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¿Por qué no imprimen más árboles en la CDMX?

¿Por qué no imprimen más árboles en la CDMX?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Vista aérea de la Ciudad de México. Fotografía de Mario Roberto Durán Ortiz.
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23
AAAA
Tiempo de Lectura: 00 min

En medio de la peor ola de calor en la CDMX, contamos la historia de dos jóvenes que se dedican a recorrer camellones y avenidas para sembrar árboles y plantas. Hacen lo suyo, con sus medios, para ayudarnos a todos. El gobierno capitalino, a otra escala, intenta lo mismo con el programa Sembrando Parques. ¿Volverá el verde a nuestra megalópolis?, ¿nuestras colonias pueden dejar de ser infernales islas de calor?

Tomé un micro que me llevó por todo el Canal de Miramontes, al sur de la Ciudad de México, para entrevistar a un par de activistas dedicados a la reforestación urbana. En un viaje en micro es fácil darse cuenta de que se ha entrado a una zona de clase media porque se ven árboles en todas partes. A lo largo de la avenida hay un muy tupido camellón sobre el que se levantan, acá y allá, los carteles de Sembrando Parques, el proyecto de reforestación del gobierno capitalino. Quienes recorren la ciudad han visto ese tipo de camellón de pasto bien cortado y hasta con flores: todo fuera como eso. Como en una premonición, mientras sigo viajando en el microbús, veo varios de esos carteles de color marrón guinda (pienso —quiero pensar— que es por el color de nuestra tierra fértil, y no un uso conveniente de los colores de Morena).

Hay quien no depende del gobierno local y hace su propio esfuerzo por reforestar la Ciudad de México. Por ejemplo, estos dos que tengo enfrente. Uno es moreno, el otro casi güero. Ambos son muy jóvenes: Carlos Valecillo, el moreno, es historiador y tiene veintisiete años. “Ya estoy medio grande”, me dice. El otro es David Valdez y tiene veintiuno, estudia ingeniería agrícola y lleva sembrando árboles desde la adolescencia. El dúo conforma Ciudad Bosque, una asociación civil dedicada a la reforestación y la revegetación urbana: un árbol, un helecho, una leguminosa a la vez.

Nos reunimos a la altura de la Alameda sur para conversar sobre Ciudad Bosque y su última acción directa, la siembra de plantas adecuadas para este tipo de suelo y para la convivencia entre varias especies que habitan el espacio que parte en dos el Canal de Miramontes.

Hace mucho sol, todo es verde y eso me hace preguntarme si es precisamente aquí donde hace falta sembrar más árboles. Mientras David se pone protector solar —lleva uno de esos sombreros que cubren totalmente cabeza y cuello, como los de la Legión Extranjera—, Carlos me lleva directamente hacia el camellón. ¿Nos vamos a subir ahí? ¿Se puede uno subir a los camellones y hacer cosas en ellos? Primera noticia. Iremos a ver los especímenes recién sembrados, por supuesto. En nombre sea de Dios y de María santísima, nos cruzamos por media avenida.

No puedo sino alabar la valentía de los muchachos: de los autos que nos pasan zumbando, nos separa un metro, acaso dos. Carlos y David: como si nada. Yo: llévenme a tierra firme.

Me explican que varias de las plantas que sembraron justo la semana anterior fueron retiradas, vandalizadas tal vez. Ahí donde habían plantado unas leguminosas y un mezquite, ahora hay un montoncito de pasto seco.

—Ni siquiera ponen plantas nuevas, nada más estos residuos marchitos —dice Carlos.

En uno de los alcorques, es decir, los accesos al suelo en los que es posible sembrar un árbol (cuando vaya por la calle y vea esos rectángulos de tierra donde hay o debería haber un árbol, ya sabe cómo se llaman), Carlos y David, junto con algunos vecinos de la zona, habían puesto las leguminosas desaparecidas, una especie que Carlos parece tener en el mejor de los conceptos:

—Las leguminosas son fundamentales, abren la tierra, nutren el suelo, capturan nitrógeno. En tierra con leguminosas se puede sembrar maíz, frijol y árboles como el mezquite y el palo dulce.

David menciona otra serie de especies que beneficiarían a la Ciudad de México si se sembraran de modo adecuado y todas suenan a poema o albur: sangre libanesa, palo dulce, árbol de manitas, palo loco.

—El árbol de manitas está en peligro de extinción, también el encino. Procuramos sembrar estas especies que faltan en la Ciudad de México, otras solo empobrecen el suelo porque no son plantas endémicas —me dice David. Aunque es más callado que Carlos, cuando interviene, lo hace con los pelos de la burra en la mano: ingeniero al fin.

David me lo explica con simpleza: no lo notamos a simple vista, pero nuestras áreas verdes están atascadas de especies que no son nativas. Pero se ven bonitas y crecen rápido. Por ejemplo, los eucaliptos, hoy malmirados por los ecologistas que los señalan como culpables de la sequedad del suelo de la ciudad —aunque fueron introducidos en el siglo XIX justamente porque secaban el suelo y se creía que combatían las inundaciones en la copiosa temporada de lluvias del Valle de México.

Hasta nuestras jacarandas tan bonitas —de las que los chilangos nos sentimos orgullosos— son criaturas que degradan el suelo que debería pertenecer a las plantas endémicas.

—Las trajeron porque querían poner cerezos, pero vieron que las jacarandas se darían mejor —me explica David.

Justo estoy charlando con David y Carlos cuando se nos acerca un hombre. Es firme: que qué estamos haciendo aquí. Le digo que soy periodista, que mis acompañantes son activistas y cambia sus modos. Les dice a los muchachos que hay algunos tuits con quejas por el retiro de las plantas recién sembradas. Carlos: que él mismo escribió esos tuits.

El hombre se presenta ante mí como Manuel Ortuño y ante los activistas como Tláloc Ortuño, de la Secretaría de Obras y Servicios (la Sobse). Entran en diálogo sobre un huizachito que fue retirado y el lugar, cubierto con pasto amarillo. “El huizache es un árbol adecuado”, dice Carlos y Ortuño enfría la situación, nos explica que respetan los árboles que siembra la comunidad y que a veces quitan plantas para moverlas a lugares donde se darán mejor.

—Pero las plantas fueron removidas —insiste Carlos.
—Las respetaremos, nos gusta que la ciudadanía participe.

Paz. Por el momento.

Ortuño me dice que también es responsable de arreglar el camellón de Reforma, de poner las plantas de temporada. Adorna con cempasúchil en época de muertos, con nochebuenas en diciembre, una monada, de la que los turistas toman fotos. A pregunta explícita, el funcionario niega ser parte del programa Sembrando Parques. “No nos corresponde”. (La página de Sembrando Parques dice lo contrario: la Sobse sí participa en la recuperación de espacios públicos para convertirlos en áreas verdes. Pero Manuel o Tláloc Ortuño no aparece en el portal de transparencia.)

Luego, al fin lejos del mundanal ruido (y los coches, maldita sea, que nos pasaban zumbando las rodillas), me siento a platicar con el dúo Ciudad Bosque. Entre otras cosas, me cuentan que hay empresas a las que el gobierno de la ciudad les concede y encarga el cuidado de camellones o pequeños jardines. Poner nochebuenas y cempasúchil en temporada queda bien, nadie se puede quejar, ¿o sí? Los muchachos de Ciudad Bosque rompen la burbuja:

—Sería mejor elegir plantas que alimentan y se alimentan del suelo —dice Carlos. El entusiasmo y el rigor de ambos es notorio. Están informados. No son meros hippies abraza-árboles.

Hay, dice Carlos, una relación de amor y odio con las autoridades:

—Así como vino este señor Tláloc y da un mensaje de que respetan los árboles, también vienen autoridades que sabotean.

¿A quién recurrir? Como todo amor disfuncional: es complicado. Las autoridades se echan la bolita. De la Sobse a la Sedema (la Secretaría de Medio Ambiente de la Ciudad de México, responsable del Programa Ambiental y de Cambio Climático), de la Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial (PAOT) a la Comisión de Recursos Naturales, de un lado de la cancha y de regreso. Tal parece que cuando la iniciativa no viene de su lado, pues no, no se vale.

Encima, reforestar es caro, dicen los muchachos. El precio de cada planta sembrada por ellos significa una inversión de al menos quinientos pesos. Aunque el costo de reforestar tras un incendio es mayor: puede salir hasta en treinta mil pesos por hectárea, según la Comisión Nacional Forestal.

—Pero el costo de no hacerlo es mayor —advierte Carlos.

—Es más barato sembrar árboles que subsanar las inundaciones de la Ciudad de México cada año —agrega David—. Un árbol en buen estado absorbe entre dos mil ochocientos y trece mil litros de agua al año.

Por las mismas razones, la PAOT promueve la reforestación urbana. Los árboles recogen el polvo y las partículas suspendidas, regulan las islas de calor urbanas y hasta disminuyen la prevalencia del ruido. No estaría mal llenarnos de árboles, pues. Pero reforestar también incluye costos que no son monetarios: hay —o debe haber— educación involucrada.

Ciudad Bosque, como los grupos de otros activistas, hace un trabajo crítico de pedagogía: informa a los habitantes de las colonias, por ejemplo, de cuáles plantas son las mejores para sembrar según el tipo de suelo. Hay árboles que no funcionan igual en distintas zonas, me explican, hay colonias que tienen mejor drenaje que otras y los árboles que producen muchas hojas se convierten en “tapacaños”. Cada planta sembrada por Ciudad Bosque lleva una pequeña placa que informa al viandante de sus cuidados; una nueva versión del “detente a oler las rosas”: detente a saludar un arbolito y ve qué puedes hacer por él.

Sí, reforestar es caro, confirma el biólogo Enrique Lira Fernández, de la Dirección General de Medio Ambiente de Naucalpan, Estado de México. La reforestación en las ciudades se encarece porque los espacios verdes son cada vez son más reducidos. Lira explica: “Sin embargo, hay esfuerzos importantes en el área conurbada y en la propia ciudad, que tiene, sobre todo en las partes altas, en las zonas boscosas, campañas de reforestación”.

En el Estado de México también hay campañas de este tipo, tanto en las partes urbanas como en las rurales, erosionadas por la siembra de monocultivos como el maíz. Lira explica que, así como sucede en la Ciudad de México, la zona conurbada está llena de especies exóticas que “se comen” a las nativas. Son los mentados eucaliptos, el cedro blanco y las jacarandas que levantan banquetas y dañan la red de alcantarillado. Esos árboles son los sospechosos más comunes de las políticas. Porque son políticas, hace énfasis el biólogo Lira, refiriéndose a que son medidas de gobiernos con poca planeación ambiental. Introducen especies “que se ven, pero no son adecuadas para el sitio, que crecen rápido y no necesitan mucho cuidado. Hay una plaga de árboles muertos en toda la zona urbana, árboles descortezados que significan un riesgo porque en cualquier momento se caen”.

¿Y si los tiramos y sembramos nuevos? Que no: resulta caro para las dependencias. Hay que sacar permisos, pagar esos permisos, evaluar si el árbol no se lleva entre las ramas los cables de la luz: toda una rutina de baile burocrática en las alcaldías que quién se quiere aventar.

Pero surge la pregunta: ¿cuál es la cifra ideal de árboles y plantas que debería haber en la Ciudad de México? Mejor aún: ¿solo cuentan los metros cuadrados de áreas verdes o algunos árboles son más valiosos que otros? “Un árbol grande y viejo —y mientras más viejo el árbol, más beneficios otorga—, como un fresno, puede tener una copa de treinta metros”, dice Carlos, el activista de Ciudad Bosque. Sus bondades pueden llegar a ser suficientes para toda una cuadra.

Hay otra manera de contar: la regla 3-30-300, que propone Greenpeace. Pregúntate: ¿veo tres árboles desde mi ventana?, ¿hay treinta por ciento de cobertura vegetal en mi colonia?, ¿hay un parque a trescientos metros de mi casa? Yo, que vivo en Valle de Aragón, un conurbado de la Ciudad de México, contesto que no a las tres. Y mi memoria regresa a Miramontes. Por esos rumbos de Villa Coapa y Paseos de Taxqueña, barrios de clase media alta, hay plantas que da gusto. ¿Estamos ante una gentrificación de las zonas verdes?

