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Santos Cruz Sierra es albañil de ruinas arqueológicas y la pandemia lo dejó desempleado hace meses. Ha pasado buena parte del año esperando la llamada de un arqueólogo con la noticia de que puede volver a Kulubá, ciudad maya en la que dejó cosas pendientes.
Desde que Santos Cruz Sierra regresó a casa, a finales de marzo, se ha dedicado a buscar trabajo. Ya no importa si es de construcción, en el campo o de limpieza. “Con que nos dé para salir, con eso, porque el dinero ya se acabó”, la voz áspera de Santos, de 67 años, es interrumpida por su propia risa, ronca y contagiosa que, a pesar de lo que narra, deja una sensación de ligereza.
En Oxkutzcab, municipio al sur del estado de Yucatán, lugar donde vive Santos y su familia, la cotidianidad se ha alborotado por la pandemia y la industria de la construcción es de las más afectadas. “Aquí se consigue chamba para construir gracias a las remesas”, comenta el albañil maya. “Te buscan pa’ ponerles una barda, agregarles un cuarto o un piso, para hacer cualquier arreglo. Pero ahora los familiares que se fueron pa’l otro lado se quedaron sin trabajo y usan el dinero que enviaban para poder sobrevivir allá”. El trabajo para él y para muchos otros se frenó de tajo.
La crisis se siente en todo el pueblo y arreció con el diluvio de junio pasado, provocado por la tormenta tropical “Cristóbal”. La lluvia de cinco días se llevó árboles, bardas, carros, muebles, ganado y años de trabajo. Tras la tormenta, el deslave derrumbó parte de los cerros hacia las colonias centrales de Oxkutzcab. “El agua llega hasta los hombros de las personas e incluso hay a quienes les llega hasta el cuello”, señaló el diario La Verdad, en su edición del 4 de junio.
La familia Cruz salió bien librada de esta inundación histórica. Su casa y su parcela se encuentran en la zona alta del pueblo y aunque sí se les echó a perder la cosecha y murieron algunas plantas, el agua siguió corriendo cerro abajo. Su propiedad no se dañó, pero el trabajo escaseó aún más y el poco dinero que quedaba se terminó.
La presión fue subiendo conforme pasaron los días, y la pandemia —tan restrictiva en Yucatán— no terminaba. “Seguimos buscando qué hacer. Hay que conservar la fe y la paciencia. Aguantar hasta que se vaya la enfermedad y la llamada del arqueólogo llegue”.
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***
La primera vez que vi a Santos, en enero de 2020, se encontraba en la punta de una estructura de piedras grisáceas en las ruinas de Kulubá, al noroeste de Yucatán. Una estructura gigantesca que se había anunciado un mes antes:
“Los arqueólogos han descubierto los restos de una grandiosa estructura que han identificado como un edificio de representación o "palacio". Posiblemente fue utilizado por la élite que dominó esta antigua ciudad maya”, señaló una publicación de la revista National Geographic. Un proyecto liderado por el arqueólogo Alfredo Barrera Rubio, de quien Santos espera impaciente una llamada telefónica para retomar actividades.
Ese hombre, tan bajito de estatura y vestido de azul, sobresalía entre los más de ochenta trabajadores en el sitio. Señalaba lugares que medía con una cinta métrica retráctil y tomaba notas en su pequeña libreta. Estaba acompañado de dos ayudantes que seguían sus órdenes.
“Así como lo ves, ese man es un duro. Dirige a todos los albañiles de aquí”, comentó Natalia Hernández Tangarife, restauradora que encabeza el proyecto de conservación de acabados arquitectónicos de Kulubá. No hubo necesidad de señalar a Santos, quedó claro de quién hablaba desde la primera frase.
Santos Cruz Sierra es albañil especializado en estructuras mayas y es una pieza importantísima en este proyecto. Tiene el puesto de cabo de obra del Palacio de las Pilastras, nombre dado al sitio por el arqueólogo Barrera Rubio cuando comenzó la exploración del edificio. Santos es el puente entre el arqueólogo en jefe y el resto del equipo.
Pero la labor del albañil en las ruinas mayas va más allá, es más profunda y especializada:
“Mi trabajo es checar cómo se acomodan las piedras y revisar que estén sólidas, en su lugar. Es algo sencillo porque las piedras te van diciendo todo”, dijo el conocedor.
Podrá ser una labor sencilla si se tiene experiencia en la albañilería maya, pero para llegar a ese punto hay que desprenderse de la idea de lo prolijo como perfecto.
“No se trata de que se vea bonito. Lo más importante es que las rocas queden fijas, sin moverse”, señaló mientras empujaba una piedra grande y cuadrada. "Por eso los albañiles modernos no pueden trabajar aquí, porque quieren acomodar las piedras para que queden derechitas. Aquí no puedes mover nada”.
Este albañil no solo habla con las piedras, también se encarga de la seguridad de todos en la obra. Supervisa, junto al Doctor Barrera Rubio, que la edificación se mantenga sólida en las distintas fases del trabajo en el edificio: mientras se libera la estructura de escombro, arena, árboles, ramas y comienzan a descubrirse los distintos elementos que integran el edificio; y más adelante, cuando se reconstruye todo, hasta que queda como las pirámides o palacios de los sitios arqueológicos que conocemos.
"No hay recetas mágicas, solo tienes que observar y recordar que lo más importante en este trabajo es el respeto. Nos han dejado tanto los mayas, que no puedes romper ni tratar mal a las piedras. Tampoco puedes llegar a cambiar lo que ellos hicieron. Tienes que respetarlos y no defraudarlos”, decía Santos mientras sonreía, iluminando su cara cuadrada y morena, curtida por tantos años de trabajo bajo el sol. Esta es la expresión habitual del albañil.
***
Para hablar de la trayectoria de Santos Cruz Sierra hay que trasladarse cuarenta y ocho años atrás, a septiembre de 1972, cuando tenía diecinueve años. Su primer trabajo en ruinas, como ayudante de albañil, fue en la expedición de 1972 en la zona arqueológica de Palenque, en Chiapas, trabajo liderado por el arqueólogo Jorge Ruffier Acosta, uno de los primeros que realizó exploración y salvamento arqueológico en la zona maya.
Fue la primera vez que viajó en ferrocarril, la primera vez que se alejó de su tierra y la primera vez que exploró la arquitectura que sus antepasados le dejaron.
"Como albañil estás acostumbrado a seguir un croquis para construir, pero aquí no hay croquis ni nada. Tienes que fijarte en lo que te dejaron. Aprender a leer la caída que tienen las piedras para poder levantarlas de nuevo".
Santos ya no recuerda muy bien el trabajo que hizo en aquella ocasión, pero el arqueólogo Jorge Acosta dejó un breve documento al respecto: “Se trabajó simultáneamente en cuatro edificios: el Palacio, el Templo de las Inscripciones, el Templo XIV; y se inició la exploración de una nueva estructura: el Palacio Encantado”. Tras dos años sin trabajos en la zona, algunas estructuras se habían deteriorado, por lo tanto, mucha de la labor que realizó el equipo de Acosta en aquel momento, fue de rescate.
Santos proviene de una ciudad con tradición en su profesión. En aquella expedición de 1972, hubo 75 trabajadores manuales: albañiles y ayudantes que viajaron desde Oxkutzcab. Aunque él no viene de una familia de constructores, adquirió sus conocimientos de manos de sus compañeros albañiles y de los arqueólogos, pero sobretodo gracias a sus recorridos observando piedras en los territorios mayas.
Entre sus maestros está el arqueólogo Roberto García Moll, una de las personas que más admira. Junto a él exploró Yaxchilán, zona arqueológica ubicada en el margen del río Usumacinta en la zona oriente de Chiapas, en varias exploraciones entre 1973 y 1985.
“Yo también paso el conocimiento a quien venga y me siento muy orgulloso cuando los más jóvenes aprenden”, afirmó.
— ¿Conoces Yaxchilán?, me preguntó.
— No, Santos, respondí.
— ¡N’hombre!, desaprobó el albañil, mientras giraba la cabeza de un lado a otro.
“Cuando vayas”, me dijo, “tienes que pararte en la Plaza Principal y girar la vista hasta que encuentres una estela de tres metros, es la única que hay ahí. Esa estela nosotros la reparamos y fue la primera vez que yo use la cal para trabajar. Gracias al arqueólogo conocimos cómo se utiliza. Se usa en lugar de mezcla o cemento, porque la cal protege mejor la piedra. Ahora usamos la cal para todo, pero sobretodo cuando trabajamos con las restauradoras. Ellas cuidan tanto las piedras que hasta quieren que las limpies con agua de garrafón, aunque uno esté tomando agua de pozo”.
Tras ese primer comienzo en 1972, Santos trabajó por casi veinte años en la misma línea, como albañil. En 1991 llegó su primer trabajo como cabo de obra en la zona arqueológica de Labná, Yucatán, en la ruta Puuc.
Para Cruz Sierra, Labná es un lugar muy cercano a casa, con estructuras conocidas para él. “Comenzamos a caminar por el sacbé — un camino ceremonial recto, elevado y pavimentado, construido por los mayas prehispánicos— quinientos metros hasta que llegamos a un montículo de tierra. Luego empezamos a liberar, a limpiar la estructura y nos dimos cuenta de que era el gran Arco de Labná, aunque todas las piedras se habían derrumbado”, recordó.
Ese arco tan representativo de la cultura maya Puuc fue replicado por Santos, años después en su pueblo, Oxkutzcab, aunque el monumental labrado que tiene el Arco de Labná es imposible de duplicar.
“Además no puedes andar construyendo esas cosas como los mayas, porque el INAH te llama la atención. El arco del hotel lo hicimos de cemento, de mezcla”.
Cuando no es temporada de trabajo en el INAH, el albañil de ruinas suele dedicarse a la construcción en su pueblo. Ahora no consigue trabajo, pero a lo largo de los años ha puesto su mano de obra para infinidad de edificios, casas grandes, hoteles, de todo.
Su hijo comparte su pasión y desde muy joven acompañó a su papá a las temporadas en Labná. Hizo de todo, pero prestó atención principalmente a la cerámica.
“Imagínate lo orgulloso que me siento de mi muchacho que se metió a estudiar arqueología y ahora es todo un arqueólogo que trabaja en Mayapán (Yucatán)”, dijo Santos.
Cruz Sierra es tan dicharachero que escuchar sus relatos, recabados a lo largo de cuarenta y ocho años de experiencia en las ruinas mayas, es una experiencia tan cómica como profunda. Para ejemplo está la anécdota de la primera vez que fue a Yaxchilán.
“No había otra forma de entrar, solo en avioneta, así que respiras hondo y te subes. Pero eso no fue lo más impresionante. En Chichén (Itzá) de pronto llegó un hombre con unas telas enormes y las empezó a inflar… y que me suben al globo. ¡Pero la cosa esa se estaba quemando de arriba! Ellos me decían que así era, pero yo decía: no, no, esto se está incendiando”, recuerda entre risas. “Era la única forma de llegar al sitio, así que me tuve que aguantar”.
***
Fue en Palacio de las Pilastras, en Kulubá, donde Santos trabajó por primera vez de la mano del doctor en Arqueología y Antropología Alfredo Barrera Rubio.
“Lo busqué porque es un profesional muy experimentado y nos va a ayudar a ir descifrando la arquitectura y las características de este edificio”, dijo el arqueólogo sobre uno de los destacados miembros de su equipo.
Para llegar a las ruinas de Kulubá tuvimos que viajar primero a Tizimín — una ciudad a 160 km al noroeste de Mérida—. En aquellos días de enero, antes de que existiera siquiera la sospecha de que el 2020 sería un año tan complicado, estaba por terminar la Feria de Reyes, con su amplio pabellón ganadero, su teatro con luz y sonido, los ruidosos juegos mecánicos, decenas de gritones anunciando ofertas, puestos de garnachas y cervezas en cada esquina, y el hombre de la jaula con canarios que muestran el futuro.
Al pararme frente a él, había tres opciones: que me transaran, que el pequeño canario saliera volando con mi futuro en la boca, o que el avecilla en verdad me dijera si iba a lograr o no llegar a las ruinas mayas. Pasó lo primero, pero aún así, al día siguiente encontré la forma de llegar a Kulubá.
El primer tramo del viaje, sobre una de las tantas carreteras bien pavimentadas de Yucatán, fue llevadero. Pero, tras quince minutos de trayecto, llegamos a un angosto y complicado camino de ripio suelto. El auto se tambaleaba de lado a lado como si estuviéramos conduciendo una taza loca, hasta que nos topamos con una granja ganadera, que en realidad es un emblema de la ciudad de Tizimín.
Lo primero que vimos, junto a la verja que pone límite al terreno, fue el Templo de las Us. Un edificio tapizado de escamas talladas sobre piedra, que se asemejan a la letra U. El edificio representa un monstruo de la tierra, algo parecido a una víbora, donde las puertas simulan ser las fauces del animal, con dientes puntiagudos alrededor del marco, dando al visitante la sensación de ser engullido por la bestia.
“Cuando el arqueólogo lo descubrió, la parte trasera del templo estaba intacta, pero la fachada estaba tirada en el piso, todo perdido”, recuerda la restauradora Natalia Hernández Tangarife, una mujer de treinta y tantos años, complexión delgada, sonrisa enorme y cabello chino. “En el 2000, se trabajó la consolidación de la estructura, y se arregló la fachada”, me explicó. Pero hoy, a simple vista, no se distingue la silueta de la serpiente sobre la fachada del templo.
A principios del 2020, el departamento de Conservación del Centro INAH Yucatán se encontraba trabajando en la limpieza y restauración de esta estructura, proyecto codirigido por las restauradoras Natalia Hernández Tangarife y María Fernanda Escalante Hernández, pero más tarde, al igual que el resto del proyecto de Kulubá, la pandemia las obligó a dejarlo en pausa.
El inicio de la temporada de trabajo del equipo de conservación fue un proceso delicado. Un árbol había crecido en lo alto del templo y enraizó entre el estruco milenario y la piedra. “Una vez que se quitaron todas las ramas y parte de la raíz del árbol, se limpió con vapor la estructura, tratando de salvar el estuco existente y luego se coloca una solución de ácido cítrico, como inhibidor de crecimiento de los microorganismos”, explicaba la restauradora. En la parte trasera se comenzaba a vislumbrar el color rojizo, el pigmento original del estuco maya que recubre el edificio.
Frente a la puerta principal del Templo de las Us hay un camino retorcido entre maleza, arbustos, álamos, chakahs, chicozapotes y ceibas. La recomendación general para circular por la zona fue: “no pisar o rozar los arbustos”. Acatar esta sugerencia al pie de la letra era una forma inteligente de llevar el viaje por la zona y prevenir futuras molestias e incomodidades, pues el campo estaba tapizado de garrapatas minúsculas y el menor descuido implicaba salir de ahí con decenas de ellas clavadas en el cuerpo.
Conforme avanzábamos en el camino, entrábamos de lleno a la selva y un mono araña trepaba por las copas de los árboles, mientras cientos de pájaros de distintos colores y formas nos rodeaban en lo alto. ”El camino está lleno de estructuras”, comentó Natalia, mientras señalaba una pirámide atravesada por un árbol y otra pirámide tapizada de maleza, con un hueco enorme en la parte superior.
“¿Ves ese hoyo? Antes los de los pueblos cercanos venían y se llevaban las piedras para hacer bardas, caminos o sus casas. Por eso se ve así la pirámide, le faltan piedras en lo alto”, explicó.
Más adelante, desviándose un poco del camino, pudimos ver un pequeño palacio de dos pisos, el Palacio de Chenes, que tiene un juego prehispánico de estuco rojo y blanco en el suelo. Y en el trayecto nos topamos con pequeñas estructuras que, posiblemente, sean estelas o altares. Al fondo apareció el Palacio de las Pilastras.
En noviembre del 2019, cuando comenzó el trabajo en la estructura, “no teníamos idea de lo que íbamos a encontrar, aunque ya sabíamos que se trataba de un palacio, por sus dimensiones”, comentó el arqueólogo Barrera Rubio.
A dos meses de aquella interrogante, en enero del 2020, llamaron su atención un montón de piedras de distintos tamaños y formas distribuidas por todo el campo: debajo de los árboles, en montones alrededor de los troncos y formando montículos. Frente a eso, había un gran hueco de más de sesenta metros de largo, era toda la excavación del palacio que, en un inicio, se encontraba semienterrado. En la parte de arriba había un piso largo apoyado de una gran estructura de piedra que salía de la excavación. Hasta arriba, en la punta, a unos tres o cuatro metros, Santos y dos albañiles realizaban su trabajo.
Para que todo aquello fuera visible, el equipo de arqueología tuvo que liberar la estructura de escombros, arena y árboles, trabajo que les tomó un poco más de dos meses. Luego empezaron a analizar las piedras: su tamaño, su forma y su caída, para poder consolidar el palacio.
La estructura mide 55 metros de largo, 15 metros de ancho y seis metros de alto. Pero, en realidad, no se trata de un solo palacio sino de dos, con pilastras de distintas épocas. El primero, se calcula, fue utilizado en el periodo Clásico Tardío, del 600 al 900 d.C. y era “una sola galería con pilastras de acceso, una bóveda corrida y escalinatas en la parte Este”, indicó Barrera Rubio. El segundo edificio fue utilizado en el periodo Clásico Terminal, del 950 a 1050 d.C., “fue construido por los itzáes de Chichén y tiene características arquitectónicas distintas”, y se instaló en las escalinatas del primer edificio.
Dos días antes de nuestra visita, en una de las escalinatas del palacio, hallaron ocho cráneos que formaban parte de una ofrenda. Los encontraron casi en la superficie, debajo del escombro de un derrumbe. Estaban acompañados de pedacería de cerámica, al costado de lo que se cree que fue un pequeño altar. Estos hallazgos fueron una pista de que el palacio tuvo un posible uso ritual durante sus últimos años de ocupación.
