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El consumo de cristal y sexo en México. Ilustración de Fernanda Jiménez.
Grindr es la aplicación más famosa para encuentros sexuales entre hombres. En los últimos años se ha vuelto común encontrar ahí la venta de sustancias ilícitas, como el cristal, en tiempos en que su consumo se ha disparado en México. ¿Qué hay detrás de los usuarios que buscan sexo y cristal al mismo tiempo?, ¿se trata de una crisis de salud pública? Este es un texto sobre el boom del chemsex dentro de la comunidad LGBT+.
Acaricio la pantalla y se despliega frente a mí un montón de cuerpos mutilados en imágenes, fotos de torsos, cuellos, brazos, muslos, pies, bultos y muy pocos rostros. Esta pedacería de cuerpos deseantes se ordena en una cuadrícula y cada celda corresponde a un usuario de Grindr.
Esta aplicación fue creada en 2009 para promover los encuentros sexuales entre hombres y hoy es una empresa que cotiza en la bolsa, vale 1.02 mil millones de dólares y presume que todos los días tres millones de usuarios en todo el mundo entran a ella en busca de sexo. Es la misma historia, que incluso ya parece tediosa: la idea de llevar algo del plano físico al internet deriva en un negocio multimillonario. Su éxito lo sintetiza Juan Pablo Sutherland, en su libro Grindermanías (2021), cuando habla de la capacidad de Grindr de decirnos qué tan lejos o cerca de nosotros está otro usuario vía geolocalización. “Esta hipérbole espacial virtualizó el cruising que conocimos la mayoría de los gays, maricas y locas alrededor del mundo urbano durante gran parte del siglo XX y los primeros años del XXI”.
El ritual de las miradas cómplices en parques y baños públicos como antesala al sexo se reemplaza por unos cuantos clics. ¿Te deseo? Hago clic en el ícono de llamas de la esquina inferior derecha y eso basta para hacértelo saber. ¿Te tengo muchas ganas? Un “¡Hola!” o un “¿Qué onda?” puede arrancar una conversación estéril que tiene más en común con llenar un formulario cualquiera que con ligar.
—¿Rol?, ¿lugar?, ¿tienes fotos?
—¿Te van los dulces?
“Los dulces”, vaya eufemismo, se refiere al uso de drogas, y en este mercado de carne es preciso hacerse de los sellos correctos. Así es como un emoji de durazno, dependiendo del texto que lo acompañe, puede indicar que uno anda en busca de un activo, y el uso de un anillo con diamante o hielos (💍 🧊) revela que el perfil es entusiasta del sexo bajo los efectos del “crico”, como suele llamarse a los cristales de metanfetamina. ¿Por qué hay quién busca esto? Parece obvio, pero si no fuera divertido nadie lo haría. El cristal aumenta la sensación de excitación, genera euforia y puede llevar a quien lo consume a tener largas jornadas de sexo, pues inhibe el sueño y el hambre.
Sigo desplazándome por la pantalla. Suenan los taps, un sinfín de notificaciones de conversaciones posibles e inesperadas. Pronto me topo con algo. En un anónimo cuadro negro, ACT💍ROMPE* alerta en su biografía una promoción de cristal. Le escribo para pedir informes.
—Dos gramos y eso, setecientos pesos.
—¿Y sin eso?
—Tres gramos por quinientos y uno en trescientos. ¿Ocupas?
Por “eso” se entiende que la oferta incluye tener sexo con él. Dejando aquello aparte, el cristal se ha vuelto más barato que otras drogas, como la ketamina y el MDMA, que rondan los mil pesos por gramo, y es más rendidor porque basta medio gramo para divertirse una noche.
Otro de los perfiles con este tipo de emojis alerta que sabe administrar slam, como se conoce al consumo intravenoso de cristal. Este sí tiene fotos de perfil y una de ellas lo muestra en calzones frente al espejo de un sitio que parece un cuarto de hotel. En la mesa del tocador se alcanza a ver, junto a una cajetilla de mentolados, una jeringa de aguja delgadita, como las que usan personas con diabetes para la insulina, así como una banda elástica de las que se atan al brazo para que sea más fácil encontrar la vena.
Imágenes como las de estos usuarios en Grindr no se dan solo en México. La dupla de cristal y sexo inició en realidad una década atrás. En 2013 surgió una fuerte discusión en torno al uso de drogas en fiestas sexuales entre hombres gays y bisexuales británicos, ocurridas en los municipios londinenses de Lambeth, Southwark y Lewisham. En ese contexto, entre los usuarios y la prensa acuñaron dos términos: chemsex y party and play.
Frente a esta problemática, la London School of Hygiene & Tropical Medicine publicó en 2014 un reporte que sería un parteaguas en la investigación del fenómeno, “The chemsex study”, en el que alertó que el consumo de metanfetaminas en un contexto de sexo entre hombres se había elevado 85% entre 2005 y 2012. Además, en ese documento se fija una preocupación de salud pública en torno a las prácticas sexuales de riesgo y su impacto en la transmisión de VIH, pues señala que una persona drogada tiene más posibilidades de caer en conductas riesgosas que una sobria.
“El fenómeno del uso sexualizado de las sustancias, que es el término técnico empleado para chemsex, no es nuevo”, dice el psiquiatra Hugo González Cantú, quien trabaja en la Comisión Nacional contra las Adicciones; antes de ser funcionario, había dedicado sus esfuerzos académicos a apoyar a organizaciones de la sociedad civil que trabajan por los derechos de salud de la comunidad LGBT+ en México.
González Cantú dice que hace treinta años en una fiesta sexual podía haber alcohol, mariguana y poppers —esos frascos con nitritos de amilo que al inhalarse dilatan los vasos sanguíneos, relajan los músculos lisos y producen una sensación de alegría—. Después comenzaron a aparecer otras drogas, como la cocaína, el crack o el MDMA. “El problema es cuando aparece en el mercado la metanfetamina [cristal]. De todas las sustancias adictivas, comparativamente es la que tiene más liberación de dopamina cuando se consume, y eso genera algo que llamamos ‘efecto reforzador’”, señala. Por eso tiene un gran potencial adictivo: al ser tan grande la liberación de placer, genera un deseo de repetir la experiencia y, cuando ocurre con un estímulo asociado como el sexo, el resultado es que se busque obtener de nuevo esa sensación de placer a la que no es posible llegar sin consumir cristal.
En 2015, el Instituto para la Atención y Prevención de las Adicciones de la Ciudad de México realizó un estudio sobre el consumo de sustancias en la comunidad LGBT+ y reveló que 46% de los hombres gays y bisexuales habían probado alguna droga ilegal y, de ese porcentaje, 44% lo hacía por lo menos una vez al mes, un porcentaje significativamente más alto que el de la población en general, que es de 9.9%, según la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco de 2016. Además, el consumo de cristal se ha disparado en México en los últimos años. Según la Secretaría de Salud, entre 2017 y 2021, 53% de los mexicanos en tratamiento por adicciones solicitaron la ayuda por tener un consumo problemático de cristal.
Otra de las particularidades del cristal, dice González Cantú, es que se trata de una sustancia que muy fácilmente puede producir psicosis. “El crack, por ejemplo, podía llegar en algunos casos a generar una sensación de paranoia cuando se consumía mucho durante días. La metanfetamina, en cambio, con mucho menor dosis, con mucha menor necesidad de estarlo repitiendo, tiene este efecto cerebral y produce psicosis”, afirma. Esto se traduce en comportamientos “bizarros y no habituales en personas que nunca habían tenido una psicosis previa, como la sensación de estar secuestrado y llamar al 911, aunque se está en una fiesta sexual, o empezar a desarmar cojines porque se piensa que hay un micrófono dentro”.
González Cantú explica que a esto se le llama “sindemia”, situaciones en las que se acumulan varios factores que pueden dañar la salud, como es el caso de la práctica de chemsex con cristal. Se trata de una sustancia altamente adictiva, capaz de detonar fuertes problemas psiquiátricos y que, en el contexto de una fiesta sexual, puede conducir a prácticas sexuales de riesgo.
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Sería mentir que el conocimiento del cristal es algo que se restringe a los rincones oscuros del internet. De hecho, en los últimos años ha ganado espacio en la cultura pop, desde Breaking bad, que narra la historia de un profesor que se vuelve narcotraficante por su talento para sintetizar la metanfetamina, hasta películas como Beautiful boy, en la que Timothée Chalamet interpreta a un joven con un futuro prometedor que cae en las garras de esta droga. Es decir, el cristal está presente, pero prácticamente siempre en las categorías de lo mortal y lo prohibido, y quizás sea eso lo que causa interés en quienes lo prueban por primera vez.
“La verdad llegué [al cristal] por curiosidad, estaba en un club sexual y un chavo se iba a aplicar slam y le pedí que me pusiera para saber qué se siente. Él me trató de decir todas las consecuencias, pero me dijo las que conocía en su experiencia, no me dijo que iba a tener ataques esquizofrénicos”, recuerda Gerardo Noriega, una persona no binaria, de 37 años, que vive en Monterrey y trabaja en el área de servicio y soporte de una empresa de tecnología. La primera vez que probó el cristal fue en noviembre de 2021. Describe ese club como un patio con mesas para sentarse, donde además hay un cuarto oscuro y se rentan otros espacios privados para tener sexo.
Durante los meses que consumió cristal, a través de un dealer en Grindr, Gerardo narra que bajó de peso y tuvo repetidos ataques esquizofrénicos. “Estaba tan mal psiquiátricamente que me salí a la calle a deambular a lo pendejo, y la policía, por cómo me vio, me agarró y me trató de extorsionar”. No tenía dinero, entonces los policías municipales le llevaron al Centro de Mediación Municipal de Guadalupe, donde le levantaron una falta administrativa.
“Por eso mi papá tomó la decisión de internarme a fuerzas. Había en mí un deseo de parar de consumir, pero recuerdo ya en el anexo que había muchos que en sus testimonios decían que consumían cristal llorando porque no podían parar”. Del anexo en el que estuvo seis meses, el “anexo light deluxe” lo llama entre broma y broma, recuerda que sí llegó a presenciar que golpearan a alguien cuando trataba de escaparse, además de que el tratamiento psicológico recibido era poco: “Tenía una sesión con un profesional una vez por mes”. A la falta de infraestructura y atención de salud mental se añade el costo de internamiento: por el periodo de tratamiento su familia tuvo que pagar alrededor de cincuenta mil pesos.
“Los cristaleros somos la vomitada de la vomitada”, dice Gerardo sobre su experiencia en el anexo. El estigma que se carga es muy duro, e incluso las personas recluidas por adicción a otras drogas rechazaban a las que estaban tratando de dejar el cristal, en parte porque es considerado para gente pobre, pero también porque sitios porno, como slamrush.com, muestran a los consumidores como personas que no tienen hogar ni familia y no hacen otra cosa más que buscar cómo obtener más, así sea vender su cuerpo. “En el anexo conocí a un montón de gente que decía que ellos juraban y perjuraban que jamás en su vida iban a hacer esa pinche droga cochina de nacos o de pobres o de pendejos que era el cristal... y ahí estaban por cristaleros”, recuerda.
Entonces le pregunto si hay cabida para la diversión en el chemsex.
“Siempre va a tener ese componente de salirse de las manos, porque si estás asociando una práctica a otra, tu cerebro ya no va a poder sentir lo mismo, y siempre va a estar esa cosa dentro de ti, de ve por más, ve por más, ve por más”, dice Gerardo, y añade: “Pero ni se lo recomendaría ni se lo prohibiría a nadie. Puedes hacerlo, pero tienes que estar bien consciente de todos los riesgos que conlleva y que te puede llevar a lugares muy feos”.
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Ricardo Baruch es un especialista en salud pública y derechos sexuales y reproductivos. Mientras conversamos en su departamento sobre chemsex, dice: “Por un lado quisiera mantener esta posición neutral de decir: ‘Pues al igual que con todas las drogas, no hay tanto problema mientras haya cierto control y conciencia sobre su consumo’. Pero la vida me fue llevando a uno tras otro, tras otro, tras otro caso en el que yo pensaba que las personas podían tener esa conciencia y regulación de su consumo y al final no la tuvieron. Acabo diciendo: ‘Pues no hay tanto pedo con las drogas, pero el cristal es otro pedo’”. Él ha hecho un importante trabajo como divulgador al llevar estos temas fuera de los congresos especializados y abordarlos en espacios más mainstream, como pódcasts de medios LGBT+ y Twitter.
El especialista empezó a involucrarse en el tema de salud sexual y reproductiva desde los diecisiete años. Cuenta que lo que lo acercó a este tipo de activismo fue que, en la ciudad de Puebla, había empezado su vida sexual y contrajo una infección de transmisión sexual. Así fue como llegó a la Fundación Mexicana para la Planeación Familiar y se enteró de que además de brindar atención médica hacían talleres de educación sexual. Al conocer a quienes trabajaban ahí, muchos de ellos, jóvenes gays como él, empezó a asistir como voluntario. Paradójicamente, esa atención brindada por oenegés, que para Baruch significó encontrar su vocación profesional, es muy escasa cuando se trata del uso del cristal.
“Creo que, por un lado, está el tema del estigma. Pero, por otro lado, creo que hay miedo. Mucha gente pone las estrategias de reducción de riesgos y daños en una balanza en el sentido de hasta qué punto hablo del tema sin que parezca que lo estoy promoviendo. Entonces mejor no hablan de ello para que la gente no se entere, y esa idea es como la que tienen los ‘anti’ sobre la educación sexual: si no hablo de sexo, los chamacos no van a saber. Por supuesto que van a saber porque tienen Grindr y tienen Twitter”.
