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La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Fernanda Jiménez.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Ya es muy poco —en realidad, nada— lo que Venezuela puede ofrecer a los jóvenes. Tres comediantes talentosos vieron cómo sus carreras se truncaban mientras el país se desplomaba por la hiperinflación, la escasez de todos los productos, la miseria, los asesinatos, los robos, los presos políticos. Seguirían siendo comediantes, pero primero tendrían que migrar del país y empezar desde cero en otras naciones latinoamericanas. Estas son las historias de Nanutria, Jóse Rafael y Estefanía León.

—Me metieron al cuartico.

Eso fue lo último que le escribió a su novia Víctor Medina, el comediante mejor conocido en Venezuela y fuera de ella como Nanutria, desde el aeropuerto de la Ciudad de México. Ella se encargó de avisarle a su cuñada. Cuando juzgaron que ya había pasado demasiado tiempo, las chicas buscaron asesoría de una abogada venezolana, residenciada en México, especialista en temas de migración. Cada una, desde el lugar en el que se encontraba en ese día cualquiera de rutina laboral, agarró un taxi rumbo al aeropuerto.

Sonó el teléfono de la novia de Nanutria. Era él. Habían pasado más o menos cinco horas desde que envió aquel mensaje.

En ese tiempo, la funcionaria mexicana que lo retuvo, tras un vuelo con retraso que había despegado trece horas atrás de Madrid y había hecho escala en Bogotá, le quitó su teléfono, su DNI y todos sus documentos que probaban que tenía residencia legal en el país. Lo llevaron a una sala llena de prejuicios fenotípicos, que se vació y se llenó tres veces antes de que Nanutria, harto de esperar, exigiera explicaciones.

—Víctor Medina, tiene prohibida la entrada a México.
—No puede ser, si yo vivo aquí.
—Ya no.

Había escuchado casos de venezolanos residenciados en México que cuando salían luego no los dejaban entrar y solía bromear con su novia sobre la posibilidad de que le tocara cruzar la frontera terrestre a pie. Los chistes, ya se sabe, son formas de aliviar los miedos. Por eso, antes de viajar a España llamó a la responsable de la empresa que había gestionado su residencia temporal, para asegurarse de que no fuese a haber ningún problema. La mujer, al otro lado de la línea, se ofendió y le espetó que tales dudas le parecían una falta de respeto.

Condujeron a Nanutria a un cuarto. Sin comida —ni televisor, teléfono o libro—, obligado a pedirle agua a un oficial cuando tenía sed, se resignó a hablar con su único compañero en el lugar: un ecuatoriano al que, según, no lo habían dejado entrar porque no creían que hubiera ido de vacaciones a Cancún sin maleta. Entonces lo llamaron a una suerte de oficina.

Todavía sin darle detalles de cuál era el problema e insistiéndole en que cualquier trámite tenía que resolverlo fuera de México, le dijeron que podía hacer una llamada. Él pidió hacer dos. El funcionario pareció ablandarse ante su confusión.

Lo que le habían explicado, le dijo Nanutria a su novia por teléfono, era que tenía dos opciones. Una, permanecer preso en el aeropuerto hasta que todo se solucionara (lo que podría llevar semanas, meses). Dos, que lo devolvieran a su nación o bien al sitio del que venía.

Si escogía que lo enviaran a Venezuela, sería el régimen de dicho país el encargado de gestionar el vuelo. Los funcionarios venezolanos son tan famosos por su eficacia que Nanutria juzgó que si escogía esa opción se iba a convertir en el mejor comediante de la cárcel del aeropuerto. El otro camino implicaba que la aerolínea lo devolviera a Madrid, pero como él había hecho escala en Bogotá también podían enviarlo allá. En la capital de Colombia residía un tío, estaría más cerca de México y la vida no se cotizaba en euros.

Es obvio cuál fue su segunda llamada.

Una vez su novia y su hermana llegaron al aeropuerto, dieron vueltas, hablaron y preguntaron. Un funcionario les dio noticias, les explicó lo mismo que le habían dicho a él y ellas insistieron en que, por favor, lo enviaran a Bogotá. También pidieron que le hicieran llegar un papel en el que ambas habían escrito a mano.

Solo cuando le permitieron abordar el vuelo hacia Colombia —en el que estaban devolviendo a otros cuatro venezolanos—, Nanutria pudo ver que había pasado dieciocho horas retenido. Junto a su celular y otras pertenencias (salvo su DNI), le entregaron una hoja. Era una carta en la que su hermana y su novia le recordaban que lo querían.

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Nanutria fue la primera persona que leyó un guion escrito por Estefanía León, cuando ambos trabajaban en Plop; él ya como jefe, ella como la chica que había dado el salto del área de redes sociales a la de escribir humor. Plop es una de las agencias más importantes de Venezuela, produjo Isla Presidencial y hace Chigüire Bipolar. Este último proyecto ganó el prestigioso premio internacional Václav Havel a la disidencia creativa en 2017. Estefanía se había fajado a escribir durante horas. Luego, le mostró lo hecho a Nanutria.

—Todo esto que está aquí no sirve —dijo él, con tono suave, mientras seleccionaba lo escrito y presionaba borrar.

Desde entonces, las carreras de ambos habían tomado vuelo. Él se convirtió en un referente del stand up comedy en Venezuela. Ella trabajó como guionista durante años en Plop y condujo el pódcast De a toque. Él migraría en octubre de 2017. Ella estaba por hacerlo en diciembre de 2018, luego de que muriera su papá —justo por los días en los que a Nanutria lo obligaban en México a subirse a un vuelo hacia Bogotá.

Ya en 2017 estaba harta: se le salían las lágrimas mientras tecleaba en la computadora. Chucho Roldán, uno de sus compañeros de Plop, le insistió con que fuera al psicólogo. En su primera sesión, habló durante horas de la escasez, del dinero que no alcanzaba, de los presos políticos, de los asesinatos en las protestas. Era obvio que estaba deprimida.

Aunque tenía cierta estabilidad como comediante, las fricciones diarias (que si no se conseguían bolívares en efectivo, que si no había cambio para los billetes de dólares en los locales, que si robaron a fulanito con una pistola) no solo la hacían sentir como una esponja que ya ha fregado demasiados platos, sino que también la llevaban a preguntarse qué más le podía ofrecer laboralmente Venezuela. En Plop se caían proyectos atractivos por falta de presupuesto. Mientras que, siendo su sueño actuar, no había producción audiovisual en un país quebrado.

Aún deprimida y ahora en duelo por su padre, abordó un avión junto a su amigo Daniel Enrique —también comediante, también ex de Plop— hacia una ciudad que ya conocía, le gustaba y en la que estaban viviendo otros comediantes de Venezuela: México DF. Chucho Roldán, que había llegado semanas antes, les dio la bienvenida, los llevó a comer tacos y por un momento se sintió como si los tres estuviesen riendo aún en Caracas, en la oficina de siempre, inventando proyectos. Pero no, estaban en otro país, nadie los conocía y tenían que encontrar trabajo.

Ocupó una habitación en un apartamento de chicas. Alguien en duelo es como una planta que se seca, mientras deja a su alrededor una hojarasca gris. Aunque trataba de llevar la convivencia en paz, inspiraba incomodidad a su alrededor. Y en ella misma: nunca imaginó que su psique tendría la consistencia de una hoja seca.

Daniel Enrique y ella tenían currículos similares, pero a él lo llamaban y a ella no. ¿Machismo? A veces pensaba eso. Sobre todo, después de que en una de las pocas entrevistas que tuvo le dijeron entre líneas que el trabajo era más para un hombre. El empleo en cuestión ni siquiera era de comediante, se trataba de escribir guiones publicitarios.

—Mira, qué horrible que haga esto —le dijo por teléfono a Daniel Enrique, tras cinco meses de búsqueda infructuosa en los que ni siquiera le pasaba por la cabeza su sueño de protagonizar una sitcom—, pero me quedé sin dinero: no tengo para pagar la renta. ¿Será que tú me puedes echar una mano y yo apenas pueda te lo devuelvo?

Daniel había conseguido empleo a los tres meses de haber llegado. Y a ella ya se le habían acabado los alrededor de mil quinientos dólares con los que había abordado el avión.

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Sentía que no le paraban bolas. Cada vez que lanzaba una idea, que soltaba una oración que empezaba con “yo en Venezuela hice…”, lo miraban con fastidio y el mensaje era el mismo: ajá, okey, haz el tuit que te toca. No sabía cómo explicarles que él había sido una estrella de la radio, de la televisión y del stand up comedy en su país. Para los jefes en la agencia de publicidad mexicana que lo contrató, él no era Jóse Rafael Guzmán: era solo otro extranjero que necesitaba trabajo.

A principios del siglo XXI, la concepción de la comedia en Venezuela se resumía a un par de programas de televisión —uno de ellos muy relevante: Radio Rochela— y a los monólogos cargados de groserías del Conde del Guácharo. El concepto de stand up comedy era ajeno y el oficio de comediante era un traje sin medidas. Entre 2008 y 2010 pasaron varias cosas que pusieron los cimientos para un posterior boom. Primero, el nacimiento de Chigüire Bipolar, la página de sátira de noticias producida por Plop; dos, las noches de stand up comedy que se hacían en el Molino Rojo de Caracas, de la mano de Carlos Sicilia, y luego se transmitían por Canal i; tres, el open mic que organizaba George Harris en Teatro Bar, allí, en ese escenario casi sin público se presentó por primera vez Jóse Rafael. Ese día, después de haber querido ser militar, médico, de haber probado ser bombero voluntario y estar estudiando Odontología, supo a qué se quería dedicar.

Una tarde se sentó a hablar con su papá. Había presentado a distancia la prueba para hacer una especialización en la Universidad de Sevilla y graduarse de cirujano bucal. Tras aprobar el examen, debía hacer una entrevista presencial en España el mismo día en el que tendría su primera fecha internacional en Estados Unidos, en una gira junto a George Harris y el Profesor Briceño. Anunció que no iba a seguir estudiando: sería comediante.

Su papá, que estaba fregando, lanzó un plato contra la pared. Lo tildó de loco. Una cosa era tener un hobbie, dijo, y otra creer que de eso podría comer. La conversación duró cinco horas.

—Mira, yo no te estoy pidiendo permiso, yo igual lo voy a hacer. Lo que quiero es tu bendición. Yo sé que voy a ser grande, que voy a ser famoso. Estoy convencido de que tengo un don y que puedo aprovecharlo. ¿Sabes qué es más arrecho que ser el carajo famoso que llena estadios?: ser el papá del carajo famoso.

Y tuvo razón. Perteneció a la primera oleada de standuperos que se hicieron reconocidos en Venezuela y luego formó parte de Chataing TV, un late night show que llegó a tener algunos de los picos de audiencia más altos en la televisión del país. Hasta que, por presiones políticas, lo sacaron del aire. Esto tuvo un efecto rebote: hizo más famoso al elenco, que luego dio una gira internacional. Jóse Rafael pasó a Calma Pueblo, un programa de radio que acumuló oyentes y anunciantes. Hasta que se repitió la fórmula: el régimen los mandó a cerrar. En aquel entonces, un directivo de La Mega, la emisora que producía el programa, se le acercó y le sugirió que lo mejor que podía hacer era irse del país: alguien desde más arriba, nunca sabría quién, supuestamente había mandado a decir que Jóse Rafael Guzmán nunca volvería a estar frente a una cámara o un micrófono en Venezuela.

Él siempre había querido vivir en otro país. Escogió México porque le parecía que, en términos de entretenimiento, era el Los Ángeles de Latinoamérica. Presentó una prueba para ser guionista de Chumel Torres, oficio que ya ejercía su amigo y excompañero comediante de Chataing TV, Led Varela. No lo escogieron. Incrédulo, buscó un trabajo cualquiera en una agencia de publicidad. Tenía treinta y seis años y sintió que lo ponían de nuevo en el principio de la escalera: lo contrataron como community manager.

Era mediados de 2018, compartía un apartamento junto a su novia, con quien había vivido en Caracas. Al mes, sintió que su vida se estaba descomponiendo. Terminó la relación. Y ya que todo se estaba yendo por la borda, decidió vivir en la calle.

—Hijo, ¿qué pasa? —lo llamó su papá desde Caracas—. ¿Quieres que te vayamos a buscar? Me llamó [inserte el nombre de la ex de Jóse] y me dijo que le habías terminado y que ahora dormías en la calle.

—Coño, papá, tranquilo: yo sé lo que estoy haciendo, estoy grabando una vaina que nadie ha hecho y que me puedo hasta ganar un Óscar. Desde que mamá murió, tú has tenido dos mil novias y yo nunca te he dicho nada por terminar con una de ellas. Así que déjame tranquilo, por favor.

Jóse Rafael grabó cómo es vivir cinco días en las calles de la Ciudad de México. Se hizo amigo de indigentes, caminó desnudo, mendigó. Ese sería el primer documental de comedia que subiría a su canal de YouTube y el que empezaría a granjearle el respeto de los comediantes locales. Al terminar de filmar, fue al apartamento que hasta hace poco compartía con su ex, recogió sus cosas y —con el despecho en el diafragma— salió.

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En el vuelo hacia Bogotá, cada pensamiento de Nanutria era como un cable que se enredaba con otro dentro de una gaveta sin fondo. Recordó su llegada a México. Hacía menos de un año que había migrado. Las protestas y las represiones en Venezuela eran recurrentes. La industria del entretenimiento funcionaba a medias. Tuvo que cancelar varios shows y cuando anunciaba alguno siempre aparecía alguien en redes que le espetaba: “Ahorita no estamos en tiempos para chistecitos”.

—Yo quiero que los límites de mi carrera como comediante me los ponga yo y no el país —repetía a sus amigos.

Tenía tres trabajos: uno, en Plop; otro, como locutor en un programa lleno de anunciantes; el tercero, su vida de standupero. No pasaba hambre, pero no podía comprarse un sofá. ¿Acaso la fama local le servía para paliar la alergia en la piel que le salió a causa del estrés? Tenía seis meses con su novia y escogieron México porque allá vivía su hermana, además de otros amigos dedicados a la comedia.

Tres mil quinientos dólares fue su presupuesto: los ahorros de una vida llena de sold outs. Primero llegó él a la Ciudad de México, lo recibió Leo Rojas —comediante, con quien había trabajado en Plop— mientras buscaba empleo y apartamento. Lo contrató El Deforma, un diario de sátira parecido a Chigüire Bipolar. Alquiló un apartamento con su hermana —que hasta entonces vivía en una residencia de mujeres jóvenes— y recibió a su novia. Todo en cosa de mes y medio.

¿Conocer la ciudad? ¿Vida sentimental? Eran tiempos para producir dinero. El objetivo de él y su pareja era lograr mantenerse económicamente en México, y luego ver si la relación seguía funcionando. No tenían espacio para disfrutarse, salían a las siete de la mañana y llegaban en la noche. Nanutria sentía que habían pasado de ser una relación de pocos meses en periodo de prueba a transformarse en un matrimonio de cuarenta y cinco años en el que la pasión fue aplanada por la practicidad.

No quería saber ninguna noticia de Venezuela, de donde salió arrecho por la situación política. Ni siquiera montaba flyers en sus redes sobre sus próximas presentaciones: sabía que su comunidad digital era venezolana y quería intentar llegar a personas nuevas.

Es verdad que se reunía con sus amigos comediantes, Leo Rojas, Jóse Rafael Guzmán. Es verdad que, recién llegado, el también venezolano Bobby Comedia le pidió que le abriera un show y lo presentó con los standuperos mexicanos. Y también es verdad que, estando en México, Comedy Central le grabó un especial. Sin embargo, aún no hacía dinero con sus shows, estaba construyendo un nuevo público en un país que tenía pocas referencias de la cultura venezolana. No lo entendían a él ni a su dialecto, por lo que trató de mexicanizarse. Los pocos venezolanos que lo oían lo sentían falso, mientras que para los mexicanos era evidente que el slang local no le fluía de forma natural. Así y todo, producía risas.

Pasaron diez meses. Empezó a trabajar en la agencia Coyote, se abría paso en la escena underground del stand up comedy mexicano y, aunque su novia no lograba adaptarse (le costaba mucho el tema laboral), la pareja seguía en pie. Nanutria se animó, entonces, a cuadrar con un productor español un par de fechas en Barcelona y Madrid.

Al regresar de esa gira, no lo dejaron entrar a México.

Aterrizó en Bogotá, donde lo recibió su tío, y desde ahí llamó a la persona dentro de la empresa que patrocinaba su estadía en México, Silvia Pérez. Ella le dijo que todo debía de ser un error, que iba a hablar con el director de Migración. Fue la última vez que le atendió el teléfono.

El asunto era el siguiente: para migrar a México era necesario que una empresa se responsabilizara legalmente de ti. Debías tener una carta de trabajo, que la empresa estuviera registrada en Migración y asistir a una primera cita en alguna embajada fuera de México. Como pocas compañías apostaban de esa forma por los migrantes, se creó un mercado de empresas que básicamente prestaban ese servicio a quienes quisieran entrar al país. Por recomendación de un amigo, Nanutria dio con Link Trade Group y acordó con Silvia Pérez que si él tenía shows en México (que podía cuadrarle la empresa o él mismo) debía darles un porcentaje. Silvia Pérez le insistió en su momento en que debía portarse bien.

Por medio de la abogada que lo apoyó, Nanutria se enteró de que Link Trade Group tenía un número absurdo de extranjeros registrados en nómina, por lo que cuando la auditaron se levantó una alerta de posible trata de personas.

—¡Si aquí hay una situación de trata de blancas, yo soy la blanca! —repetía él.

La abogada le explicó al comediante que, dado que había salido del país, ya ella no podía hacer nada: su especialidad, por decirlo de algún modo, era resolver la situación de migrantes que terminaban detenidos en el aeropuerto. Entonces Nanutria dio con otra abogada, también venezolana y residenciada en México, a la que contrató para apoyarlo. Esta segunda jurista no le ofreció ninguna solución legal.

Su novia y su hermana vivían ahora en un apartamento lleno de espinas de ansiedad que se les incrustaban en los ojos. A Nanutria la agencia le permitió hacer home office desde Bogotá unas semanas más antes de buscarle un remplazo. Dormía todo el día, estaba más apático que burócrata nocturno, no tenía apetito.

Todo llegó al paroxismo cuando la abogada le pidió que le escaneara y enviara cada hoja de su pasaporte. Revisó los documentos y, por teléfono, le dijo:

—Ah, pero es que usted tiene visa americana. Usted puede entrar a Estados Unidos.
—Sí, sí tengo.
—¡Excelente! Ya le tengo el plan. Usted, lo más rápido que pueda, va a comprar un vuelo Bogotá-Texas y va a cruzar el río Bravo al revés.
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2018 fue un año importante para la comedia venezolana. Los celulares y las redes sociales se llenaron de videos de George Harris en su show en Miami. El público de Venezuela que consume stand up es en su mayoría millennial y centennial; sin embargo, George montó un programa, con un humor muy de televisión abierta latina, que penetró en distintas generaciones. Era común estar en la sala de espera de un consultorio médico y que una señora de cabello blanco estuviese reproduciendo a todo volumen un clip del comediante. Esto fue una muestra para los venezolanos de que sí se podían conquistar tierras foráneas, y al mismo tiempo puso a salivar a los productores del continente.

A mediados de año, una venezolana que trabajaba en las oficinas de Facebook de México invitó a Nanutria y a Leo Rojas a la sede. Allí les comentó que en el seno de la empresa se estaba empezando a pensar en cómo explotar formatos largos, teniendo presente que en el mercado estadounidense estaban teniendo éxito. A Nanutria eso le hizo tanto clic que más adelante compró los implementos para, al llegar de sus presentaciones en España, empezar a grabar un pódcast con su amigo Chucho Roldán, quien migraría a México a finales de año. Pero, claro, no pudo volver a entrar al país.

Leo Rojas, por su parte, se unió a Chris Andrade y a Nacho Redondo —que también habían migrado a México— para iniciar Escuela de nada, uno de los primeros pódcast venezolanos de comedia y quizá, en términos de métricas, el más exitoso gracias a un principio fundamental en la era digital: si se quiere tener éxito, hay que ser uno de los primeros en llegar.

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Jóse Rafael Guzmán, tras vivir en la calle por cinco días, se mudó un tiempo a Ecatepec —según él, el barrio más peligroso de la zona metropolitana— y filmó la experiencia. Esto hizo que el comediante aumentara su audiencia en YouTube y sentó las bases para lo que vendría.

En 2019, en cambio, Estefanía estaba muy lejos de resolver su vida de la misma manera que otros colegas. Sin dinero y ahora debiéndole plata a su amigo Daniel Enrique, sentía que sus sueños eran un reflejo de su ánimo: se secaban. Hasta que un día la llamaron de una agencia. Le preguntaron cuándo podía empezar.

—Mañana. Mañana mismo.

Trabajó como redactora y community manager, después se fue a otra agencia que le ofreció un poquito más de dinero. Su mamá, a distancia, sufría momentos de ansiedad a causa del duelo de perder a su esposo y, de ñapa, tenerla lejos a ella. La contactaron de un nuevo empleo, en el que su labor sería escribir sobre reguetón. No se parecía en nada a lo que anhelaba, pero al fin empezó a pasarla bien.

Comenzó a ir a open mics en diferentes bares. Antecedía cada presentación con momentos de taquicardia y sudoración. Tuvo noches en que las risas del público apenas la dejaban hablar y otras en las que no se oyó ni el canto de los grillos. No sabía por qué le daba tanto malestar pararse frente al micrófono, solo entendió que no necesitaba seguir haciéndolo.

Mientras tanto, Jóse Rafael, tras fumar su porro mañanero, miraba al cielo y suplicaba:

—Dios mío, por favor, dame la paz.

Había terminado viviendo en una residencia de franceses en la Ciudad de México, donde la rumba era la actividad más popular. Estaba despechado y cobrando un sueldo que no le rendía: completaba sus almuerzos con los restos que dejaban sus compañeros en la oficina; en las noches, hurtaba pequeñas porciones de comida —una rebanada de pan, una cucharada de arroz— de las provisiones de sus roomies.

Por fortuna, un coterráneo estaba atravesando el mismo proceso en la ciudad: había terminado con su novia y ahora vivía solo en el apartamento, así que lo invitó a mudarse con él.

En los open mics en los que se presentó no le fue, a su juicio, bien. La mayoría de esos espacios ofrecen cinco minutos por comediante, mientras que el fuerte de Jóse Rafael es contar historias: necesita tiempo para desarrollar el chiste. A eso hay que sumar las diferencias culturales que ya había vivido Nanutria y la de la velocidad del habla. Más adelante, Estefanía León haría un curso sobre doblaje en el que se daría cuenta de que los venezolanos hablan casi al doble de velocidad que los mexicanos.

—Coño, yo no quiero ir más a este terreno, yo más bien voy a traer a los mexicanos a mi terreno. Yo voy a jugar mi fútbol en su territorio, para que vean que es un fútbol del carajo también —decidió Jóse Rafael.

Le pidió a la gente con la que trabajaba que le cuadraran un show de stand up y dividieran las ganancias. Se presentó ante ochenta personas, la mayoría venezolanos, en Departamento Bar. Y le fue bien, aunque el ruido de la disco que funciona en la parte de abajo entorpeció el efecto de los chistes.

Entre 2010 y 2017 en Venezuela surgió una nueva especialidad: productores de comedia. Gente que, ante el boom, organizó presentaciones en todo el país. Para los teatros era muy costoso montar obras en medio de la hiperinflación, por lo que cedieron las tarimas a los comediantes. Después de 2017, el flujo de shows decayó. Tras las protestas de ese año, vino un éxodo muy fuerte y en casi todo el país la mayoría de los telones bajaron, al tiempo que los humoristas que se habían hecho famosos empezaron a migrar.

Para 2018, parte de esa migración todavía estaba asentándose y gente como Jóse Rafael ni siquiera pensaba en cómo volver a hacer presentaciones de quinientas personas. En 2022 el periodista Óscar Medina, entrevistando a un Chris Andrade ya muy famoso gracias a Escuela de Nada, le preguntó: “¿Te has dado cuenta de que la emigración de venezolanos ha beneficiado a tres tipos de personas: a los coyotes, a los músicos y a los humoristas?” A finales de 2018, ya varios productores empezaban a intuir ese destino. Apareció la oportunidad de que Jóse Rafael hiciese un show en Santiago de Chile.

Ya en el teatro, caminó desde el camerino hacia la tarima como un gladiador que se levanta desde el fondo de la arena: las cuatrocientas personas del lugar le aplaudieron. Volvió a firmar autógrafos.

—Ah, este soy yo.

El amigo con el que vivía decidió regresarse a Venezuela y Jóse Rafael le pidió que no vendiera las cosas ni entregara el apartamento: él haría el esfuerzo de comprarle todo y pagar el alquiler.

Vio por televisión un reportaje sobre los migrantes venezolanos que caminaban desde el estado Táchira (Venezuela) hasta Bogotá, Lima, Quito y otras ciudades. El reportero entrevistó a alguno, le deseó suerte y se subió a su carro. Jóse Rafael sintió una nuez en su diafragma: ¿por qué los periodistas iban, grababan y dejaban a las personas a su suerte? Alain Gómez, el vocalista de Famasloop, almorzó en su casa y lo instó a acompañar a la gente y grabarla:

—Tú eres el único que lo puede hacer.

En enero de 2019, voló hasta Cúcuta y de allí, con la productora Silvia Baquero, inició un trayecto a pie hasta Bogotá: 569 kilómetros en los que se unieron a un grupo de migrantes y padecieron juntos el frío, el cansancio, el dolor. Vio a una mujer hacer ese recorrido con un bebé en los brazos, vio a personas con discapacidad, sintió hambre y el absurdo de ser venezolano. Estuvieron apretujados en la maleta de un autobús que les dio la cola, junto a otras cinco personas, durante diez horas, como si fueran bolsos que no pudieran morir por el monóxido de carbono.

Aunque su idea inicial era llegar a Lima, Bogotá le resultó una meta decente. Él se había imaginado a sí mismo como el héroe de una comedia de acción que necesita izar su bandera en territorio lejano; por eso, tras llegar a la meta, le dijo a Silvia Baquero:

—Me vas a disculpar, pero yo creo que tú y yo deberíamos besarnos.

Así terminan ese tipo de películas, ¿no? En efecto, se besaron: tras siete días caminando, ninguno de los dos era la misma persona que empezó el recorrido.

—Lo que digo es desde el respeto y la humildad, pero creo que soy una persona que ha hecho esto desde adentro y caminando porque no es que soy un gringo que vino a cocinar un día y luego se va. O lo que hacen los reporteros que van en un carro y hacen llorar a las personas y después se van a un hotel. Lo que yo hice se hizo por primera vez y lo hice yo —declararía más adelante a El Nacional.

En ese instante, sin embargo, tras besar a Silvia Baquero, su mayor orgullo era haber demostrado que sí se puede hacer comedia de cualquier cosa. Incluso, de la tragedia venezolana.

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Después de que la abogada le sugiriera a Nanutria cruzar el río Bravo desde Estados Unidos hacia México, una de las neuronas que aún no estaba paralizada por la depresión le soltó: “Imagínense yo cruzando el río y los otros venezolanos diciéndome: ‘No, estúpido, es para el otro lado’”. Supo que algún día ese sería el remate de un chiste.

Fue obvio que la abogada, más que ayudarlo, le estaba quitando plata, así que poco a poco se olvidó de ella. Habló por teléfono con su novia. Ella no se estaba adaptando bien a México, no conseguía muchas opciones como psicóloga. Él dijo que si se iban a otro país, tendría que ser a alguno en el que al menos uno de los dos pudiera tener papeles lo más pronto posible. Su novia es de ascendencia argentina, así que el destino fue evidente.

Nanutria evitaba preguntarle a ella y a su hermana cómo estaban: no necesitaba más malas noticias. Debía producir dinero para encarar la nueva migración. Preguntó en teatros y bares de Bogotá. Nadie quiso cederle una fecha, no les importaba quién era, cuántos seguidores tenía, ni su currículo como comediante: no lo conocían y no necesitaban saber más nada. Hasta que un miércoles, por medio de un amigo productor, el dueño de un bar le permitió presentarse el siguiente lunes. O sea, el peor día para un espectáculo. O sea, tendría menos de una semana de promoción.

Dicen en Venezuela que la necesidad tiene cara de perro. Por primera vez desde que había salido de su país, colgó un flyer en sus redes. Ese mismo día se agotaron las entradas.

—Yo sentí que me volvió el alma al cuerpo —contó a sus afectos.

El bar decidió abrir otra fecha, el martes. También se agotó. Abrió una más, para el miércoles. Ídem.

—Qué bolas que lo que yo traté de hacer en México en diez meses lo logré en Bogotá haciendo una publicación en Instagram.

La venezolanidad de la que tanto había huido acudió a su ayuda no solo para demostrarle que, pese al olvido, seguían valorando su trabajo, sino para recordarle que, le gustase o no, antes que standupero o comediante, era venezolano.

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A finales de 2019 Chucho Roldán estaba trabajando a distancia en Plop. En dicha empresa querían hacer un formato largo. A varios pódcast de otros comediantes venezolanos parecía estarles yendo bien. Se decidieron a hacer algo parecido, con un toque propio, y una incuestionable ventaja: empezarían, desde el día uno, con todos los beneficios que ofrece una productora consolidada. Chucho y Plop incluyeron a Daniel Enrique en el proyecto. Era obvio quién era la persona indicada para completar el tándem.

El 20 de julio de 2020, en plena pandemia, Chucho Roldán y Daniel Enrique se trasladaron al apartamento de Estefanía, quien al fin había logrado mudarse sola. Filmaron el primer episodio de El Cuartico. Pronto empezarían a marcar diferencia, no solo por el pódcast en sí, sino también por los sketches con los que hacen la intro a cada episodio.

En el apartamento, Estefanía solo iba de la cama a la mesa de trabajo, ida y vuelta, con breves pasos por la cocina y el baño. El mundo estaba en diferentes tipos de cuarentena, las redes sociales se llenaban de mensajes de ansiedad, estrés y soledad. Pero en la vida de Estefanía, que ahora combinaba El Cuartico con la agencia en la que escribía de reguetón, al fin empezaba a haber sonrisas.

En julio de 2021, su familia en Caracas le contó que todos estaban contagiados de covid. No había ni quien pudiera manejar el carro para salir desde Petare a comprar los medicamentos.

Agarró un vuelo para Venezuela. Durante dos semanas, prestó apoyo en todos los temas operativos de la casa materna. Guantes y tapabocas eran su indumentaria cotidiana. No publicó en redes que estaba en su país, no visitó a nadie. Una vez hubo regresado a México, no pasó mucho tiempo antes de que su hermano, el único que todavía vivía en el hogar materno, le anunciara que ya no soportaba lo cara que estaba la ciudad y el resto de penurias: migraría junto con su esposa.

—Bueno, mamá, ¿qué quieres hacer? Mi hermano se va —preguntó Estefanía días después por teléfono.

Le dio la opción de quedarse sola en su casa en Caracas o mudarse con ella a México. En agosto de 2021 ambas se reencontraron en la Ciudad de México.

La recepción positiva de El Cuartico se palpaba en redes. Algunos de sus sketches se volvían virales entre los venezolanos, los comentarios en cada video de YouTube eran muchos, al tiempo que subían las reproducciones. Chucho Roldán y Daniel Enrique renunciaron a sus otros trabajos. Estefanía no: tenía a su mamá recién llegada y necesitaba todo el dinero que pudiera conseguir mientras se estabilizaban en esa nueva vida.

Poco más de un año desde el primer episodio, El Cuartico ya tenía las condiciones para hacer algo que a muchos pódcast les lleva más tiempo: una presentación en vivo. Fue en el club de comedia 139, de la Ciudad de México. Estefanía no sintió el malestar que la acosaba antes de hacer stand up, más bien tenía los ojos muy abiertos.

—Hija —se le acercó su mamá, con los brazos en jarra—, ¿esta gente vino a verlos a ustedes?
—Sí, mamá —parpadeó varias veces—, ¿qué loco, no?

Era 2 de octubre de 2021: se estaban cumpliendo tres años de la muerte de su papá. De aquella muchacha que migró, adolorida y sin trabajo, a esta que ahora hacía un chiste en redes y se volvía trending topic había una distancia casi tan grande como la que separaba al país en el que nació de aquel en donde ahora vivía. “Qué bueno que al final esta fecha la vas a recordar no solo por algo triste”, se dijo frente al espejo.

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—Hijo, yo no me voy a meter en tu trabajo. Solo te diré una cosa, porque veo que tú eres muy arriesgado y te gusta el peligro: prométeme que te vas a morir después que yo.

Eso le había dicho a Jóse Rafael su papá —un hombre viudo, que pasó todo su matrimonio sabiendo que en cualquier momento su esposa podía fallecer de la enfermedad del corazón con la que nació— después de que el comediante viviera en la calle por cinco días. Ahora tenía el pecho más inflado que paloma orgullosa al ver Caminantes.

Muchos migrantes que se habían marchado a pie o en autobús le escribieron a Jóse Rafael para decirle que no solo se habían reído, sino que también habían llorado. Le daban las gracias. Él decidió que el siguiente paso sería hacer un road trip por Estados Unidos. Por supuesto, partió solo con Silvia Baquero.

El plan era el mismo: grabar todo en clave de humor. Viajaron en junio de 2019, alquilaron un carro y empezaron a manejar. Él se sentía en una suerte de luna de miel de plástico, pues ni se había casado ni tenía planes de hacerlo: su última separación le había dolido mucho. Aunque él y Silvia compartían como pareja de trabajo y sentimental, insistía en que no quería tener novia.

En California visitaron una granja de cannabis legal. Jóse Rafael fumaba desde los veintiún años. Una vez fumó antes de entrar a la radio y el programa salió hilarante. Hizo la prueba con el stand up y juzgó que tuvo resultados parecidos. Desde entonces, fumaba desde la mañana hasta la noche.

La granja era casi un sueño. Le regalaron diferentes tipos de marihuana, que guardó en el carro. Él y Silvia continuaron el viaje. En agosto tomaron un atajo por Sierra Blanca. Un punto de policías federales les ordenó detenerse. El oficial les explicó que el perro antidrogas había dado señales de alarma, que debían revisar el carro. El federal encontró la marihuana.

—Sí, es mía —dijo Jóse Rafael—, me la dieron en California. Es legal.
—No —respondió el funcionario—, en California el cannabis es legal. Aquí en Texas, no solo es ilegal sino que es pecado.

Jóse Rafael pidió perdón. Se mostró dispuesto a aceptar la correspondiente multa.

—¿Multa? No, usted está arrestado.

Jóse Rafael y Silvia intercambiaron miradas. Ella insistió en que entonces debían llevársela también. Hubo un tira y encoge hasta que el oficial les recomendó que uno asumiera todos los cargos y el otro se quedara afuera, si no ¿quién los iba a sacar de prisión? Jóse Rafael fue ingresado en Hudspeth County Jail. Lo obligaron a desnudarse, le hicieron una revisión exhaustiva y le entregaron el uniforme.

—No estés triste —le dijo un policía con un español forzado—. Deberías estar orgulloso. Porque aquí es donde los hombres formamos a los hombres.

Cuando se puso el uniforme blanco y negro, no solo no se reconoció, sino que recordó que llevaba años pidiendo estar en un lugar en el que solo se hablara inglés, a ver si así terminaba de aprender el idioma. “Coño, de verdad que en las últimas cuarenta y ocho horas he tomado pésimas decisiones”, pensó.

Le tocó compartir celda con otros siete presos. Uno de los primeros días, se metió a bañar y al rato sintió que alguien lo abrazaba a través de la cortina de plástico. Forcejeó. El agresor era más fuerte y trataba de penetrarle el ano con el dedo. Tras introducirle una parte, Jóse Rafael, mientras gritaba, logró pegarse contra la pared. El ruido hizo que los otros reclusos se acercaran.