Este lugar era una de las nueve estructuras que rodeaban la plaza, un cuadrángulo de 100 metros en su eje norte-sur y 125 metros en su eje este-oeste, en la antigua ciudad maya de Kulubá. Era el asentamiento más importante de la metrópoli, el foco de la vida comunitaria y la sede del poder político e ideológico. Al pasar de los años, en abandono y desuso, las estructuras fueron tragadas por la vegetación selvática. El patio y los edificios quedaron completamente imperceptibles a nuestra vista.
***
“A pesar de que Kulubá es uno de los sitios arqueológicos más importantes de esta región, no lo encontramos referido en las fuentes documentales, ya sea indígenas o coloniales, como los libros de Chilam Balam o en las obras de los cronistas hispanos”, comentó el doctor Alfredo Barrera. Lo más probable es que el nombre con el que se le conoce en estos días no sea el original, porque tampoco hay registro de él en el Atlas Arqueológico de Yucatán, lo cual indica que no está catalogada como zona arqueológica de primer nivel.
En su tesis doctoral: “Kulubá: Asentamiento, cosmovisión y desarrollo de un enclave Itzá del nororiente de Yucatán”, el doctor Barrera Rubio explica que la ciudad no era considerada capital de una unidad política, pero sí tenía una importancia estratégica, al ser, probablemente, un eslabón económico y político entre las grandes urbes que dominaron la zona: la región de Cobá, en el Clásico Tardío y Chichén Itzá, en el Clásico Tardío y Terminal.
La construcción de la ciudad de Kulubá, que abarcó 234 hectáreas, obedecía a un modelo de organización social maya que era regido por el cosmos y la fuente de vida, el agua.
“En la etnoterritorialidad maya, los espacios se conciben como animados, poseídos por entidades territoriales extraordinarias y poderosas”, dice Barrera en su tesis, “ante las cuales, las personas deben de realizar cuidadosos rituales para aplacar enojos y propiciar permisos y ayudas sobrenaturales”.
Esta ciudad se construyó cerca de cenotes y rejolladas o k’op, depresiones naturales de bastante humedad. Ambos elementos tenían una connotación importante en la cosmovisión maya, ya que eran los portales de entrada al inframundo. Esto establecía un nexo bien fuerte entre lo sagrado y la comunidad.
Kulubá era una ciudad con abundante riqueza. Las rejolladas, a su vez, eran utilizadas para el cultivo del cacao, cuyos granos eran utilizados como monedas de cambio por los mayas. Esto convirtió a la ciudad en un importante proveedor y distribuidor de la zona.
La construcción de los edificios más importantes, o con mayor inversión de fuerza de trabajo, circundan a la rejollada principal.
La gran plaza, que en el mapa del sitio corresponde al Grupo C, se encuentra a 325 metros de esta depresión. Las zonas residenciales también estaban alrededor de este núcleo central; las casas de los nobles, dirigentes y sacerdotes eran las más cercanas a la depresión natural. Las construcciones domésticas de la comunidad se encontraban del otro lado, también rodeadas por cuatro rejolladas de menor tamaño.
El Templo de las Us, que corresponde al Grupo A en el mapa, se encuentra a 290 metros al noroeste de la rejollada principal. Por los detalles arquitectónicos que muestra la fachada del templo: el gran monstruo de la tierra, la edificación hace alusión al portal de entrada al inframundo. Es posible que este lugar haya sido habitado por familias de líderes ideológicos o sacerdotes de la ciudad.
El Grupo B es el complejo habitacional más cercano a la depresión, a 140 metros de esta, y las fachadas de sus dos edificaciones principales, el Palacio de los Mascarones y el de Chenes, están orientados hacia ella.
El Palacio de los Mascarones es un edificio de la magnitud del Palacio de las Pilastras, con un pasillo abovedado dividido en ocho habitaciones y paneles con mascarones de Chaac, el dios de la lluvia, que moraba en los cenotes o cuevas inundadas que abundan en los alrededores de la ciudad. El Palacio de Chenes es una edificación de dos pisos, en la tercer recamara de la planta baja se encuentra un juego mesoamericano de estuco, conocido como patolli, que era utilizado en prácticas rituales. Según el estudio doctoral del antropólogo Barrera, fue utilizado para consultar a los dioses sobre las modificaciones a realizar en el mismo edificio. Este palacio es representativo de este proceso, porque refleja distintos cambios estructurales y el último quedó inconcluso: las escalinatas que daban al segundo nivel no se terminaron. Es probable que el edificio haya sido abandonado antes de concluir su remodelación final. Por la representación simbólica, cosmogónica, que tienen las edificaciones de este grupo, es posible que hayan sido habitadas por familias de clase gobernante o nobles.
Presenciar el hallazgo de una ciudad tan impresionante, hace que la cabeza vuele con interrogantes: ¿Cómo eran los arquitectos de aquella época? ¿Cómo cargaban esas piedras tan grandes los albañiles y canteros de hace más de mil años? ¿Cómo aprendieron a construir estos edificios magistrales? La respuesta es simple: igual que Santos y su equipo de trece albañiles de Oxkutzcab, más los 72 ayudantes de los pueblos vecinos. Seguramente aprendieron como ellos, de generación en generación, profundizando su profesión y especializándose en lo que mejor sabían hacer.
Aunque las publicaciones sobre Kulubá, en diciembre del 2019, hablaban de un hallazgo inédito, este sitio tiene ochenta años de haber sido descubierto. En diciembre de 1939, el arqueólogo estadounidense Wyllys Andrews IV fue el primero en realizar una expedición de investigación en este suelo. Años después, en 1941, Andrews publicó un croquis del lugar y varias notas detallando una arquitectura similar a las ruinas de Chichén Itzá.
El área quedó intacta hasta cuarenta años después, cuando una brigada de salvamento del INAH hizo una intervención arqueológica para reforzar algunas de las estructuras. Pero el trabajo de restauración de algunos sitios que tenían estructuras en pie, como el Templo de las Us, comenzó en 1999 y se extendió durante tres temporadas hasta el 2003.
Aquellas tres expediciones de trabajo, primer proyecto en la zona dirigido por Alfredo Barrera Rubio, se concentraron en el levantamiento del plano, la delimitación de la zona prehispánica, la ubicación cronológica del lugar y la restauración de una estructura de tipo residencial, otras edificaciones más pequeñas y tres palacios: el Palacio de los Mascarones, el Palacio de Chenes y el Templo de las Us. Este periodo de trabajo y exploración permitió que el doctor en antropología y arqueología profundizara en los conocimientos de la antigua ciudad prehispánica. Todo lo que sabemos de Kulubá, que ahora está en ruinas, es gracias a él.
Tras dieciséis años, en noviembre del 2019, Alfredo Barrera Rubio estuvo de regreso en la zona junto a un equipo interdisciplinario: arqueólogos, restauradores y trabajadores manuales, como Santos. Su objetivo: investigar, restaurar y dar mantenimiento a la zona de Kulubá.
El plan original de trabajo en la ruinas tomaría cinco meses: de noviembre del 2019 a marzo de este año. Pero desde enero ya se hablaba de que el ambicioso proyecto se extendería más tiempo de lo esperado y así fue. Para finales de marzo, que México fue sacudido por la emergencia sanitaria por la Covid-19, el Palacio de las Pilastras seguía inconcluso. “Quizás sea necesario otro mes o dos meses más para terminarlo”, estimaba Santos.
Todos los trabajadores fueron enviados a casa. La enfermedad, como le llama Santos al coronavirus, se desató con fuerza en las ciudades yucatecas.
A los tres meses del encierro, acompañada del diluvio y la inundación histórica, llegó la noticia del recorte al INAH. Un tijeretazo del 75 por ciento del, ya de por sí, raquítico presupuesto a gastos operativos y generales, asignado anualmente a dicha dependencia federal. Traducido a números, se habla de una suma que asciende a 700 millones de pesos menos en el año.
Esta reducción se refleja en aspectos prácticos del funcionamiento institucional de la dependencia, por ejemplo: la gasolina para que los arqueólogos, antropólogos y restauradores realicen salvamentos, supervisen los posibles deterioros de las zonas arqueológicas o hagan investigación en campo, fue recortada; el dinero utilizado para limpieza de los sitios, herramientas como las podadoras y los productos de limpieza, fue recortado; el material de oficina, fue también recortado. En realidad es interminable la lista de insumos que no existirán más y cuya ausencia paraliza las funciones de los trabajadores del INAH.
De unos años para acá, “el INAH tiene un presupuesto muy limitado para exploraciones y restauraciones de los sitios. Para este tipo de proyectos se necesitan aportaciones externas de gobiernos estatales, gobierno federal o programas de dependencias gubernamentales”, comentó el doctor Barrera Rubio. “Nuestro trabajo, con el presupuesto normal del INAH, solo alcanza para realizar salvamentos y rescates. Si un solicitante quiere llevar a cabo un proyecto en una zona con presencia de vestigios, como los campos eólicos de Yucatán, se necesita de la intervención del INAH para aprobar el proyecto y rescatar lo que se encuentre, además de una aportación de los solicitantes”.
El Sindicato Nacional de Profesores de Investigación Científica y Docente del INAH (SNPICD) informó que tras el decreto de austeridad que reducirá el presupuesto se verá afectada la operación y mantenimiento de 162 museos, 194 zonas arqueológicas y 515 monumentos históricos en todo México.
Voces internacionales como el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios de la UNESCO (ICOMOS) exteriorizó su preocupación ante este decreto:
“Entendemos las consecuencias de la terrible pandemia de la Covid-19”, señaló el arquitecto Saúl Alcántara Onofre, presidente del Capítulo México de ICOMOS. “Sin embargo, en México no deben ser paliadas sustrayendo valiosos recursos a instituciones que, como el INAH, históricamente han sobrevivido con poco. Al contrario, la enorme riqueza patrimonial de México debería ser potenciada apoyando al INAH en la generación de proyectos sustentables de la mano con las comunidades originarias, haciendo una versión efectivamente creativa de la convivencia entre el patrimonio y las necesidades del presente”.
El proyecto de Kulubá, como tal, no se verá afectado. El presupuesto para trabajar en el lugar está etiquetado, pero el futuro de la zona arqueológica: el mantenimiento de las estructuras y la limpieza del lugar, es lo que se tambalea.
La estabilidad laboral de los trabajadores eventuales y temporales también se encuentra en peligro.
—Oye, Santos, ¿sabes si después de Kulubá volverás a trabajar en un proyecto arqueológico?
—No, no sé. Sería bueno porque con esta crisis lo que más necesitamos es trabajo– respondió con una tonada de preocupación –. Uno batalla como trabajador de temporada porque en este receso de actividad, cuando más lo necesita uno, no le llega nada. En el sitio aún hay mucho trabajo por hacer, pero ni la construcción ni nosotros somos prioridad.
— ¿Qué esperas Santos?
— Que llegue diciembre. Porque yo creo que en ese mes llegará la llamada del arqueólogo para regresar al trabajo– comentó esperanzado el albañil de las ruinas.
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Santos Cruz Sierra es albañil de ruinas arqueológicas y la pandemia lo dejó desempleado hace meses. Ha pasado buena parte del año esperando la llamada de un arqueólogo con la noticia de que puede volver a Kulubá, ciudad maya en la que dejó cosas pendientes.
Desde que Santos Cruz Sierra regresó a casa, a finales de marzo, se ha dedicado a buscar trabajo. Ya no importa si es de construcción, en el campo o de limpieza. “Con que nos dé para salir, con eso, porque el dinero ya se acabó”, la voz áspera de Santos, de 67 años, es interrumpida por su propia risa, ronca y contagiosa que, a pesar de lo que narra, deja una sensación de ligereza.
En Oxkutzcab, municipio al sur del estado de Yucatán, lugar donde vive Santos y su familia, la cotidianidad se ha alborotado por la pandemia y la industria de la construcción es de las más afectadas. “Aquí se consigue chamba para construir gracias a las remesas”, comenta el albañil maya. “Te buscan pa’ ponerles una barda, agregarles un cuarto o un piso, para hacer cualquier arreglo. Pero ahora los familiares que se fueron pa’l otro lado se quedaron sin trabajo y usan el dinero que enviaban para poder sobrevivir allá”. El trabajo para él y para muchos otros se frenó de tajo.
La crisis se siente en todo el pueblo y arreció con el diluvio de junio pasado, provocado por la tormenta tropical “Cristóbal”. La lluvia de cinco días se llevó árboles, bardas, carros, muebles, ganado y años de trabajo. Tras la tormenta, el deslave derrumbó parte de los cerros hacia las colonias centrales de Oxkutzcab. “El agua llega hasta los hombros de las personas e incluso hay a quienes les llega hasta el cuello”, señaló el diario La Verdad, en su edición del 4 de junio.
La familia Cruz salió bien librada de esta inundación histórica. Su casa y su parcela se encuentran en la zona alta del pueblo y aunque sí se les echó a perder la cosecha y murieron algunas plantas, el agua siguió corriendo cerro abajo. Su propiedad no se dañó, pero el trabajo escaseó aún más y el poco dinero que quedaba se terminó.
La presión fue subiendo conforme pasaron los días, y la pandemia —tan restrictiva en Yucatán— no terminaba. “Seguimos buscando qué hacer. Hay que conservar la fe y la paciencia. Aguantar hasta que se vaya la enfermedad y la llamada del arqueólogo llegue”.
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La primera vez que vi a Santos, en enero de 2020, se encontraba en la punta de una estructura de piedras grisáceas en las ruinas de Kulubá, al noroeste de Yucatán. Una estructura gigantesca que se había anunciado un mes antes:
“Los arqueólogos han descubierto los restos de una grandiosa estructura que han identificado como un edificio de representación o "palacio". Posiblemente fue utilizado por la élite que dominó esta antigua ciudad maya”, señaló una publicación de la revista National Geographic. Un proyecto liderado por el arqueólogo Alfredo Barrera Rubio, de quien Santos espera impaciente una llamada telefónica para retomar actividades.
Ese hombre, tan bajito de estatura y vestido de azul, sobresalía entre los más de ochenta trabajadores en el sitio. Señalaba lugares que medía con una cinta métrica retráctil y tomaba notas en su pequeña libreta. Estaba acompañado de dos ayudantes que seguían sus órdenes.
“Así como lo ves, ese man es un duro. Dirige a todos los albañiles de aquí”, comentó Natalia Hernández Tangarife, restauradora que encabeza el proyecto de conservación de acabados arquitectónicos de Kulubá. No hubo necesidad de señalar a Santos, quedó claro de quién hablaba desde la primera frase.
Santos Cruz Sierra es albañil especializado en estructuras mayas y es una pieza importantísima en este proyecto. Tiene el puesto de cabo de obra del Palacio de las Pilastras, nombre dado al sitio por el arqueólogo Barrera Rubio cuando comenzó la exploración del edificio. Santos es el puente entre el arqueólogo en jefe y el resto del equipo.
Pero la labor del albañil en las ruinas mayas va más allá, es más profunda y especializada:
“Mi trabajo es checar cómo se acomodan las piedras y revisar que estén sólidas, en su lugar. Es algo sencillo porque las piedras te van diciendo todo”, dijo el conocedor.
Podrá ser una labor sencilla si se tiene experiencia en la albañilería maya, pero para llegar a ese punto hay que desprenderse de la idea de lo prolijo como perfecto.
“No se trata de que se vea bonito. Lo más importante es que las rocas queden fijas, sin moverse”, señaló mientras empujaba una piedra grande y cuadrada. "Por eso los albañiles modernos no pueden trabajar aquí, porque quieren acomodar las piedras para que queden derechitas. Aquí no puedes mover nada”.
Este albañil no solo habla con las piedras, también se encarga de la seguridad de todos en la obra. Supervisa, junto al Doctor Barrera Rubio, que la edificación se mantenga sólida en las distintas fases del trabajo en el edificio: mientras se libera la estructura de escombro, arena, árboles, ramas y comienzan a descubrirse los distintos elementos que integran el edificio; y más adelante, cuando se reconstruye todo, hasta que queda como las pirámides o palacios de los sitios arqueológicos que conocemos.
"No hay recetas mágicas, solo tienes que observar y recordar que lo más importante en este trabajo es el respeto. Nos han dejado tanto los mayas, que no puedes romper ni tratar mal a las piedras. Tampoco puedes llegar a cambiar lo que ellos hicieron. Tienes que respetarlos y no defraudarlos”, decía Santos mientras sonreía, iluminando su cara cuadrada y morena, curtida por tantos años de trabajo bajo el sol. Esta es la expresión habitual del albañil.
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Para hablar de la trayectoria de Santos Cruz Sierra hay que trasladarse cuarenta y ocho años atrás, a septiembre de 1972, cuando tenía diecinueve años. Su primer trabajo en ruinas, como ayudante de albañil, fue en la expedición de 1972 en la zona arqueológica de Palenque, en Chiapas, trabajo liderado por el arqueólogo Jorge Ruffier Acosta, uno de los primeros que realizó exploración y salvamento arqueológico en la zona maya.
Fue la primera vez que viajó en ferrocarril, la primera vez que se alejó de su tierra y la primera vez que exploró la arquitectura que sus antepasados le dejaron.
"Como albañil estás acostumbrado a seguir un croquis para construir, pero aquí no hay croquis ni nada. Tienes que fijarte en lo que te dejaron. Aprender a leer la caída que tienen las piedras para poder levantarlas de nuevo".
Santos ya no recuerda muy bien el trabajo que hizo en aquella ocasión, pero el arqueólogo Jorge Acosta dejó un breve documento al respecto: “Se trabajó simultáneamente en cuatro edificios: el Palacio, el Templo de las Inscripciones, el Templo XIV; y se inició la exploración de una nueva estructura: el Palacio Encantado”. Tras dos años sin trabajos en la zona, algunas estructuras se habían deteriorado, por lo tanto, mucha de la labor que realizó el equipo de Acosta en aquel momento, fue de rescate.
Santos proviene de una ciudad con tradición en su profesión. En aquella expedición de 1972, hubo 75 trabajadores manuales: albañiles y ayudantes que viajaron desde Oxkutzcab. Aunque él no viene de una familia de constructores, adquirió sus conocimientos de manos de sus compañeros albañiles y de los arqueólogos, pero sobretodo gracias a sus recorridos observando piedras en los territorios mayas.
