud. “Parto de esta ley porque lo que hace es una especie de promesa de mundo ideal: mujeres en casa con hijos, señores trabajando formalmente y todo mundo con seguridad social por vía del trabajo del señor”. A todas luces son promesas incumplidas: la promesa del trabajo formal no fue una realidad para la mayoría de la población y, por lo tanto, no se cumplió con la seguridad social para la familia y menos con la retribución de una pensión digna para el trabajador y su esposa, una vez que éste se jubilara.
"No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes".
Ilustración de Alejandro Magallanes. Hoy sólo dos de cada diez personas mayores de 60 años tiene una pensión o jubilación contributiva (5), que le da acceso a un ingreso mensual (que en promedio va de los 600 a los 6 mil pesos) y a servicios de salud. El resto, ocho de cada diez personas, no tiene acceso garantizado a la salud, pues aunque existe el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi) que pretende ser un servicio universal, éste solo es gratuito en los niveles básicos de atención. Y aunque se han reconvertido hospitales y se ha pactado colaboración con instituciones privadas para atender la emergencia por el Covid-19, las mismas autoridades sanitarias anticiparon que no serían suficientes (6). “En el caso de los adultos mayores una de las principales condiciones que determina la forma en la que se llega a esta etapa de la vida es la protección social. Si un adulto mayor tiene jubilación (pensión contributiva) tendrá una calidad de vida muy distinta de quien no la tiene: hay un ingreso seguro (aunque sea mínimo) y hay acceso a los servicios de salud y conocimiento de cómo funciona ese sistema de salud. Probablemente también va a tener vivienda, porque en la misma seguridad social se estructuró la posibilidad de acceder a créditos”, dice Pilar Tavera. Si se analizan los datos por género, vemos que a la pensión contributiva acceden tres de cada diez hombres y sólo una de cada diez mujeres; del total de las mujeres la mitad la reciben por viudez, como consecuencia de reconocer el trabajo masculino y discriminar el femenino, de cuidados (7). Es decir, las mujeres mayores están más desprotegidas en caso de necesitar atención médica por la pandemia.
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“Hoy vendimos diez tortas”, dice Rosa María, una mujer de 68 años que vive en la periferia de la Ciudad de México, en Los Reyes La Paz. Rosa María habla con desgano desde el teléfono de su vecina. Está preocupada porque tiene un mes que las ventas bajaron, a partir del llamado gubernamental a que las personas se queden en casa para disminuir la velocidad de contagio del coronavirus. Pero ni siquiera lo pensó, quedarse en casa no era una opción, ya que ella y su esposo viven al día: si no salen, no trabajan, si no trabajan, no comen. Más aún: si no trabajan, no pagan la renta de mil pesos y los desalojan de la casa donde viven. Rosa María es incrédula de las noticias. Tiene cuarenta años viviendo en la zona, conoce a mucha gente por su trabajo como ambulante y, dice, hasta ahora no ha sabido de nadie que se haya enfermado de ese mal. Lo que palpa es el vacío de las calles en el oriente de la ciudad donde cada uno de los siete días de la semana ella y su esposo bajan a vender tortas de jamón, salchicha, milanesa y pierna. Hace cuentas: antes vendían 80 tortas en un día, hoy 10. Apenas saldrá para compensar el gasto que implica trabajar (transporte, materia prima, gas, alimento) en una jornada de 8 de la mañana a 9 de la noche, cuando vuelve a casa. De todos modos, seguirá saliendo estos días, dice, porque al menos sale para la comida de ella y de su esposo, y ninguno cuenta con pensión o apoyo de programas sociales. El año pasado inició el trámite para acceder al Programa de Adultos Mayores, que reparte mil 225 pesos mensuales, pero no ha sido notificada. “Imagínese, con esa enfermedad que dicen me voy a morir antes de que me den la pensión”. Rosa