Por otro lado, Baruch habla de que los recursos son muy limitados para las organizaciones que ven temas de salud LGBT+. “Si no asocias [tu trabajo] con VIH, nadie te va a dar dinero para trabajar temas de drogas. Por eso las organizaciones en general viven de pequeñas donaciones de algunas personas y casi ninguna llega a conseguir dinero de convocatorias internacionales”. En línea con el tema del dinero, Baruch alerta que no se está invirtiendo en salud mental, una vertiente clave para atender los asuntos ligados al consumo problemático de drogas. “Servicios de salud mental no hay para prácticamente nadie, seas gay o hetero, tengas una enfermedad compleja o una adicción”, dice, y también insiste en que las clínicas de rehabilitación formales son impagables para la mayoría de la población, y entonces los anexos son los espacios a los que recurren. “En estos lugares la mayoría de gente no tiene ningún resultado y, al contrario, llegan a terminar con un nuevo trauma provocado”.
¿Por dónde comenzar a solucionar esto? Para Baruch, la respuesta está en el presupuesto. “No es que todo se resuelva con dinero, pero pues sin eso va a ser imposible”, sentencia. “El Estado tendría que estar fortaleciendo los servicios especializados para personas LGBT+ y, por otro lado, los servicios de salud mental en general, y desafortunadamente estamos viendo que para este tema hay mucho discurso, pero cero recursos”.
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Aldo Morales me espera afuera de la Clínica Especializada Condesa, en la alcaldía Cuauhtémoc. Entre esta sede y la de Iztapalapa atienden de forma pública y gratuita a casi veinte mil pacientes con VIH en la Ciudad de México. Me saluda, me toma de la mano y me dice que lo acompañe al interior porque está por empezar una junta por Zoom que quiere que escuche. Aldo tiene una apariencia y una actitud joven, ligera y enérgica que le gana saludos y sonrisas lo mismo de pacientes que del personal de seguridad. Subimos las escaleras del edificio y doblamos a la izquierda y luego a la derecha hasta llegar a la pequeña oficina donde trabaja. El espacio pertenece a Inspira Cambio, A.C., organización dedicada a velar por los derechos de salud sexual de la comunidad LGBT+ a través de la aplicación de pruebas de detección de VIH y otras infecciones de transmisión sexual, así como a dar orientación a los pacientes.
La videollamada aborda la planeación de un Twitter Space que organizará Inspira Cambiocon otras personas sobre estigmas y violencias ligados al chemsex. Aldo se sienta en su escritorio y saca una libreta morada, un cuaderno que parece diario íntimo, y comienza a tomar nota de la conversación en la que participan otros activistas usuarios de cristal que defienden que se puede tener un consumo recreativo y que, además, puede servir como un medio para conocerse y conocer a otras personas.
Escucho anécdotas que van desde reprocharse por haber consumido o describir qué hicieron cuando sufrieron un ataque de psicosis hasta haber tenido una experiencia en el área más difusa del consenso al momento de una sesión de chemsex. En medio de la conversación errática brota una cascada de preguntas que atrapa toda mi atención: ¿qué deseo hay detrás del chemsex?, ¿qué tanto de ello es legítimo?, ¿qué tanto es la puesta en acto de un trauma?, ¿qué dice esto de cómo nos vemos los unos a los otros? No pudieron responder a estas interrogantes, pero el Twitter Space del 24 de mayo de 2023 tuvo una convocatoria nada despreciable: 1 200 personas se conectaron a escuchar.
Terminada la junta, entrevisto a Aldo en un café turco a unas pocas cuadras de la clínica. En su biografía se trazan todos los factores de riesgo de los que alertan los expertos: su familia no lo acepta del todo por ser homosexual, sufrió una violación que derivó en que contrajera VIH y empezó a fumar cristal poco después de ser diagnosticado, hace cuatro años. Sin embargo, ni su apariencia ni su actitud encajan con el estereotipo del junkie que existe en el imaginario de las drogas duras, pero esto no siempre fue así.
“Al inicio no tenía noción de los riesgos. Los primeros cuatro meses de consumo solo me enfocaba en disfrutar y pensaba que no iba a pasar nada malo en mi cuerpo o en mi cabeza. Conforme pasó el tiempo y empecé a fumar más, empezaron a aparecer ciertos efectos en mi cuerpo. Recuerdo que la primera vez que decidí dejar de consumir cristal lo hice porque llegué al depa de un güey que estaba en una orgía y él estaba dándole cristal a todo mundo. Ese día en un momento fui al baño y mi orina salió color negro. Ahí me di cuenta de que había pasado muchos días consumiendo sin comer y sin tomar agua”, relata Aldo. Después regresó a casa y al verse frente al espejo notó una delgadez que le pareció preocupante. “Empecé a perder la capacidad de retener información, y entonces fui espaciando mi consumo y descansar muy bien después de los días de consumo”.
En sus relatos, el diálogo con otros es una constante, lo que no es coincidencia: Aldo forma parte de Circo Crico, una iniciativa que busca generar espacios de diálogo y creación artística para que consumidores y exconsumidores de cristal puedan hablar de sus experiencias personales, pero también del estigma en torno a esta droga.
El funcionario Hugo González Cantú sabe del trabajo de esta iniciativa y, aunque reconoce la aproximación como novedosa, tiene ciertas reservas. “Más allá de la gestión de placeres, debemos dimensionar que las sustancias son diferentes. Por ejemplo, yo a algunas personas les he comentado que en otras épocas se usaba MDMA para lo mismo, para tener lo que ahora llamamos chemsex, y no veías la problemática que hay ahora. No es ni la persona ni el contexto, sino la sustancia, y eso es algo que desde la Comisión Nacional contra las Adicciones sí tratamos de diferenciar”, alerta el psiquiatra, y luego insiste: “Es una sustancia adictiva y es una sustancia peligrosa. Te puede generar psicosis, pero también puede producir problemas cardiovasculares y, siendo joven, puede producir un accidente vascular. Entonces tenemos desde nuestra perspectiva que hablar de lo negativo”.
Para Aldo, esta visión no está en conflicto con lo que piensa: “No voy a negar el hecho de que el cristal tiene efectos fisiológicos y bioquímicos en tu cuerpo que sí pueden llevarte a tener ciertas alteraciones que [...] ponen en riesgo tu integridad física y mental”. Pero enseguida matiza la situación y dice que el conflicto se centra en el trato que les dan a los consumidores: “Profesionales de la salud con una tabla en la mano clasifican que una persona tiene ya un consumo problemático y no un consumo recreativo porque de diez reactivos [de un formulario de diagnóstico] tachan ocho. Pienso que estamos dejando de lado a la persona, no le preguntamos la vía de administración, el contexto. Hay muchos reactivos que se quedan ambiguos y la verdad es que no hay una manera exacta de saber en qué momento se vuelve problemático, solo hasta que la persona te lo expresa”, dice.
Le pregunto por qué, si el chemsex es tan peligroso, lo sigue haciendo.
“El consumo de sustancias es algo que evoluciona conforme la persona va andando en su vida. Al inicio era por una cuestión de aumentar el placer, luego el tiempo que podía permanecer teniendo sexo y después se volvió un espacio para ser yo, como persona, y de ese modo conocer gente a la cual no podría conocer de manera habitual. Empecé a encontrar un sentido de pertenencia en el consumo de cristal”, afirma.
La gente a la que se refiere son los hombres más privilegiados en este mercado de carne: altos, blancos, varoniles y bien dotados. “Si no consumiera no tendría posibilidad de coger con ellos ni mucho menos de conocerles”.
Aldo dice que ahora está en un periodo de abstinencia y que, por lo mismo, se siente un poco lejano al grupo en el que se siente seguro. La emoción por hacer amigos supera el miedo a jugar con una sustancia que puede causarle un daño irreparable. “Decimos que se llama Circo Crico porque es un circo, es un lugar en el que hacemos malabares y, mientras más herramientas tenga la persona para poderlo gestionar, seguramente la persona va a poder lograr que su consumo le juegue más a favor. No lo vemos como algo bueno o malo, sino como un juego a favor o en contra”.
Grindr es la aplicación más famosa para encuentros sexuales entre hombres. En los últimos años se ha vuelto común encontrar ahí la venta de sustancias ilícitas, como el cristal, en tiempos en que su consumo se ha disparado en México. ¿Qué hay detrás de los usuarios que buscan sexo y cristal al mismo tiempo?, ¿se trata de una crisis de salud pública? Este es un texto sobre el boom del chemsex dentro de la comunidad LGBT+.
Acaricio la pantalla y se despliega frente a mí un montón de cuerpos mutilados en imágenes, fotos de torsos, cuellos, brazos, muslos, pies, bultos y muy pocos rostros. Esta pedacería de cuerpos deseantes se ordena en una cuadrícula y cada celda corresponde a un usuario de Grindr.
Esta aplicación fue creada en 2009 para promover los encuentros sexuales entre hombres y hoy es una empresa que cotiza en la bolsa, vale 1.02 mil millones de dólares y presume que todos los días tres millones de usuarios en todo el mundo entran a ella en busca de sexo. Es la misma historia, que incluso ya parece tediosa: la idea de llevar algo del plano físico al internet deriva en un negocio multimillonario. Su éxito lo sintetiza Juan Pablo Sutherland, en su libro Grindermanías (2021), cuando habla de la capacidad de Grindr de decirnos qué tan lejos o cerca de nosotros está otro usuario vía geolocalización. “Esta hipérbole espacial virtualizó el cruising que conocimos la mayoría de los gays, maricas y locas alrededor del mundo urbano durante gran parte del siglo XX y los primeros años del XXI”.
El ritual de las miradas cómplices en parques y baños públicos como antesala al sexo se reemplaza por unos cuantos clics. ¿Te deseo? Hago clic en el ícono de llamas de la esquina inferior derecha y eso basta para hacértelo saber. ¿Te tengo muchas ganas? Un “¡Hola!” o un “¿Qué onda?” puede arrancar una conversación estéril que tiene más en común con llenar un formulario cualquiera que con ligar.
—¿Rol?, ¿lugar?, ¿tienes fotos?
—¿Te van los dulces?
“Los dulces”, vaya eufemismo, se refiere al uso de drogas, y en este mercado de carne es preciso hacerse de los sellos correctos. Así es como un emoji de durazno, dependiendo del texto que lo acompañe, puede indicar que uno anda en busca de un activo, y el uso de un anillo con diamante o hielos (💍 🧊) revela que el perfil es entusiasta del sexo bajo los efectos del “crico”, como suele llamarse a los cristales de metanfetamina. ¿Por qué hay quién busca esto? Parece obvio, pero si no fuera divertido nadie lo haría. El cristal aumenta la sensación de excitación, genera euforia y puede llevar a quien lo consume a tener largas jornadas de sexo, pues inhibe el sueño y el hambre.
Sigo desplazándome por la pantalla. Suenan los taps, un sinfín de notificaciones de conversaciones posibles e inesperadas. Pronto me topo con algo. En un anónimo cuadro negro, ACT💍ROMPE* alerta en su biografía una promoción de cristal. Le escribo para pedir informes.
—Dos gramos y eso, setecientos pesos.
—¿Y sin eso?
—Tres gramos por quinientos y uno en trescientos. ¿Ocupas?
Por “eso” se entiende que la oferta incluye tener sexo con él. Dejando aquello aparte, el cristal se ha vuelto más barato que otras drogas, como la ketamina y el MDMA, que rondan los mil pesos por gramo, y es más rendidor porque basta medio gramo para divertirse una noche.
Otro de los perfiles con este tipo de emojis alerta que sabe administrar slam, como se conoce al consumo intravenoso de cristal. Este sí tiene fotos de perfil y una de ellas lo muestra en calzones frente al espejo de un sitio que parece un cuarto de hotel. En la mesa del tocador se alcanza a ver, junto a una cajetilla de mentolados, una jeringa de aguja delgadita, como las que usan personas con diabetes para la insulina, así como una banda elástica de las que se atan al brazo para que sea más fácil encontrar la vena.
Imágenes como las de estos usuarios en Grindr no se dan solo en México. La dupla de cristal y sexo inició en realidad una década atrás. En 2013 surgió una fuerte discusión en torno al uso de drogas en fiestas sexuales entre hombres gays y bisexuales británicos, ocurridas en los municipios londinenses de Lambeth, Southwark y Lewisham. En ese contexto, entre los usuarios y la prensa acuñaron dos términos: chemsex y party and play.
Frente a esta problemática, la London School of Hygiene & Tropical Medicine publicó en 2014 un reporte que sería un parteaguas en la investigación del fenómeno, “The chemsex study”, en el que alertó que el consumo de metanfetaminas en un contexto de sexo entre hombres se había elevado 85% entre 2005 y 2012. Además, en ese documento se fija una preocupación de salud pública en torno a las prácticas sexuales de riesgo y su impacto en la transmisión de VIH, pues señala que una persona drogada tiene más posibilidades de caer en conductas riesgosas que una sobria.
“El fenómeno del uso sexualizado de las sustancias, que es el término técnico empleado para chemsex, no es nuevo”, dice el psiquiatra Hugo González Cantú, quien trabaja en la Comisión Nacional contra las Adicciones; antes de ser funcionario, había dedicado sus esfuerzos académicos a apoyar a organizaciones de la sociedad civil que trabajan por los derechos de salud de la comunidad LGBT+ en México.