Entre sus maestros está el arqueólogo Roberto García Moll, una de las personas que más admira. Junto a él exploró Yaxchilán, zona arqueológica ubicada en el margen del río Usumacinta en la zona oriente de Chiapas, en varias exploraciones entre 1973 y 1985.
“Yo también paso el conocimiento a quien venga y me siento muy orgulloso cuando los más jóvenes aprenden”, afirmó.
— ¿Conoces Yaxchilán?, me preguntó.
— No, Santos, respondí.
— ¡N’hombre!, desaprobó el albañil, mientras giraba la cabeza de un lado a otro.
“Cuando vayas”, me dijo, “tienes que pararte en la Plaza Principal y girar la vista hasta que encuentres una estela de tres metros, es la única que hay ahí. Esa estela nosotros la reparamos y fue la primera vez que yo use la cal para trabajar. Gracias al arqueólogo conocimos cómo se utiliza. Se usa en lugar de mezcla o cemento, porque la cal protege mejor la piedra. Ahora usamos la cal para todo, pero sobretodo cuando trabajamos con las restauradoras. Ellas cuidan tanto las piedras que hasta quieren que las limpies con agua de garrafón, aunque uno esté tomando agua de pozo”.
Tras ese primer comienzo en 1972, Santos trabajó por casi veinte años en la misma línea, como albañil. En 1991 llegó su primer trabajo como cabo de obra en la zona arqueológica de Labná, Yucatán, en la ruta Puuc.
Para Cruz Sierra, Labná es un lugar muy cercano a casa, con estructuras conocidas para él. “Comenzamos a caminar por el sacbé — un camino ceremonial recto, elevado y pavimentado, construido por los mayas prehispánicos— quinientos metros hasta que llegamos a un montículo de tierra. Luego empezamos a liberar, a limpiar la estructura y nos dimos cuenta de que era el gran Arco de Labná, aunque todas las piedras se habían derrumbado”, recordó.
Ese arco tan representativo de la cultura maya Puuc fue replicado por Santos, años después en su pueblo, Oxkutzcab, aunque el monumental labrado que tiene el Arco de Labná es imposible de duplicar.
“Además no puedes andar construyendo esas cosas como los mayas, porque el INAH te llama la atención. El arco del hotel lo hicimos de cemento, de mezcla”.
Cuando no es temporada de trabajo en el INAH, el albañil de ruinas suele dedicarse a la construcción en su pueblo. Ahora no consigue trabajo, pero a lo largo de los años ha puesto su mano de obra para infinidad de edificios, casas grandes, hoteles, de todo.
Su hijo comparte su pasión y desde muy joven acompañó a su papá a las temporadas en Labná. Hizo de todo, pero prestó atención principalmente a la cerámica.
“Imagínate lo orgulloso que me siento de mi muchacho que se metió a estudiar arqueología y ahora es todo un arqueólogo que trabaja en Mayapán (Yucatán)”, dijo Santos.
Cruz Sierra es tan dicharachero que escuchar sus relatos, recabados a lo largo de cuarenta y ocho años de experiencia en las ruinas mayas, es una experiencia tan cómica como profunda. Para ejemplo está la anécdota de la primera vez que fue a Yaxchilán.
“No había otra forma de entrar, solo en avioneta, así que respiras hondo y te subes. Pero eso no fue lo más impresionante. En Chichén (Itzá) de pronto llegó un hombre con unas telas enormes y las empezó a inflar… y que me suben al globo. ¡Pero la cosa esa se estaba quemando de arriba! Ellos me decían que así era, pero yo decía: no, no, esto se está incendiando”, recuerda entre risas. “Era la única forma de llegar al sitio, así que me tuve que aguantar”.
***
Fue en Palacio de las Pilastras, en Kulubá, donde Santos trabajó por primera vez de la mano del doctor en Arqueología y Antropología Alfredo Barrera Rubio.
“Lo busqué porque es un profesional muy experimentado y nos va a ayudar a ir descifrando la arquitectura y las características de este edificio”, dijo el arqueólogo sobre uno de los destacados miembros de su equipo.
Para llegar a las ruinas de Kulubá tuvimos que viajar primero a Tizimín — una ciudad a 160 km al noroeste de Mérida—. En aquellos días de enero, antes de que existiera siquiera la sospecha de que el 2020 sería un año tan complicado, estaba por terminar la Feria de Reyes, con su amplio pabellón ganadero, su teatro con luz y sonido, los ruidosos juegos mecánicos, decenas de gritones anunciando ofertas, puestos de garnachas y cervezas en cada esquina, y el hombre de la jaula con canarios que muestran el futuro.
Al pararme frente a él, había tres opciones: que me transaran, que el pequeño canario saliera volando con mi futuro en la boca, o que el avecilla en verdad me dijera si iba a lograr o no llegar a las ruinas mayas. Pasó lo primero, pero aún así, al día siguiente encontré la forma de llegar a Kulubá.
El primer tramo del viaje, sobre una de las tantas carreteras bien pavimentadas de Yucatán, fue llevadero. Pero, tras quince minutos de trayecto, llegamos a un angosto y complicado camino de ripio suelto. El auto se tambaleaba de lado a lado como si estuviéramos conduciendo una taza loca, hasta que nos topamos con una granja ganadera, que en realidad es un emblema de la ciudad de Tizimín.
Lo primero que vimos, junto a la verja que pone límite al terreno, fue el Templo de las Us. Un edificio tapizado de escamas talladas sobre piedra, que se asemejan a la letra U. El edificio representa un monstruo de la tierra, algo parecido a una víbora, donde las puertas simulan ser las fauces del animal, con dientes puntiagudos alrededor del marco, dando al visitante la sensación de ser engullido por la bestia.
“Cuando el arqueólogo lo descubrió, la parte trasera del templo estaba intacta, pero la fachada estaba tirada en el piso, todo perdido”, recuerda la restauradora Natalia Hernández Tangarife, una mujer de treinta y tantos años, complexión delgada, sonrisa enorme y cabello chino. “En el 2000, se trabajó la consolidación de la estructura, y se arregló la fachada”, me explicó. Pero hoy, a simple vista, no se distingue la silueta de la serpiente sobre la fachada del templo.
A principios del 2020, el departamento de Conservación del Centro INAH Yucatán se encontraba trabajando en la limpieza y restauración de esta estructura, proyecto codirigido por las restauradoras Natalia Hernández Tangarife y María Fernanda Escalante Hernández, pero más tarde, al igual que el resto del proyecto de Kulubá, la pandemia las obligó a dejarlo en pausa.
El inicio de la temporada de trabajo del equipo de conservación fue un proceso delicado. Un árbol había crecido en lo alto del templo y enraizó entre el estruco milenario y la piedra. “Una vez que se quitaron todas las ramas y parte de la raíz del árbol, se limpió con vapor la estructura, tratando de salvar el estuco existente y luego se coloca una solución de ácido cítrico, como inhibidor de crecimiento de los microorganismos”, explicaba la restauradora. En la parte trasera se comenzaba a vislumbrar el color rojizo, el pigmento original del estuco maya que recubre el edificio.
Frente a la puerta principal del Templo de las Us hay un camino retorcido entre maleza, arbustos, álamos, chakahs, chicozapotes y ceibas. La recomendación general para circular por la zona fue: “no pisar o rozar los arbustos”. Acatar esta sugerencia al pie de la letra era una forma inteligente de llevar el viaje por la zona y prevenir futuras molestias e incomodidades, pues el campo estaba tapizado de garrapatas minúsculas y el menor descuido implicaba salir de ahí con decenas de ellas clavadas en el cuerpo.
Conforme avanzábamos en el camino, entrábamos de lleno a la selva y un mono araña trepaba por las copas de los árboles, mientras cientos de pájaros de distintos colores y formas nos rodeaban en lo alto. ”El camino está lleno de estructuras”, comentó Natalia, mientras señalaba una pirámide atravesada por un árbol y otra pirámide tapizada de maleza, con un hueco enorme en la parte superior.
“¿Ves ese hoyo? Antes los de los pueblos cercanos venían y se llevaban las piedras para hacer bardas, caminos o sus casas. Por eso se ve así la pirámide, le faltan piedras en lo alto”, explicó.
Más adelante, desviándose un poco del camino, pudimos ver un pequeño palacio de dos pisos, el Palacio de Chenes, que tiene un juego prehispánico de estuco rojo y blanco en el suelo. Y en el trayecto nos topamos con pequeñas estructuras que, posiblemente, sean estelas o altares. Al fondo apareció el Palacio de las Pilastras.
En noviembre del 2019, cuando comenzó el trabajo en la estructura, “no teníamos idea de lo que íbamos a encontrar, aunque ya sabíamos que se trataba de un palacio, por sus dimensiones”, comentó el arqueólogo Barrera Rubio.
A dos meses de aquella interrogante, en enero del 2020, llamaron su atención un montón de piedras de distintos tamaños y formas distribuidas por todo el campo: debajo de los árboles, en montones alrededor de los troncos y formando montículos. Frente a eso, había un gran hueco de más de sesenta metros de largo, era toda la excavación del palacio que, en un inicio, se encontraba semienterrado. En la parte de arriba había un piso largo apoyado de una gran estructura de piedra que salía de la excavación. Hasta arriba, en la punta, a unos tres o cuatro metros, Santos y dos albañiles realizaban su trabajo.
Para que todo aquello fuera visible, el equipo de arqueología tuvo que liberar la estructura de escombros, arena y árboles, trabajo que les tomó un poco más de dos meses. Luego empezaron a analizar las piedras: su tamaño, su forma y su caída, para poder consolidar el palacio.
La estructura mide 55 metros de largo, 15 metros de ancho y seis metros de alto. Pero, en realidad, no se trata de un solo palacio sino de dos, con pilastras de distintas épocas. El primero, se calcula, fue utilizado en el periodo Clásico Tardío, del 600 al 900 d.C. y era “una sola galería con pilastras de acceso, una bóveda corrida y escalinatas en la parte Este”, indicó Barrera Rubio. El segundo edificio fue utilizado en el periodo Clásico Terminal, del 950 a 1050 d.C., “fue construido por los itzáes de Chichén y tiene características arquitectónicas distintas”, y se instaló en las escalinatas del primer edificio.
Dos días antes de nuestra visita, en una de las escalinatas del palacio, hallaron ocho cráneos que formaban parte de una ofrenda. Los encontraron casi en la superficie, debajo del escombro de un derrumbe. Estaban acompañados de pedacería de cerámica, al costado de lo que se cree que fue un pequeño altar. Estos hallazgos fueron una pista de que el palacio tuvo un posible uso ritual durante sus últimos años de ocupación.
Este lugar era una de las nueve estructuras que rodeaban la plaza, un cuadrángulo de 100 metros en su eje norte-sur y 125 metros en su eje este-oeste, en la antigua ciudad maya de Kulubá. Era el asentamiento más importante de la metrópoli, el foco de la vida comunitaria y la sede del poder político e ideológico. Al pasar de los años, en abandono y desuso, las estructuras fueron tragadas por la vegetación selvática. El patio y los edificios quedaron completamente imperceptibles a nuestra vista.
***
“A pesar de que Kulubá es uno de los sitios arqueológicos más importantes de esta región, no lo encontramos referido en las fuentes documentales, ya sea indígenas o coloniales, como los libros de Chilam Balam o en las obras de los cronistas hispanos”, comentó el doctor Alfredo Barrera. Lo más probable es que el nombre con el que se le conoce en estos días no sea el original, porque tampoco hay registro de él en el Atlas Arqueológico de Yucatán, lo cual indica que no está catalogada como zona arqueológica de primer nivel.
En su tesis doctoral: “Kulubá: Asentamiento, cosmovisión y desarrollo de un enclave Itzá del nororiente de Yucatán”, el doctor Barrera Rubio explica que la ciudad no era considerada capital de una unidad política, pero sí tenía una importancia estratégica, al ser, probablemente, un eslabón económico y político entre las grandes urbes que dominaron la zona: la región de Cobá, en el Clásico Tardío y Chichén Itzá, en el Clásico Tardío y Terminal.
La construcción de la ciudad de Kulubá, que abarcó 234 hectáreas, obedecía a un modelo de organización social maya que era regido por el cosmos y la fuente de vida, el agua.
“En la etnoterritorialidad maya, los espacios se conciben como animados, poseídos por entidades territoriales extraordinarias y poderosas”, dice Barrera en su tesis, “ante las cuales, las personas deben de realizar cuidadosos rituales para aplacar enojos y propiciar permisos y ayudas sobrenaturales”.
Esta ciudad se construyó cerca de cenotes y rejolladas o k’op, depresiones naturales de bastante humedad. Ambos elementos tenían una connotación importante en la cosmovisión maya, ya que eran los portales de entrada al inframundo. Esto establecía un nexo bien fuerte entre lo sagrado y la comunidad.
Kulubá era una ciudad con abundante riqueza. Las rejolladas, a su vez, eran utilizadas para el cultivo del cacao, cuyos granos eran utilizados como monedas de cambio por los mayas. Esto convirtió a la ciudad en un importante proveedor y distribuidor de la zona.
La construcción de los edificios más importantes, o con mayor inversión de fuerza de trabajo, circundan a la rejollada principal.
La gran plaza, que en el mapa del sitio corresponde al Grupo C, se encuentra a 325 metros de esta depresión. Las zonas residenciales también estaban alrededor de este núcleo central; las casas de los nobles, dirigentes y sacerdotes eran las más cercanas a la depresión natural. Las construcciones domésticas de la comunidad se encontraban del otro lado, también rodeadas por cuatro rejolladas de menor tamaño.
El Templo de las Us, que corresponde al Grupo A en el mapa, se encuentra a 290 metros al noroeste de la rejollada principal. Por los detalles arquitectónicos que muestra la fachada del templo: el gran monstruo de la tierra, la edificación hace alusión al portal de entrada al inframundo. Es posible que este lugar haya sido habitado por familias de líderes ideológicos o sacerdotes de la ciudad.
El Grupo B es el complejo habitacional más cercano a la depresión, a 140 metros de esta, y las fachadas de sus dos edificaciones principales, el Palacio de los Mascarones y el de Chenes, están orientados hacia ella.
El Palacio de los Mascarones es un edificio de la magnitud del Palacio de las Pilastras, con un pasillo abovedado dividido en ocho habitaciones y paneles con mascarones de Chaac, el dios de la lluvia, que moraba en los cenotes o cuevas inundadas que abundan en los alrededores de la ciudad. El Palacio de Chenes es una edificación de dos pisos, en la tercer recamara de la planta baja se encuentra un juego mesoamericano de estuco, conocido como patolli, que era utilizado en prácticas rituales. Según el estudio doctoral del antropólogo Barrera, fue utilizado para consultar a los dioses sobre las modificaciones a realizar en el mismo edificio. Este palacio es representativo de este proceso, porque refleja distintos cambios estructurales y el último quedó inconcluso: las escalinatas que daban al segundo nivel no se terminaron. Es probable que el edificio haya sido abandonado antes de concluir su remodelación final. Por la representación simbólica, cosmogónica, que tienen las edificaciones de este grupo, es posible que hayan sido habitadas por familias de clase gobernante o nobles.
Presenciar el hallazgo de una ciudad tan impresionante, hace que la cabeza vuele con interrogantes: ¿Cómo eran los arquitectos de aquella época? ¿Cómo cargaban esas piedras tan grandes los albañiles y canteros de hace más de mil años? ¿Cómo aprendieron a construir estos edificios magistrales? La respuesta es simple: igual que Santos y su equipo de trece albañiles de Oxkutzcab, más los 72 ayudantes de los pueblos vecinos. Seguramente aprendieron como ellos, de generación en generación, profundizando su profesión y especializándose en lo que mejor sabían hacer.
Aunque las publicaciones sobre Kulubá, en diciembre del 2019, hablaban de un hallazgo inédito, este sitio tiene ochenta años de haber sido descubierto. En diciembre de 1939, el arqueólogo estadounidense Wyllys Andrews IV fue el primero en realizar una expedición de investigación en este suelo. Años después, en 1941, Andrews publicó un croquis del lugar y varias notas detallando una arquitectura similar a las ruinas de Chichén Itzá.
El área quedó intacta hasta cuarenta años después, cuando una brigada de salvamento del INAH hizo una intervención arqueológica para reforzar algunas de las estructuras. Pero el trabajo de restauración de algunos sitios que tenían estructuras en pie, como el Templo de las Us, comenzó en 1999 y se extendió durante tres temporadas hasta el 2003.
Aquellas tres expediciones de trabajo, primer proyecto en la zona dirigido por Alfredo Barrera Rubio, se concentraron en el levantamiento del plano, la delimitación de la zona prehispánica, la ubicación cronológica del lugar y la restauración de una estructura de tipo residencial, otras edificaciones más pequeñas y tres palacios: el Palacio de los Mascarones, el Palacio de Chenes y el Templo de las Us. Este periodo de trabajo y exploración permitió que el doctor en antropología y arqueología profundizara en los conocimientos de la antigua ciudad prehispánica. Todo lo que sabemos de Kulubá, que ahora está en ruinas, es gracias a él.
Tras dieciséis años, en noviembre del 2019, Alfredo Barrera Rubio estuvo de regreso en la zona junto a un equipo interdisciplinario: arqueólogos, restauradores y trabajadores manuales, como Santos. Su objetivo: investigar, restaurar y dar mantenimiento a la zona de Kulubá.
El plan original de trabajo en la ruinas tomaría cinco meses: de noviembre del 2019 a marzo de este año. Pero desde enero ya se hablaba de que el ambicioso proyecto se extendería más tiempo de lo esperado y así fue. Para finales de marzo, que México fue sacudido por la emergencia sanitaria por la Covid-19, el Palacio de las Pilastras seguía inconcluso. “Quizás sea necesario otro mes o dos meses más para terminarlo”, estimaba Santos.