—Fui yo —dijo el agresor—, solo le estaba haciendo una broma. No se preocupen que él es un fucking greenstick —era la forma en la que llamaban a los nuevos.

Con su mente echa una estación de metro en hora pico, Jóse Rafael se acostó a tratar de dormir. Sintió algo blando en sus dedos. Abrió los ojos y vio a su agresor: el hombre le había puesto su pene sobre la mano.

El grito con acento venezolano llamó la atención de los demás. Otro de los reclusos le dio un par de puñetazos al tipo que tenía los genitales afuera. Todo se calmó. Esa noche Jóse Rafael durmió con un lápiz en la mano, como quien se aferra a un puñal.

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En noviembre de 2018 el comediante Nanutria aterrizó en Buenos Aires y al poco tiempo llegó su novia. A ella, que tenía nacionalidad argentina, le fue fácil encontrar trabajo. Él no quiso repetir los errores de México. Cuadró un show en un teatro para trescientas personas. Lo llenó. A la salida, lo esperaban para pedirle fotos.

—Ah, sí es verdad que yo en Venezuela era famoso.

Buscó un bar para hacer una función el próximo fin de semana. Encontró un espacio de sesenta personas. Anunció el espectáculo. Se agotó. Repitió la fórmula la semana siguiente y la siguiente y la otra de arriba. La demanda nunca cesaba. Estaba ingresando suficiente dinero para vivir.

La mayor parte de los venezolanos residenciados en Argentina tienen entre dieciocho y cuarenta años y más de la mitad cuenta con estudios superiores, lo que los ubica no solo como un gentilicio privilegiado dentro del país frente a los extranjeros de otras nacionalidades, sino también frente a sus coterráneos residenciados en otras latitudes, como Chile y Ecuador. Estamos hablando de alrededor de 180 mil migrantes, la mayoría de los cuales viven en Buenos Aires, con la capacidad de acceder a formas de entretenimiento de la clase media. Ese era el público de Nanutria, quien esta vez no trató de mimetizarse con el entorno sino que decidió hablar con un slang venezolano fácil de entender y que traducía a los coloquialismos argentinos cuando era necesario.

¿Quién era ese tipo que podía darse el lujo de llenar una función semanal, ese recién llegado que estaba logrando cifras de taquilla solo a la altura de figuras reconocidas? Dueños de teatros, bares, standuperos, público y productores argentinos se hacían preguntas por el estilo.

Nanutria empezó a moverse en el círculo de los comediantes más selectos. Tejió amistad con Lucas Lauriente, quien, junto a Luciano Mellera, había llenado el Teatro Luna Park años antes. Lucas lo invitó a abrirle un show en Rosario frente a seiscientas personas.

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Jóse Rafael siempre creyó que tenía un don. Un día, estudiando en la universidad, se lo comentó a una amiga. Señaló a los diferentes grupos de alumnos que hablaban entre ellos a la espera de entrar a clases y dijo que podía hacerlos reír a todos. Se acercó al primer corro, y lo logró. Se acercó al segundo, y lo mismo. Al final, arrancó carcajadas como en seis grupos diferentes.

Ahora, doce años después, estaba frente a un preso que le preguntaba a cuánta gente había matado.

—Ninguna.
—No entiendo por qué pones esa cara cuando digo matar. En mi familia todos hemos matado.

El preso le contó la historia de su madre y su padrastro. Este último, que era narcotraficante, un día quiso violarla. Puso su pistola en la mesita de noche, tumbó a la mujer y le apretó el cuello. Cuando estaba bajándose la cremallera, según el relato, ella aprovechó para agarrar el arma y le incrustó una bala en la cabeza.

—Mira, lo que a mí me parece del cuento de tu madre —respondió Jóse Rafael—, es que si tú vas a violar a alguien no puedes dejar la pistola en la mesa de noche.

El preso se rio. Era el mismo tipo que más tarde le daría un puñetazo al recluso que puso su pene sobre la mano de Jóse Rafael. Para este último la lección era obvia. En una celda en la que había asesinos, sicarios y ladrones que hacían cincuenta flexiones al día, estaba lejos de ser el más fuerte, pero podía hacerlos reír.

Oswaldo Graziani, socio fundador de Plop, vivía en Miami y trabajaba en el área de marketing de una empresa de cannabis legal. Le consiguió un abogado. En el peor de los casos, resolver su situación podía llevar año y medio, explicó el jurista. En el mejor, seis meses. Otra opción era pagar la fianza de trescientos dólares y ser deportado. Pero en Venezuela, debido a sus chistes incómodos, Jóse Rafael tenía una orden de captura. Sabía que muchos actores del chavismo hablaban públicamente de él de forma amenazante. Lo mejor que podía hacer era esperar, aunque seis meses se le antojaban una eternidad: al principio había creído que, al no ser delincuente, estaría máximo un par de días encerrado.

Pasaba las noches llorando, forzaba su inglés y aprendía rápido. El preso que abusó de él fue trasladado al poco tiempo. No obstante, nunca faltaba quien le buscara pelea. Por ejemplo, un hombre musculoso que se sacudía la caspa sobre su cama y lo miraba fijo:

—¿Tienes algún problema?
No. I love it —respondía Jóse Rafael fingiendo ojos de placer.

El provocador, que en otra ocasión le dio una cachetada porque sí, no supo cómo reaccionar.

El abogado le explicó que se necesitaba armar una carpeta que probara quién era Jóse Rafael (en la que se incluiría hasta el signo de verificación de su cuenta de Instagram). Silvia regresó a México con esa misión y recibió el apoyo de Led Varela. A medida que el abogado conocía más del caso, el pronóstico mejoró: en máximo seis meses debería poder resolverse todo. El comediante, al que en la cárcel le decían “Venezuela” y “Coño” (la interjección de sorpresa que más repetía, pues vivía asustado), durante parte de su vida se creyó intocable, un destinado a la gloria que no moriría antes de cumplir su misión, el José Antonio Páez de la comedia venezolana. Ahora tenía miedo a la muerte y al abuso sexual.

En una de las tantas llamadas que compartió con Silvia, le preguntó si quería ser su novia. Ella aceptó. Le dijo entonces que podía mover sus cosas al apartamento de él y buscar a su perro, que en la Ciudad de México lo estaba cuidando la también comediante Nadia María. Con ese caramelo en el paladar, pidió a los guardias una libreta. Los presos tenían solo una hora de luz del sol a la semana, cuando les permitían salir a un patio. El resto del tiempo estaba en la celda, con un televisor que controlaban los más fuertes. Así que él se puso a escribir.

Tenía mes y medio encerrado, cuando Silvia Baquero, por teléfono, anunció:

—National Geographic quiere comprar Caminantes.

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Desde que se bajaron del avión, en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, había personas viéndolos. Era abril de 2022. Chucho Roldán, Daniel Enrique y Estefanía León estaban de vuelta en Venezuela para hacer un show en vivo de El Cuartico. Varias personas los pararon pidiéndoles fotos. Estefanía se sentía en un reality. Cuando migró, poco más de tres años antes, había gente que sabía quién era, sobre todo por De a toque, pero nada se comparaba a esa sensación de entrar a un restaurante y darse cuenta de que las personas hablaban de ella.

Faltaban tres días para la función. Sentía los hombros pesados, revisaba los detalles una y otra vez. Le ofreció a su tía entradas de cortesía:

—Noooooooooooooooo, yo no quiero esas entradas. Yo las voy a comprar porque quiero estar en primera fila.

La exesposa de su papá la llamó para gritarle:

—¡¡¡Estefaníaaaaaa, tú eres famosaaaaaaa!!!

Hubo quienes le escribían para contarle que estaban atravesado una depresión o un duelo y que escucharlos a ellos era lo único que los sacaba, por un instante, del malestar. A Estefanía le costaba dimensionar esos comentarios, a veces es difícil sentir la consistencia de las palabras, su peso. Entender lo que significa ser la corriente de aire que refresca el ahogo de una persona deprimida.

Las redes de Estefanía habían crecido. Para ella, sin embargo, las interacciones digitales son, usando una metáfora de la película Paterson, como darse una ducha con un impermeable. Cuando salieron a escena, en el Anfiteatro del Hatillo —que tiene capacidad para setecientas personas—, se quedó boquiabierta. Y cuando empezaron los chistes, sus músculos se relajaron: fue el show con más modismos venezolanos que hicieron. Dicen que una de las dificultades de migrar es que nunca regresas a tu país: el lugar en el que creciste cambió cuando vuelves a verlo, las personas lo mismo y tú también. Con Estefanía sucedió eso, para bien. Cuando, deprimida y en duelo, dejó Venezuela, parecía imposible que recibiera en Caracas una ovación como la que ahora, al final del show, estaban recibiendo. Con los ojos volviéndose dos laguitos, pensó: “Yo nunca voy a olvidar este aplauso”.

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Terminó llevándose bien con los otros presos. Casi todos estaban ahí por temas de drogas. Un caso curioso era el de un jordano cuya esposa tenía cáncer terminal y el médico le había recetado marihuana medicinal, que él compró en una tienda: los policías lo pararon con eso en Texas y lo metieron preso. El hombre, musulmán, rezaba cada día. Era el más tranquilo, decía que era algo transitorio y que si estaba allí era por alguna razón superior. Jóse Rafael empezó a rezar con él. El jordano oraba en su idioma, mientras Jóse Rafael a su lado pronunciaba el “Padre nuestro”.

Hubo quien le preguntó qué se sentía estar parado frente a ochocientas personas.

—Es increíble.
—Naaah, tú me estás mintiendo.

Los demás reclusos —que se reían con sus chistes— le explicaban los códigos al comediante. Por ejemplo, al terminar de comer había que dar dos golpes con los nudillos en la mesa, era una forma de anunciar que te ibas a levantar. En una de sus crisis, Jóse Rafael dijo que no iba a seguir haciendo eso, que no tenía sentido: todos sabían que él no le iba a buscar pleito a nadie.

—Sí —lo aleccionó otro recluso—, pero es que tú no estás en un hospital ni en un colegio, estás en una cárcel y aquí están las peores personas del mundo, incluyéndome. Así que mejor cumple las normas.

Un día, después del desayuno, un oficial le entregó una carta en la que decía, palabras más palabras menos, que una persona de la calidad de Jóse Rafael Guzmán era más útil en libertad que en una prisión, por lo que sus cargos serían removidos. Habían pasado dos meses y medio desde que lo habían encerrado.

Silvia Baquero, negociando en su nombre y usando su firma digital, había concretado la venta del documental a NatGeo. Quizá podrían ver la emisión juntos. Salió de la cárcel con una deuda de 150 mil dólares en abogados y una libreta en la que había escrito el 70 % de su próximo especial de stand up.

Lo recibió en El Paso la hermana del productor mexicano Pepe Garza, de quien es amigo. Se sentía en una dimensión paralela y su mirada sugería lo mismo. El esposo de la mujer le dijo:

—Wey, te voy a mostrar algo, que acabas de salir de la cárcel, que no le muestro a nadie.

Se trataba de un Mustang del 69, restaurado.

—¿Quieres correr como el fuego? —agregó.

Jóse Rafael, en el asiento del copiloto, sintió que dejaba volar parte de su estrés mientras el vehículo avanzaba.

Más tarde, Charly Nelson, un amigo venezolano, lo fue a buscar.

—Estoy mentalmente incompetente, soy como un niño: sácame de esta mierda —pidió Jóse Rafael.
—Okey, pero ¿cómo compramos los pasajes?, ¿tienes plata?
—Lo perdí todo en abogados. Sácame, sácame; llévame para Miami, que aquí siento que me van a meter preso en cualquier momento.
—¿Quieres que alquilemos un carro y terminamos el viaje, lo que te faltó?, ¿o sea, que lleguemos a Miami en carro?
—¿¡Tú-eres-marico!? Sácame de aquí en avión para llegar a Miami lo antes posible, estoy demasiado cagado.

En Miami lo recibió Oswaldo Graziani. Jóse Rafael estaba arisco, con la mirada perdida, nervioso. En los siguientes días hizo lo único que sabía hacer para sanar o evadir: se puso a trabajar. Terminó la rutina, que llamó “Sin robar a nadie”. Anunció una función en el Miami Improv, el famoso teatro en el que, por ejemplo, Jerry Seinfeld prueba chistes. Agotó seis funciones, dejó sin espacio a Seinfeld por un mes. Pero aunque sus cargos penales habían sido removidos, su visa también: debía salir de Estados Unidos.

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Cuando Nanutria migró a México a finales de 2017, se dijo que si le iba mal, iba a ser el único mesonero con cuenta de Twitter verificada. Casi dos años después, volvió a Venezuela para presentarse en Caracas y agotó tres funciones en cosa de horas. Había reconectado con su público natural al tiempo que empezaba a hacerse conocido entre los argentinos. En 2020 participó en la “Batalla de comediantes”, una competición estilo enfrentamientos de freestyle en la que los standuperos se agreden verbalmente. Fue el único extranjero que participó en esa edición y resultó ganador.

Teniendo tanto tiempo libre en la semana, creó un pódcast que lo ayudó a seguir conectando con el público, que luego pagaba una entrada por verlo en vivo. También cocreó otro programa: Tercermundistas, junto a Lucas Lauriente. Y más adelante, en la pandemia, participaría en Aislados, un pódcast que conducía con Lucas, Luciano Mellera y Nicolás De Tracy.

Poco a poco sus chistes, al principio muy enfocados en sus vivencias como venezolano y en la migración, fueron abriéndose a abordar diferentes situaciones de la vida cotidiana en Argentina. Llegó a un punto en el que su humor funciona en casi cualquier lugar hispano. Al mismo tiempo, sin las urgencias económicas y en medio de una ciudad diseñada para el esparcimiento, él y su novia empezaron a disfrutarse sin estrés.

Durante el Mundial de Qatar vivió cada partido de la Albiceleste en la ciudad que ya sentía como su hogar. Él, que viene de un país que nunca ha clasificado a un Mundial, se veía representado en la selección que comandaba Lionel Messi. Celebró la obtención de la tercera estrella. Salió a festejar al obelisco, en el que millones de personas coreaban el nombre de sus ídolos. Un par de adolescentes argentinos lo vieron y también entonaron su propio cántico. Solo que no corearon el nombre Messi, ni al Dibu Martínez, a Otamendi, Di María o Lionel Scaloni. Ellos, alzando las manos y dando brincos, cantaron:

—¡Nanuuuutria, Nanuuuutria, Nanuuuutria!

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Jóse Rafael empezó a presentar “Sin robar a nadie” a principios de 2020. Desde la primera función, en México, el feedback que recibió fue positivo. La gente, risas de por medio, quedaba impresionada con la crudeza del cuento.

—Me molesta la joda cuando uno dice que estuvo en la cárcel y te preguntan si te violaron. “Ah, se te cayó el jabón; ah, ¿te cogieron?” Marico, cuando a alguien de verdad le pasa una vaina así, duele. Entonces, yo no sé cómo explicarle a la gente que dejen de hacer esa maldita pregunta y que vayan al stand up y ya […]. Y hay gente que dice: “Ay, tú sí puedes hacer chistes de todo el mundo”. ¡No, marico, yo no hago chistes de todo el mundo! Yo no voy adonde una persona que se la cogieron en la cárcel a decirle: “¡Te cogieron en la cárcel!” ¡Jamás lo he hecho y jamás lo voy a hacer! Yo toco el tema de personas con síndrome de Down. ¡Yo jamás he hecho sentir mal a una persona con síndrome de Down! Si ustedes no entienden la diferencia entre chiste y burla, yo no los puedo educar —diría Jóse Rafael, en 2022, en El súper increíble pódcast de Nanutria.

Recién llegado a la Ciudad de México, con mirada de trauma, le decía a Silvia Baquero:

—Yo sé que tengo cara de loco, pero por favor no me tengas miedo.

Ella le respondía que no le temía. Él se ponía a llorar.

Iba a terapia tres veces por semana. Pidió a la psicóloga que lo mandara a un psiquiatra para que le recetaran algo que encogiese su ira. Le gritó a su perro, que parecía ignorarlo.

—Necesitas pasar tiempo con él —sugirió Silvia—, estuviste fuera mucho tiempo y él aún era cachorro. Tienen que retomar el vínculo.

Desde que había llegado, no era capaz de tocar a su pareja. Se sentía sucio. Le llevaría mucha terapia y tiempo recuperar la disposición para intimar físicamente.

A una de las presentaciones del comediante en la Ciudad de México asistió, por casualidad, la gerente de Spotify México. La mujer, al finalizar, se dirigió al camerino y le dijo que quería hacer un pódcast sobre esa historia. Jóse Rafael estaba en una etapa en la que desconfiaba, en la que a una parte suya le daba rabia que le fuera tan bien a su espectáculo: le molestaba que la gente se riera de los chistes —que él mismo había escrito— sobre lo peor que le había pasado. Con esas contradicciones convivía, cuando al día siguiente se reunió con la gerente de Spotify.

Mucha gente en redes sociales lo había tildado de drogadicto, lo había despreciado y hasta se burlaba de él. Había perdido seguidores y público. Como nunca antes brilló la reputación que había cosechado desde Venezuela: debido a su poco miedo al ridículo y a que en diferentes formatos de humor es tan impredecible como un demonio de Tasmania, decían que era un loquito; la mayoría, sin saber que de su admiración por los Navy Seals había cosechado una disciplina casi militar para el trabajo.

El pódcast se estrenó. Según él, llegó al puesto dos en Panamá, al tres en Argentina, al cuatro en Colombia, al cinco en México y al catorce en Estados Unidos. Sí, al catorce en Estados Unidos: el número uno allí es el de Joe Rogan, quizá el más escuchado del planeta.

Un taladro de recuerdos le abrió el pecho hasta llegar al pozo de sus lágrimas mientras escribió el pódcast y escuchó el material grabado. Con el producto final también estaba echando cemento sobre las heridas.

—Para mí es muy importante la aprobación de la industria, tener ese sello. Hay gente que no le para bolas, que con llenar sus shows están tranquilos y listo. Pero yo tengo fama de loco. ¿Y sabes qué? Los locos no están en NatGeo. ¿Quién coño está en NatGeo? ¡Nadie está en NatGeo, weón! Los locos no están en Spotify, ni se presentan en el Royal Albert Hall, ni agotan funciones en el Miami Improv.

El mito griego es el siguiente: Deméter estaba triste debido a que Hades había raptado a su hija, Kore (Perséfone). Solo alguien pudo sacarla de sus lamentos: Yambe, la diosa del humor y la poesía, que le hizo chistes subidos de tono y Deméter volvió a reír.

Es lógico que uno de los países occidentales al que peor le ha ido en lo que va del siglo XXI al mismo tiempo haya parido un montón de comediantes que ahora están regados por el continente. Algunos han empezado a hacerse conocidos tras vivir en otros países (Ángelo Colina, en Estados Unidos; Poly Díaz, en México; César Aramís, en Argentina), por lo cual, como pasa con los escritores —Junot Díaz o Roberto Bolaño, por ejemplo— se ha gestado esa nueva forma de ser físicamente de un lado y artísticamente del otro: ser una mezcla de proporciones imposibles de distinguir.

Estefanía León se preguntó durante toda la primera gira de El Cuartico qué pasaba si no vendían las entradas. Por fortuna nunca lo averiguó: siempre hubo sold out. En España, previo a una función, renunció al trabajo en el que escribía sobre reguetón. Ahora, con su vida más ordenada, sigue formándose para algún día protagonizar una sitcom.

Nanutria todavía no puede entrar a México. Nadie le ha ofrecido una solución legal a su problema y no quiere recurrir a los caminos verdes. Cuando le pidió a la abogada los papeles alusivos a los trámites legales que se hicieron, esta se puso a la defensiva y nunca se los envió: teme que ella haya hecho cosas sin su consentimiento. Para más inri, según ha averiguado, parte del problema es que las autoridades mexicanas no acostumbran dar detalles precisos sobre los motivos por los que se revoca una visa, por lo que se hace muy engorroso todo el proceso legal: no sabe exactamente cuál es su situación. En Buenos Aires, mientras tanto, pasó de hacer un show semanal para sesenta personas a hacer uno para doscientas ochenta. Llena salas en toda Argentina como si fuera un comediante local. Quizá lo sea. ¿Su objetivo? Que este sistema le dure al menos veinte años más.

Jóse Rafael Guzmán estuvo, en 2023, en Guinea-Bissau, donde volvió a ejercer la odontología junto a un grupo de voluntarios y, por supuesto, grabó la experiencia en clave de humor. Aunque recién salido de la cárcel siguió fumando marihuana, ya la dejó. Siente que pasar el día drogado atentaba contra su productividad.

—Papá, escuchame —imita el acento argentino—, por un lado me siento el José Antonio Páez de la comedia y, por otro lado, me siento el diez de la comedia.
—¿De la comedia mundial, de la latinoamericana o de la venezolana?
—Coño. De la mundial —se pone serio— es jodido. De la comedia hispana sí. Y los que no lo piensen hoy lo pensarán mañana —pausa, alza un dedo, vuelve el acento argentino—. La comedia, papá, la comedia no se mancha.

Esta crónica fue construida con base en los testimonios de Jóse Rafael Guzmán, Víctor Medina (Nanutria) y Estefanía León, así como a partir de las declaraciones que ellos, sus amigos y su entorno en general han dado a otros medios.

El relato de lo que le sucedió al comediante Víctor Medina en el aeropuerto de la Ciudad de México corresponde exclusivamente a su testimonio. El nombre de la empresa y de la persona que “patrocinó” su estadía provienen de su declaración, en entrevista con el autor de este texto.

El relato de lo que le sucedió a Jóse Rafael Guzmán dentro de la cárcel corresponde exclusivamente a su testimonio.

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La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

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Ya es muy poco —en realidad, nada— lo que Venezuela puede ofrecer a los jóvenes. Tres comediantes talentosos vieron cómo sus carreras se truncaban mientras el país se desplomaba por la hiperinflación, la escasez de todos los productos, la miseria, los asesinatos, los robos, los presos políticos. Seguirían siendo comediantes, pero primero tendrían que migrar del país y empezar desde cero en otras naciones latinoamericanas. Estas son las historias de Nanutria, Jóse Rafael y Estefanía León.

—Me metieron al cuartico.

Eso fue lo último que le escribió a su novia Víctor Medina, el comediante mejor conocido en Venezuela y fuera de ella como Nanutria, desde el aeropuerto de la Ciudad de México. Ella se encargó de avisarle a su cuñada. Cuando juzgaron que ya había pasado demasiado tiempo, las chicas buscaron asesoría de una abogada venezolana, residenciada en México, especialista en temas de migración. Cada una, desde el lugar en el que se encontraba en ese día cualquiera de rutina laboral, agarró un taxi rumbo al aeropuerto.

Sonó el teléfono de la novia de Nanutria. Era él. Habían pasado más o menos cinco horas desde que envió aquel mensaje.

En ese tiempo, la funcionaria mexicana que lo retuvo, tras un vuelo con retraso que había despegado trece horas atrás de Madrid y había hecho escala en Bogotá, le quitó su teléfono, su DNI y todos sus documentos que probaban que tenía residencia legal en el país. Lo llevaron a una sala llena de prejuicios fenotípicos, que se vació y se llenó tres veces antes de que Nanutria, harto de esperar, exigiera explicaciones.

—Víctor Medina, tiene prohibida la entrada a México.
—No puede ser, si yo vivo aquí.
—Ya no.

Había escuchado casos de venezolanos residenciados en México que cuando salían luego no los dejaban entrar y solía bromear con su novia sobre la posibilidad de que le tocara cruzar la frontera terrestre a pie. Los chistes, ya se sabe, son formas de aliviar los miedos. Por eso, antes de viajar a España llamó a la responsable de la empresa que había gestionado su residencia temporal, para asegurarse de que no fuese a haber ningún problema. La mujer, al otro lado de la línea, se ofendió y le espetó que tales dudas le parecían una falta de respeto.

Condujeron a Nanutria a un cuarto. Sin comida —ni televisor, teléfono o libro—, obligado a pedirle agua a un oficial cuando tenía sed, se resignó a hablar con su único compañero en el lugar: un ecuatoriano al que, según, no lo habían dejado entrar porque no creían que hubiera ido de vacaciones a Cancún sin maleta. Entonces lo llamaron a una suerte de oficina.

Todavía sin darle detalles de cuál era el problema e insistiéndole en que cualquier trámite tenía que resolverlo fuera de México, le dijeron que podía hacer una llamada. Él pidió hacer dos. El funcionario pareció ablandarse ante su confusión.

Lo que le habían explicado, le dijo Nanutria a su novia por teléfono, era que tenía dos opciones. Una, permanecer preso en el aeropuerto hasta que todo se solucionara (lo que podría llevar semanas, meses). Dos, que lo devolvieran a su nación o bien al sitio del que venía.

Si escogía que lo enviaran a Venezuela, sería el régimen de dicho país el encargado de gestionar el vuelo. Los funcionarios venezolanos son tan famosos por su eficacia que Nanutria juzgó que si escogía esa opción se iba a convertir en el mejor comediante de la cárcel del aeropuerto. El otro camino implicaba que la aerolínea lo devolviera a Madrid, pero como él había hecho escala en Bogotá también podían enviarlo allá. En la capital de Colombia residía un tío, estaría más cerca de México y la vida no se cotizaba en euros.

Es obvio cuál fue su segunda llamada.

Una vez su novia y su hermana llegaron al aeropuerto, dieron vueltas, hablaron y preguntaron. Un funcionario les dio noticias, les explicó lo mismo que le habían dicho a él y ellas insistieron en que, por favor, lo enviaran a Bogotá. También pidieron que le hicieran llegar un papel en el que ambas habían escrito a mano.

Solo cuando le permitieron abordar el vuelo hacia Colombia —en el que estaban devolviendo a otros cuatro venezolanos—, Nanutria pudo ver que había pasado dieciocho horas retenido. Junto a su celular y otras pertenencias (salvo su DNI), le entregaron una hoja. Era una carta en la que su hermana y su novia le recordaban que lo querían.

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Nanutria fue la primera persona que leyó un guion escrito por Estefanía León, cuando ambos trabajaban en Plop; él ya como jefe, ella como la chica que había dado el salto del área de redes sociales a la de escribir humor. Plop es una de las agencias más importantes de Venezuela, produjo Isla Presidencial y hace Chigüire Bipolar. Este último proyecto ganó el prestigioso premio internacional Václav Havel a la disidencia creativa en 2017. Estefanía se había fajado a escribir durante horas. Luego, le mostró lo hecho a Nanutria.

—Todo esto que está aquí no sirve —dijo él, con tono suave, mientras seleccionaba lo escrito y presionaba borrar.

Desde entonces, las carreras de ambos habían tomado vuelo. Él se convirtió en un referente del stand up comedy en Venezuela. Ella trabajó como guionista durante años en Plop y condujo el pódcast De a toque. Él migraría en octubre de 2017. Ella estaba por hacerlo en diciembre de 2018, luego de que muriera su papá —justo por los días en los que a Nanutria lo obligaban en México a subirse a un vuelo hacia Bogotá.

Ya en 2017 estaba harta: se le salían las lágrimas mientras tecleaba en la computadora. Chucho Roldán, uno de sus compañeros de Plop, le insistió con que fuera al psicólogo. En su primera sesión, habló durante horas de la escasez, del dinero que no alcanzaba, de los presos políticos, de los asesinatos en las protestas. Era obvio que estaba deprimida.

Aunque tenía cierta estabilidad como comediante, las fricciones diarias (que si no se conseguían bolívares en efectivo, que si no había cambio para los billetes de dólares en los locales, que si robaron a fulanito con una pistola) no solo la hacían sentir como una esponja que ya ha fregado demasiados platos, sino que también la llevaban a preguntarse qué más le podía ofrecer laboralmente Venezuela. En Plop se caían proyectos atractivos por falta de presupuesto. Mientras que, siendo su sueño actuar, no había producción audiovisual en un país quebrado.

Aún deprimida y ahora en duelo por su padre, abordó un avión junto a su amigo Daniel Enrique —también comediante, también ex de Plop— hacia una ciudad que ya conocía, le gustaba y en la que estaban viviendo otros comediantes de Venezuela: México DF. Chucho Roldán, que había llegado semanas antes, les dio la bienvenida, los llevó a comer tacos y por un momento se sintió como si los tres estuviesen riendo aún en Caracas, en la oficina de siempre, inventando proyectos. Pero no, estaban en otro país, nadie los conocía y tenían que encontrar trabajo.

Ocupó una habitación en un apartamento de chicas. Alguien en duelo es como una planta que se seca, mientras deja a su alrededor una hojarasca gris. Aunque trataba de llevar la convivencia en paz, inspiraba incomodidad a su alrededor. Y en ella misma: nunca imaginó que su psique tendría la consistencia de una hoja seca.

Daniel Enrique y ella tenían currículos similares, pero a él lo llamaban y a ella no. ¿Machismo? A veces pensaba eso. Sobre todo, después de que en una de las pocas entrevistas que tuvo le dijeron entre líneas que el trabajo era más para un hombre. El empleo en cuestión ni siquiera era de comediante, se trataba de escribir guiones publicitarios.

—Mira, qué horrible que haga esto —le dijo por teléfono a Daniel Enrique, tras cinco meses de búsqueda infructuosa en los que ni siquiera le pasaba por la cabeza su sueño de protagonizar una sitcom—, pero me quedé sin dinero: no tengo para pagar la renta. ¿Será que tú me puedes echar una mano y yo apenas pueda te lo devuelvo?

Daniel había conseguido empleo a los tres meses de haber llegado. Y a ella ya se le habían acabado los alrededor de mil quinientos dólares con los que había abordado el avión.

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Sentía que no le paraban bolas. Cada vez que lanzaba una idea, que soltaba una oración que empezaba con “yo en Venezuela hice…”, lo miraban con fastidio y el mensaje era el mismo: ajá, okey, haz el tuit que te toca. No sabía cómo explicarles que él había sido una estrella de la radio, de la televisión y del stand up comedy en su país. Para los jefes en la agencia de publicidad mexicana que lo contrató, él no era Jóse Rafael Guzmán: era solo otro extranjero que necesitaba trabajo.

A principios del siglo XXI, la concepción de la comedia en Venezuela se resumía a un par de programas de televisión —uno de ellos muy relevante: Radio Rochela— y a los monólogos cargados de groserías del Conde del Guácharo. El concepto de stand up comedy era ajeno y el oficio de comediante era un traje sin medidas. Entre 2008 y 2010 pasaron varias cosas que pusieron los cimientos para un posterior boom. Primero, el nacimiento de Chigüire Bipolar, la página de sátira de noticias producida por Plop; dos, las noches de stand up comedy que se hacían en el Molino Rojo de Caracas, de la mano de Carlos Sicilia, y luego se transmitían por Canal i; tres, el open mic que organizaba George Harris en Teatro Bar, allí, en ese escenario casi sin público se presentó por primera vez Jóse Rafael. Ese día, después de haber querido ser militar, médico, de haber probado ser bombero voluntario y estar estudiando Odontología, supo a qué se quería dedicar.

Una tarde se sentó a hablar con su papá. Había presentado a distancia la prueba para hacer una especialización en la Universidad de Sevilla y graduarse de cirujano bucal. Tras aprobar el examen, debía hacer una entrevista presencial en España el mismo día en el que tendría su primera fecha internacional en Estados Unidos, en una gira junto a George Harris y el Profesor Briceño. Anunció que no iba a seguir estudiando: sería comediante.

Su papá, que estaba fregando, lanzó un plato contra la pared. Lo tildó de loco. Una cosa era tener un hobbie, dijo, y otra creer que de eso podría comer. La conversación duró cinco horas.

—Mira, yo no te estoy pidiendo permiso, yo igual lo voy a hacer. Lo que quiero es tu bendición. Yo sé que voy a ser grande, que voy a ser famoso. Estoy convencido de que tengo un don y que puedo aprovecharlo. ¿Sabes qué es más arrecho que ser el carajo famoso que llena estadios?: ser el papá del carajo famoso.

Y tuvo razón. Perteneció a la primera oleada de standuperos que se hicieron reconocidos en Venezuela y luego formó parte de Chataing TV, un late night show que llegó a tener algunos de los picos de audiencia más altos en la televisión del país. Hasta que, por presiones políticas, lo sacaron del aire. Esto tuvo un efecto rebote: hizo más famoso al elenco, que luego dio una gira internacional. Jóse Rafael pasó a Calma Pueblo, un programa de radio que acumuló oyentes y anunciantes. Hasta que se repitió la fórmula: el régimen los mandó a cerrar. En aquel entonces, un directivo de La Mega, la emisora que producía el programa, se le acercó y le sugirió que lo mejor que podía hacer era irse del país: alguien desde más arriba, nunca sabría quién, supuestamente había mandado a decir que Jóse Rafael Guzmán nunca volvería a estar frente a una cámara o un micrófono en Venezuela.

Él siempre había querido vivir en otro país. Escogió México porque le parecía que, en términos de entretenimiento, era el Los Ángeles de Latinoamérica. Presentó una prueba para ser guionista de Chumel Torres, oficio que ya ejercía su amigo y excompañero comediante de Chataing TV, Led Varela. No lo escogieron. Incrédulo, buscó un trabajo cualquiera en una agencia de publicidad. Tenía treinta y seis años y sintió que lo ponían de nuevo en el principio de la escalera: lo contrataron como community manager.

Era mediados de 2018, compartía un apartamento junto a su novia, con quien había vivido en Caracas. Al mes, sintió que su vida se estaba descomponiendo. Terminó la relación. Y ya que todo se estaba yendo por la borda, decidió vivir en la calle.

—Hijo, ¿qué pasa? —lo llamó su papá desde Caracas—. ¿Quieres que te vayamos a buscar? Me llamó [inserte el nombre de la ex de Jóse] y me dijo que le habías terminado y que ahora dormías en la calle.

—Coño, papá, tranquilo: yo sé lo que estoy haciendo, estoy grabando una vaina que nadie ha hecho y que me puedo hasta ganar un Óscar. Desde que mamá murió, tú has tenido dos mil novias y yo nunca te he dicho nada por terminar con una de ellas. Así que déjame tranquilo, por favor.

Jóse Rafael grabó cómo es vivir cinco días en las calles de la Ciudad de México. Se hizo amigo de indigentes, caminó desnudo, mendigó. Ese sería el primer documental de comedia que subiría a su canal de YouTube y el que empezaría a granjearle el respeto de los comediantes locales. Al terminar de filmar, fue al apartamento que hasta hace poco compartía con su ex, recogió sus cosas y —con el despecho en el diafragma— salió.

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En el vuelo hacia Bogotá, cada pensamiento de Nanutria era como un cable que se enredaba con otro dentro de una gaveta sin fondo. Recordó su llegada a México. Hacía menos de un año que había migrado. Las protestas y las represiones en Venezuela eran recurrentes. La industria del entretenimiento funcionaba a medias. Tuvo que cancelar varios shows y cuando anunciaba alguno siempre aparecía alguien en redes que le espetaba: “Ahorita no estamos en tiempos para chistecitos”.

—Yo quiero que los límites de mi carrera como comediante me los ponga yo y no el país —repetía a sus amigos.

Tenía tres trabajos: uno, en Plop; otro, como locutor en un programa lleno de anunciantes; el tercero, su vida de standupero. No pasaba hambre, pero no podía comprarse un sofá. ¿Acaso la fama local le servía para paliar la alergia en la piel que le salió a causa del estrés? Tenía seis meses con su novia y escogieron México porque allá vivía su hermana, además de otros amigos dedicados a la comedia.

Tres mil quinientos dólares fue su presupuesto: los ahorros de una vida llena de sold outs. Primero llegó él a la Ciudad de México, lo recibió Leo Rojas —comediante, con quien había trabajado en Plop— mientras buscaba empleo y apartamento. Lo contrató El Deforma, un diario de sátira parecido a Chigüire Bipolar. Alquiló un apartamento con su hermana —que hasta entonces vivía en una residencia de mujeres jóvenes— y recibió a su novia. Todo en cosa de mes y medio.

