Caso Odebrecht: una historia de corrupción en México y América Latina

Gigante de lodo

El escándalo de corrupción Lava Jato, y su derivación del caso Odebrecht, ha manchado a políticos del más alto nivel en América Latina. Los sobornos, camuflados de donativos, fluyeron durante las campañas electorales como una estrategia para garantizar el pago de favores con contratos de obra pública. En la mayoría de estos países, las investigaciones han llevado a la destitución o detención de los implicados. En México, sin embargo, ha pasado poco. Éstos son algunos apartes del libro Gigante de lodo (Grijalbo, 2018) que será publicado en septiembre.

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Una bomba llamada Lava Jato estalló en Brasil en marzo de 2014, y casi de inmediato la onda expansiva alcanzó a decenas de políticos del gigante sudamericano. El proceso penal emprendido por el juez Sergio Moro, en la provincia de Curitiba, desnudó un gigantesco esquema de lavado de dinero y corrupción en torno a la petrolera brasileña Petrobras, que involucraba a decenas de diputados y ministros. Muy pronto, las revelaciones explosivas se extendieron a gran parte de América Latina y llegaron hasta África. El detonador para este estruendo internacional fue la captura, en junio de 2015, de Marcelo Odebrecht, presidente de la constructora que lleva su apellido, quien había fincado su expansión en el continente en una compleja red de sobornos y financiamiento de campañas políticas. En México la sacudida no inmutaba a las autoridades. Odebrecht ya tenía en marcha obras asignadas por dedazo en 2014 en dos refinerías y en un gasoducto con valor superior a los 1 500 millones de dólares, y, a pesar del escándalo global, Petróleos Mexicanos, bajo el mando de Emilio Lozoya, se disponía a darle más dinero. En noviembre de 2015 la empresa brasileña recibió otros 2 400 millones de pesos, equivalentes a 142 millones de dólares al tipo de cambio de esos días. El estrépito de corrupción, que hacía tambalear a gobiernos de una decena de países, no alteraba al gobierno mexicano, que, además de asignar más contratos sin licitación a Odebrecht, ese mismo mes desoyó un exhorto de colaboración de las autoridades de justicia de Brasil para investigar juntos el caso Lava Jato. Los personajes involucrados —hombres muy poderosos— propiciaron un carpetazo anticipado.

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El juez Sergio Moro está detrás del inicio de las investigaciones por corrupción en Brasil. Fotografía de Victor J. Blue / Bloomberg

En julio de 2015, el juez Sergio Moro envió al Ministerio Nacional de Justicia, con sede en Brasilia, una petición urgente de asistencia jurídica que debía ser turnada a la brevedad a las autoridades de México para avanzar en el proceso penal que se seguía contra José Dirceu, un personaje enorme en la política latinoamericana, que en aquel momento era uno de los principales acusados en la red de corrupción del caso Lava Jato. La solicitud de Moro no era un asunto menor. Requería de la Procuraduría General de la República (PGR) que llamara a declarar como testigos a los empresarios mexicanos Carlos Slim Helú y Ricardo Salinas Pliego, dos de los mayores magnates de América Latina, con intereses económicos en decenas de países, quienes habían mantenido tratos de negocios con Dirceu a través de una empresa que —según la investigación ministerial— había sido utilizada como la fachada para el cobro de sobornos. En su juventud, Dirceu vivió en México, a donde huyó de la dictadura militar en Brasil, que lo había encarcelado en el convulso 1968 por encabezar una revuelta estudiantil; en septiembre de 1969, tras 11 meses de encierro, grupos guerrilleros negociaron su libertad a cambio del entonces embajador de Estados Unidos, Charles Burke Elbrick, que había sido secuestrado. Ya libre, viajó a México, luego a Cuba, donde se transformó el rostro y asumió una falsa identidad. Su perfil de luchador social empezó a dar un giro cuando incursionó en la política. En enero de 2003, al asumir Lula la presidencia de Brasil, se integró como su jefe de gabinete. Era la mano derecha del carismático mandatario. Sin embargo, el poderoso ministro no logró concluir el periodo de gobierno, porque se vio involucrado en un escándalo de sobornos conocido como Mensalão, que consistía en el desvío de fondos públicos para comprar el voto de legisladores. Por aquel caso fue condenado en 2012 a casi ocho años de cárcel, aunque sólo estuvo preso 11 meses. Así que el proceso penal en su contra, derivado de la investigación Lava Jato, no era su primera gran acusación por corrupción y representaba, además, ir a la cárcel por tercera ocasión en su vida. La primera solicitud de colaboración, enviada en julio de 2015, fue desoída por las autoridades de México. En noviembre del mismo año Sergio Moro volvió a girar otro exhorto al Ministerio de Justicia en Brasilia para pedirle que interviniera ante su par mexicano. Faltaban nueve días para que acabara el año cuando Isalino Antonio Giacomet Júnior, coordinador del Departamento de Cooperación Jurídica Internacional, le escribió al juez con una mala noticia: la pgr había decidido no citar como testigos a Slim y a Salinas Pliego, hasta tener información amplia y detallada de su vínculo con Dirceu y los crímenes por los que se investigaba al exministro de Lula. Pasaron los meses y las peticiones de colaboración seguían llegando de Brasil y las negativas iban casi de inmediato de retorno. Los argumentos de la pgr siempre eran los mismos: no contaba con información suficiente para llamar a declarar a los empresarios de Grupo Carso y de Grupo Azteca. 

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Según el juez Moro: “La globalización tiene un precio: trae algunas ventajas y desventajas económicas, pero también acaba llevando al fenómeno de la transnacionalización en la actividad criminal”. Fotografía de Dado Galdieri / Bloomberg via Getty Images.

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