Todos los trabajadores fueron enviados a casa. La enfermedad, como le llama Santos al coronavirus, se desató con fuerza en las ciudades yucatecas.
A los tres meses del encierro, acompañada del diluvio y la inundación histórica, llegó la noticia del recorte al INAH. Un tijeretazo del 75 por ciento del, ya de por sí, raquítico presupuesto a gastos operativos y generales, asignado anualmente a dicha dependencia federal. Traducido a números, se habla de una suma que asciende a 700 millones de pesos menos en el año.
Esta reducción se refleja en aspectos prácticos del funcionamiento institucional de la dependencia, por ejemplo: la gasolina para que los arqueólogos, antropólogos y restauradores realicen salvamentos, supervisen los posibles deterioros de las zonas arqueológicas o hagan investigación en campo, fue recortada; el dinero utilizado para limpieza de los sitios, herramientas como las podadoras y los productos de limpieza, fue recortado; el material de oficina, fue también recortado. En realidad es interminable la lista de insumos que no existirán más y cuya ausencia paraliza las funciones de los trabajadores del INAH.
De unos años para acá, “el INAH tiene un presupuesto muy limitado para exploraciones y restauraciones de los sitios. Para este tipo de proyectos se necesitan aportaciones externas de gobiernos estatales, gobierno federal o programas de dependencias gubernamentales”, comentó el doctor Barrera Rubio. “Nuestro trabajo, con el presupuesto normal del INAH, solo alcanza para realizar salvamentos y rescates. Si un solicitante quiere llevar a cabo un proyecto en una zona con presencia de vestigios, como los campos eólicos de Yucatán, se necesita de la intervención del INAH para aprobar el proyecto y rescatar lo que se encuentre, además de una aportación de los solicitantes”.
El Sindicato Nacional de Profesores de Investigación Científica y Docente del INAH (SNPICD) informó que tras el decreto de austeridad que reducirá el presupuesto se verá afectada la operación y mantenimiento de 162 museos, 194 zonas arqueológicas y 515 monumentos históricos en todo México.
Voces internacionales como el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios de la UNESCO (ICOMOS) exteriorizó su preocupación ante este decreto:
“Entendemos las consecuencias de la terrible pandemia de la Covid-19”, señaló el arquitecto Saúl Alcántara Onofre, presidente del Capítulo México de ICOMOS. “Sin embargo, en México no deben ser paliadas sustrayendo valiosos recursos a instituciones que, como el INAH, históricamente han sobrevivido con poco. Al contrario, la enorme riqueza patrimonial de México debería ser potenciada apoyando al INAH en la generación de proyectos sustentables de la mano con las comunidades originarias, haciendo una versión efectivamente creativa de la convivencia entre el patrimonio y las necesidades del presente”.
El proyecto de Kulubá, como tal, no se verá afectado. El presupuesto para trabajar en el lugar está etiquetado, pero el futuro de la zona arqueológica: el mantenimiento de las estructuras y la limpieza del lugar, es lo que se tambalea.
La estabilidad laboral de los trabajadores eventuales y temporales también se encuentra en peligro.
—Oye, Santos, ¿sabes si después de Kulubá volverás a trabajar en un proyecto arqueológico?
—No, no sé. Sería bueno porque con esta crisis lo que más necesitamos es trabajo– respondió con una tonada de preocupación –. Uno batalla como trabajador de temporada porque en este receso de actividad, cuando más lo necesita uno, no le llega nada. En el sitio aún hay mucho trabajo por hacer, pero ni la construcción ni nosotros somos prioridad.
— ¿Qué esperas Santos?
— Que llegue diciembre. Porque yo creo que en ese mes llegará la llamada del arqueólogo para regresar al trabajo– comentó esperanzado el albañil de las ruinas.
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Santos Cruz Sierra es albañil de ruinas arqueológicas y la pandemia lo dejó desempleado hace meses. Ha pasado buena parte del año esperando la llamada de un arqueólogo con la noticia de que puede volver a Kulubá, ciudad maya en la que dejó cosas pendientes.
Desde que Santos Cruz Sierra regresó a casa, a finales de marzo, se ha dedicado a buscar trabajo. Ya no importa si es de construcción, en el campo o de limpieza. “Con que nos dé para salir, con eso, porque el dinero ya se acabó”, la voz áspera de Santos, de 67 años, es interrumpida por su propia risa, ronca y contagiosa que, a pesar de lo que narra, deja una sensación de ligereza.
En Oxkutzcab, municipio al sur del estado de Yucatán, lugar donde vive Santos y su familia, la cotidianidad se ha alborotado por la pandemia y la industria de la construcción es de las más afectadas. “Aquí se consigue chamba para construir gracias a las remesas”, comenta el albañil maya. “Te buscan pa’ ponerles una barda, agregarles un cuarto o un piso, para hacer cualquier arreglo. Pero ahora los familiares que se fueron pa’l otro lado se quedaron sin trabajo y usan el dinero que enviaban para poder sobrevivir allá”. El trabajo para él y para muchos otros se frenó de tajo.
La crisis se siente en todo el pueblo y arreció con el diluvio de junio pasado, provocado por la tormenta tropical “Cristóbal”. La lluvia de cinco días se llevó árboles, bardas, carros, muebles, ganado y años de trabajo. Tras la tormenta, el deslave derrumbó parte de los cerros hacia las colonias centrales de Oxkutzcab. “El agua llega hasta los hombros de las personas e incluso hay a quienes les llega hasta el cuello”, señaló el diario La Verdad, en su edición del 4 de junio.
La familia Cruz salió bien librada de esta inundación histórica. Su casa y su parcela se encuentran en la zona alta del pueblo y aunque sí se les echó a perder la cosecha y murieron algunas plantas, el agua siguió corriendo cerro abajo. Su propiedad no se dañó, pero el trabajo escaseó aún más y el poco dinero que quedaba se terminó.
La presión fue subiendo conforme pasaron los días, y la pandemia —tan restrictiva en Yucatán— no terminaba. “Seguimos buscando qué hacer. Hay que conservar la fe y la paciencia. Aguantar hasta que se vaya la enfermedad y la llamada del arqueólogo llegue”.
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***
La primera vez que vi a Santos, en enero de 2020, se encontraba en la punta de una estructura de piedras grisáceas en las ruinas de Kulubá, al noroeste de Yucatán. Una estructura gigantesca que se había anunciado un mes antes:
“Los arqueólogos han descubierto los restos de una grandiosa estructura que han identificado como un edificio de representación o "palacio". Posiblemente fue utilizado por la élite que dominó esta antigua ciudad maya”, señaló una publicación de la revista National Geographic. Un proyecto liderado por el arqueólogo Alfredo Barrera Rubio, de quien Santos espera impaciente una llamada telefónica para retomar actividades.
Ese hombre, tan bajito de estatura y vestido de azul, sobresalía entre los más de ochenta trabajadores en el sitio. Señalaba lugares que medía con una cinta métrica retráctil y tomaba notas en su pequeña libreta. Estaba acompañado de dos ayudantes que seguían sus órdenes.
“Así como lo ves, ese man es un duro. Dirige a todos los albañiles de aquí”, comentó Natalia Hernández Tangarife, restauradora que encabeza el proyecto de conservación de acabados arquitectónicos de Kulubá. No hubo necesidad de señalar a Santos, quedó claro de quién hablaba desde la primera frase.
Santos Cruz Sierra es albañil especializado en estructuras mayas y es una pieza importantísima en este proyecto. Tiene el puesto de cabo de obra del Palacio de las Pilastras, nombre dado al sitio por el arqueólogo Barrera Rubio cuando comenzó la exploración del edificio. Santos es el puente entre el arqueólogo en jefe y el resto del equipo.
Pero la labor del albañil en las ruinas mayas va más allá, es más profunda y especializada:
“Mi trabajo es checar cómo se acomodan las piedras y revisar que estén sólidas, en su lugar. Es algo sencillo porque las piedras te van diciendo todo”, dijo el conocedor.
Podrá ser una labor sencilla si se tiene experiencia en la albañilería maya, pero para llegar a ese punto hay que desprenderse de la idea de lo prolijo como perfecto.
“No se trata de que se vea bonito. Lo más importante es que las rocas queden fijas, sin moverse”, señaló mientras empujaba una piedra grande y cuadrada. "Por eso los albañiles modernos no pueden trabajar aquí, porque quieren acomodar las piedras para que queden derechitas. Aquí no puedes mover nada”.
Este albañil no solo habla con las piedras, también se encarga de la seguridad de todos en la obra. Supervisa, junto al Doctor Barrera Rubio, que la edificación se mantenga sólida en las distintas fases del trabajo en el edificio: mientras se libera la estructura de escombro, arena, árboles, ramas y comienzan a descubrirse los distintos elementos que integran el edificio; y más adelante, cuando se reconstruye todo, hasta que queda como las pirámides o palacios de los sitios arqueológicos que conocemos.
"No hay recetas mágicas, solo tienes que observar y recordar que lo más importante en este trabajo es el respeto. Nos han dejado tanto los mayas, que no puedes romper ni tratar mal a las piedras. Tampoco puedes llegar a cambiar lo que ellos hicieron. Tienes que respetarlos y no defraudarlos”, decía Santos mientras sonreía, iluminando su cara cuadrada y morena, curtida por tantos años de trabajo bajo el sol. Esta es la expresión habitual del albañil.
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Para hablar de la trayectoria de Santos Cruz Sierra hay que trasladarse cuarenta y ocho años atrás, a septiembre de 1972, cuando tenía diecinueve años. Su primer trabajo en ruinas, como ayudante de albañil, fue en la expedición de 1972 en la zona arqueológica de Palenque, en Chiapas, trabajo liderado por el arqueólogo Jorge Ruffier Acosta, uno de los primeros que realizó exploración y salvamento arqueológico en la zona maya.
Fue la primera vez que viajó en ferrocarril, la primera vez que se alejó de su tierra y la primera vez que exploró la arquitectura que sus antepasados le dejaron.
"Como albañil estás acostumbrado a seguir un croquis para construir, pero aquí no hay croquis ni nada. Tienes que fijarte en lo que te dejaron. Aprender a leer la caída que tienen las piedras para poder levantarlas de nuevo".
Santos ya no recuerda muy bien el trabajo que hizo en aquella ocasión, pero el arqueólogo Jorge Acosta dejó un breve documento al respecto: “Se trabajó simultáneamente en cuatro edificios: el Palacio, el Templo de las Inscripciones, el Templo XIV; y se inició la exploración de una nueva estructura: el Palacio Encantado”. Tras dos años sin trabajos en la zona, algunas estructuras se habían deteriorado, por lo tanto, mucha de la labor que realizó el equipo de Acosta en aquel momento, fue de rescate.
Santos proviene de una ciudad con tradición en su profesión. En aquella expedición de 1972, hubo 75 trabajadores manuales: albañiles y ayudantes que viajaron desde Oxkutzcab. Aunque él no viene de una familia de constructores, adquirió sus conocimientos de manos de sus compañeros albañiles y de los arqueólogos, pero sobretodo gracias a sus recorridos observando piedras en los territorios mayas.
Entre sus maestros está el arqueólogo Roberto García Moll, una de las personas que más admira. Junto a él exploró Yaxchilán, zona arqueológica ubicada en el margen del río Usumacinta en la zona oriente de Chiapas, en varias exploraciones entre 1973 y 1985.
“Yo también paso el conocimiento a quien venga y me siento muy orgulloso cuando los más jóvenes aprenden”, afirmó.
— ¿Conoces Yaxchilán?, me preguntó.
— No, Santos, respondí.
— ¡N’hombre!, desaprobó el albañil, mientras giraba la cabeza de un lado a otro.
“Cuando vayas”, me dijo, “tienes que pararte en la Plaza Principal y girar la vista hasta que encuentres una estela de tres metros, es la única que hay ahí. Esa estela nosotros la reparamos y fue la primera vez que yo use la cal para trabajar. Gracias al arqueólogo conocimos cómo se utiliza. Se usa en lugar de mezcla o cemento, porque la cal protege mejor la piedra. Ahora usamos la cal para todo, pero sobretodo cuando trabajamos con las restauradoras. Ellas cuidan tanto las piedras que hasta quieren que las limpies con agua de garrafón, aunque uno esté tomando agua de pozo”.
Tras ese primer comienzo en 1972, Santos trabajó por casi veinte años en la misma línea, como albañil. En 1991 llegó su primer trabajo como cabo de obra en la zona arqueológica de Labná, Yucatán, en la ruta Puuc.
Para Cruz Sierra, Labná es un lugar muy cercano a casa, con estructuras conocidas para él. “Comenzamos a caminar por el sacbé — un camino ceremonial recto, elevado y pavimentado, construido por los mayas prehispánicos— quinientos metros hasta que llegamos a un montículo de tierra. Luego empezamos a liberar, a limpiar la estructura y nos dimos cuenta de que era el gran Arco de Labná, aunque todas las piedras se habían derrumbado”, recordó.
Ese arco tan representativo de la cultura maya Puuc fue replicado por Santos, años después en su pueblo, Oxkutzcab, aunque el monumental labrado que tiene el Arco de Labná es imposible de duplicar.
“Además no puedes andar construyendo esas cosas como los mayas, porque el INAH te llama la atención. El arco del hotel lo hicimos de cemento, de mezcla”.
Cuando no es temporada de trabajo en el INAH, el albañil de ruinas suele dedicarse a la construcción en su pueblo. Ahora no consigue trabajo, pero a lo largo de los años ha puesto su mano de obra para infinidad de edificios, casas grandes, hoteles, de todo.
Su hijo comparte su pasión y desde muy joven acompañó a su papá a las temporadas en Labná. Hizo de todo, pero prestó atención principalmente a la cerámica.
“Imagínate lo orgulloso que me siento de mi muchacho que se metió a estudiar arqueología y ahora es todo un arqueólogo que trabaja en Mayapán (Yucatán)”, dijo Santos.
Cruz Sierra es tan dicharachero que escuchar sus relatos, recabados a lo largo de cuarenta y ocho años de experiencia en las ruinas mayas, es una experiencia tan cómica como profunda. Para ejemplo está la anécdota de la primera vez que fue a Yaxchilán.
“No había otra forma de entrar, solo en avioneta, así que respiras hondo y te subes. Pero eso no fue lo más impresionante. En Chichén (Itzá) de pronto llegó un hombre con unas telas enormes y las empezó a inflar… y que me suben al globo. ¡Pero la cosa esa se estaba quemando de arriba! Ellos me decían que así era, pero yo decía: no, no, esto se está incendiando”, recuerda entre risas. “Era la única forma de llegar al sitio, así que me tuve que aguantar”.
***
Fue en Palacio de las Pilastras, en Kulubá, donde Santos trabajó por primera vez de la mano del doctor en Arqueología y Antropología Alfredo Barrera Rubio.
“Lo busqué porque es un profesional muy experimentado y nos va a ayudar a ir descifrando la arquitectura y las características de este edificio”, dijo el arqueólogo sobre uno de los destacados miembros de su equipo.
Para llegar a las ruinas de Kulubá tuvimos que viajar primero a Tizimín — una ciudad a 160 km al noroeste de Mérida—. En aquellos días de enero, antes de que existiera siquiera la sospecha de que el 2020 sería un año tan complicado, estaba por terminar la Feria de Reyes, con su amplio pabellón ganadero, su teatro con luz y sonido, los ruidosos juegos mecánicos, decenas de gritones anunciando ofertas, puestos de garnachas y cervezas en cada esquina, y el hombre de la jaula con canarios que muestran el futuro.
Al pararme frente a él, había tres opciones: que me transaran, que el pequeño canario saliera volando con mi futuro en la boca, o que el avecilla en verdad me dijera si iba a lograr o no llegar a las ruinas mayas. Pasó lo primero, pero aún así, al día siguiente encontré la forma de llegar a Kulubá.
El primer tramo del viaje, sobre una de las tantas carreteras bien pavimentadas de Yucatán, fue llevadero. Pero, tras quince minutos de trayecto, llegamos a un angosto y complicado camino de ripio suelto. El auto se tambaleaba de lado a lado como si estuviéramos conduciendo una taza loca, hasta que nos topamos con una granja ganadera, que en realidad es un emblema de la ciudad de Tizimín.
Lo primero que vimos, junto a la verja que pone límite al terreno, fue el Templo de las Us. Un edificio tapizado de escamas talladas sobre piedra, que se asemejan a la letra U. El edificio representa un monstruo de la tierra, algo parecido a una víbora, donde las puertas simulan ser las fauces del animal, con dientes puntiagudos alrededor del marco, dando al visitante la sensación de ser engullido por la bestia.
“Cuando el arqueólogo lo descubrió, la parte trasera del templo estaba intacta, pero la fachada estaba tirada en el piso, todo perdido”, recuerda la restauradora Natalia Hernández Tangarife, una mujer de treinta y tantos años, complexión delgada, sonrisa enorme y cabello chino. “En el 2000, se trabajó la consolidación de la estructura, y se arregló la fachada”, me explicó. Pero hoy, a simple vista, no se distingue la silueta de la serpiente sobre la fachada del templo.
A principios del 2020, el departamento de Conservación del Centro INAH Yucatán se encontraba trabajando en la limpieza y restauración de esta estructura, proyecto codirigido por las restauradoras Natalia Hernández Tangarife y María Fernanda Escalante Hernández, pero más tarde, al igual que el resto del proyecto de Kulubá, la pandemia las obligó a dejarlo en pausa.
El inicio de la temporada de trabajo del equipo de conservación fue un proceso delicado. Un árbol había crecido en lo alto del templo y enraizó entre el estruco milenario y la piedra. “Una vez que se quitaron todas las ramas y parte de la raíz del árbol, se limpió con vapor la estructura, tratando de salvar el estuco existente y luego se coloca una solución de ácido cítrico, como inhibidor de crecimiento de los microorganismos”, explicaba la restauradora. En la parte trasera se comenzaba a vislumbrar el color rojizo, el pigmento original del estuco maya que recubre el edificio.
