El camino de Eduardo García. El hombre detrás de Máximo Bistrot
Liliana López
Fotografía de Seo Ju Park
Su nombre es sinónimo de supervivencia. Maximo Bistrot ha tenido una larga espera para abrir su nuevo espacio, luego de que la pandemia pusiera en la cuerda floja a toda la comunidad restaurantera de México. Esta es la historia de un cocinero a prueba de balas.
Desde la cocina de Maximo, Eduardo García, al que todos conocen como Lalo, trabaja enérgico con la mirada puesta sobre los sartenes donde termina un risotto con cangrejo y, al mismo tiempo, revuelve la salsa de tomatillo que va con una lubina asada. Es un domingo 15 de marzo de 2020 y parece inusual. El restaurante no está a reventar como suele estar todos los domingos del año; los meseros se frotan las manos obsesivamente con gel antibacterial y se siente un aire de despedida, como si fueran las últimas veces. El virus que paralizaría al mundo apenas se asoma en Ciudad de México, pero el miedo ya es tangible. El chef intuye lo que va a pasar y siente incertidumbre.
Saber lo que viene es como recibir un golpe seco. “Lo más espantoso de esto es que el mundo puede entrar en una recesión grande. Lo que me importa es poder seguir pagando la renta y la nómina”, afirma. Una semana después, tuvo que cerrar de manera temporal todos sus locales (Lalo, Havre 77 y Maximo). E inmediatamente, sin darse tiempo para elucubrar planes o siquiera para estremecerse por lo que estaba por venir, se lanzó a los menús para llevar, una manera de mantener a flote los salarios, pero también la cordura. Una manera de estar activo.
En ese entonces, faltaban pocos días para la inauguración del nuevo local. Maximo estrenaría una nueva sede en la calle de Álvaro Obregón, en la misma colonia Roma, un maravilloso espacio cuatro o cinco veces más grande que el anterior y una cocina como la soñó, con todos los juguetes para crear. Ese plan quedaría en pausa. Tuvo que cambiarlo por la adaptación a los domicilios durante la cuarentena, un negocio además al que jamás se había enfrentado. Por fortuna, Lalo sabe sobreponerse a los obstáculos porque los ha tenido que sortear toda su vida.
CONTINUAR LEYENDOTenía nueve años cuando atravesó la frontera norte hacia Estados Unidos de manera ilegal junto con su hermano menor y su mamá, para juntarse con su padre, que se había ido buscando el sueño americano. Nació el 25 de octubre de 1977 y creció dentro una familia que venía del campo, en un rancho en San José de las Pilas, Estado de México, junto a sus cuatro hermanos. Una vez del otro lado, estuvieron un par de meses en California para pronto embarcarse en un estilo de vida nómada y donde viajaban para seguir el ritmo de las cosechas. Iban a Florida donde recogían naranjas y cítricos, saltaban a Michigan por manzanas, cerezas y arándanos, luego pasaban por Ohio por tomates y pepinos, y se trasladaban a Georgia para piscar cebollas.
Aunque el trabajo de campo llegaba a ser muy duro para un niño, Lalo disfrutaba de la recolección, perderse por los bosques o caminar por los surcos casi como si se tratara de un juego. Su madre, Natalia García, lo recuerda incansable. “Para él no había barreras, no había obstáculos. Apenas era un niño y toda la gente que lo veía, se quedaba sorprendida por la manera de trabajar. Lo veías por un lado y al segundo ya estaba en otra parte. Yo no sé cómo le hacía, tenía unas manos tan ágiles que era el primero en llenar las cubetas con tomates. ¿Es una máquina o qué es? En Michigan, el ranchero lo mandaba a la escuela, porque no lo quería ver trabajar y, sin embargo, cuando volvía por la tarde se iba cruzando el campo por donde estaban los surcos ya trabajados y llegaba con ciruelas en su morral. Desde chiquito le llamaba mucho la atención lo de la cocina, y cuando nosotros llegábamos de trabajar, él ya le había hecho de comer a su hermano. Para él no había excusas de que no hubiera comida”, dice.