María refunfuña y se despide cortante: “Ya me voy que tengo que ir a hacer el quehacer de mi casa”. Su casa, la que renta, es un cuarto de una planta y dos habitaciones, una cocina y un dormitorio, que está en un terreno fincado sin cimientos. Las paredes son de tabique y el techo de láminas de metal, no tiene zaguán. Días después, hablo de nuevo con ella gracias al apoyo de su vecina Laura, que le presta el teléfono. Me cuenta que antes tenía el Seguro Popular, pero ya lo quitaron (8) y ahora tiene que ir con un doctor particular que le atienda el vértigo, el reumatismo bilioso, la presión alta y el mal de riñones que le aquejan. Paga 150 pesos por la consulta más la medicina. “Ahorita ni para pedir prestado, ¿quién nos presta si todos estamos igual? Mis hijas van al día y tienen a sus propios hijos que atender”. Hoy Rosa María volvió a casa antes de lo normal. Llevaba menos mercancía porque no tuvo dinero para comparar más materia prima y había menos gente en la calle. Hoy vendió cuatro tortas. Calcula que en los próximos días ahora sí dejará de vender, porque ya no tendrá dinero ni para el transporte público, y tendrá que guardarse de manera forzada en casa. Rosa María espera que el casero entienda la situación y le permita retrasarse en el pago que se convertirá en deuda.
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Las personas mayores que no tienen pensión y tienen empleo informal son de las más vulnerables en el contexto de la pandemia en dos sentidos: por el riesgo sanitario que significa su edad y porque los empleos informales son los primeros golpeados por la crisis económica que le sigue a la sanitaria. Para atender a esta población en esta emergencia, la única respuesta enfocada en este sector fue el adelanto de los pagos de cuatro meses del Programa de Adultos Mayores, un programa que surgió en el año 2012 para subsanar la falta de seguridad social, que consiste en un apoyo económico de mil 275 pesos mensuales a partir de los 68 años de edad —65 para quienes viven en municipios indígenas—. Esta pensión no constributiva se entrega a 5 millones de personas mayores y, según revisiones del Consejo Nacional de Evaluación de la política de Desarrollo Social (Coneval), este programa logró sacar de la línea de pobreza a casi 6% de ellos. Sin embargo, ahora un millón y medio de adultos mayores que lo necesitan no reciben el apoyo por la limitación de presupuesto y el aumento de personas que lo demandan. Estas condiciones ponen en riesgo la sostenibilidad del programa(9). Esta pensión resuelve el acceso a alimentos, pero no atención a la salud. Y no sólo en términos de acceso a los servicios, hospitales y medicinas, sino del acompañamiento a lo largo de su vida, es decir qué condiciones tuvieron a lo largo de su vida para evitar o controlar enfermedades crónicas. Incluso siendo un programa asistencialista, el apoyo para adultos mayores tiene sentido al dar cierta autonomía económica a los adultos mayores. Y esto les permite tener control sobre sus decisiones, seguridad emocional y autoestima. Sentirse menos carga, estorbo, incluso defenderse de la humillación y el maltrato. Pero la desigualdad entre hombres y mujeres adultas mayores permea en varios aspectos. Las mujeres tienen menos ingresos propios que los hombres, porque dedicaron la mayor parte de su vida al trabajo doméstico no reconocido y ahora, siendo mayores, lo siguen haciendo: el 10% de ellas no puede trabajar porque tienen que cuidar a alguien; y porque el 43% no trabaja porque tiene que dedicarse a las tareas del hogar. Desde la agenda feminista se reclama la remuneración de este trabajo. Y deja varias preguntas pendientes: ¿cómo se modificará el sistema tributario para hacer pensiones dignas?, y, ¿cómo se reconocerá económicamente este trabajo dentro de los hogares? México agotó su bono demográfico y la población comienza a envejecer. Seguimos exigiendo el acceso a guarderías, cuando el sistema de seguridad social ya está rebasado.