Frente a la puerta principal del Templo de las Us hay un camino retorcido entre maleza, arbustos, álamos, chakahs, chicozapotes y ceibas. La recomendación general para circular por la zona fue: “no pisar o rozar los arbustos”. Acatar esta sugerencia al pie de la letra era una forma inteligente de llevar el viaje por la zona y prevenir futuras molestias e incomodidades, pues el campo estaba tapizado de garrapatas minúsculas y el menor descuido implicaba salir de ahí con decenas de ellas clavadas en el cuerpo.
Conforme avanzábamos en el camino, entrábamos de lleno a la selva y un mono araña trepaba por las copas de los árboles, mientras cientos de pájaros de distintos colores y formas nos rodeaban en lo alto. ”El camino está lleno de estructuras”, comentó Natalia, mientras señalaba una pirámide atravesada por un árbol y otra pirámide tapizada de maleza, con un hueco enorme en la parte superior.
“¿Ves ese hoyo? Antes los de los pueblos cercanos venían y se llevaban las piedras para hacer bardas, caminos o sus casas. Por eso se ve así la pirámide, le faltan piedras en lo alto”, explicó.
Más adelante, desviándose un poco del camino, pudimos ver un pequeño palacio de dos pisos, el Palacio de Chenes, que tiene un juego prehispánico de estuco rojo y blanco en el suelo. Y en el trayecto nos topamos con pequeñas estructuras que, posiblemente, sean estelas o altares. Al fondo apareció el Palacio de las Pilastras.
En noviembre del 2019, cuando comenzó el trabajo en la estructura, “no teníamos idea de lo que íbamos a encontrar, aunque ya sabíamos que se trataba de un palacio, por sus dimensiones”, comentó el arqueólogo Barrera Rubio.
A dos meses de aquella interrogante, en enero del 2020, llamaron su atención un montón de piedras de distintos tamaños y formas distribuidas por todo el campo: debajo de los árboles, en montones alrededor de los troncos y formando montículos. Frente a eso, había un gran hueco de más de sesenta metros de largo, era toda la excavación del palacio que, en un inicio, se encontraba semienterrado. En la parte de arriba había un piso largo apoyado de una gran estructura de piedra que salía de la excavación. Hasta arriba, en la punta, a unos tres o cuatro metros, Santos y dos albañiles realizaban su trabajo.
Para que todo aquello fuera visible, el equipo de arqueología tuvo que liberar la estructura de escombros, arena y árboles, trabajo que les tomó un poco más de dos meses. Luego empezaron a analizar las piedras: su tamaño, su forma y su caída, para poder consolidar el palacio.
La estructura mide 55 metros de largo, 15 metros de ancho y seis metros de alto. Pero, en realidad, no se trata de un solo palacio sino de dos, con pilastras de distintas épocas. El primero, se calcula, fue utilizado en el periodo Clásico Tardío, del 600 al 900 d.C. y era “una sola galería con pilastras de acceso, una bóveda corrida y escalinatas en la parte Este”, indicó Barrera Rubio. El segundo edificio fue utilizado en el periodo Clásico Terminal, del 950 a 1050 d.C., “fue construido por los itzáes de Chichén y tiene características arquitectónicas distintas”, y se instaló en las escalinatas del primer edificio.
Dos días antes de nuestra visita, en una de las escalinatas del palacio, hallaron ocho cráneos que formaban parte de una ofrenda. Los encontraron casi en la superficie, debajo del escombro de un derrumbe. Estaban acompañados de pedacería de cerámica, al costado de lo que se cree que fue un pequeño altar. Estos hallazgos fueron una pista de que el palacio tuvo un posible uso ritual durante sus últimos años de ocupación.
Este lugar era una de las nueve estructuras que rodeaban la plaza, un cuadrángulo de 100 metros en su eje norte-sur y 125 metros en su eje este-oeste, en la antigua ciudad maya de Kulubá. Era el asentamiento más importante de la metrópoli, el foco de la vida comunitaria y la sede del poder político e ideológico. Al pasar de los años, en abandono y desuso, las estructuras fueron tragadas por la vegetación selvática. El patio y los edificios quedaron completamente imperceptibles a nuestra vista.
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“A pesar de que Kulubá es uno de los sitios arqueológicos más importantes de esta región, no lo encontramos referido en las fuentes documentales, ya sea indígenas o coloniales, como los libros de Chilam Balam o en las obras de los cronistas hispanos”, comentó el doctor Alfredo Barrera. Lo más probable es que el nombre con el que se le conoce en estos días no sea el original, porque tampoco hay registro de él en el Atlas Arqueológico de Yucatán, lo cual indica que no está catalogada como zona arqueológica de primer nivel.
En su tesis doctoral: “Kulubá: Asentamiento, cosmovisión y desarrollo de un enclave Itzá del nororiente de Yucatán”, el doctor Barrera Rubio explica que la ciudad no era considerada capital de una unidad política, pero sí tenía una importancia estratégica, al ser, probablemente, un eslabón económico y político entre las grandes urbes que dominaron la zona: la región de Cobá, en el Clásico Tardío y Chichén Itzá, en el Clásico Tardío y Terminal.
La construcción de la ciudad de Kulubá, que abarcó 234 hectáreas, obedecía a un modelo de organización social maya que era regido por el cosmos y la fuente de vida, el agua.
“En la etnoterritorialidad maya, los espacios se conciben como animados, poseídos por entidades territoriales extraordinarias y poderosas”, dice Barrera en su tesis, “ante las cuales, las personas deben de realizar cuidadosos rituales para aplacar enojos y propiciar permisos y ayudas sobrenaturales”.
Esta ciudad se construyó cerca de cenotes y rejolladas o k’op, depresiones naturales de bastante humedad. Ambos elementos tenían una connotación importante en la cosmovisión maya, ya que eran los portales de entrada al inframundo. Esto establecía un nexo bien fuerte entre lo sagrado y la comunidad.
Kulubá era una ciudad con abundante riqueza. Las rejolladas, a su vez, eran utilizadas para el cultivo del cacao, cuyos granos eran utilizados como monedas de cambio por los mayas. Esto convirtió a la ciudad en un importante proveedor y distribuidor de la zona.
La construcción de los edificios más importantes, o con mayor inversión de fuerza de trabajo, circundan a la rejollada principal.
La gran plaza, que en el mapa del sitio corresponde al Grupo C, se encuentra a 325 metros de esta depresión. Las zonas residenciales también estaban alrededor de este núcleo central; las casas de los nobles, dirigentes y sacerdotes eran las más cercanas a la depresión natural. Las construcciones domésticas de la comunidad se encontraban del otro lado, también rodeadas por cuatro rejolladas de menor tamaño.
El Templo de las Us, que corresponde al Grupo A en el mapa, se encuentra a 290 metros al noroeste de la rejollada principal. Por los detalles arquitectónicos que muestra la fachada del templo: el gran monstruo de la tierra, la edificación hace alusión al portal de entrada al inframundo. Es posible que este lugar haya sido habitado por familias de líderes ideológicos o sacerdotes de la ciudad.
El Grupo B es el complejo habitacional más cercano a la depresión, a 140 metros de esta, y las fachadas de sus dos edificaciones principales, el Palacio de los Mascarones y el de Chenes, están orientados hacia ella.
El Palacio de los Mascarones es un edificio de la magnitud del Palacio de las Pilastras, con un pasillo abovedado dividido en ocho habitaciones y paneles con mascarones de Chaac, el dios de la lluvia, que moraba en los cenotes o cuevas inundadas que abundan en los alrededores de la ciudad. El Palacio de Chenes es una edificación de dos pisos, en la tercer recamara de la planta baja se encuentra un juego mesoamericano de estuco, conocido como patolli, que era utilizado en prácticas rituales. Según el estudio doctoral del antropólogo Barrera, fue utilizado para consultar a los dioses sobre las modificaciones a realizar en el mismo edificio. Este palacio es representativo de este proceso, porque refleja distintos cambios estructurales y el último quedó inconcluso: las escalinatas que daban al segundo nivel no se terminaron. Es probable que el edificio haya sido abandonado antes de concluir su remodelación final. Por la representación simbólica, cosmogónica, que tienen las edificaciones de este grupo, es posible que hayan sido habitadas por familias de clase gobernante o nobles.
Presenciar el hallazgo de una ciudad tan impresionante, hace que la cabeza vuele con interrogantes: ¿Cómo eran los arquitectos de aquella época? ¿Cómo cargaban esas piedras tan grandes los albañiles y canteros de hace más de mil años? ¿Cómo aprendieron a construir estos edificios magistrales? La respuesta es simple: igual que Santos y su equipo de trece albañiles de Oxkutzcab, más los 72 ayudantes de los pueblos vecinos. Seguramente aprendieron como ellos, de generación en generación, profundizando su profesión y especializándose en lo que mejor sabían hacer.
Aunque las publicaciones sobre Kulubá, en diciembre del 2019, hablaban de un hallazgo inédito, este sitio tiene ochenta años de haber sido descubierto. En diciembre de 1939, el arqueólogo estadounidense Wyllys Andrews IV fue el primero en realizar una expedición de investigación en este suelo. Años después, en 1941, Andrews publicó un croquis del lugar y varias notas detallando una arquitectura similar a las ruinas de Chichén Itzá.
El área quedó intacta hasta cuarenta años después, cuando una brigada de salvamento del INAH hizo una intervención arqueológica para reforzar algunas de las estructuras. Pero el trabajo de restauración de algunos sitios que tenían estructuras en pie, como el Templo de las Us, comenzó en 1999 y se extendió durante tres temporadas hasta el 2003.
Aquellas tres expediciones de trabajo, primer proyecto en la zona dirigido por Alfredo Barrera Rubio, se concentraron en el levantamiento del plano, la delimitación de la zona prehispánica, la ubicación cronológica del lugar y la restauración de una estructura de tipo residencial, otras edificaciones más pequeñas y tres palacios: el Palacio de los Mascarones, el Palacio de Chenes y el Templo de las Us. Este periodo de trabajo y exploración permitió que el doctor en antropología y arqueología profundizara en los conocimientos de la antigua ciudad prehispánica. Todo lo que sabemos de Kulubá, que ahora está en ruinas, es gracias a él.
Tras dieciséis años, en noviembre del 2019, Alfredo Barrera Rubio estuvo de regreso en la zona junto a un equipo interdisciplinario: arqueólogos, restauradores y trabajadores manuales, como Santos. Su objetivo: investigar, restaurar y dar mantenimiento a la zona de Kulubá.
El plan original de trabajo en la ruinas tomaría cinco meses: de noviembre del 2019 a marzo de este año. Pero desde enero ya se hablaba de que el ambicioso proyecto se extendería más tiempo de lo esperado y así fue. Para finales de marzo, que México fue sacudido por la emergencia sanitaria por la Covid-19, el Palacio de las Pilastras seguía inconcluso. “Quizás sea necesario otro mes o dos meses más para terminarlo”, estimaba Santos.
Todos los trabajadores fueron enviados a casa. La enfermedad, como le llama Santos al coronavirus, se desató con fuerza en las ciudades yucatecas.
A los tres meses del encierro, acompañada del diluvio y la inundación histórica, llegó la noticia del recorte al INAH. Un tijeretazo del 75 por ciento del, ya de por sí, raquítico presupuesto a gastos operativos y generales, asignado anualmente a dicha dependencia federal. Traducido a números, se habla de una suma que asciende a 700 millones de pesos menos en el año.
Esta reducción se refleja en aspectos prácticos del funcionamiento institucional de la dependencia, por ejemplo: la gasolina para que los arqueólogos, antropólogos y restauradores realicen salvamentos, supervisen los posibles deterioros de las zonas arqueológicas o hagan investigación en campo, fue recortada; el dinero utilizado para limpieza de los sitios, herramientas como las podadoras y los productos de limpieza, fue recortado; el material de oficina, fue también recortado. En realidad es interminable la lista de insumos que no existirán más y cuya ausencia paraliza las funciones de los trabajadores del INAH.
De unos años para acá, “el INAH tiene un presupuesto muy limitado para exploraciones y restauraciones de los sitios. Para este tipo de proyectos se necesitan aportaciones externas de gobiernos estatales, gobierno federal o programas de dependencias gubernamentales”, comentó el doctor Barrera Rubio. “Nuestro trabajo, con el presupuesto normal del INAH, solo alcanza para realizar salvamentos y rescates. Si un solicitante quiere llevar a cabo un proyecto en una zona con presencia de vestigios, como los campos eólicos de Yucatán, se necesita de la intervención del INAH para aprobar el proyecto y rescatar lo que se encuentre, además de una aportación de los solicitantes”.
El Sindicato Nacional de Profesores de Investigación Científica y Docente del INAH (SNPICD) informó que tras el decreto de austeridad que reducirá el presupuesto se verá afectada la operación y mantenimiento de 162 museos, 194 zonas arqueológicas y 515 monumentos históricos en todo México.
Voces internacionales como el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios de la UNESCO (ICOMOS) exteriorizó su preocupación ante este decreto:
“Entendemos las consecuencias de la terrible pandemia de la Covid-19”, señaló el arquitecto Saúl Alcántara Onofre, presidente del Capítulo México de ICOMOS. “Sin embargo, en México no deben ser paliadas sustrayendo valiosos recursos a instituciones que, como el INAH, históricamente han sobrevivido con poco. Al contrario, la enorme riqueza patrimonial de México debería ser potenciada apoyando al INAH en la generación de proyectos sustentables de la mano con las comunidades originarias, haciendo una versión efectivamente creativa de la convivencia entre el patrimonio y las necesidades del presente”.
El proyecto de Kulubá, como tal, no se verá afectado. El presupuesto para trabajar en el lugar está etiquetado, pero el futuro de la zona arqueológica: el mantenimiento de las estructuras y la limpieza del lugar, es lo que se tambalea.
La estabilidad laboral de los trabajadores eventuales y temporales también se encuentra en peligro.
—Oye, Santos, ¿sabes si después de Kulubá volverás a trabajar en un proyecto arqueológico?
—No, no sé. Sería bueno porque con esta crisis lo que más necesitamos es trabajo– respondió con una tonada de preocupación –. Uno batalla como trabajador de temporada porque en este receso de actividad, cuando más lo necesita uno, no le llega nada. En el sitio aún hay mucho trabajo por hacer, pero ni la construcción ni nosotros somos prioridad.
— ¿Qué esperas Santos?
— Que llegue diciembre. Porque yo creo que en ese mes llegará la llamada del arqueólogo para regresar al trabajo– comentó esperanzado el albañil de las ruinas.
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Santos Cruz Sierra es albañil de ruinas arqueológicas y la pandemia lo dejó desempleado hace meses. Ha pasado buena parte del año esperando la llamada de un arqueólogo con la noticia de que puede volver a Kulubá, ciudad maya en la que dejó cosas pendientes.
Desde que Santos Cruz Sierra regresó a casa, a finales de marzo, se ha dedicado a buscar trabajo. Ya no importa si es de construcción, en el campo o de limpieza. “Con que nos dé para salir, con eso, porque el dinero ya se acabó”, la voz áspera de Santos, de 67 años, es interrumpida por su propia risa, ronca y contagiosa que, a pesar de lo que narra, deja una sensación de ligereza.
En Oxkutzcab, municipio al sur del estado de Yucatán, lugar donde vive Santos y su familia, la cotidianidad se ha alborotado por la pandemia y la industria de la construcción es de las más afectadas. “Aquí se consigue chamba para construir gracias a las remesas”, comenta el albañil maya. “Te buscan pa’ ponerles una barda, agregarles un cuarto o un piso, para hacer cualquier arreglo. Pero ahora los familiares que se fueron pa’l otro lado se quedaron sin trabajo y usan el dinero que enviaban para poder sobrevivir allá”. El trabajo para él y para muchos otros se frenó de tajo.
La crisis se siente en todo el pueblo y arreció con el diluvio de junio pasado, provocado por la tormenta tropical “Cristóbal”. La lluvia de cinco días se llevó árboles, bardas, carros, muebles, ganado y años de trabajo. Tras la tormenta, el deslave derrumbó parte de los cerros hacia las colonias centrales de Oxkutzcab. “El agua llega hasta los hombros de las personas e incluso hay a quienes les llega hasta el cuello”, señaló el diario La Verdad, en su edición del 4 de junio.
La familia Cruz salió bien librada de esta inundación histórica. Su casa y su parcela se encuentran en la zona alta del pueblo y aunque sí se les echó a perder la cosecha y murieron algunas plantas, el agua siguió corriendo cerro abajo. Su propiedad no se dañó, pero el trabajo escaseó aún más y el poco dinero que quedaba se terminó.
La presión fue subiendo conforme pasaron los días, y la pandemia —tan restrictiva en Yucatán— no terminaba. “Seguimos buscando qué hacer. Hay que conservar la fe y la paciencia. Aguantar hasta que se vaya la enfermedad y la llamada del arqueólogo llegue”.
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La primera vez que vi a Santos, en enero de 2020, se encontraba en la punta de una estructura de piedras grisáceas en las ruinas de Kulubá, al noroeste de Yucatán. Una estructura gigantesca que se había anunciado un mes antes:
“Los arqueólogos han descubierto los restos de una grandiosa estructura que han identificado como un edificio de representación o "palacio". Posiblemente fue utilizado por la élite que dominó esta antigua ciudad maya”, señaló una publicación de la revista National Geographic. Un proyecto liderado por el arqueólogo Alfredo Barrera Rubio, de quien Santos espera impaciente una llamada telefónica para retomar actividades.
Ese hombre, tan bajito de estatura y vestido de azul, sobresalía entre los más de ochenta trabajadores en el sitio. Señalaba lugares que medía con una cinta métrica retráctil y tomaba notas en su pequeña libreta. Estaba acompañado de dos ayudantes que seguían sus órdenes.
“Así como lo ves, ese man es un duro. Dirige a todos los albañiles de aquí”, comentó Natalia Hernández Tangarife, restauradora que encabeza el proyecto de conservación de acabados arquitectónicos de Kulubá. No hubo necesidad de señalar a Santos, quedó claro de quién hablaba desde la primera frase.