Cuando tenía 15 años, finalmente se asentaron en Atlanta donde su padre consiguió un trabajo cortando el pasto. La historia de muchos inmigrantes sin educación comenzó como la de Lalo, de lavaplatos en un restaurante. Poco a poco fue observando y aprendiendo sobre los ingredientes, y lo pasaron de la loza a la cocina. Pero a los 17 años, la vida le cambió. Robó una licorera con unos amigos de pandilla y fue capturado.
A la cárcel llegó aceptando un destino que se había ganado. No es un episodio de su vida que quiera borrar o esconder, al contrario, rescata todo lo que implicó ese proceso de cuatro años. Desde allí, observaba a los que tenían una sentencia muy corta cuya vida no cambiaba del todo porque seguían robando, vendiendo droga y peleando con los puños como sólo lo sabían hacer. También estaban los que tenían una condena casi perpetua y les valía la vida. Lalo, en cambio, se dedicó a trabajar.
En la primera prisión, cortaba el pasto y, en la segunda, a donde fue trasladado en el estado de Georgia, fabricaba calcomanías para las placas de los autos. A punta de esfuerzo, se tragó la derrota que supone estar privado de la libertad, también aprendió a leer un poco y a no tener amigos porque, según él, esos no existen ahí adentro. En sus ratos libres, como recobrando la fantasía de la vida, apuntaba en unas libretas los menús que soñaba iba a tener en su restaurante. Muchos compañeros se le acercaban a pedirle que les creara una carta porque también tenían la ilusión de montar un negocio cuando salieran.
Un tatuaje con la tinta desvanecida atraviesa todo su estómago. Su apellido, García, está escrito en letras góticas. “Me lo hicieron con un rastrillo, es decir con el humo del plástico quemado. Con un alfiler, una pluma y el motorcito de un reproductor de casete, subía y bajaba, subía y bajaba. Se demoraron media hora y me costó dos sopas maruchas (de las instantáneas). Eso era como lo equivalente a 100 dólares”, recuerda.
Su familia fue determinante en esos años. Lo apoyaron en todo sentido y eso hacía la diferencia con sus otros compañeros de celda, que no tenían nadie quien los visitara. “Mis papas iban a verme una vez al mes, me mandaban dinero todas las semanas para que yo pudiera comprar cosas extras”. Y de la prisión, a la que parecía que hubiera llegado con un propósito, salió con hambre como queriendo hacer valer esa pausa en la vida.
«En la prisión, cortaba el pasto y fabricaba calcomanías para las placas de los autos. A punta de esfuerzo, se tragó la derrota que supone estar privado de la libertad».
Fue deportado a México, pero su estadía no duró mucho tiempo. A las pocas semanas, su madre lo llamó para decirle que su padre tenía cáncer. Así que decide cruzar la frontera de nuevo de manera ilegal. Además de acompañar a su padre a las quimioterapias, consigue trabajo —confiesa que inflando su CV porque no sabía escribir y apenas podía leer— en un restaurante que formaba parte del grupo Sedgwick. No alcanzó a cumplir el año cuando los dueños ya le estaban ofreciendo ser chef del concepto más destacado de la empresa al ver su talento y manera de trabajar. En Van Gogh, donde permaneció siete años, se cocinaba comida francesa, lo que explica su amor y apego hoy por la mantequilla, por el queso comté, por una tarte tatin o el hecho de que haya creado su tercer restaurante Havre 77, un entrañable bistró francés en la colonia Juárez.
Mientras trabajaba ahí, conoció a su novia con quien tuvo un hijo al que llamaron Maximus Alexander. Alcanzó a convivir con él durante cuatro años hasta que un día, pareciera que alguien por envidia o venganza le sopló a la policía que él no tenía papeles. De ahí lo deportaron definitivamente a México. Y aunque la madre de Maximus había prometido mandarlo de visita, la comunicación a cierto punto se cortó por completo. Hasta el día de hoy no sabe nada de su hijo a pesar de haber hecho múltiples intentos por contactarlo.