Contesta Juan Mayorga, periodista ambiental especializado en reforestación: “Hay varios factores medioambientales de la Ciudad de México que se dividen claramente entre oriente y occidente. El agua dulce y ligera de la ciudad viene del occidente porque ahí están las montañas. Al oriente está el agua salitrosa, turbia, que anegaba Chalco, Tláhuac, Iztapalapa. El lago que desecaron y no volvieron a cuidar”.

Por eso: ¿es esta la explicación de que haya más áreas verdes en ciertas partes? El mapa de cobertura arbórea de Global Forest Watch deja muy claro que la “vegetación leñosa de cinco metros o más” se concentra en el sur, el suroeste y el oeste de la capital.

Mayorga anota que “hay ejemplos de áreas verdes en zonas periféricas. En Iztapalapa hay un camellón extenso y bien pensado frente a unas instalaciones de la Marina…” Tiene casi setecientos metros cuadrados de extensión. “Es parte del acierto de la 4T, la creación de espacios urbanos de gran calidad. Reforestar es más que buenas intenciones”, explica sin ambages, “aunque el gobierno de la Ciudad de México ha tenido éxito con el programa Sembrando Parques, que me parece un programa adecuado…”.

—Pero se dice que sobre todo se plantan ejemplares de ornato… —lo interrumpo.

—Eso no es malo por sí mismo —le toca a Juan interrumpirme—. Si lo hiciera una firma de arquitectura internacional se diría que [Sembrando Parques] es una idea audaz, genial, inteligente, bien pensada. ¿Por qué no iba a serlo un programa gubernamental? Si el gobierno hace algo bien hay que reconocérselo, lo contrario es ser mezquino.

La PAOT recogió en 2009 una muy completa base de datos, un verdadero censo de nuestras áreas verdes —el problema es que es muy viejo—. De acuerdo con él, en Cuajimalpa, donde vivían 100 mil habitantes en 2005, se rebasaban los 3 millones de metros cuadrados de áreas verdes (sumando árboles, pastos, arbustos y áreas deportivas); en la alcaldía Cuauhtémoc había entonces 3.6 millones de metros cuadrados de este tipo de áreas, pero ahí vivía más de medio millón de personas.

Numeritos, tan agrestes, pero dan contexto: Iztapalapa, la alcaldía más poblada de la Ciudad de México, con casi dos millones de habitantes, tenía apenas 12% de territorio convertido en área verde. En Magdalena Contreras, la de menor extensión territorial, había más plantas y árboles, el 22% de su superficie era verde en 2009. En el amplio Xochimilco, uno de los viveros favoritos de los chilangos, había 21% de superficie verde cuando se hizo el censo. Tláhuac es deprimente: apenas llega al 10%.

La reforestación pasa por estas cifras y por varios retenes: la muerte comunitaria es uno de ellos. Así como Carlos y David se han topado con vecinos y autoridades que se oponen a sus árboles (“¿Tú vas a recoger las hojas?”, increpó memorablemente una vecina a David), Mayorga me explica que las mejores iniciativas de recuperación de bosques y suelos son las que pasan por la comunidad. “En Oaxaca hay varios ejemplos en los que la comunidad, a partir de la estructura de gobierno y gobernanza y de los usos y costumbres indígenas, se maneja a sí misma, lo que se traduce en una gestión sólida y eficiente que alcanza objetivos de sustentabilidad, conservación y objetivos sociales”.

Suena muy bien: “Son experiencias que podrían trasladarse a otros lugares del país, así ha sido en Guerrero, Michoacán, Quintana Roo. Desgraciadamente, esas experiencias se reconocen poco en las grandes ciudades”.

II

Y de todo esto ¿a dónde? Fui a caminar por mi parque local, el Bosque de San Juan de Aragón, para pensar. A simple vista, cuando veo volar algo que se parece a una garza, digo: okey. Hay gente corriendo, familias que vienen a celebrar cumpleaños (los globos de colores no mienten), bicicletas en renta, aire fresco. Pero mi vista se detiene en árboles ralos, con corteza descascarada. Es triste: en este sitio, uno de los estandartes de Sembrando Parques, hay árboles enfermos. El bosque ha sido mejorado, basta ver la obra rumbo al lago, es un paseo lindo. Pero ¿y el bosque-bosque?

Sembrando Parques, en su plan para reforestar el Bosque de San Juan de Aragón, se propone sembrar dos mil árboles, seis mil arbustos y dos mil cubresuelos (plantas que protegen la riqueza de los suelos). Diez mil plantas nuevas en beneficio de quinientas mil personas. Instalado en una avenida llena de tráfico, al Bosque de Aragón se puede llegar en auto o por la línea B del metro, aunque no hay estaciones que conecten las zonas más marginadas de Ecatepec y Neza con este espacio verde. Pero ayuda a cumplir la regla 3-30-300, todo hay que decirlo.

La regla 3-30-300 es “al ojímetro”, dice el investigador del Instituto de Biología de la UNAM Luis Zambrano. Lo importante es plantearse la posibilidad de que las clases populares tengan no solo el 3-30-300, “sino parques que aumenten su calidad de vida, sin expulsarlas [de sus colonias]”. ¿Qué significan los parques en cuanto a la calidad de vida? ¿No podríamos decir que crear parques en una zona popular hace crecer la plusvalía? “Una cosa es elevar el nivel de vida de una colonia sembrando parques y otra que las viviendas suban de precio. No podemos tener lugares horribles para que los precios no suban”.

Pero hasta los parques se pueden hacer mal. “Si se siembra un parque y se le deja así, lo más probable es que reste calidad de vida. Se vuelven focos de delincuencia. En cambio, uno bien concebido, multifuncional, con mantenimiento, que tiene canchas deportivas, kioscos, zonas de pasto en las que alguien pueda acostarse, es un parque visitado. Ayuda a conformar comunidad, así que la propia gente lo cuida. Donde hay niños jugando futbol y veinte papás con ellos, es menos probable que se vaya a juntar una bandita [de delincuentes]”.

La Ciudad de México, advierte Zambrano, es “más dúctil de lo que creemos. En vez de pensar en ideales, hay que pasar por el proceso. ¿Tres árboles desde mi ventana? Hay que pensar en qué árboles, si son tres eucaliptos tal vez no sea lo mejor, pero si esos eucaliptos sobreviven quizá podamos sembrar unos encinos que en veinte años serán enormes y sanos”.

En suma, que toda solución supera las buenas intenciones y va más allá de la creación comunitaria; también está en manos de las políticas públicas, que deben considerar los precios de las rentas, la calidad de vida de los vecinos y viandantes y el respeto a las comunidades, independientemente de a qué percentil de ingreso pertenecen. Las clases populares tienen derecho a la sombra de los árboles.

Cuando éramos niños y queríamos sacar la bici, nos emocionaba ir al parque. Recuerdo esa sensación. Mientras pienso en todas las variables que han de suceder —y que hemos de exigir— para que la situación cambie, voy a la jardinera de enfrente a hacer lo mío: acabo de sembrar una planta de frijoles que compré en el mercado. Yo te cuido, plantita.

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Tiempo de Lectura: 00 min

En medio de la peor ola de calor en la CDMX, contamos la historia de dos jóvenes que se dedican a recorrer camellones y avenidas para sembrar árboles y plantas. Hacen lo suyo, con sus medios, para ayudarnos a todos. El gobierno capitalino, a otra escala, intenta lo mismo con el programa Sembrando Parques. ¿Volverá el verde a nuestra megalópolis?, ¿nuestras colonias pueden dejar de ser infernales islas de calor?

Tomé un micro que me llevó por todo el Canal de Miramontes, al sur de la Ciudad de México, para entrevistar a un par de activistas dedicados a la reforestación urbana. En un viaje en micro es fácil darse cuenta de que se ha entrado a una zona de clase media porque se ven árboles en todas partes. A lo largo de la avenida hay un muy tupido camellón sobre el que se levantan, acá y allá, los carteles de Sembrando Parques, el proyecto de reforestación del gobierno capitalino. Quienes recorren la ciudad han visto ese tipo de camellón de pasto bien cortado y hasta con flores: todo fuera como eso. Como en una premonición, mientras sigo viajando en el microbús, veo varios de esos carteles de color marrón guinda (pienso —quiero pensar— que es por el color de nuestra tierra fértil, y no un uso conveniente de los colores de Morena).

Hay quien no depende del gobierno local y hace su propio esfuerzo por reforestar la Ciudad de México. Por ejemplo, estos dos que tengo enfrente. Uno es moreno, el otro casi güero. Ambos son muy jóvenes: Carlos Valecillo, el moreno, es historiador y tiene veintisiete años. “Ya estoy medio grande”, me dice. El otro es David Valdez y tiene veintiuno, estudia ingeniería agrícola y lleva sembrando árboles desde la adolescencia. El dúo conforma Ciudad Bosque, una asociación civil dedicada a la reforestación y la revegetación urbana: un árbol, un helecho, una leguminosa a la vez.

Nos reunimos a la altura de la Alameda sur para conversar sobre Ciudad Bosque y su última acción directa, la siembra de plantas adecuadas para este tipo de suelo y para la convivencia entre varias especies que habitan el espacio que parte en dos el Canal de Miramontes.

Hace mucho sol, todo es verde y eso me hace preguntarme si es precisamente aquí donde hace falta sembrar más árboles. Mientras David se pone protector solar —lleva uno de esos sombreros que cubren totalmente cabeza y cuello, como los de la Legión Extranjera—, Carlos me lleva directamente hacia el camellón. ¿Nos vamos a subir ahí? ¿Se puede uno subir a los camellones y hacer cosas en ellos? Primera noticia. Iremos a ver los especímenes recién sembrados, por supuesto. En nombre sea de Dios y de María santísima, nos cruzamos por media avenida.

No puedo sino alabar la valentía de los muchachos: de los autos que nos pasan zumbando, nos separa un metro, acaso dos. Carlos y David: como si nada. Yo: llévenme a tierra firme.

Me explican que varias de las plantas que sembraron justo la semana anterior fueron retiradas, vandalizadas tal vez. Ahí donde habían plantado unas leguminosas y un mezquite, ahora hay un montoncito de pasto seco.

—Ni siquiera ponen plantas nuevas, nada más estos residuos marchitos —dice Carlos.

En uno de los alcorques, es decir, los accesos al suelo en los que es posible sembrar un árbol (cuando vaya por la calle y vea esos rectángulos de tierra donde hay o debería haber un árbol, ya sabe cómo se llaman), Carlos y David, junto con algunos vecinos de la zona, habían puesto las leguminosas desaparecidas, una especie que Carlos parece tener en el mejor de los conceptos:

—Las leguminosas son fundamentales, abren la tierra, nutren el suelo, capturan nitrógeno. En tierra con leguminosas se puede sembrar maíz, frijol y árboles como el mezquite y el palo dulce.

David menciona otra serie de especies que beneficiarían a la Ciudad de México si se sembraran de modo adecuado y todas suenan a poema o albur: sangre libanesa, palo dulce, árbol de manitas, palo loco.

—El árbol de manitas está en peligro de extinción, también el encino. Procuramos sembrar estas especies que faltan en la Ciudad de México, otras solo empobrecen el suelo porque no son plantas endémicas —me dice David. Aunque es más callado que Carlos, cuando interviene, lo hace con los pelos de la burra en la mano: ingeniero al fin.

David me lo explica con simpleza: no lo notamos a simple vista, pero nuestras áreas verdes están atascadas de especies que no son nativas. Pero se ven bonitas y crecen rápido. Por ejemplo, los eucaliptos, hoy malmirados por los ecologistas que los señalan como culpables de la sequedad del suelo de la ciudad —aunque fueron introducidos en el siglo XIX justamente porque secaban el suelo y se creía que combatían las inundaciones en la copiosa temporada de lluvias del Valle de México.