Santos Cruz Sierra es albañil especializado en estructuras mayas y es una pieza importantísima en este proyecto. Tiene el puesto de cabo de obra del Palacio de las Pilastras, nombre dado al sitio por el arqueólogo Barrera Rubio cuando comenzó la exploración del edificio. Santos es el puente entre el arqueólogo en jefe y el resto del equipo.
Pero la labor del albañil en las ruinas mayas va más allá, es más profunda y especializada:
“Mi trabajo es checar cómo se acomodan las piedras y revisar que estén sólidas, en su lugar. Es algo sencillo porque las piedras te van diciendo todo”, dijo el conocedor.
Podrá ser una labor sencilla si se tiene experiencia en la albañilería maya, pero para llegar a ese punto hay que desprenderse de la idea de lo prolijo como perfecto.
“No se trata de que se vea bonito. Lo más importante es que las rocas queden fijas, sin moverse”, señaló mientras empujaba una piedra grande y cuadrada. "Por eso los albañiles modernos no pueden trabajar aquí, porque quieren acomodar las piedras para que queden derechitas. Aquí no puedes mover nada”.
Este albañil no solo habla con las piedras, también se encarga de la seguridad de todos en la obra. Supervisa, junto al Doctor Barrera Rubio, que la edificación se mantenga sólida en las distintas fases del trabajo en el edificio: mientras se libera la estructura de escombro, arena, árboles, ramas y comienzan a descubrirse los distintos elementos que integran el edificio; y más adelante, cuando se reconstruye todo, hasta que queda como las pirámides o palacios de los sitios arqueológicos que conocemos.
"No hay recetas mágicas, solo tienes que observar y recordar que lo más importante en este trabajo es el respeto. Nos han dejado tanto los mayas, que no puedes romper ni tratar mal a las piedras. Tampoco puedes llegar a cambiar lo que ellos hicieron. Tienes que respetarlos y no defraudarlos”, decía Santos mientras sonreía, iluminando su cara cuadrada y morena, curtida por tantos años de trabajo bajo el sol. Esta es la expresión habitual del albañil.
***
Para hablar de la trayectoria de Santos Cruz Sierra hay que trasladarse cuarenta y ocho años atrás, a septiembre de 1972, cuando tenía diecinueve años. Su primer trabajo en ruinas, como ayudante de albañil, fue en la expedición de 1972 en la zona arqueológica de Palenque, en Chiapas, trabajo liderado por el arqueólogo Jorge Ruffier Acosta, uno de los primeros que realizó exploración y salvamento arqueológico en la zona maya.
Fue la primera vez que viajó en ferrocarril, la primera vez que se alejó de su tierra y la primera vez que exploró la arquitectura que sus antepasados le dejaron.
"Como albañil estás acostumbrado a seguir un croquis para construir, pero aquí no hay croquis ni nada. Tienes que fijarte en lo que te dejaron. Aprender a leer la caída que tienen las piedras para poder levantarlas de nuevo".
Santos ya no recuerda muy bien el trabajo que hizo en aquella ocasión, pero el arqueólogo Jorge Acosta dejó un breve documento al respecto: “Se trabajó simultáneamente en cuatro edificios: el Palacio, el Templo de las Inscripciones, el Templo XIV; y se inició la exploración de una nueva estructura: el Palacio Encantado”. Tras dos años sin trabajos en la zona, algunas estructuras se habían deteriorado, por lo tanto, mucha de la labor que realizó el equipo de Acosta en aquel momento, fue de rescate.
Santos proviene de una ciudad con tradición en su profesión. En aquella expedición de 1972, hubo 75 trabajadores manuales: albañiles y ayudantes que viajaron desde Oxkutzcab. Aunque él no viene de una familia de constructores, adquirió sus conocimientos de manos de sus compañeros albañiles y de los arqueólogos, pero sobretodo gracias a sus recorridos observando piedras en los territorios mayas.
Entre sus maestros está el arqueólogo Roberto García Moll, una de las personas que más admira. Junto a él exploró Yaxchilán, zona arqueológica ubicada en el margen del río Usumacinta en la zona oriente de Chiapas, en varias exploraciones entre 1973 y 1985.
“Yo también paso el conocimiento a quien venga y me siento muy orgulloso cuando los más jóvenes aprenden”, afirmó.
— ¿Conoces Yaxchilán?, me preguntó.
— No, Santos, respondí.
— ¡N’hombre!, desaprobó el albañil, mientras giraba la cabeza de un lado a otro.
“Cuando vayas”, me dijo, “tienes que pararte en la Plaza Principal y girar la vista hasta que encuentres una estela de tres metros, es la única que hay ahí. Esa estela nosotros la reparamos y fue la primera vez que yo use la cal para trabajar. Gracias al arqueólogo conocimos cómo se utiliza. Se usa en lugar de mezcla o cemento, porque la cal protege mejor la piedra. Ahora usamos la cal para todo, pero sobretodo cuando trabajamos con las restauradoras. Ellas cuidan tanto las piedras que hasta quieren que las limpies con agua de garrafón, aunque uno esté tomando agua de pozo”.
Tras ese primer comienzo en 1972, Santos trabajó por casi veinte años en la misma línea, como albañil. En 1991 llegó su primer trabajo como cabo de obra en la zona arqueológica de Labná, Yucatán, en la ruta Puuc.
Para Cruz Sierra, Labná es un lugar muy cercano a casa, con estructuras conocidas para él. “Comenzamos a caminar por el sacbé — un camino ceremonial recto, elevado y pavimentado, construido por los mayas prehispánicos— quinientos metros hasta que llegamos a un montículo de tierra. Luego empezamos a liberar, a limpiar la estructura y nos dimos cuenta de que era el gran Arco de Labná, aunque todas las piedras se habían derrumbado”, recordó.
Ese arco tan representativo de la cultura maya Puuc fue replicado por Santos, años después en su pueblo, Oxkutzcab, aunque el monumental labrado que tiene el Arco de Labná es imposible de duplicar.
“Además no puedes andar construyendo esas cosas como los mayas, porque el INAH te llama la atención. El arco del hotel lo hicimos de cemento, de mezcla”.
Cuando no es temporada de trabajo en el INAH, el albañil de ruinas suele dedicarse a la construcción en su pueblo. Ahora no consigue trabajo, pero a lo largo de los años ha puesto su mano de obra para infinidad de edificios, casas grandes, hoteles, de todo.
Su hijo comparte su pasión y desde muy joven acompañó a su papá a las temporadas en Labná. Hizo de todo, pero prestó atención principalmente a la cerámica.
“Imagínate lo orgulloso que me siento de mi muchacho que se metió a estudiar arqueología y ahora es todo un arqueólogo que trabaja en Mayapán (Yucatán)”, dijo Santos.
Cruz Sierra es tan dicharachero que escuchar sus relatos, recabados a lo largo de cuarenta y ocho años de experiencia en las ruinas mayas, es una experiencia tan cómica como profunda. Para ejemplo está la anécdota de la primera vez que fue a Yaxchilán.
“No había otra forma de entrar, solo en avioneta, así que respiras hondo y te subes. Pero eso no fue lo más impresionante. En Chichén (Itzá) de pronto llegó un hombre con unas telas enormes y las empezó a inflar… y que me suben al globo. ¡Pero la cosa esa se estaba quemando de arriba! Ellos me decían que así era, pero yo decía: no, no, esto se está incendiando”, recuerda entre risas. “Era la única forma de llegar al sitio, así que me tuve que aguantar”.
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Fue en Palacio de las Pilastras, en Kulubá, donde Santos trabajó por primera vez de la mano del doctor en Arqueología y Antropología Alfredo Barrera Rubio.
“Lo busqué porque es un profesional muy experimentado y nos va a ayudar a ir descifrando la arquitectura y las características de este edificio”, dijo el arqueólogo sobre uno de los destacados miembros de su equipo.
Para llegar a las ruinas de Kulubá tuvimos que viajar primero a Tizimín — una ciudad a 160 km al noroeste de Mérida—. En aquellos días de enero, antes de que existiera siquiera la sospecha de que el 2020 sería un año tan complicado, estaba por terminar la Feria de Reyes, con su amplio pabellón ganadero, su teatro con luz y sonido, los ruidosos juegos mecánicos, decenas de gritones anunciando ofertas, puestos de garnachas y cervezas en cada esquina, y el hombre de la jaula con canarios que muestran el futuro.
Al pararme frente a él, había tres opciones: que me transaran, que el pequeño canario saliera volando con mi futuro en la boca, o que el avecilla en verdad me dijera si iba a lograr o no llegar a las ruinas mayas. Pasó lo primero, pero aún así, al día siguiente encontré la forma de llegar a Kulubá.
El primer tramo del viaje, sobre una de las tantas carreteras bien pavimentadas de Yucatán, fue llevadero. Pero, tras quince minutos de trayecto, llegamos a un angosto y complicado camino de ripio suelto. El auto se tambaleaba de lado a lado como si estuviéramos conduciendo una taza loca, hasta que nos topamos con una granja ganadera, que en realidad es un emblema de la ciudad de Tizimín.
Lo primero que vimos, junto a la verja que pone límite al terreno, fue el Templo de las Us. Un edificio tapizado de escamas talladas sobre piedra, que se asemejan a la letra U. El edificio representa un monstruo de la tierra, algo parecido a una víbora, donde las puertas simulan ser las fauces del animal, con dientes puntiagudos alrededor del marco, dando al visitante la sensación de ser engullido por la bestia.
“Cuando el arqueólogo lo descubrió, la parte trasera del templo estaba intacta, pero la fachada estaba tirada en el piso, todo perdido”, recuerda la restauradora Natalia Hernández Tangarife, una mujer de treinta y tantos años, complexión delgada, sonrisa enorme y cabello chino. “En el 2000, se trabajó la consolidación de la estructura, y se arregló la fachada”, me explicó. Pero hoy, a simple vista, no se distingue la silueta de la serpiente sobre la fachada del templo.
A principios del 2020, el departamento de Conservación del Centro INAH Yucatán se encontraba trabajando en la limpieza y restauración de esta estructura, proyecto codirigido por las restauradoras Natalia Hernández Tangarife y María Fernanda Escalante Hernández, pero más tarde, al igual que el resto del proyecto de Kulubá, la pandemia las obligó a dejarlo en pausa.
El inicio de la temporada de trabajo del equipo de conservación fue un proceso delicado. Un árbol había crecido en lo alto del templo y enraizó entre el estruco milenario y la piedra. “Una vez que se quitaron todas las ramas y parte de la raíz del árbol, se limpió con vapor la estructura, tratando de salvar el estuco existente y luego se coloca una solución de ácido cítrico, como inhibidor de crecimiento de los microorganismos”, explicaba la restauradora. En la parte trasera se comenzaba a vislumbrar el color rojizo, el pigmento original del estuco maya que recubre el edificio.
Frente a la puerta principal del Templo de las Us hay un camino retorcido entre maleza, arbustos, álamos, chakahs, chicozapotes y ceibas. La recomendación general para circular por la zona fue: “no pisar o rozar los arbustos”. Acatar esta sugerencia al pie de la letra era una forma inteligente de llevar el viaje por la zona y prevenir futuras molestias e incomodidades, pues el campo estaba tapizado de garrapatas minúsculas y el menor descuido implicaba salir de ahí con decenas de ellas clavadas en el cuerpo.
Conforme avanzábamos en el camino, entrábamos de lleno a la selva y un mono araña trepaba por las copas de los árboles, mientras cientos de pájaros de distintos colores y formas nos rodeaban en lo alto. ”El camino está lleno de estructuras”, comentó Natalia, mientras señalaba una pirámide atravesada por un árbol y otra pirámide tapizada de maleza, con un hueco enorme en la parte superior.
“¿Ves ese hoyo? Antes los de los pueblos cercanos venían y se llevaban las piedras para hacer bardas, caminos o sus casas. Por eso se ve así la pirámide, le faltan piedras en lo alto”, explicó.
Más adelante, desviándose un poco del camino, pudimos ver un pequeño palacio de dos pisos, el Palacio de Chenes, que tiene un juego prehispánico de estuco rojo y blanco en el suelo. Y en el trayecto nos topamos con pequeñas estructuras que, posiblemente, sean estelas o altares. Al fondo apareció el Palacio de las Pilastras.
En noviembre del 2019, cuando comenzó el trabajo en la estructura, “no teníamos idea de lo que íbamos a encontrar, aunque ya sabíamos que se trataba de un palacio, por sus dimensiones”, comentó el arqueólogo Barrera Rubio.
A dos meses de aquella interrogante, en enero del 2020, llamaron su atención un montón de piedras de distintos tamaños y formas distribuidas por todo el campo: debajo de los árboles, en montones alrededor de los troncos y formando montículos. Frente a eso, había un gran hueco de más de sesenta metros de largo, era toda la excavación del palacio que, en un inicio, se encontraba semienterrado. En la parte de arriba había un piso largo apoyado de una gran estructura de piedra que salía de la excavación. Hasta arriba, en la punta, a unos tres o cuatro metros, Santos y dos albañiles realizaban su trabajo.
Para que todo aquello fuera visible, el equipo de arqueología tuvo que liberar la estructura de escombros, arena y árboles, trabajo que les tomó un poco más de dos meses. Luego empezaron a analizar las piedras: su tamaño, su forma y su caída, para poder consolidar el palacio.
La estructura mide 55 metros de largo, 15 metros de ancho y seis metros de alto. Pero, en realidad, no se trata de un solo palacio sino de dos, con pilastras de distintas épocas. El primero, se calcula, fue utilizado en el periodo Clásico Tardío, del 600 al 900 d.C. y era “una sola galería con pilastras de acceso, una bóveda corrida y escalinatas en la parte Este”, indicó Barrera Rubio. El segundo edificio fue utilizado en el periodo Clásico Terminal, del 950 a 1050 d.C., “fue construido por los itzáes de Chichén y tiene características arquitectónicas distintas”, y se instaló en las escalinatas del primer edificio.
Dos días antes de nuestra visita, en una de las escalinatas del palacio, hallaron ocho cráneos que formaban parte de una ofrenda. Los encontraron casi en la superficie, debajo del escombro de un derrumbe. Estaban acompañados de pedacería de cerámica, al costado de lo que se cree que fue un pequeño altar. Estos hallazgos fueron una pista de que el palacio tuvo un posible uso ritual durante sus últimos años de ocupación.
Este lugar era una de las nueve estructuras que rodeaban la plaza, un cuadrángulo de 100 metros en su eje norte-sur y 125 metros en su eje este-oeste, en la antigua ciudad maya de Kulubá. Era el asentamiento más importante de la metrópoli, el foco de la vida comunitaria y la sede del poder político e ideológico. Al pasar de los años, en abandono y desuso, las estructuras fueron tragadas por la vegetación selvática. El patio y los edificios quedaron completamente imperceptibles a nuestra vista.
***
“A pesar de que Kulubá es uno de los sitios arqueológicos más importantes de esta región, no lo encontramos referido en las fuentes documentales, ya sea indígenas o coloniales, como los libros de Chilam Balam o en las obras de los cronistas hispanos”, comentó el doctor Alfredo Barrera. Lo más probable es que el nombre con el que se le conoce en estos días no sea el original, porque tampoco hay registro de él en el Atlas Arqueológico de Yucatán, lo cual indica que no está catalogada como zona arqueológica de primer nivel.
En su tesis doctoral: “Kulubá: Asentamiento, cosmovisión y desarrollo de un enclave Itzá del nororiente de Yucatán”, el doctor Barrera Rubio explica que la ciudad no era considerada capital de una unidad política, pero sí tenía una importancia estratégica, al ser, probablemente, un eslabón económico y político entre las grandes urbes que dominaron la zona: la región de Cobá, en el Clásico Tardío y Chichén Itzá, en el Clásico Tardío y Terminal.
La construcción de la ciudad de Kulubá, que abarcó 234 hectáreas, obedecía a un modelo de organización social maya que era regido por el cosmos y la fuente de vida, el agua.
“En la etnoterritorialidad maya, los espacios se conciben como animados, poseídos por entidades territoriales extraordinarias y poderosas”, dice Barrera en su tesis, “ante las cuales, las personas deben de realizar cuidadosos rituales para aplacar enojos y propiciar permisos y ayudas sobrenaturales”.
Esta ciudad se construyó cerca de cenotes y rejolladas o k’op, depresiones naturales de bastante humedad. Ambos elementos tenían una connotación importante en la cosmovisión maya, ya que eran los portales de entrada al inframundo. Esto establecía un nexo bien fuerte entre lo sagrado y la comunidad.
Kulubá era una ciudad con abundante riqueza. Las rejolladas, a su vez, eran utilizadas para el cultivo del cacao, cuyos granos eran utilizados como monedas de cambio por los mayas. Esto convirtió a la ciudad en un importante proveedor y distribuidor de la zona.
La construcción de los edificios más importantes, o con mayor inversión de fuerza de trabajo, circundan a la rejollada principal.
La gran plaza, que en el mapa del sitio corresponde al Grupo C, se encuentra a 325 metros de esta depresión. Las zonas residenciales también estaban alrededor de este núcleo central; las casas de los nobles, dirigentes y sacerdotes eran las más cercanas a la depresión natural. Las construcciones domésticas de la comunidad se encontraban del otro lado, también rodeadas por cuatro rejolladas de menor tamaño.
El Templo de las Us, que corresponde al Grupo A en el mapa, se encuentra a 290 metros al noroeste de la rejollada principal. Por los detalles arquitectónicos que muestra la fachada del templo: el gran monstruo de la tierra, la edificación hace alusión al portal de entrada al inframundo. Es posible que este lugar haya sido habitado por familias de líderes ideológicos o sacerdotes de la ciudad.
El Grupo B es el complejo habitacional más cercano a la depresión, a 140 metros de esta, y las fachadas de sus dos edificaciones principales, el Palacio de los Mascarones y el de Chenes, están orientados hacia ella.