¿Conocer la ciudad? ¿Vida sentimental? Eran tiempos para producir dinero. El objetivo de él y su pareja era lograr mantenerse económicamente en México, y luego ver si la relación seguía funcionando. No tenían espacio para disfrutarse, salían a las siete de la mañana y llegaban en la noche. Nanutria sentía que habían pasado de ser una relación de pocos meses en periodo de prueba a transformarse en un matrimonio de cuarenta y cinco años en el que la pasión fue aplanada por la practicidad.

No quería saber ninguna noticia de Venezuela, de donde salió arrecho por la situación política. Ni siquiera montaba flyers en sus redes sobre sus próximas presentaciones: sabía que su comunidad digital era venezolana y quería intentar llegar a personas nuevas.

Es verdad que se reunía con sus amigos comediantes, Leo Rojas, Jóse Rafael Guzmán. Es verdad que, recién llegado, el también venezolano Bobby Comedia le pidió que le abriera un show y lo presentó con los standuperos mexicanos. Y también es verdad que, estando en México, Comedy Central le grabó un especial. Sin embargo, aún no hacía dinero con sus shows, estaba construyendo un nuevo público en un país que tenía pocas referencias de la cultura venezolana. No lo entendían a él ni a su dialecto, por lo que trató de mexicanizarse. Los pocos venezolanos que lo oían lo sentían falso, mientras que para los mexicanos era evidente que el slang local no le fluía de forma natural. Así y todo, producía risas.

Pasaron diez meses. Empezó a trabajar en la agencia Coyote, se abría paso en la escena underground del stand up comedy mexicano y, aunque su novia no lograba adaptarse (le costaba mucho el tema laboral), la pareja seguía en pie. Nanutria se animó, entonces, a cuadrar con un productor español un par de fechas en Barcelona y Madrid.

Al regresar de esa gira, no lo dejaron entrar a México.

Aterrizó en Bogotá, donde lo recibió su tío, y desde ahí llamó a la persona dentro de la empresa que patrocinaba su estadía en México, Silvia Pérez. Ella le dijo que todo debía de ser un error, que iba a hablar con el director de Migración. Fue la última vez que le atendió el teléfono.

El asunto era el siguiente: para migrar a México era necesario que una empresa se responsabilizara legalmente de ti. Debías tener una carta de trabajo, que la empresa estuviera registrada en Migración y asistir a una primera cita en alguna embajada fuera de México. Como pocas compañías apostaban de esa forma por los migrantes, se creó un mercado de empresas que básicamente prestaban ese servicio a quienes quisieran entrar al país. Por recomendación de un amigo, Nanutria dio con Link Trade Group y acordó con Silvia Pérez que si él tenía shows en México (que podía cuadrarle la empresa o él mismo) debía darles un porcentaje. Silvia Pérez le insistió en su momento en que debía portarse bien.

Por medio de la abogada que lo apoyó, Nanutria se enteró de que Link Trade Group tenía un número absurdo de extranjeros registrados en nómina, por lo que cuando la auditaron se levantó una alerta de posible trata de personas.

—¡Si aquí hay una situación de trata de blancas, yo soy la blanca! —repetía él.

La abogada le explicó al comediante que, dado que había salido del país, ya ella no podía hacer nada: su especialidad, por decirlo de algún modo, era resolver la situación de migrantes que terminaban detenidos en el aeropuerto. Entonces Nanutria dio con otra abogada, también venezolana y residenciada en México, a la que contrató para apoyarlo. Esta segunda jurista no le ofreció ninguna solución legal.

Su novia y su hermana vivían ahora en un apartamento lleno de espinas de ansiedad que se les incrustaban en los ojos. A Nanutria la agencia le permitió hacer home office desde Bogotá unas semanas más antes de buscarle un remplazo. Dormía todo el día, estaba más apático que burócrata nocturno, no tenía apetito.

Todo llegó al paroxismo cuando la abogada le pidió que le escaneara y enviara cada hoja de su pasaporte. Revisó los documentos y, por teléfono, le dijo:

—Ah, pero es que usted tiene visa americana. Usted puede entrar a Estados Unidos.
—Sí, sí tengo.
—¡Excelente! Ya le tengo el plan. Usted, lo más rápido que pueda, va a comprar un vuelo Bogotá-Texas y va a cruzar el río Bravo al revés.
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2018 fue un año importante para la comedia venezolana. Los celulares y las redes sociales se llenaron de videos de George Harris en su show en Miami. El público de Venezuela que consume stand up es en su mayoría millennial y centennial; sin embargo, George montó un programa, con un humor muy de televisión abierta latina, que penetró en distintas generaciones. Era común estar en la sala de espera de un consultorio médico y que una señora de cabello blanco estuviese reproduciendo a todo volumen un clip del comediante. Esto fue una muestra para los venezolanos de que sí se podían conquistar tierras foráneas, y al mismo tiempo puso a salivar a los productores del continente.

A mediados de año, una venezolana que trabajaba en las oficinas de Facebook de México invitó a Nanutria y a Leo Rojas a la sede. Allí les comentó que en el seno de la empresa se estaba empezando a pensar en cómo explotar formatos largos, teniendo presente que en el mercado estadounidense estaban teniendo éxito. A Nanutria eso le hizo tanto clic que más adelante compró los implementos para, al llegar de sus presentaciones en España, empezar a grabar un pódcast con su amigo Chucho Roldán, quien migraría a México a finales de año. Pero, claro, no pudo volver a entrar al país.

Leo Rojas, por su parte, se unió a Chris Andrade y a Nacho Redondo —que también habían migrado a México— para iniciar Escuela de nada, uno de los primeros pódcast venezolanos de comedia y quizá, en términos de métricas, el más exitoso gracias a un principio fundamental en la era digital: si se quiere tener éxito, hay que ser uno de los primeros en llegar.

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Jóse Rafael Guzmán, tras vivir en la calle por cinco días, se mudó un tiempo a Ecatepec —según él, el barrio más peligroso de la zona metropolitana— y filmó la experiencia. Esto hizo que el comediante aumentara su audiencia en YouTube y sentó las bases para lo que vendría.

En 2019, en cambio, Estefanía estaba muy lejos de resolver su vida de la misma manera que otros colegas. Sin dinero y ahora debiéndole plata a su amigo Daniel Enrique, sentía que sus sueños eran un reflejo de su ánimo: se secaban. Hasta que un día la llamaron de una agencia. Le preguntaron cuándo podía empezar.

—Mañana. Mañana mismo.

Trabajó como redactora y community manager, después se fue a otra agencia que le ofreció un poquito más de dinero. Su mamá, a distancia, sufría momentos de ansiedad a causa del duelo de perder a su esposo y, de ñapa, tenerla lejos a ella. La contactaron de un nuevo empleo, en el que su labor sería escribir sobre reguetón. No se parecía en nada a lo que anhelaba, pero al fin empezó a pasarla bien.

Comenzó a ir a open mics en diferentes bares. Antecedía cada presentación con momentos de taquicardia y sudoración. Tuvo noches en que las risas del público apenas la dejaban hablar y otras en las que no se oyó ni el canto de los grillos. No sabía por qué le daba tanto malestar pararse frente al micrófono, solo entendió que no necesitaba seguir haciéndolo.

Mientras tanto, Jóse Rafael, tras fumar su porro mañanero, miraba al cielo y suplicaba:

—Dios mío, por favor, dame la paz.

Había terminado viviendo en una residencia de franceses en la Ciudad de México, donde la rumba era la actividad más popular. Estaba despechado y cobrando un sueldo que no le rendía: completaba sus almuerzos con los restos que dejaban sus compañeros en la oficina; en las noches, hurtaba pequeñas porciones de comida —una rebanada de pan, una cucharada de arroz— de las provisiones de sus roomies.

Por fortuna, un coterráneo estaba atravesando el mismo proceso en la ciudad: había terminado con su novia y ahora vivía solo en el apartamento, así que lo invitó a mudarse con él.

En los open mics en los que se presentó no le fue, a su juicio, bien. La mayoría de esos espacios ofrecen cinco minutos por comediante, mientras que el fuerte de Jóse Rafael es contar historias: necesita tiempo para desarrollar el chiste. A eso hay que sumar las diferencias culturales que ya había vivido Nanutria y la de la velocidad del habla. Más adelante, Estefanía León haría un curso sobre doblaje en el que se daría cuenta de que los venezolanos hablan casi al doble de velocidad que los mexicanos.

—Coño, yo no quiero ir más a este terreno, yo más bien voy a traer a los mexicanos a mi terreno. Yo voy a jugar mi fútbol en su territorio, para que vean que es un fútbol del carajo también —decidió Jóse Rafael.

Le pidió a la gente con la que trabajaba que le cuadraran un show de stand up y dividieran las ganancias. Se presentó ante ochenta personas, la mayoría venezolanos, en Departamento Bar. Y le fue bien, aunque el ruido de la disco que funciona en la parte de abajo entorpeció el efecto de los chistes.

Entre 2010 y 2017 en Venezuela surgió una nueva especialidad: productores de comedia. Gente que, ante el boom, organizó presentaciones en todo el país. Para los teatros era muy costoso montar obras en medio de la hiperinflación, por lo que cedieron las tarimas a los comediantes. Después de 2017, el flujo de shows decayó. Tras las protestas de ese año, vino un éxodo muy fuerte y en casi todo el país la mayoría de los telones bajaron, al tiempo que los humoristas que se habían hecho famosos empezaron a migrar.

Para 2018, parte de esa migración todavía estaba asentándose y gente como Jóse Rafael ni siquiera pensaba en cómo volver a hacer presentaciones de quinientas personas. En 2022 el periodista Óscar Medina, entrevistando a un Chris Andrade ya muy famoso gracias a Escuela de Nada, le preguntó: “¿Te has dado cuenta de que la emigración de venezolanos ha beneficiado a tres tipos de personas: a los coyotes, a los músicos y a los humoristas?” A finales de 2018, ya varios productores empezaban a intuir ese destino. Apareció la oportunidad de que Jóse Rafael hiciese un show en Santiago de Chile.

Ya en el teatro, caminó desde el camerino hacia la tarima como un gladiador que se levanta desde el fondo de la arena: las cuatrocientas personas del lugar le aplaudieron. Volvió a firmar autógrafos.

—Ah, este soy yo.

El amigo con el que vivía decidió regresarse a Venezuela y Jóse Rafael le pidió que no vendiera las cosas ni entregara el apartamento: él haría el esfuerzo de comprarle todo y pagar el alquiler.

Vio por televisión un reportaje sobre los migrantes venezolanos que caminaban desde el estado Táchira (Venezuela) hasta Bogotá, Lima, Quito y otras ciudades. El reportero entrevistó a alguno, le deseó suerte y se subió a su carro. Jóse Rafael sintió una nuez en su diafragma: ¿por qué los periodistas iban, grababan y dejaban a las personas a su suerte? Alain Gómez, el vocalista de Famasloop, almorzó en su casa y lo instó a acompañar a la gente y grabarla:

—Tú eres el único que lo puede hacer.

En enero de 2019, voló hasta Cúcuta y de allí, con la productora Silvia Baquero, inició un trayecto a pie hasta Bogotá: 569 kilómetros en los que se unieron a un grupo de migrantes y padecieron juntos el frío, el cansancio, el dolor. Vio a una mujer hacer ese recorrido con un bebé en los brazos, vio a personas con discapacidad, sintió hambre y el absurdo de ser venezolano. Estuvieron apretujados en la maleta de un autobús que les dio la cola, junto a otras cinco personas, durante diez horas, como si fueran bolsos que no pudieran morir por el monóxido de carbono.

Aunque su idea inicial era llegar a Lima, Bogotá le resultó una meta decente. Él se había imaginado a sí mismo como el héroe de una comedia de acción que necesita izar su bandera en territorio lejano; por eso, tras llegar a la meta, le dijo a Silvia Baquero:

—Me vas a disculpar, pero yo creo que tú y yo deberíamos besarnos.

Así terminan ese tipo de películas, ¿no? En efecto, se besaron: tras siete días caminando, ninguno de los dos era la misma persona que empezó el recorrido.

—Lo que digo es desde el respeto y la humildad, pero creo que soy una persona que ha hecho esto desde adentro y caminando porque no es que soy un gringo que vino a cocinar un día y luego se va. O lo que hacen los reporteros que van en un carro y hacen llorar a las personas y después se van a un hotel. Lo que yo hice se hizo por primera vez y lo hice yo —declararía más adelante a El Nacional.

En ese instante, sin embargo, tras besar a Silvia Baquero, su mayor orgullo era haber demostrado que sí se puede hacer comedia de cualquier cosa. Incluso, de la tragedia venezolana.

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Después de que la abogada le sugiriera a Nanutria cruzar el río Bravo desde Estados Unidos hacia México, una de las neuronas que aún no estaba paralizada por la depresión le soltó: “Imagínense yo cruzando el río y los otros venezolanos diciéndome: ‘No, estúpido, es para el otro lado’”. Supo que algún día ese sería el remate de un chiste.

Fue obvio que la abogada, más que ayudarlo, le estaba quitando plata, así que poco a poco se olvidó de ella. Habló por teléfono con su novia. Ella no se estaba adaptando bien a México, no conseguía muchas opciones como psicóloga. Él dijo que si se iban a otro país, tendría que ser a alguno en el que al menos uno de los dos pudiera tener papeles lo más pronto posible. Su novia es de ascendencia argentina, así que el destino fue evidente.

Nanutria evitaba preguntarle a ella y a su hermana cómo estaban: no necesitaba más malas noticias. Debía producir dinero para encarar la nueva migración. Preguntó en teatros y bares de Bogotá. Nadie quiso cederle una fecha, no les importaba quién era, cuántos seguidores tenía, ni su currículo como comediante: no lo conocían y no necesitaban saber más nada. Hasta que un miércoles, por medio de un amigo productor, el dueño de un bar le permitió presentarse el siguiente lunes. O sea, el peor día para un espectáculo. O sea, tendría menos de una semana de promoción.

Dicen en Venezuela que la necesidad tiene cara de perro. Por primera vez desde que había salido de su país, colgó un flyer en sus redes. Ese mismo día se agotaron las entradas.

—Yo sentí que me volvió el alma al cuerpo —contó a sus afectos.

El bar decidió abrir otra fecha, el martes. También se agotó. Abrió una más, para el miércoles. Ídem.

—Qué bolas que lo que yo traté de hacer en México en diez meses lo logré en Bogotá haciendo una publicación en Instagram.

La venezolanidad de la que tanto había huido acudió a su ayuda no solo para demostrarle que, pese al olvido, seguían valorando su trabajo, sino para recordarle que, le gustase o no, antes que standupero o comediante, era venezolano.

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A finales de 2019 Chucho Roldán estaba trabajando a distancia en Plop. En dicha empresa querían hacer un formato largo. A varios pódcast de otros comediantes venezolanos parecía estarles yendo bien. Se decidieron a hacer algo parecido, con un toque propio, y una incuestionable ventaja: empezarían, desde el día uno, con todos los beneficios que ofrece una productora consolidada. Chucho y Plop incluyeron a Daniel Enrique en el proyecto. Era obvio quién era la persona indicada para completar el tándem.

El 20 de julio de 2020, en plena pandemia, Chucho Roldán y Daniel Enrique se trasladaron al apartamento de Estefanía, quien al fin había logrado mudarse sola. Filmaron el primer episodio de El Cuartico. Pronto empezarían a marcar diferencia, no solo por el pódcast en sí, sino también por los sketches con los que hacen la intro a cada episodio.

En el apartamento, Estefanía solo iba de la cama a la mesa de trabajo, ida y vuelta, con breves pasos por la cocina y el baño. El mundo estaba en diferentes tipos de cuarentena, las redes sociales se llenaban de mensajes de ansiedad, estrés y soledad. Pero en la vida de Estefanía, que ahora combinaba El Cuartico con la agencia en la que escribía de reguetón, al fin empezaba a haber sonrisas.

En julio de 2021, su familia en Caracas le contó que todos estaban contagiados de covid. No había ni quien pudiera manejar el carro para salir desde Petare a comprar los medicamentos.

Agarró un vuelo para Venezuela. Durante dos semanas, prestó apoyo en todos los temas operativos de la casa materna. Guantes y tapabocas eran su indumentaria cotidiana. No publicó en redes que estaba en su país, no visitó a nadie. Una vez hubo regresado a México, no pasó mucho tiempo antes de que su hermano, el único que todavía vivía en el hogar materno, le anunciara que ya no soportaba lo cara que estaba la ciudad y el resto de penurias: migraría junto con su esposa.

—Bueno, mamá, ¿qué quieres hacer? Mi hermano se va —preguntó Estefanía días después por teléfono.

Le dio la opción de quedarse sola en su casa en Caracas o mudarse con ella a México. En agosto de 2021 ambas se reencontraron en la Ciudad de México.

La recepción positiva de El Cuartico se palpaba en redes. Algunos de sus sketches se volvían virales entre los venezolanos, los comentarios en cada video de YouTube eran muchos, al tiempo que subían las reproducciones. Chucho Roldán y Daniel Enrique renunciaron a sus otros trabajos. Estefanía no: tenía a su mamá recién llegada y necesitaba todo el dinero que pudiera conseguir mientras se estabilizaban en esa nueva vida.

Poco más de un año desde el primer episodio, El Cuartico ya tenía las condiciones para hacer algo que a muchos pódcast les lleva más tiempo: una presentación en vivo. Fue en el club de comedia 139, de la Ciudad de México. Estefanía no sintió el malestar que la acosaba antes de hacer stand up, más bien tenía los ojos muy abiertos.

—Hija —se le acercó su mamá, con los brazos en jarra—, ¿esta gente vino a verlos a ustedes?
—Sí, mamá —parpadeó varias veces—, ¿qué loco, no?

Era 2 de octubre de 2021: se estaban cumpliendo tres años de la muerte de su papá. De aquella muchacha que migró, adolorida y sin trabajo, a esta que ahora hacía un chiste en redes y se volvía trending topic había una distancia casi tan grande como la que separaba al país en el que nació de aquel en donde ahora vivía. “Qué bueno que al final esta fecha la vas a recordar no solo por algo triste”, se dijo frente al espejo.

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—Hijo, yo no me voy a meter en tu trabajo. Solo te diré una cosa, porque veo que tú eres muy arriesgado y te gusta el peligro: prométeme que te vas a morir después que yo.

Eso le había dicho a Jóse Rafael su papá —un hombre viudo, que pasó todo su matrimonio sabiendo que en cualquier momento su esposa podía fallecer de la enfermedad del corazón con la que nació— después de que el comediante viviera en la calle por cinco días. Ahora tenía el pecho más inflado que paloma orgullosa al ver Caminantes.

Muchos migrantes que se habían marchado a pie o en autobús le escribieron a Jóse Rafael para decirle que no solo se habían reído, sino que también habían llorado. Le daban las gracias. Él decidió que el siguiente paso sería hacer un road trip por Estados Unidos. Por supuesto, partió solo con Silvia Baquero.

El plan era el mismo: grabar todo en clave de humor. Viajaron en junio de 2019, alquilaron un carro y empezaron a manejar. Él se sentía en una suerte de luna de miel de plástico, pues ni se había casado ni tenía planes de hacerlo: su última separación le había dolido mucho. Aunque él y Silvia compartían como pareja de trabajo y sentimental, insistía en que no quería tener novia.

En California visitaron una granja de cannabis legal. Jóse Rafael fumaba desde los veintiún años. Una vez fumó antes de entrar a la radio y el programa salió hilarante. Hizo la prueba con el stand up y juzgó que tuvo resultados parecidos. Desde entonces, fumaba desde la mañana hasta la noche.

La granja era casi un sueño. Le regalaron diferentes tipos de marihuana, que guardó en el carro. Él y Silvia continuaron el viaje. En agosto tomaron un atajo por Sierra Blanca. Un punto de policías federales les ordenó detenerse. El oficial les explicó que el perro antidrogas había dado señales de alarma, que debían revisar el carro. El federal encontró la marihuana.

—Sí, es mía —dijo Jóse Rafael—, me la dieron en California. Es legal.
—No —respondió el funcionario—, en California el cannabis es legal. Aquí en Texas, no solo es ilegal sino que es pecado.

Jóse Rafael pidió perdón. Se mostró dispuesto a aceptar la correspondiente multa.

—¿Multa? No, usted está arrestado.

Jóse Rafael y Silvia intercambiaron miradas. Ella insistió en que entonces debían llevársela también. Hubo un tira y encoge hasta que el oficial les recomendó que uno asumiera todos los cargos y el otro se quedara afuera, si no ¿quién los iba a sacar de prisión? Jóse Rafael fue ingresado en Hudspeth County Jail. Lo obligaron a desnudarse, le hicieron una revisión exhaustiva y le entregaron el uniforme.

—No estés triste —le dijo un policía con un español forzado—. Deberías estar orgulloso. Porque aquí es donde los hombres formamos a los hombres.

Cuando se puso el uniforme blanco y negro, no solo no se reconoció, sino que recordó que llevaba años pidiendo estar en un lugar en el que solo se hablara inglés, a ver si así terminaba de aprender el idioma. “Coño, de verdad que en las últimas cuarenta y ocho horas he tomado pésimas decisiones”, pensó.

Le tocó compartir celda con otros siete presos. Uno de los primeros días, se metió a bañar y al rato sintió que alguien lo abrazaba a través de la cortina de plástico. Forcejeó. El agresor era más fuerte y trataba de penetrarle el ano con el dedo. Tras introducirle una parte, Jóse Rafael, mientras gritaba, logró pegarse contra la pared. El ruido hizo que los otros reclusos se acercaran.

—Fui yo —dijo el agresor—, solo le estaba haciendo una broma. No se preocupen que él es un fucking greenstick —era la forma en la que llamaban a los nuevos.

Con su mente echa una estación de metro en hora pico, Jóse Rafael se acostó a tratar de dormir. Sintió algo blando en sus dedos. Abrió los ojos y vio a su agresor: el hombre le había puesto su pene sobre la mano.

El grito con acento venezolano llamó la atención de los demás. Otro de los reclusos le dio un par de puñetazos al tipo que tenía los genitales afuera. Todo se calmó. Esa noche Jóse Rafael durmió con un lápiz en la mano, como quien se aferra a un puñal.

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En noviembre de 2018 el comediante Nanutria aterrizó en Buenos Aires y al poco tiempo llegó su novia. A ella, que tenía nacionalidad argentina, le fue fácil encontrar trabajo. Él no quiso repetir los errores de México. Cuadró un show en un teatro para trescientas personas. Lo llenó. A la salida, lo esperaban para pedirle fotos.

—Ah, sí es verdad que yo en Venezuela era famoso.

Buscó un bar para hacer una función el próximo fin de semana. Encontró un espacio de sesenta personas. Anunció el espectáculo. Se agotó. Repitió la fórmula la semana siguiente y la siguiente y la otra de arriba. La demanda nunca cesaba. Estaba ingresando suficiente dinero para vivir.

La mayor parte de los venezolanos residenciados en Argentina tienen entre dieciocho y cuarenta años y más de la mitad cuenta con estudios superiores, lo que los ubica no solo como un gentilicio privilegiado dentro del país frente a los extranjeros de otras nacionalidades, sino también frente a sus coterráneos residenciados en otras latitudes, como Chile y Ecuador. Estamos hablando de alrededor de 180 mil migrantes, la mayoría de los cuales viven en Buenos Aires, con la capacidad de acceder a formas de entretenimiento de la clase media. Ese era el público de Nanutria, quien esta vez no trató de mimetizarse con el entorno sino que decidió hablar con un slang venezolano fácil de entender y que traducía a los coloquialismos argentinos cuando era necesario.

¿Quién era ese tipo que podía darse el lujo de llenar una función semanal, ese recién llegado que estaba logrando cifras de taquilla solo a la altura de figuras reconocidas? Dueños de teatros, bares, standuperos, público y productores argentinos se hacían preguntas por el estilo.

Nanutria empezó a moverse en el círculo de los comediantes más selectos. Tejió amistad con Lucas Lauriente, quien, junto a Luciano Mellera, había llenado el Teatro Luna Park años antes. Lucas lo invitó a abrirle un show en Rosario frente a seiscientas personas.

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Jóse Rafael siempre creyó que tenía un don. Un día, estudiando en la universidad, se lo comentó a una amiga. Señaló a los diferentes grupos de alumnos que hablaban entre ellos a la espera de entrar a clases y dijo que podía hacerlos reír a todos. Se acercó al primer corro, y lo logró. Se acercó al segundo, y lo mismo. Al final, arrancó carcajadas como en seis grupos diferentes.

Ahora, doce años después, estaba frente a un preso que le preguntaba a cuánta gente había matado.

—Ninguna.
—No entiendo por qué pones esa cara cuando digo matar. En mi familia todos hemos matado.

El preso le contó la historia de su madre y su padrastro. Este último, que era narcotraficante, un día quiso violarla. Puso su pistola en la mesita de noche, tumbó a la mujer y le apretó el cuello. Cuando estaba bajándose la cremallera, según el relato, ella aprovechó para agarrar el arma y le incrustó una bala en la cabeza.

—Mira, lo que a mí me parece del cuento de tu madre —respondió Jóse Rafael—, es que si tú vas a violar a alguien no puedes dejar la pistola en la mesa de noche.

El preso se rio. Era el mismo tipo que más tarde le daría un puñetazo al recluso que puso su pene sobre la mano de Jóse Rafael. Para este último la lección era obvia. En una celda en la que había asesinos, sicarios y ladrones que hacían cincuenta flexiones al día, estaba lejos de ser el más fuerte, pero podía hacerlos reír.

Oswaldo Graziani, socio fundador de Plop, vivía en Miami y trabajaba en el área de marketing de una empresa de cannabis legal. Le consiguió un abogado. En el peor de los casos, resolver su situación podía llevar año y medio, explicó el jurista. En el mejor, seis meses. Otra opción era pagar la fianza de trescientos dólares y ser deportado. Pero en Venezuela, debido a sus chistes incómodos, Jóse Rafael tenía una orden de captura. Sabía que muchos actores del chavismo hablaban públicamente de él de forma amenazante. Lo mejor que podía hacer era esperar, aunque seis meses se le antojaban una eternidad: al principio había creído que, al no ser delincuente, estaría máximo un par de días encerrado.

Pasaba las noches llorando, forzaba su inglés y aprendía rápido. El preso que abusó de él fue trasladado al poco tiempo. No obstante, nunca faltaba quien le buscara pelea. Por ejemplo, un hombre musculoso que se sacudía la caspa sobre su cama y lo miraba fijo:

—¿Tienes algún problema?
No. I love it —respondía Jóse Rafael fingiendo ojos de placer.

El provocador, que en otra ocasión le dio una cachetada porque sí, no supo cómo reaccionar.

El abogado le explicó que se necesitaba armar una carpeta que probara quién era Jóse Rafael (en la que se incluiría hasta el signo de verificación de su cuenta de Instagram). Silvia regresó a México con esa misión y recibió el apoyo de Led Varela. A medida que el abogado conocía más del caso, el pronóstico mejoró: en máximo seis meses debería poder resolverse todo. El comediante, al que en la cárcel le decían “Venezuela” y “Coño” (la interjección de sorpresa que más repetía, pues vivía asustado), durante parte de su vida se creyó intocable, un destinado a la gloria que no moriría antes de cumplir su misión, el José Antonio Páez de la comedia venezolana. Ahora tenía miedo a la muerte y al abuso sexual.

En una de las tantas llamadas que compartió con Silvia, le preguntó si quería ser su novia. Ella aceptó. Le dijo entonces que podía mover sus cosas al apartamento de él y buscar a su perro, que en la Ciudad de México lo estaba cuidando la también comediante Nadia María. Con ese caramelo en el paladar, pidió a los guardias una libreta. Los presos tenían solo una hora de luz del sol a la semana, cuando les permitían salir a un patio. El resto del tiempo estaba en la celda, con un televisor que controlaban los más fuertes. Así que él se puso a escribir.

Tenía mes y medio encerrado, cuando Silvia Baquero, por teléfono, anunció:

—National Geographic quiere comprar Caminantes.

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Desde que se bajaron del avión, en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, había personas viéndolos. Era abril de 2022. Chucho Roldán, Daniel Enrique y Estefanía León estaban de vuelta en Venezuela para hacer un show en vivo de El Cuartico. Varias personas los pararon pidiéndoles fotos. Estefanía se sentía en un reality. Cuando migró, poco más de tres años antes, había gente que sabía quién era, sobre todo por De a toque, pero nada se comparaba a esa sensación de entrar a un restaurante y darse cuenta de que las personas hablaban de ella.

Faltaban tres días para la función. Sentía los hombros pesados, revisaba los detalles una y otra vez. Le ofreció a su tía entradas de cortesía:

—Noooooooooooooooo, yo no quiero esas entradas. Yo las voy a comprar porque quiero estar en primera fila.

La exesposa de su papá la llamó para gritarle:

—¡¡¡Estefaníaaaaaa, tú eres famosaaaaaaa!!!

Hubo quienes le escribían para contarle que estaban atravesado una depresión o un duelo y que escucharlos a ellos era lo único que los sacaba, por un instante, del malestar. A Estefanía le costaba dimensionar esos comentarios, a veces es difícil sentir la consistencia de las palabras, su peso. Entender lo que significa ser la corriente de aire que refresca el ahogo de una persona deprimida.

Las redes de Estefanía habían crecido. Para ella, sin embargo, las interacciones digitales son, usando una metáfora de la película Paterson, como darse una ducha con un impermeable. Cuando salieron a escena, en el Anfiteatro del Hatillo —que tiene capacidad para setecientas personas—, se quedó boquiabierta. Y cuando empezaron los chistes, sus músculos se relajaron: fue el show con más modismos venezolanos que hicieron. Dicen que una de las dificultades de migrar es que nunca regresas a tu país: el lugar en el que creciste cambió cuando vuelves a verlo, las personas lo mismo y tú también. Con Estefanía sucedió eso, para bien. Cuando, deprimida y en duelo, dejó Venezuela, parecía imposible que recibiera en Caracas una ovación como la que ahora, al final del show, estaban recibiendo. Con los ojos volviéndose dos laguitos, pensó: “Yo nunca voy a olvidar este aplauso”.

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Terminó llevándose bien con los otros presos. Casi todos estaban ahí por temas de drogas. Un caso curioso era el de un jordano cuya esposa tenía cáncer terminal y el médico le había recetado marihuana medicinal, que él compró en una tienda: los policías lo pararon con eso en Texas y lo metieron preso. El hombre, musulmán, rezaba cada día. Era el más tranquilo, decía que era algo transitorio y que si estaba allí era por alguna razón superior. Jóse Rafael empezó a rezar con él. El jordano oraba en su idioma, mientras Jóse Rafael a su lado pronunciaba el “Padre nuestro”.

Hubo quien le preguntó qué se sentía estar parado frente a ochocientas personas.

—Es increíble.
—Naaah, tú me estás mintiendo.

Los demás reclusos —que se reían con sus chistes— le explicaban los códigos al comediante. Por ejemplo, al terminar de comer había que dar dos golpes con los nudillos en la mesa, era una forma de anunciar que te ibas a levantar. En una de sus crisis, Jóse Rafael dijo que no iba a seguir haciendo eso, que no tenía sentido: todos sabían que él no le iba a buscar pleito a nadie.

—Sí —lo aleccionó otro recluso—, pero es que tú no estás en un hospital ni en un colegio, estás en una cárcel y aquí están las peores personas del mundo, incluyéndome. Así que mejor cumple las normas.

Un día, después del desayuno, un oficial le entregó una carta en la que decía, palabras más palabras menos, que una persona de la calidad de Jóse Rafael Guzmán era más útil en libertad que en una prisión, por lo que sus cargos serían removidos. Habían pasado dos meses y medio desde que lo habían encerrado.

Silvia Baquero, negociando en su nombre y usando su firma digital, había concretado la venta del documental a NatGeo. Quizá podrían ver la emisión juntos. Salió de la cárcel con una deuda de 150 mil dólares en abogados y una libreta en la que había escrito el 70 % de su próximo especial de stand up.

Lo recibió en El Paso la hermana del productor mexicano Pepe Garza, de quien es amigo. Se sentía en una dimensión paralela y su mirada sugería lo mismo. El esposo de la mujer le dijo:

—Wey, te voy a mostrar algo, que acabas de salir de la cárcel, que no le muestro a nadie.

Se trataba de un Mustang del 69, restaurado.

—¿Quieres correr como el fuego? —agregó.

Jóse Rafael, en el asiento del copiloto, sintió que dejaba volar parte de su estrés mientras el vehículo avanzaba.

Más tarde, Charly Nelson, un amigo venezolano, lo fue a buscar.

—Estoy mentalmente incompetente, soy como un niño: sácame de esta mierda —pidió Jóse Rafael.
—Okey, pero ¿cómo compramos los pasajes?, ¿tienes plata?
—Lo perdí todo en abogados. Sácame, sácame; llévame para Miami, que aquí siento que me van a meter preso en cualquier momento.
—¿Quieres que alquilemos un carro y terminamos el viaje, lo que te faltó?, ¿o sea, que lleguemos a Miami en carro?
—¿¡Tú-eres-marico!? Sácame de aquí en avión para llegar a Miami lo antes posible, estoy demasiado cagado.

En Miami lo recibió Oswaldo Graziani. Jóse Rafael estaba arisco, con la mirada perdida, nervioso. En los siguientes días hizo lo único que sabía hacer para sanar o evadir: se puso a trabajar. Terminó la rutina, que llamó “Sin robar a nadie”. Anunció una función en el Miami Improv, el famoso teatro en el que, por ejemplo, Jerry Seinfeld prueba chistes. Agotó seis funciones, dejó sin espacio a Seinfeld por un mes. Pero aunque sus cargos penales habían sido removidos, su visa también: debía salir de Estados Unidos.

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Cuando Nanutria migró a México a finales de 2017, se dijo que si le iba mal, iba a ser el único mesonero con cuenta de Twitter verificada. Casi dos años después, volvió a Venezuela para presentarse en Caracas y agotó tres funciones en cosa de horas. Había reconectado con su público natural al tiempo que empezaba a hacerse conocido entre los argentinos. En 2020 participó en la “Batalla de comediantes”, una competición estilo enfrentamientos de freestyle en la que los standuperos se agreden verbalmente. Fue el único extranjero que participó en esa edición y resultó ganador.

Teniendo tanto tiempo libre en la semana, creó un pódcast que lo ayudó a seguir conectando con el público, que luego pagaba una entrada por verlo en vivo. También cocreó otro programa: Tercermundistas, junto a Lucas Lauriente. Y más adelante, en la pandemia, participaría en Aislados, un pódcast que conducía con Lucas, Luciano Mellera y Nicolás De Tracy.

Poco a poco sus chistes, al principio muy enfocados en sus vivencias como venezolano y en la migración, fueron abriéndose a abordar diferentes situaciones de la vida cotidiana en Argentina. Llegó a un punto en el que su humor funciona en casi cualquier lugar hispano. Al mismo tiempo, sin las urgencias económicas y en medio de una ciudad diseñada para el esparcimiento, él y su novia empezaron a disfrutarse sin estrés.

Durante el Mundial de Qatar vivió cada partido de la Albiceleste en la ciudad que ya sentía como su hogar. Él, que viene de un país que nunca ha clasificado a un Mundial, se veía representado en la selección que comandaba Lionel Messi. Celebró la obtención de la tercera estrella. Salió a festejar al obelisco, en el que millones de personas coreaban el nombre de sus ídolos. Un par de adolescentes argentinos lo vieron y también entonaron su propio cántico. Solo que no corearon el nombre Messi, ni al Dibu Martínez, a Otamendi, Di María o Lionel Scaloni. Ellos, alzando las manos y dando brincos, cantaron:

—¡Nanuuuutria, Nanuuuutria, Nanuuuutria!

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Jóse Rafael empezó a presentar “Sin robar a nadie” a principios de 2020. Desde la primera función, en México, el feedback que recibió fue positivo. La gente, risas de por medio, quedaba impresionada con la crudeza del cuento.