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Para comenzar con este reportaje le pedí a mi mamá su consejo. ¿Qué preguntas crees tú que sea pertinente hacer a las personas que voy a entrevistar? Adultas mayores en el contexto de la emergencia sanitaria. —Pregúntales si tienen miedo—, me dijo. Y entonces empezó a hablar de ella: su miedo a morir, sus condiciones que califican como persona de riesgo: mayor de 60 años, hipertensión. Yo tenía cuatro o cinco días que había llegado a su casa con mis dos hijas para pasar la cuarentena y me di cuenta que no sabía de ella, de su estar, ni siquiera de su hipertensión. Menos que las últimas dos semanas había sentido dificultad para respirar y que, después entendió ella, era el miedo somatizado en su cuerpo.
"Me gustaría que me apapacharan más, que me consintieran, me encantan las flores. Ahorita me siento encerrada, nerviosa".
No pude sostener la conversación con mi madre sobre el miedo a la muerte. No me sentí capaz de contenerla, de decirle que todo estaría bien. Aún tenemos recelo de abrazarnos como antes. Estamos aprendiendo a estar juntas en esta situación en donde hay sobrecarga de trabajo, de cuidados y de miedo. Días después de esa conversación sobre su miedo, mientras estábamos en la sobremesa y las niñas jugaban en el patio, mi mamá volvió a traer el tema de la muerte y, como si lo hubiéramos acordado antes, ambas hablamos con humor negro de eso. Fue la única forma en la que nos pudimos acercar. “Imagínate escuchar todos los días que los viejos se van a morir y ser tú un viejo, una vieja. Que te digan si te da, te mueres. O que te digan que si te da no te van a poner el respirador porque ya no sirves, mejor apostarle a la vida de alguien más joven, los viejos son desechables”, me ha dicho mi mamá, a veces incrédula y triste, otras enojada.
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En México, hasta el 18 de abril, habían muerto 650 personas por Covid-19, de ellas 300 son mayores de 60 años, el 46% del total, según los números que publica cada día la Secretaría de Salud. De los adultos mayores que murieron, 189 son hombres y 111 mujeres. Aunque en porcentajes no hay mucha variación entre las personas mayores y el resto de las edades, la letalidad de la enfermedad es más alta en las adultas mayores. En el país, las enfermedades crónico degenerativas han nivelado los porcentajes de mortalidad por edad, frente a lo que era una tendencia en Europa, donde el 95% de los muertos eran las personas mayores, según datos de la Organización Mundial de la Salud. Ivonne Villalon, que forma parte del colectivo “Armando Canasta” que nació con la pandemia para repartir despensa a adultos mayores, vendedores ambulantes y personas en situación de calle. El colectivo recibe donaciones económicas o en especie, arma las despensas con comida como frijoles preparados, atún o sardinas en lata, mermeladas, galletas, jabones y naranjas (considerando que hay personas en situación de calle que no tienen posibilidades de cocinar) y a través de voluntarios se reparten en distintas colonias de la Ciudad de México. Ivonne ha tenido conversaciones también con su mamá. Ivonne le contó de su miedo a contagiarla y ponerla en riesgo, de la necesidad de no verla para disminuir cualquier posibilidad de infección. “Mi mamá me dijo: ‘Si no paso a esta nueva etapa de la vida, yo ya viví, ya me hice a la idea de que si hay que elegir entre los jóvenes y nosotros, a los jóvenes les falta vivir’. Me lo dijo tan claro, tan convencida, pero yo en cambio no estoy tan clara. Para mí no es evidente ni obvio que las personas mayores sean desechables. Quiero resistirme a esa noción de desechabilidad de nuestros cuerpos. No me queda tan claro que un joven merezca vivir más que un adulto mayor”. Resistirnos a esa noción que dice que los viejos y las viejas ya dieron al sistema lo que podían dar; que a esta edad sólo sirven para cuidar hijos, nietos, casas, plantas