González Cantú dice que hace treinta años en una fiesta sexual podía haber alcohol, mariguana y poppers —esos frascos con nitritos de amilo que al inhalarse dilatan los vasos sanguíneos, relajan los músculos lisos y producen una sensación de alegría—. Después comenzaron a aparecer otras drogas, como la cocaína, el crack o el MDMA. “El problema es cuando aparece en el mercado la metanfetamina [cristal]. De todas las sustancias adictivas, comparativamente es la que tiene más liberación de dopamina cuando se consume, y eso genera algo que llamamos ‘efecto reforzador’”, señala. Por eso tiene un gran potencial adictivo: al ser tan grande la liberación de placer, genera un deseo de repetir la experiencia y, cuando ocurre con un estímulo asociado como el sexo, el resultado es que se busque obtener de nuevo esa sensación de placer a la que no es posible llegar sin consumir cristal.
En 2015, el Instituto para la Atención y Prevención de las Adicciones de la Ciudad de México realizó un estudio sobre el consumo de sustancias en la comunidad LGBT+ y reveló que 46% de los hombres gays y bisexuales habían probado alguna droga ilegal y, de ese porcentaje, 44% lo hacía por lo menos una vez al mes, un porcentaje significativamente más alto que el de la población en general, que es de 9.9%, según la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco de 2016. Además, el consumo de cristal se ha disparado en México en los últimos años. Según la Secretaría de Salud, entre 2017 y 2021, 53% de los mexicanos en tratamiento por adicciones solicitaron la ayuda por tener un consumo problemático de cristal.
Otra de las particularidades del cristal, dice González Cantú, es que se trata de una sustancia que muy fácilmente puede producir psicosis. “El crack, por ejemplo, podía llegar en algunos casos a generar una sensación de paranoia cuando se consumía mucho durante días. La metanfetamina, en cambio, con mucho menor dosis, con mucha menor necesidad de estarlo repitiendo, tiene este efecto cerebral y produce psicosis”, afirma. Esto se traduce en comportamientos “bizarros y no habituales en personas que nunca habían tenido una psicosis previa, como la sensación de estar secuestrado y llamar al 911, aunque se está en una fiesta sexual, o empezar a desarmar cojines porque se piensa que hay un micrófono dentro”.
González Cantú explica que a esto se le llama “sindemia”, situaciones en las que se acumulan varios factores que pueden dañar la salud, como es el caso de la práctica de chemsex con cristal. Se trata de una sustancia altamente adictiva, capaz de detonar fuertes problemas psiquiátricos y que, en el contexto de una fiesta sexual, puede conducir a prácticas sexuales de riesgo.
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Sería mentir que el conocimiento del cristal es algo que se restringe a los rincones oscuros del internet. De hecho, en los últimos años ha ganado espacio en la cultura pop, desde Breaking bad, que narra la historia de un profesor que se vuelve narcotraficante por su talento para sintetizar la metanfetamina, hasta películas como Beautiful boy, en la que Timothée Chalamet interpreta a un joven con un futuro prometedor que cae en las garras de esta droga. Es decir, el cristal está presente, pero prácticamente siempre en las categorías de lo mortal y lo prohibido, y quizás sea eso lo que causa interés en quienes lo prueban por primera vez.
“La verdad llegué [al cristal] por curiosidad, estaba en un club sexual y un chavo se iba a aplicar slam y le pedí que me pusiera para saber qué se siente. Él me trató de decir todas las consecuencias, pero me dijo las que conocía en su experiencia, no me dijo que iba a tener ataques esquizofrénicos”, recuerda Gerardo Noriega, una persona no binaria, de 37 años, que vive en Monterrey y trabaja en el área de servicio y soporte de una empresa de tecnología. La primera vez que probó el cristal fue en noviembre de 2021. Describe ese club como un patio con mesas para sentarse, donde además hay un cuarto oscuro y se rentan otros espacios privados para tener sexo.
Durante los meses que consumió cristal, a través de un dealer en Grindr, Gerardo narra que bajó de peso y tuvo repetidos ataques esquizofrénicos. “Estaba tan mal psiquiátricamente que me salí a la calle a deambular a lo pendejo, y la policía, por cómo me vio, me agarró y me trató de extorsionar”. No tenía dinero, entonces los policías municipales le llevaron al Centro de Mediación Municipal de Guadalupe, donde le levantaron una falta administrativa.
“Por eso mi papá tomó la decisión de internarme a fuerzas. Había en mí un deseo de parar de consumir, pero recuerdo ya en el anexo que había muchos que en sus testimonios decían que consumían cristal llorando porque no podían parar”. Del anexo en el que estuvo seis meses, el “anexo light deluxe” lo llama entre broma y broma, recuerda que sí llegó a presenciar que golpearan a alguien cuando trataba de escaparse, además de que el tratamiento psicológico recibido era poco: “Tenía una sesión con un profesional una vez por mes”. A la falta de infraestructura y atención de salud mental se añade el costo de internamiento: por el periodo de tratamiento su familia tuvo que pagar alrededor de cincuenta mil pesos.
“Los cristaleros somos la vomitada de la vomitada”, dice Gerardo sobre su experiencia en el anexo. El estigma que se carga es muy duro, e incluso las personas recluidas por adicción a otras drogas rechazaban a las que estaban tratando de dejar el cristal, en parte porque es considerado para gente pobre, pero también porque sitios porno, como slamrush.com, muestran a los consumidores como personas que no tienen hogar ni familia y no hacen otra cosa más que buscar cómo obtener más, así sea vender su cuerpo. “En el anexo conocí a un montón de gente que decía que ellos juraban y perjuraban que jamás en su vida iban a hacer esa pinche droga cochina de nacos o de pobres o de pendejos que era el cristal... y ahí estaban por cristaleros”, recuerda.
Entonces le pregunto si hay cabida para la diversión en el chemsex.
“Siempre va a tener ese componente de salirse de las manos, porque si estás asociando una práctica a otra, tu cerebro ya no va a poder sentir lo mismo, y siempre va a estar esa cosa dentro de ti, de ve por más, ve por más, ve por más”, dice Gerardo, y añade: “Pero ni se lo recomendaría ni se lo prohibiría a nadie. Puedes hacerlo, pero tienes que estar bien consciente de todos los riesgos que conlleva y que te puede llevar a lugares muy feos”.
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Ricardo Baruch es un especialista en salud pública y derechos sexuales y reproductivos. Mientras conversamos en su departamento sobre chemsex, dice: “Por un lado quisiera mantener esta posición neutral de decir: ‘Pues al igual que con todas las drogas, no hay tanto problema mientras haya cierto control y conciencia sobre su consumo’. Pero la vida me fue llevando a uno tras otro, tras otro, tras otro caso en el que yo pensaba que las personas podían tener esa conciencia y regulación de su consumo y al final no la tuvieron. Acabo diciendo: ‘Pues no hay tanto pedo con las drogas, pero el cristal es otro pedo’”. Él ha hecho un importante trabajo como divulgador al llevar estos temas fuera de los congresos especializados y abordarlos en espacios más mainstream, como pódcasts de medios LGBT+ y Twitter.
El especialista empezó a involucrarse en el tema de salud sexual y reproductiva desde los diecisiete años. Cuenta que lo que lo acercó a este tipo de activismo fue que, en la ciudad de Puebla, había empezado su vida sexual y contrajo una infección de transmisión sexual. Así fue como llegó a la Fundación Mexicana para la Planeación Familiar y se enteró de que además de brindar atención médica hacían talleres de educación sexual. Al conocer a quienes trabajaban ahí, muchos de ellos, jóvenes gays como él, empezó a asistir como voluntario. Paradójicamente, esa atención brindada por oenegés, que para Baruch significó encontrar su vocación profesional, es muy escasa cuando se trata del uso del cristal.
“Creo que, por un lado, está el tema del estigma. Pero, por otro lado, creo que hay miedo. Mucha gente pone las estrategias de reducción de riesgos y daños en una balanza en el sentido de hasta qué punto hablo del tema sin que parezca que lo estoy promoviendo. Entonces mejor no hablan de ello para que la gente no se entere, y esa idea es como la que tienen los ‘anti’ sobre la educación sexual: si no hablo de sexo, los chamacos no van a saber. Por supuesto que van a saber porque tienen Grindr y tienen Twitter”.
Por otro lado, Baruch habla de que los recursos son muy limitados para las organizaciones que ven temas de salud LGBT+. “Si no asocias [tu trabajo] con VIH, nadie te va a dar dinero para trabajar temas de drogas. Por eso las organizaciones en general viven de pequeñas donaciones de algunas personas y casi ninguna llega a conseguir dinero de convocatorias internacionales”. En línea con el tema del dinero, Baruch alerta que no se está invirtiendo en salud mental, una vertiente clave para atender los asuntos ligados al consumo problemático de drogas. “Servicios de salud mental no hay para prácticamente nadie, seas gay o hetero, tengas una enfermedad compleja o una adicción”, dice, y también insiste en que las clínicas de rehabilitación formales son impagables para la mayoría de la población, y entonces los anexos son los espacios a los que recurren. “En estos lugares la mayoría de gente no tiene ningún resultado y, al contrario, llegan a terminar con un nuevo trauma provocado”.
¿Por dónde comenzar a solucionar esto? Para Baruch, la respuesta está en el presupuesto. “No es que todo se resuelva con dinero, pero pues sin eso va a ser imposible”, sentencia. “El Estado tendría que estar fortaleciendo los servicios especializados para personas LGBT+ y, por otro lado, los servicios de salud mental en general, y desafortunadamente estamos viendo que para este tema hay mucho discurso, pero cero recursos”.
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Aldo Morales me espera afuera de la Clínica Especializada Condesa, en la alcaldía Cuauhtémoc. Entre esta sede y la de Iztapalapa atienden de forma pública y gratuita a casi veinte mil pacientes con VIH en la Ciudad de México. Me saluda, me toma de la mano y me dice que lo acompañe al interior porque está por empezar una junta por Zoom que quiere que escuche. Aldo tiene una apariencia y una actitud joven, ligera y enérgica que le gana saludos y sonrisas lo mismo de pacientes que del personal de seguridad. Subimos las escaleras del edificio y doblamos a la izquierda y luego a la derecha hasta llegar a la pequeña oficina donde trabaja. El espacio pertenece a Inspira Cambio, A.C., organización dedicada a velar por los derechos de salud sexual de la comunidad LGBT+ a través de la aplicación de pruebas de detección de VIH y otras infecciones de transmisión sexual, así como a dar orientación a los pacientes.
La videollamada aborda la planeación de un Twitter Space que organizará Inspira Cambiocon otras personas sobre estigmas y violencias ligados al chemsex. Aldo se sienta en su escritorio y saca una libreta morada, un cuaderno que parece diario íntimo, y comienza a tomar nota de la conversación en la que participan otros activistas usuarios de cristal que defienden que se puede tener un consumo recreativo y que, además, puede servir como un medio para conocerse y conocer a otras personas.
Escucho anécdotas que van desde reprocharse por haber consumido o describir qué hicieron cuando sufrieron un ataque de psicosis hasta haber tenido una experiencia en el área más difusa del consenso al momento de una sesión de chemsex. En medio de la conversación errática brota una cascada de preguntas que atrapa toda mi atención: ¿qué deseo hay detrás del chemsex?, ¿qué tanto de ello es legítimo?, ¿qué tanto es la puesta en acto de un trauma?, ¿qué dice esto de cómo nos vemos los unos a los otros? No pudieron responder a estas interrogantes, pero el Twitter Space del 24 de mayo de 2023 tuvo una convocatoria nada despreciable: 1 200 personas se conectaron a escuchar.
Terminada la junta, entrevisto a Aldo en un café turco a unas pocas cuadras de la clínica. En su biografía se trazan todos los factores de riesgo de los que alertan los expertos: su familia no lo acepta del todo por ser homosexual, sufrió una violación que derivó en que contrajera VIH y empezó a fumar cristal poco después de ser diagnosticado, hace cuatro años. Sin embargo, ni su apariencia ni su actitud encajan con el estereotipo del junkie que existe en el imaginario de las drogas duras, pero esto no siempre fue así.
“Al inicio no tenía noción de los riesgos. Los primeros cuatro meses de consumo solo me enfocaba en disfrutar y pensaba que no iba a pasar nada malo en mi cuerpo o en mi cabeza. Conforme pasó el tiempo y empecé a fumar más, empezaron a aparecer ciertos efectos en mi cuerpo. Recuerdo que la primera vez que decidí dejar de consumir cristal lo hice porque llegué al depa de un güey que estaba en una orgía y él estaba dándole cristal a todo mundo. Ese día en un momento fui al baño y mi orina salió color negro. Ahí me di cuenta de que había pasado muchos días consumiendo sin comer y sin tomar agua”, relata Aldo. Después regresó a casa y al verse frente al espejo notó una delgadez que le pareció preocupante. “Empecé a perder la capacidad de retener información, y entonces fui espaciando mi consumo y descansar muy bien después de los días de consumo”.
En sus relatos, el diálogo con otros es una constante, lo que no es coincidencia: Aldo forma parte de Circo Crico, una iniciativa que busca generar espacios de diálogo y creación artística para que consumidores y exconsumidores de cristal puedan hablar de sus experiencias personales, pero también del estigma en torno a esta droga.