—Me molesta la joda cuando uno dice que estuvo en la cárcel y te preguntan si te violaron. “Ah, se te cayó el jabón; ah, ¿te cogieron?” Marico, cuando a alguien de verdad le pasa una vaina así, duele. Entonces, yo no sé cómo explicarle a la gente que dejen de hacer esa maldita pregunta y que vayan al stand up y ya […]. Y hay gente que dice: “Ay, tú sí puedes hacer chistes de todo el mundo”. ¡No, marico, yo no hago chistes de todo el mundo! Yo no voy adonde una persona que se la cogieron en la cárcel a decirle: “¡Te cogieron en la cárcel!” ¡Jamás lo he hecho y jamás lo voy a hacer! Yo toco el tema de personas con síndrome de Down. ¡Yo jamás he hecho sentir mal a una persona con síndrome de Down! Si ustedes no entienden la diferencia entre chiste y burla, yo no los puedo educar —diría Jóse Rafael, en 2022, en El súper increíble pódcast de Nanutria.

Recién llegado a la Ciudad de México, con mirada de trauma, le decía a Silvia Baquero:

—Yo sé que tengo cara de loco, pero por favor no me tengas miedo.

Ella le respondía que no le temía. Él se ponía a llorar.

Iba a terapia tres veces por semana. Pidió a la psicóloga que lo mandara a un psiquiatra para que le recetaran algo que encogiese su ira. Le gritó a su perro, que parecía ignorarlo.

—Necesitas pasar tiempo con él —sugirió Silvia—, estuviste fuera mucho tiempo y él aún era cachorro. Tienen que retomar el vínculo.

Desde que había llegado, no era capaz de tocar a su pareja. Se sentía sucio. Le llevaría mucha terapia y tiempo recuperar la disposición para intimar físicamente.

A una de las presentaciones del comediante en la Ciudad de México asistió, por casualidad, la gerente de Spotify México. La mujer, al finalizar, se dirigió al camerino y le dijo que quería hacer un pódcast sobre esa historia. Jóse Rafael estaba en una etapa en la que desconfiaba, en la que a una parte suya le daba rabia que le fuera tan bien a su espectáculo: le molestaba que la gente se riera de los chistes —que él mismo había escrito— sobre lo peor que le había pasado. Con esas contradicciones convivía, cuando al día siguiente se reunió con la gerente de Spotify.

Mucha gente en redes sociales lo había tildado de drogadicto, lo había despreciado y hasta se burlaba de él. Había perdido seguidores y público. Como nunca antes brilló la reputación que había cosechado desde Venezuela: debido a su poco miedo al ridículo y a que en diferentes formatos de humor es tan impredecible como un demonio de Tasmania, decían que era un loquito; la mayoría, sin saber que de su admiración por los Navy Seals había cosechado una disciplina casi militar para el trabajo.

El pódcast se estrenó. Según él, llegó al puesto dos en Panamá, al tres en Argentina, al cuatro en Colombia, al cinco en México y al catorce en Estados Unidos. Sí, al catorce en Estados Unidos: el número uno allí es el de Joe Rogan, quizá el más escuchado del planeta.

Un taladro de recuerdos le abrió el pecho hasta llegar al pozo de sus lágrimas mientras escribió el pódcast y escuchó el material grabado. Con el producto final también estaba echando cemento sobre las heridas.

—Para mí es muy importante la aprobación de la industria, tener ese sello. Hay gente que no le para bolas, que con llenar sus shows están tranquilos y listo. Pero yo tengo fama de loco. ¿Y sabes qué? Los locos no están en NatGeo. ¿Quién coño está en NatGeo? ¡Nadie está en NatGeo, weón! Los locos no están en Spotify, ni se presentan en el Royal Albert Hall, ni agotan funciones en el Miami Improv.

El mito griego es el siguiente: Deméter estaba triste debido a que Hades había raptado a su hija, Kore (Perséfone). Solo alguien pudo sacarla de sus lamentos: Yambe, la diosa del humor y la poesía, que le hizo chistes subidos de tono y Deméter volvió a reír.

Es lógico que uno de los países occidentales al que peor le ha ido en lo que va del siglo XXI al mismo tiempo haya parido un montón de comediantes que ahora están regados por el continente. Algunos han empezado a hacerse conocidos tras vivir en otros países (Ángelo Colina, en Estados Unidos; Poly Díaz, en México; César Aramís, en Argentina), por lo cual, como pasa con los escritores —Junot Díaz o Roberto Bolaño, por ejemplo— se ha gestado esa nueva forma de ser físicamente de un lado y artísticamente del otro: ser una mezcla de proporciones imposibles de distinguir.

Estefanía León se preguntó durante toda la primera gira de El Cuartico qué pasaba si no vendían las entradas. Por fortuna nunca lo averiguó: siempre hubo sold out. En España, previo a una función, renunció al trabajo en el que escribía sobre reguetón. Ahora, con su vida más ordenada, sigue formándose para algún día protagonizar una sitcom.

Nanutria todavía no puede entrar a México. Nadie le ha ofrecido una solución legal a su problema y no quiere recurrir a los caminos verdes. Cuando le pidió a la abogada los papeles alusivos a los trámites legales que se hicieron, esta se puso a la defensiva y nunca se los envió: teme que ella haya hecho cosas sin su consentimiento. Para más inri, según ha averiguado, parte del problema es que las autoridades mexicanas no acostumbran dar detalles precisos sobre los motivos por los que se revoca una visa, por lo que se hace muy engorroso todo el proceso legal: no sabe exactamente cuál es su situación. En Buenos Aires, mientras tanto, pasó de hacer un show semanal para sesenta personas a hacer uno para doscientas ochenta. Llena salas en toda Argentina como si fuera un comediante local. Quizá lo sea. ¿Su objetivo? Que este sistema le dure al menos veinte años más.

Jóse Rafael Guzmán estuvo, en 2023, en Guinea-Bissau, donde volvió a ejercer la odontología junto a un grupo de voluntarios y, por supuesto, grabó la experiencia en clave de humor. Aunque recién salido de la cárcel siguió fumando marihuana, ya la dejó. Siente que pasar el día drogado atentaba contra su productividad.

—Papá, escuchame —imita el acento argentino—, por un lado me siento el José Antonio Páez de la comedia y, por otro lado, me siento el diez de la comedia.
—¿De la comedia mundial, de la latinoamericana o de la venezolana?
—Coño. De la mundial —se pone serio— es jodido. De la comedia hispana sí. Y los que no lo piensen hoy lo pensarán mañana —pausa, alza un dedo, vuelve el acento argentino—. La comedia, papá, la comedia no se mancha.

Esta crónica fue construida con base en los testimonios de Jóse Rafael Guzmán, Víctor Medina (Nanutria) y Estefanía León, así como a partir de las declaraciones que ellos, sus amigos y su entorno en general han dado a otros medios.

El relato de lo que le sucedió al comediante Víctor Medina en el aeropuerto de la Ciudad de México corresponde exclusivamente a su testimonio. El nombre de la empresa y de la persona que “patrocinó” su estadía provienen de su declaración, en entrevista con el autor de este texto.

El relato de lo que le sucedió a Jóse Rafael Guzmán dentro de la cárcel corresponde exclusivamente a su testimonio.

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La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de
Ilustración de Fernanda Jiménez.
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Tiempo de Lectura: 00 min

Ya es muy poco —en realidad, nada— lo que Venezuela puede ofrecer a los jóvenes. Tres comediantes talentosos vieron cómo sus carreras se truncaban mientras el país se desplomaba por la hiperinflación, la escasez de todos los productos, la miseria, los asesinatos, los robos, los presos políticos. Seguirían siendo comediantes, pero primero tendrían que migrar del país y empezar desde cero en otras naciones latinoamericanas. Estas son las historias de Nanutria, Jóse Rafael y Estefanía León.

—Me metieron al cuartico.

Eso fue lo último que le escribió a su novia Víctor Medina, el comediante mejor conocido en Venezuela y fuera de ella como Nanutria, desde el aeropuerto de la Ciudad de México. Ella se encargó de avisarle a su cuñada. Cuando juzgaron que ya había pasado demasiado tiempo, las chicas buscaron asesoría de una abogada venezolana, residenciada en México, especialista en temas de migración. Cada una, desde el lugar en el que se encontraba en ese día cualquiera de rutina laboral, agarró un taxi rumbo al aeropuerto.

Sonó el teléfono de la novia de Nanutria. Era él. Habían pasado más o menos cinco horas desde que envió aquel mensaje.

En ese tiempo, la funcionaria mexicana que lo retuvo, tras un vuelo con retraso que había despegado trece horas atrás de Madrid y había hecho escala en Bogotá, le quitó su teléfono, su DNI y todos sus documentos que probaban que tenía residencia legal en el país. Lo llevaron a una sala llena de prejuicios fenotípicos, que se vació y se llenó tres veces antes de que Nanutria, harto de esperar, exigiera explicaciones.

—Víctor Medina, tiene prohibida la entrada a México.
—No puede ser, si yo vivo aquí.
—Ya no.

Había escuchado casos de venezolanos residenciados en México que cuando salían luego no los dejaban entrar y solía bromear con su novia sobre la posibilidad de que le tocara cruzar la frontera terrestre a pie. Los chistes, ya se sabe, son formas de aliviar los miedos. Por eso, antes de viajar a España llamó a la responsable de la empresa que había gestionado su residencia temporal, para asegurarse de que no fuese a haber ningún problema. La mujer, al otro lado de la línea, se ofendió y le espetó que tales dudas le parecían una falta de respeto.

Condujeron a Nanutria a un cuarto. Sin comida —ni televisor, teléfono o libro—, obligado a pedirle agua a un oficial cuando tenía sed, se resignó a hablar con su único compañero en el lugar: un ecuatoriano al que, según, no lo habían dejado entrar porque no creían que hubiera ido de vacaciones a Cancún sin maleta. Entonces lo llamaron a una suerte de oficina.

Todavía sin darle detalles de cuál era el problema e insistiéndole en que cualquier trámite tenía que resolverlo fuera de México, le dijeron que podía hacer una llamada. Él pidió hacer dos. El funcionario pareció ablandarse ante su confusión.

Lo que le habían explicado, le dijo Nanutria a su novia por teléfono, era que tenía dos opciones. Una, permanecer preso en el aeropuerto hasta que todo se solucionara (lo que podría llevar semanas, meses). Dos, que lo devolvieran a su nación o bien al sitio del que venía.

Si escogía que lo enviaran a Venezuela, sería el régimen de dicho país el encargado de gestionar el vuelo. Los funcionarios venezolanos son tan famosos por su eficacia que Nanutria juzgó que si escogía esa opción se iba a convertir en el mejor comediante de la cárcel del aeropuerto. El otro camino implicaba que la aerolínea lo devolviera a Madrid, pero como él había hecho escala en Bogotá también podían enviarlo allá. En la capital de Colombia residía un tío, estaría más cerca de México y la vida no se cotizaba en euros.

Es obvio cuál fue su segunda llamada.

Una vez su novia y su hermana llegaron al aeropuerto, dieron vueltas, hablaron y preguntaron. Un funcionario les dio noticias, les explicó lo mismo que le habían dicho a él y ellas insistieron en que, por favor, lo enviaran a Bogotá. También pidieron que le hicieran llegar un papel en el que ambas habían escrito a mano.

Solo cuando le permitieron abordar el vuelo hacia Colombia —en el que estaban devolviendo a otros cuatro venezolanos—, Nanutria pudo ver que había pasado dieciocho horas retenido. Junto a su celular y otras pertenencias (salvo su DNI), le entregaron una hoja. Era una carta en la que su hermana y su novia le recordaban que lo querían.

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Nanutria fue la primera persona que leyó un guion escrito por Estefanía León, cuando ambos trabajaban en Plop; él ya como jefe, ella como la chica que había dado el salto del área de redes sociales a la de escribir humor. Plop es una de las agencias más importantes de Venezuela, produjo Isla Presidencial y hace Chigüire Bipolar. Este último proyecto ganó el prestigioso premio internacional Václav Havel a la disidencia creativa en 2017. Estefanía se había fajado a escribir durante horas. Luego, le mostró lo hecho a Nanutria.

—Todo esto que está aquí no sirve —dijo él, con tono suave, mientras seleccionaba lo escrito y presionaba borrar.

Desde entonces, las carreras de ambos habían tomado vuelo. Él se convirtió en un referente del stand up comedy en Venezuela. Ella trabajó como guionista durante años en Plop y condujo el pódcast De a toque. Él migraría en octubre de 2017. Ella estaba por hacerlo en diciembre de 2018, luego de que muriera su papá —justo por los días en los que a Nanutria lo obligaban en México a subirse a un vuelo hacia Bogotá.

Ya en 2017 estaba harta: se le salían las lágrimas mientras tecleaba en la computadora. Chucho Roldán, uno de sus compañeros de Plop, le insistió con que fuera al psicólogo. En su primera sesión, habló durante horas de la escasez, del dinero que no alcanzaba, de los presos políticos, de los asesinatos en las protestas. Era obvio que estaba deprimida.

Aunque tenía cierta estabilidad como comediante, las fricciones diarias (que si no se conseguían bolívares en efectivo, que si no había cambio para los billetes de dólares en los locales, que si robaron a fulanito con una pistola) no solo la hacían sentir como una esponja que ya ha fregado demasiados platos, sino que también la llevaban a preguntarse qué más le podía ofrecer laboralmente Venezuela. En Plop se caían proyectos atractivos por falta de presupuesto. Mientras que, siendo su sueño actuar, no había producción audiovisual en un país quebrado.

Aún deprimida y ahora en duelo por su padre, abordó un avión junto a su amigo Daniel Enrique —también comediante, también ex de Plop— hacia una ciudad que ya conocía, le gustaba y en la que estaban viviendo otros comediantes de Venezuela: México DF. Chucho Roldán, que había llegado semanas antes, les dio la bienvenida, los llevó a comer tacos y por un momento se sintió como si los tres estuviesen riendo aún en Caracas, en la oficina de siempre, inventando proyectos. Pero no, estaban en otro país, nadie los conocía y tenían que encontrar trabajo.

Ocupó una habitación en un apartamento de chicas. Alguien en duelo es como una planta que se seca, mientras deja a su alrededor una hojarasca gris. Aunque trataba de llevar la convivencia en paz, inspiraba incomodidad a su alrededor. Y en ella misma: nunca imaginó que su psique tendría la consistencia de una hoja seca.

Daniel Enrique y ella tenían currículos similares, pero a él lo llamaban y a ella no. ¿Machismo? A veces pensaba eso. Sobre todo, después de que en una de las pocas entrevistas que tuvo le dijeron entre líneas que el trabajo era más para un hombre. El empleo en cuestión ni siquiera era de comediante, se trataba de escribir guiones publicitarios.

—Mira, qué horrible que haga esto —le dijo por teléfono a Daniel Enrique, tras cinco meses de búsqueda infructuosa en los que ni siquiera le pasaba por la cabeza su sueño de protagonizar una sitcom—, pero me quedé sin dinero: no tengo para pagar la renta. ¿Será que tú me puedes echar una mano y yo apenas pueda te lo devuelvo?

Daniel había conseguido empleo a los tres meses de haber llegado. Y a ella ya se le habían acabado los alrededor de mil quinientos dólares con los que había abordado el avión.

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Sentía que no le paraban bolas. Cada vez que lanzaba una idea, que soltaba una oración que empezaba con “yo en Venezuela hice…”, lo miraban con fastidio y el mensaje era el mismo: ajá, okey, haz el tuit que te toca. No sabía cómo explicarles que él había sido una estrella de la radio, de la televisión y del stand up comedy en su país. Para los jefes en la agencia de publicidad mexicana que lo contrató, él no era Jóse Rafael Guzmán: era solo otro extranjero que necesitaba trabajo.

A principios del siglo XXI, la concepción de la comedia en Venezuela se resumía a un par de programas de televisión —uno de ellos muy relevante: Radio Rochela— y a los monólogos cargados de groserías del Conde del Guácharo. El concepto de stand up comedy era ajeno y el oficio de comediante era un traje sin medidas. Entre 2008 y 2010 pasaron varias cosas que pusieron los cimientos para un posterior boom. Primero, el nacimiento de Chigüire Bipolar, la página de sátira de noticias producida por Plop; dos, las noches de stand up comedy que se hacían en el Molino Rojo de Caracas, de la mano de Carlos Sicilia, y luego se transmitían por Canal i; tres, el open mic que organizaba George Harris en Teatro Bar, allí, en ese escenario casi sin público se presentó por primera vez Jóse Rafael. Ese día, después de haber querido ser militar, médico, de haber probado ser bombero voluntario y estar estudiando Odontología, supo a qué se quería dedicar.

Una tarde se sentó a hablar con su papá. Había presentado a distancia la prueba para hacer una especialización en la Universidad de Sevilla y graduarse de cirujano bucal. Tras aprobar el examen, debía hacer una entrevista presencial en España el mismo día en el que tendría su primera fecha internacional en Estados Unidos, en una gira junto a George Harris y el Profesor Briceño. Anunció que no iba a seguir estudiando: sería comediante.

Su papá, que estaba fregando, lanzó un plato contra la pared. Lo tildó de loco. Una cosa era tener un hobbie, dijo, y otra creer que de eso podría comer. La conversación duró cinco horas.

—Mira, yo no te estoy pidiendo permiso, yo igual lo voy a hacer. Lo que quiero es tu bendición. Yo sé que voy a ser grande, que voy a ser famoso. Estoy convencido de que tengo un don y que puedo aprovecharlo. ¿Sabes qué es más arrecho que ser el carajo famoso que llena estadios?: ser el papá del carajo famoso.

Y tuvo razón. Perteneció a la primera oleada de standuperos que se hicieron reconocidos en Venezuela y luego formó parte de Chataing TV, un late night show que llegó a tener algunos de los picos de audiencia más altos en la televisión del país. Hasta que, por presiones políticas, lo sacaron del aire. Esto tuvo un efecto rebote: hizo más famoso al elenco, que luego dio una gira internacional. Jóse Rafael pasó a Calma Pueblo, un programa de radio que acumuló oyentes y anunciantes. Hasta que se repitió la fórmula: el régimen los mandó a cerrar. En aquel entonces, un directivo de La Mega, la emisora que producía el programa, se le acercó y le sugirió que lo mejor que podía hacer era irse del país: alguien desde más arriba, nunca sabría quién, supuestamente había mandado a decir que Jóse Rafael Guzmán nunca volvería a estar frente a una cámara o un micrófono en Venezuela.

Él siempre había querido vivir en otro país. Escogió México porque le parecía que, en términos de entretenimiento, era el Los Ángeles de Latinoamérica. Presentó una prueba para ser guionista de Chumel Torres, oficio que ya ejercía su amigo y excompañero comediante de Chataing TV, Led Varela. No lo escogieron. Incrédulo, buscó un trabajo cualquiera en una agencia de publicidad. Tenía treinta y seis años y sintió que lo ponían de nuevo en el principio de la escalera: lo contrataron como community manager.

Era mediados de 2018, compartía un apartamento junto a su novia, con quien había vivido en Caracas. Al mes, sintió que su vida se estaba descomponiendo. Terminó la relación. Y ya que todo se estaba yendo por la borda, decidió vivir en la calle.

—Hijo, ¿qué pasa? —lo llamó su papá desde Caracas—. ¿Quieres que te vayamos a buscar? Me llamó [inserte el nombre de la ex de Jóse] y me dijo que le habías terminado y que ahora dormías en la calle.

—Coño, papá, tranquilo: yo sé lo que estoy haciendo, estoy grabando una vaina que nadie ha hecho y que me puedo hasta ganar un Óscar. Desde que mamá murió, tú has tenido dos mil novias y yo nunca te he dicho nada por terminar con una de ellas. Así que déjame tranquilo, por favor.

Jóse Rafael grabó cómo es vivir cinco días en las calles de la Ciudad de México. Se hizo amigo de indigentes, caminó desnudo, mendigó. Ese sería el primer documental de comedia que subiría a su canal de YouTube y el que empezaría a granjearle el respeto de los comediantes locales. Al terminar de filmar, fue al apartamento que hasta hace poco compartía con su ex, recogió sus cosas y —con el despecho en el diafragma— salió.

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En el vuelo hacia Bogotá, cada pensamiento de Nanutria era como un cable que se enredaba con otro dentro de una gaveta sin fondo. Recordó su llegada a México. Hacía menos de un año que había migrado. Las protestas y las represiones en Venezuela eran recurrentes. La industria del entretenimiento funcionaba a medias. Tuvo que cancelar varios shows y cuando anunciaba alguno siempre aparecía alguien en redes que le espetaba: “Ahorita no estamos en tiempos para chistecitos”.

—Yo quiero que los límites de mi carrera como comediante me los ponga yo y no el país —repetía a sus amigos.

Tenía tres trabajos: uno, en Plop; otro, como locutor en un programa lleno de anunciantes; el tercero, su vida de standupero. No pasaba hambre, pero no podía comprarse un sofá. ¿Acaso la fama local le servía para paliar la alergia en la piel que le salió a causa del estrés? Tenía seis meses con su novia y escogieron México porque allá vivía su hermana, además de otros amigos dedicados a la comedia.

Tres mil quinientos dólares fue su presupuesto: los ahorros de una vida llena de sold outs. Primero llegó él a la Ciudad de México, lo recibió Leo Rojas —comediante, con quien había trabajado en Plop— mientras buscaba empleo y apartamento. Lo contrató El Deforma, un diario de sátira parecido a Chigüire Bipolar. Alquiló un apartamento con su hermana —que hasta entonces vivía en una residencia de mujeres jóvenes— y recibió a su novia. Todo en cosa de mes y medio.

¿Conocer la ciudad? ¿Vida sentimental? Eran tiempos para producir dinero. El objetivo de él y su pareja era lograr mantenerse económicamente en México, y luego ver si la relación seguía funcionando. No tenían espacio para disfrutarse, salían a las siete de la mañana y llegaban en la noche. Nanutria sentía que habían pasado de ser una relación de pocos meses en periodo de prueba a transformarse en un matrimonio de cuarenta y cinco años en el que la pasión fue aplanada por la practicidad.

No quería saber ninguna noticia de Venezuela, de donde salió arrecho por la situación política. Ni siquiera montaba flyers en sus redes sobre sus próximas presentaciones: sabía que su comunidad digital era venezolana y quería intentar llegar a personas nuevas.

Es verdad que se reunía con sus amigos comediantes, Leo Rojas, Jóse Rafael Guzmán. Es verdad que, recién llegado, el también venezolano Bobby Comedia le pidió que le abriera un show y lo presentó con los standuperos mexicanos. Y también es verdad que, estando en México, Comedy Central le grabó un especial. Sin embargo, aún no hacía dinero con sus shows, estaba construyendo un nuevo público en un país que tenía pocas referencias de la cultura venezolana. No lo entendían a él ni a su dialecto, por lo que trató de mexicanizarse. Los pocos venezolanos que lo oían lo sentían falso, mientras que para los mexicanos era evidente que el slang local no le fluía de forma natural. Así y todo, producía risas.

Pasaron diez meses. Empezó a trabajar en la agencia Coyote, se abría paso en la escena underground del stand up comedy mexicano y, aunque su novia no lograba adaptarse (le costaba mucho el tema laboral), la pareja seguía en pie. Nanutria se animó, entonces, a cuadrar con un productor español un par de fechas en Barcelona y Madrid.

Al regresar de esa gira, no lo dejaron entrar a México.

Aterrizó en Bogotá, donde lo recibió su tío, y desde ahí llamó a la persona dentro de la empresa que patrocinaba su estadía en México, Silvia Pérez. Ella le dijo que todo debía de ser un error, que iba a hablar con el director de Migración. Fue la última vez que le atendió el teléfono.

El asunto era el siguiente: para migrar a México era necesario que una empresa se responsabilizara legalmente de ti. Debías tener una carta de trabajo, que la empresa estuviera registrada en Migración y asistir a una primera cita en alguna embajada fuera de México. Como pocas compañías apostaban de esa forma por los migrantes, se creó un mercado de empresas que básicamente prestaban ese servicio a quienes quisieran entrar al país. Por recomendación de un amigo, Nanutria dio con Link Trade Group y acordó con Silvia Pérez que si él tenía shows en México (que podía cuadrarle la empresa o él mismo) debía darles un porcentaje. Silvia Pérez le insistió en su momento en que debía portarse bien.

Por medio de la abogada que lo apoyó, Nanutria se enteró de que Link Trade Group tenía un número absurdo de extranjeros registrados en nómina, por lo que cuando la auditaron se levantó una alerta de posible trata de personas.

—¡Si aquí hay una situación de trata de blancas, yo soy la blanca! —repetía él.

La abogada le explicó al comediante que, dado que había salido del país, ya ella no podía hacer nada: su especialidad, por decirlo de algún modo, era resolver la situación de migrantes que terminaban detenidos en el aeropuerto. Entonces Nanutria dio con otra abogada, también venezolana y residenciada en México, a la que contrató para apoyarlo. Esta segunda jurista no le ofreció ninguna solución legal.

Su novia y su hermana vivían ahora en un apartamento lleno de espinas de ansiedad que se les incrustaban en los ojos. A Nanutria la agencia le permitió hacer home office desde Bogotá unas semanas más antes de buscarle un remplazo. Dormía todo el día, estaba más apático que burócrata nocturno, no tenía apetito.

Todo llegó al paroxismo cuando la abogada le pidió que le escaneara y enviara cada hoja de su pasaporte. Revisó los documentos y, por teléfono, le dijo:

—Ah, pero es que usted tiene visa americana. Usted puede entrar a Estados Unidos.
—Sí, sí tengo.
—¡Excelente! Ya le tengo el plan. Usted, lo más rápido que pueda, va a comprar un vuelo Bogotá-Texas y va a cruzar el río Bravo al revés.
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2018 fue un año importante para la comedia venezolana. Los celulares y las redes sociales se llenaron de videos de George Harris en su show en Miami. El público de Venezuela que consume stand up es en su mayoría millennial y centennial; sin embargo, George montó un programa, con un humor muy de televisión abierta latina, que penetró en distintas generaciones. Era común estar en la sala de espera de un consultorio médico y que una señora de cabello blanco estuviese reproduciendo a todo volumen un clip del comediante. Esto fue una muestra para los venezolanos de que sí se podían conquistar tierras foráneas, y al mismo tiempo puso a salivar a los productores del continente.

A mediados de año, una venezolana que trabajaba en las oficinas de Facebook de México invitó a Nanutria y a Leo Rojas a la sede. Allí les comentó que en el seno de la empresa se estaba empezando a pensar en cómo explotar formatos largos, teniendo presente que en el mercado estadounidense estaban teniendo éxito. A Nanutria eso le hizo tanto clic que más adelante compró los implementos para, al llegar de sus presentaciones en España, empezar a grabar un pódcast con su amigo Chucho Roldán, quien migraría a México a finales de año. Pero, claro, no pudo volver a entrar al país.

Leo Rojas, por su parte, se unió a Chris Andrade y a Nacho Redondo —que también habían migrado a México— para iniciar Escuela de nada, uno de los primeros pódcast venezolanos de comedia y quizá, en términos de métricas, el más exitoso gracias a un principio fundamental en la era digital: si se quiere tener éxito, hay que ser uno de los primeros en llegar.

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Jóse Rafael Guzmán, tras vivir en la calle por cinco días, se mudó un tiempo a Ecatepec —según él, el barrio más peligroso de la zona metropolitana— y filmó la experiencia. Esto hizo que el comediante aumentara su audiencia en YouTube y sentó las bases para lo que vendría.

En 2019, en cambio, Estefanía estaba muy lejos de resolver su vida de la misma manera que otros colegas. Sin dinero y ahora debiéndole plata a su amigo Daniel Enrique, sentía que sus sueños eran un reflejo de su ánimo: se secaban. Hasta que un día la llamaron de una agencia. Le preguntaron cuándo podía empezar.

—Mañana. Mañana mismo.

Trabajó como redactora y community manager, después se fue a otra agencia que le ofreció un poquito más de dinero. Su mamá, a distancia, sufría momentos de ansiedad a causa del duelo de perder a su esposo y, de ñapa, tenerla lejos a ella. La contactaron de un nuevo empleo, en el que su labor sería escribir sobre reguetón. No se parecía en nada a lo que anhelaba, pero al fin empezó a pasarla bien.

Comenzó a ir a open mics en diferentes bares. Antecedía cada presentación con momentos de taquicardia y sudoración. Tuvo noches en que las risas del público apenas la dejaban hablar y otras en las que no se oyó ni el canto de los grillos. No sabía por qué le daba tanto malestar pararse frente al micrófono, solo entendió que no necesitaba seguir haciéndolo.

Mientras tanto, Jóse Rafael, tras fumar su porro mañanero, miraba al cielo y suplicaba:

—Dios mío, por favor, dame la paz.

Había terminado viviendo en una residencia de franceses en la Ciudad de México, donde la rumba era la actividad más popular. Estaba despechado y cobrando un sueldo que no le rendía: completaba sus almuerzos con los restos que dejaban sus compañeros en la oficina; en las noches, hurtaba pequeñas porciones de comida —una rebanada de pan, una cucharada de arroz— de las provisiones de sus roomies.

Por fortuna, un coterráneo estaba atravesando el mismo proceso en la ciudad: había terminado con su novia y ahora vivía solo en el apartamento, así que lo invitó a mudarse con él.

En los open mics en los que se presentó no le fue, a su juicio, bien. La mayoría de esos espacios ofrecen cinco minutos por comediante, mientras que el fuerte de Jóse Rafael es contar historias: necesita tiempo para desarrollar el chiste. A eso hay que sumar las diferencias culturales que ya había vivido Nanutria y la de la velocidad del habla. Más adelante, Estefanía León haría un curso sobre doblaje en el que se daría cuenta de que los venezolanos hablan casi al doble de velocidad que los mexicanos.

—Coño, yo no quiero ir más a este terreno, yo más bien voy a traer a los mexicanos a mi terreno. Yo voy a jugar mi fútbol en su territorio, para que vean que es un fútbol del carajo también —decidió Jóse Rafael.

Le pidió a la gente con la que trabajaba que le cuadraran un show de stand up y dividieran las ganancias. Se presentó ante ochenta personas, la mayoría venezolanos, en Departamento Bar. Y le fue bien, aunque el ruido de la disco que funciona en la parte de abajo entorpeció el efecto de los chistes.

Entre 2010 y 2017 en Venezuela surgió una nueva especialidad: productores de comedia. Gente que, ante el boom, organizó presentaciones en todo el país. Para los teatros era muy costoso montar obras en medio de la hiperinflación, por lo que cedieron las tarimas a los comediantes. Después de 2017, el flujo de shows decayó. Tras las protestas de ese año, vino un éxodo muy fuerte y en casi todo el país la mayoría de los telones bajaron, al tiempo que los humoristas que se habían hecho famosos empezaron a migrar.

Para 2018, parte de esa migración todavía estaba asentándose y gente como Jóse Rafael ni siquiera pensaba en cómo volver a hacer presentaciones de quinientas personas. En 2022 el periodista Óscar Medina, entrevistando a un Chris Andrade ya muy famoso gracias a Escuela de Nada, le preguntó: “¿Te has dado cuenta de que la emigración de venezolanos ha beneficiado a tres tipos de personas: a los coyotes, a los músicos y a los humoristas?” A finales de 2018, ya varios productores empezaban a intuir ese destino. Apareció la oportunidad de que Jóse Rafael hiciese un show en Santiago de Chile.

Ya en el teatro, caminó desde el camerino hacia la tarima como un gladiador que se levanta desde el fondo de la arena: las cuatrocientas personas del lugar le aplaudieron. Volvió a firmar autógrafos.

—Ah, este soy yo.

El amigo con el que vivía decidió regresarse a Venezuela y Jóse Rafael le pidió que no vendiera las cosas ni entregara el apartamento: él haría el esfuerzo de comprarle todo y pagar el alquiler.

Vio por televisión un reportaje sobre los migrantes venezolanos que caminaban desde el estado Táchira (Venezuela) hasta Bogotá, Lima, Quito y otras ciudades. El reportero entrevistó a alguno, le deseó suerte y se subió a su carro. Jóse Rafael sintió una nuez en su diafragma: ¿por qué los periodistas iban, grababan y dejaban a las personas a su suerte? Alain Gómez, el vocalista de Famasloop, almorzó en su casa y lo instó a acompañar a la gente y grabarla:

—Tú eres el único que lo puede hacer.

En enero de 2019, voló hasta Cúcuta y de allí, con la productora Silvia Baquero, inició un trayecto a pie hasta Bogotá: 569 kilómetros en los que se unieron a un grupo de migrantes y padecieron juntos el frío, el cansancio, el dolor. Vio a una mujer hacer ese recorrido con un bebé en los brazos, vio a personas con discapacidad, sintió hambre y el absurdo de ser venezolano. Estuvieron apretujados en la maleta de un autobús que les dio la cola, junto a otras cinco personas, durante diez horas, como si fueran bolsos que no pudieran morir por el monóxido de carbono.

Aunque su idea inicial era llegar a Lima, Bogotá le resultó una meta decente. Él se había imaginado a sí mismo como el héroe de una comedia de acción que necesita izar su bandera en territorio lejano; por eso, tras llegar a la meta, le dijo a Silvia Baquero:

—Me vas a disculpar, pero yo creo que tú y yo deberíamos besarnos.

Así terminan ese tipo de películas, ¿no? En efecto, se besaron: tras siete días caminando, ninguno de los dos era la misma persona que empezó el recorrido.

—Lo que digo es desde el respeto y la humildad, pero creo que soy una persona que ha hecho esto desde adentro y caminando porque no es que soy un gringo que vino a cocinar un día y luego se va. O lo que hacen los reporteros que van en un carro y hacen llorar a las personas y después se van a un hotel. Lo que yo hice se hizo por primera vez y lo hice yo —declararía más adelante a El Nacional.

En ese instante, sin embargo, tras besar a Silvia Baquero, su mayor orgullo era haber demostrado que sí se puede hacer comedia de cualquier cosa. Incluso, de la tragedia venezolana.

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Después de que la abogada le sugiriera a Nanutria cruzar el río Bravo desde Estados Unidos hacia México, una de las neuronas que aún no estaba paralizada por la depresión le soltó: “Imagínense yo cruzando el río y los otros venezolanos diciéndome: ‘No, estúpido, es para el otro lado’”. Supo que algún día ese sería el remate de un chiste.

Fue obvio que la abogada, más que ayudarlo, le estaba quitando plata, así que poco a poco se olvidó de ella. Habló por teléfono con su novia. Ella no se estaba adaptando bien a México, no conseguía muchas opciones como psicóloga. Él dijo que si se iban a otro país, tendría que ser a alguno en el que al menos uno de los dos pudiera tener papeles lo más pronto posible. Su novia es de ascendencia argentina, así que el destino fue evidente.

Nanutria evitaba preguntarle a ella y a su hermana cómo estaban: no necesitaba más malas noticias. Debía producir dinero para encarar la nueva migración. Preguntó en teatros y bares de Bogotá. Nadie quiso cederle una fecha, no les importaba quién era, cuántos seguidores tenía, ni su currículo como comediante: no lo conocían y no necesitaban saber más nada. Hasta que un miércoles, por medio de un amigo productor, el dueño de un bar le permitió presentarse el siguiente lunes. O sea, el peor día para un espectáculo. O sea, tendría menos de una semana de promoción.

Dicen en Venezuela que la necesidad tiene cara de perro. Por primera vez desde que había salido de su país, colgó un flyer en sus redes. Ese mismo día se agotaron las entradas.

—Yo sentí que me volvió el alma al cuerpo —contó a sus afectos.

El bar decidió abrir otra fecha, el martes. También se agotó. Abrió una más, para el miércoles. Ídem.

—Qué bolas que lo que yo traté de hacer en México en diez meses lo logré en Bogotá haciendo una publicación en Instagram.

