Alex Atala: cocinero radical. Redescubriendo la gastronomía brasileña.

Alex Atala: cocinero radical

El brasileño Alex Atala, es chef y propietario de D.O.M, un restaurante que lleva diez años entre los mejores establecimientos del globo, ha colocado a la gastronomía de su país en el escaparate mundial. Es pescador y cazador, un punk inmerso en la lucha por una alimentación saludable.

Tiempo de lectura: 18 minutos

Alex Atala es el máximo representante de la cocina brasileña dentro y fuera de su país. Su restaurante más famoso, D.O.M, ubicado en São Paulo, cumple una década en la lista de los cincuenta mejores establecimientos del mundo que elabora la revista inglesa Restaurant, y un lustro entre los diez primeros (en la más reciente edición quedó en el cuarto lugar de Latinoamérica y el noveno mundial). Además, es el único restaurante brasileño que ha logrado obtener dos estrellas Michelin en 2015, año en que la marca francesa ha publicado su primera guía sobre un país latinoamericano. El reconocimiento se debe, principalmente, al mérito de haber modernizado y reinventado la cocina brasileña a partir de ingredientes locales. Atala, nacido en 1968, se crió en São Bernardo do Campo, en el cinturón industrial de São Paulo y, a los catorce años, se marchó de casa —con permiso materno— para vivir la aventura de ser punk de estética y condición: cresta de un palmo y nihilismo juvenil. Su destino era la capital paulista, donde trabajó en un histórico club nocturno como DJ. Pero su inquietud terminó llevándolo más allá. Se fue a Europa al cumplir 18, trabajó de pintor de brocha gorda, se anotó en una escuela de cocina para conseguir papeles de inmigrante legal en Bélgica, recaló en Francia e Italia, se casó con una brasileña y volvió a su país en 1994. Desde entonces vive entre fogones. Al principio fue chef de varios restaurantes. Luego, en 1999, abrió D.O.M buscando la excelencia a partir del producto brasileño y de un repertorio en el que se cruzan las técnicas más vanguardistas, aprendidas sobre todo de cocineros españoles, y las más tradicionales, aprendidas durante decenas de viajes al interior de Brasil, especialmente al Amazonas. En el pulmón verde del planeta aprendió a darle valor a la despensa local, ignota hasta hace poco incluso para muchos brasileños, y la transportó a la alta cocina. Además, a través del Instituto Atá incentiva la cocina sostenible proponiendo una gastronomía saludable para quien la produce, la prepara y la come.

La calle Barão de Capanema, en São Paulo, muere a mitad de camino entre la calle Augusta y la Padre João Manuel, en pleno corazón del barrio de Jardins. Hoy es jueves de feria, con fruta y verdura reluciente, empanadas fritas y caldo de caña, cocos y mil tipos de especias. Son las tres de la tarde y el suelo está lleno de hojas y papeles y cáscara de frutas. Los tenderos desarman las barracas que han montado por la mañana frente a exclusivas boutiques. Éste es el centro del sector más caro de Brasil, capaz de mezclar a diseñadores y estilistas con tenderos en delantales blancos.

En ese micromundo brasileño, a mitad de cuadra, de una casa sobria y elegante sale un hombre ataviado de cocinero. La casa es el D.O.M, donde acaba de terminar el turno del almuerzo. Eso quiere decir que le toca comer al chef. Así que se echa a caminar calle abajo liándose un cigarrillo, con la chaquetilla aún puesta, por entre el mercado a medio desmontar, hasta llegar a la otra esquina. Allí hay otro restaurante, también suyo, llamado Dalva e Dito, que presenta una versión más cotidiana –y económica– de su trabajo. Y ahí, en ese restaurante, es donde entra Alex Atala y se presenta en castellano de España, con su deje y sus giros coloquiales: «Mi padre, que tiene una parte de su familia en la frontera brasileña con Bolivia, me dice siempre que tengo un español muy feo». Los idiomas, como casi todo, los aprendió en la cocina. Y a la cocina remiten su atuendo, sus manos curtidas, incluso los tatuajes que lleva en los brazos: entre formas geométricas y motivos tribales se adivina un ave, una raspa de sardina, y algo que parece un plato redondo sobre un mantel romboide que, a su vez, está sobre una mesa cuadrada, flanqueado por un cuchillo y un tenedor. Es, en realidad, una recreación culinaria de la bandera de Brasil.

–Cuando se divulgó la última lista de mejores restaurantes del mundo y usted volvía a estar ahí por décimo año consecutivo, en su instagram apareció una frase muy sonora en inglés: Ten fucking years. ¿Por qué «fucking«?
–Porque me da igual la posición en la lista. Lo que me pareció más emblemático fue cumplir diez años entre los cincuenta mejores. Estar ahí haciendo cocina brasileña es una meta que no esperaba. Lo busqué, claro, pero no lo esperaba. Hice el post de instagram antes de que saliera publicada la lista, ese mismo día por la tarde. Siempre es un tema: quién sale, quién entra, quién sube, y a mí me daba igual si me daban el primero o el quincuagésimo. De hecho eso ya me tocó la primera vez que entré en la lista y fue el día más feliz de mi vida. Pero que pasen diez años y te llamen otra vez te alegra también.

–¿El éxito lo reconforta más por los premios, por el aplauso de sus pares o de la crítica?
–Creo que los premios, las estrellas y todo eso son como vinos: los hueles y son una maravilla. Pero no puedes beber mucho o te darán resaca. Los premios hay que tomarlos como un reconocimiento, no como un objetivo. Hay mucha gente loca por estar en una lista, y lo veo exagerado. En la lista no estoy yo, sino D.O.M, que es un equipo, y también están los proveedores. Compartir esto con la gente, mirar a los chicos de la cocina y ver que lo hicimos otra vez, es increíble. Porque hay gente que está desde el principio y otros chavalitos que llegaron este año pero que también se sienten dentro del proyecto.

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