El Palacio de los Mascarones es un edificio de la magnitud del Palacio de las Pilastras, con un pasillo abovedado dividido en ocho habitaciones y paneles con mascarones de Chaac, el dios de la lluvia, que moraba en los cenotes o cuevas inundadas que abundan en los alrededores de la ciudad. El Palacio de Chenes es una edificación de dos pisos, en la tercer recamara de la planta baja se encuentra un juego mesoamericano de estuco, conocido como patolli, que era utilizado en prácticas rituales. Según el estudio doctoral del antropólogo Barrera, fue utilizado para consultar a los dioses sobre las modificaciones a realizar en el mismo edificio. Este palacio es representativo de este proceso, porque refleja distintos cambios estructurales y el último quedó inconcluso: las escalinatas que daban al segundo nivel no se terminaron. Es probable que el edificio haya sido abandonado antes de concluir su remodelación final. Por la representación simbólica, cosmogónica, que tienen las edificaciones de este grupo, es posible que hayan sido habitadas por familias de clase gobernante o nobles.
Presenciar el hallazgo de una ciudad tan impresionante, hace que la cabeza vuele con interrogantes: ¿Cómo eran los arquitectos de aquella época? ¿Cómo cargaban esas piedras tan grandes los albañiles y canteros de hace más de mil años? ¿Cómo aprendieron a construir estos edificios magistrales? La respuesta es simple: igual que Santos y su equipo de trece albañiles de Oxkutzcab, más los 72 ayudantes de los pueblos vecinos. Seguramente aprendieron como ellos, de generación en generación, profundizando su profesión y especializándose en lo que mejor sabían hacer.
Aunque las publicaciones sobre Kulubá, en diciembre del 2019, hablaban de un hallazgo inédito, este sitio tiene ochenta años de haber sido descubierto. En diciembre de 1939, el arqueólogo estadounidense Wyllys Andrews IV fue el primero en realizar una expedición de investigación en este suelo. Años después, en 1941, Andrews publicó un croquis del lugar y varias notas detallando una arquitectura similar a las ruinas de Chichén Itzá.
El área quedó intacta hasta cuarenta años después, cuando una brigada de salvamento del INAH hizo una intervención arqueológica para reforzar algunas de las estructuras. Pero el trabajo de restauración de algunos sitios que tenían estructuras en pie, como el Templo de las Us, comenzó en 1999 y se extendió durante tres temporadas hasta el 2003.
Aquellas tres expediciones de trabajo, primer proyecto en la zona dirigido por Alfredo Barrera Rubio, se concentraron en el levantamiento del plano, la delimitación de la zona prehispánica, la ubicación cronológica del lugar y la restauración de una estructura de tipo residencial, otras edificaciones más pequeñas y tres palacios: el Palacio de los Mascarones, el Palacio de Chenes y el Templo de las Us. Este periodo de trabajo y exploración permitió que el doctor en antropología y arqueología profundizara en los conocimientos de la antigua ciudad prehispánica. Todo lo que sabemos de Kulubá, que ahora está en ruinas, es gracias a él.
Tras dieciséis años, en noviembre del 2019, Alfredo Barrera Rubio estuvo de regreso en la zona junto a un equipo interdisciplinario: arqueólogos, restauradores y trabajadores manuales, como Santos. Su objetivo: investigar, restaurar y dar mantenimiento a la zona de Kulubá.
El plan original de trabajo en la ruinas tomaría cinco meses: de noviembre del 2019 a marzo de este año. Pero desde enero ya se hablaba de que el ambicioso proyecto se extendería más tiempo de lo esperado y así fue. Para finales de marzo, que México fue sacudido por la emergencia sanitaria por la Covid-19, el Palacio de las Pilastras seguía inconcluso. “Quizás sea necesario otro mes o dos meses más para terminarlo”, estimaba Santos.
Todos los trabajadores fueron enviados a casa. La enfermedad, como le llama Santos al coronavirus, se desató con fuerza en las ciudades yucatecas.
A los tres meses del encierro, acompañada del diluvio y la inundación histórica, llegó la noticia del recorte al INAH. Un tijeretazo del 75 por ciento del, ya de por sí, raquítico presupuesto a gastos operativos y generales, asignado anualmente a dicha dependencia federal. Traducido a números, se habla de una suma que asciende a 700 millones de pesos menos en el año.
Esta reducción se refleja en aspectos prácticos del funcionamiento institucional de la dependencia, por ejemplo: la gasolina para que los arqueólogos, antropólogos y restauradores realicen salvamentos, supervisen los posibles deterioros de las zonas arqueológicas o hagan investigación en campo, fue recortada; el dinero utilizado para limpieza de los sitios, herramientas como las podadoras y los productos de limpieza, fue recortado; el material de oficina, fue también recortado. En realidad es interminable la lista de insumos que no existirán más y cuya ausencia paraliza las funciones de los trabajadores del INAH.
De unos años para acá, “el INAH tiene un presupuesto muy limitado para exploraciones y restauraciones de los sitios. Para este tipo de proyectos se necesitan aportaciones externas de gobiernos estatales, gobierno federal o programas de dependencias gubernamentales”, comentó el doctor Barrera Rubio. “Nuestro trabajo, con el presupuesto normal del INAH, solo alcanza para realizar salvamentos y rescates. Si un solicitante quiere llevar a cabo un proyecto en una zona con presencia de vestigios, como los campos eólicos de Yucatán, se necesita de la intervención del INAH para aprobar el proyecto y rescatar lo que se encuentre, además de una aportación de los solicitantes”.
El Sindicato Nacional de Profesores de Investigación Científica y Docente del INAH (SNPICD) informó que tras el decreto de austeridad que reducirá el presupuesto se verá afectada la operación y mantenimiento de 162 museos, 194 zonas arqueológicas y 515 monumentos históricos en todo México.
Voces internacionales como el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios de la UNESCO (ICOMOS) exteriorizó su preocupación ante este decreto:
“Entendemos las consecuencias de la terrible pandemia de la Covid-19”, señaló el arquitecto Saúl Alcántara Onofre, presidente del Capítulo México de ICOMOS. “Sin embargo, en México no deben ser paliadas sustrayendo valiosos recursos a instituciones que, como el INAH, históricamente han sobrevivido con poco. Al contrario, la enorme riqueza patrimonial de México debería ser potenciada apoyando al INAH en la generación de proyectos sustentables de la mano con las comunidades originarias, haciendo una versión efectivamente creativa de la convivencia entre el patrimonio y las necesidades del presente”.
El proyecto de Kulubá, como tal, no se verá afectado. El presupuesto para trabajar en el lugar está etiquetado, pero el futuro de la zona arqueológica: el mantenimiento de las estructuras y la limpieza del lugar, es lo que se tambalea.
La estabilidad laboral de los trabajadores eventuales y temporales también se encuentra en peligro.
—Oye, Santos, ¿sabes si después de Kulubá volverás a trabajar en un proyecto arqueológico?
—No, no sé. Sería bueno porque con esta crisis lo que más necesitamos es trabajo– respondió con una tonada de preocupación –. Uno batalla como trabajador de temporada porque en este receso de actividad, cuando más lo necesita uno, no le llega nada. En el sitio aún hay mucho trabajo por hacer, pero ni la construcción ni nosotros somos prioridad.
— ¿Qué esperas Santos?
— Que llegue diciembre. Porque yo creo que en ese mes llegará la llamada del arqueólogo para regresar al trabajo– comentó esperanzado el albañil de las ruinas.
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Santos Cruz Sierra es albañil de ruinas arqueológicas y la pandemia lo dejó desempleado hace meses. Ha pasado buena parte del año esperando la llamada de un arqueólogo con la noticia de que puede volver a Kulubá, ciudad maya en la que dejó cosas pendientes.
Desde que Santos Cruz Sierra regresó a casa, a finales de marzo, se ha dedicado a buscar trabajo. Ya no importa si es de construcción, en el campo o de limpieza. “Con que nos dé para salir, con eso, porque el dinero ya se acabó”, la voz áspera de Santos, de 67 años, es interrumpida por su propia risa, ronca y contagiosa que, a pesar de lo que narra, deja una sensación de ligereza.
En Oxkutzcab, municipio al sur del estado de Yucatán, lugar donde vive Santos y su familia, la cotidianidad se ha alborotado por la pandemia y la industria de la construcción es de las más afectadas. “Aquí se consigue chamba para construir gracias a las remesas”, comenta el albañil maya. “Te buscan pa’ ponerles una barda, agregarles un cuarto o un piso, para hacer cualquier arreglo. Pero ahora los familiares que se fueron pa’l otro lado se quedaron sin trabajo y usan el dinero que enviaban para poder sobrevivir allá”. El trabajo para él y para muchos otros se frenó de tajo.
La crisis se siente en todo el pueblo y arreció con el diluvio de junio pasado, provocado por la tormenta tropical “Cristóbal”. La lluvia de cinco días se llevó árboles, bardas, carros, muebles, ganado y años de trabajo. Tras la tormenta, el deslave derrumbó parte de los cerros hacia las colonias centrales de Oxkutzcab. “El agua llega hasta los hombros de las personas e incluso hay a quienes les llega hasta el cuello”, señaló el diario La Verdad, en su edición del 4 de junio.
La familia Cruz salió bien librada de esta inundación histórica. Su casa y su parcela se encuentran en la zona alta del pueblo y aunque sí se les echó a perder la cosecha y murieron algunas plantas, el agua siguió corriendo cerro abajo. Su propiedad no se dañó, pero el trabajo escaseó aún más y el poco dinero que quedaba se terminó.
La presión fue subiendo conforme pasaron los días, y la pandemia —tan restrictiva en Yucatán— no terminaba. “Seguimos buscando qué hacer. Hay que conservar la fe y la paciencia. Aguantar hasta que se vaya la enfermedad y la llamada del arqueólogo llegue”.
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La primera vez que vi a Santos, en enero de 2020, se encontraba en la punta de una estructura de piedras grisáceas en las ruinas de Kulubá, al noroeste de Yucatán. Una estructura gigantesca que se había anunciado un mes antes:
“Los arqueólogos han descubierto los restos de una grandiosa estructura que han identificado como un edificio de representación o "palacio". Posiblemente fue utilizado por la élite que dominó esta antigua ciudad maya”, señaló una publicación de la revista National Geographic. Un proyecto liderado por el arqueólogo Alfredo Barrera Rubio, de quien Santos espera impaciente una llamada telefónica para retomar actividades.
Ese hombre, tan bajito de estatura y vestido de azul, sobresalía entre los más de ochenta trabajadores en el sitio. Señalaba lugares que medía con una cinta métrica retráctil y tomaba notas en su pequeña libreta. Estaba acompañado de dos ayudantes que seguían sus órdenes.
“Así como lo ves, ese man es un duro. Dirige a todos los albañiles de aquí”, comentó Natalia Hernández Tangarife, restauradora que encabeza el proyecto de conservación de acabados arquitectónicos de Kulubá. No hubo necesidad de señalar a Santos, quedó claro de quién hablaba desde la primera frase.
Santos Cruz Sierra es albañil especializado en estructuras mayas y es una pieza importantísima en este proyecto. Tiene el puesto de cabo de obra del Palacio de las Pilastras, nombre dado al sitio por el arqueólogo Barrera Rubio cuando comenzó la exploración del edificio. Santos es el puente entre el arqueólogo en jefe y el resto del equipo.
Pero la labor del albañil en las ruinas mayas va más allá, es más profunda y especializada:
“Mi trabajo es checar cómo se acomodan las piedras y revisar que estén sólidas, en su lugar. Es algo sencillo porque las piedras te van diciendo todo”, dijo el conocedor.
Podrá ser una labor sencilla si se tiene experiencia en la albañilería maya, pero para llegar a ese punto hay que desprenderse de la idea de lo prolijo como perfecto.
“No se trata de que se vea bonito. Lo más importante es que las rocas queden fijas, sin moverse”, señaló mientras empujaba una piedra grande y cuadrada. "Por eso los albañiles modernos no pueden trabajar aquí, porque quieren acomodar las piedras para que queden derechitas. Aquí no puedes mover nada”.
Este albañil no solo habla con las piedras, también se encarga de la seguridad de todos en la obra. Supervisa, junto al Doctor Barrera Rubio, que la edificación se mantenga sólida en las distintas fases del trabajo en el edificio: mientras se libera la estructura de escombro, arena, árboles, ramas y comienzan a descubrirse los distintos elementos que integran el edificio; y más adelante, cuando se reconstruye todo, hasta que queda como las pirámides o palacios de los sitios arqueológicos que conocemos.
"No hay recetas mágicas, solo tienes que observar y recordar que lo más importante en este trabajo es el respeto. Nos han dejado tanto los mayas, que no puedes romper ni tratar mal a las piedras. Tampoco puedes llegar a cambiar lo que ellos hicieron. Tienes que respetarlos y no defraudarlos”, decía Santos mientras sonreía, iluminando su cara cuadrada y morena, curtida por tantos años de trabajo bajo el sol. Esta es la expresión habitual del albañil.
***
Para hablar de la trayectoria de Santos Cruz Sierra hay que trasladarse cuarenta y ocho años atrás, a septiembre de 1972, cuando tenía diecinueve años. Su primer trabajo en ruinas, como ayudante de albañil, fue en la expedición de 1972 en la zona arqueológica de Palenque, en Chiapas, trabajo liderado por el arqueólogo Jorge Ruffier Acosta, uno de los primeros que realizó exploración y salvamento arqueológico en la zona maya.
Fue la primera vez que viajó en ferrocarril, la primera vez que se alejó de su tierra y la primera vez que exploró la arquitectura que sus antepasados le dejaron.
"Como albañil estás acostumbrado a seguir un croquis para construir, pero aquí no hay croquis ni nada. Tienes que fijarte en lo que te dejaron. Aprender a leer la caída que tienen las piedras para poder levantarlas de nuevo".
Santos ya no recuerda muy bien el trabajo que hizo en aquella ocasión, pero el arqueólogo Jorge Acosta dejó un breve documento al respecto: “Se trabajó simultáneamente en cuatro edificios: el Palacio, el Templo de las Inscripciones, el Templo XIV; y se inició la exploración de una nueva estructura: el Palacio Encantado”. Tras dos años sin trabajos en la zona, algunas estructuras se habían deteriorado, por lo tanto, mucha de la labor que realizó el equipo de Acosta en aquel momento, fue de rescate.
Santos proviene de una ciudad con tradición en su profesión. En aquella expedición de 1972, hubo 75 trabajadores manuales: albañiles y ayudantes que viajaron desde Oxkutzcab. Aunque él no viene de una familia de constructores, adquirió sus conocimientos de manos de sus compañeros albañiles y de los arqueólogos, pero sobretodo gracias a sus recorridos observando piedras en los territorios mayas.
Entre sus maestros está el arqueólogo Roberto García Moll, una de las personas que más admira. Junto a él exploró Yaxchilán, zona arqueológica ubicada en el margen del río Usumacinta en la zona oriente de Chiapas, en varias exploraciones entre 1973 y 1985.
“Yo también paso el conocimiento a quien venga y me siento muy orgulloso cuando los más jóvenes aprenden”, afirmó.
— ¿Conoces Yaxchilán?, me preguntó.
— No, Santos, respondí.
— ¡N’hombre!, desaprobó el albañil, mientras giraba la cabeza de un lado a otro.
“Cuando vayas”, me dijo, “tienes que pararte en la Plaza Principal y girar la vista hasta que encuentres una estela de tres metros, es la única que hay ahí. Esa estela nosotros la reparamos y fue la primera vez que yo use la cal para trabajar. Gracias al arqueólogo conocimos cómo se utiliza. Se usa en lugar de mezcla o cemento, porque la cal protege mejor la piedra. Ahora usamos la cal para todo, pero sobretodo cuando trabajamos con las restauradoras. Ellas cuidan tanto las piedras que hasta quieren que las limpies con agua de garrafón, aunque uno esté tomando agua de pozo”.
Tras ese primer comienzo en 1972, Santos trabajó por casi veinte años en la misma línea, como albañil. En 1991 llegó su primer trabajo como cabo de obra en la zona arqueológica de Labná, Yucatán, en la ruta Puuc.
Para Cruz Sierra, Labná es un lugar muy cercano a casa, con estructuras conocidas para él. “Comenzamos a caminar por el sacbé — un camino ceremonial recto, elevado y pavimentado, construido por los mayas prehispánicos— quinientos metros hasta que llegamos a un montículo de tierra. Luego empezamos a liberar, a limpiar la estructura y nos dimos cuenta de que era el gran Arco de Labná, aunque todas las piedras se habían derrumbado”, recordó.
Ese arco tan representativo de la cultura maya Puuc fue replicado por Santos, años después en su pueblo, Oxkutzcab, aunque el monumental labrado que tiene el Arco de Labná es imposible de duplicar.
“Además no puedes andar construyendo esas cosas como los mayas, porque el INAH te llama la atención. El arco del hotel lo hicimos de cemento, de mezcla”.
Cuando no es temporada de trabajo en el INAH, el albañil de ruinas suele dedicarse a la construcción en su pueblo. Ahora no consigue trabajo, pero a lo largo de los años ha puesto su mano de obra para infinidad de edificios, casas grandes, hoteles, de todo.
Su hijo comparte su pasión y desde muy joven acompañó a su papá a las temporadas en Labná. Hizo de todo, pero prestó atención principalmente a la cerámica.
“Imagínate lo orgulloso que me siento de mi muchacho que se metió a estudiar arqueología y ahora es todo un arqueólogo que trabaja en Mayapán (Yucatán)”, dijo Santos.
Cruz Sierra es tan dicharachero que escuchar sus relatos, recabados a lo largo de cuarenta y ocho años de experiencia en las ruinas mayas, es una experiencia tan cómica como profunda. Para ejemplo está la anécdota de la primera vez que fue a Yaxchilán.
“No había otra forma de entrar, solo en avioneta, así que respiras hondo y te subes. Pero eso no fue lo más impresionante. En Chichén (Itzá) de pronto llegó un hombre con unas telas enormes y las empezó a inflar… y que me suben al globo. ¡Pero la cosa esa se estaba quemando de arriba! Ellos me decían que así era, pero yo decía: no, no, esto se está incendiando”, recuerda entre risas. “Era la única forma de llegar al sitio, así que me tuve que aguantar”.