Hoy Maximus se desdibuja con la ausencia y la distancia, pero al mismo tiempo permanece intacto en la razón por la cual su restaurante insignia se llama Maximo. Este nombre no salió solo por un gusto solamente sonoro o estético sino por la creencia que tiene Lalo de haber pertenecido a épocas de vikingos o romanos en otra vida. Le es fácil imaginarse como parte del set polvoriento de la película Gladiador cuando desde el coliseo gritaban ¡Maximus, Maximus, Maximus!
***
En 2007, dejando atrás a toda su familia en Atlanta, llegó a su país de origen, al que conocía poco y en el que en un comienzo se sentía como extranjero. La vida una vez más le seguía poniendo barreras, pero ya estaba suficiente de conjuros: el pasado barrido bajo la alfombra y un futuro más alentador por delante. “Yo me acoplé rápido a México. Se hizo difícil al principio, pero cuando empecé a trabajar, la gente me empezó a abrazar y al final dije, pues si de aquí soy, aquí me quedo”.
Una búsqueda rápida en Google de “mejor restaurante de México” le arrojó como respuesta Pujol. Ahí fue a tocar las puertas y durante cuatro años fue jefe de cocina. Enrique Olvera, el chef y propietario de Pujol, lo recuerda ver siempre trabajar hasta el final del día. “Se quedaba por ejemplo a lavar platos, aunque eso no fuese parte de sus obligaciones. Lalo es de los que trabajan duro, con dedicación y esmero, como pocos. Siempre fue cuidadoso con los detalles, siempre pendiente de que todo estuviese bien, su compromiso más que hacia al restaurante, era hacia la cocina”.
Para Lalo, haber trabajado al lado de Olvera fue muy importante para el desarrollo de la parte creativa y del producto. Eso se lo debe a él. “Enrique más que un cocinero es un gran creador de platillos y conceptos”, afirma. Fue durante esta época que conoció a Gabriela López, Gaby, su esposa y responsable de la mitad de todos los proyectos que sacan adelante.
«Iban a Florida donde recogían cítricos, saltaban a Michigan por manzanas, cerezas y arándanos. A Ohio por tomates y pepinos, y se trasladaban a Georgia para piscar cebollas».
“Siempre tuve esa idea de tener un restaurante y lo confirmé al llegar a México. Me acuerdo de que había muchos argentinos y todos hacían lo mismo: la mozzarella con jitomate… Supe que necesitábamos un restaurante bueno y diferente”. Mientras trabajaba en Pujol, sintió que había llegado el momento de emprender.
Después de recorrer la colonia Roma durante un par de meses, encontraron por casualidad un local en renta que era una tienda de productos ortopédicos. Un tío de Lalo les prestó el dinero para comenzar y con el lema de “hazlo tú mismo”, pintaron, arreglaron cisternas, pusieron pisos y abrieron.
Su idea del éxito era crear un restaurante chiquitito, un family style bistro, muy local, por eso el apellido del restaurante. “Queríamos que el producto fuera local, la gente, la vajilla. El plan de negocios que hicimos con Gaby era tener cuatro cocineros y cuatro meseros”. De esto ya han pasado ocho años y para finales de este 2020, si la pandemia lo permite, tendrán 120 empleados. “Hoy, tenemos una empresa súper armada con gerentes de proyectos, recursos humanos, financiero y tres lugares donde tenemos oficinas”.
Maximo Bistrot Local abrió el 30 de noviembre de 2011 en la calle Tonalá esquina con la calle Zacatecas. Los primeros días entraban apenas cuatro personas, y les tocaba salir con carteles con el menú para avisar que estaban abiertos, el voz a voz no tardó en hacer de las suyas. A mediados de diciembre el restaurante estaba lleno y desde entonces, el ritmo de gente nunca volvió a bajar. “Empezamos a creer que el México que conocíamos empezó a cambiar. No sólo empezamos a creer en nosotros sino también en el país”, afirma Lalo.