La venezolanidad de la que tanto había huido acudió a su ayuda no solo para demostrarle que, pese al olvido, seguían valorando su trabajo, sino para recordarle que, le gustase o no, antes que standupero o comediante, era venezolano.

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A finales de 2019 Chucho Roldán estaba trabajando a distancia en Plop. En dicha empresa querían hacer un formato largo. A varios pódcast de otros comediantes venezolanos parecía estarles yendo bien. Se decidieron a hacer algo parecido, con un toque propio, y una incuestionable ventaja: empezarían, desde el día uno, con todos los beneficios que ofrece una productora consolidada. Chucho y Plop incluyeron a Daniel Enrique en el proyecto. Era obvio quién era la persona indicada para completar el tándem.

El 20 de julio de 2020, en plena pandemia, Chucho Roldán y Daniel Enrique se trasladaron al apartamento de Estefanía, quien al fin había logrado mudarse sola. Filmaron el primer episodio de El Cuartico. Pronto empezarían a marcar diferencia, no solo por el pódcast en sí, sino también por los sketches con los que hacen la intro a cada episodio.

En el apartamento, Estefanía solo iba de la cama a la mesa de trabajo, ida y vuelta, con breves pasos por la cocina y el baño. El mundo estaba en diferentes tipos de cuarentena, las redes sociales se llenaban de mensajes de ansiedad, estrés y soledad. Pero en la vida de Estefanía, que ahora combinaba El Cuartico con la agencia en la que escribía de reguetón, al fin empezaba a haber sonrisas.

En julio de 2021, su familia en Caracas le contó que todos estaban contagiados de covid. No había ni quien pudiera manejar el carro para salir desde Petare a comprar los medicamentos.

Agarró un vuelo para Venezuela. Durante dos semanas, prestó apoyo en todos los temas operativos de la casa materna. Guantes y tapabocas eran su indumentaria cotidiana. No publicó en redes que estaba en su país, no visitó a nadie. Una vez hubo regresado a México, no pasó mucho tiempo antes de que su hermano, el único que todavía vivía en el hogar materno, le anunciara que ya no soportaba lo cara que estaba la ciudad y el resto de penurias: migraría junto con su esposa.

—Bueno, mamá, ¿qué quieres hacer? Mi hermano se va —preguntó Estefanía días después por teléfono.

Le dio la opción de quedarse sola en su casa en Caracas o mudarse con ella a México. En agosto de 2021 ambas se reencontraron en la Ciudad de México.

La recepción positiva de El Cuartico se palpaba en redes. Algunos de sus sketches se volvían virales entre los venezolanos, los comentarios en cada video de YouTube eran muchos, al tiempo que subían las reproducciones. Chucho Roldán y Daniel Enrique renunciaron a sus otros trabajos. Estefanía no: tenía a su mamá recién llegada y necesitaba todo el dinero que pudiera conseguir mientras se estabilizaban en esa nueva vida.

Poco más de un año desde el primer episodio, El Cuartico ya tenía las condiciones para hacer algo que a muchos pódcast les lleva más tiempo: una presentación en vivo. Fue en el club de comedia 139, de la Ciudad de México. Estefanía no sintió el malestar que la acosaba antes de hacer stand up, más bien tenía los ojos muy abiertos.

—Hija —se le acercó su mamá, con los brazos en jarra—, ¿esta gente vino a verlos a ustedes?
—Sí, mamá —parpadeó varias veces—, ¿qué loco, no?

Era 2 de octubre de 2021: se estaban cumpliendo tres años de la muerte de su papá. De aquella muchacha que migró, adolorida y sin trabajo, a esta que ahora hacía un chiste en redes y se volvía trending topic había una distancia casi tan grande como la que separaba al país en el que nació de aquel en donde ahora vivía. “Qué bueno que al final esta fecha la vas a recordar no solo por algo triste”, se dijo frente al espejo.

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—Hijo, yo no me voy a meter en tu trabajo. Solo te diré una cosa, porque veo que tú eres muy arriesgado y te gusta el peligro: prométeme que te vas a morir después que yo.

Eso le había dicho a Jóse Rafael su papá —un hombre viudo, que pasó todo su matrimonio sabiendo que en cualquier momento su esposa podía fallecer de la enfermedad del corazón con la que nació— después de que el comediante viviera en la calle por cinco días. Ahora tenía el pecho más inflado que paloma orgullosa al ver Caminantes.

Muchos migrantes que se habían marchado a pie o en autobús le escribieron a Jóse Rafael para decirle que no solo se habían reído, sino que también habían llorado. Le daban las gracias. Él decidió que el siguiente paso sería hacer un road trip por Estados Unidos. Por supuesto, partió solo con Silvia Baquero.

El plan era el mismo: grabar todo en clave de humor. Viajaron en junio de 2019, alquilaron un carro y empezaron a manejar. Él se sentía en una suerte de luna de miel de plástico, pues ni se había casado ni tenía planes de hacerlo: su última separación le había dolido mucho. Aunque él y Silvia compartían como pareja de trabajo y sentimental, insistía en que no quería tener novia.

En California visitaron una granja de cannabis legal. Jóse Rafael fumaba desde los veintiún años. Una vez fumó antes de entrar a la radio y el programa salió hilarante. Hizo la prueba con el stand up y juzgó que tuvo resultados parecidos. Desde entonces, fumaba desde la mañana hasta la noche.

La granja era casi un sueño. Le regalaron diferentes tipos de marihuana, que guardó en el carro. Él y Silvia continuaron el viaje. En agosto tomaron un atajo por Sierra Blanca. Un punto de policías federales les ordenó detenerse. El oficial les explicó que el perro antidrogas había dado señales de alarma, que debían revisar el carro. El federal encontró la marihuana.

—Sí, es mía —dijo Jóse Rafael—, me la dieron en California. Es legal.
—No —respondió el funcionario—, en California el cannabis es legal. Aquí en Texas, no solo es ilegal sino que es pecado.

Jóse Rafael pidió perdón. Se mostró dispuesto a aceptar la correspondiente multa.

—¿Multa? No, usted está arrestado.

Jóse Rafael y Silvia intercambiaron miradas. Ella insistió en que entonces debían llevársela también. Hubo un tira y encoge hasta que el oficial les recomendó que uno asumiera todos los cargos y el otro se quedara afuera, si no ¿quién los iba a sacar de prisión? Jóse Rafael fue ingresado en Hudspeth County Jail. Lo obligaron a desnudarse, le hicieron una revisión exhaustiva y le entregaron el uniforme.

—No estés triste —le dijo un policía con un español forzado—. Deberías estar orgulloso. Porque aquí es donde los hombres formamos a los hombres.

Cuando se puso el uniforme blanco y negro, no solo no se reconoció, sino que recordó que llevaba años pidiendo estar en un lugar en el que solo se hablara inglés, a ver si así terminaba de aprender el idioma. “Coño, de verdad que en las últimas cuarenta y ocho horas he tomado pésimas decisiones”, pensó.

Le tocó compartir celda con otros siete presos. Uno de los primeros días, se metió a bañar y al rato sintió que alguien lo abrazaba a través de la cortina de plástico. Forcejeó. El agresor era más fuerte y trataba de penetrarle el ano con el dedo. Tras introducirle una parte, Jóse Rafael, mientras gritaba, logró pegarse contra la pared. El ruido hizo que los otros reclusos se acercaran.

—Fui yo —dijo el agresor—, solo le estaba haciendo una broma. No se preocupen que él es un fucking greenstick —era la forma en la que llamaban a los nuevos.

Con su mente echa una estación de metro en hora pico, Jóse Rafael se acostó a tratar de dormir. Sintió algo blando en sus dedos. Abrió los ojos y vio a su agresor: el hombre le había puesto su pene sobre la mano.

El grito con acento venezolano llamó la atención de los demás. Otro de los reclusos le dio un par de puñetazos al tipo que tenía los genitales afuera. Todo se calmó. Esa noche Jóse Rafael durmió con un lápiz en la mano, como quien se aferra a un puñal.

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En noviembre de 2018 el comediante Nanutria aterrizó en Buenos Aires y al poco tiempo llegó su novia. A ella, que tenía nacionalidad argentina, le fue fácil encontrar trabajo. Él no quiso repetir los errores de México. Cuadró un show en un teatro para trescientas personas. Lo llenó. A la salida, lo esperaban para pedirle fotos.

—Ah, sí es verdad que yo en Venezuela era famoso.

Buscó un bar para hacer una función el próximo fin de semana. Encontró un espacio de sesenta personas. Anunció el espectáculo. Se agotó. Repitió la fórmula la semana siguiente y la siguiente y la otra de arriba. La demanda nunca cesaba. Estaba ingresando suficiente dinero para vivir.

La mayor parte de los venezolanos residenciados en Argentina tienen entre dieciocho y cuarenta años y más de la mitad cuenta con estudios superiores, lo que los ubica no solo como un gentilicio privilegiado dentro del país frente a los extranjeros de otras nacionalidades, sino también frente a sus coterráneos residenciados en otras latitudes, como Chile y Ecuador. Estamos hablando de alrededor de 180 mil migrantes, la mayoría de los cuales viven en Buenos Aires, con la capacidad de acceder a formas de entretenimiento de la clase media. Ese era el público de Nanutria, quien esta vez no trató de mimetizarse con el entorno sino que decidió hablar con un slang venezolano fácil de entender y que traducía a los coloquialismos argentinos cuando era necesario.

¿Quién era ese tipo que podía darse el lujo de llenar una función semanal, ese recién llegado que estaba logrando cifras de taquilla solo a la altura de figuras reconocidas? Dueños de teatros, bares, standuperos, público y productores argentinos se hacían preguntas por el estilo.

Nanutria empezó a moverse en el círculo de los comediantes más selectos. Tejió amistad con Lucas Lauriente, quien, junto a Luciano Mellera, había llenado el Teatro Luna Park años antes. Lucas lo invitó a abrirle un show en Rosario frente a seiscientas personas.

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Jóse Rafael siempre creyó que tenía un don. Un día, estudiando en la universidad, se lo comentó a una amiga. Señaló a los diferentes grupos de alumnos que hablaban entre ellos a la espera de entrar a clases y dijo que podía hacerlos reír a todos. Se acercó al primer corro, y lo logró. Se acercó al segundo, y lo mismo. Al final, arrancó carcajadas como en seis grupos diferentes.

Ahora, doce años después, estaba frente a un preso que le preguntaba a cuánta gente había matado.

—Ninguna.
—No entiendo por qué pones esa cara cuando digo matar. En mi familia todos hemos matado.

El preso le contó la historia de su madre y su padrastro. Este último, que era narcotraficante, un día quiso violarla. Puso su pistola en la mesita de noche, tumbó a la mujer y le apretó el cuello. Cuando estaba bajándose la cremallera, según el relato, ella aprovechó para agarrar el arma y le incrustó una bala en la cabeza.

—Mira, lo que a mí me parece del cuento de tu madre —respondió Jóse Rafael—, es que si tú vas a violar a alguien no puedes dejar la pistola en la mesa de noche.

El preso se rio. Era el mismo tipo que más tarde le daría un puñetazo al recluso que puso su pene sobre la mano de Jóse Rafael. Para este último la lección era obvia. En una celda en la que había asesinos, sicarios y ladrones que hacían cincuenta flexiones al día, estaba lejos de ser el más fuerte, pero podía hacerlos reír.

Oswaldo Graziani, socio fundador de Plop, vivía en Miami y trabajaba en el área de marketing de una empresa de cannabis legal. Le consiguió un abogado. En el peor de los casos, resolver su situación podía llevar año y medio, explicó el jurista. En el mejor, seis meses. Otra opción era pagar la fianza de trescientos dólares y ser deportado. Pero en Venezuela, debido a sus chistes incómodos, Jóse Rafael tenía una orden de captura. Sabía que muchos actores del chavismo hablaban públicamente de él de forma amenazante. Lo mejor que podía hacer era esperar, aunque seis meses se le antojaban una eternidad: al principio había creído que, al no ser delincuente, estaría máximo un par de días encerrado.

Pasaba las noches llorando, forzaba su inglés y aprendía rápido. El preso que abusó de él fue trasladado al poco tiempo. No obstante, nunca faltaba quien le buscara pelea. Por ejemplo, un hombre musculoso que se sacudía la caspa sobre su cama y lo miraba fijo:

—¿Tienes algún problema?
No. I love it —respondía Jóse Rafael fingiendo ojos de placer.

El provocador, que en otra ocasión le dio una cachetada porque sí, no supo cómo reaccionar.

El abogado le explicó que se necesitaba armar una carpeta que probara quién era Jóse Rafael (en la que se incluiría hasta el signo de verificación de su cuenta de Instagram). Silvia regresó a México con esa misión y recibió el apoyo de Led Varela. A medida que el abogado conocía más del caso, el pronóstico mejoró: en máximo seis meses debería poder resolverse todo. El comediante, al que en la cárcel le decían “Venezuela” y “Coño” (la interjección de sorpresa que más repetía, pues vivía asustado), durante parte de su vida se creyó intocable, un destinado a la gloria que no moriría antes de cumplir su misión, el José Antonio Páez de la comedia venezolana. Ahora tenía miedo a la muerte y al abuso sexual.

En una de las tantas llamadas que compartió con Silvia, le preguntó si quería ser su novia. Ella aceptó. Le dijo entonces que podía mover sus cosas al apartamento de él y buscar a su perro, que en la Ciudad de México lo estaba cuidando la también comediante Nadia María. Con ese caramelo en el paladar, pidió a los guardias una libreta. Los presos tenían solo una hora de luz del sol a la semana, cuando les permitían salir a un patio. El resto del tiempo estaba en la celda, con un televisor que controlaban los más fuertes. Así que él se puso a escribir.

Tenía mes y medio encerrado, cuando Silvia Baquero, por teléfono, anunció:

—National Geographic quiere comprar Caminantes.

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Desde que se bajaron del avión, en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, había personas viéndolos. Era abril de 2022. Chucho Roldán, Daniel Enrique y Estefanía León estaban de vuelta en Venezuela para hacer un show en vivo de El Cuartico. Varias personas los pararon pidiéndoles fotos. Estefanía se sentía en un reality. Cuando migró, poco más de tres años antes, había gente que sabía quién era, sobre todo por De a toque, pero nada se comparaba a esa sensación de entrar a un restaurante y darse cuenta de que las personas hablaban de ella.

Faltaban tres días para la función. Sentía los hombros pesados, revisaba los detalles una y otra vez. Le ofreció a su tía entradas de cortesía:

—Noooooooooooooooo, yo no quiero esas entradas. Yo las voy a comprar porque quiero estar en primera fila.

La exesposa de su papá la llamó para gritarle:

—¡¡¡Estefaníaaaaaa, tú eres famosaaaaaaa!!!

Hubo quienes le escribían para contarle que estaban atravesado una depresión o un duelo y que escucharlos a ellos era lo único que los sacaba, por un instante, del malestar. A Estefanía le costaba dimensionar esos comentarios, a veces es difícil sentir la consistencia de las palabras, su peso. Entender lo que significa ser la corriente de aire que refresca el ahogo de una persona deprimida.

Las redes de Estefanía habían crecido. Para ella, sin embargo, las interacciones digitales son, usando una metáfora de la película Paterson, como darse una ducha con un impermeable. Cuando salieron a escena, en el Anfiteatro del Hatillo —que tiene capacidad para setecientas personas—, se quedó boquiabierta. Y cuando empezaron los chistes, sus músculos se relajaron: fue el show con más modismos venezolanos que hicieron. Dicen que una de las dificultades de migrar es que nunca regresas a tu país: el lugar en el que creciste cambió cuando vuelves a verlo, las personas lo mismo y tú también. Con Estefanía sucedió eso, para bien. Cuando, deprimida y en duelo, dejó Venezuela, parecía imposible que recibiera en Caracas una ovación como la que ahora, al final del show, estaban recibiendo. Con los ojos volviéndose dos laguitos, pensó: “Yo nunca voy a olvidar este aplauso”.

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Terminó llevándose bien con los otros presos. Casi todos estaban ahí por temas de drogas. Un caso curioso era el de un jordano cuya esposa tenía cáncer terminal y el médico le había recetado marihuana medicinal, que él compró en una tienda: los policías lo pararon con eso en Texas y lo metieron preso. El hombre, musulmán, rezaba cada día. Era el más tranquilo, decía que era algo transitorio y que si estaba allí era por alguna razón superior. Jóse Rafael empezó a rezar con él. El jordano oraba en su idioma, mientras Jóse Rafael a su lado pronunciaba el “Padre nuestro”.

Hubo quien le preguntó qué se sentía estar parado frente a ochocientas personas.

—Es increíble.
—Naaah, tú me estás mintiendo.

Los demás reclusos —que se reían con sus chistes— le explicaban los códigos al comediante. Por ejemplo, al terminar de comer había que dar dos golpes con los nudillos en la mesa, era una forma de anunciar que te ibas a levantar. En una de sus crisis, Jóse Rafael dijo que no iba a seguir haciendo eso, que no tenía sentido: todos sabían que él no le iba a buscar pleito a nadie.

—Sí —lo aleccionó otro recluso—, pero es que tú no estás en un hospital ni en un colegio, estás en una cárcel y aquí están las peores personas del mundo, incluyéndome. Así que mejor cumple las normas.

Un día, después del desayuno, un oficial le entregó una carta en la que decía, palabras más palabras menos, que una persona de la calidad de Jóse Rafael Guzmán era más útil en libertad que en una prisión, por lo que sus cargos serían removidos. Habían pasado dos meses y medio desde que lo habían encerrado.

Silvia Baquero, negociando en su nombre y usando su firma digital, había concretado la venta del documental a NatGeo. Quizá podrían ver la emisión juntos. Salió de la cárcel con una deuda de 150 mil dólares en abogados y una libreta en la que había escrito el 70 % de su próximo especial de stand up.

Lo recibió en El Paso la hermana del productor mexicano Pepe Garza, de quien es amigo. Se sentía en una dimensión paralela y su mirada sugería lo mismo. El esposo de la mujer le dijo:

—Wey, te voy a mostrar algo, que acabas de salir de la cárcel, que no le muestro a nadie.

Se trataba de un Mustang del 69, restaurado.

—¿Quieres correr como el fuego? —agregó.

Jóse Rafael, en el asiento del copiloto, sintió que dejaba volar parte de su estrés mientras el vehículo avanzaba.

Más tarde, Charly Nelson, un amigo venezolano, lo fue a buscar.

—Estoy mentalmente incompetente, soy como un niño: sácame de esta mierda —pidió Jóse Rafael.
—Okey, pero ¿cómo compramos los pasajes?, ¿tienes plata?
—Lo perdí todo en abogados. Sácame, sácame; llévame para Miami, que aquí siento que me van a meter preso en cualquier momento.
—¿Quieres que alquilemos un carro y terminamos el viaje, lo que te faltó?, ¿o sea, que lleguemos a Miami en carro?
—¿¡Tú-eres-marico!? Sácame de aquí en avión para llegar a Miami lo antes posible, estoy demasiado cagado.

En Miami lo recibió Oswaldo Graziani. Jóse Rafael estaba arisco, con la mirada perdida, nervioso. En los siguientes días hizo lo único que sabía hacer para sanar o evadir: se puso a trabajar. Terminó la rutina, que llamó “Sin robar a nadie”. Anunció una función en el Miami Improv, el famoso teatro en el que, por ejemplo, Jerry Seinfeld prueba chistes. Agotó seis funciones, dejó sin espacio a Seinfeld por un mes. Pero aunque sus cargos penales habían sido removidos, su visa también: debía salir de Estados Unidos.

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Cuando Nanutria migró a México a finales de 2017, se dijo que si le iba mal, iba a ser el único mesonero con cuenta de Twitter verificada. Casi dos años después, volvió a Venezuela para presentarse en Caracas y agotó tres funciones en cosa de horas. Había reconectado con su público natural al tiempo que empezaba a hacerse conocido entre los argentinos. En 2020 participó en la “Batalla de comediantes”, una competición estilo enfrentamientos de freestyle en la que los standuperos se agreden verbalmente. Fue el único extranjero que participó en esa edición y resultó ganador.

Teniendo tanto tiempo libre en la semana, creó un pódcast que lo ayudó a seguir conectando con el público, que luego pagaba una entrada por verlo en vivo. También cocreó otro programa: Tercermundistas, junto a Lucas Lauriente. Y más adelante, en la pandemia, participaría en Aislados, un pódcast que conducía con Lucas, Luciano Mellera y Nicolás De Tracy.

Poco a poco sus chistes, al principio muy enfocados en sus vivencias como venezolano y en la migración, fueron abriéndose a abordar diferentes situaciones de la vida cotidiana en Argentina. Llegó a un punto en el que su humor funciona en casi cualquier lugar hispano. Al mismo tiempo, sin las urgencias económicas y en medio de una ciudad diseñada para el esparcimiento, él y su novia empezaron a disfrutarse sin estrés.

Durante el Mundial de Qatar vivió cada partido de la Albiceleste en la ciudad que ya sentía como su hogar. Él, que viene de un país que nunca ha clasificado a un Mundial, se veía representado en la selección que comandaba Lionel Messi. Celebró la obtención de la tercera estrella. Salió a festejar al obelisco, en el que millones de personas coreaban el nombre de sus ídolos. Un par de adolescentes argentinos lo vieron y también entonaron su propio cántico. Solo que no corearon el nombre Messi, ni al Dibu Martínez, a Otamendi, Di María o Lionel Scaloni. Ellos, alzando las manos y dando brincos, cantaron:

—¡Nanuuuutria, Nanuuuutria, Nanuuuutria!

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Jóse Rafael empezó a presentar “Sin robar a nadie” a principios de 2020. Desde la primera función, en México, el feedback que recibió fue positivo. La gente, risas de por medio, quedaba impresionada con la crudeza del cuento.

—Me molesta la joda cuando uno dice que estuvo en la cárcel y te preguntan si te violaron. “Ah, se te cayó el jabón; ah, ¿te cogieron?” Marico, cuando a alguien de verdad le pasa una vaina así, duele. Entonces, yo no sé cómo explicarle a la gente que dejen de hacer esa maldita pregunta y que vayan al stand up y ya […]. Y hay gente que dice: “Ay, tú sí puedes hacer chistes de todo el mundo”. ¡No, marico, yo no hago chistes de todo el mundo! Yo no voy adonde una persona que se la cogieron en la cárcel a decirle: “¡Te cogieron en la cárcel!” ¡Jamás lo he hecho y jamás lo voy a hacer! Yo toco el tema de personas con síndrome de Down. ¡Yo jamás he hecho sentir mal a una persona con síndrome de Down! Si ustedes no entienden la diferencia entre chiste y burla, yo no los puedo educar —diría Jóse Rafael, en 2022, en El súper increíble pódcast de Nanutria.

Recién llegado a la Ciudad de México, con mirada de trauma, le decía a Silvia Baquero:

—Yo sé que tengo cara de loco, pero por favor no me tengas miedo.

Ella le respondía que no le temía. Él se ponía a llorar.

Iba a terapia tres veces por semana. Pidió a la psicóloga que lo mandara a un psiquiatra para que le recetaran algo que encogiese su ira. Le gritó a su perro, que parecía ignorarlo.

—Necesitas pasar tiempo con él —sugirió Silvia—, estuviste fuera mucho tiempo y él aún era cachorro. Tienen que retomar el vínculo.

Desde que había llegado, no era capaz de tocar a su pareja. Se sentía sucio. Le llevaría mucha terapia y tiempo recuperar la disposición para intimar físicamente.

A una de las presentaciones del comediante en la Ciudad de México asistió, por casualidad, la gerente de Spotify México. La mujer, al finalizar, se dirigió al camerino y le dijo que quería hacer un pódcast sobre esa historia. Jóse Rafael estaba en una etapa en la que desconfiaba, en la que a una parte suya le daba rabia que le fuera tan bien a su espectáculo: le molestaba que la gente se riera de los chistes —que él mismo había escrito— sobre lo peor que le había pasado. Con esas contradicciones convivía, cuando al día siguiente se reunió con la gerente de Spotify.

Mucha gente en redes sociales lo había tildado de drogadicto, lo había despreciado y hasta se burlaba de él. Había perdido seguidores y público. Como nunca antes brilló la reputación que había cosechado desde Venezuela: debido a su poco miedo al ridículo y a que en diferentes formatos de humor es tan impredecible como un demonio de Tasmania, decían que era un loquito; la mayoría, sin saber que de su admiración por los Navy Seals había cosechado una disciplina casi militar para el trabajo.

El pódcast se estrenó. Según él, llegó al puesto dos en Panamá, al tres en Argentina, al cuatro en Colombia, al cinco en México y al catorce en Estados Unidos. Sí, al catorce en Estados Unidos: el número uno allí es el de Joe Rogan, quizá el más escuchado del planeta.

Un taladro de recuerdos le abrió el pecho hasta llegar al pozo de sus lágrimas mientras escribió el pódcast y escuchó el material grabado. Con el producto final también estaba echando cemento sobre las heridas.

—Para mí es muy importante la aprobación de la industria, tener ese sello. Hay gente que no le para bolas, que con llenar sus shows están tranquilos y listo. Pero yo tengo fama de loco. ¿Y sabes qué? Los locos no están en NatGeo. ¿Quién coño está en NatGeo? ¡Nadie está en NatGeo, weón! Los locos no están en Spotify, ni se presentan en el Royal Albert Hall, ni agotan funciones en el Miami Improv.

El mito griego es el siguiente: Deméter estaba triste debido a que Hades había raptado a su hija, Kore (Perséfone). Solo alguien pudo sacarla de sus lamentos: Yambe, la diosa del humor y la poesía, que le hizo chistes subidos de tono y Deméter volvió a reír.

Es lógico que uno de los países occidentales al que peor le ha ido en lo que va del siglo XXI al mismo tiempo haya parido un montón de comediantes que ahora están regados por el continente. Algunos han empezado a hacerse conocidos tras vivir en otros países (Ángelo Colina, en Estados Unidos; Poly Díaz, en México; César Aramís, en Argentina), por lo cual, como pasa con los escritores —Junot Díaz o Roberto Bolaño, por ejemplo— se ha gestado esa nueva forma de ser físicamente de un lado y artísticamente del otro: ser una mezcla de proporciones imposibles de distinguir.

Estefanía León se preguntó durante toda la primera gira de El Cuartico qué pasaba si no vendían las entradas. Por fortuna nunca lo averiguó: siempre hubo sold out. En España, previo a una función, renunció al trabajo en el que escribía sobre reguetón. Ahora, con su vida más ordenada, sigue formándose para algún día protagonizar una sitcom.

Nanutria todavía no puede entrar a México. Nadie le ha ofrecido una solución legal a su problema y no quiere recurrir a los caminos verdes. Cuando le pidió a la abogada los papeles alusivos a los trámites legales que se hicieron, esta se puso a la defensiva y nunca se los envió: teme que ella haya hecho cosas sin su consentimiento. Para más inri, según ha averiguado, parte del problema es que las autoridades mexicanas no acostumbran dar detalles precisos sobre los motivos por los que se revoca una visa, por lo que se hace muy engorroso todo el proceso legal: no sabe exactamente cuál es su situación. En Buenos Aires, mientras tanto, pasó de hacer un show semanal para sesenta personas a hacer uno para doscientas ochenta. Llena salas en toda Argentina como si fuera un comediante local. Quizá lo sea. ¿Su objetivo? Que este sistema le dure al menos veinte años más.

Jóse Rafael Guzmán estuvo, en 2023, en Guinea-Bissau, donde volvió a ejercer la odontología junto a un grupo de voluntarios y, por supuesto, grabó la experiencia en clave de humor. Aunque recién salido de la cárcel siguió fumando marihuana, ya la dejó. Siente que pasar el día drogado atentaba contra su productividad.

—Papá, escuchame —imita el acento argentino—, por un lado me siento el José Antonio Páez de la comedia y, por otro lado, me siento el diez de la comedia.
—¿De la comedia mundial, de la latinoamericana o de la venezolana?
—Coño. De la mundial —se pone serio— es jodido. De la comedia hispana sí. Y los que no lo piensen hoy lo pensarán mañana —pausa, alza un dedo, vuelve el acento argentino—. La comedia, papá, la comedia no se mancha.

Esta crónica fue construida con base en los testimonios de Jóse Rafael Guzmán, Víctor Medina (Nanutria) y Estefanía León, así como a partir de las declaraciones que ellos, sus amigos y su entorno en general han dado a otros medios.

El relato de lo que le sucedió al comediante Víctor Medina en el aeropuerto de la Ciudad de México corresponde exclusivamente a su testimonio. El nombre de la empresa y de la persona que “patrocinó” su estadía provienen de su declaración, en entrevista con el autor de este texto.

El relato de lo que le sucedió a Jóse Rafael Guzmán dentro de la cárcel corresponde exclusivamente a su testimonio.

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La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

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08
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23
2023
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Ya es muy poco —en realidad, nada— lo que Venezuela puede ofrecer a los jóvenes. Tres comediantes talentosos vieron cómo sus carreras se truncaban mientras el país se desplomaba por la hiperinflación, la escasez de todos los productos, la miseria, los asesinatos, los robos, los presos políticos. Seguirían siendo comediantes, pero primero tendrían que migrar del país y empezar desde cero en otras naciones latinoamericanas. Estas son las historias de Nanutria, Jóse Rafael y Estefanía León.

—Me metieron al cuartico.

Eso fue lo último que le escribió a su novia Víctor Medina, el comediante mejor conocido en Venezuela y fuera de ella como Nanutria, desde el aeropuerto de la Ciudad de México. Ella se encargó de avisarle a su cuñada. Cuando juzgaron que ya había pasado demasiado tiempo, las chicas buscaron asesoría de una abogada venezolana, residenciada en México, especialista en temas de migración. Cada una, desde el lugar en el que se encontraba en ese día cualquiera de rutina laboral, agarró un taxi rumbo al aeropuerto.

Sonó el teléfono de la novia de Nanutria. Era él. Habían pasado más o menos cinco horas desde que envió aquel mensaje.

En ese tiempo, la funcionaria mexicana que lo retuvo, tras un vuelo con retraso que había despegado trece horas atrás de Madrid y había hecho escala en Bogotá, le quitó su teléfono, su DNI y todos sus documentos que probaban que tenía residencia legal en el país. Lo llevaron a una sala llena de prejuicios fenotípicos, que se vació y se llenó tres veces antes de que Nanutria, harto de esperar, exigiera explicaciones.

—Víctor Medina, tiene prohibida la entrada a México.
—No puede ser, si yo vivo aquí.
—Ya no.

Había escuchado casos de venezolanos residenciados en México que cuando salían luego no los dejaban entrar y solía bromear con su novia sobre la posibilidad de que le tocara cruzar la frontera terrestre a pie. Los chistes, ya se sabe, son formas de aliviar los miedos. Por eso, antes de viajar a España llamó a la responsable de la empresa que había gestionado su residencia temporal, para asegurarse de que no fuese a haber ningún problema. La mujer, al otro lado de la línea, se ofendió y le espetó que tales dudas le parecían una falta de respeto.

Condujeron a Nanutria a un cuarto. Sin comida —ni televisor, teléfono o libro—, obligado a pedirle agua a un oficial cuando tenía sed, se resignó a hablar con su único compañero en el lugar: un ecuatoriano al que, según, no lo habían dejado entrar porque no creían que hubiera ido de vacaciones a Cancún sin maleta. Entonces lo llamaron a una suerte de oficina.

Todavía sin darle detalles de cuál era el problema e insistiéndole en que cualquier trámite tenía que resolverlo fuera de México, le dijeron que podía hacer una llamada. Él pidió hacer dos. El funcionario pareció ablandarse ante su confusión.

Lo que le habían explicado, le dijo Nanutria a su novia por teléfono, era que tenía dos opciones. Una, permanecer preso en el aeropuerto hasta que todo se solucionara (lo que podría llevar semanas, meses). Dos, que lo devolvieran a su nación o bien al sitio del que venía.

Si escogía que lo enviaran a Venezuela, sería el régimen de dicho país el encargado de gestionar el vuelo. Los funcionarios venezolanos son tan famosos por su eficacia que Nanutria juzgó que si escogía esa opción se iba a convertir en el mejor comediante de la cárcel del aeropuerto. El otro camino implicaba que la aerolínea lo devolviera a Madrid, pero como él había hecho escala en Bogotá también podían enviarlo allá. En la capital de Colombia residía un tío, estaría más cerca de México y la vida no se cotizaba en euros.

Es obvio cuál fue su segunda llamada.

Una vez su novia y su hermana llegaron al aeropuerto, dieron vueltas, hablaron y preguntaron. Un funcionario les dio noticias, les explicó lo mismo que le habían dicho a él y ellas insistieron en que, por favor, lo enviaran a Bogotá. También pidieron que le hicieran llegar un papel en el que ambas habían escrito a mano.

Solo cuando le permitieron abordar el vuelo hacia Colombia —en el que estaban devolviendo a otros cuatro venezolanos—, Nanutria pudo ver que había pasado dieciocho horas retenido. Junto a su celular y otras pertenencias (salvo su DNI), le entregaron una hoja. Era una carta en la que su hermana y su novia le recordaban que lo querían.

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Nanutria fue la primera persona que leyó un guion escrito por Estefanía León, cuando ambos trabajaban en Plop; él ya como jefe, ella como la chica que había dado el salto del área de redes sociales a la de escribir humor. Plop es una de las agencias más importantes de Venezuela, produjo Isla Presidencial y hace Chigüire Bipolar. Este último proyecto ganó el prestigioso premio internacional Václav Havel a la disidencia creativa en 2017. Estefanía se había fajado a escribir durante horas. Luego, le mostró lo hecho a Nanutria.

—Todo esto que está aquí no sirve —dijo él, con tono suave, mientras seleccionaba lo escrito y presionaba borrar.

Desde entonces, las carreras de ambos habían tomado vuelo. Él se convirtió en un referente del stand up comedy en Venezuela. Ella trabajó como guionista durante años en Plop y condujo el pódcast De a toque. Él migraría en octubre de 2017. Ella estaba por hacerlo en diciembre de 2018, luego de que muriera su papá —justo por los días en los que a Nanutria lo obligaban en México a subirse a un vuelo hacia Bogotá.

Ya en 2017 estaba harta: se le salían las lágrimas mientras tecleaba en la computadora. Chucho Roldán, uno de sus compañeros de Plop, le insistió con que fuera al psicólogo. En su primera sesión, habló durante horas de la escasez, del dinero que no alcanzaba, de los presos políticos, de los asesinatos en las protestas. Era obvio que estaba deprimida.

Aunque tenía cierta estabilidad como comediante, las fricciones diarias (que si no se conseguían bolívares en efectivo, que si no había cambio para los billetes de dólares en los locales, que si robaron a fulanito con una pistola) no solo la hacían sentir como una esponja que ya ha fregado demasiados platos, sino que también la llevaban a preguntarse qué más le podía ofrecer laboralmente Venezuela. En Plop se caían proyectos atractivos por falta de presupuesto. Mientras que, siendo su sueño actuar, no había producción audiovisual en un país quebrado.

Aún deprimida y ahora en duelo por su padre, abordó un avión junto a su amigo Daniel Enrique —también comediante, también ex de Plop— hacia una ciudad que ya conocía, le gustaba y en la que estaban viviendo otros comediantes de Venezuela: México DF. Chucho Roldán, que había llegado semanas antes, les dio la bienvenida, los llevó a comer tacos y por un momento se sintió como si los tres estuviesen riendo aún en Caracas, en la oficina de siempre, inventando proyectos. Pero no, estaban en otro país, nadie los conocía y tenían que encontrar trabajo.

Ocupó una habitación en un apartamento de chicas. Alguien en duelo es como una planta que se seca, mientras deja a su alrededor una hojarasca gris. Aunque trataba de llevar la convivencia en paz, inspiraba incomodidad a su alrededor. Y en ella misma: nunca imaginó que su psique tendría la consistencia de una hoja seca.