Hasta nuestras jacarandas tan bonitas —de las que los chilangos nos sentimos orgullosos— son criaturas que degradan el suelo que debería pertenecer a las plantas endémicas.

—Las trajeron porque querían poner cerezos, pero vieron que las jacarandas se darían mejor —me explica David.

Justo estoy charlando con David y Carlos cuando se nos acerca un hombre. Es firme: que qué estamos haciendo aquí. Le digo que soy periodista, que mis acompañantes son activistas y cambia sus modos. Les dice a los muchachos que hay algunos tuits con quejas por el retiro de las plantas recién sembradas. Carlos: que él mismo escribió esos tuits.

El hombre se presenta ante mí como Manuel Ortuño y ante los activistas como Tláloc Ortuño, de la Secretaría de Obras y Servicios (la Sobse). Entran en diálogo sobre un huizachito que fue retirado y el lugar, cubierto con pasto amarillo. “El huizache es un árbol adecuado”, dice Carlos y Ortuño enfría la situación, nos explica que respetan los árboles que siembra la comunidad y que a veces quitan plantas para moverlas a lugares donde se darán mejor.

—Pero las plantas fueron removidas —insiste Carlos.
—Las respetaremos, nos gusta que la ciudadanía participe.

Paz. Por el momento.

Ortuño me dice que también es responsable de arreglar el camellón de Reforma, de poner las plantas de temporada. Adorna con cempasúchil en época de muertos, con nochebuenas en diciembre, una monada, de la que los turistas toman fotos. A pregunta explícita, el funcionario niega ser parte del programa Sembrando Parques. “No nos corresponde”. (La página de Sembrando Parques dice lo contrario: la Sobse sí participa en la recuperación de espacios públicos para convertirlos en áreas verdes. Pero Manuel o Tláloc Ortuño no aparece en el portal de transparencia.)

Luego, al fin lejos del mundanal ruido (y los coches, maldita sea, que nos pasaban zumbando las rodillas), me siento a platicar con el dúo Ciudad Bosque. Entre otras cosas, me cuentan que hay empresas a las que el gobierno de la ciudad les concede y encarga el cuidado de camellones o pequeños jardines. Poner nochebuenas y cempasúchil en temporada queda bien, nadie se puede quejar, ¿o sí? Los muchachos de Ciudad Bosque rompen la burbuja:

—Sería mejor elegir plantas que alimentan y se alimentan del suelo —dice Carlos. El entusiasmo y el rigor de ambos es notorio. Están informados. No son meros hippies abraza-árboles.

Hay, dice Carlos, una relación de amor y odio con las autoridades:

—Así como vino este señor Tláloc y da un mensaje de que respetan los árboles, también vienen autoridades que sabotean.

¿A quién recurrir? Como todo amor disfuncional: es complicado. Las autoridades se echan la bolita. De la Sobse a la Sedema (la Secretaría de Medio Ambiente de la Ciudad de México, responsable del Programa Ambiental y de Cambio Climático), de la Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial (PAOT) a la Comisión de Recursos Naturales, de un lado de la cancha y de regreso. Tal parece que cuando la iniciativa no viene de su lado, pues no, no se vale.

Encima, reforestar es caro, dicen los muchachos. El precio de cada planta sembrada por ellos significa una inversión de al menos quinientos pesos. Aunque el costo de reforestar tras un incendio es mayor: puede salir hasta en treinta mil pesos por hectárea, según la Comisión Nacional Forestal.

—Pero el costo de no hacerlo es mayor —advierte Carlos.

—Es más barato sembrar árboles que subsanar las inundaciones de la Ciudad de México cada año —agrega David—. Un árbol en buen estado absorbe entre dos mil ochocientos y trece mil litros de agua al año.

Por las mismas razones, la PAOT promueve la reforestación urbana. Los árboles recogen el polvo y las partículas suspendidas, regulan las islas de calor urbanas y hasta disminuyen la prevalencia del ruido. No estaría mal llenarnos de árboles, pues. Pero reforestar también incluye costos que no son monetarios: hay —o debe haber— educación involucrada.

Ciudad Bosque, como los grupos de otros activistas, hace un trabajo crítico de pedagogía: informa a los habitantes de las colonias, por ejemplo, de cuáles plantas son las mejores para sembrar según el tipo de suelo. Hay árboles que no funcionan igual en distintas zonas, me explican, hay colonias que tienen mejor drenaje que otras y los árboles que producen muchas hojas se convierten en “tapacaños”. Cada planta sembrada por Ciudad Bosque lleva una pequeña placa que informa al viandante de sus cuidados; una nueva versión del “detente a oler las rosas”: detente a saludar un arbolito y ve qué puedes hacer por él.

Sí, reforestar es caro, confirma el biólogo Enrique Lira Fernández, de la Dirección General de Medio Ambiente de Naucalpan, Estado de México. La reforestación en las ciudades se encarece porque los espacios verdes son cada vez son más reducidos. Lira explica: “Sin embargo, hay esfuerzos importantes en el área conurbada y en la propia ciudad, que tiene, sobre todo en las partes altas, en las zonas boscosas, campañas de reforestación”.

En el Estado de México también hay campañas de este tipo, tanto en las partes urbanas como en las rurales, erosionadas por la siembra de monocultivos como el maíz. Lira explica que, así como sucede en la Ciudad de México, la zona conurbada está llena de especies exóticas que “se comen” a las nativas. Son los mentados eucaliptos, el cedro blanco y las jacarandas que levantan banquetas y dañan la red de alcantarillado. Esos árboles son los sospechosos más comunes de las políticas. Porque son políticas, hace énfasis el biólogo Lira, refiriéndose a que son medidas de gobiernos con poca planeación ambiental. Introducen especies “que se ven, pero no son adecuadas para el sitio, que crecen rápido y no necesitan mucho cuidado. Hay una plaga de árboles muertos en toda la zona urbana, árboles descortezados que significan un riesgo porque en cualquier momento se caen”.

¿Y si los tiramos y sembramos nuevos? Que no: resulta caro para las dependencias. Hay que sacar permisos, pagar esos permisos, evaluar si el árbol no se lleva entre las ramas los cables de la luz: toda una rutina de baile burocrática en las alcaldías que quién se quiere aventar.

Pero surge la pregunta: ¿cuál es la cifra ideal de árboles y plantas que debería haber en la Ciudad de México? Mejor aún: ¿solo cuentan los metros cuadrados de áreas verdes o algunos árboles son más valiosos que otros? “Un árbol grande y viejo —y mientras más viejo el árbol, más beneficios otorga—, como un fresno, puede tener una copa de treinta metros”, dice Carlos, el activista de Ciudad Bosque. Sus bondades pueden llegar a ser suficientes para toda una cuadra.

Hay otra manera de contar: la regla 3-30-300, que propone Greenpeace. Pregúntate: ¿veo tres árboles desde mi ventana?, ¿hay treinta por ciento de cobertura vegetal en mi colonia?, ¿hay un parque a trescientos metros de mi casa? Yo, que vivo en Valle de Aragón, un conurbado de la Ciudad de México, contesto que no a las tres. Y mi memoria regresa a Miramontes. Por esos rumbos de Villa Coapa y Paseos de Taxqueña, barrios de clase media alta, hay plantas que da gusto. ¿Estamos ante una gentrificación de las zonas verdes?

Contesta Juan Mayorga, periodista ambiental especializado en reforestación: “Hay varios factores medioambientales de la Ciudad de México que se dividen claramente entre oriente y occidente. El agua dulce y ligera de la ciudad viene del occidente porque ahí están las montañas. Al oriente está el agua salitrosa, turbia, que anegaba Chalco, Tláhuac, Iztapalapa. El lago que desecaron y no volvieron a cuidar”.

Por eso: ¿es esta la explicación de que haya más áreas verdes en ciertas partes? El mapa de cobertura arbórea de Global Forest Watch deja muy claro que la “vegetación leñosa de cinco metros o más” se concentra en el sur, el suroeste y el oeste de la capital.

Mayorga anota que “hay ejemplos de áreas verdes en zonas periféricas. En Iztapalapa hay un camellón extenso y bien pensado frente a unas instalaciones de la Marina…” Tiene casi setecientos metros cuadrados de extensión. “Es parte del acierto de la 4T, la creación de espacios urbanos de gran calidad. Reforestar es más que buenas intenciones”, explica sin ambages, “aunque el gobierno de la Ciudad de México ha tenido éxito con el programa Sembrando Parques, que me parece un programa adecuado…”.

—Pero se dice que sobre todo se plantan ejemplares de ornato… —lo interrumpo.

—Eso no es malo por sí mismo —le toca a Juan interrumpirme—. Si lo hiciera una firma de arquitectura internacional se diría que [Sembrando Parques] es una idea audaz, genial, inteligente, bien pensada. ¿Por qué no iba a serlo un programa gubernamental? Si el gobierno hace algo bien hay que reconocérselo, lo contrario es ser mezquino.

La PAOT recogió en 2009 una muy completa base de datos, un verdadero censo de nuestras áreas verdes —el problema es que es muy viejo—. De acuerdo con él, en Cuajimalpa, donde vivían 100 mil habitantes en 2005, se rebasaban los 3 millones de metros cuadrados de áreas verdes (sumando árboles, pastos, arbustos y áreas deportivas); en la alcaldía Cuauhtémoc había entonces 3.6 millones de metros cuadrados de este tipo de áreas, pero ahí vivía más de medio millón de personas.

Numeritos, tan agrestes, pero dan contexto: Iztapalapa, la alcaldía más poblada de la Ciudad de México, con casi dos millones de habitantes, tenía apenas 12% de territorio convertido en área verde. En Magdalena Contreras, la de menor extensión territorial, había más plantas y árboles, el 22% de su superficie era verde en 2009. En el amplio Xochimilco, uno de los viveros favoritos de los chilangos, había 21% de superficie verde cuando se hizo el censo. Tláhuac es deprimente: apenas llega al 10%.

La reforestación pasa por estas cifras y por varios retenes: la muerte comunitaria es uno de ellos. Así como Carlos y David se han topado con vecinos y autoridades que se oponen a sus árboles (“¿Tú vas a recoger las hojas?”, increpó memorablemente una vecina a David), Mayorga me explica que las mejores iniciativas de recuperación de bosques y suelos son las que pasan por la comunidad. “En Oaxaca hay varios ejemplos en los que la comunidad, a partir de la estructura de gobierno y gobernanza y de los usos y costumbres indígenas, se maneja a sí misma, lo que se traduce en una gestión sólida y eficiente que alcanza objetivos de sustentabilidad, conservación y objetivos sociales”.

Suena muy bien: “Son experiencias que podrían trasladarse a otros lugares del país, así ha sido en Guerrero, Michoacán, Quintana Roo. Desgraciadamente, esas experiencias se reconocen poco en las grandes ciudades”.

II

Y de todo esto ¿a dónde? Fui a caminar por mi parque local, el Bosque de San Juan de Aragón, para pensar. A simple vista, cuando veo volar algo que se parece a una garza, digo: okey. Hay gente corriendo, familias que vienen a celebrar cumpleaños (los globos de colores no mienten), bicicletas en renta, aire fresco. Pero mi vista se detiene en árboles ralos, con corteza descascarada. Es triste: en este sitio, uno de los estandartes de Sembrando Parques, hay árboles enfermos. El bosque ha sido mejorado, basta ver la obra rumbo al lago, es un paseo lindo. Pero ¿y el bosque-bosque?

Sembrando Parques, en su plan para reforestar el Bosque de San Juan de Aragón, se propone sembrar dos mil árboles, seis mil arbustos y dos mil cubresuelos (plantas que protegen la riqueza de los suelos). Diez mil plantas nuevas en beneficio de quinientas mil personas. Instalado en una avenida llena de tráfico, al Bosque de Aragón se puede llegar en auto o por la línea B del metro, aunque no hay estaciones que conecten las zonas más marginadas de Ecatepec y Neza con este espacio verde. Pero ayuda a cumplir la regla 3-30-300, todo hay que decirlo.