Desde entonces, han pasado ocho años y en ese recorrido sin fuegos artificiales —porque quizá no ha celebrado lo suficiente— ha recibido premios, trofeos, aplausos y ha logrado posicionarse con sencillez como uno de los mejores restaurantes de México, y también de Latinoamérica según la lista Latin America’s 50 Best Restaurants.
«La obsesión por el producto siempre ha dictado el orden del menú. Lalo tiene esa habilidad para sublimarlo. Atrás de los platillos se esconden procesos complejos con los que siempre alegra el alma».
De las cosas que más han marcado el faro del restaurante, es la obsesión por el producto, el cual siempre ha dictado el orden del menú. Lalo tiene esa habilidad para sublimarlo. Lo trabaja con aparente simplicidad, pero atrás se esconden procesos complejos y dispendiosos con los que siempre logra alegrar el alma. Su manera de cocinar genera una sonrisa inmediata y un calor reconfortante que es difícil de olvidar. Esa cocina personal tiene toques del Mediterráneo sin olvidar nunca a México a través de ceviches, moles y tostadas y, por supuesto, a los pequeños productores mexicanos con los que trabaja. Todo tiene la impronta de una sazón que nunca va a los extremos, sino que siempre cae en el punto exacto.
A finales de 2019, lanzó un libro donde están consignadas las recetas clásicas que han formado parte de la historia del restaurante. “Sus técnicas para poner al ingrediente por encima prevalecen. Porque un buen producto no basta. Hay que saber de verdad cómo tratarlo para que se exprese de su mejor manera”, afirma Vivian Bibliowicz, la editora de la publicación. Fue tal el éxito de Maximo que a los cinco meses ya estaban de viaje por Europa. Este fue, además, el primer viaje transoceánico de Lalo. “Fue súper loco, fuimos a cinco países y yo parecía niño. A donde quiera que iba compraba jamones, quesos… Llegaba al hotel, sacaba todo del minibar y los ponía ahí. La última vez que traje algo así fue cuando pasé a un mercado en Madrid y me gasté 400 euros en distintos tipos de camarones. Los únicos que me dejaron pasar en aduanas al llegar a México fueron los carabineros. Pensaron que estaban cocidos por el color rojo que tienen”, dice jocosamente.
Como buen cocinero, la comida siempre hace parte del souvenir de viaje y sus maletas solían venir cargadas de sabores. Cuenta que de Japón trajo dos bolsitas de arroz, pero un agente de aduanas le abrió la maleta y lo interrogó.
—No puedes traer arroz—le dijo el agente.
—Pero ahí dice que está precocido, ¿sabes leer japonés? Aquí dice pre-co-ci-do—señalaba con el dedo.
Y lo mismo quiso aplicar con un queso que trajo de Inglaterra.
—¿Sabes inglés?—le preguntó al agente.
—No—contestó.
—¡Mira! aquí dice pasteurized, es decir que está pasteurizado—pero en realidad decía unpasteurized.
—¡No me veas la cara! Ahí dice que no está pasteurizado—refirió el agente.
De puro chiste lo dejó pasar, pero dice que le han quitado patas de jamón entero. Ya no se puede traer nada, asegura en tono aburrido.
Dos años después de la apertura de Maximo, abrió Lalo en la misma calle porque quería ser su propia competencia. “En esos momentos en la Roma no había ningún lugar para desayunar”. Hoy en día los fines de semana es usual encontrarse una larga fila de comensales ansiosos por comerse los chilaquiles, el muffin con huevo y tocino o el decadente pan francés con compota de blueberries. La hora de la comida también tiene fervientes adeptos que van por la pizza, la hamburguesa o la ensalada Cesar.