El funcionario Hugo González Cantú sabe del trabajo de esta iniciativa y, aunque reconoce la aproximación como novedosa, tiene ciertas reservas. “Más allá de la gestión de placeres, debemos dimensionar que las sustancias son diferentes. Por ejemplo, yo a algunas personas les he comentado que en otras épocas se usaba MDMA para lo mismo, para tener lo que ahora llamamos chemsex, y no veías la problemática que hay ahora. No es ni la persona ni el contexto, sino la sustancia, y eso es algo que desde la Comisión Nacional contra las Adicciones sí tratamos de diferenciar”, alerta el psiquiatra, y luego insiste: “Es una sustancia adictiva y es una sustancia peligrosa. Te puede generar psicosis, pero también puede producir problemas cardiovasculares y, siendo joven, puede producir un accidente vascular. Entonces tenemos desde nuestra perspectiva que hablar de lo negativo”.
Para Aldo, esta visión no está en conflicto con lo que piensa: “No voy a negar el hecho de que el cristal tiene efectos fisiológicos y bioquímicos en tu cuerpo que sí pueden llevarte a tener ciertas alteraciones que [...] ponen en riesgo tu integridad física y mental”. Pero enseguida matiza la situación y dice que el conflicto se centra en el trato que les dan a los consumidores: “Profesionales de la salud con una tabla en la mano clasifican que una persona tiene ya un consumo problemático y no un consumo recreativo porque de diez reactivos [de un formulario de diagnóstico] tachan ocho. Pienso que estamos dejando de lado a la persona, no le preguntamos la vía de administración, el contexto. Hay muchos reactivos que se quedan ambiguos y la verdad es que no hay una manera exacta de saber en qué momento se vuelve problemático, solo hasta que la persona te lo expresa”, dice.
Le pregunto por qué, si el chemsex es tan peligroso, lo sigue haciendo.
“El consumo de sustancias es algo que evoluciona conforme la persona va andando en su vida. Al inicio era por una cuestión de aumentar el placer, luego el tiempo que podía permanecer teniendo sexo y después se volvió un espacio para ser yo, como persona, y de ese modo conocer gente a la cual no podría conocer de manera habitual. Empecé a encontrar un sentido de pertenencia en el consumo de cristal”, afirma.
La gente a la que se refiere son los hombres más privilegiados en este mercado de carne: altos, blancos, varoniles y bien dotados. “Si no consumiera no tendría posibilidad de coger con ellos ni mucho menos de conocerles”.
Aldo dice que ahora está en un periodo de abstinencia y que, por lo mismo, se siente un poco lejano al grupo en el que se siente seguro. La emoción por hacer amigos supera el miedo a jugar con una sustancia que puede causarle un daño irreparable. “Decimos que se llama Circo Crico porque es un circo, es un lugar en el que hacemos malabares y, mientras más herramientas tenga la persona para poderlo gestionar, seguramente la persona va a poder lograr que su consumo le juegue más a favor. No lo vemos como algo bueno o malo, sino como un juego a favor o en contra”.
El consumo de cristal y sexo en México. Ilustración de Fernanda Jiménez.
Grindr es la aplicación más famosa para encuentros sexuales entre hombres. En los últimos años se ha vuelto común encontrar ahí la venta de sustancias ilícitas, como el cristal, en tiempos en que su consumo se ha disparado en México. ¿Qué hay detrás de los usuarios que buscan sexo y cristal al mismo tiempo?, ¿se trata de una crisis de salud pública? Este es un texto sobre el boom del chemsex dentro de la comunidad LGBT+.
Acaricio la pantalla y se despliega frente a mí un montón de cuerpos mutilados en imágenes, fotos de torsos, cuellos, brazos, muslos, pies, bultos y muy pocos rostros. Esta pedacería de cuerpos deseantes se ordena en una cuadrícula y cada celda corresponde a un usuario de Grindr.
Esta aplicación fue creada en 2009 para promover los encuentros sexuales entre hombres y hoy es una empresa que cotiza en la bolsa, vale 1.02 mil millones de dólares y presume que todos los días tres millones de usuarios en todo el mundo entran a ella en busca de sexo. Es la misma historia, que incluso ya parece tediosa: la idea de llevar algo del plano físico al internet deriva en un negocio multimillonario. Su éxito lo sintetiza Juan Pablo Sutherland, en su libro Grindermanías (2021), cuando habla de la capacidad de Grindr de decirnos qué tan lejos o cerca de nosotros está otro usuario vía geolocalización. “Esta hipérbole espacial virtualizó el cruising que conocimos la mayoría de los gays, maricas y locas alrededor del mundo urbano durante gran parte del siglo XX y los primeros años del XXI”.
El ritual de las miradas cómplices en parques y baños públicos como antesala al sexo se reemplaza por unos cuantos clics. ¿Te deseo? Hago clic en el ícono de llamas de la esquina inferior derecha y eso basta para hacértelo saber. ¿Te tengo muchas ganas? Un “¡Hola!” o un “¿Qué onda?” puede arrancar una conversación estéril que tiene más en común con llenar un formulario cualquiera que con ligar.
—¿Rol?, ¿lugar?, ¿tienes fotos?
—¿Te van los dulces?
“Los dulces”, vaya eufemismo, se refiere al uso de drogas, y en este mercado de carne es preciso hacerse de los sellos correctos. Así es como un emoji de durazno, dependiendo del texto que lo acompañe, puede indicar que uno anda en busca de un activo, y el uso de un anillo con diamante o hielos (💍 🧊) revela que el perfil es entusiasta del sexo bajo los efectos del “crico”, como suele llamarse a los cristales de metanfetamina. ¿Por qué hay quién busca esto? Parece obvio, pero si no fuera divertido nadie lo haría. El cristal aumenta la sensación de excitación, genera euforia y puede llevar a quien lo consume a tener largas jornadas de sexo, pues inhibe el sueño y el hambre.
Sigo desplazándome por la pantalla. Suenan los taps, un sinfín de notificaciones de conversaciones posibles e inesperadas. Pronto me topo con algo. En un anónimo cuadro negro, ACT💍ROMPE* alerta en su biografía una promoción de cristal. Le escribo para pedir informes.
—Dos gramos y eso, setecientos pesos.
—¿Y sin eso?
—Tres gramos por quinientos y uno en trescientos. ¿Ocupas?
Por “eso” se entiende que la oferta incluye tener sexo con él. Dejando aquello aparte, el cristal se ha vuelto más barato que otras drogas, como la ketamina y el MDMA, que rondan los mil pesos por gramo, y es más rendidor porque basta medio gramo para divertirse una noche.
Otro de los perfiles con este tipo de emojis alerta que sabe administrar slam, como se conoce al consumo intravenoso de cristal. Este sí tiene fotos de perfil y una de ellas lo muestra en calzones frente al espejo de un sitio que parece un cuarto de hotel. En la mesa del tocador se alcanza a ver, junto a una cajetilla de mentolados, una jeringa de aguja delgadita, como las que usan personas con diabetes para la insulina, así como una banda elástica de las que se atan al brazo para que sea más fácil encontrar la vena.
Imágenes como las de estos usuarios en Grindr no se dan solo en México. La dupla de cristal y sexo inició en realidad una década atrás. En 2013 surgió una fuerte discusión en torno al uso de drogas en fiestas sexuales entre hombres gays y bisexuales británicos, ocurridas en los municipios londinenses de Lambeth, Southwark y Lewisham. En ese contexto, entre los usuarios y la prensa acuñaron dos términos: chemsex y party and play.
Frente a esta problemática, la London School of Hygiene & Tropical Medicine publicó en 2014 un reporte que sería un parteaguas en la investigación del fenómeno, “The chemsex study”, en el que alertó que el consumo de metanfetaminas en un contexto de sexo entre hombres se había elevado 85% entre 2005 y 2012. Además, en ese documento se fija una preocupación de salud pública en torno a las prácticas sexuales de riesgo y su impacto en la transmisión de VIH, pues señala que una persona drogada tiene más posibilidades de caer en conductas riesgosas que una sobria.
“El fenómeno del uso sexualizado de las sustancias, que es el término técnico empleado para chemsex, no es nuevo”, dice el psiquiatra Hugo González Cantú, quien trabaja en la Comisión Nacional contra las Adicciones; antes de ser funcionario, había dedicado sus esfuerzos académicos a apoyar a organizaciones de la sociedad civil que trabajan por los derechos de salud de la comunidad LGBT+ en México.
González Cantú dice que hace treinta años en una fiesta sexual podía haber alcohol, mariguana y poppers —esos frascos con nitritos de amilo que al inhalarse dilatan los vasos sanguíneos, relajan los músculos lisos y producen una sensación de alegría—. Después comenzaron a aparecer otras drogas, como la cocaína, el crack o el MDMA. “El problema es cuando aparece en el mercado la metanfetamina [cristal]. De todas las sustancias adictivas, comparativamente es la que tiene más liberación de dopamina cuando se consume, y eso genera algo que llamamos ‘efecto reforzador’”, señala. Por eso tiene un gran potencial adictivo: al ser tan grande la liberación de placer, genera un deseo de repetir la experiencia y, cuando ocurre con un estímulo asociado como el sexo, el resultado es que se busque obtener de nuevo esa sensación de placer a la que no es posible llegar sin consumir cristal.
En 2015, el Instituto para la Atención y Prevención de las Adicciones de la Ciudad de México realizó un estudio sobre el consumo de sustancias en la comunidad LGBT+ y reveló que 46% de los hombres gays y bisexuales habían probado alguna droga ilegal y, de ese porcentaje, 44% lo hacía por lo menos una vez al mes, un porcentaje significativamente más alto que el de la población en general, que es de 9.9%, según la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco de 2016. Además, el consumo de cristal se ha disparado en México en los últimos años. Según la Secretaría de Salud, entre 2017 y 2021, 53% de los mexicanos en tratamiento por adicciones solicitaron la ayuda por tener un consumo problemático de cristal.
Otra de las particularidades del cristal, dice González Cantú, es que se trata de una sustancia que muy fácilmente puede producir psicosis. “El crack, por ejemplo, podía llegar en algunos casos a generar una sensación de paranoia cuando se consumía mucho durante días. La metanfetamina, en cambio, con mucho menor dosis, con mucha menor necesidad de estarlo repitiendo, tiene este efecto cerebral y produce psicosis”, afirma. Esto se traduce en comportamientos “bizarros y no habituales en personas que nunca habían tenido una psicosis previa, como la sensación de estar secuestrado y llamar al 911, aunque se está en una fiesta sexual, o empezar a desarmar cojines porque se piensa que hay un micrófono dentro”.
González Cantú explica que a esto se le llama “sindemia”, situaciones en las que se acumulan varios factores que pueden dañar la salud, como es el caso de la práctica de chemsex con cristal. Se trata de una sustancia altamente adictiva, capaz de detonar fuertes problemas psiquiátricos y que, en el contexto de una fiesta sexual, puede conducir a prácticas sexuales de riesgo.
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Sería mentir que el conocimiento del cristal es algo que se restringe a los rincones oscuros del internet. De hecho, en los últimos años ha ganado espacio en la cultura pop, desde Breaking bad, que narra la historia de un profesor que se vuelve narcotraficante por su talento para sintetizar la metanfetamina, hasta películas como Beautiful boy, en la que Timothée Chalamet interpreta a un joven con un futuro prometedor que cae en las garras de esta droga. Es decir, el cristal está presente, pero prácticamente siempre en las categorías de lo mortal y lo prohibido, y quizás sea eso lo que causa interés en quienes lo prueban por primera vez.
“La verdad llegué [al cristal] por curiosidad, estaba en un club sexual y un chavo se iba a aplicar slam y le pedí que me pusiera para saber qué se siente. Él me trató de decir todas las consecuencias, pero me dijo las que conocía en su experiencia, no me dijo que iba a tener ataques esquizofrénicos”, recuerda Gerardo Noriega, una persona no binaria, de 37 años, que vive en Monterrey y trabaja en el área de servicio y soporte de una empresa de tecnología. La primera vez que probó el cristal fue en noviembre de 2021. Describe ese club como un patio con mesas para sentarse, donde además hay un cuarto oscuro y se rentan otros espacios privados para tener sexo.
Durante los meses que consumió cristal, a través de un dealer en Grindr, Gerardo narra que bajó de peso y tuvo repetidos ataques esquizofrénicos. “Estaba tan mal psiquiátricamente que me salí a la calle a deambular a lo pendejo, y la policía, por cómo me vio, me agarró y me trató de extorsionar”. No tenía dinero, entonces los policías municipales le llevaron al Centro de Mediación Municipal de Guadalupe, donde le levantaron una falta administrativa.
“Por eso mi papá tomó la decisión de internarme a fuerzas. Había en mí un deseo de parar de consumir, pero recuerdo ya en el anexo que había muchos que en sus testimonios decían que consumían cristal llorando porque no podían parar”. Del anexo en el que estuvo seis meses, el “anexo light deluxe” lo llama entre broma y broma, recuerda que sí llegó a presenciar que golpearan a alguien cuando trataba de escaparse, además de que el tratamiento psicológico recibido era poco: “Tenía una sesión con un profesional una vez por mes”. A la falta de infraestructura y atención de salud mental se añade el costo de internamiento: por el periodo de tratamiento su familia tuvo que pagar alrededor de cincuenta mil pesos.
“Los cristaleros somos la vomitada de la vomitada”, dice Gerardo sobre su experiencia en el anexo. El estigma que se carga es muy duro, e incluso las personas recluidas por adicción a otras drogas rechazaban a las que estaban tratando de dejar el cristal, en parte porque es considerado para gente pobre, pero también porque sitios porno, como slamrush.com, muestran a los consumidores como personas que no tienen hogar ni familia y no hacen otra cosa más que buscar cómo obtener más, así sea vender su cuerpo. “En el anexo conocí a un montón de gente que decía que ellos juraban y perjuraban que jamás en su vida iban a hacer esa pinche droga cochina de nacos o de pobres o de pendejos que era el cristal... y ahí estaban por cristaleros”, recuerda.