La regla 3-30-300 es “al ojímetro”, dice el investigador del Instituto de Biología de la UNAM Luis Zambrano. Lo importante es plantearse la posibilidad de que las clases populares tengan no solo el 3-30-300, “sino parques que aumenten su calidad de vida, sin expulsarlas [de sus colonias]”. ¿Qué significan los parques en cuanto a la calidad de vida? ¿No podríamos decir que crear parques en una zona popular hace crecer la plusvalía? “Una cosa es elevar el nivel de vida de una colonia sembrando parques y otra que las viviendas suban de precio. No podemos tener lugares horribles para que los precios no suban”.

Pero hasta los parques se pueden hacer mal. “Si se siembra un parque y se le deja así, lo más probable es que reste calidad de vida. Se vuelven focos de delincuencia. En cambio, uno bien concebido, multifuncional, con mantenimiento, que tiene canchas deportivas, kioscos, zonas de pasto en las que alguien pueda acostarse, es un parque visitado. Ayuda a conformar comunidad, así que la propia gente lo cuida. Donde hay niños jugando futbol y veinte papás con ellos, es menos probable que se vaya a juntar una bandita [de delincuentes]”.

La Ciudad de México, advierte Zambrano, es “más dúctil de lo que creemos. En vez de pensar en ideales, hay que pasar por el proceso. ¿Tres árboles desde mi ventana? Hay que pensar en qué árboles, si son tres eucaliptos tal vez no sea lo mejor, pero si esos eucaliptos sobreviven quizá podamos sembrar unos encinos que en veinte años serán enormes y sanos”.

En suma, que toda solución supera las buenas intenciones y va más allá de la creación comunitaria; también está en manos de las políticas públicas, que deben considerar los precios de las rentas, la calidad de vida de los vecinos y viandantes y el respeto a las comunidades, independientemente de a qué percentil de ingreso pertenecen. Las clases populares tienen derecho a la sombra de los árboles.

Cuando éramos niños y queríamos sacar la bici, nos emocionaba ir al parque. Recuerdo esa sensación. Mientras pienso en todas las variables que han de suceder —y que hemos de exigir— para que la situación cambie, voy a la jardinera de enfrente a hacer lo mío: acabo de sembrar una planta de frijoles que compré en el mercado. Yo te cuido, plantita.

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¿Por qué no imprimen más árboles en la CDMX?

¿Por qué no imprimen más árboles en la CDMX?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Vista aérea de la Ciudad de México. Fotografía de Mario Roberto Durán Ortiz.
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En medio de la peor ola de calor en la CDMX, contamos la historia de dos jóvenes que se dedican a recorrer camellones y avenidas para sembrar árboles y plantas. Hacen lo suyo, con sus medios, para ayudarnos a todos. El gobierno capitalino, a otra escala, intenta lo mismo con el programa Sembrando Parques. ¿Volverá el verde a nuestra megalópolis?, ¿nuestras colonias pueden dejar de ser infernales islas de calor?

Tomé un micro que me llevó por todo el Canal de Miramontes, al sur de la Ciudad de México, para entrevistar a un par de activistas dedicados a la reforestación urbana. En un viaje en micro es fácil darse cuenta de que se ha entrado a una zona de clase media porque se ven árboles en todas partes. A lo largo de la avenida hay un muy tupido camellón sobre el que se levantan, acá y allá, los carteles de Sembrando Parques, el proyecto de reforestación del gobierno capitalino. Quienes recorren la ciudad han visto ese tipo de camellón de pasto bien cortado y hasta con flores: todo fuera como eso. Como en una premonición, mientras sigo viajando en el microbús, veo varios de esos carteles de color marrón guinda (pienso —quiero pensar— que es por el color de nuestra tierra fértil, y no un uso conveniente de los colores de Morena).

Hay quien no depende del gobierno local y hace su propio esfuerzo por reforestar la Ciudad de México. Por ejemplo, estos dos que tengo enfrente. Uno es moreno, el otro casi güero. Ambos son muy jóvenes: Carlos Valecillo, el moreno, es historiador y tiene veintisiete años. “Ya estoy medio grande”, me dice. El otro es David Valdez y tiene veintiuno, estudia ingeniería agrícola y lleva sembrando árboles desde la adolescencia. El dúo conforma Ciudad Bosque, una asociación civil dedicada a la reforestación y la revegetación urbana: un árbol, un helecho, una leguminosa a la vez.

Nos reunimos a la altura de la Alameda sur para conversar sobre Ciudad Bosque y su última acción directa, la siembra de plantas adecuadas para este tipo de suelo y para la convivencia entre varias especies que habitan el espacio que parte en dos el Canal de Miramontes.

Hace mucho sol, todo es verde y eso me hace preguntarme si es precisamente aquí donde hace falta sembrar más árboles. Mientras David se pone protector solar —lleva uno de esos sombreros que cubren totalmente cabeza y cuello, como los de la Legión Extranjera—, Carlos me lleva directamente hacia el camellón. ¿Nos vamos a subir ahí? ¿Se puede uno subir a los camellones y hacer cosas en ellos? Primera noticia. Iremos a ver los especímenes recién sembrados, por supuesto. En nombre sea de Dios y de María santísima, nos cruzamos por media avenida.

No puedo sino alabar la valentía de los muchachos: de los autos que nos pasan zumbando, nos separa un metro, acaso dos. Carlos y David: como si nada. Yo: llévenme a tierra firme.

Me explican que varias de las plantas que sembraron justo la semana anterior fueron retiradas, vandalizadas tal vez. Ahí donde habían plantado unas leguminosas y un mezquite, ahora hay un montoncito de pasto seco.

—Ni siquiera ponen plantas nuevas, nada más estos residuos marchitos —dice Carlos.

En uno de los alcorques, es decir, los accesos al suelo en los que es posible sembrar un árbol (cuando vaya por la calle y vea esos rectángulos de tierra donde hay o debería haber un árbol, ya sabe cómo se llaman), Carlos y David, junto con algunos vecinos de la zona, habían puesto las leguminosas desaparecidas, una especie que Carlos parece tener en el mejor de los conceptos:

—Las leguminosas son fundamentales, abren la tierra, nutren el suelo, capturan nitrógeno. En tierra con leguminosas se puede sembrar maíz, frijol y árboles como el mezquite y el palo dulce.

David menciona otra serie de especies que beneficiarían a la Ciudad de México si se sembraran de modo adecuado y todas suenan a poema o albur: sangre libanesa, palo dulce, árbol de manitas, palo loco.

—El árbol de manitas está en peligro de extinción, también el encino. Procuramos sembrar estas especies que faltan en la Ciudad de México, otras solo empobrecen el suelo porque no son plantas endémicas —me dice David. Aunque es más callado que Carlos, cuando interviene, lo hace con los pelos de la burra en la mano: ingeniero al fin.

David me lo explica con simpleza: no lo notamos a simple vista, pero nuestras áreas verdes están atascadas de especies que no son nativas. Pero se ven bonitas y crecen rápido. Por ejemplo, los eucaliptos, hoy malmirados por los ecologistas que los señalan como culpables de la sequedad del suelo de la ciudad —aunque fueron introducidos en el siglo XIX justamente porque secaban el suelo y se creía que combatían las inundaciones en la copiosa temporada de lluvias del Valle de México.

Hasta nuestras jacarandas tan bonitas —de las que los chilangos nos sentimos orgullosos— son criaturas que degradan el suelo que debería pertenecer a las plantas endémicas.

—Las trajeron porque querían poner cerezos, pero vieron que las jacarandas se darían mejor —me explica David.

Justo estoy charlando con David y Carlos cuando se nos acerca un hombre. Es firme: que qué estamos haciendo aquí. Le digo que soy periodista, que mis acompañantes son activistas y cambia sus modos. Les dice a los muchachos que hay algunos tuits con quejas por el retiro de las plantas recién sembradas. Carlos: que él mismo escribió esos tuits.

El hombre se presenta ante mí como Manuel Ortuño y ante los activistas como Tláloc Ortuño, de la Secretaría de Obras y Servicios (la Sobse). Entran en diálogo sobre un huizachito que fue retirado y el lugar, cubierto con pasto amarillo. “El huizache es un árbol adecuado”, dice Carlos y Ortuño enfría la situación, nos explica que respetan los árboles que siembra la comunidad y que a veces quitan plantas para moverlas a lugares donde se darán mejor.

—Pero las plantas fueron removidas —insiste Carlos.
—Las respetaremos, nos gusta que la ciudadanía participe.

Paz. Por el momento.

Ortuño me dice que también es responsable de arreglar el camellón de Reforma, de poner las plantas de temporada. Adorna con cempasúchil en época de muertos, con nochebuenas en diciembre, una monada, de la que los turistas toman fotos. A pregunta explícita, el funcionario niega ser parte del programa Sembrando Parques. “No nos corresponde”. (La página de Sembrando Parques dice lo contrario: la Sobse sí participa en la recuperación de espacios públicos para convertirlos en áreas verdes. Pero Manuel o Tláloc Ortuño no aparece en el portal de transparencia.)

Luego, al fin lejos del mundanal ruido (y los coches, maldita sea, que nos pasaban zumbando las rodillas), me siento a platicar con el dúo Ciudad Bosque. Entre otras cosas, me cuentan que hay empresas a las que el gobierno de la ciudad les concede y encarga el cuidado de camellones o pequeños jardines. Poner nochebuenas y cempasúchil en temporada queda bien, nadie se puede quejar, ¿o sí? Los muchachos de Ciudad Bosque rompen la burbuja:

—Sería mejor elegir plantas que alimentan y se alimentan del suelo —dice Carlos. El entusiasmo y el rigor de ambos es notorio. Están informados. No son meros hippies abraza-árboles.

Hay, dice Carlos, una relación de amor y odio con las autoridades:

—Así como vino este señor Tláloc y da un mensaje de que respetan los árboles, también vienen autoridades que sabotean.

¿A quién recurrir? Como todo amor disfuncional: es complicado. Las autoridades se echan la bolita. De la Sobse a la Sedema (la Secretaría de Medio Ambiente de la Ciudad de México, responsable del Programa Ambiental y de Cambio Climático), de la Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial (PAOT) a la Comisión de Recursos Naturales, de un lado de la cancha y de regreso. Tal parece que cuando la iniciativa no viene de su lado, pues no, no se vale.

Encima, reforestar es caro, dicen los muchachos. El precio de cada planta sembrada por ellos significa una inversión de al menos quinientos pesos. Aunque el costo de reforestar tras un incendio es mayor: puede salir hasta en treinta mil pesos por hectárea, según la Comisión Nacional Forestal.

—Pero el costo de no hacerlo es mayor —advierte Carlos.

—Es más barato sembrar árboles que subsanar las inundaciones de la Ciudad de México cada año —agrega David—. Un árbol en buen estado absorbe entre dos mil ochocientos y trece mil litros de agua al año.

Por las mismas razones, la PAOT promueve la reforestación urbana. Los árboles recogen el polvo y las partículas suspendidas, regulan las islas de calor urbanas y hasta disminuyen la prevalencia del ruido. No estaría mal llenarnos de árboles, pues. Pero reforestar también incluye costos que no son monetarios: hay —o debe haber— educación involucrada.

Ciudad Bosque, como los grupos de otros activistas, hace un trabajo crítico de pedagogía: informa a los habitantes de las colonias, por ejemplo, de cuáles plantas son las mejores para sembrar según el tipo de suelo. Hay árboles que no funcionan igual en distintas zonas, me explican, hay colonias que tienen mejor drenaje que otras y los árboles que producen muchas hojas se convierten en “tapacaños”. Cada planta sembrada por Ciudad Bosque lleva una pequeña placa que informa al viandante de sus cuidados; una nueva versión del “detente a oler las rosas”: detente a saludar un arbolito y ve qué puedes hacer por él.