y, si no, entonces son desechables. Esa noción que incluye a los repartidores, a los de la basura, a las trabajadoras del hogar, a los migrantes. Desechables, sustituibles. Quizá en el fondo se trata de esto. De pensar y cuestionar, ¿qué cuerpos le son necesarios —y a la vez desechables— a un Estado para sostenerse, para mantener una cuarentena sin fragilidad o vulnerabilidad detrás de los escritorios y las ventanas? Quizá se trata de resistir a la noción de que hay cuerpos que ya no sirven o estorban. Apostar por defender cada una de esas vidas. Mandeep Dhillon trabaja en el área de urgencias de una ciudad de Veracruz. A mediados de abril escribió su testimonio sobre el cuidado a don Sergio, un señor de 82 años cuyo cuerpo está atacado por Covid-19. Mandeep narró con detalle lo que es estar enfermo en un hospital con carencias, lo que significa atenderlo bajo un traje que aísla todo virus y humanidad. Quiero retomar aquí parte de su relato porque, sus palabras nos están llamando: Sólo los viejos mueren de esto, dijeron. Y nadie habló de los mayores, nadie dijo nuestras abuelas, nuestros abuelos, nadie dijo los maestros. Los cuidadores de la memoria, las y los maestros que aguardan las conversaciones profundas que nos anclan en este mundo, la raíz misma.El coronavirus vino a llevarlos (a las personas mayores) y dijimos: “qué bueno que no nos toca a nosotros”. Y se hizo evidente la muerte que cargamos en nuestras palabras, en las yemas de nuestros dedos, que poco a poco nos ha despojado de un lugar de dónde ser y nos ha hecho ajenos a nuestra propia sangre.
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Las entrevistas con Avelina, Aurora, Rosa María y Emma fueron por teléfono. Fue complicado establecer una relación a la distancia y desde el desconocimiento. En algún momento de las conversaciones, sentí que más que hablar del virus y la seguridad social, había qué hablar de la vida, de las cosas que les hacen sentido en este momento de miedo, incertidumbre. Le pregunto al teléfono a Rosa María si tiene miedo. Ella responde desde algún lugar en Los Reyes La Paz. Alrededor se oyen ladridos de perros y el motor de un carro viejo que aparece y se va. Ella no se escucha con temor, como mi madre, su voz suena a fastidio, a polvo en boca seca. “Estoy cansada de que nos estén diciendo esto todo el tiempo, que los viejos nos vamos a morir, que se quieren deshacer de nosotros quesque costamos mucho dinero al gobierno... A mí nunca nadie me ha dado nada”. Rosa María corta la conversación molesta, dice que va de vuelta a su casa. Por una de las dos ventanas, la de la cocina, mira un baldío con una nopalera y un árbol de mezquite. Le gusta asomarse ahí cuando vuelve de vender tortas, agotada. Y se quita el mandil y los zapatos del trabajo y se sienta apenas unos minutos para estirar sus pies y recibir el aire fresco de la tarde que llega desde una ciudad ajena y lejana, antes de continuar con el trabajo en esa casa en permanente obra negra. A Emma le gusta mirar desde la ventana que está en la cocina de su casa y da al jardín. En el jardín, hay una fuente y a ella llegan los pajaritos, se bañan, se dan sus chapuzones. A Emma le gusta pensar si son sus viejos huéspedes o si llegó uno nuevo. Desde esa ventana ve las flores que cuida su esposo y la mata de epazote que ha crecido generosa estos días del año. “Está hermoso el epazote, quisiera cocinar tantas cosas con este epazote”, se escucha entusiasta, “unos champiñones o un huitlacoche o una pancita… ya pronto va a ser mi cumpleaños”. Aurora vive con su esposo en un departamento. Estos días de confinamiento la han dejado asolada. Su esposo, dice, era buen compañero, pero desde que enfermó le cambió el carácter y ya casi no convive. Ahora su vida social la lleva con sus amigos en el internet y el teléfono. Pero ella no es de eso. Le gusta salir a la calle, caminar, asomarse a las tiendas y a los museos, pero más más