Entonces le pregunto si hay cabida para la diversión en el chemsex.
“Siempre va a tener ese componente de salirse de las manos, porque si estás asociando una práctica a otra, tu cerebro ya no va a poder sentir lo mismo, y siempre va a estar esa cosa dentro de ti, de ve por más, ve por más, ve por más”, dice Gerardo, y añade: “Pero ni se lo recomendaría ni se lo prohibiría a nadie. Puedes hacerlo, pero tienes que estar bien consciente de todos los riesgos que conlleva y que te puede llevar a lugares muy feos”.
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Ricardo Baruch es un especialista en salud pública y derechos sexuales y reproductivos. Mientras conversamos en su departamento sobre chemsex, dice: “Por un lado quisiera mantener esta posición neutral de decir: ‘Pues al igual que con todas las drogas, no hay tanto problema mientras haya cierto control y conciencia sobre su consumo’. Pero la vida me fue llevando a uno tras otro, tras otro, tras otro caso en el que yo pensaba que las personas podían tener esa conciencia y regulación de su consumo y al final no la tuvieron. Acabo diciendo: ‘Pues no hay tanto pedo con las drogas, pero el cristal es otro pedo’”. Él ha hecho un importante trabajo como divulgador al llevar estos temas fuera de los congresos especializados y abordarlos en espacios más mainstream, como pódcasts de medios LGBT+ y Twitter.
El especialista empezó a involucrarse en el tema de salud sexual y reproductiva desde los diecisiete años. Cuenta que lo que lo acercó a este tipo de activismo fue que, en la ciudad de Puebla, había empezado su vida sexual y contrajo una infección de transmisión sexual. Así fue como llegó a la Fundación Mexicana para la Planeación Familiar y se enteró de que además de brindar atención médica hacían talleres de educación sexual. Al conocer a quienes trabajaban ahí, muchos de ellos, jóvenes gays como él, empezó a asistir como voluntario. Paradójicamente, esa atención brindada por oenegés, que para Baruch significó encontrar su vocación profesional, es muy escasa cuando se trata del uso del cristal.
“Creo que, por un lado, está el tema del estigma. Pero, por otro lado, creo que hay miedo. Mucha gente pone las estrategias de reducción de riesgos y daños en una balanza en el sentido de hasta qué punto hablo del tema sin que parezca que lo estoy promoviendo. Entonces mejor no hablan de ello para que la gente no se entere, y esa idea es como la que tienen los ‘anti’ sobre la educación sexual: si no hablo de sexo, los chamacos no van a saber. Por supuesto que van a saber porque tienen Grindr y tienen Twitter”.
Por otro lado, Baruch habla de que los recursos son muy limitados para las organizaciones que ven temas de salud LGBT+. “Si no asocias [tu trabajo] con VIH, nadie te va a dar dinero para trabajar temas de drogas. Por eso las organizaciones en general viven de pequeñas donaciones de algunas personas y casi ninguna llega a conseguir dinero de convocatorias internacionales”. En línea con el tema del dinero, Baruch alerta que no se está invirtiendo en salud mental, una vertiente clave para atender los asuntos ligados al consumo problemático de drogas. “Servicios de salud mental no hay para prácticamente nadie, seas gay o hetero, tengas una enfermedad compleja o una adicción”, dice, y también insiste en que las clínicas de rehabilitación formales son impagables para la mayoría de la población, y entonces los anexos son los espacios a los que recurren. “En estos lugares la mayoría de gente no tiene ningún resultado y, al contrario, llegan a terminar con un nuevo trauma provocado”.
¿Por dónde comenzar a solucionar esto? Para Baruch, la respuesta está en el presupuesto. “No es que todo se resuelva con dinero, pero pues sin eso va a ser imposible”, sentencia. “El Estado tendría que estar fortaleciendo los servicios especializados para personas LGBT+ y, por otro lado, los servicios de salud mental en general, y desafortunadamente estamos viendo que para este tema hay mucho discurso, pero cero recursos”.
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Aldo Morales me espera afuera de la Clínica Especializada Condesa, en la alcaldía Cuauhtémoc. Entre esta sede y la de Iztapalapa atienden de forma pública y gratuita a casi veinte mil pacientes con VIH en la Ciudad de México. Me saluda, me toma de la mano y me dice que lo acompañe al interior porque está por empezar una junta por Zoom que quiere que escuche. Aldo tiene una apariencia y una actitud joven, ligera y enérgica que le gana saludos y sonrisas lo mismo de pacientes que del personal de seguridad. Subimos las escaleras del edificio y doblamos a la izquierda y luego a la derecha hasta llegar a la pequeña oficina donde trabaja. El espacio pertenece a Inspira Cambio, A.C., organización dedicada a velar por los derechos de salud sexual de la comunidad LGBT+ a través de la aplicación de pruebas de detección de VIH y otras infecciones de transmisión sexual, así como a dar orientación a los pacientes.
La videollamada aborda la planeación de un Twitter Space que organizará Inspira Cambiocon otras personas sobre estigmas y violencias ligados al chemsex. Aldo se sienta en su escritorio y saca una libreta morada, un cuaderno que parece diario íntimo, y comienza a tomar nota de la conversación en la que participan otros activistas usuarios de cristal que defienden que se puede tener un consumo recreativo y que, además, puede servir como un medio para conocerse y conocer a otras personas.
Escucho anécdotas que van desde reprocharse por haber consumido o describir qué hicieron cuando sufrieron un ataque de psicosis hasta haber tenido una experiencia en el área más difusa del consenso al momento de una sesión de chemsex. En medio de la conversación errática brota una cascada de preguntas que atrapa toda mi atención: ¿qué deseo hay detrás del chemsex?, ¿qué tanto de ello es legítimo?, ¿qué tanto es la puesta en acto de un trauma?, ¿qué dice esto de cómo nos vemos los unos a los otros? No pudieron responder a estas interrogantes, pero el Twitter Space del 24 de mayo de 2023 tuvo una convocatoria nada despreciable: 1 200 personas se conectaron a escuchar.
Terminada la junta, entrevisto a Aldo en un café turco a unas pocas cuadras de la clínica. En su biografía se trazan todos los factores de riesgo de los que alertan los expertos: su familia no lo acepta del todo por ser homosexual, sufrió una violación que derivó en que contrajera VIH y empezó a fumar cristal poco después de ser diagnosticado, hace cuatro años. Sin embargo, ni su apariencia ni su actitud encajan con el estereotipo del junkie que existe en el imaginario de las drogas duras, pero esto no siempre fue así.
“Al inicio no tenía noción de los riesgos. Los primeros cuatro meses de consumo solo me enfocaba en disfrutar y pensaba que no iba a pasar nada malo en mi cuerpo o en mi cabeza. Conforme pasó el tiempo y empecé a fumar más, empezaron a aparecer ciertos efectos en mi cuerpo. Recuerdo que la primera vez que decidí dejar de consumir cristal lo hice porque llegué al depa de un güey que estaba en una orgía y él estaba dándole cristal a todo mundo. Ese día en un momento fui al baño y mi orina salió color negro. Ahí me di cuenta de que había pasado muchos días consumiendo sin comer y sin tomar agua”, relata Aldo. Después regresó a casa y al verse frente al espejo notó una delgadez que le pareció preocupante. “Empecé a perder la capacidad de retener información, y entonces fui espaciando mi consumo y descansar muy bien después de los días de consumo”.
En sus relatos, el diálogo con otros es una constante, lo que no es coincidencia: Aldo forma parte de Circo Crico, una iniciativa que busca generar espacios de diálogo y creación artística para que consumidores y exconsumidores de cristal puedan hablar de sus experiencias personales, pero también del estigma en torno a esta droga.
El funcionario Hugo González Cantú sabe del trabajo de esta iniciativa y, aunque reconoce la aproximación como novedosa, tiene ciertas reservas. “Más allá de la gestión de placeres, debemos dimensionar que las sustancias son diferentes. Por ejemplo, yo a algunas personas les he comentado que en otras épocas se usaba MDMA para lo mismo, para tener lo que ahora llamamos chemsex, y no veías la problemática que hay ahora. No es ni la persona ni el contexto, sino la sustancia, y eso es algo que desde la Comisión Nacional contra las Adicciones sí tratamos de diferenciar”, alerta el psiquiatra, y luego insiste: “Es una sustancia adictiva y es una sustancia peligrosa. Te puede generar psicosis, pero también puede producir problemas cardiovasculares y, siendo joven, puede producir un accidente vascular. Entonces tenemos desde nuestra perspectiva que hablar de lo negativo”.
Para Aldo, esta visión no está en conflicto con lo que piensa: “No voy a negar el hecho de que el cristal tiene efectos fisiológicos y bioquímicos en tu cuerpo que sí pueden llevarte a tener ciertas alteraciones que [...] ponen en riesgo tu integridad física y mental”. Pero enseguida matiza la situación y dice que el conflicto se centra en el trato que les dan a los consumidores: “Profesionales de la salud con una tabla en la mano clasifican que una persona tiene ya un consumo problemático y no un consumo recreativo porque de diez reactivos [de un formulario de diagnóstico] tachan ocho. Pienso que estamos dejando de lado a la persona, no le preguntamos la vía de administración, el contexto. Hay muchos reactivos que se quedan ambiguos y la verdad es que no hay una manera exacta de saber en qué momento se vuelve problemático, solo hasta que la persona te lo expresa”, dice.
Le pregunto por qué, si el chemsex es tan peligroso, lo sigue haciendo.
“El consumo de sustancias es algo que evoluciona conforme la persona va andando en su vida. Al inicio era por una cuestión de aumentar el placer, luego el tiempo que podía permanecer teniendo sexo y después se volvió un espacio para ser yo, como persona, y de ese modo conocer gente a la cual no podría conocer de manera habitual. Empecé a encontrar un sentido de pertenencia en el consumo de cristal”, afirma.
La gente a la que se refiere son los hombres más privilegiados en este mercado de carne: altos, blancos, varoniles y bien dotados. “Si no consumiera no tendría posibilidad de coger con ellos ni mucho menos de conocerles”.
Aldo dice que ahora está en un periodo de abstinencia y que, por lo mismo, se siente un poco lejano al grupo en el que se siente seguro. La emoción por hacer amigos supera el miedo a jugar con una sustancia que puede causarle un daño irreparable. “Decimos que se llama Circo Crico porque es un circo, es un lugar en el que hacemos malabares y, mientras más herramientas tenga la persona para poderlo gestionar, seguramente la persona va a poder lograr que su consumo le juegue más a favor. No lo vemos como algo bueno o malo, sino como un juego a favor o en contra”.
Grindr es la aplicación más famosa para encuentros sexuales entre hombres. En los últimos años se ha vuelto común encontrar ahí la venta de sustancias ilícitas, como el cristal, en tiempos en que su consumo se ha disparado en México. ¿Qué hay detrás de los usuarios que buscan sexo y cristal al mismo tiempo?, ¿se trata de una crisis de salud pública? Este es un texto sobre el boom del chemsex dentro de la comunidad LGBT+.
Acaricio la pantalla y se despliega frente a mí un montón de cuerpos mutilados en imágenes, fotos de torsos, cuellos, brazos, muslos, pies, bultos y muy pocos rostros. Esta pedacería de cuerpos deseantes se ordena en una cuadrícula y cada celda corresponde a un usuario de Grindr.
Esta aplicación fue creada en 2009 para promover los encuentros sexuales entre hombres y hoy es una empresa que cotiza en la bolsa, vale 1.02 mil millones de dólares y presume que todos los días tres millones de usuarios en todo el mundo entran a ella en busca de sexo. Es la misma historia, que incluso ya parece tediosa: la idea de llevar algo del plano físico al internet deriva en un negocio multimillonario. Su éxito lo sintetiza Juan Pablo Sutherland, en su libro Grindermanías (2021), cuando habla de la capacidad de Grindr de decirnos qué tan lejos o cerca de nosotros está otro usuario vía geolocalización. “Esta hipérbole espacial virtualizó el cruising que conocimos la mayoría de los gays, maricas y locas alrededor del mundo urbano durante gran parte del siglo XX y los primeros años del XXI”.
El ritual de las miradas cómplices en parques y baños públicos como antesala al sexo se reemplaza por unos cuantos clics. ¿Te deseo? Hago clic en el ícono de llamas de la esquina inferior derecha y eso basta para hacértelo saber. ¿Te tengo muchas ganas? Un “¡Hola!” o un “¿Qué onda?” puede arrancar una conversación estéril que tiene más en común con llenar un formulario cualquiera que con ligar.
—¿Rol?, ¿lugar?, ¿tienes fotos?
—¿Te van los dulces?
“Los dulces”, vaya eufemismo, se refiere al uso de drogas, y en este mercado de carne es preciso hacerse de los sellos correctos. Así es como un emoji de durazno, dependiendo del texto que lo acompañe, puede indicar que uno anda en busca de un activo, y el uso de un anillo con diamante o hielos (💍 🧊) revela que el perfil es entusiasta del sexo bajo los efectos del “crico”, como suele llamarse a los cristales de metanfetamina. ¿Por qué hay quién busca esto? Parece obvio, pero si no fuera divertido nadie lo haría. El cristal aumenta la sensación de excitación, genera euforia y puede llevar a quien lo consume a tener largas jornadas de sexo, pues inhibe el sueño y el hambre.