Sí, reforestar es caro, confirma el biólogo Enrique Lira Fernández, de la Dirección General de Medio Ambiente de Naucalpan, Estado de México. La reforestación en las ciudades se encarece porque los espacios verdes son cada vez son más reducidos. Lira explica: “Sin embargo, hay esfuerzos importantes en el área conurbada y en la propia ciudad, que tiene, sobre todo en las partes altas, en las zonas boscosas, campañas de reforestación”.

En el Estado de México también hay campañas de este tipo, tanto en las partes urbanas como en las rurales, erosionadas por la siembra de monocultivos como el maíz. Lira explica que, así como sucede en la Ciudad de México, la zona conurbada está llena de especies exóticas que “se comen” a las nativas. Son los mentados eucaliptos, el cedro blanco y las jacarandas que levantan banquetas y dañan la red de alcantarillado. Esos árboles son los sospechosos más comunes de las políticas. Porque son políticas, hace énfasis el biólogo Lira, refiriéndose a que son medidas de gobiernos con poca planeación ambiental. Introducen especies “que se ven, pero no son adecuadas para el sitio, que crecen rápido y no necesitan mucho cuidado. Hay una plaga de árboles muertos en toda la zona urbana, árboles descortezados que significan un riesgo porque en cualquier momento se caen”.

¿Y si los tiramos y sembramos nuevos? Que no: resulta caro para las dependencias. Hay que sacar permisos, pagar esos permisos, evaluar si el árbol no se lleva entre las ramas los cables de la luz: toda una rutina de baile burocrática en las alcaldías que quién se quiere aventar.

Pero surge la pregunta: ¿cuál es la cifra ideal de árboles y plantas que debería haber en la Ciudad de México? Mejor aún: ¿solo cuentan los metros cuadrados de áreas verdes o algunos árboles son más valiosos que otros? “Un árbol grande y viejo —y mientras más viejo el árbol, más beneficios otorga—, como un fresno, puede tener una copa de treinta metros”, dice Carlos, el activista de Ciudad Bosque. Sus bondades pueden llegar a ser suficientes para toda una cuadra.

Hay otra manera de contar: la regla 3-30-300, que propone Greenpeace. Pregúntate: ¿veo tres árboles desde mi ventana?, ¿hay treinta por ciento de cobertura vegetal en mi colonia?, ¿hay un parque a trescientos metros de mi casa? Yo, que vivo en Valle de Aragón, un conurbado de la Ciudad de México, contesto que no a las tres. Y mi memoria regresa a Miramontes. Por esos rumbos de Villa Coapa y Paseos de Taxqueña, barrios de clase media alta, hay plantas que da gusto. ¿Estamos ante una gentrificación de las zonas verdes?

Contesta Juan Mayorga, periodista ambiental especializado en reforestación: “Hay varios factores medioambientales de la Ciudad de México que se dividen claramente entre oriente y occidente. El agua dulce y ligera de la ciudad viene del occidente porque ahí están las montañas. Al oriente está el agua salitrosa, turbia, que anegaba Chalco, Tláhuac, Iztapalapa. El lago que desecaron y no volvieron a cuidar”.

Por eso: ¿es esta la explicación de que haya más áreas verdes en ciertas partes? El mapa de cobertura arbórea de Global Forest Watch deja muy claro que la “vegetación leñosa de cinco metros o más” se concentra en el sur, el suroeste y el oeste de la capital.

Mayorga anota que “hay ejemplos de áreas verdes en zonas periféricas. En Iztapalapa hay un camellón extenso y bien pensado frente a unas instalaciones de la Marina…” Tiene casi setecientos metros cuadrados de extensión. “Es parte del acierto de la 4T, la creación de espacios urbanos de gran calidad. Reforestar es más que buenas intenciones”, explica sin ambages, “aunque el gobierno de la Ciudad de México ha tenido éxito con el programa Sembrando Parques, que me parece un programa adecuado…”.

—Pero se dice que sobre todo se plantan ejemplares de ornato… —lo interrumpo.

—Eso no es malo por sí mismo —le toca a Juan interrumpirme—. Si lo hiciera una firma de arquitectura internacional se diría que [Sembrando Parques] es una idea audaz, genial, inteligente, bien pensada. ¿Por qué no iba a serlo un programa gubernamental? Si el gobierno hace algo bien hay que reconocérselo, lo contrario es ser mezquino.

La PAOT recogió en 2009 una muy completa base de datos, un verdadero censo de nuestras áreas verdes —el problema es que es muy viejo—. De acuerdo con él, en Cuajimalpa, donde vivían 100 mil habitantes en 2005, se rebasaban los 3 millones de metros cuadrados de áreas verdes (sumando árboles, pastos, arbustos y áreas deportivas); en la alcaldía Cuauhtémoc había entonces 3.6 millones de metros cuadrados de este tipo de áreas, pero ahí vivía más de medio millón de personas.

Numeritos, tan agrestes, pero dan contexto: Iztapalapa, la alcaldía más poblada de la Ciudad de México, con casi dos millones de habitantes, tenía apenas 12% de territorio convertido en área verde. En Magdalena Contreras, la de menor extensión territorial, había más plantas y árboles, el 22% de su superficie era verde en 2009. En el amplio Xochimilco, uno de los viveros favoritos de los chilangos, había 21% de superficie verde cuando se hizo el censo. Tláhuac es deprimente: apenas llega al 10%.

La reforestación pasa por estas cifras y por varios retenes: la muerte comunitaria es uno de ellos. Así como Carlos y David se han topado con vecinos y autoridades que se oponen a sus árboles (“¿Tú vas a recoger las hojas?”, increpó memorablemente una vecina a David), Mayorga me explica que las mejores iniciativas de recuperación de bosques y suelos son las que pasan por la comunidad. “En Oaxaca hay varios ejemplos en los que la comunidad, a partir de la estructura de gobierno y gobernanza y de los usos y costumbres indígenas, se maneja a sí misma, lo que se traduce en una gestión sólida y eficiente que alcanza objetivos de sustentabilidad, conservación y objetivos sociales”.

Suena muy bien: “Son experiencias que podrían trasladarse a otros lugares del país, así ha sido en Guerrero, Michoacán, Quintana Roo. Desgraciadamente, esas experiencias se reconocen poco en las grandes ciudades”.

II

Y de todo esto ¿a dónde? Fui a caminar por mi parque local, el Bosque de San Juan de Aragón, para pensar. A simple vista, cuando veo volar algo que se parece a una garza, digo: okey. Hay gente corriendo, familias que vienen a celebrar cumpleaños (los globos de colores no mienten), bicicletas en renta, aire fresco. Pero mi vista se detiene en árboles ralos, con corteza descascarada. Es triste: en este sitio, uno de los estandartes de Sembrando Parques, hay árboles enfermos. El bosque ha sido mejorado, basta ver la obra rumbo al lago, es un paseo lindo. Pero ¿y el bosque-bosque?

Sembrando Parques, en su plan para reforestar el Bosque de San Juan de Aragón, se propone sembrar dos mil árboles, seis mil arbustos y dos mil cubresuelos (plantas que protegen la riqueza de los suelos). Diez mil plantas nuevas en beneficio de quinientas mil personas. Instalado en una avenida llena de tráfico, al Bosque de Aragón se puede llegar en auto o por la línea B del metro, aunque no hay estaciones que conecten las zonas más marginadas de Ecatepec y Neza con este espacio verde. Pero ayuda a cumplir la regla 3-30-300, todo hay que decirlo.

La regla 3-30-300 es “al ojímetro”, dice el investigador del Instituto de Biología de la UNAM Luis Zambrano. Lo importante es plantearse la posibilidad de que las clases populares tengan no solo el 3-30-300, “sino parques que aumenten su calidad de vida, sin expulsarlas [de sus colonias]”. ¿Qué significan los parques en cuanto a la calidad de vida? ¿No podríamos decir que crear parques en una zona popular hace crecer la plusvalía? “Una cosa es elevar el nivel de vida de una colonia sembrando parques y otra que las viviendas suban de precio. No podemos tener lugares horribles para que los precios no suban”.

Pero hasta los parques se pueden hacer mal. “Si se siembra un parque y se le deja así, lo más probable es que reste calidad de vida. Se vuelven focos de delincuencia. En cambio, uno bien concebido, multifuncional, con mantenimiento, que tiene canchas deportivas, kioscos, zonas de pasto en las que alguien pueda acostarse, es un parque visitado. Ayuda a conformar comunidad, así que la propia gente lo cuida. Donde hay niños jugando futbol y veinte papás con ellos, es menos probable que se vaya a juntar una bandita [de delincuentes]”.

La Ciudad de México, advierte Zambrano, es “más dúctil de lo que creemos. En vez de pensar en ideales, hay que pasar por el proceso. ¿Tres árboles desde mi ventana? Hay que pensar en qué árboles, si son tres eucaliptos tal vez no sea lo mejor, pero si esos eucaliptos sobreviven quizá podamos sembrar unos encinos que en veinte años serán enormes y sanos”.

En suma, que toda solución supera las buenas intenciones y va más allá de la creación comunitaria; también está en manos de las políticas públicas, que deben considerar los precios de las rentas, la calidad de vida de los vecinos y viandantes y el respeto a las comunidades, independientemente de a qué percentil de ingreso pertenecen. Las clases populares tienen derecho a la sombra de los árboles.

Cuando éramos niños y queríamos sacar la bici, nos emocionaba ir al parque. Recuerdo esa sensación. Mientras pienso en todas las variables que han de suceder —y que hemos de exigir— para que la situación cambie, voy a la jardinera de enfrente a hacer lo mío: acabo de sembrar una planta de frijoles que compré en el mercado. Yo te cuido, plantita.

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En medio de la peor ola de calor en la CDMX, contamos la historia de dos jóvenes que se dedican a recorrer camellones y avenidas para sembrar árboles y plantas. Hacen lo suyo, con sus medios, para ayudarnos a todos. El gobierno capitalino, a otra escala, intenta lo mismo con el programa Sembrando Parques. ¿Volverá el verde a nuestra megalópolis?, ¿nuestras colonias pueden dejar de ser infernales islas de calor?

Tomé un micro que me llevó por todo el Canal de Miramontes, al sur de la Ciudad de México, para entrevistar a un par de activistas dedicados a la reforestación urbana. En un viaje en micro es fácil darse cuenta de que se ha entrado a una zona de clase media porque se ven árboles en todas partes. A lo largo de la avenida hay un muy tupido camellón sobre el que se levantan, acá y allá, los carteles de Sembrando Parques, el proyecto de reforestación del gobierno capitalino. Quienes recorren la ciudad han visto ese tipo de camellón de pasto bien cortado y hasta con flores: todo fuera como eso. Como en una premonición, mientras sigo viajando en el microbús, veo varios de esos carteles de color marrón guinda (pienso —quiero pensar— que es por el color de nuestra tierra fértil, y no un uso conveniente de los colores de Morena).

Hay quien no depende del gobierno local y hace su propio esfuerzo por reforestar la Ciudad de México. Por ejemplo, estos dos que tengo enfrente. Uno es moreno, el otro casi güero. Ambos son muy jóvenes: Carlos Valecillo, el moreno, es historiador y tiene veintisiete años. “Ya estoy medio grande”, me dice. El otro es David Valdez y tiene veintiuno, estudia ingeniería agrícola y lleva sembrando árboles desde la adolescencia. El dúo conforma Ciudad Bosque, una asociación civil dedicada a la reforestación y la revegetación urbana: un árbol, un helecho, una leguminosa a la vez.

Nos reunimos a la altura de la Alameda sur para conversar sobre Ciudad Bosque y su última acción directa, la siembra de plantas adecuadas para este tipo de suelo y para la convivencia entre varias especies que habitan el espacio que parte en dos el Canal de Miramontes.