le gusta ir a la Cineteca. “Ahí pasan mucho cine y no importa que una vaya sola”. Antes de que su esposo tuviera un infarto, era algo que hacían juntos. Su departamento está en un edificio viejo y la ventana de su casa da a un pozo de luz que, a su vez, da a las ventanas de otros vecinos. “Veo las ventanas de algunos vecinos, tengo unos que son testigos de Jehová, es curioso, aunque se la pasan tocando puertas para platicar, éstos casi no platican, son muy herméticos; pero tengo otra vecinita que es muy linda, me saluda desde su ventana; y más allá, en aquella, vive mi vecinito Alejandro que me saluda y es muy platicador. Me gusta más mirar desde la puerta, que de la ventana, porque de la puerta se ve la avenida llena de palmeras y árboles y las jacarandas”. Cuando esto acabe, Aurora caminará por esa avenida e irá a sentarse a una butaca de la Cineteca a ver algo que le haga sentirse fuerte de nuevo. La casa de Avelina, en el pueblo La Purísima, tiene un cuarto de azotea con una ventana. Desde ahí se ve el lago de Cuitzeo. O más bien se mira el reflejo del sol sobre el agua y ella sabe que ahí está el lago de su infancia. Pienso en Avelina y en esa pesadilla que la despierta en las noches con un bebé recién nacido y olvidado en la cama. Pienso en la historia de las mujeres de su familia que hay detrás de ese sueño. Avelina recuerda que su mamá no tuvo tiempo de cuidarla con amor y atención porque cuando no estaba con la barriga hinchada, estaba con el hijo en brazos y Avelina tenía que cargar a los hermanos menores que se sumaban, uno tras otro, para que su madre siguiera en la costura o en el fogón atizándole a los frijoles. “Cuando viene este sueño pienso que es mi inconsciente que me dice que no hice bien las cosas, que no me dio tiempo de todo, de criar, de trabajar. Nunca jugué con mis hijos”, dice al teléfono y las dos nos quedamos en silencio varios segundos. “En cambio mi esposo”, retoma, “él sí jugaba con ellos, el sí sabía a qué olían cada uno de mis hijos”. Avelina está en su ventana. Ahí se refugia cuando no tiene ganas de trabajar o dar explicaciones, cuando quiere estar tranquila. Subir y atender a sus violetas, espulgarlas y regarlas; platicarles, cuidarlas con calma, con alegría. Recargarse en el marco de la ventana y mirar. Y mirar.
(1) Según la definición que la OMS y la Ley de Derechos de los Adultos Mayores, aprobada en México en 2006, los adultos mayores son las personas que tienen 60 años o más, aunque en algunos conteos, encuestas y programas sociales se les considere a partir de los 65 años de edad.
(2) Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica 2018, INEGI.
(3) Cuenta Satélite del Trabajo No Remunerado de los Hogares de México 2018, INEGI
(4) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(5) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017.
(6) Los datos que se presentan son para mayores de 60 años, la definición legal de un adulto mayor. Sin embargo, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social en su Sistema de Información de los Derechos Sociales, señala que el porcentaje de adultos mayores de 65 años que tienen pensión es del 30.9%.
(7) Informe "Vejez y pensiones en México", Instituto Nacional de Geriatría, 2017
(8) Andrés Manuel López Obrador desapareció el Seguro Popular y lo sustituyó por el Insituto de Salud para el Bienestar que comenzó a operar en enero del 2020 para atender a personas sin seguridad social. El desconocimiento de Rosa María debe responder a la falta de difusión y canalización del nuevo sistema sanitario.
(9) En 2017, según datos de la Encuesta Nacional sobre Discriminación, la población adulta mayor de 65 años ascendía a poco más de 8 millones de personas. En el Programa de Adultos Mayores, se calcula el déficit de apoyos a la población a partir de la necesidad socioeconómica.
(10) Encuesta Nacional sobre Discriminación 2017.
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