Sigo desplazándome por la pantalla. Suenan los taps, un sinfín de notificaciones de conversaciones posibles e inesperadas. Pronto me topo con algo. En un anónimo cuadro negro, ACT💍ROMPE* alerta en su biografía una promoción de cristal. Le escribo para pedir informes.
—Dos gramos y eso, setecientos pesos.
—¿Y sin eso?
—Tres gramos por quinientos y uno en trescientos. ¿Ocupas?
Por “eso” se entiende que la oferta incluye tener sexo con él. Dejando aquello aparte, el cristal se ha vuelto más barato que otras drogas, como la ketamina y el MDMA, que rondan los mil pesos por gramo, y es más rendidor porque basta medio gramo para divertirse una noche.
Otro de los perfiles con este tipo de emojis alerta que sabe administrar slam, como se conoce al consumo intravenoso de cristal. Este sí tiene fotos de perfil y una de ellas lo muestra en calzones frente al espejo de un sitio que parece un cuarto de hotel. En la mesa del tocador se alcanza a ver, junto a una cajetilla de mentolados, una jeringa de aguja delgadita, como las que usan personas con diabetes para la insulina, así como una banda elástica de las que se atan al brazo para que sea más fácil encontrar la vena.
Imágenes como las de estos usuarios en Grindr no se dan solo en México. La dupla de cristal y sexo inició en realidad una década atrás. En 2013 surgió una fuerte discusión en torno al uso de drogas en fiestas sexuales entre hombres gays y bisexuales británicos, ocurridas en los municipios londinenses de Lambeth, Southwark y Lewisham. En ese contexto, entre los usuarios y la prensa acuñaron dos términos: chemsex y party and play.
Frente a esta problemática, la London School of Hygiene & Tropical Medicine publicó en 2014 un reporte que sería un parteaguas en la investigación del fenómeno, “The chemsex study”, en el que alertó que el consumo de metanfetaminas en un contexto de sexo entre hombres se había elevado 85% entre 2005 y 2012. Además, en ese documento se fija una preocupación de salud pública en torno a las prácticas sexuales de riesgo y su impacto en la transmisión de VIH, pues señala que una persona drogada tiene más posibilidades de caer en conductas riesgosas que una sobria.
“El fenómeno del uso sexualizado de las sustancias, que es el término técnico empleado para chemsex, no es nuevo”, dice el psiquiatra Hugo González Cantú, quien trabaja en la Comisión Nacional contra las Adicciones; antes de ser funcionario, había dedicado sus esfuerzos académicos a apoyar a organizaciones de la sociedad civil que trabajan por los derechos de salud de la comunidad LGBT+ en México.
González Cantú dice que hace treinta años en una fiesta sexual podía haber alcohol, mariguana y poppers —esos frascos con nitritos de amilo que al inhalarse dilatan los vasos sanguíneos, relajan los músculos lisos y producen una sensación de alegría—. Después comenzaron a aparecer otras drogas, como la cocaína, el crack o el MDMA. “El problema es cuando aparece en el mercado la metanfetamina [cristal]. De todas las sustancias adictivas, comparativamente es la que tiene más liberación de dopamina cuando se consume, y eso genera algo que llamamos ‘efecto reforzador’”, señala. Por eso tiene un gran potencial adictivo: al ser tan grande la liberación de placer, genera un deseo de repetir la experiencia y, cuando ocurre con un estímulo asociado como el sexo, el resultado es que se busque obtener de nuevo esa sensación de placer a la que no es posible llegar sin consumir cristal.
En 2015, el Instituto para la Atención y Prevención de las Adicciones de la Ciudad de México realizó un estudio sobre el consumo de sustancias en la comunidad LGBT+ y reveló que 46% de los hombres gays y bisexuales habían probado alguna droga ilegal y, de ese porcentaje, 44% lo hacía por lo menos una vez al mes, un porcentaje significativamente más alto que el de la población en general, que es de 9.9%, según la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco de 2016. Además, el consumo de cristal se ha disparado en México en los últimos años. Según la Secretaría de Salud, entre 2017 y 2021, 53% de los mexicanos en tratamiento por adicciones solicitaron la ayuda por tener un consumo problemático de cristal.
Otra de las particularidades del cristal, dice González Cantú, es que se trata de una sustancia que muy fácilmente puede producir psicosis. “El crack, por ejemplo, podía llegar en algunos casos a generar una sensación de paranoia cuando se consumía mucho durante días. La metanfetamina, en cambio, con mucho menor dosis, con mucha menor necesidad de estarlo repitiendo, tiene este efecto cerebral y produce psicosis”, afirma. Esto se traduce en comportamientos “bizarros y no habituales en personas que nunca habían tenido una psicosis previa, como la sensación de estar secuestrado y llamar al 911, aunque se está en una fiesta sexual, o empezar a desarmar cojines porque se piensa que hay un micrófono dentro”.
González Cantú explica que a esto se le llama “sindemia”, situaciones en las que se acumulan varios factores que pueden dañar la salud, como es el caso de la práctica de chemsex con cristal. Se trata de una sustancia altamente adictiva, capaz de detonar fuertes problemas psiquiátricos y que, en el contexto de una fiesta sexual, puede conducir a prácticas sexuales de riesgo.
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Sería mentir que el conocimiento del cristal es algo que se restringe a los rincones oscuros del internet. De hecho, en los últimos años ha ganado espacio en la cultura pop, desde Breaking bad, que narra la historia de un profesor que se vuelve narcotraficante por su talento para sintetizar la metanfetamina, hasta películas como Beautiful boy, en la que Timothée Chalamet interpreta a un joven con un futuro prometedor que cae en las garras de esta droga. Es decir, el cristal está presente, pero prácticamente siempre en las categorías de lo mortal y lo prohibido, y quizás sea eso lo que causa interés en quienes lo prueban por primera vez.
“La verdad llegué [al cristal] por curiosidad, estaba en un club sexual y un chavo se iba a aplicar slam y le pedí que me pusiera para saber qué se siente. Él me trató de decir todas las consecuencias, pero me dijo las que conocía en su experiencia, no me dijo que iba a tener ataques esquizofrénicos”, recuerda Gerardo Noriega, una persona no binaria, de 37 años, que vive en Monterrey y trabaja en el área de servicio y soporte de una empresa de tecnología. La primera vez que probó el cristal fue en noviembre de 2021. Describe ese club como un patio con mesas para sentarse, donde además hay un cuarto oscuro y se rentan otros espacios privados para tener sexo.
Durante los meses que consumió cristal, a través de un dealer en Grindr, Gerardo narra que bajó de peso y tuvo repetidos ataques esquizofrénicos. “Estaba tan mal psiquiátricamente que me salí a la calle a deambular a lo pendejo, y la policía, por cómo me vio, me agarró y me trató de extorsionar”. No tenía dinero, entonces los policías municipales le llevaron al Centro de Mediación Municipal de Guadalupe, donde le levantaron una falta administrativa.
“Por eso mi papá tomó la decisión de internarme a fuerzas. Había en mí un deseo de parar de consumir, pero recuerdo ya en el anexo que había muchos que en sus testimonios decían que consumían cristal llorando porque no podían parar”. Del anexo en el que estuvo seis meses, el “anexo light deluxe” lo llama entre broma y broma, recuerda que sí llegó a presenciar que golpearan a alguien cuando trataba de escaparse, además de que el tratamiento psicológico recibido era poco: “Tenía una sesión con un profesional una vez por mes”. A la falta de infraestructura y atención de salud mental se añade el costo de internamiento: por el periodo de tratamiento su familia tuvo que pagar alrededor de cincuenta mil pesos.
“Los cristaleros somos la vomitada de la vomitada”, dice Gerardo sobre su experiencia en el anexo. El estigma que se carga es muy duro, e incluso las personas recluidas por adicción a otras drogas rechazaban a las que estaban tratando de dejar el cristal, en parte porque es considerado para gente pobre, pero también porque sitios porno, como slamrush.com, muestran a los consumidores como personas que no tienen hogar ni familia y no hacen otra cosa más que buscar cómo obtener más, así sea vender su cuerpo. “En el anexo conocí a un montón de gente que decía que ellos juraban y perjuraban que jamás en su vida iban a hacer esa pinche droga cochina de nacos o de pobres o de pendejos que era el cristal... y ahí estaban por cristaleros”, recuerda.
Entonces le pregunto si hay cabida para la diversión en el chemsex.
“Siempre va a tener ese componente de salirse de las manos, porque si estás asociando una práctica a otra, tu cerebro ya no va a poder sentir lo mismo, y siempre va a estar esa cosa dentro de ti, de ve por más, ve por más, ve por más”, dice Gerardo, y añade: “Pero ni se lo recomendaría ni se lo prohibiría a nadie. Puedes hacerlo, pero tienes que estar bien consciente de todos los riesgos que conlleva y que te puede llevar a lugares muy feos”.
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Ricardo Baruch es un especialista en salud pública y derechos sexuales y reproductivos. Mientras conversamos en su departamento sobre chemsex, dice: “Por un lado quisiera mantener esta posición neutral de decir: ‘Pues al igual que con todas las drogas, no hay tanto problema mientras haya cierto control y conciencia sobre su consumo’. Pero la vida me fue llevando a uno tras otro, tras otro, tras otro caso en el que yo pensaba que las personas podían tener esa conciencia y regulación de su consumo y al final no la tuvieron. Acabo diciendo: ‘Pues no hay tanto pedo con las drogas, pero el cristal es otro pedo’”. Él ha hecho un importante trabajo como divulgador al llevar estos temas fuera de los congresos especializados y abordarlos en espacios más mainstream, como pódcasts de medios LGBT+ y Twitter.
El especialista empezó a involucrarse en el tema de salud sexual y reproductiva desde los diecisiete años. Cuenta que lo que lo acercó a este tipo de activismo fue que, en la ciudad de Puebla, había empezado su vida sexual y contrajo una infección de transmisión sexual. Así fue como llegó a la Fundación Mexicana para la Planeación Familiar y se enteró de que además de brindar atención médica hacían talleres de educación sexual. Al conocer a quienes trabajaban ahí, muchos de ellos, jóvenes gays como él, empezó a asistir como voluntario. Paradójicamente, esa atención brindada por oenegés, que para Baruch significó encontrar su vocación profesional, es muy escasa cuando se trata del uso del cristal.
“Creo que, por un lado, está el tema del estigma. Pero, por otro lado, creo que hay miedo. Mucha gente pone las estrategias de reducción de riesgos y daños en una balanza en el sentido de hasta qué punto hablo del tema sin que parezca que lo estoy promoviendo. Entonces mejor no hablan de ello para que la gente no se entere, y esa idea es como la que tienen los ‘anti’ sobre la educación sexual: si no hablo de sexo, los chamacos no van a saber. Por supuesto que van a saber porque tienen Grindr y tienen Twitter”.
Por otro lado, Baruch habla de que los recursos son muy limitados para las organizaciones que ven temas de salud LGBT+. “Si no asocias [tu trabajo] con VIH, nadie te va a dar dinero para trabajar temas de drogas. Por eso las organizaciones en general viven de pequeñas donaciones de algunas personas y casi ninguna llega a conseguir dinero de convocatorias internacionales”. En línea con el tema del dinero, Baruch alerta que no se está invirtiendo en salud mental, una vertiente clave para atender los asuntos ligados al consumo problemático de drogas. “Servicios de salud mental no hay para prácticamente nadie, seas gay o hetero, tengas una enfermedad compleja o una adicción”, dice, y también insiste en que las clínicas de rehabilitación formales son impagables para la mayoría de la población, y entonces los anexos son los espacios a los que recurren. “En estos lugares la mayoría de gente no tiene ningún resultado y, al contrario, llegan a terminar con un nuevo trauma provocado”.
¿Por dónde comenzar a solucionar esto? Para Baruch, la respuesta está en el presupuesto. “No es que todo se resuelva con dinero, pero pues sin eso va a ser imposible”, sentencia. “El Estado tendría que estar fortaleciendo los servicios especializados para personas LGBT+ y, por otro lado, los servicios de salud mental en general, y desafortunadamente estamos viendo que para este tema hay mucho discurso, pero cero recursos”.
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Aldo Morales me espera afuera de la Clínica Especializada Condesa, en la alcaldía Cuauhtémoc. Entre esta sede y la de Iztapalapa atienden de forma pública y gratuita a casi veinte mil pacientes con VIH en la Ciudad de México. Me saluda, me toma de la mano y me dice que lo acompañe al interior porque está por empezar una junta por Zoom que quiere que escuche. Aldo tiene una apariencia y una actitud joven, ligera y enérgica que le gana saludos y sonrisas lo mismo de pacientes que del personal de seguridad. Subimos las escaleras del edificio y doblamos a la izquierda y luego a la derecha hasta llegar a la pequeña oficina donde trabaja. El espacio pertenece a Inspira Cambio, A.C., organización dedicada a velar por los derechos de salud sexual de la comunidad LGBT+ a través de la aplicación de pruebas de detección de VIH y otras infecciones de transmisión sexual, así como a dar orientación a los pacientes.
La videollamada aborda la planeación de un Twitter Space que organizará Inspira Cambiocon otras personas sobre estigmas y violencias ligados al chemsex. Aldo se sienta en su escritorio y saca una libreta morada, un cuaderno que parece diario íntimo, y comienza a tomar nota de la conversación en la que participan otros activistas usuarios de cristal que defienden que se puede tener un consumo recreativo y que, además, puede servir como un medio para conocerse y conocer a otras personas.