Hace mucho sol, todo es verde y eso me hace preguntarme si es precisamente aquí donde hace falta sembrar más árboles. Mientras David se pone protector solar —lleva uno de esos sombreros que cubren totalmente cabeza y cuello, como los de la Legión Extranjera—, Carlos me lleva directamente hacia el camellón. ¿Nos vamos a subir ahí? ¿Se puede uno subir a los camellones y hacer cosas en ellos? Primera noticia. Iremos a ver los especímenes recién sembrados, por supuesto. En nombre sea de Dios y de María santísima, nos cruzamos por media avenida.

No puedo sino alabar la valentía de los muchachos: de los autos que nos pasan zumbando, nos separa un metro, acaso dos. Carlos y David: como si nada. Yo: llévenme a tierra firme.

Me explican que varias de las plantas que sembraron justo la semana anterior fueron retiradas, vandalizadas tal vez. Ahí donde habían plantado unas leguminosas y un mezquite, ahora hay un montoncito de pasto seco.

—Ni siquiera ponen plantas nuevas, nada más estos residuos marchitos —dice Carlos.

En uno de los alcorques, es decir, los accesos al suelo en los que es posible sembrar un árbol (cuando vaya por la calle y vea esos rectángulos de tierra donde hay o debería haber un árbol, ya sabe cómo se llaman), Carlos y David, junto con algunos vecinos de la zona, habían puesto las leguminosas desaparecidas, una especie que Carlos parece tener en el mejor de los conceptos:

—Las leguminosas son fundamentales, abren la tierra, nutren el suelo, capturan nitrógeno. En tierra con leguminosas se puede sembrar maíz, frijol y árboles como el mezquite y el palo dulce.

David menciona otra serie de especies que beneficiarían a la Ciudad de México si se sembraran de modo adecuado y todas suenan a poema o albur: sangre libanesa, palo dulce, árbol de manitas, palo loco.

—El árbol de manitas está en peligro de extinción, también el encino. Procuramos sembrar estas especies que faltan en la Ciudad de México, otras solo empobrecen el suelo porque no son plantas endémicas —me dice David. Aunque es más callado que Carlos, cuando interviene, lo hace con los pelos de la burra en la mano: ingeniero al fin.

David me lo explica con simpleza: no lo notamos a simple vista, pero nuestras áreas verdes están atascadas de especies que no son nativas. Pero se ven bonitas y crecen rápido. Por ejemplo, los eucaliptos, hoy malmirados por los ecologistas que los señalan como culpables de la sequedad del suelo de la ciudad —aunque fueron introducidos en el siglo XIX justamente porque secaban el suelo y se creía que combatían las inundaciones en la copiosa temporada de lluvias del Valle de México.

Hasta nuestras jacarandas tan bonitas —de las que los chilangos nos sentimos orgullosos— son criaturas que degradan el suelo que debería pertenecer a las plantas endémicas.

—Las trajeron porque querían poner cerezos, pero vieron que las jacarandas se darían mejor —me explica David.

Justo estoy charlando con David y Carlos cuando se nos acerca un hombre. Es firme: que qué estamos haciendo aquí. Le digo que soy periodista, que mis acompañantes son activistas y cambia sus modos. Les dice a los muchachos que hay algunos tuits con quejas por el retiro de las plantas recién sembradas. Carlos: que él mismo escribió esos tuits.

El hombre se presenta ante mí como Manuel Ortuño y ante los activistas como Tláloc Ortuño, de la Secretaría de Obras y Servicios (la Sobse). Entran en diálogo sobre un huizachito que fue retirado y el lugar, cubierto con pasto amarillo. “El huizache es un árbol adecuado”, dice Carlos y Ortuño enfría la situación, nos explica que respetan los árboles que siembra la comunidad y que a veces quitan plantas para moverlas a lugares donde se darán mejor.

—Pero las plantas fueron removidas —insiste Carlos.
—Las respetaremos, nos gusta que la ciudadanía participe.

Paz. Por el momento.

Ortuño me dice que también es responsable de arreglar el camellón de Reforma, de poner las plantas de temporada. Adorna con cempasúchil en época de muertos, con nochebuenas en diciembre, una monada, de la que los turistas toman fotos. A pregunta explícita, el funcionario niega ser parte del programa Sembrando Parques. “No nos corresponde”. (La página de Sembrando Parques dice lo contrario: la Sobse sí participa en la recuperación de espacios públicos para convertirlos en áreas verdes. Pero Manuel o Tláloc Ortuño no aparece en el portal de transparencia.)

Luego, al fin lejos del mundanal ruido (y los coches, maldita sea, que nos pasaban zumbando las rodillas), me siento a platicar con el dúo Ciudad Bosque. Entre otras cosas, me cuentan que hay empresas a las que el gobierno de la ciudad les concede y encarga el cuidado de camellones o pequeños jardines. Poner nochebuenas y cempasúchil en temporada queda bien, nadie se puede quejar, ¿o sí? Los muchachos de Ciudad Bosque rompen la burbuja:

—Sería mejor elegir plantas que alimentan y se alimentan del suelo —dice Carlos. El entusiasmo y el rigor de ambos es notorio. Están informados. No son meros hippies abraza-árboles.

Hay, dice Carlos, una relación de amor y odio con las autoridades:

—Así como vino este señor Tláloc y da un mensaje de que respetan los árboles, también vienen autoridades que sabotean.

¿A quién recurrir? Como todo amor disfuncional: es complicado. Las autoridades se echan la bolita. De la Sobse a la Sedema (la Secretaría de Medio Ambiente de la Ciudad de México, responsable del Programa Ambiental y de Cambio Climático), de la Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial (PAOT) a la Comisión de Recursos Naturales, de un lado de la cancha y de regreso. Tal parece que cuando la iniciativa no viene de su lado, pues no, no se vale.

Encima, reforestar es caro, dicen los muchachos. El precio de cada planta sembrada por ellos significa una inversión de al menos quinientos pesos. Aunque el costo de reforestar tras un incendio es mayor: puede salir hasta en treinta mil pesos por hectárea, según la Comisión Nacional Forestal.

—Pero el costo de no hacerlo es mayor —advierte Carlos.

—Es más barato sembrar árboles que subsanar las inundaciones de la Ciudad de México cada año —agrega David—. Un árbol en buen estado absorbe entre dos mil ochocientos y trece mil litros de agua al año.

Por las mismas razones, la PAOT promueve la reforestación urbana. Los árboles recogen el polvo y las partículas suspendidas, regulan las islas de calor urbanas y hasta disminuyen la prevalencia del ruido. No estaría mal llenarnos de árboles, pues. Pero reforestar también incluye costos que no son monetarios: hay —o debe haber— educación involucrada.

Ciudad Bosque, como los grupos de otros activistas, hace un trabajo crítico de pedagogía: informa a los habitantes de las colonias, por ejemplo, de cuáles plantas son las mejores para sembrar según el tipo de suelo. Hay árboles que no funcionan igual en distintas zonas, me explican, hay colonias que tienen mejor drenaje que otras y los árboles que producen muchas hojas se convierten en “tapacaños”. Cada planta sembrada por Ciudad Bosque lleva una pequeña placa que informa al viandante de sus cuidados; una nueva versión del “detente a oler las rosas”: detente a saludar un arbolito y ve qué puedes hacer por él.

Sí, reforestar es caro, confirma el biólogo Enrique Lira Fernández, de la Dirección General de Medio Ambiente de Naucalpan, Estado de México. La reforestación en las ciudades se encarece porque los espacios verdes son cada vez son más reducidos. Lira explica: “Sin embargo, hay esfuerzos importantes en el área conurbada y en la propia ciudad, que tiene, sobre todo en las partes altas, en las zonas boscosas, campañas de reforestación”.

En el Estado de México también hay campañas de este tipo, tanto en las partes urbanas como en las rurales, erosionadas por la siembra de monocultivos como el maíz. Lira explica que, así como sucede en la Ciudad de México, la zona conurbada está llena de especies exóticas que “se comen” a las nativas. Son los mentados eucaliptos, el cedro blanco y las jacarandas que levantan banquetas y dañan la red de alcantarillado. Esos árboles son los sospechosos más comunes de las políticas. Porque son políticas, hace énfasis el biólogo Lira, refiriéndose a que son medidas de gobiernos con poca planeación ambiental. Introducen especies “que se ven, pero no son adecuadas para el sitio, que crecen rápido y no necesitan mucho cuidado. Hay una plaga de árboles muertos en toda la zona urbana, árboles descortezados que significan un riesgo porque en cualquier momento se caen”.

¿Y si los tiramos y sembramos nuevos? Que no: resulta caro para las dependencias. Hay que sacar permisos, pagar esos permisos, evaluar si el árbol no se lleva entre las ramas los cables de la luz: toda una rutina de baile burocrática en las alcaldías que quién se quiere aventar.

Pero surge la pregunta: ¿cuál es la cifra ideal de árboles y plantas que debería haber en la Ciudad de México? Mejor aún: ¿solo cuentan los metros cuadrados de áreas verdes o algunos árboles son más valiosos que otros? “Un árbol grande y viejo —y mientras más viejo el árbol, más beneficios otorga—, como un fresno, puede tener una copa de treinta metros”, dice Carlos, el activista de Ciudad Bosque. Sus bondades pueden llegar a ser suficientes para toda una cuadra.

Hay otra manera de contar: la regla 3-30-300, que propone Greenpeace. Pregúntate: ¿veo tres árboles desde mi ventana?, ¿hay treinta por ciento de cobertura vegetal en mi colonia?, ¿hay un parque a trescientos metros de mi casa? Yo, que vivo en Valle de Aragón, un conurbado de la Ciudad de México, contesto que no a las tres. Y mi memoria regresa a Miramontes. Por esos rumbos de Villa Coapa y Paseos de Taxqueña, barrios de clase media alta, hay plantas que da gusto. ¿Estamos ante una gentrificación de las zonas verdes?

Contesta Juan Mayorga, periodista ambiental especializado en reforestación: “Hay varios factores medioambientales de la Ciudad de México que se dividen claramente entre oriente y occidente. El agua dulce y ligera de la ciudad viene del occidente porque ahí están las montañas. Al oriente está el agua salitrosa, turbia, que anegaba Chalco, Tláhuac, Iztapalapa. El lago que desecaron y no volvieron a cuidar”.

Por eso: ¿es esta la explicación de que haya más áreas verdes en ciertas partes? El mapa de cobertura arbórea de Global Forest Watch deja muy claro que la “vegetación leñosa de cinco metros o más” se concentra en el sur, el suroeste y el oeste de la capital.

Mayorga anota que “hay ejemplos de áreas verdes en zonas periféricas. En Iztapalapa hay un camellón extenso y bien pensado frente a unas instalaciones de la Marina…” Tiene casi setecientos metros cuadrados de extensión. “Es parte del acierto de la 4T, la creación de espacios urbanos de gran calidad. Reforestar es más que buenas intenciones”, explica sin ambages, “aunque el gobierno de la Ciudad de México ha tenido éxito con el programa Sembrando Parques, que me parece un programa adecuado…”.

—Pero se dice que sobre todo se plantan ejemplares de ornato… —lo interrumpo.

—Eso no es malo por sí mismo —le toca a Juan interrumpirme—. Si lo hiciera una firma de arquitectura internacional se diría que [Sembrando Parques] es una idea audaz, genial, inteligente, bien pensada. ¿Por qué no iba a serlo un programa gubernamental? Si el gobierno hace algo bien hay que reconocérselo, lo contrario es ser mezquino.

La PAOT recogió en 2009 una muy completa base de datos, un verdadero censo de nuestras áreas verdes —el problema es que es muy viejo—. De acuerdo con él, en Cuajimalpa, donde vivían 100 mil habitantes en 2005, se rebasaban los 3 millones de metros cuadrados de áreas verdes (sumando árboles, pastos, arbustos y áreas deportivas); en la alcaldía Cuauhtémoc había entonces 3.6 millones de metros cuadrados de este tipo de áreas, pero ahí vivía más de medio millón de personas.