Daniel Enrique y ella tenían currículos similares, pero a él lo llamaban y a ella no. ¿Machismo? A veces pensaba eso. Sobre todo, después de que en una de las pocas entrevistas que tuvo le dijeron entre líneas que el trabajo era más para un hombre. El empleo en cuestión ni siquiera era de comediante, se trataba de escribir guiones publicitarios.

—Mira, qué horrible que haga esto —le dijo por teléfono a Daniel Enrique, tras cinco meses de búsqueda infructuosa en los que ni siquiera le pasaba por la cabeza su sueño de protagonizar una sitcom—, pero me quedé sin dinero: no tengo para pagar la renta. ¿Será que tú me puedes echar una mano y yo apenas pueda te lo devuelvo?

Daniel había conseguido empleo a los tres meses de haber llegado. Y a ella ya se le habían acabado los alrededor de mil quinientos dólares con los que había abordado el avión.

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Sentía que no le paraban bolas. Cada vez que lanzaba una idea, que soltaba una oración que empezaba con “yo en Venezuela hice…”, lo miraban con fastidio y el mensaje era el mismo: ajá, okey, haz el tuit que te toca. No sabía cómo explicarles que él había sido una estrella de la radio, de la televisión y del stand up comedy en su país. Para los jefes en la agencia de publicidad mexicana que lo contrató, él no era Jóse Rafael Guzmán: era solo otro extranjero que necesitaba trabajo.

A principios del siglo XXI, la concepción de la comedia en Venezuela se resumía a un par de programas de televisión —uno de ellos muy relevante: Radio Rochela— y a los monólogos cargados de groserías del Conde del Guácharo. El concepto de stand up comedy era ajeno y el oficio de comediante era un traje sin medidas. Entre 2008 y 2010 pasaron varias cosas que pusieron los cimientos para un posterior boom. Primero, el nacimiento de Chigüire Bipolar, la página de sátira de noticias producida por Plop; dos, las noches de stand up comedy que se hacían en el Molino Rojo de Caracas, de la mano de Carlos Sicilia, y luego se transmitían por Canal i; tres, el open mic que organizaba George Harris en Teatro Bar, allí, en ese escenario casi sin público se presentó por primera vez Jóse Rafael. Ese día, después de haber querido ser militar, médico, de haber probado ser bombero voluntario y estar estudiando Odontología, supo a qué se quería dedicar.

Una tarde se sentó a hablar con su papá. Había presentado a distancia la prueba para hacer una especialización en la Universidad de Sevilla y graduarse de cirujano bucal. Tras aprobar el examen, debía hacer una entrevista presencial en España el mismo día en el que tendría su primera fecha internacional en Estados Unidos, en una gira junto a George Harris y el Profesor Briceño. Anunció que no iba a seguir estudiando: sería comediante.

Su papá, que estaba fregando, lanzó un plato contra la pared. Lo tildó de loco. Una cosa era tener un hobbie, dijo, y otra creer que de eso podría comer. La conversación duró cinco horas.

—Mira, yo no te estoy pidiendo permiso, yo igual lo voy a hacer. Lo que quiero es tu bendición. Yo sé que voy a ser grande, que voy a ser famoso. Estoy convencido de que tengo un don y que puedo aprovecharlo. ¿Sabes qué es más arrecho que ser el carajo famoso que llena estadios?: ser el papá del carajo famoso.

Y tuvo razón. Perteneció a la primera oleada de standuperos que se hicieron reconocidos en Venezuela y luego formó parte de Chataing TV, un late night show que llegó a tener algunos de los picos de audiencia más altos en la televisión del país. Hasta que, por presiones políticas, lo sacaron del aire. Esto tuvo un efecto rebote: hizo más famoso al elenco, que luego dio una gira internacional. Jóse Rafael pasó a Calma Pueblo, un programa de radio que acumuló oyentes y anunciantes. Hasta que se repitió la fórmula: el régimen los mandó a cerrar. En aquel entonces, un directivo de La Mega, la emisora que producía el programa, se le acercó y le sugirió que lo mejor que podía hacer era irse del país: alguien desde más arriba, nunca sabría quién, supuestamente había mandado a decir que Jóse Rafael Guzmán nunca volvería a estar frente a una cámara o un micrófono en Venezuela.

Él siempre había querido vivir en otro país. Escogió México porque le parecía que, en términos de entretenimiento, era el Los Ángeles de Latinoamérica. Presentó una prueba para ser guionista de Chumel Torres, oficio que ya ejercía su amigo y excompañero comediante de Chataing TV, Led Varela. No lo escogieron. Incrédulo, buscó un trabajo cualquiera en una agencia de publicidad. Tenía treinta y seis años y sintió que lo ponían de nuevo en el principio de la escalera: lo contrataron como community manager.

Era mediados de 2018, compartía un apartamento junto a su novia, con quien había vivido en Caracas. Al mes, sintió que su vida se estaba descomponiendo. Terminó la relación. Y ya que todo se estaba yendo por la borda, decidió vivir en la calle.

—Hijo, ¿qué pasa? —lo llamó su papá desde Caracas—. ¿Quieres que te vayamos a buscar? Me llamó [inserte el nombre de la ex de Jóse] y me dijo que le habías terminado y que ahora dormías en la calle.

—Coño, papá, tranquilo: yo sé lo que estoy haciendo, estoy grabando una vaina que nadie ha hecho y que me puedo hasta ganar un Óscar. Desde que mamá murió, tú has tenido dos mil novias y yo nunca te he dicho nada por terminar con una de ellas. Así que déjame tranquilo, por favor.

Jóse Rafael grabó cómo es vivir cinco días en las calles de la Ciudad de México. Se hizo amigo de indigentes, caminó desnudo, mendigó. Ese sería el primer documental de comedia que subiría a su canal de YouTube y el que empezaría a granjearle el respeto de los comediantes locales. Al terminar de filmar, fue al apartamento que hasta hace poco compartía con su ex, recogió sus cosas y —con el despecho en el diafragma— salió.

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En el vuelo hacia Bogotá, cada pensamiento de Nanutria era como un cable que se enredaba con otro dentro de una gaveta sin fondo. Recordó su llegada a México. Hacía menos de un año que había migrado. Las protestas y las represiones en Venezuela eran recurrentes. La industria del entretenimiento funcionaba a medias. Tuvo que cancelar varios shows y cuando anunciaba alguno siempre aparecía alguien en redes que le espetaba: “Ahorita no estamos en tiempos para chistecitos”.

—Yo quiero que los límites de mi carrera como comediante me los ponga yo y no el país —repetía a sus amigos.

Tenía tres trabajos: uno, en Plop; otro, como locutor en un programa lleno de anunciantes; el tercero, su vida de standupero. No pasaba hambre, pero no podía comprarse un sofá. ¿Acaso la fama local le servía para paliar la alergia en la piel que le salió a causa del estrés? Tenía seis meses con su novia y escogieron México porque allá vivía su hermana, además de otros amigos dedicados a la comedia.

Tres mil quinientos dólares fue su presupuesto: los ahorros de una vida llena de sold outs. Primero llegó él a la Ciudad de México, lo recibió Leo Rojas —comediante, con quien había trabajado en Plop— mientras buscaba empleo y apartamento. Lo contrató El Deforma, un diario de sátira parecido a Chigüire Bipolar. Alquiló un apartamento con su hermana —que hasta entonces vivía en una residencia de mujeres jóvenes— y recibió a su novia. Todo en cosa de mes y medio.

¿Conocer la ciudad? ¿Vida sentimental? Eran tiempos para producir dinero. El objetivo de él y su pareja era lograr mantenerse económicamente en México, y luego ver si la relación seguía funcionando. No tenían espacio para disfrutarse, salían a las siete de la mañana y llegaban en la noche. Nanutria sentía que habían pasado de ser una relación de pocos meses en periodo de prueba a transformarse en un matrimonio de cuarenta y cinco años en el que la pasión fue aplanada por la practicidad.

No quería saber ninguna noticia de Venezuela, de donde salió arrecho por la situación política. Ni siquiera montaba flyers en sus redes sobre sus próximas presentaciones: sabía que su comunidad digital era venezolana y quería intentar llegar a personas nuevas.

Es verdad que se reunía con sus amigos comediantes, Leo Rojas, Jóse Rafael Guzmán. Es verdad que, recién llegado, el también venezolano Bobby Comedia le pidió que le abriera un show y lo presentó con los standuperos mexicanos. Y también es verdad que, estando en México, Comedy Central le grabó un especial. Sin embargo, aún no hacía dinero con sus shows, estaba construyendo un nuevo público en un país que tenía pocas referencias de la cultura venezolana. No lo entendían a él ni a su dialecto, por lo que trató de mexicanizarse. Los pocos venezolanos que lo oían lo sentían falso, mientras que para los mexicanos era evidente que el slang local no le fluía de forma natural. Así y todo, producía risas.

Pasaron diez meses. Empezó a trabajar en la agencia Coyote, se abría paso en la escena underground del stand up comedy mexicano y, aunque su novia no lograba adaptarse (le costaba mucho el tema laboral), la pareja seguía en pie. Nanutria se animó, entonces, a cuadrar con un productor español un par de fechas en Barcelona y Madrid.

Al regresar de esa gira, no lo dejaron entrar a México.

Aterrizó en Bogotá, donde lo recibió su tío, y desde ahí llamó a la persona dentro de la empresa que patrocinaba su estadía en México, Silvia Pérez. Ella le dijo que todo debía de ser un error, que iba a hablar con el director de Migración. Fue la última vez que le atendió el teléfono.

El asunto era el siguiente: para migrar a México era necesario que una empresa se responsabilizara legalmente de ti. Debías tener una carta de trabajo, que la empresa estuviera registrada en Migración y asistir a una primera cita en alguna embajada fuera de México. Como pocas compañías apostaban de esa forma por los migrantes, se creó un mercado de empresas que básicamente prestaban ese servicio a quienes quisieran entrar al país. Por recomendación de un amigo, Nanutria dio con Link Trade Group y acordó con Silvia Pérez que si él tenía shows en México (que podía cuadrarle la empresa o él mismo) debía darles un porcentaje. Silvia Pérez le insistió en su momento en que debía portarse bien.

Por medio de la abogada que lo apoyó, Nanutria se enteró de que Link Trade Group tenía un número absurdo de extranjeros registrados en nómina, por lo que cuando la auditaron se levantó una alerta de posible trata de personas.

—¡Si aquí hay una situación de trata de blancas, yo soy la blanca! —repetía él.

La abogada le explicó al comediante que, dado que había salido del país, ya ella no podía hacer nada: su especialidad, por decirlo de algún modo, era resolver la situación de migrantes que terminaban detenidos en el aeropuerto. Entonces Nanutria dio con otra abogada, también venezolana y residenciada en México, a la que contrató para apoyarlo. Esta segunda jurista no le ofreció ninguna solución legal.

Su novia y su hermana vivían ahora en un apartamento lleno de espinas de ansiedad que se les incrustaban en los ojos. A Nanutria la agencia le permitió hacer home office desde Bogotá unas semanas más antes de buscarle un remplazo. Dormía todo el día, estaba más apático que burócrata nocturno, no tenía apetito.

Todo llegó al paroxismo cuando la abogada le pidió que le escaneara y enviara cada hoja de su pasaporte. Revisó los documentos y, por teléfono, le dijo:

—Ah, pero es que usted tiene visa americana. Usted puede entrar a Estados Unidos.
—Sí, sí tengo.
—¡Excelente! Ya le tengo el plan. Usted, lo más rápido que pueda, va a comprar un vuelo Bogotá-Texas y va a cruzar el río Bravo al revés.
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2018 fue un año importante para la comedia venezolana. Los celulares y las redes sociales se llenaron de videos de George Harris en su show en Miami. El público de Venezuela que consume stand up es en su mayoría millennial y centennial; sin embargo, George montó un programa, con un humor muy de televisión abierta latina, que penetró en distintas generaciones. Era común estar en la sala de espera de un consultorio médico y que una señora de cabello blanco estuviese reproduciendo a todo volumen un clip del comediante. Esto fue una muestra para los venezolanos de que sí se podían conquistar tierras foráneas, y al mismo tiempo puso a salivar a los productores del continente.

A mediados de año, una venezolana que trabajaba en las oficinas de Facebook de México invitó a Nanutria y a Leo Rojas a la sede. Allí les comentó que en el seno de la empresa se estaba empezando a pensar en cómo explotar formatos largos, teniendo presente que en el mercado estadounidense estaban teniendo éxito. A Nanutria eso le hizo tanto clic que más adelante compró los implementos para, al llegar de sus presentaciones en España, empezar a grabar un pódcast con su amigo Chucho Roldán, quien migraría a México a finales de año. Pero, claro, no pudo volver a entrar al país.

Leo Rojas, por su parte, se unió a Chris Andrade y a Nacho Redondo —que también habían migrado a México— para iniciar Escuela de nada, uno de los primeros pódcast venezolanos de comedia y quizá, en términos de métricas, el más exitoso gracias a un principio fundamental en la era digital: si se quiere tener éxito, hay que ser uno de los primeros en llegar.

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Jóse Rafael Guzmán, tras vivir en la calle por cinco días, se mudó un tiempo a Ecatepec —según él, el barrio más peligroso de la zona metropolitana— y filmó la experiencia. Esto hizo que el comediante aumentara su audiencia en YouTube y sentó las bases para lo que vendría.

En 2019, en cambio, Estefanía estaba muy lejos de resolver su vida de la misma manera que otros colegas. Sin dinero y ahora debiéndole plata a su amigo Daniel Enrique, sentía que sus sueños eran un reflejo de su ánimo: se secaban. Hasta que un día la llamaron de una agencia. Le preguntaron cuándo podía empezar.

—Mañana. Mañana mismo.

Trabajó como redactora y community manager, después se fue a otra agencia que le ofreció un poquito más de dinero. Su mamá, a distancia, sufría momentos de ansiedad a causa del duelo de perder a su esposo y, de ñapa, tenerla lejos a ella. La contactaron de un nuevo empleo, en el que su labor sería escribir sobre reguetón. No se parecía en nada a lo que anhelaba, pero al fin empezó a pasarla bien.

Comenzó a ir a open mics en diferentes bares. Antecedía cada presentación con momentos de taquicardia y sudoración. Tuvo noches en que las risas del público apenas la dejaban hablar y otras en las que no se oyó ni el canto de los grillos. No sabía por qué le daba tanto malestar pararse frente al micrófono, solo entendió que no necesitaba seguir haciéndolo.

Mientras tanto, Jóse Rafael, tras fumar su porro mañanero, miraba al cielo y suplicaba:

—Dios mío, por favor, dame la paz.

Había terminado viviendo en una residencia de franceses en la Ciudad de México, donde la rumba era la actividad más popular. Estaba despechado y cobrando un sueldo que no le rendía: completaba sus almuerzos con los restos que dejaban sus compañeros en la oficina; en las noches, hurtaba pequeñas porciones de comida —una rebanada de pan, una cucharada de arroz— de las provisiones de sus roomies.

Por fortuna, un coterráneo estaba atravesando el mismo proceso en la ciudad: había terminado con su novia y ahora vivía solo en el apartamento, así que lo invitó a mudarse con él.

En los open mics en los que se presentó no le fue, a su juicio, bien. La mayoría de esos espacios ofrecen cinco minutos por comediante, mientras que el fuerte de Jóse Rafael es contar historias: necesita tiempo para desarrollar el chiste. A eso hay que sumar las diferencias culturales que ya había vivido Nanutria y la de la velocidad del habla. Más adelante, Estefanía León haría un curso sobre doblaje en el que se daría cuenta de que los venezolanos hablan casi al doble de velocidad que los mexicanos.

—Coño, yo no quiero ir más a este terreno, yo más bien voy a traer a los mexicanos a mi terreno. Yo voy a jugar mi fútbol en su territorio, para que vean que es un fútbol del carajo también —decidió Jóse Rafael.

Le pidió a la gente con la que trabajaba que le cuadraran un show de stand up y dividieran las ganancias. Se presentó ante ochenta personas, la mayoría venezolanos, en Departamento Bar. Y le fue bien, aunque el ruido de la disco que funciona en la parte de abajo entorpeció el efecto de los chistes.

Entre 2010 y 2017 en Venezuela surgió una nueva especialidad: productores de comedia. Gente que, ante el boom, organizó presentaciones en todo el país. Para los teatros era muy costoso montar obras en medio de la hiperinflación, por lo que cedieron las tarimas a los comediantes. Después de 2017, el flujo de shows decayó. Tras las protestas de ese año, vino un éxodo muy fuerte y en casi todo el país la mayoría de los telones bajaron, al tiempo que los humoristas que se habían hecho famosos empezaron a migrar.

Para 2018, parte de esa migración todavía estaba asentándose y gente como Jóse Rafael ni siquiera pensaba en cómo volver a hacer presentaciones de quinientas personas. En 2022 el periodista Óscar Medina, entrevistando a un Chris Andrade ya muy famoso gracias a Escuela de Nada, le preguntó: “¿Te has dado cuenta de que la emigración de venezolanos ha beneficiado a tres tipos de personas: a los coyotes, a los músicos y a los humoristas?” A finales de 2018, ya varios productores empezaban a intuir ese destino. Apareció la oportunidad de que Jóse Rafael hiciese un show en Santiago de Chile.

Ya en el teatro, caminó desde el camerino hacia la tarima como un gladiador que se levanta desde el fondo de la arena: las cuatrocientas personas del lugar le aplaudieron. Volvió a firmar autógrafos.

—Ah, este soy yo.

El amigo con el que vivía decidió regresarse a Venezuela y Jóse Rafael le pidió que no vendiera las cosas ni entregara el apartamento: él haría el esfuerzo de comprarle todo y pagar el alquiler.

Vio por televisión un reportaje sobre los migrantes venezolanos que caminaban desde el estado Táchira (Venezuela) hasta Bogotá, Lima, Quito y otras ciudades. El reportero entrevistó a alguno, le deseó suerte y se subió a su carro. Jóse Rafael sintió una nuez en su diafragma: ¿por qué los periodistas iban, grababan y dejaban a las personas a su suerte? Alain Gómez, el vocalista de Famasloop, almorzó en su casa y lo instó a acompañar a la gente y grabarla:

—Tú eres el único que lo puede hacer.

En enero de 2019, voló hasta Cúcuta y de allí, con la productora Silvia Baquero, inició un trayecto a pie hasta Bogotá: 569 kilómetros en los que se unieron a un grupo de migrantes y padecieron juntos el frío, el cansancio, el dolor. Vio a una mujer hacer ese recorrido con un bebé en los brazos, vio a personas con discapacidad, sintió hambre y el absurdo de ser venezolano. Estuvieron apretujados en la maleta de un autobús que les dio la cola, junto a otras cinco personas, durante diez horas, como si fueran bolsos que no pudieran morir por el monóxido de carbono.

Aunque su idea inicial era llegar a Lima, Bogotá le resultó una meta decente. Él se había imaginado a sí mismo como el héroe de una comedia de acción que necesita izar su bandera en territorio lejano; por eso, tras llegar a la meta, le dijo a Silvia Baquero:

—Me vas a disculpar, pero yo creo que tú y yo deberíamos besarnos.

Así terminan ese tipo de películas, ¿no? En efecto, se besaron: tras siete días caminando, ninguno de los dos era la misma persona que empezó el recorrido.

—Lo que digo es desde el respeto y la humildad, pero creo que soy una persona que ha hecho esto desde adentro y caminando porque no es que soy un gringo que vino a cocinar un día y luego se va. O lo que hacen los reporteros que van en un carro y hacen llorar a las personas y después se van a un hotel. Lo que yo hice se hizo por primera vez y lo hice yo —declararía más adelante a El Nacional.

En ese instante, sin embargo, tras besar a Silvia Baquero, su mayor orgullo era haber demostrado que sí se puede hacer comedia de cualquier cosa. Incluso, de la tragedia venezolana.

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Después de que la abogada le sugiriera a Nanutria cruzar el río Bravo desde Estados Unidos hacia México, una de las neuronas que aún no estaba paralizada por la depresión le soltó: “Imagínense yo cruzando el río y los otros venezolanos diciéndome: ‘No, estúpido, es para el otro lado’”. Supo que algún día ese sería el remate de un chiste.

Fue obvio que la abogada, más que ayudarlo, le estaba quitando plata, así que poco a poco se olvidó de ella. Habló por teléfono con su novia. Ella no se estaba adaptando bien a México, no conseguía muchas opciones como psicóloga. Él dijo que si se iban a otro país, tendría que ser a alguno en el que al menos uno de los dos pudiera tener papeles lo más pronto posible. Su novia es de ascendencia argentina, así que el destino fue evidente.

Nanutria evitaba preguntarle a ella y a su hermana cómo estaban: no necesitaba más malas noticias. Debía producir dinero para encarar la nueva migración. Preguntó en teatros y bares de Bogotá. Nadie quiso cederle una fecha, no les importaba quién era, cuántos seguidores tenía, ni su currículo como comediante: no lo conocían y no necesitaban saber más nada. Hasta que un miércoles, por medio de un amigo productor, el dueño de un bar le permitió presentarse el siguiente lunes. O sea, el peor día para un espectáculo. O sea, tendría menos de una semana de promoción.

Dicen en Venezuela que la necesidad tiene cara de perro. Por primera vez desde que había salido de su país, colgó un flyer en sus redes. Ese mismo día se agotaron las entradas.

—Yo sentí que me volvió el alma al cuerpo —contó a sus afectos.

El bar decidió abrir otra fecha, el martes. También se agotó. Abrió una más, para el miércoles. Ídem.

—Qué bolas que lo que yo traté de hacer en México en diez meses lo logré en Bogotá haciendo una publicación en Instagram.

La venezolanidad de la que tanto había huido acudió a su ayuda no solo para demostrarle que, pese al olvido, seguían valorando su trabajo, sino para recordarle que, le gustase o no, antes que standupero o comediante, era venezolano.

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A finales de 2019 Chucho Roldán estaba trabajando a distancia en Plop. En dicha empresa querían hacer un formato largo. A varios pódcast de otros comediantes venezolanos parecía estarles yendo bien. Se decidieron a hacer algo parecido, con un toque propio, y una incuestionable ventaja: empezarían, desde el día uno, con todos los beneficios que ofrece una productora consolidada. Chucho y Plop incluyeron a Daniel Enrique en el proyecto. Era obvio quién era la persona indicada para completar el tándem.

El 20 de julio de 2020, en plena pandemia, Chucho Roldán y Daniel Enrique se trasladaron al apartamento de Estefanía, quien al fin había logrado mudarse sola. Filmaron el primer episodio de El Cuartico. Pronto empezarían a marcar diferencia, no solo por el pódcast en sí, sino también por los sketches con los que hacen la intro a cada episodio.

En el apartamento, Estefanía solo iba de la cama a la mesa de trabajo, ida y vuelta, con breves pasos por la cocina y el baño. El mundo estaba en diferentes tipos de cuarentena, las redes sociales se llenaban de mensajes de ansiedad, estrés y soledad. Pero en la vida de Estefanía, que ahora combinaba El Cuartico con la agencia en la que escribía de reguetón, al fin empezaba a haber sonrisas.

En julio de 2021, su familia en Caracas le contó que todos estaban contagiados de covid. No había ni quien pudiera manejar el carro para salir desde Petare a comprar los medicamentos.

Agarró un vuelo para Venezuela. Durante dos semanas, prestó apoyo en todos los temas operativos de la casa materna. Guantes y tapabocas eran su indumentaria cotidiana. No publicó en redes que estaba en su país, no visitó a nadie. Una vez hubo regresado a México, no pasó mucho tiempo antes de que su hermano, el único que todavía vivía en el hogar materno, le anunciara que ya no soportaba lo cara que estaba la ciudad y el resto de penurias: migraría junto con su esposa.

—Bueno, mamá, ¿qué quieres hacer? Mi hermano se va —preguntó Estefanía días después por teléfono.

Le dio la opción de quedarse sola en su casa en Caracas o mudarse con ella a México. En agosto de 2021 ambas se reencontraron en la Ciudad de México.

La recepción positiva de El Cuartico se palpaba en redes. Algunos de sus sketches se volvían virales entre los venezolanos, los comentarios en cada video de YouTube eran muchos, al tiempo que subían las reproducciones. Chucho Roldán y Daniel Enrique renunciaron a sus otros trabajos. Estefanía no: tenía a su mamá recién llegada y necesitaba todo el dinero que pudiera conseguir mientras se estabilizaban en esa nueva vida.

Poco más de un año desde el primer episodio, El Cuartico ya tenía las condiciones para hacer algo que a muchos pódcast les lleva más tiempo: una presentación en vivo. Fue en el club de comedia 139, de la Ciudad de México. Estefanía no sintió el malestar que la acosaba antes de hacer stand up, más bien tenía los ojos muy abiertos.

—Hija —se le acercó su mamá, con los brazos en jarra—, ¿esta gente vino a verlos a ustedes?
—Sí, mamá —parpadeó varias veces—, ¿qué loco, no?

Era 2 de octubre de 2021: se estaban cumpliendo tres años de la muerte de su papá. De aquella muchacha que migró, adolorida y sin trabajo, a esta que ahora hacía un chiste en redes y se volvía trending topic había una distancia casi tan grande como la que separaba al país en el que nació de aquel en donde ahora vivía. “Qué bueno que al final esta fecha la vas a recordar no solo por algo triste”, se dijo frente al espejo.

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—Hijo, yo no me voy a meter en tu trabajo. Solo te diré una cosa, porque veo que tú eres muy arriesgado y te gusta el peligro: prométeme que te vas a morir después que yo.

Eso le había dicho a Jóse Rafael su papá —un hombre viudo, que pasó todo su matrimonio sabiendo que en cualquier momento su esposa podía fallecer de la enfermedad del corazón con la que nació— después de que el comediante viviera en la calle por cinco días. Ahora tenía el pecho más inflado que paloma orgullosa al ver Caminantes.

Muchos migrantes que se habían marchado a pie o en autobús le escribieron a Jóse Rafael para decirle que no solo se habían reído, sino que también habían llorado. Le daban las gracias. Él decidió que el siguiente paso sería hacer un road trip por Estados Unidos. Por supuesto, partió solo con Silvia Baquero.

El plan era el mismo: grabar todo en clave de humor. Viajaron en junio de 2019, alquilaron un carro y empezaron a manejar. Él se sentía en una suerte de luna de miel de plástico, pues ni se había casado ni tenía planes de hacerlo: su última separación le había dolido mucho. Aunque él y Silvia compartían como pareja de trabajo y sentimental, insistía en que no quería tener novia.

En California visitaron una granja de cannabis legal. Jóse Rafael fumaba desde los veintiún años. Una vez fumó antes de entrar a la radio y el programa salió hilarante. Hizo la prueba con el stand up y juzgó que tuvo resultados parecidos. Desde entonces, fumaba desde la mañana hasta la noche.

La granja era casi un sueño. Le regalaron diferentes tipos de marihuana, que guardó en el carro. Él y Silvia continuaron el viaje. En agosto tomaron un atajo por Sierra Blanca. Un punto de policías federales les ordenó detenerse. El oficial les explicó que el perro antidrogas había dado señales de alarma, que debían revisar el carro. El federal encontró la marihuana.

—Sí, es mía —dijo Jóse Rafael—, me la dieron en California. Es legal.
—No —respondió el funcionario—, en California el cannabis es legal. Aquí en Texas, no solo es ilegal sino que es pecado.

Jóse Rafael pidió perdón. Se mostró dispuesto a aceptar la correspondiente multa.

—¿Multa? No, usted está arrestado.

Jóse Rafael y Silvia intercambiaron miradas. Ella insistió en que entonces debían llevársela también. Hubo un tira y encoge hasta que el oficial les recomendó que uno asumiera todos los cargos y el otro se quedara afuera, si no ¿quién los iba a sacar de prisión? Jóse Rafael fue ingresado en Hudspeth County Jail. Lo obligaron a desnudarse, le hicieron una revisión exhaustiva y le entregaron el uniforme.

—No estés triste —le dijo un policía con un español forzado—. Deberías estar orgulloso. Porque aquí es donde los hombres formamos a los hombres.

Cuando se puso el uniforme blanco y negro, no solo no se reconoció, sino que recordó que llevaba años pidiendo estar en un lugar en el que solo se hablara inglés, a ver si así terminaba de aprender el idioma. “Coño, de verdad que en las últimas cuarenta y ocho horas he tomado pésimas decisiones”, pensó.

Le tocó compartir celda con otros siete presos. Uno de los primeros días, se metió a bañar y al rato sintió que alguien lo abrazaba a través de la cortina de plástico. Forcejeó. El agresor era más fuerte y trataba de penetrarle el ano con el dedo. Tras introducirle una parte, Jóse Rafael, mientras gritaba, logró pegarse contra la pared. El ruido hizo que los otros reclusos se acercaran.

—Fui yo —dijo el agresor—, solo le estaba haciendo una broma. No se preocupen que él es un fucking greenstick —era la forma en la que llamaban a los nuevos.

Con su mente echa una estación de metro en hora pico, Jóse Rafael se acostó a tratar de dormir. Sintió algo blando en sus dedos. Abrió los ojos y vio a su agresor: el hombre le había puesto su pene sobre la mano.

El grito con acento venezolano llamó la atención de los demás. Otro de los reclusos le dio un par de puñetazos al tipo que tenía los genitales afuera. Todo se calmó. Esa noche Jóse Rafael durmió con un lápiz en la mano, como quien se aferra a un puñal.

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En noviembre de 2018 el comediante Nanutria aterrizó en Buenos Aires y al poco tiempo llegó su novia. A ella, que tenía nacionalidad argentina, le fue fácil encontrar trabajo. Él no quiso repetir los errores de México. Cuadró un show en un teatro para trescientas personas. Lo llenó. A la salida, lo esperaban para pedirle fotos.

—Ah, sí es verdad que yo en Venezuela era famoso.

Buscó un bar para hacer una función el próximo fin de semana. Encontró un espacio de sesenta personas. Anunció el espectáculo. Se agotó. Repitió la fórmula la semana siguiente y la siguiente y la otra de arriba. La demanda nunca cesaba. Estaba ingresando suficiente dinero para vivir.

La mayor parte de los venezolanos residenciados en Argentina tienen entre dieciocho y cuarenta años y más de la mitad cuenta con estudios superiores, lo que los ubica no solo como un gentilicio privilegiado dentro del país frente a los extranjeros de otras nacionalidades, sino también frente a sus coterráneos residenciados en otras latitudes, como Chile y Ecuador. Estamos hablando de alrededor de 180 mil migrantes, la mayoría de los cuales viven en Buenos Aires, con la capacidad de acceder a formas de entretenimiento de la clase media. Ese era el público de Nanutria, quien esta vez no trató de mimetizarse con el entorno sino que decidió hablar con un slang venezolano fácil de entender y que traducía a los coloquialismos argentinos cuando era necesario.

¿Quién era ese tipo que podía darse el lujo de llenar una función semanal, ese recién llegado que estaba logrando cifras de taquilla solo a la altura de figuras reconocidas? Dueños de teatros, bares, standuperos, público y productores argentinos se hacían preguntas por el estilo.

Nanutria empezó a moverse en el círculo de los comediantes más selectos. Tejió amistad con Lucas Lauriente, quien, junto a Luciano Mellera, había llenado el Teatro Luna Park años antes. Lucas lo invitó a abrirle un show en Rosario frente a seiscientas personas.

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Jóse Rafael siempre creyó que tenía un don. Un día, estudiando en la universidad, se lo comentó a una amiga. Señaló a los diferentes grupos de alumnos que hablaban entre ellos a la espera de entrar a clases y dijo que podía hacerlos reír a todos. Se acercó al primer corro, y lo logró. Se acercó al segundo, y lo mismo. Al final, arrancó carcajadas como en seis grupos diferentes.

Ahora, doce años después, estaba frente a un preso que le preguntaba a cuánta gente había matado.

—Ninguna.
—No entiendo por qué pones esa cara cuando digo matar. En mi familia todos hemos matado.

El preso le contó la historia de su madre y su padrastro. Este último, que era narcotraficante, un día quiso violarla. Puso su pistola en la mesita de noche, tumbó a la mujer y le apretó el cuello. Cuando estaba bajándose la cremallera, según el relato, ella aprovechó para agarrar el arma y le incrustó una bala en la cabeza.

—Mira, lo que a mí me parece del cuento de tu madre —respondió Jóse Rafael—, es que si tú vas a violar a alguien no puedes dejar la pistola en la mesa de noche.

El preso se rio. Era el mismo tipo que más tarde le daría un puñetazo al recluso que puso su pene sobre la mano de Jóse Rafael. Para este último la lección era obvia. En una celda en la que había asesinos, sicarios y ladrones que hacían cincuenta flexiones al día, estaba lejos de ser el más fuerte, pero podía hacerlos reír.

Oswaldo Graziani, socio fundador de Plop, vivía en Miami y trabajaba en el área de marketing de una empresa de cannabis legal. Le consiguió un abogado. En el peor de los casos, resolver su situación podía llevar año y medio, explicó el jurista. En el mejor, seis meses. Otra opción era pagar la fianza de trescientos dólares y ser deportado. Pero en Venezuela, debido a sus chistes incómodos, Jóse Rafael tenía una orden de captura. Sabía que muchos actores del chavismo hablaban públicamente de él de forma amenazante. Lo mejor que podía hacer era esperar, aunque seis meses se le antojaban una eternidad: al principio había creído que, al no ser delincuente, estaría máximo un par de días encerrado.

Pasaba las noches llorando, forzaba su inglés y aprendía rápido. El preso que abusó de él fue trasladado al poco tiempo. No obstante, nunca faltaba quien le buscara pelea. Por ejemplo, un hombre musculoso que se sacudía la caspa sobre su cama y lo miraba fijo:

—¿Tienes algún problema?
No. I love it —respondía Jóse Rafael fingiendo ojos de placer.

El provocador, que en otra ocasión le dio una cachetada porque sí, no supo cómo reaccionar.

El abogado le explicó que se necesitaba armar una carpeta que probara quién era Jóse Rafael (en la que se incluiría hasta el signo de verificación de su cuenta de Instagram). Silvia regresó a México con esa misión y recibió el apoyo de Led Varela. A medida que el abogado conocía más del caso, el pronóstico mejoró: en máximo seis meses debería poder resolverse todo. El comediante, al que en la cárcel le decían “Venezuela” y “Coño” (la interjección de sorpresa que más repetía, pues vivía asustado), durante parte de su vida se creyó intocable, un destinado a la gloria que no moriría antes de cumplir su misión, el José Antonio Páez de la comedia venezolana. Ahora tenía miedo a la muerte y al abuso sexual.

En una de las tantas llamadas que compartió con Silvia, le preguntó si quería ser su novia. Ella aceptó. Le dijo entonces que podía mover sus cosas al apartamento de él y buscar a su perro, que en la Ciudad de México lo estaba cuidando la también comediante Nadia María. Con ese caramelo en el paladar, pidió a los guardias una libreta. Los presos tenían solo una hora de luz del sol a la semana, cuando les permitían salir a un patio. El resto del tiempo estaba en la celda, con un televisor que controlaban los más fuertes. Así que él se puso a escribir.

Tenía mes y medio encerrado, cuando Silvia Baquero, por teléfono, anunció:

—National Geographic quiere comprar Caminantes.

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Desde que se bajaron del avión, en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, había personas viéndolos. Era abril de 2022. Chucho Roldán, Daniel Enrique y Estefanía León estaban de vuelta en Venezuela para hacer un show en vivo de El Cuartico. Varias personas los pararon pidiéndoles fotos. Estefanía se sentía en un reality. Cuando migró, poco más de tres años antes, había gente que sabía quién era, sobre todo por De a toque, pero nada se comparaba a esa sensación de entrar a un restaurante y darse cuenta de que las personas hablaban de ella.

Faltaban tres días para la función. Sentía los hombros pesados, revisaba los detalles una y otra vez. Le ofreció a su tía entradas de cortesía:

—Noooooooooooooooo, yo no quiero esas entradas. Yo las voy a comprar porque quiero estar en primera fila.