***
Fue en Palacio de las Pilastras, en Kulubá, donde Santos trabajó por primera vez de la mano del doctor en Arqueología y Antropología Alfredo Barrera Rubio.
“Lo busqué porque es un profesional muy experimentado y nos va a ayudar a ir descifrando la arquitectura y las características de este edificio”, dijo el arqueólogo sobre uno de los destacados miembros de su equipo.
Para llegar a las ruinas de Kulubá tuvimos que viajar primero a Tizimín — una ciudad a 160 km al noroeste de Mérida—. En aquellos días de enero, antes de que existiera siquiera la sospecha de que el 2020 sería un año tan complicado, estaba por terminar la Feria de Reyes, con su amplio pabellón ganadero, su teatro con luz y sonido, los ruidosos juegos mecánicos, decenas de gritones anunciando ofertas, puestos de garnachas y cervezas en cada esquina, y el hombre de la jaula con canarios que muestran el futuro.
Al pararme frente a él, había tres opciones: que me transaran, que el pequeño canario saliera volando con mi futuro en la boca, o que el avecilla en verdad me dijera si iba a lograr o no llegar a las ruinas mayas. Pasó lo primero, pero aún así, al día siguiente encontré la forma de llegar a Kulubá.
El primer tramo del viaje, sobre una de las tantas carreteras bien pavimentadas de Yucatán, fue llevadero. Pero, tras quince minutos de trayecto, llegamos a un angosto y complicado camino de ripio suelto. El auto se tambaleaba de lado a lado como si estuviéramos conduciendo una taza loca, hasta que nos topamos con una granja ganadera, que en realidad es un emblema de la ciudad de Tizimín.
Lo primero que vimos, junto a la verja que pone límite al terreno, fue el Templo de las Us. Un edificio tapizado de escamas talladas sobre piedra, que se asemejan a la letra U. El edificio representa un monstruo de la tierra, algo parecido a una víbora, donde las puertas simulan ser las fauces del animal, con dientes puntiagudos alrededor del marco, dando al visitante la sensación de ser engullido por la bestia.
“Cuando el arqueólogo lo descubrió, la parte trasera del templo estaba intacta, pero la fachada estaba tirada en el piso, todo perdido”, recuerda la restauradora Natalia Hernández Tangarife, una mujer de treinta y tantos años, complexión delgada, sonrisa enorme y cabello chino. “En el 2000, se trabajó la consolidación de la estructura, y se arregló la fachada”, me explicó. Pero hoy, a simple vista, no se distingue la silueta de la serpiente sobre la fachada del templo.
A principios del 2020, el departamento de Conservación del Centro INAH Yucatán se encontraba trabajando en la limpieza y restauración de esta estructura, proyecto codirigido por las restauradoras Natalia Hernández Tangarife y María Fernanda Escalante Hernández, pero más tarde, al igual que el resto del proyecto de Kulubá, la pandemia las obligó a dejarlo en pausa.
El inicio de la temporada de trabajo del equipo de conservación fue un proceso delicado. Un árbol había crecido en lo alto del templo y enraizó entre el estruco milenario y la piedra. “Una vez que se quitaron todas las ramas y parte de la raíz del árbol, se limpió con vapor la estructura, tratando de salvar el estuco existente y luego se coloca una solución de ácido cítrico, como inhibidor de crecimiento de los microorganismos”, explicaba la restauradora. En la parte trasera se comenzaba a vislumbrar el color rojizo, el pigmento original del estuco maya que recubre el edificio.
Frente a la puerta principal del Templo de las Us hay un camino retorcido entre maleza, arbustos, álamos, chakahs, chicozapotes y ceibas. La recomendación general para circular por la zona fue: “no pisar o rozar los arbustos”. Acatar esta sugerencia al pie de la letra era una forma inteligente de llevar el viaje por la zona y prevenir futuras molestias e incomodidades, pues el campo estaba tapizado de garrapatas minúsculas y el menor descuido implicaba salir de ahí con decenas de ellas clavadas en el cuerpo.
Conforme avanzábamos en el camino, entrábamos de lleno a la selva y un mono araña trepaba por las copas de los árboles, mientras cientos de pájaros de distintos colores y formas nos rodeaban en lo alto. ”El camino está lleno de estructuras”, comentó Natalia, mientras señalaba una pirámide atravesada por un árbol y otra pirámide tapizada de maleza, con un hueco enorme en la parte superior.
“¿Ves ese hoyo? Antes los de los pueblos cercanos venían y se llevaban las piedras para hacer bardas, caminos o sus casas. Por eso se ve así la pirámide, le faltan piedras en lo alto”, explicó.
Más adelante, desviándose un poco del camino, pudimos ver un pequeño palacio de dos pisos, el Palacio de Chenes, que tiene un juego prehispánico de estuco rojo y blanco en el suelo. Y en el trayecto nos topamos con pequeñas estructuras que, posiblemente, sean estelas o altares. Al fondo apareció el Palacio de las Pilastras.
En noviembre del 2019, cuando comenzó el trabajo en la estructura, “no teníamos idea de lo que íbamos a encontrar, aunque ya sabíamos que se trataba de un palacio, por sus dimensiones”, comentó el arqueólogo Barrera Rubio.
A dos meses de aquella interrogante, en enero del 2020, llamaron su atención un montón de piedras de distintos tamaños y formas distribuidas por todo el campo: debajo de los árboles, en montones alrededor de los troncos y formando montículos. Frente a eso, había un gran hueco de más de sesenta metros de largo, era toda la excavación del palacio que, en un inicio, se encontraba semienterrado. En la parte de arriba había un piso largo apoyado de una gran estructura de piedra que salía de la excavación. Hasta arriba, en la punta, a unos tres o cuatro metros, Santos y dos albañiles realizaban su trabajo.
Para que todo aquello fuera visible, el equipo de arqueología tuvo que liberar la estructura de escombros, arena y árboles, trabajo que les tomó un poco más de dos meses. Luego empezaron a analizar las piedras: su tamaño, su forma y su caída, para poder consolidar el palacio.
La estructura mide 55 metros de largo, 15 metros de ancho y seis metros de alto. Pero, en realidad, no se trata de un solo palacio sino de dos, con pilastras de distintas épocas. El primero, se calcula, fue utilizado en el periodo Clásico Tardío, del 600 al 900 d.C. y era “una sola galería con pilastras de acceso, una bóveda corrida y escalinatas en la parte Este”, indicó Barrera Rubio. El segundo edificio fue utilizado en el periodo Clásico Terminal, del 950 a 1050 d.C., “fue construido por los itzáes de Chichén y tiene características arquitectónicas distintas”, y se instaló en las escalinatas del primer edificio.
Dos días antes de nuestra visita, en una de las escalinatas del palacio, hallaron ocho cráneos que formaban parte de una ofrenda. Los encontraron casi en la superficie, debajo del escombro de un derrumbe. Estaban acompañados de pedacería de cerámica, al costado de lo que se cree que fue un pequeño altar. Estos hallazgos fueron una pista de que el palacio tuvo un posible uso ritual durante sus últimos años de ocupación.
Este lugar era una de las nueve estructuras que rodeaban la plaza, un cuadrángulo de 100 metros en su eje norte-sur y 125 metros en su eje este-oeste, en la antigua ciudad maya de Kulubá. Era el asentamiento más importante de la metrópoli, el foco de la vida comunitaria y la sede del poder político e ideológico. Al pasar de los años, en abandono y desuso, las estructuras fueron tragadas por la vegetación selvática. El patio y los edificios quedaron completamente imperceptibles a nuestra vista.
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“A pesar de que Kulubá es uno de los sitios arqueológicos más importantes de esta región, no lo encontramos referido en las fuentes documentales, ya sea indígenas o coloniales, como los libros de Chilam Balam o en las obras de los cronistas hispanos”, comentó el doctor Alfredo Barrera. Lo más probable es que el nombre con el que se le conoce en estos días no sea el original, porque tampoco hay registro de él en el Atlas Arqueológico de Yucatán, lo cual indica que no está catalogada como zona arqueológica de primer nivel.
En su tesis doctoral: “Kulubá: Asentamiento, cosmovisión y desarrollo de un enclave Itzá del nororiente de Yucatán”, el doctor Barrera Rubio explica que la ciudad no era considerada capital de una unidad política, pero sí tenía una importancia estratégica, al ser, probablemente, un eslabón económico y político entre las grandes urbes que dominaron la zona: la región de Cobá, en el Clásico Tardío y Chichén Itzá, en el Clásico Tardío y Terminal.
La construcción de la ciudad de Kulubá, que abarcó 234 hectáreas, obedecía a un modelo de organización social maya que era regido por el cosmos y la fuente de vida, el agua.
“En la etnoterritorialidad maya, los espacios se conciben como animados, poseídos por entidades territoriales extraordinarias y poderosas”, dice Barrera en su tesis, “ante las cuales, las personas deben de realizar cuidadosos rituales para aplacar enojos y propiciar permisos y ayudas sobrenaturales”.
Esta ciudad se construyó cerca de cenotes y rejolladas o k’op, depresiones naturales de bastante humedad. Ambos elementos tenían una connotación importante en la cosmovisión maya, ya que eran los portales de entrada al inframundo. Esto establecía un nexo bien fuerte entre lo sagrado y la comunidad.
Kulubá era una ciudad con abundante riqueza. Las rejolladas, a su vez, eran utilizadas para el cultivo del cacao, cuyos granos eran utilizados como monedas de cambio por los mayas. Esto convirtió a la ciudad en un importante proveedor y distribuidor de la zona.
La construcción de los edificios más importantes, o con mayor inversión de fuerza de trabajo, circundan a la rejollada principal.
La gran plaza, que en el mapa del sitio corresponde al Grupo C, se encuentra a 325 metros de esta depresión. Las zonas residenciales también estaban alrededor de este núcleo central; las casas de los nobles, dirigentes y sacerdotes eran las más cercanas a la depresión natural. Las construcciones domésticas de la comunidad se encontraban del otro lado, también rodeadas por cuatro rejolladas de menor tamaño.
El Templo de las Us, que corresponde al Grupo A en el mapa, se encuentra a 290 metros al noroeste de la rejollada principal. Por los detalles arquitectónicos que muestra la fachada del templo: el gran monstruo de la tierra, la edificación hace alusión al portal de entrada al inframundo. Es posible que este lugar haya sido habitado por familias de líderes ideológicos o sacerdotes de la ciudad.
El Grupo B es el complejo habitacional más cercano a la depresión, a 140 metros de esta, y las fachadas de sus dos edificaciones principales, el Palacio de los Mascarones y el de Chenes, están orientados hacia ella.
El Palacio de los Mascarones es un edificio de la magnitud del Palacio de las Pilastras, con un pasillo abovedado dividido en ocho habitaciones y paneles con mascarones de Chaac, el dios de la lluvia, que moraba en los cenotes o cuevas inundadas que abundan en los alrededores de la ciudad. El Palacio de Chenes es una edificación de dos pisos, en la tercer recamara de la planta baja se encuentra un juego mesoamericano de estuco, conocido como patolli, que era utilizado en prácticas rituales. Según el estudio doctoral del antropólogo Barrera, fue utilizado para consultar a los dioses sobre las modificaciones a realizar en el mismo edificio. Este palacio es representativo de este proceso, porque refleja distintos cambios estructurales y el último quedó inconcluso: las escalinatas que daban al segundo nivel no se terminaron. Es probable que el edificio haya sido abandonado antes de concluir su remodelación final. Por la representación simbólica, cosmogónica, que tienen las edificaciones de este grupo, es posible que hayan sido habitadas por familias de clase gobernante o nobles.
Presenciar el hallazgo de una ciudad tan impresionante, hace que la cabeza vuele con interrogantes: ¿Cómo eran los arquitectos de aquella época? ¿Cómo cargaban esas piedras tan grandes los albañiles y canteros de hace más de mil años? ¿Cómo aprendieron a construir estos edificios magistrales? La respuesta es simple: igual que Santos y su equipo de trece albañiles de Oxkutzcab, más los 72 ayudantes de los pueblos vecinos. Seguramente aprendieron como ellos, de generación en generación, profundizando su profesión y especializándose en lo que mejor sabían hacer.
Aunque las publicaciones sobre Kulubá, en diciembre del 2019, hablaban de un hallazgo inédito, este sitio tiene ochenta años de haber sido descubierto. En diciembre de 1939, el arqueólogo estadounidense Wyllys Andrews IV fue el primero en realizar una expedición de investigación en este suelo. Años después, en 1941, Andrews publicó un croquis del lugar y varias notas detallando una arquitectura similar a las ruinas de Chichén Itzá.
El área quedó intacta hasta cuarenta años después, cuando una brigada de salvamento del INAH hizo una intervención arqueológica para reforzar algunas de las estructuras. Pero el trabajo de restauración de algunos sitios que tenían estructuras en pie, como el Templo de las Us, comenzó en 1999 y se extendió durante tres temporadas hasta el 2003.
Aquellas tres expediciones de trabajo, primer proyecto en la zona dirigido por Alfredo Barrera Rubio, se concentraron en el levantamiento del plano, la delimitación de la zona prehispánica, la ubicación cronológica del lugar y la restauración de una estructura de tipo residencial, otras edificaciones más pequeñas y tres palacios: el Palacio de los Mascarones, el Palacio de Chenes y el Templo de las Us. Este periodo de trabajo y exploración permitió que el doctor en antropología y arqueología profundizara en los conocimientos de la antigua ciudad prehispánica. Todo lo que sabemos de Kulubá, que ahora está en ruinas, es gracias a él.
Tras dieciséis años, en noviembre del 2019, Alfredo Barrera Rubio estuvo de regreso en la zona junto a un equipo interdisciplinario: arqueólogos, restauradores y trabajadores manuales, como Santos. Su objetivo: investigar, restaurar y dar mantenimiento a la zona de Kulubá.
El plan original de trabajo en la ruinas tomaría cinco meses: de noviembre del 2019 a marzo de este año. Pero desde enero ya se hablaba de que el ambicioso proyecto se extendería más tiempo de lo esperado y así fue. Para finales de marzo, que México fue sacudido por la emergencia sanitaria por la Covid-19, el Palacio de las Pilastras seguía inconcluso. “Quizás sea necesario otro mes o dos meses más para terminarlo”, estimaba Santos.
Todos los trabajadores fueron enviados a casa. La enfermedad, como le llama Santos al coronavirus, se desató con fuerza en las ciudades yucatecas.
A los tres meses del encierro, acompañada del diluvio y la inundación histórica, llegó la noticia del recorte al INAH. Un tijeretazo del 75 por ciento del, ya de por sí, raquítico presupuesto a gastos operativos y generales, asignado anualmente a dicha dependencia federal. Traducido a números, se habla de una suma que asciende a 700 millones de pesos menos en el año.
Esta reducción se refleja en aspectos prácticos del funcionamiento institucional de la dependencia, por ejemplo: la gasolina para que los arqueólogos, antropólogos y restauradores realicen salvamentos, supervisen los posibles deterioros de las zonas arqueológicas o hagan investigación en campo, fue recortada; el dinero utilizado para limpieza de los sitios, herramientas como las podadoras y los productos de limpieza, fue recortado; el material de oficina, fue también recortado. En realidad es interminable la lista de insumos que no existirán más y cuya ausencia paraliza las funciones de los trabajadores del INAH.
De unos años para acá, “el INAH tiene un presupuesto muy limitado para exploraciones y restauraciones de los sitios. Para este tipo de proyectos se necesitan aportaciones externas de gobiernos estatales, gobierno federal o programas de dependencias gubernamentales”, comentó el doctor Barrera Rubio. “Nuestro trabajo, con el presupuesto normal del INAH, solo alcanza para realizar salvamentos y rescates. Si un solicitante quiere llevar a cabo un proyecto en una zona con presencia de vestigios, como los campos eólicos de Yucatán, se necesita de la intervención del INAH para aprobar el proyecto y rescatar lo que se encuentre, además de una aportación de los solicitantes”.
El Sindicato Nacional de Profesores de Investigación Científica y Docente del INAH (SNPICD) informó que tras el decreto de austeridad que reducirá el presupuesto se verá afectada la operación y mantenimiento de 162 museos, 194 zonas arqueológicas y 515 monumentos históricos en todo México.
Voces internacionales como el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios de la UNESCO (ICOMOS) exteriorizó su preocupación ante este decreto:
“Entendemos las consecuencias de la terrible pandemia de la Covid-19”, señaló el arquitecto Saúl Alcántara Onofre, presidente del Capítulo México de ICOMOS. “Sin embargo, en México no deben ser paliadas sustrayendo valiosos recursos a instituciones que, como el INAH, históricamente han sobrevivido con poco. Al contrario, la enorme riqueza patrimonial de México debería ser potenciada apoyando al INAH en la generación de proyectos sustentables de la mano con las comunidades originarias, haciendo una versión efectivamente creativa de la convivencia entre el patrimonio y las necesidades del presente”.
El proyecto de Kulubá, como tal, no se verá afectado. El presupuesto para trabajar en el lugar está etiquetado, pero el futuro de la zona arqueológica: el mantenimiento de las estructuras y la limpieza del lugar, es lo que se tambalea.
La estabilidad laboral de los trabajadores eventuales y temporales también se encuentra en peligro.
—Oye, Santos, ¿sabes si después de Kulubá volverás a trabajar en un proyecto arqueológico?
—No, no sé. Sería bueno porque con esta crisis lo que más necesitamos es trabajo– respondió con una tonada de preocupación –. Uno batalla como trabajador de temporada porque en este receso de actividad, cuando más lo necesita uno, no le llega nada. En el sitio aún hay mucho trabajo por hacer, pero ni la construcción ni nosotros somos prioridad.
— ¿Qué esperas Santos?
— Que llegue diciembre. Porque yo creo que en ese mes llegará la llamada del arqueólogo para regresar al trabajo– comentó esperanzado el albañil de las ruinas.
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