Escucho anécdotas que van desde reprocharse por haber consumido o describir qué hicieron cuando sufrieron un ataque de psicosis hasta haber tenido una experiencia en el área más difusa del consenso al momento de una sesión de chemsex. En medio de la conversación errática brota una cascada de preguntas que atrapa toda mi atención: ¿qué deseo hay detrás del chemsex?, ¿qué tanto de ello es legítimo?, ¿qué tanto es la puesta en acto de un trauma?, ¿qué dice esto de cómo nos vemos los unos a los otros? No pudieron responder a estas interrogantes, pero el Twitter Space del 24 de mayo de 2023 tuvo una convocatoria nada despreciable: 1 200 personas se conectaron a escuchar.
Terminada la junta, entrevisto a Aldo en un café turco a unas pocas cuadras de la clínica. En su biografía se trazan todos los factores de riesgo de los que alertan los expertos: su familia no lo acepta del todo por ser homosexual, sufrió una violación que derivó en que contrajera VIH y empezó a fumar cristal poco después de ser diagnosticado, hace cuatro años. Sin embargo, ni su apariencia ni su actitud encajan con el estereotipo del junkie que existe en el imaginario de las drogas duras, pero esto no siempre fue así.
“Al inicio no tenía noción de los riesgos. Los primeros cuatro meses de consumo solo me enfocaba en disfrutar y pensaba que no iba a pasar nada malo en mi cuerpo o en mi cabeza. Conforme pasó el tiempo y empecé a fumar más, empezaron a aparecer ciertos efectos en mi cuerpo. Recuerdo que la primera vez que decidí dejar de consumir cristal lo hice porque llegué al depa de un güey que estaba en una orgía y él estaba dándole cristal a todo mundo. Ese día en un momento fui al baño y mi orina salió color negro. Ahí me di cuenta de que había pasado muchos días consumiendo sin comer y sin tomar agua”, relata Aldo. Después regresó a casa y al verse frente al espejo notó una delgadez que le pareció preocupante. “Empecé a perder la capacidad de retener información, y entonces fui espaciando mi consumo y descansar muy bien después de los días de consumo”.
En sus relatos, el diálogo con otros es una constante, lo que no es coincidencia: Aldo forma parte de Circo Crico, una iniciativa que busca generar espacios de diálogo y creación artística para que consumidores y exconsumidores de cristal puedan hablar de sus experiencias personales, pero también del estigma en torno a esta droga.
El funcionario Hugo González Cantú sabe del trabajo de esta iniciativa y, aunque reconoce la aproximación como novedosa, tiene ciertas reservas. “Más allá de la gestión de placeres, debemos dimensionar que las sustancias son diferentes. Por ejemplo, yo a algunas personas les he comentado que en otras épocas se usaba MDMA para lo mismo, para tener lo que ahora llamamos chemsex, y no veías la problemática que hay ahora. No es ni la persona ni el contexto, sino la sustancia, y eso es algo que desde la Comisión Nacional contra las Adicciones sí tratamos de diferenciar”, alerta el psiquiatra, y luego insiste: “Es una sustancia adictiva y es una sustancia peligrosa. Te puede generar psicosis, pero también puede producir problemas cardiovasculares y, siendo joven, puede producir un accidente vascular. Entonces tenemos desde nuestra perspectiva que hablar de lo negativo”.
Para Aldo, esta visión no está en conflicto con lo que piensa: “No voy a negar el hecho de que el cristal tiene efectos fisiológicos y bioquímicos en tu cuerpo que sí pueden llevarte a tener ciertas alteraciones que [...] ponen en riesgo tu integridad física y mental”. Pero enseguida matiza la situación y dice que el conflicto se centra en el trato que les dan a los consumidores: “Profesionales de la salud con una tabla en la mano clasifican que una persona tiene ya un consumo problemático y no un consumo recreativo porque de diez reactivos [de un formulario de diagnóstico] tachan ocho. Pienso que estamos dejando de lado a la persona, no le preguntamos la vía de administración, el contexto. Hay muchos reactivos que se quedan ambiguos y la verdad es que no hay una manera exacta de saber en qué momento se vuelve problemático, solo hasta que la persona te lo expresa”, dice.
Le pregunto por qué, si el chemsex es tan peligroso, lo sigue haciendo.
“El consumo de sustancias es algo que evoluciona conforme la persona va andando en su vida. Al inicio era por una cuestión de aumentar el placer, luego el tiempo que podía permanecer teniendo sexo y después se volvió un espacio para ser yo, como persona, y de ese modo conocer gente a la cual no podría conocer de manera habitual. Empecé a encontrar un sentido de pertenencia en el consumo de cristal”, afirma.
La gente a la que se refiere son los hombres más privilegiados en este mercado de carne: altos, blancos, varoniles y bien dotados. “Si no consumiera no tendría posibilidad de coger con ellos ni mucho menos de conocerles”.
Aldo dice que ahora está en un periodo de abstinencia y que, por lo mismo, se siente un poco lejano al grupo en el que se siente seguro. La emoción por hacer amigos supera el miedo a jugar con una sustancia que puede causarle un daño irreparable. “Decimos que se llama Circo Crico porque es un circo, es un lugar en el que hacemos malabares y, mientras más herramientas tenga la persona para poderlo gestionar, seguramente la persona va a poder lograr que su consumo le juegue más a favor. No lo vemos como algo bueno o malo, sino como un juego a favor o en contra”.
El consumo de cristal y sexo en México. Ilustración de Fernanda Jiménez.
Grindr es la aplicación más famosa para encuentros sexuales entre hombres. En los últimos años se ha vuelto común encontrar ahí la venta de sustancias ilícitas, como el cristal, en tiempos en que su consumo se ha disparado en México. ¿Qué hay detrás de los usuarios que buscan sexo y cristal al mismo tiempo?, ¿se trata de una crisis de salud pública? Este es un texto sobre el boom del chemsex dentro de la comunidad LGBT+.
Acaricio la pantalla y se despliega frente a mí un montón de cuerpos mutilados en imágenes, fotos de torsos, cuellos, brazos, muslos, pies, bultos y muy pocos rostros. Esta pedacería de cuerpos deseantes se ordena en una cuadrícula y cada celda corresponde a un usuario de Grindr.
Esta aplicación fue creada en 2009 para promover los encuentros sexuales entre hombres y hoy es una empresa que cotiza en la bolsa, vale 1.02 mil millones de dólares y presume que todos los días tres millones de usuarios en todo el mundo entran a ella en busca de sexo. Es la misma historia, que incluso ya parece tediosa: la idea de llevar algo del plano físico al internet deriva en un negocio multimillonario. Su éxito lo sintetiza Juan Pablo Sutherland, en su libro Grindermanías (2021), cuando habla de la capacidad de Grindr de decirnos qué tan lejos o cerca de nosotros está otro usuario vía geolocalización. “Esta hipérbole espacial virtualizó el cruising que conocimos la mayoría de los gays, maricas y locas alrededor del mundo urbano durante gran parte del siglo XX y los primeros años del XXI”.
El ritual de las miradas cómplices en parques y baños públicos como antesala al sexo se reemplaza por unos cuantos clics. ¿Te deseo? Hago clic en el ícono de llamas de la esquina inferior derecha y eso basta para hacértelo saber. ¿Te tengo muchas ganas? Un “¡Hola!” o un “¿Qué onda?” puede arrancar una conversación estéril que tiene más en común con llenar un formulario cualquiera que con ligar.
—¿Rol?, ¿lugar?, ¿tienes fotos?
—¿Te van los dulces?
“Los dulces”, vaya eufemismo, se refiere al uso de drogas, y en este mercado de carne es preciso hacerse de los sellos correctos. Así es como un emoji de durazno, dependiendo del texto que lo acompañe, puede indicar que uno anda en busca de un activo, y el uso de un anillo con diamante o hielos (💍 🧊) revela que el perfil es entusiasta del sexo bajo los efectos del “crico”, como suele llamarse a los cristales de metanfetamina. ¿Por qué hay quién busca esto? Parece obvio, pero si no fuera divertido nadie lo haría. El cristal aumenta la sensación de excitación, genera euforia y puede llevar a quien lo consume a tener largas jornadas de sexo, pues inhibe el sueño y el hambre.
Sigo desplazándome por la pantalla. Suenan los taps, un sinfín de notificaciones de conversaciones posibles e inesperadas. Pronto me topo con algo. En un anónimo cuadro negro, ACT💍ROMPE* alerta en su biografía una promoción de cristal. Le escribo para pedir informes.
—Dos gramos y eso, setecientos pesos.
—¿Y sin eso?
—Tres gramos por quinientos y uno en trescientos. ¿Ocupas?
Por “eso” se entiende que la oferta incluye tener sexo con él. Dejando aquello aparte, el cristal se ha vuelto más barato que otras drogas, como la ketamina y el MDMA, que rondan los mil pesos por gramo, y es más rendidor porque basta medio gramo para divertirse una noche.
Otro de los perfiles con este tipo de emojis alerta que sabe administrar slam, como se conoce al consumo intravenoso de cristal. Este sí tiene fotos de perfil y una de ellas lo muestra en calzones frente al espejo de un sitio que parece un cuarto de hotel. En la mesa del tocador se alcanza a ver, junto a una cajetilla de mentolados, una jeringa de aguja delgadita, como las que usan personas con diabetes para la insulina, así como una banda elástica de las que se atan al brazo para que sea más fácil encontrar la vena.
Imágenes como las de estos usuarios en Grindr no se dan solo en México. La dupla de cristal y sexo inició en realidad una década atrás. En 2013 surgió una fuerte discusión en torno al uso de drogas en fiestas sexuales entre hombres gays y bisexuales británicos, ocurridas en los municipios londinenses de Lambeth, Southwark y Lewisham. En ese contexto, entre los usuarios y la prensa acuñaron dos términos: chemsex y party and play.
Frente a esta problemática, la London School of Hygiene & Tropical Medicine publicó en 2014 un reporte que sería un parteaguas en la investigación del fenómeno, “The chemsex study”, en el que alertó que el consumo de metanfetaminas en un contexto de sexo entre hombres se había elevado 85% entre 2005 y 2012. Además, en ese documento se fija una preocupación de salud pública en torno a las prácticas sexuales de riesgo y su impacto en la transmisión de VIH, pues señala que una persona drogada tiene más posibilidades de caer en conductas riesgosas que una sobria.
“El fenómeno del uso sexualizado de las sustancias, que es el término técnico empleado para chemsex, no es nuevo”, dice el psiquiatra Hugo González Cantú, quien trabaja en la Comisión Nacional contra las Adicciones; antes de ser funcionario, había dedicado sus esfuerzos académicos a apoyar a organizaciones de la sociedad civil que trabajan por los derechos de salud de la comunidad LGBT+ en México.
González Cantú dice que hace treinta años en una fiesta sexual podía haber alcohol, mariguana y poppers —esos frascos con nitritos de amilo que al inhalarse dilatan los vasos sanguíneos, relajan los músculos lisos y producen una sensación de alegría—. Después comenzaron a aparecer otras drogas, como la cocaína, el crack o el MDMA. “El problema es cuando aparece en el mercado la metanfetamina [cristal]. De todas las sustancias adictivas, comparativamente es la que tiene más liberación de dopamina cuando se consume, y eso genera algo que llamamos ‘efecto reforzador’”, señala. Por eso tiene un gran potencial adictivo: al ser tan grande la liberación de placer, genera un deseo de repetir la experiencia y, cuando ocurre con un estímulo asociado como el sexo, el resultado es que se busque obtener de nuevo esa sensación de placer a la que no es posible llegar sin consumir cristal.
En 2015, el Instituto para la Atención y Prevención de las Adicciones de la Ciudad de México realizó un estudio sobre el consumo de sustancias en la comunidad LGBT+ y reveló que 46% de los hombres gays y bisexuales habían probado alguna droga ilegal y, de ese porcentaje, 44% lo hacía por lo menos una vez al mes, un porcentaje significativamente más alto que el de la población en general, que es de 9.9%, según la Encuesta Nacional de Consumo de Drogas, Alcohol y Tabaco de 2016. Además, el consumo de cristal se ha disparado en México en los últimos años. Según la Secretaría de Salud, entre 2017 y 2021, 53% de los mexicanos en tratamiento por adicciones solicitaron la ayuda por tener un consumo problemático de cristal.
Otra de las particularidades del cristal, dice González Cantú, es que se trata de una sustancia que muy fácilmente puede producir psicosis. “El crack, por ejemplo, podía llegar en algunos casos a generar una sensación de paranoia cuando se consumía mucho durante días. La metanfetamina, en cambio, con mucho menor dosis, con mucha menor necesidad de estarlo repitiendo, tiene este efecto cerebral y produce psicosis”, afirma. Esto se traduce en comportamientos “bizarros y no habituales en personas que nunca habían tenido una psicosis previa, como la sensación de estar secuestrado y llamar al 911, aunque se está en una fiesta sexual, o empezar a desarmar cojines porque se piensa que hay un micrófono dentro”.
González Cantú explica que a esto se le llama “sindemia”, situaciones en las que se acumulan varios factores que pueden dañar la salud, como es el caso de la práctica de chemsex con cristal. Se trata de una sustancia altamente adictiva, capaz de detonar fuertes problemas psiquiátricos y que, en el contexto de una fiesta sexual, puede conducir a prácticas sexuales de riesgo.