La exesposa de su papá la llamó para gritarle:

—¡¡¡Estefaníaaaaaa, tú eres famosaaaaaaa!!!

Hubo quienes le escribían para contarle que estaban atravesado una depresión o un duelo y que escucharlos a ellos era lo único que los sacaba, por un instante, del malestar. A Estefanía le costaba dimensionar esos comentarios, a veces es difícil sentir la consistencia de las palabras, su peso. Entender lo que significa ser la corriente de aire que refresca el ahogo de una persona deprimida.

Las redes de Estefanía habían crecido. Para ella, sin embargo, las interacciones digitales son, usando una metáfora de la película Paterson, como darse una ducha con un impermeable. Cuando salieron a escena, en el Anfiteatro del Hatillo —que tiene capacidad para setecientas personas—, se quedó boquiabierta. Y cuando empezaron los chistes, sus músculos se relajaron: fue el show con más modismos venezolanos que hicieron. Dicen que una de las dificultades de migrar es que nunca regresas a tu país: el lugar en el que creciste cambió cuando vuelves a verlo, las personas lo mismo y tú también. Con Estefanía sucedió eso, para bien. Cuando, deprimida y en duelo, dejó Venezuela, parecía imposible que recibiera en Caracas una ovación como la que ahora, al final del show, estaban recibiendo. Con los ojos volviéndose dos laguitos, pensó: “Yo nunca voy a olvidar este aplauso”.

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Terminó llevándose bien con los otros presos. Casi todos estaban ahí por temas de drogas. Un caso curioso era el de un jordano cuya esposa tenía cáncer terminal y el médico le había recetado marihuana medicinal, que él compró en una tienda: los policías lo pararon con eso en Texas y lo metieron preso. El hombre, musulmán, rezaba cada día. Era el más tranquilo, decía que era algo transitorio y que si estaba allí era por alguna razón superior. Jóse Rafael empezó a rezar con él. El jordano oraba en su idioma, mientras Jóse Rafael a su lado pronunciaba el “Padre nuestro”.

Hubo quien le preguntó qué se sentía estar parado frente a ochocientas personas.

—Es increíble.
—Naaah, tú me estás mintiendo.

Los demás reclusos —que se reían con sus chistes— le explicaban los códigos al comediante. Por ejemplo, al terminar de comer había que dar dos golpes con los nudillos en la mesa, era una forma de anunciar que te ibas a levantar. En una de sus crisis, Jóse Rafael dijo que no iba a seguir haciendo eso, que no tenía sentido: todos sabían que él no le iba a buscar pleito a nadie.

—Sí —lo aleccionó otro recluso—, pero es que tú no estás en un hospital ni en un colegio, estás en una cárcel y aquí están las peores personas del mundo, incluyéndome. Así que mejor cumple las normas.

Un día, después del desayuno, un oficial le entregó una carta en la que decía, palabras más palabras menos, que una persona de la calidad de Jóse Rafael Guzmán era más útil en libertad que en una prisión, por lo que sus cargos serían removidos. Habían pasado dos meses y medio desde que lo habían encerrado.

Silvia Baquero, negociando en su nombre y usando su firma digital, había concretado la venta del documental a NatGeo. Quizá podrían ver la emisión juntos. Salió de la cárcel con una deuda de 150 mil dólares en abogados y una libreta en la que había escrito el 70 % de su próximo especial de stand up.

Lo recibió en El Paso la hermana del productor mexicano Pepe Garza, de quien es amigo. Se sentía en una dimensión paralela y su mirada sugería lo mismo. El esposo de la mujer le dijo:

—Wey, te voy a mostrar algo, que acabas de salir de la cárcel, que no le muestro a nadie.

Se trataba de un Mustang del 69, restaurado.

—¿Quieres correr como el fuego? —agregó.

Jóse Rafael, en el asiento del copiloto, sintió que dejaba volar parte de su estrés mientras el vehículo avanzaba.

Más tarde, Charly Nelson, un amigo venezolano, lo fue a buscar.

—Estoy mentalmente incompetente, soy como un niño: sácame de esta mierda —pidió Jóse Rafael.
—Okey, pero ¿cómo compramos los pasajes?, ¿tienes plata?
—Lo perdí todo en abogados. Sácame, sácame; llévame para Miami, que aquí siento que me van a meter preso en cualquier momento.
—¿Quieres que alquilemos un carro y terminamos el viaje, lo que te faltó?, ¿o sea, que lleguemos a Miami en carro?
—¿¡Tú-eres-marico!? Sácame de aquí en avión para llegar a Miami lo antes posible, estoy demasiado cagado.

En Miami lo recibió Oswaldo Graziani. Jóse Rafael estaba arisco, con la mirada perdida, nervioso. En los siguientes días hizo lo único que sabía hacer para sanar o evadir: se puso a trabajar. Terminó la rutina, que llamó “Sin robar a nadie”. Anunció una función en el Miami Improv, el famoso teatro en el que, por ejemplo, Jerry Seinfeld prueba chistes. Agotó seis funciones, dejó sin espacio a Seinfeld por un mes. Pero aunque sus cargos penales habían sido removidos, su visa también: debía salir de Estados Unidos.

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Cuando Nanutria migró a México a finales de 2017, se dijo que si le iba mal, iba a ser el único mesonero con cuenta de Twitter verificada. Casi dos años después, volvió a Venezuela para presentarse en Caracas y agotó tres funciones en cosa de horas. Había reconectado con su público natural al tiempo que empezaba a hacerse conocido entre los argentinos. En 2020 participó en la “Batalla de comediantes”, una competición estilo enfrentamientos de freestyle en la que los standuperos se agreden verbalmente. Fue el único extranjero que participó en esa edición y resultó ganador.

Teniendo tanto tiempo libre en la semana, creó un pódcast que lo ayudó a seguir conectando con el público, que luego pagaba una entrada por verlo en vivo. También cocreó otro programa: Tercermundistas, junto a Lucas Lauriente. Y más adelante, en la pandemia, participaría en Aislados, un pódcast que conducía con Lucas, Luciano Mellera y Nicolás De Tracy.

Poco a poco sus chistes, al principio muy enfocados en sus vivencias como venezolano y en la migración, fueron abriéndose a abordar diferentes situaciones de la vida cotidiana en Argentina. Llegó a un punto en el que su humor funciona en casi cualquier lugar hispano. Al mismo tiempo, sin las urgencias económicas y en medio de una ciudad diseñada para el esparcimiento, él y su novia empezaron a disfrutarse sin estrés.

Durante el Mundial de Qatar vivió cada partido de la Albiceleste en la ciudad que ya sentía como su hogar. Él, que viene de un país que nunca ha clasificado a un Mundial, se veía representado en la selección que comandaba Lionel Messi. Celebró la obtención de la tercera estrella. Salió a festejar al obelisco, en el que millones de personas coreaban el nombre de sus ídolos. Un par de adolescentes argentinos lo vieron y también entonaron su propio cántico. Solo que no corearon el nombre Messi, ni al Dibu Martínez, a Otamendi, Di María o Lionel Scaloni. Ellos, alzando las manos y dando brincos, cantaron:

—¡Nanuuuutria, Nanuuuutria, Nanuuuutria!

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Jóse Rafael empezó a presentar “Sin robar a nadie” a principios de 2020. Desde la primera función, en México, el feedback que recibió fue positivo. La gente, risas de por medio, quedaba impresionada con la crudeza del cuento.

—Me molesta la joda cuando uno dice que estuvo en la cárcel y te preguntan si te violaron. “Ah, se te cayó el jabón; ah, ¿te cogieron?” Marico, cuando a alguien de verdad le pasa una vaina así, duele. Entonces, yo no sé cómo explicarle a la gente que dejen de hacer esa maldita pregunta y que vayan al stand up y ya […]. Y hay gente que dice: “Ay, tú sí puedes hacer chistes de todo el mundo”. ¡No, marico, yo no hago chistes de todo el mundo! Yo no voy adonde una persona que se la cogieron en la cárcel a decirle: “¡Te cogieron en la cárcel!” ¡Jamás lo he hecho y jamás lo voy a hacer! Yo toco el tema de personas con síndrome de Down. ¡Yo jamás he hecho sentir mal a una persona con síndrome de Down! Si ustedes no entienden la diferencia entre chiste y burla, yo no los puedo educar —diría Jóse Rafael, en 2022, en El súper increíble pódcast de Nanutria.

Recién llegado a la Ciudad de México, con mirada de trauma, le decía a Silvia Baquero:

—Yo sé que tengo cara de loco, pero por favor no me tengas miedo.

Ella le respondía que no le temía. Él se ponía a llorar.

Iba a terapia tres veces por semana. Pidió a la psicóloga que lo mandara a un psiquiatra para que le recetaran algo que encogiese su ira. Le gritó a su perro, que parecía ignorarlo.

—Necesitas pasar tiempo con él —sugirió Silvia—, estuviste fuera mucho tiempo y él aún era cachorro. Tienen que retomar el vínculo.

Desde que había llegado, no era capaz de tocar a su pareja. Se sentía sucio. Le llevaría mucha terapia y tiempo recuperar la disposición para intimar físicamente.

A una de las presentaciones del comediante en la Ciudad de México asistió, por casualidad, la gerente de Spotify México. La mujer, al finalizar, se dirigió al camerino y le dijo que quería hacer un pódcast sobre esa historia. Jóse Rafael estaba en una etapa en la que desconfiaba, en la que a una parte suya le daba rabia que le fuera tan bien a su espectáculo: le molestaba que la gente se riera de los chistes —que él mismo había escrito— sobre lo peor que le había pasado. Con esas contradicciones convivía, cuando al día siguiente se reunió con la gerente de Spotify.

Mucha gente en redes sociales lo había tildado de drogadicto, lo había despreciado y hasta se burlaba de él. Había perdido seguidores y público. Como nunca antes brilló la reputación que había cosechado desde Venezuela: debido a su poco miedo al ridículo y a que en diferentes formatos de humor es tan impredecible como un demonio de Tasmania, decían que era un loquito; la mayoría, sin saber que de su admiración por los Navy Seals había cosechado una disciplina casi militar para el trabajo.

El pódcast se estrenó. Según él, llegó al puesto dos en Panamá, al tres en Argentina, al cuatro en Colombia, al cinco en México y al catorce en Estados Unidos. Sí, al catorce en Estados Unidos: el número uno allí es el de Joe Rogan, quizá el más escuchado del planeta.

Un taladro de recuerdos le abrió el pecho hasta llegar al pozo de sus lágrimas mientras escribió el pódcast y escuchó el material grabado. Con el producto final también estaba echando cemento sobre las heridas.

—Para mí es muy importante la aprobación de la industria, tener ese sello. Hay gente que no le para bolas, que con llenar sus shows están tranquilos y listo. Pero yo tengo fama de loco. ¿Y sabes qué? Los locos no están en NatGeo. ¿Quién coño está en NatGeo? ¡Nadie está en NatGeo, weón! Los locos no están en Spotify, ni se presentan en el Royal Albert Hall, ni agotan funciones en el Miami Improv.

El mito griego es el siguiente: Deméter estaba triste debido a que Hades había raptado a su hija, Kore (Perséfone). Solo alguien pudo sacarla de sus lamentos: Yambe, la diosa del humor y la poesía, que le hizo chistes subidos de tono y Deméter volvió a reír.

Es lógico que uno de los países occidentales al que peor le ha ido en lo que va del siglo XXI al mismo tiempo haya parido un montón de comediantes que ahora están regados por el continente. Algunos han empezado a hacerse conocidos tras vivir en otros países (Ángelo Colina, en Estados Unidos; Poly Díaz, en México; César Aramís, en Argentina), por lo cual, como pasa con los escritores —Junot Díaz o Roberto Bolaño, por ejemplo— se ha gestado esa nueva forma de ser físicamente de un lado y artísticamente del otro: ser una mezcla de proporciones imposibles de distinguir.

Estefanía León se preguntó durante toda la primera gira de El Cuartico qué pasaba si no vendían las entradas. Por fortuna nunca lo averiguó: siempre hubo sold out. En España, previo a una función, renunció al trabajo en el que escribía sobre reguetón. Ahora, con su vida más ordenada, sigue formándose para algún día protagonizar una sitcom.

Nanutria todavía no puede entrar a México. Nadie le ha ofrecido una solución legal a su problema y no quiere recurrir a los caminos verdes. Cuando le pidió a la abogada los papeles alusivos a los trámites legales que se hicieron, esta se puso a la defensiva y nunca se los envió: teme que ella haya hecho cosas sin su consentimiento. Para más inri, según ha averiguado, parte del problema es que las autoridades mexicanas no acostumbran dar detalles precisos sobre los motivos por los que se revoca una visa, por lo que se hace muy engorroso todo el proceso legal: no sabe exactamente cuál es su situación. En Buenos Aires, mientras tanto, pasó de hacer un show semanal para sesenta personas a hacer uno para doscientas ochenta. Llena salas en toda Argentina como si fuera un comediante local. Quizá lo sea. ¿Su objetivo? Que este sistema le dure al menos veinte años más.

Jóse Rafael Guzmán estuvo, en 2023, en Guinea-Bissau, donde volvió a ejercer la odontología junto a un grupo de voluntarios y, por supuesto, grabó la experiencia en clave de humor. Aunque recién salido de la cárcel siguió fumando marihuana, ya la dejó. Siente que pasar el día drogado atentaba contra su productividad.

—Papá, escuchame —imita el acento argentino—, por un lado me siento el José Antonio Páez de la comedia y, por otro lado, me siento el diez de la comedia.
—¿De la comedia mundial, de la latinoamericana o de la venezolana?
—Coño. De la mundial —se pone serio— es jodido. De la comedia hispana sí. Y los que no lo piensen hoy lo pensarán mañana —pausa, alza un dedo, vuelve el acento argentino—. La comedia, papá, la comedia no se mancha.

Esta crónica fue construida con base en los testimonios de Jóse Rafael Guzmán, Víctor Medina (Nanutria) y Estefanía León, así como a partir de las declaraciones que ellos, sus amigos y su entorno en general han dado a otros medios.

El relato de lo que le sucedió al comediante Víctor Medina en el aeropuerto de la Ciudad de México corresponde exclusivamente a su testimonio. El nombre de la empresa y de la persona que “patrocinó” su estadía provienen de su declaración, en entrevista con el autor de este texto.

El relato de lo que le sucedió a Jóse Rafael Guzmán dentro de la cárcel corresponde exclusivamente a su testimonio.

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Ilustración de Fernanda Jiménez.

La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

La comedia que tuvo que migrar de Venezuela

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Ya es muy poco —en realidad, nada— lo que Venezuela puede ofrecer a los jóvenes. Tres comediantes talentosos vieron cómo sus carreras se truncaban mientras el país se desplomaba por la hiperinflación, la escasez de todos los productos, la miseria, los asesinatos, los robos, los presos políticos. Seguirían siendo comediantes, pero primero tendrían que migrar del país y empezar desde cero en otras naciones latinoamericanas. Estas son las historias de Nanutria, Jóse Rafael y Estefanía León.

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—Me metieron al cuartico.

Eso fue lo último que le escribió a su novia Víctor Medina, el comediante mejor conocido en Venezuela y fuera de ella como Nanutria, desde el aeropuerto de la Ciudad de México. Ella se encargó de avisarle a su cuñada. Cuando juzgaron que ya había pasado demasiado tiempo, las chicas buscaron asesoría de una abogada venezolana, residenciada en México, especialista en temas de migración. Cada una, desde el lugar en el que se encontraba en ese día cualquiera de rutina laboral, agarró un taxi rumbo al aeropuerto.

Sonó el teléfono de la novia de Nanutria. Era él. Habían pasado más o menos cinco horas desde que envió aquel mensaje.

En ese tiempo, la funcionaria mexicana que lo retuvo, tras un vuelo con retraso que había despegado trece horas atrás de Madrid y había hecho escala en Bogotá, le quitó su teléfono, su DNI y todos sus documentos que probaban que tenía residencia legal en el país. Lo llevaron a una sala llena de prejuicios fenotípicos, que se vació y se llenó tres veces antes de que Nanutria, harto de esperar, exigiera explicaciones.

—Víctor Medina, tiene prohibida la entrada a México.
—No puede ser, si yo vivo aquí.
—Ya no.

Había escuchado casos de venezolanos residenciados en México que cuando salían luego no los dejaban entrar y solía bromear con su novia sobre la posibilidad de que le tocara cruzar la frontera terrestre a pie. Los chistes, ya se sabe, son formas de aliviar los miedos. Por eso, antes de viajar a España llamó a la responsable de la empresa que había gestionado su residencia temporal, para asegurarse de que no fuese a haber ningún problema. La mujer, al otro lado de la línea, se ofendió y le espetó que tales dudas le parecían una falta de respeto.

Condujeron a Nanutria a un cuarto. Sin comida —ni televisor, teléfono o libro—, obligado a pedirle agua a un oficial cuando tenía sed, se resignó a hablar con su único compañero en el lugar: un ecuatoriano al que, según, no lo habían dejado entrar porque no creían que hubiera ido de vacaciones a Cancún sin maleta. Entonces lo llamaron a una suerte de oficina.

Todavía sin darle detalles de cuál era el problema e insistiéndole en que cualquier trámite tenía que resolverlo fuera de México, le dijeron que podía hacer una llamada. Él pidió hacer dos. El funcionario pareció ablandarse ante su confusión.

Lo que le habían explicado, le dijo Nanutria a su novia por teléfono, era que tenía dos opciones. Una, permanecer preso en el aeropuerto hasta que todo se solucionara (lo que podría llevar semanas, meses). Dos, que lo devolvieran a su nación o bien al sitio del que venía.

Si escogía que lo enviaran a Venezuela, sería el régimen de dicho país el encargado de gestionar el vuelo. Los funcionarios venezolanos son tan famosos por su eficacia que Nanutria juzgó que si escogía esa opción se iba a convertir en el mejor comediante de la cárcel del aeropuerto. El otro camino implicaba que la aerolínea lo devolviera a Madrid, pero como él había hecho escala en Bogotá también podían enviarlo allá. En la capital de Colombia residía un tío, estaría más cerca de México y la vida no se cotizaba en euros.

Es obvio cuál fue su segunda llamada.

Una vez su novia y su hermana llegaron al aeropuerto, dieron vueltas, hablaron y preguntaron. Un funcionario les dio noticias, les explicó lo mismo que le habían dicho a él y ellas insistieron en que, por favor, lo enviaran a Bogotá. También pidieron que le hicieran llegar un papel en el que ambas habían escrito a mano.

Solo cuando le permitieron abordar el vuelo hacia Colombia —en el que estaban devolviendo a otros cuatro venezolanos—, Nanutria pudo ver que había pasado dieciocho horas retenido. Junto a su celular y otras pertenencias (salvo su DNI), le entregaron una hoja. Era una carta en la que su hermana y su novia le recordaban que lo querían.

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Nanutria fue la primera persona que leyó un guion escrito por Estefanía León, cuando ambos trabajaban en Plop; él ya como jefe, ella como la chica que había dado el salto del área de redes sociales a la de escribir humor. Plop es una de las agencias más importantes de Venezuela, produjo Isla Presidencial y hace Chigüire Bipolar. Este último proyecto ganó el prestigioso premio internacional Václav Havel a la disidencia creativa en 2017. Estefanía se había fajado a escribir durante horas. Luego, le mostró lo hecho a Nanutria.

—Todo esto que está aquí no sirve —dijo él, con tono suave, mientras seleccionaba lo escrito y presionaba borrar.

Desde entonces, las carreras de ambos habían tomado vuelo. Él se convirtió en un referente del stand up comedy en Venezuela. Ella trabajó como guionista durante años en Plop y condujo el pódcast De a toque. Él migraría en octubre de 2017. Ella estaba por hacerlo en diciembre de 2018, luego de que muriera su papá —justo por los días en los que a Nanutria lo obligaban en México a subirse a un vuelo hacia Bogotá.

Ya en 2017 estaba harta: se le salían las lágrimas mientras tecleaba en la computadora. Chucho Roldán, uno de sus compañeros de Plop, le insistió con que fuera al psicólogo. En su primera sesión, habló durante horas de la escasez, del dinero que no alcanzaba, de los presos políticos, de los asesinatos en las protestas. Era obvio que estaba deprimida.

Aunque tenía cierta estabilidad como comediante, las fricciones diarias (que si no se conseguían bolívares en efectivo, que si no había cambio para los billetes de dólares en los locales, que si robaron a fulanito con una pistola) no solo la hacían sentir como una esponja que ya ha fregado demasiados platos, sino que también la llevaban a preguntarse qué más le podía ofrecer laboralmente Venezuela. En Plop se caían proyectos atractivos por falta de presupuesto. Mientras que, siendo su sueño actuar, no había producción audiovisual en un país quebrado.

Aún deprimida y ahora en duelo por su padre, abordó un avión junto a su amigo Daniel Enrique —también comediante, también ex de Plop— hacia una ciudad que ya conocía, le gustaba y en la que estaban viviendo otros comediantes de Venezuela: México DF. Chucho Roldán, que había llegado semanas antes, les dio la bienvenida, los llevó a comer tacos y por un momento se sintió como si los tres estuviesen riendo aún en Caracas, en la oficina de siempre, inventando proyectos. Pero no, estaban en otro país, nadie los conocía y tenían que encontrar trabajo.

Ocupó una habitación en un apartamento de chicas. Alguien en duelo es como una planta que se seca, mientras deja a su alrededor una hojarasca gris. Aunque trataba de llevar la convivencia en paz, inspiraba incomodidad a su alrededor. Y en ella misma: nunca imaginó que su psique tendría la consistencia de una hoja seca.

Daniel Enrique y ella tenían currículos similares, pero a él lo llamaban y a ella no. ¿Machismo? A veces pensaba eso. Sobre todo, después de que en una de las pocas entrevistas que tuvo le dijeron entre líneas que el trabajo era más para un hombre. El empleo en cuestión ni siquiera era de comediante, se trataba de escribir guiones publicitarios.

—Mira, qué horrible que haga esto —le dijo por teléfono a Daniel Enrique, tras cinco meses de búsqueda infructuosa en los que ni siquiera le pasaba por la cabeza su sueño de protagonizar una sitcom—, pero me quedé sin dinero: no tengo para pagar la renta. ¿Será que tú me puedes echar una mano y yo apenas pueda te lo devuelvo?

Daniel había conseguido empleo a los tres meses de haber llegado. Y a ella ya se le habían acabado los alrededor de mil quinientos dólares con los que había abordado el avión.

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Sentía que no le paraban bolas. Cada vez que lanzaba una idea, que soltaba una oración que empezaba con “yo en Venezuela hice…”, lo miraban con fastidio y el mensaje era el mismo: ajá, okey, haz el tuit que te toca. No sabía cómo explicarles que él había sido una estrella de la radio, de la televisión y del stand up comedy en su país. Para los jefes en la agencia de publicidad mexicana que lo contrató, él no era Jóse Rafael Guzmán: era solo otro extranjero que necesitaba trabajo.

A principios del siglo XXI, la concepción de la comedia en Venezuela se resumía a un par de programas de televisión —uno de ellos muy relevante: Radio Rochela— y a los monólogos cargados de groserías del Conde del Guácharo. El concepto de stand up comedy era ajeno y el oficio de comediante era un traje sin medidas. Entre 2008 y 2010 pasaron varias cosas que pusieron los cimientos para un posterior boom. Primero, el nacimiento de Chigüire Bipolar, la página de sátira de noticias producida por Plop; dos, las noches de stand up comedy que se hacían en el Molino Rojo de Caracas, de la mano de Carlos Sicilia, y luego se transmitían por Canal i; tres, el open mic que organizaba George Harris en Teatro Bar, allí, en ese escenario casi sin público se presentó por primera vez Jóse Rafael. Ese día, después de haber querido ser militar, médico, de haber probado ser bombero voluntario y estar estudiando Odontología, supo a qué se quería dedicar.

Una tarde se sentó a hablar con su papá. Había presentado a distancia la prueba para hacer una especialización en la Universidad de Sevilla y graduarse de cirujano bucal. Tras aprobar el examen, debía hacer una entrevista presencial en España el mismo día en el que tendría su primera fecha internacional en Estados Unidos, en una gira junto a George Harris y el Profesor Briceño. Anunció que no iba a seguir estudiando: sería comediante.

Su papá, que estaba fregando, lanzó un plato contra la pared. Lo tildó de loco. Una cosa era tener un hobbie, dijo, y otra creer que de eso podría comer. La conversación duró cinco horas.

—Mira, yo no te estoy pidiendo permiso, yo igual lo voy a hacer. Lo que quiero es tu bendición. Yo sé que voy a ser grande, que voy a ser famoso. Estoy convencido de que tengo un don y que puedo aprovecharlo. ¿Sabes qué es más arrecho que ser el carajo famoso que llena estadios?: ser el papá del carajo famoso.

Y tuvo razón. Perteneció a la primera oleada de standuperos que se hicieron reconocidos en Venezuela y luego formó parte de Chataing TV, un late night show que llegó a tener algunos de los picos de audiencia más altos en la televisión del país. Hasta que, por presiones políticas, lo sacaron del aire. Esto tuvo un efecto rebote: hizo más famoso al elenco, que luego dio una gira internacional. Jóse Rafael pasó a Calma Pueblo, un programa de radio que acumuló oyentes y anunciantes. Hasta que se repitió la fórmula: el régimen los mandó a cerrar. En aquel entonces, un directivo de La Mega, la emisora que producía el programa, se le acercó y le sugirió que lo mejor que podía hacer era irse del país: alguien desde más arriba, nunca sabría quién, supuestamente había mandado a decir que Jóse Rafael Guzmán nunca volvería a estar frente a una cámara o un micrófono en Venezuela.

Él siempre había querido vivir en otro país. Escogió México porque le parecía que, en términos de entretenimiento, era el Los Ángeles de Latinoamérica. Presentó una prueba para ser guionista de Chumel Torres, oficio que ya ejercía su amigo y excompañero comediante de Chataing TV, Led Varela. No lo escogieron. Incrédulo, buscó un trabajo cualquiera en una agencia de publicidad. Tenía treinta y seis años y sintió que lo ponían de nuevo en el principio de la escalera: lo contrataron como community manager.

Era mediados de 2018, compartía un apartamento junto a su novia, con quien había vivido en Caracas. Al mes, sintió que su vida se estaba descomponiendo. Terminó la relación. Y ya que todo se estaba yendo por la borda, decidió vivir en la calle.

—Hijo, ¿qué pasa? —lo llamó su papá desde Caracas—. ¿Quieres que te vayamos a buscar? Me llamó [inserte el nombre de la ex de Jóse] y me dijo que le habías terminado y que ahora dormías en la calle.

—Coño, papá, tranquilo: yo sé lo que estoy haciendo, estoy grabando una vaina que nadie ha hecho y que me puedo hasta ganar un Óscar. Desde que mamá murió, tú has tenido dos mil novias y yo nunca te he dicho nada por terminar con una de ellas. Así que déjame tranquilo, por favor.

Jóse Rafael grabó cómo es vivir cinco días en las calles de la Ciudad de México. Se hizo amigo de indigentes, caminó desnudo, mendigó. Ese sería el primer documental de comedia que subiría a su canal de YouTube y el que empezaría a granjearle el respeto de los comediantes locales. Al terminar de filmar, fue al apartamento que hasta hace poco compartía con su ex, recogió sus cosas y —con el despecho en el diafragma— salió.

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En el vuelo hacia Bogotá, cada pensamiento de Nanutria era como un cable que se enredaba con otro dentro de una gaveta sin fondo. Recordó su llegada a México. Hacía menos de un año que había migrado. Las protestas y las represiones en Venezuela eran recurrentes. La industria del entretenimiento funcionaba a medias. Tuvo que cancelar varios shows y cuando anunciaba alguno siempre aparecía alguien en redes que le espetaba: “Ahorita no estamos en tiempos para chistecitos”.

—Yo quiero que los límites de mi carrera como comediante me los ponga yo y no el país —repetía a sus amigos.

Tenía tres trabajos: uno, en Plop; otro, como locutor en un programa lleno de anunciantes; el tercero, su vida de standupero. No pasaba hambre, pero no podía comprarse un sofá. ¿Acaso la fama local le servía para paliar la alergia en la piel que le salió a causa del estrés? Tenía seis meses con su novia y escogieron México porque allá vivía su hermana, además de otros amigos dedicados a la comedia.

Tres mil quinientos dólares fue su presupuesto: los ahorros de una vida llena de sold outs. Primero llegó él a la Ciudad de México, lo recibió Leo Rojas —comediante, con quien había trabajado en Plop— mientras buscaba empleo y apartamento. Lo contrató El Deforma, un diario de sátira parecido a Chigüire Bipolar. Alquiló un apartamento con su hermana —que hasta entonces vivía en una residencia de mujeres jóvenes— y recibió a su novia. Todo en cosa de mes y medio.

¿Conocer la ciudad? ¿Vida sentimental? Eran tiempos para producir dinero. El objetivo de él y su pareja era lograr mantenerse económicamente en México, y luego ver si la relación seguía funcionando. No tenían espacio para disfrutarse, salían a las siete de la mañana y llegaban en la noche. Nanutria sentía que habían pasado de ser una relación de pocos meses en periodo de prueba a transformarse en un matrimonio de cuarenta y cinco años en el que la pasión fue aplanada por la practicidad.

No quería saber ninguna noticia de Venezuela, de donde salió arrecho por la situación política. Ni siquiera montaba flyers en sus redes sobre sus próximas presentaciones: sabía que su comunidad digital era venezolana y quería intentar llegar a personas nuevas.

Es verdad que se reunía con sus amigos comediantes, Leo Rojas, Jóse Rafael Guzmán. Es verdad que, recién llegado, el también venezolano Bobby Comedia le pidió que le abriera un show y lo presentó con los standuperos mexicanos. Y también es verdad que, estando en México, Comedy Central le grabó un especial. Sin embargo, aún no hacía dinero con sus shows, estaba construyendo un nuevo público en un país que tenía pocas referencias de la cultura venezolana. No lo entendían a él ni a su dialecto, por lo que trató de mexicanizarse. Los pocos venezolanos que lo oían lo sentían falso, mientras que para los mexicanos era evidente que el slang local no le fluía de forma natural. Así y todo, producía risas.

Pasaron diez meses. Empezó a trabajar en la agencia Coyote, se abría paso en la escena underground del stand up comedy mexicano y, aunque su novia no lograba adaptarse (le costaba mucho el tema laboral), la pareja seguía en pie. Nanutria se animó, entonces, a cuadrar con un productor español un par de fechas en Barcelona y Madrid.

Al regresar de esa gira, no lo dejaron entrar a México.

Aterrizó en Bogotá, donde lo recibió su tío, y desde ahí llamó a la persona dentro de la empresa que patrocinaba su estadía en México, Silvia Pérez. Ella le dijo que todo debía de ser un error, que iba a hablar con el director de Migración. Fue la última vez que le atendió el teléfono.

El asunto era el siguiente: para migrar a México era necesario que una empresa se responsabilizara legalmente de ti. Debías tener una carta de trabajo, que la empresa estuviera registrada en Migración y asistir a una primera cita en alguna embajada fuera de México. Como pocas compañías apostaban de esa forma por los migrantes, se creó un mercado de empresas que básicamente prestaban ese servicio a quienes quisieran entrar al país. Por recomendación de un amigo, Nanutria dio con Link Trade Group y acordó con Silvia Pérez que si él tenía shows en México (que podía cuadrarle la empresa o él mismo) debía darles un porcentaje. Silvia Pérez le insistió en su momento en que debía portarse bien.

Por medio de la abogada que lo apoyó, Nanutria se enteró de que Link Trade Group tenía un número absurdo de extranjeros registrados en nómina, por lo que cuando la auditaron se levantó una alerta de posible trata de personas.

—¡Si aquí hay una situación de trata de blancas, yo soy la blanca! —repetía él.

La abogada le explicó al comediante que, dado que había salido del país, ya ella no podía hacer nada: su especialidad, por decirlo de algún modo, era resolver la situación de migrantes que terminaban detenidos en el aeropuerto. Entonces Nanutria dio con otra abogada, también venezolana y residenciada en México, a la que contrató para apoyarlo. Esta segunda jurista no le ofreció ninguna solución legal.

Su novia y su hermana vivían ahora en un apartamento lleno de espinas de ansiedad que se les incrustaban en los ojos. A Nanutria la agencia le permitió hacer home office desde Bogotá unas semanas más antes de buscarle un remplazo. Dormía todo el día, estaba más apático que burócrata nocturno, no tenía apetito.

Todo llegó al paroxismo cuando la abogada le pidió que le escaneara y enviara cada hoja de su pasaporte. Revisó los documentos y, por teléfono, le dijo:

—Ah, pero es que usted tiene visa americana. Usted puede entrar a Estados Unidos.
—Sí, sí tengo.
—¡Excelente! Ya le tengo el plan. Usted, lo más rápido que pueda, va a comprar un vuelo Bogotá-Texas y va a cruzar el río Bravo al revés.
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2018 fue un año importante para la comedia venezolana. Los celulares y las redes sociales se llenaron de videos de George Harris en su show en Miami. El público de Venezuela que consume stand up es en su mayoría millennial y centennial; sin embargo, George montó un programa, con un humor muy de televisión abierta latina, que penetró en distintas generaciones. Era común estar en la sala de espera de un consultorio médico y que una señora de cabello blanco estuviese reproduciendo a todo volumen un clip del comediante. Esto fue una muestra para los venezolanos de que sí se podían conquistar tierras foráneas, y al mismo tiempo puso a salivar a los productores del continente.

A mediados de año, una venezolana que trabajaba en las oficinas de Facebook de México invitó a Nanutria y a Leo Rojas a la sede. Allí les comentó que en el seno de la empresa se estaba empezando a pensar en cómo explotar formatos largos, teniendo presente que en el mercado estadounidense estaban teniendo éxito. A Nanutria eso le hizo tanto clic que más adelante compró los implementos para, al llegar de sus presentaciones en España, empezar a grabar un pódcast con su amigo Chucho Roldán, quien migraría a México a finales de año. Pero, claro, no pudo volver a entrar al país.

Leo Rojas, por su parte, se unió a Chris Andrade y a Nacho Redondo —que también habían migrado a México— para iniciar Escuela de nada, uno de los primeros pódcast venezolanos de comedia y quizá, en términos de métricas, el más exitoso gracias a un principio fundamental en la era digital: si se quiere tener éxito, hay que ser uno de los primeros en llegar.

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Jóse Rafael Guzmán, tras vivir en la calle por cinco días, se mudó un tiempo a Ecatepec —según él, el barrio más peligroso de la zona metropolitana— y filmó la experiencia. Esto hizo que el comediante aumentara su audiencia en YouTube y sentó las bases para lo que vendría.

En 2019, en cambio, Estefanía estaba muy lejos de resolver su vida de la misma manera que otros colegas. Sin dinero y ahora debiéndole plata a su amigo Daniel Enrique, sentía que sus sueños eran un reflejo de su ánimo: se secaban. Hasta que un día la llamaron de una agencia. Le preguntaron cuándo podía empezar.

—Mañana. Mañana mismo.

Trabajó como redactora y community manager, después se fue a otra agencia que le ofreció un poquito más de dinero. Su mamá, a distancia, sufría momentos de ansiedad a causa del duelo de perder a su esposo y, de ñapa, tenerla lejos a ella. La contactaron de un nuevo empleo, en el que su labor sería escribir sobre reguetón. No se parecía en nada a lo que anhelaba, pero al fin empezó a pasarla bien.

Comenzó a ir a open mics en diferentes bares. Antecedía cada presentación con momentos de taquicardia y sudoración. Tuvo noches en que las risas del público apenas la dejaban hablar y otras en las que no se oyó ni el canto de los grillos. No sabía por qué le daba tanto malestar pararse frente al micrófono, solo entendió que no necesitaba seguir haciéndolo.