Numeritos, tan agrestes, pero dan contexto: Iztapalapa, la alcaldía más poblada de la Ciudad de México, con casi dos millones de habitantes, tenía apenas 12% de territorio convertido en área verde. En Magdalena Contreras, la de menor extensión territorial, había más plantas y árboles, el 22% de su superficie era verde en 2009. En el amplio Xochimilco, uno de los viveros favoritos de los chilangos, había 21% de superficie verde cuando se hizo el censo. Tláhuac es deprimente: apenas llega al 10%.

La reforestación pasa por estas cifras y por varios retenes: la muerte comunitaria es uno de ellos. Así como Carlos y David se han topado con vecinos y autoridades que se oponen a sus árboles (“¿Tú vas a recoger las hojas?”, increpó memorablemente una vecina a David), Mayorga me explica que las mejores iniciativas de recuperación de bosques y suelos son las que pasan por la comunidad. “En Oaxaca hay varios ejemplos en los que la comunidad, a partir de la estructura de gobierno y gobernanza y de los usos y costumbres indígenas, se maneja a sí misma, lo que se traduce en una gestión sólida y eficiente que alcanza objetivos de sustentabilidad, conservación y objetivos sociales”.

Suena muy bien: “Son experiencias que podrían trasladarse a otros lugares del país, así ha sido en Guerrero, Michoacán, Quintana Roo. Desgraciadamente, esas experiencias se reconocen poco en las grandes ciudades”.

II

Y de todo esto ¿a dónde? Fui a caminar por mi parque local, el Bosque de San Juan de Aragón, para pensar. A simple vista, cuando veo volar algo que se parece a una garza, digo: okey. Hay gente corriendo, familias que vienen a celebrar cumpleaños (los globos de colores no mienten), bicicletas en renta, aire fresco. Pero mi vista se detiene en árboles ralos, con corteza descascarada. Es triste: en este sitio, uno de los estandartes de Sembrando Parques, hay árboles enfermos. El bosque ha sido mejorado, basta ver la obra rumbo al lago, es un paseo lindo. Pero ¿y el bosque-bosque?

Sembrando Parques, en su plan para reforestar el Bosque de San Juan de Aragón, se propone sembrar dos mil árboles, seis mil arbustos y dos mil cubresuelos (plantas que protegen la riqueza de los suelos). Diez mil plantas nuevas en beneficio de quinientas mil personas. Instalado en una avenida llena de tráfico, al Bosque de Aragón se puede llegar en auto o por la línea B del metro, aunque no hay estaciones que conecten las zonas más marginadas de Ecatepec y Neza con este espacio verde. Pero ayuda a cumplir la regla 3-30-300, todo hay que decirlo.

La regla 3-30-300 es “al ojímetro”, dice el investigador del Instituto de Biología de la UNAM Luis Zambrano. Lo importante es plantearse la posibilidad de que las clases populares tengan no solo el 3-30-300, “sino parques que aumenten su calidad de vida, sin expulsarlas [de sus colonias]”. ¿Qué significan los parques en cuanto a la calidad de vida? ¿No podríamos decir que crear parques en una zona popular hace crecer la plusvalía? “Una cosa es elevar el nivel de vida de una colonia sembrando parques y otra que las viviendas suban de precio. No podemos tener lugares horribles para que los precios no suban”.

Pero hasta los parques se pueden hacer mal. “Si se siembra un parque y se le deja así, lo más probable es que reste calidad de vida. Se vuelven focos de delincuencia. En cambio, uno bien concebido, multifuncional, con mantenimiento, que tiene canchas deportivas, kioscos, zonas de pasto en las que alguien pueda acostarse, es un parque visitado. Ayuda a conformar comunidad, así que la propia gente lo cuida. Donde hay niños jugando futbol y veinte papás con ellos, es menos probable que se vaya a juntar una bandita [de delincuentes]”.

La Ciudad de México, advierte Zambrano, es “más dúctil de lo que creemos. En vez de pensar en ideales, hay que pasar por el proceso. ¿Tres árboles desde mi ventana? Hay que pensar en qué árboles, si son tres eucaliptos tal vez no sea lo mejor, pero si esos eucaliptos sobreviven quizá podamos sembrar unos encinos que en veinte años serán enormes y sanos”.

En suma, que toda solución supera las buenas intenciones y va más allá de la creación comunitaria; también está en manos de las políticas públicas, que deben considerar los precios de las rentas, la calidad de vida de los vecinos y viandantes y el respeto a las comunidades, independientemente de a qué percentil de ingreso pertenecen. Las clases populares tienen derecho a la sombra de los árboles.

Cuando éramos niños y queríamos sacar la bici, nos emocionaba ir al parque. Recuerdo esa sensación. Mientras pienso en todas las variables que han de suceder —y que hemos de exigir— para que la situación cambie, voy a la jardinera de enfrente a hacer lo mío: acabo de sembrar una planta de frijoles que compré en el mercado. Yo te cuido, plantita.

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Vista aérea de la Ciudad de México. Fotografía de Mario Roberto Durán Ortiz.

¿Por qué no imprimen más árboles en la CDMX?

¿Por qué no imprimen más árboles en la CDMX?

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En medio de la peor ola de calor en la CDMX, contamos la historia de dos jóvenes que se dedican a recorrer camellones y avenidas para sembrar árboles y plantas. Hacen lo suyo, con sus medios, para ayudarnos a todos. El gobierno capitalino, a otra escala, intenta lo mismo con el programa Sembrando Parques. ¿Volverá el verde a nuestra megalópolis?, ¿nuestras colonias pueden dejar de ser infernales islas de calor?

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Tomé un micro que me llevó por todo el Canal de Miramontes, al sur de la Ciudad de México, para entrevistar a un par de activistas dedicados a la reforestación urbana. En un viaje en micro es fácil darse cuenta de que se ha entrado a una zona de clase media porque se ven árboles en todas partes. A lo largo de la avenida hay un muy tupido camellón sobre el que se levantan, acá y allá, los carteles de Sembrando Parques, el proyecto de reforestación del gobierno capitalino. Quienes recorren la ciudad han visto ese tipo de camellón de pasto bien cortado y hasta con flores: todo fuera como eso. Como en una premonición, mientras sigo viajando en el microbús, veo varios de esos carteles de color marrón guinda (pienso —quiero pensar— que es por el color de nuestra tierra fértil, y no un uso conveniente de los colores de Morena).

Hay quien no depende del gobierno local y hace su propio esfuerzo por reforestar la Ciudad de México. Por ejemplo, estos dos que tengo enfrente. Uno es moreno, el otro casi güero. Ambos son muy jóvenes: Carlos Valecillo, el moreno, es historiador y tiene veintisiete años. “Ya estoy medio grande”, me dice. El otro es David Valdez y tiene veintiuno, estudia ingeniería agrícola y lleva sembrando árboles desde la adolescencia. El dúo conforma Ciudad Bosque, una asociación civil dedicada a la reforestación y la revegetación urbana: un árbol, un helecho, una leguminosa a la vez.

Nos reunimos a la altura de la Alameda sur para conversar sobre Ciudad Bosque y su última acción directa, la siembra de plantas adecuadas para este tipo de suelo y para la convivencia entre varias especies que habitan el espacio que parte en dos el Canal de Miramontes.

Hace mucho sol, todo es verde y eso me hace preguntarme si es precisamente aquí donde hace falta sembrar más árboles. Mientras David se pone protector solar —lleva uno de esos sombreros que cubren totalmente cabeza y cuello, como los de la Legión Extranjera—, Carlos me lleva directamente hacia el camellón. ¿Nos vamos a subir ahí? ¿Se puede uno subir a los camellones y hacer cosas en ellos? Primera noticia. Iremos a ver los especímenes recién sembrados, por supuesto. En nombre sea de Dios y de María santísima, nos cruzamos por media avenida.

No puedo sino alabar la valentía de los muchachos: de los autos que nos pasan zumbando, nos separa un metro, acaso dos. Carlos y David: como si nada. Yo: llévenme a tierra firme.

Me explican que varias de las plantas que sembraron justo la semana anterior fueron retiradas, vandalizadas tal vez. Ahí donde habían plantado unas leguminosas y un mezquite, ahora hay un montoncito de pasto seco.

—Ni siquiera ponen plantas nuevas, nada más estos residuos marchitos —dice Carlos.

En uno de los alcorques, es decir, los accesos al suelo en los que es posible sembrar un árbol (cuando vaya por la calle y vea esos rectángulos de tierra donde hay o debería haber un árbol, ya sabe cómo se llaman), Carlos y David, junto con algunos vecinos de la zona, habían puesto las leguminosas desaparecidas, una especie que Carlos parece tener en el mejor de los conceptos:

—Las leguminosas son fundamentales, abren la tierra, nutren el suelo, capturan nitrógeno. En tierra con leguminosas se puede sembrar maíz, frijol y árboles como el mezquite y el palo dulce.

David menciona otra serie de especies que beneficiarían a la Ciudad de México si se sembraran de modo adecuado y todas suenan a poema o albur: sangre libanesa, palo dulce, árbol de manitas, palo loco.

—El árbol de manitas está en peligro de extinción, también el encino. Procuramos sembrar estas especies que faltan en la Ciudad de México, otras solo empobrecen el suelo porque no son plantas endémicas —me dice David. Aunque es más callado que Carlos, cuando interviene, lo hace con los pelos de la burra en la mano: ingeniero al fin.

David me lo explica con simpleza: no lo notamos a simple vista, pero nuestras áreas verdes están atascadas de especies que no son nativas. Pero se ven bonitas y crecen rápido. Por ejemplo, los eucaliptos, hoy malmirados por los ecologistas que los señalan como culpables de la sequedad del suelo de la ciudad —aunque fueron introducidos en el siglo XIX justamente porque secaban el suelo y se creía que combatían las inundaciones en la copiosa temporada de lluvias del Valle de México.

Hasta nuestras jacarandas tan bonitas —de las que los chilangos nos sentimos orgullosos— son criaturas que degradan el suelo que debería pertenecer a las plantas endémicas.

—Las trajeron porque querían poner cerezos, pero vieron que las jacarandas se darían mejor —me explica David.

Justo estoy charlando con David y Carlos cuando se nos acerca un hombre. Es firme: que qué estamos haciendo aquí. Le digo que soy periodista, que mis acompañantes son activistas y cambia sus modos. Les dice a los muchachos que hay algunos tuits con quejas por el retiro de las plantas recién sembradas. Carlos: que él mismo escribió esos tuits.

El hombre se presenta ante mí como Manuel Ortuño y ante los activistas como Tláloc Ortuño, de la Secretaría de Obras y Servicios (la Sobse). Entran en diálogo sobre un huizachito que fue retirado y el lugar, cubierto con pasto amarillo. “El huizache es un árbol adecuado”, dice Carlos y Ortuño enfría la situación, nos explica que respetan los árboles que siembra la comunidad y que a veces quitan plantas para moverlas a lugares donde se darán mejor.

—Pero las plantas fueron removidas —insiste Carlos.
—Las respetaremos, nos gusta que la ciudadanía participe.

Paz. Por el momento.

Ortuño me dice que también es responsable de arreglar el camellón de Reforma, de poner las plantas de temporada. Adorna con cempasúchil en época de muertos, con nochebuenas en diciembre, una monada, de la que los turistas toman fotos. A pregunta explícita, el funcionario niega ser parte del programa Sembrando Parques. “No nos corresponde”. (La página de Sembrando Parques dice lo contrario: la Sobse sí participa en la recuperación de espacios públicos para convertirlos en áreas verdes. Pero Manuel o Tláloc Ortuño no aparece en el portal de transparencia.)

Luego, al fin lejos del mundanal ruido (y los coches, maldita sea, que nos pasaban zumbando las rodillas), me siento a platicar con el dúo Ciudad Bosque. Entre otras cosas, me cuentan que hay empresas a las que el gobierno de la ciudad les concede y encarga el cuidado de camellones o pequeños jardines. Poner nochebuenas y cempasúchil en temporada queda bien, nadie se puede quejar, ¿o sí? Los muchachos de Ciudad Bosque rompen la burbuja:

—Sería mejor elegir plantas que alimentan y se alimentan del suelo —dice Carlos. El entusiasmo y el rigor de ambos es notorio. Están informados. No son meros hippies abraza-árboles.