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Sería mentir que el conocimiento del cristal es algo que se restringe a los rincones oscuros del internet. De hecho, en los últimos años ha ganado espacio en la cultura pop, desde Breaking bad, que narra la historia de un profesor que se vuelve narcotraficante por su talento para sintetizar la metanfetamina, hasta películas como Beautiful boy, en la que Timothée Chalamet interpreta a un joven con un futuro prometedor que cae en las garras de esta droga. Es decir, el cristal está presente, pero prácticamente siempre en las categorías de lo mortal y lo prohibido, y quizás sea eso lo que causa interés en quienes lo prueban por primera vez.
“La verdad llegué [al cristal] por curiosidad, estaba en un club sexual y un chavo se iba a aplicar slam y le pedí que me pusiera para saber qué se siente. Él me trató de decir todas las consecuencias, pero me dijo las que conocía en su experiencia, no me dijo que iba a tener ataques esquizofrénicos”, recuerda Gerardo Noriega, una persona no binaria, de 37 años, que vive en Monterrey y trabaja en el área de servicio y soporte de una empresa de tecnología. La primera vez que probó el cristal fue en noviembre de 2021. Describe ese club como un patio con mesas para sentarse, donde además hay un cuarto oscuro y se rentan otros espacios privados para tener sexo.
Durante los meses que consumió cristal, a través de un dealer en Grindr, Gerardo narra que bajó de peso y tuvo repetidos ataques esquizofrénicos. “Estaba tan mal psiquiátricamente que me salí a la calle a deambular a lo pendejo, y la policía, por cómo me vio, me agarró y me trató de extorsionar”. No tenía dinero, entonces los policías municipales le llevaron al Centro de Mediación Municipal de Guadalupe, donde le levantaron una falta administrativa.
“Por eso mi papá tomó la decisión de internarme a fuerzas. Había en mí un deseo de parar de consumir, pero recuerdo ya en el anexo que había muchos que en sus testimonios decían que consumían cristal llorando porque no podían parar”. Del anexo en el que estuvo seis meses, el “anexo light deluxe” lo llama entre broma y broma, recuerda que sí llegó a presenciar que golpearan a alguien cuando trataba de escaparse, además de que el tratamiento psicológico recibido era poco: “Tenía una sesión con un profesional una vez por mes”. A la falta de infraestructura y atención de salud mental se añade el costo de internamiento: por el periodo de tratamiento su familia tuvo que pagar alrededor de cincuenta mil pesos.
“Los cristaleros somos la vomitada de la vomitada”, dice Gerardo sobre su experiencia en el anexo. El estigma que se carga es muy duro, e incluso las personas recluidas por adicción a otras drogas rechazaban a las que estaban tratando de dejar el cristal, en parte porque es considerado para gente pobre, pero también porque sitios porno, como slamrush.com, muestran a los consumidores como personas que no tienen hogar ni familia y no hacen otra cosa más que buscar cómo obtener más, así sea vender su cuerpo. “En el anexo conocí a un montón de gente que decía que ellos juraban y perjuraban que jamás en su vida iban a hacer esa pinche droga cochina de nacos o de pobres o de pendejos que era el cristal... y ahí estaban por cristaleros”, recuerda.
Entonces le pregunto si hay cabida para la diversión en el chemsex.
“Siempre va a tener ese componente de salirse de las manos, porque si estás asociando una práctica a otra, tu cerebro ya no va a poder sentir lo mismo, y siempre va a estar esa cosa dentro de ti, de ve por más, ve por más, ve por más”, dice Gerardo, y añade: “Pero ni se lo recomendaría ni se lo prohibiría a nadie. Puedes hacerlo, pero tienes que estar bien consciente de todos los riesgos que conlleva y que te puede llevar a lugares muy feos”.
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Ricardo Baruch es un especialista en salud pública y derechos sexuales y reproductivos. Mientras conversamos en su departamento sobre chemsex, dice: “Por un lado quisiera mantener esta posición neutral de decir: ‘Pues al igual que con todas las drogas, no hay tanto problema mientras haya cierto control y conciencia sobre su consumo’. Pero la vida me fue llevando a uno tras otro, tras otro, tras otro caso en el que yo pensaba que las personas podían tener esa conciencia y regulación de su consumo y al final no la tuvieron. Acabo diciendo: ‘Pues no hay tanto pedo con las drogas, pero el cristal es otro pedo’”. Él ha hecho un importante trabajo como divulgador al llevar estos temas fuera de los congresos especializados y abordarlos en espacios más mainstream, como pódcasts de medios LGBT+ y Twitter.
El especialista empezó a involucrarse en el tema de salud sexual y reproductiva desde los diecisiete años. Cuenta que lo que lo acercó a este tipo de activismo fue que, en la ciudad de Puebla, había empezado su vida sexual y contrajo una infección de transmisión sexual. Así fue como llegó a la Fundación Mexicana para la Planeación Familiar y se enteró de que además de brindar atención médica hacían talleres de educación sexual. Al conocer a quienes trabajaban ahí, muchos de ellos, jóvenes gays como él, empezó a asistir como voluntario. Paradójicamente, esa atención brindada por oenegés, que para Baruch significó encontrar su vocación profesional, es muy escasa cuando se trata del uso del cristal.
“Creo que, por un lado, está el tema del estigma. Pero, por otro lado, creo que hay miedo. Mucha gente pone las estrategias de reducción de riesgos y daños en una balanza en el sentido de hasta qué punto hablo del tema sin que parezca que lo estoy promoviendo. Entonces mejor no hablan de ello para que la gente no se entere, y esa idea es como la que tienen los ‘anti’ sobre la educación sexual: si no hablo de sexo, los chamacos no van a saber. Por supuesto que van a saber porque tienen Grindr y tienen Twitter”.
Por otro lado, Baruch habla de que los recursos son muy limitados para las organizaciones que ven temas de salud LGBT+. “Si no asocias [tu trabajo] con VIH, nadie te va a dar dinero para trabajar temas de drogas. Por eso las organizaciones en general viven de pequeñas donaciones de algunas personas y casi ninguna llega a conseguir dinero de convocatorias internacionales”. En línea con el tema del dinero, Baruch alerta que no se está invirtiendo en salud mental, una vertiente clave para atender los asuntos ligados al consumo problemático de drogas. “Servicios de salud mental no hay para prácticamente nadie, seas gay o hetero, tengas una enfermedad compleja o una adicción”, dice, y también insiste en que las clínicas de rehabilitación formales son impagables para la mayoría de la población, y entonces los anexos son los espacios a los que recurren. “En estos lugares la mayoría de gente no tiene ningún resultado y, al contrario, llegan a terminar con un nuevo trauma provocado”.
¿Por dónde comenzar a solucionar esto? Para Baruch, la respuesta está en el presupuesto. “No es que todo se resuelva con dinero, pero pues sin eso va a ser imposible”, sentencia. “El Estado tendría que estar fortaleciendo los servicios especializados para personas LGBT+ y, por otro lado, los servicios de salud mental en general, y desafortunadamente estamos viendo que para este tema hay mucho discurso, pero cero recursos”.
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Aldo Morales me espera afuera de la Clínica Especializada Condesa, en la alcaldía Cuauhtémoc. Entre esta sede y la de Iztapalapa atienden de forma pública y gratuita a casi veinte mil pacientes con VIH en la Ciudad de México. Me saluda, me toma de la mano y me dice que lo acompañe al interior porque está por empezar una junta por Zoom que quiere que escuche. Aldo tiene una apariencia y una actitud joven, ligera y enérgica que le gana saludos y sonrisas lo mismo de pacientes que del personal de seguridad. Subimos las escaleras del edificio y doblamos a la izquierda y luego a la derecha hasta llegar a la pequeña oficina donde trabaja. El espacio pertenece a Inspira Cambio, A.C., organización dedicada a velar por los derechos de salud sexual de la comunidad LGBT+ a través de la aplicación de pruebas de detección de VIH y otras infecciones de transmisión sexual, así como a dar orientación a los pacientes.
La videollamada aborda la planeación de un Twitter Space que organizará Inspira Cambiocon otras personas sobre estigmas y violencias ligados al chemsex. Aldo se sienta en su escritorio y saca una libreta morada, un cuaderno que parece diario íntimo, y comienza a tomar nota de la conversación en la que participan otros activistas usuarios de cristal que defienden que se puede tener un consumo recreativo y que, además, puede servir como un medio para conocerse y conocer a otras personas.
Escucho anécdotas que van desde reprocharse por haber consumido o describir qué hicieron cuando sufrieron un ataque de psicosis hasta haber tenido una experiencia en el área más difusa del consenso al momento de una sesión de chemsex. En medio de la conversación errática brota una cascada de preguntas que atrapa toda mi atención: ¿qué deseo hay detrás del chemsex?, ¿qué tanto de ello es legítimo?, ¿qué tanto es la puesta en acto de un trauma?, ¿qué dice esto de cómo nos vemos los unos a los otros? No pudieron responder a estas interrogantes, pero el Twitter Space del 24 de mayo de 2023 tuvo una convocatoria nada despreciable: 1 200 personas se conectaron a escuchar.
Terminada la junta, entrevisto a Aldo en un café turco a unas pocas cuadras de la clínica. En su biografía se trazan todos los factores de riesgo de los que alertan los expertos: su familia no lo acepta del todo por ser homosexual, sufrió una violación que derivó en que contrajera VIH y empezó a fumar cristal poco después de ser diagnosticado, hace cuatro años. Sin embargo, ni su apariencia ni su actitud encajan con el estereotipo del junkie que existe en el imaginario de las drogas duras, pero esto no siempre fue así.
“Al inicio no tenía noción de los riesgos. Los primeros cuatro meses de consumo solo me enfocaba en disfrutar y pensaba que no iba a pasar nada malo en mi cuerpo o en mi cabeza. Conforme pasó el tiempo y empecé a fumar más, empezaron a aparecer ciertos efectos en mi cuerpo. Recuerdo que la primera vez que decidí dejar de consumir cristal lo hice porque llegué al depa de un güey que estaba en una orgía y él estaba dándole cristal a todo mundo. Ese día en un momento fui al baño y mi orina salió color negro. Ahí me di cuenta de que había pasado muchos días consumiendo sin comer y sin tomar agua”, relata Aldo. Después regresó a casa y al verse frente al espejo notó una delgadez que le pareció preocupante. “Empecé a perder la capacidad de retener información, y entonces fui espaciando mi consumo y descansar muy bien después de los días de consumo”.
En sus relatos, el diálogo con otros es una constante, lo que no es coincidencia: Aldo forma parte de Circo Crico, una iniciativa que busca generar espacios de diálogo y creación artística para que consumidores y exconsumidores de cristal puedan hablar de sus experiencias personales, pero también del estigma en torno a esta droga.
El funcionario Hugo González Cantú sabe del trabajo de esta iniciativa y, aunque reconoce la aproximación como novedosa, tiene ciertas reservas. “Más allá de la gestión de placeres, debemos dimensionar que las sustancias son diferentes. Por ejemplo, yo a algunas personas les he comentado que en otras épocas se usaba MDMA para lo mismo, para tener lo que ahora llamamos chemsex, y no veías la problemática que hay ahora. No es ni la persona ni el contexto, sino la sustancia, y eso es algo que desde la Comisión Nacional contra las Adicciones sí tratamos de diferenciar”, alerta el psiquiatra, y luego insiste: “Es una sustancia adictiva y es una sustancia peligrosa. Te puede generar psicosis, pero también puede producir problemas cardiovasculares y, siendo joven, puede producir un accidente vascular. Entonces tenemos desde nuestra perspectiva que hablar de lo negativo”.
Para Aldo, esta visión no está en conflicto con lo que piensa: “No voy a negar el hecho de que el cristal tiene efectos fisiológicos y bioquímicos en tu cuerpo que sí pueden llevarte a tener ciertas alteraciones que [...] ponen en riesgo tu integridad física y mental”. Pero enseguida matiza la situación y dice que el conflicto se centra en el trato que les dan a los consumidores: “Profesionales de la salud con una tabla en la mano clasifican que una persona tiene ya un consumo problemático y no un consumo recreativo porque de diez reactivos [de un formulario de diagnóstico] tachan ocho. Pienso que estamos dejando de lado a la persona, no le preguntamos la vía de administración, el contexto. Hay muchos reactivos que se quedan ambiguos y la verdad es que no hay una manera exacta de saber en qué momento se vuelve problemático, solo hasta que la persona te lo expresa”, dice.
Le pregunto por qué, si el chemsex es tan peligroso, lo sigue haciendo.
“El consumo de sustancias es algo que evoluciona conforme la persona va andando en su vida. Al inicio era por una cuestión de aumentar el placer, luego el tiempo que podía permanecer teniendo sexo y después se volvió un espacio para ser yo, como persona, y de ese modo conocer gente a la cual no podría conocer de manera habitual. Empecé a encontrar un sentido de pertenencia en el consumo de cristal”, afirma.
La gente a la que se refiere son los hombres más privilegiados en este mercado de carne: altos, blancos, varoniles y bien dotados. “Si no consumiera no tendría posibilidad de coger con ellos ni mucho menos de conocerles”.
Aldo dice que ahora está en un periodo de abstinencia y que, por lo mismo, se siente un poco lejano al grupo en el que se siente seguro. La emoción por hacer amigos supera el miedo a jugar con una sustancia que puede causarle un daño irreparable. “Decimos que se llama Circo Crico porque es un circo, es un lugar en el que hacemos malabares y, mientras más herramientas tenga la persona para poderlo gestionar, seguramente la persona va a poder lograr que su consumo le juegue más a favor. No lo vemos como algo bueno o malo, sino como un juego a favor o en contra”.
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