Mientras tanto, Jóse Rafael, tras fumar su porro mañanero, miraba al cielo y suplicaba:

—Dios mío, por favor, dame la paz.

Había terminado viviendo en una residencia de franceses en la Ciudad de México, donde la rumba era la actividad más popular. Estaba despechado y cobrando un sueldo que no le rendía: completaba sus almuerzos con los restos que dejaban sus compañeros en la oficina; en las noches, hurtaba pequeñas porciones de comida —una rebanada de pan, una cucharada de arroz— de las provisiones de sus roomies.

Por fortuna, un coterráneo estaba atravesando el mismo proceso en la ciudad: había terminado con su novia y ahora vivía solo en el apartamento, así que lo invitó a mudarse con él.

En los open mics en los que se presentó no le fue, a su juicio, bien. La mayoría de esos espacios ofrecen cinco minutos por comediante, mientras que el fuerte de Jóse Rafael es contar historias: necesita tiempo para desarrollar el chiste. A eso hay que sumar las diferencias culturales que ya había vivido Nanutria y la de la velocidad del habla. Más adelante, Estefanía León haría un curso sobre doblaje en el que se daría cuenta de que los venezolanos hablan casi al doble de velocidad que los mexicanos.

—Coño, yo no quiero ir más a este terreno, yo más bien voy a traer a los mexicanos a mi terreno. Yo voy a jugar mi fútbol en su territorio, para que vean que es un fútbol del carajo también —decidió Jóse Rafael.

Le pidió a la gente con la que trabajaba que le cuadraran un show de stand up y dividieran las ganancias. Se presentó ante ochenta personas, la mayoría venezolanos, en Departamento Bar. Y le fue bien, aunque el ruido de la disco que funciona en la parte de abajo entorpeció el efecto de los chistes.

Entre 2010 y 2017 en Venezuela surgió una nueva especialidad: productores de comedia. Gente que, ante el boom, organizó presentaciones en todo el país. Para los teatros era muy costoso montar obras en medio de la hiperinflación, por lo que cedieron las tarimas a los comediantes. Después de 2017, el flujo de shows decayó. Tras las protestas de ese año, vino un éxodo muy fuerte y en casi todo el país la mayoría de los telones bajaron, al tiempo que los humoristas que se habían hecho famosos empezaron a migrar.

Para 2018, parte de esa migración todavía estaba asentándose y gente como Jóse Rafael ni siquiera pensaba en cómo volver a hacer presentaciones de quinientas personas. En 2022 el periodista Óscar Medina, entrevistando a un Chris Andrade ya muy famoso gracias a Escuela de Nada, le preguntó: “¿Te has dado cuenta de que la emigración de venezolanos ha beneficiado a tres tipos de personas: a los coyotes, a los músicos y a los humoristas?” A finales de 2018, ya varios productores empezaban a intuir ese destino. Apareció la oportunidad de que Jóse Rafael hiciese un show en Santiago de Chile.

Ya en el teatro, caminó desde el camerino hacia la tarima como un gladiador que se levanta desde el fondo de la arena: las cuatrocientas personas del lugar le aplaudieron. Volvió a firmar autógrafos.

—Ah, este soy yo.

El amigo con el que vivía decidió regresarse a Venezuela y Jóse Rafael le pidió que no vendiera las cosas ni entregara el apartamento: él haría el esfuerzo de comprarle todo y pagar el alquiler.

Vio por televisión un reportaje sobre los migrantes venezolanos que caminaban desde el estado Táchira (Venezuela) hasta Bogotá, Lima, Quito y otras ciudades. El reportero entrevistó a alguno, le deseó suerte y se subió a su carro. Jóse Rafael sintió una nuez en su diafragma: ¿por qué los periodistas iban, grababan y dejaban a las personas a su suerte? Alain Gómez, el vocalista de Famasloop, almorzó en su casa y lo instó a acompañar a la gente y grabarla:

—Tú eres el único que lo puede hacer.

En enero de 2019, voló hasta Cúcuta y de allí, con la productora Silvia Baquero, inició un trayecto a pie hasta Bogotá: 569 kilómetros en los que se unieron a un grupo de migrantes y padecieron juntos el frío, el cansancio, el dolor. Vio a una mujer hacer ese recorrido con un bebé en los brazos, vio a personas con discapacidad, sintió hambre y el absurdo de ser venezolano. Estuvieron apretujados en la maleta de un autobús que les dio la cola, junto a otras cinco personas, durante diez horas, como si fueran bolsos que no pudieran morir por el monóxido de carbono.

Aunque su idea inicial era llegar a Lima, Bogotá le resultó una meta decente. Él se había imaginado a sí mismo como el héroe de una comedia de acción que necesita izar su bandera en territorio lejano; por eso, tras llegar a la meta, le dijo a Silvia Baquero:

—Me vas a disculpar, pero yo creo que tú y yo deberíamos besarnos.

Así terminan ese tipo de películas, ¿no? En efecto, se besaron: tras siete días caminando, ninguno de los dos era la misma persona que empezó el recorrido.

—Lo que digo es desde el respeto y la humildad, pero creo que soy una persona que ha hecho esto desde adentro y caminando porque no es que soy un gringo que vino a cocinar un día y luego se va. O lo que hacen los reporteros que van en un carro y hacen llorar a las personas y después se van a un hotel. Lo que yo hice se hizo por primera vez y lo hice yo —declararía más adelante a El Nacional.

En ese instante, sin embargo, tras besar a Silvia Baquero, su mayor orgullo era haber demostrado que sí se puede hacer comedia de cualquier cosa. Incluso, de la tragedia venezolana.

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Después de que la abogada le sugiriera a Nanutria cruzar el río Bravo desde Estados Unidos hacia México, una de las neuronas que aún no estaba paralizada por la depresión le soltó: “Imagínense yo cruzando el río y los otros venezolanos diciéndome: ‘No, estúpido, es para el otro lado’”. Supo que algún día ese sería el remate de un chiste.

Fue obvio que la abogada, más que ayudarlo, le estaba quitando plata, así que poco a poco se olvidó de ella. Habló por teléfono con su novia. Ella no se estaba adaptando bien a México, no conseguía muchas opciones como psicóloga. Él dijo que si se iban a otro país, tendría que ser a alguno en el que al menos uno de los dos pudiera tener papeles lo más pronto posible. Su novia es de ascendencia argentina, así que el destino fue evidente.

Nanutria evitaba preguntarle a ella y a su hermana cómo estaban: no necesitaba más malas noticias. Debía producir dinero para encarar la nueva migración. Preguntó en teatros y bares de Bogotá. Nadie quiso cederle una fecha, no les importaba quién era, cuántos seguidores tenía, ni su currículo como comediante: no lo conocían y no necesitaban saber más nada. Hasta que un miércoles, por medio de un amigo productor, el dueño de un bar le permitió presentarse el siguiente lunes. O sea, el peor día para un espectáculo. O sea, tendría menos de una semana de promoción.

Dicen en Venezuela que la necesidad tiene cara de perro. Por primera vez desde que había salido de su país, colgó un flyer en sus redes. Ese mismo día se agotaron las entradas.

—Yo sentí que me volvió el alma al cuerpo —contó a sus afectos.

El bar decidió abrir otra fecha, el martes. También se agotó. Abrió una más, para el miércoles. Ídem.

—Qué bolas que lo que yo traté de hacer en México en diez meses lo logré en Bogotá haciendo una publicación en Instagram.

La venezolanidad de la que tanto había huido acudió a su ayuda no solo para demostrarle que, pese al olvido, seguían valorando su trabajo, sino para recordarle que, le gustase o no, antes que standupero o comediante, era venezolano.

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A finales de 2019 Chucho Roldán estaba trabajando a distancia en Plop. En dicha empresa querían hacer un formato largo. A varios pódcast de otros comediantes venezolanos parecía estarles yendo bien. Se decidieron a hacer algo parecido, con un toque propio, y una incuestionable ventaja: empezarían, desde el día uno, con todos los beneficios que ofrece una productora consolidada. Chucho y Plop incluyeron a Daniel Enrique en el proyecto. Era obvio quién era la persona indicada para completar el tándem.

El 20 de julio de 2020, en plena pandemia, Chucho Roldán y Daniel Enrique se trasladaron al apartamento de Estefanía, quien al fin había logrado mudarse sola. Filmaron el primer episodio de El Cuartico. Pronto empezarían a marcar diferencia, no solo por el pódcast en sí, sino también por los sketches con los que hacen la intro a cada episodio.

En el apartamento, Estefanía solo iba de la cama a la mesa de trabajo, ida y vuelta, con breves pasos por la cocina y el baño. El mundo estaba en diferentes tipos de cuarentena, las redes sociales se llenaban de mensajes de ansiedad, estrés y soledad. Pero en la vida de Estefanía, que ahora combinaba El Cuartico con la agencia en la que escribía de reguetón, al fin empezaba a haber sonrisas.

En julio de 2021, su familia en Caracas le contó que todos estaban contagiados de covid. No había ni quien pudiera manejar el carro para salir desde Petare a comprar los medicamentos.

Agarró un vuelo para Venezuela. Durante dos semanas, prestó apoyo en todos los temas operativos de la casa materna. Guantes y tapabocas eran su indumentaria cotidiana. No publicó en redes que estaba en su país, no visitó a nadie. Una vez hubo regresado a México, no pasó mucho tiempo antes de que su hermano, el único que todavía vivía en el hogar materno, le anunciara que ya no soportaba lo cara que estaba la ciudad y el resto de penurias: migraría junto con su esposa.

—Bueno, mamá, ¿qué quieres hacer? Mi hermano se va —preguntó Estefanía días después por teléfono.

Le dio la opción de quedarse sola en su casa en Caracas o mudarse con ella a México. En agosto de 2021 ambas se reencontraron en la Ciudad de México.

La recepción positiva de El Cuartico se palpaba en redes. Algunos de sus sketches se volvían virales entre los venezolanos, los comentarios en cada video de YouTube eran muchos, al tiempo que subían las reproducciones. Chucho Roldán y Daniel Enrique renunciaron a sus otros trabajos. Estefanía no: tenía a su mamá recién llegada y necesitaba todo el dinero que pudiera conseguir mientras se estabilizaban en esa nueva vida.

Poco más de un año desde el primer episodio, El Cuartico ya tenía las condiciones para hacer algo que a muchos pódcast les lleva más tiempo: una presentación en vivo. Fue en el club de comedia 139, de la Ciudad de México. Estefanía no sintió el malestar que la acosaba antes de hacer stand up, más bien tenía los ojos muy abiertos.

—Hija —se le acercó su mamá, con los brazos en jarra—, ¿esta gente vino a verlos a ustedes?
—Sí, mamá —parpadeó varias veces—, ¿qué loco, no?

Era 2 de octubre de 2021: se estaban cumpliendo tres años de la muerte de su papá. De aquella muchacha que migró, adolorida y sin trabajo, a esta que ahora hacía un chiste en redes y se volvía trending topic había una distancia casi tan grande como la que separaba al país en el que nació de aquel en donde ahora vivía. “Qué bueno que al final esta fecha la vas a recordar no solo por algo triste”, se dijo frente al espejo.

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—Hijo, yo no me voy a meter en tu trabajo. Solo te diré una cosa, porque veo que tú eres muy arriesgado y te gusta el peligro: prométeme que te vas a morir después que yo.

Eso le había dicho a Jóse Rafael su papá —un hombre viudo, que pasó todo su matrimonio sabiendo que en cualquier momento su esposa podía fallecer de la enfermedad del corazón con la que nació— después de que el comediante viviera en la calle por cinco días. Ahora tenía el pecho más inflado que paloma orgullosa al ver Caminantes.

Muchos migrantes que se habían marchado a pie o en autobús le escribieron a Jóse Rafael para decirle que no solo se habían reído, sino que también habían llorado. Le daban las gracias. Él decidió que el siguiente paso sería hacer un road trip por Estados Unidos. Por supuesto, partió solo con Silvia Baquero.

El plan era el mismo: grabar todo en clave de humor. Viajaron en junio de 2019, alquilaron un carro y empezaron a manejar. Él se sentía en una suerte de luna de miel de plástico, pues ni se había casado ni tenía planes de hacerlo: su última separación le había dolido mucho. Aunque él y Silvia compartían como pareja de trabajo y sentimental, insistía en que no quería tener novia.

En California visitaron una granja de cannabis legal. Jóse Rafael fumaba desde los veintiún años. Una vez fumó antes de entrar a la radio y el programa salió hilarante. Hizo la prueba con el stand up y juzgó que tuvo resultados parecidos. Desde entonces, fumaba desde la mañana hasta la noche.

La granja era casi un sueño. Le regalaron diferentes tipos de marihuana, que guardó en el carro. Él y Silvia continuaron el viaje. En agosto tomaron un atajo por Sierra Blanca. Un punto de policías federales les ordenó detenerse. El oficial les explicó que el perro antidrogas había dado señales de alarma, que debían revisar el carro. El federal encontró la marihuana.

—Sí, es mía —dijo Jóse Rafael—, me la dieron en California. Es legal.
—No —respondió el funcionario—, en California el cannabis es legal. Aquí en Texas, no solo es ilegal sino que es pecado.

Jóse Rafael pidió perdón. Se mostró dispuesto a aceptar la correspondiente multa.

—¿Multa? No, usted está arrestado.

Jóse Rafael y Silvia intercambiaron miradas. Ella insistió en que entonces debían llevársela también. Hubo un tira y encoge hasta que el oficial les recomendó que uno asumiera todos los cargos y el otro se quedara afuera, si no ¿quién los iba a sacar de prisión? Jóse Rafael fue ingresado en Hudspeth County Jail. Lo obligaron a desnudarse, le hicieron una revisión exhaustiva y le entregaron el uniforme.

—No estés triste —le dijo un policía con un español forzado—. Deberías estar orgulloso. Porque aquí es donde los hombres formamos a los hombres.

Cuando se puso el uniforme blanco y negro, no solo no se reconoció, sino que recordó que llevaba años pidiendo estar en un lugar en el que solo se hablara inglés, a ver si así terminaba de aprender el idioma. “Coño, de verdad que en las últimas cuarenta y ocho horas he tomado pésimas decisiones”, pensó.

Le tocó compartir celda con otros siete presos. Uno de los primeros días, se metió a bañar y al rato sintió que alguien lo abrazaba a través de la cortina de plástico. Forcejeó. El agresor era más fuerte y trataba de penetrarle el ano con el dedo. Tras introducirle una parte, Jóse Rafael, mientras gritaba, logró pegarse contra la pared. El ruido hizo que los otros reclusos se acercaran.

—Fui yo —dijo el agresor—, solo le estaba haciendo una broma. No se preocupen que él es un fucking greenstick —era la forma en la que llamaban a los nuevos.

Con su mente echa una estación de metro en hora pico, Jóse Rafael se acostó a tratar de dormir. Sintió algo blando en sus dedos. Abrió los ojos y vio a su agresor: el hombre le había puesto su pene sobre la mano.

El grito con acento venezolano llamó la atención de los demás. Otro de los reclusos le dio un par de puñetazos al tipo que tenía los genitales afuera. Todo se calmó. Esa noche Jóse Rafael durmió con un lápiz en la mano, como quien se aferra a un puñal.

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En noviembre de 2018 el comediante Nanutria aterrizó en Buenos Aires y al poco tiempo llegó su novia. A ella, que tenía nacionalidad argentina, le fue fácil encontrar trabajo. Él no quiso repetir los errores de México. Cuadró un show en un teatro para trescientas personas. Lo llenó. A la salida, lo esperaban para pedirle fotos.

—Ah, sí es verdad que yo en Venezuela era famoso.

Buscó un bar para hacer una función el próximo fin de semana. Encontró un espacio de sesenta personas. Anunció el espectáculo. Se agotó. Repitió la fórmula la semana siguiente y la siguiente y la otra de arriba. La demanda nunca cesaba. Estaba ingresando suficiente dinero para vivir.

La mayor parte de los venezolanos residenciados en Argentina tienen entre dieciocho y cuarenta años y más de la mitad cuenta con estudios superiores, lo que los ubica no solo como un gentilicio privilegiado dentro del país frente a los extranjeros de otras nacionalidades, sino también frente a sus coterráneos residenciados en otras latitudes, como Chile y Ecuador. Estamos hablando de alrededor de 180 mil migrantes, la mayoría de los cuales viven en Buenos Aires, con la capacidad de acceder a formas de entretenimiento de la clase media. Ese era el público de Nanutria, quien esta vez no trató de mimetizarse con el entorno sino que decidió hablar con un slang venezolano fácil de entender y que traducía a los coloquialismos argentinos cuando era necesario.

¿Quién era ese tipo que podía darse el lujo de llenar una función semanal, ese recién llegado que estaba logrando cifras de taquilla solo a la altura de figuras reconocidas? Dueños de teatros, bares, standuperos, público y productores argentinos se hacían preguntas por el estilo.

Nanutria empezó a moverse en el círculo de los comediantes más selectos. Tejió amistad con Lucas Lauriente, quien, junto a Luciano Mellera, había llenado el Teatro Luna Park años antes. Lucas lo invitó a abrirle un show en Rosario frente a seiscientas personas.

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Jóse Rafael siempre creyó que tenía un don. Un día, estudiando en la universidad, se lo comentó a una amiga. Señaló a los diferentes grupos de alumnos que hablaban entre ellos a la espera de entrar a clases y dijo que podía hacerlos reír a todos. Se acercó al primer corro, y lo logró. Se acercó al segundo, y lo mismo. Al final, arrancó carcajadas como en seis grupos diferentes.

Ahora, doce años después, estaba frente a un preso que le preguntaba a cuánta gente había matado.

—Ninguna.
—No entiendo por qué pones esa cara cuando digo matar. En mi familia todos hemos matado.

El preso le contó la historia de su madre y su padrastro. Este último, que era narcotraficante, un día quiso violarla. Puso su pistola en la mesita de noche, tumbó a la mujer y le apretó el cuello. Cuando estaba bajándose la cremallera, según el relato, ella aprovechó para agarrar el arma y le incrustó una bala en la cabeza.

—Mira, lo que a mí me parece del cuento de tu madre —respondió Jóse Rafael—, es que si tú vas a violar a alguien no puedes dejar la pistola en la mesa de noche.

El preso se rio. Era el mismo tipo que más tarde le daría un puñetazo al recluso que puso su pene sobre la mano de Jóse Rafael. Para este último la lección era obvia. En una celda en la que había asesinos, sicarios y ladrones que hacían cincuenta flexiones al día, estaba lejos de ser el más fuerte, pero podía hacerlos reír.

Oswaldo Graziani, socio fundador de Plop, vivía en Miami y trabajaba en el área de marketing de una empresa de cannabis legal. Le consiguió un abogado. En el peor de los casos, resolver su situación podía llevar año y medio, explicó el jurista. En el mejor, seis meses. Otra opción era pagar la fianza de trescientos dólares y ser deportado. Pero en Venezuela, debido a sus chistes incómodos, Jóse Rafael tenía una orden de captura. Sabía que muchos actores del chavismo hablaban públicamente de él de forma amenazante. Lo mejor que podía hacer era esperar, aunque seis meses se le antojaban una eternidad: al principio había creído que, al no ser delincuente, estaría máximo un par de días encerrado.

Pasaba las noches llorando, forzaba su inglés y aprendía rápido. El preso que abusó de él fue trasladado al poco tiempo. No obstante, nunca faltaba quien le buscara pelea. Por ejemplo, un hombre musculoso que se sacudía la caspa sobre su cama y lo miraba fijo:

—¿Tienes algún problema?
No. I love it —respondía Jóse Rafael fingiendo ojos de placer.

El provocador, que en otra ocasión le dio una cachetada porque sí, no supo cómo reaccionar.

El abogado le explicó que se necesitaba armar una carpeta que probara quién era Jóse Rafael (en la que se incluiría hasta el signo de verificación de su cuenta de Instagram). Silvia regresó a México con esa misión y recibió el apoyo de Led Varela. A medida que el abogado conocía más del caso, el pronóstico mejoró: en máximo seis meses debería poder resolverse todo. El comediante, al que en la cárcel le decían “Venezuela” y “Coño” (la interjección de sorpresa que más repetía, pues vivía asustado), durante parte de su vida se creyó intocable, un destinado a la gloria que no moriría antes de cumplir su misión, el José Antonio Páez de la comedia venezolana. Ahora tenía miedo a la muerte y al abuso sexual.

En una de las tantas llamadas que compartió con Silvia, le preguntó si quería ser su novia. Ella aceptó. Le dijo entonces que podía mover sus cosas al apartamento de él y buscar a su perro, que en la Ciudad de México lo estaba cuidando la también comediante Nadia María. Con ese caramelo en el paladar, pidió a los guardias una libreta. Los presos tenían solo una hora de luz del sol a la semana, cuando les permitían salir a un patio. El resto del tiempo estaba en la celda, con un televisor que controlaban los más fuertes. Así que él se puso a escribir.

Tenía mes y medio encerrado, cuando Silvia Baquero, por teléfono, anunció:

—National Geographic quiere comprar Caminantes.

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Desde que se bajaron del avión, en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía, había personas viéndolos. Era abril de 2022. Chucho Roldán, Daniel Enrique y Estefanía León estaban de vuelta en Venezuela para hacer un show en vivo de El Cuartico. Varias personas los pararon pidiéndoles fotos. Estefanía se sentía en un reality. Cuando migró, poco más de tres años antes, había gente que sabía quién era, sobre todo por De a toque, pero nada se comparaba a esa sensación de entrar a un restaurante y darse cuenta de que las personas hablaban de ella.

Faltaban tres días para la función. Sentía los hombros pesados, revisaba los detalles una y otra vez. Le ofreció a su tía entradas de cortesía:

—Noooooooooooooooo, yo no quiero esas entradas. Yo las voy a comprar porque quiero estar en primera fila.

La exesposa de su papá la llamó para gritarle:

—¡¡¡Estefaníaaaaaa, tú eres famosaaaaaaa!!!

Hubo quienes le escribían para contarle que estaban atravesado una depresión o un duelo y que escucharlos a ellos era lo único que los sacaba, por un instante, del malestar. A Estefanía le costaba dimensionar esos comentarios, a veces es difícil sentir la consistencia de las palabras, su peso. Entender lo que significa ser la corriente de aire que refresca el ahogo de una persona deprimida.

Las redes de Estefanía habían crecido. Para ella, sin embargo, las interacciones digitales son, usando una metáfora de la película Paterson, como darse una ducha con un impermeable. Cuando salieron a escena, en el Anfiteatro del Hatillo —que tiene capacidad para setecientas personas—, se quedó boquiabierta. Y cuando empezaron los chistes, sus músculos se relajaron: fue el show con más modismos venezolanos que hicieron. Dicen que una de las dificultades de migrar es que nunca regresas a tu país: el lugar en el que creciste cambió cuando vuelves a verlo, las personas lo mismo y tú también. Con Estefanía sucedió eso, para bien. Cuando, deprimida y en duelo, dejó Venezuela, parecía imposible que recibiera en Caracas una ovación como la que ahora, al final del show, estaban recibiendo. Con los ojos volviéndose dos laguitos, pensó: “Yo nunca voy a olvidar este aplauso”.

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Terminó llevándose bien con los otros presos. Casi todos estaban ahí por temas de drogas. Un caso curioso era el de un jordano cuya esposa tenía cáncer terminal y el médico le había recetado marihuana medicinal, que él compró en una tienda: los policías lo pararon con eso en Texas y lo metieron preso. El hombre, musulmán, rezaba cada día. Era el más tranquilo, decía que era algo transitorio y que si estaba allí era por alguna razón superior. Jóse Rafael empezó a rezar con él. El jordano oraba en su idioma, mientras Jóse Rafael a su lado pronunciaba el “Padre nuestro”.

Hubo quien le preguntó qué se sentía estar parado frente a ochocientas personas.

—Es increíble.
—Naaah, tú me estás mintiendo.

Los demás reclusos —que se reían con sus chistes— le explicaban los códigos al comediante. Por ejemplo, al terminar de comer había que dar dos golpes con los nudillos en la mesa, era una forma de anunciar que te ibas a levantar. En una de sus crisis, Jóse Rafael dijo que no iba a seguir haciendo eso, que no tenía sentido: todos sabían que él no le iba a buscar pleito a nadie.

—Sí —lo aleccionó otro recluso—, pero es que tú no estás en un hospital ni en un colegio, estás en una cárcel y aquí están las peores personas del mundo, incluyéndome. Así que mejor cumple las normas.

Un día, después del desayuno, un oficial le entregó una carta en la que decía, palabras más palabras menos, que una persona de la calidad de Jóse Rafael Guzmán era más útil en libertad que en una prisión, por lo que sus cargos serían removidos. Habían pasado dos meses y medio desde que lo habían encerrado.

Silvia Baquero, negociando en su nombre y usando su firma digital, había concretado la venta del documental a NatGeo. Quizá podrían ver la emisión juntos. Salió de la cárcel con una deuda de 150 mil dólares en abogados y una libreta en la que había escrito el 70 % de su próximo especial de stand up.

Lo recibió en El Paso la hermana del productor mexicano Pepe Garza, de quien es amigo. Se sentía en una dimensión paralela y su mirada sugería lo mismo. El esposo de la mujer le dijo:

—Wey, te voy a mostrar algo, que acabas de salir de la cárcel, que no le muestro a nadie.

Se trataba de un Mustang del 69, restaurado.

—¿Quieres correr como el fuego? —agregó.

Jóse Rafael, en el asiento del copiloto, sintió que dejaba volar parte de su estrés mientras el vehículo avanzaba.

Más tarde, Charly Nelson, un amigo venezolano, lo fue a buscar.

—Estoy mentalmente incompetente, soy como un niño: sácame de esta mierda —pidió Jóse Rafael.
—Okey, pero ¿cómo compramos los pasajes?, ¿tienes plata?
—Lo perdí todo en abogados. Sácame, sácame; llévame para Miami, que aquí siento que me van a meter preso en cualquier momento.
—¿Quieres que alquilemos un carro y terminamos el viaje, lo que te faltó?, ¿o sea, que lleguemos a Miami en carro?
—¿¡Tú-eres-marico!? Sácame de aquí en avión para llegar a Miami lo antes posible, estoy demasiado cagado.

En Miami lo recibió Oswaldo Graziani. Jóse Rafael estaba arisco, con la mirada perdida, nervioso. En los siguientes días hizo lo único que sabía hacer para sanar o evadir: se puso a trabajar. Terminó la rutina, que llamó “Sin robar a nadie”. Anunció una función en el Miami Improv, el famoso teatro en el que, por ejemplo, Jerry Seinfeld prueba chistes. Agotó seis funciones, dejó sin espacio a Seinfeld por un mes. Pero aunque sus cargos penales habían sido removidos, su visa también: debía salir de Estados Unidos.

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Cuando Nanutria migró a México a finales de 2017, se dijo que si le iba mal, iba a ser el único mesonero con cuenta de Twitter verificada. Casi dos años después, volvió a Venezuela para presentarse en Caracas y agotó tres funciones en cosa de horas. Había reconectado con su público natural al tiempo que empezaba a hacerse conocido entre los argentinos. En 2020 participó en la “Batalla de comediantes”, una competición estilo enfrentamientos de freestyle en la que los standuperos se agreden verbalmente. Fue el único extranjero que participó en esa edición y resultó ganador.

Teniendo tanto tiempo libre en la semana, creó un pódcast que lo ayudó a seguir conectando con el público, que luego pagaba una entrada por verlo en vivo. También cocreó otro programa: Tercermundistas, junto a Lucas Lauriente. Y más adelante, en la pandemia, participaría en Aislados, un pódcast que conducía con Lucas, Luciano Mellera y Nicolás De Tracy.

Poco a poco sus chistes, al principio muy enfocados en sus vivencias como venezolano y en la migración, fueron abriéndose a abordar diferentes situaciones de la vida cotidiana en Argentina. Llegó a un punto en el que su humor funciona en casi cualquier lugar hispano. Al mismo tiempo, sin las urgencias económicas y en medio de una ciudad diseñada para el esparcimiento, él y su novia empezaron a disfrutarse sin estrés.

Durante el Mundial de Qatar vivió cada partido de la Albiceleste en la ciudad que ya sentía como su hogar. Él, que viene de un país que nunca ha clasificado a un Mundial, se veía representado en la selección que comandaba Lionel Messi. Celebró la obtención de la tercera estrella. Salió a festejar al obelisco, en el que millones de personas coreaban el nombre de sus ídolos. Un par de adolescentes argentinos lo vieron y también entonaron su propio cántico. Solo que no corearon el nombre Messi, ni al Dibu Martínez, a Otamendi, Di María o Lionel Scaloni. Ellos, alzando las manos y dando brincos, cantaron:

—¡Nanuuuutria, Nanuuuutria, Nanuuuutria!

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Jóse Rafael empezó a presentar “Sin robar a nadie” a principios de 2020. Desde la primera función, en México, el feedback que recibió fue positivo. La gente, risas de por medio, quedaba impresionada con la crudeza del cuento.

—Me molesta la joda cuando uno dice que estuvo en la cárcel y te preguntan si te violaron. “Ah, se te cayó el jabón; ah, ¿te cogieron?” Marico, cuando a alguien de verdad le pasa una vaina así, duele. Entonces, yo no sé cómo explicarle a la gente que dejen de hacer esa maldita pregunta y que vayan al stand up y ya […]. Y hay gente que dice: “Ay, tú sí puedes hacer chistes de todo el mundo”. ¡No, marico, yo no hago chistes de todo el mundo! Yo no voy adonde una persona que se la cogieron en la cárcel a decirle: “¡Te cogieron en la cárcel!” ¡Jamás lo he hecho y jamás lo voy a hacer! Yo toco el tema de personas con síndrome de Down. ¡Yo jamás he hecho sentir mal a una persona con síndrome de Down! Si ustedes no entienden la diferencia entre chiste y burla, yo no los puedo educar —diría Jóse Rafael, en 2022, en El súper increíble pódcast de Nanutria.

Recién llegado a la Ciudad de México, con mirada de trauma, le decía a Silvia Baquero:

—Yo sé que tengo cara de loco, pero por favor no me tengas miedo.

Ella le respondía que no le temía. Él se ponía a llorar.

Iba a terapia tres veces por semana. Pidió a la psicóloga que lo mandara a un psiquiatra para que le recetaran algo que encogiese su ira. Le gritó a su perro, que parecía ignorarlo.

—Necesitas pasar tiempo con él —sugirió Silvia—, estuviste fuera mucho tiempo y él aún era cachorro. Tienen que retomar el vínculo.

Desde que había llegado, no era capaz de tocar a su pareja. Se sentía sucio. Le llevaría mucha terapia y tiempo recuperar la disposición para intimar físicamente.

A una de las presentaciones del comediante en la Ciudad de México asistió, por casualidad, la gerente de Spotify México. La mujer, al finalizar, se dirigió al camerino y le dijo que quería hacer un pódcast sobre esa historia. Jóse Rafael estaba en una etapa en la que desconfiaba, en la que a una parte suya le daba rabia que le fuera tan bien a su espectáculo: le molestaba que la gente se riera de los chistes —que él mismo había escrito— sobre lo peor que le había pasado. Con esas contradicciones convivía, cuando al día siguiente se reunió con la gerente de Spotify.

Mucha gente en redes sociales lo había tildado de drogadicto, lo había despreciado y hasta se burlaba de él. Había perdido seguidores y público. Como nunca antes brilló la reputación que había cosechado desde Venezuela: debido a su poco miedo al ridículo y a que en diferentes formatos de humor es tan impredecible como un demonio de Tasmania, decían que era un loquito; la mayoría, sin saber que de su admiración por los Navy Seals había cosechado una disciplina casi militar para el trabajo.

El pódcast se estrenó. Según él, llegó al puesto dos en Panamá, al tres en Argentina, al cuatro en Colombia, al cinco en México y al catorce en Estados Unidos. Sí, al catorce en Estados Unidos: el número uno allí es el de Joe Rogan, quizá el más escuchado del planeta.

Un taladro de recuerdos le abrió el pecho hasta llegar al pozo de sus lágrimas mientras escribió el pódcast y escuchó el material grabado. Con el producto final también estaba echando cemento sobre las heridas.

—Para mí es muy importante la aprobación de la industria, tener ese sello. Hay gente que no le para bolas, que con llenar sus shows están tranquilos y listo. Pero yo tengo fama de loco. ¿Y sabes qué? Los locos no están en NatGeo. ¿Quién coño está en NatGeo? ¡Nadie está en NatGeo, weón! Los locos no están en Spotify, ni se presentan en el Royal Albert Hall, ni agotan funciones en el Miami Improv.

El mito griego es el siguiente: Deméter estaba triste debido a que Hades había raptado a su hija, Kore (Perséfone). Solo alguien pudo sacarla de sus lamentos: Yambe, la diosa del humor y la poesía, que le hizo chistes subidos de tono y Deméter volvió a reír.

Es lógico que uno de los países occidentales al que peor le ha ido en lo que va del siglo XXI al mismo tiempo haya parido un montón de comediantes que ahora están regados por el continente. Algunos han empezado a hacerse conocidos tras vivir en otros países (Ángelo Colina, en Estados Unidos; Poly Díaz, en México; César Aramís, en Argentina), por lo cual, como pasa con los escritores —Junot Díaz o Roberto Bolaño, por ejemplo— se ha gestado esa nueva forma de ser físicamente de un lado y artísticamente del otro: ser una mezcla de proporciones imposibles de distinguir.

Estefanía León se preguntó durante toda la primera gira de El Cuartico qué pasaba si no vendían las entradas. Por fortuna nunca lo averiguó: siempre hubo sold out. En España, previo a una función, renunció al trabajo en el que escribía sobre reguetón. Ahora, con su vida más ordenada, sigue formándose para algún día protagonizar una sitcom.

Nanutria todavía no puede entrar a México. Nadie le ha ofrecido una solución legal a su problema y no quiere recurrir a los caminos verdes. Cuando le pidió a la abogada los papeles alusivos a los trámites legales que se hicieron, esta se puso a la defensiva y nunca se los envió: teme que ella haya hecho cosas sin su consentimiento. Para más inri, según ha averiguado, parte del problema es que las autoridades mexicanas no acostumbran dar detalles precisos sobre los motivos por los que se revoca una visa, por lo que se hace muy engorroso todo el proceso legal: no sabe exactamente cuál es su situación. En Buenos Aires, mientras tanto, pasó de hacer un show semanal para sesenta personas a hacer uno para doscientas ochenta. Llena salas en toda Argentina como si fuera un comediante local. Quizá lo sea. ¿Su objetivo? Que este sistema le dure al menos veinte años más.

Jóse Rafael Guzmán estuvo, en 2023, en Guinea-Bissau, donde volvió a ejercer la odontología junto a un grupo de voluntarios y, por supuesto, grabó la experiencia en clave de humor. Aunque recién salido de la cárcel siguió fumando marihuana, ya la dejó. Siente que pasar el día drogado atentaba contra su productividad.

—Papá, escuchame —imita el acento argentino—, por un lado me siento el José Antonio Páez de la comedia y, por otro lado, me siento el diez de la comedia.
—¿De la comedia mundial, de la latinoamericana o de la venezolana?
—Coño. De la mundial —se pone serio— es jodido. De la comedia hispana sí. Y los que no lo piensen hoy lo pensarán mañana —pausa, alza un dedo, vuelve el acento argentino—. La comedia, papá, la comedia no se mancha.

Esta crónica fue construida con base en los testimonios de Jóse Rafael Guzmán, Víctor Medina (Nanutria) y Estefanía León, así como a partir de las declaraciones que ellos, sus amigos y su entorno en general han dado a otros medios.

El relato de lo que le sucedió al comediante Víctor Medina en el aeropuerto de la Ciudad de México corresponde exclusivamente a su testimonio. El nombre de la empresa y de la persona que “patrocinó” su estadía provienen de su declaración, en entrevista con el autor de este texto.

El relato de lo que le sucedió a Jóse Rafael Guzmán dentro de la cárcel corresponde exclusivamente a su testimonio.

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