Hay, dice Carlos, una relación de amor y odio con las autoridades:

—Así como vino este señor Tláloc y da un mensaje de que respetan los árboles, también vienen autoridades que sabotean.

¿A quién recurrir? Como todo amor disfuncional: es complicado. Las autoridades se echan la bolita. De la Sobse a la Sedema (la Secretaría de Medio Ambiente de la Ciudad de México, responsable del Programa Ambiental y de Cambio Climático), de la Procuraduría Ambiental y de Ordenamiento Territorial (PAOT) a la Comisión de Recursos Naturales, de un lado de la cancha y de regreso. Tal parece que cuando la iniciativa no viene de su lado, pues no, no se vale.

Encima, reforestar es caro, dicen los muchachos. El precio de cada planta sembrada por ellos significa una inversión de al menos quinientos pesos. Aunque el costo de reforestar tras un incendio es mayor: puede salir hasta en treinta mil pesos por hectárea, según la Comisión Nacional Forestal.

—Pero el costo de no hacerlo es mayor —advierte Carlos.

—Es más barato sembrar árboles que subsanar las inundaciones de la Ciudad de México cada año —agrega David—. Un árbol en buen estado absorbe entre dos mil ochocientos y trece mil litros de agua al año.

Por las mismas razones, la PAOT promueve la reforestación urbana. Los árboles recogen el polvo y las partículas suspendidas, regulan las islas de calor urbanas y hasta disminuyen la prevalencia del ruido. No estaría mal llenarnos de árboles, pues. Pero reforestar también incluye costos que no son monetarios: hay —o debe haber— educación involucrada.

Ciudad Bosque, como los grupos de otros activistas, hace un trabajo crítico de pedagogía: informa a los habitantes de las colonias, por ejemplo, de cuáles plantas son las mejores para sembrar según el tipo de suelo. Hay árboles que no funcionan igual en distintas zonas, me explican, hay colonias que tienen mejor drenaje que otras y los árboles que producen muchas hojas se convierten en “tapacaños”. Cada planta sembrada por Ciudad Bosque lleva una pequeña placa que informa al viandante de sus cuidados; una nueva versión del “detente a oler las rosas”: detente a saludar un arbolito y ve qué puedes hacer por él.

Sí, reforestar es caro, confirma el biólogo Enrique Lira Fernández, de la Dirección General de Medio Ambiente de Naucalpan, Estado de México. La reforestación en las ciudades se encarece porque los espacios verdes son cada vez son más reducidos. Lira explica: “Sin embargo, hay esfuerzos importantes en el área conurbada y en la propia ciudad, que tiene, sobre todo en las partes altas, en las zonas boscosas, campañas de reforestación”.

En el Estado de México también hay campañas de este tipo, tanto en las partes urbanas como en las rurales, erosionadas por la siembra de monocultivos como el maíz. Lira explica que, así como sucede en la Ciudad de México, la zona conurbada está llena de especies exóticas que “se comen” a las nativas. Son los mentados eucaliptos, el cedro blanco y las jacarandas que levantan banquetas y dañan la red de alcantarillado. Esos árboles son los sospechosos más comunes de las políticas. Porque son políticas, hace énfasis el biólogo Lira, refiriéndose a que son medidas de gobiernos con poca planeación ambiental. Introducen especies “que se ven, pero no son adecuadas para el sitio, que crecen rápido y no necesitan mucho cuidado. Hay una plaga de árboles muertos en toda la zona urbana, árboles descortezados que significan un riesgo porque en cualquier momento se caen”.

¿Y si los tiramos y sembramos nuevos? Que no: resulta caro para las dependencias. Hay que sacar permisos, pagar esos permisos, evaluar si el árbol no se lleva entre las ramas los cables de la luz: toda una rutina de baile burocrática en las alcaldías que quién se quiere aventar.

Pero surge la pregunta: ¿cuál es la cifra ideal de árboles y plantas que debería haber en la Ciudad de México? Mejor aún: ¿solo cuentan los metros cuadrados de áreas verdes o algunos árboles son más valiosos que otros? “Un árbol grande y viejo —y mientras más viejo el árbol, más beneficios otorga—, como un fresno, puede tener una copa de treinta metros”, dice Carlos, el activista de Ciudad Bosque. Sus bondades pueden llegar a ser suficientes para toda una cuadra.

Hay otra manera de contar: la regla 3-30-300, que propone Greenpeace. Pregúntate: ¿veo tres árboles desde mi ventana?, ¿hay treinta por ciento de cobertura vegetal en mi colonia?, ¿hay un parque a trescientos metros de mi casa? Yo, que vivo en Valle de Aragón, un conurbado de la Ciudad de México, contesto que no a las tres. Y mi memoria regresa a Miramontes. Por esos rumbos de Villa Coapa y Paseos de Taxqueña, barrios de clase media alta, hay plantas que da gusto. ¿Estamos ante una gentrificación de las zonas verdes?

Contesta Juan Mayorga, periodista ambiental especializado en reforestación: “Hay varios factores medioambientales de la Ciudad de México que se dividen claramente entre oriente y occidente. El agua dulce y ligera de la ciudad viene del occidente porque ahí están las montañas. Al oriente está el agua salitrosa, turbia, que anegaba Chalco, Tláhuac, Iztapalapa. El lago que desecaron y no volvieron a cuidar”.

Por eso: ¿es esta la explicación de que haya más áreas verdes en ciertas partes? El mapa de cobertura arbórea de Global Forest Watch deja muy claro que la “vegetación leñosa de cinco metros o más” se concentra en el sur, el suroeste y el oeste de la capital.

Mayorga anota que “hay ejemplos de áreas verdes en zonas periféricas. En Iztapalapa hay un camellón extenso y bien pensado frente a unas instalaciones de la Marina…” Tiene casi setecientos metros cuadrados de extensión. “Es parte del acierto de la 4T, la creación de espacios urbanos de gran calidad. Reforestar es más que buenas intenciones”, explica sin ambages, “aunque el gobierno de la Ciudad de México ha tenido éxito con el programa Sembrando Parques, que me parece un programa adecuado…”.

—Pero se dice que sobre todo se plantan ejemplares de ornato… —lo interrumpo.

—Eso no es malo por sí mismo —le toca a Juan interrumpirme—. Si lo hiciera una firma de arquitectura internacional se diría que [Sembrando Parques] es una idea audaz, genial, inteligente, bien pensada. ¿Por qué no iba a serlo un programa gubernamental? Si el gobierno hace algo bien hay que reconocérselo, lo contrario es ser mezquino.

La PAOT recogió en 2009 una muy completa base de datos, un verdadero censo de nuestras áreas verdes —el problema es que es muy viejo—. De acuerdo con él, en Cuajimalpa, donde vivían 100 mil habitantes en 2005, se rebasaban los 3 millones de metros cuadrados de áreas verdes (sumando árboles, pastos, arbustos y áreas deportivas); en la alcaldía Cuauhtémoc había entonces 3.6 millones de metros cuadrados de este tipo de áreas, pero ahí vivía más de medio millón de personas.

Numeritos, tan agrestes, pero dan contexto: Iztapalapa, la alcaldía más poblada de la Ciudad de México, con casi dos millones de habitantes, tenía apenas 12% de territorio convertido en área verde. En Magdalena Contreras, la de menor extensión territorial, había más plantas y árboles, el 22% de su superficie era verde en 2009. En el amplio Xochimilco, uno de los viveros favoritos de los chilangos, había 21% de superficie verde cuando se hizo el censo. Tláhuac es deprimente: apenas llega al 10%.

La reforestación pasa por estas cifras y por varios retenes: la muerte comunitaria es uno de ellos. Así como Carlos y David se han topado con vecinos y autoridades que se oponen a sus árboles (“¿Tú vas a recoger las hojas?”, increpó memorablemente una vecina a David), Mayorga me explica que las mejores iniciativas de recuperación de bosques y suelos son las que pasan por la comunidad. “En Oaxaca hay varios ejemplos en los que la comunidad, a partir de la estructura de gobierno y gobernanza y de los usos y costumbres indígenas, se maneja a sí misma, lo que se traduce en una gestión sólida y eficiente que alcanza objetivos de sustentabilidad, conservación y objetivos sociales”.

Suena muy bien: “Son experiencias que podrían trasladarse a otros lugares del país, así ha sido en Guerrero, Michoacán, Quintana Roo. Desgraciadamente, esas experiencias se reconocen poco en las grandes ciudades”.

II

Y de todo esto ¿a dónde? Fui a caminar por mi parque local, el Bosque de San Juan de Aragón, para pensar. A simple vista, cuando veo volar algo que se parece a una garza, digo: okey. Hay gente corriendo, familias que vienen a celebrar cumpleaños (los globos de colores no mienten), bicicletas en renta, aire fresco. Pero mi vista se detiene en árboles ralos, con corteza descascarada. Es triste: en este sitio, uno de los estandartes de Sembrando Parques, hay árboles enfermos. El bosque ha sido mejorado, basta ver la obra rumbo al lago, es un paseo lindo. Pero ¿y el bosque-bosque?

Sembrando Parques, en su plan para reforestar el Bosque de San Juan de Aragón, se propone sembrar dos mil árboles, seis mil arbustos y dos mil cubresuelos (plantas que protegen la riqueza de los suelos). Diez mil plantas nuevas en beneficio de quinientas mil personas. Instalado en una avenida llena de tráfico, al Bosque de Aragón se puede llegar en auto o por la línea B del metro, aunque no hay estaciones que conecten las zonas más marginadas de Ecatepec y Neza con este espacio verde. Pero ayuda a cumplir la regla 3-30-300, todo hay que decirlo.

La regla 3-30-300 es “al ojímetro”, dice el investigador del Instituto de Biología de la UNAM Luis Zambrano. Lo importante es plantearse la posibilidad de que las clases populares tengan no solo el 3-30-300, “sino parques que aumenten su calidad de vida, sin expulsarlas [de sus colonias]”. ¿Qué significan los parques en cuanto a la calidad de vida? ¿No podríamos decir que crear parques en una zona popular hace crecer la plusvalía? “Una cosa es elevar el nivel de vida de una colonia sembrando parques y otra que las viviendas suban de precio. No podemos tener lugares horribles para que los precios no suban”.

Pero hasta los parques se pueden hacer mal. “Si se siembra un parque y se le deja así, lo más probable es que reste calidad de vida. Se vuelven focos de delincuencia. En cambio, uno bien concebido, multifuncional, con mantenimiento, que tiene canchas deportivas, kioscos, zonas de pasto en las que alguien pueda acostarse, es un parque visitado. Ayuda a conformar comunidad, así que la propia gente lo cuida. Donde hay niños jugando futbol y veinte papás con ellos, es menos probable que se vaya a juntar una bandita [de delincuentes]”.

La Ciudad de México, advierte Zambrano, es “más dúctil de lo que creemos. En vez de pensar en ideales, hay que pasar por el proceso. ¿Tres árboles desde mi ventana? Hay que pensar en qué árboles, si son tres eucaliptos tal vez no sea lo mejor, pero si esos eucaliptos sobreviven quizá podamos sembrar unos encinos que en veinte años serán enormes y sanos”.

En suma, que toda solución supera las buenas intenciones y va más allá de la creación comunitaria; también está en manos de las políticas públicas, que deben considerar los precios de las rentas, la calidad de vida de los vecinos y viandantes y el respeto a las comunidades, independientemente de a qué percentil de ingreso pertenecen. Las clases populares tienen derecho a la sombra de los árboles.

Cuando éramos niños y queríamos sacar la bici, nos emocionaba ir al parque. Recuerdo esa sensación. Mientras pienso en todas las variables que han de suceder —y que hemos de exigir— para que la situación cambie, voy a la jardinera de enfrente a hacer lo mío: acabo de sembrar una planta de frijoles que compré en el mercado. Yo te cuido, plantita.

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