Después vino la apertura de Havre 77 en la Juárez con su burbujeante bouillabaise y su steak a punto acompañado de pommes frites. “Cuando se fue de Pujol siento que encontró su lugar, insisto, más que hacerlo, lo encontró. Lo que a mí me gusta de Havre y Maximo es que son lugares donde uno se siente en México, pero no son recalcitrantemente mexicanos. No es fácil encontrar su propia voz, Lalo conoce bien la suya y la transmite en lo que hace”, afirma Enrique Olvera.
***
Parte de su éxito tiene que ver con esa conexión profunda que tiene con el campo. Sabe reconocer los vegetales y las frutas a lo lejos aún con el tímido asomo de sus hojas fuera de la tierra. Solo con verlos distingue si el momento es el óptimo para cosecharlos. En su restaurante no acepta absolutamente nada que no cumpla con sus expectativas porque el producto es el protagonista. Por esa razón, muchas veces se encarga de ir personalmente a cosechar. “Antes mandaba a la gente, pero no le agarran. De hecho, contraté a una chava para esto, pero llegaba con puras babosadas y me enojaba”, confiesa.
Cada vez que puede, le encanta madrugar para tener su terapia de tranquilidad en las chinampas de Xochimilco, las cuales consisten en unos cultivos de un método mesoamericano de agricultura, donde las tierras flotantes son sembradas.
Son las 6:00 am mientras rodamos por el incipiente tráfico del Periférico hacia el sur de la Ciudad de México. Eduardo García va manejando su coche, y lleva puestos unos pantalones a cuadritos blancos y negros de cocinero, una camiseta blanca y un elegante abrigo italiano color camel. Se oye en la radio alguna declaración de AMLO y exclama “¿Ese güey qué?, ¡míralo cómo habla! y de repente por el lado del copiloto aparece la luna gigante, improbable.
—Está loca esa luna ¿eh? Yo nunca había visto una así no más que en fotos. Además, vamos a ver los volcanes bien bonitos. ¡Míralos!
Un bostezo se atraviesa mientras salta por varias trajineras hasta llegar a la que nos llevará a la chinampa de Yolcan, un proyecto creado por personas comprometidas en rescatar la agricultura de las chinampas donde trabajan alrededor de 40 familias. Yolcan ofrece canastas semanales con sus productos, pero además hace eventos donde el público disfruta de comidas hechas por los mejores chefs de la ciudad. El recorrido de unos 25 minutos sobre estos canales parece estar muy alejado de una metrópoli como ésta. El aire adormecido se va colmando con múltiples sonidos, el del agua y los trinos de los pájaros. La hermosa luz del amanecer mezclada con una neblina que se va disipando es cinematográfica. Lalo disfruta cada segundo inmerso en este espacio natural y exclama, de tanto en tanto, con voz de alegría y queriendo evidenciar su conocimiento del ecosistema, la aparición de las aves que va observando.
—¡Mira los pelícanos, llegan de Estados Unidos y de Canadá! ¡Míralos! Ve los paticos, son hermanos. Ahora sale un cocodrilo y se los traga—dice riendo.
Se da la vuelta y más adelante señala con el dedo.
—¡Mira ese árbol cómo se llenó de garzas! ¿Sabes por qué? Porque ahí llegan los primeros rayos del sol, justo en esa esquina. Hay tres tipos de garzas, la morena, la gris y la blanca—explica.
«Parte de su éxito tiene que ver con esa conexión que tiene con el campo. Sabe reconocer los vegetales y las frutas aún con el tímido asomo de sus hojas fuera de la tierra«.
De repente observa el raudo vuelo de un cuervo.
—Estos güeyes se roban los huevos. ¡Ay, hijo de la chingada!—grita riéndose.
Los seis grados de temperatura ya se van colando en la piel. Lalo se queja del frío.
Apenas pisamos tierra firme, suenan las piedras y las hojas bajo los zapatos.
—¿Hay agua para hacer café o qué?—increpa.
Y mientras divisa el campo, se le aguzan los sentidos y va sintiendo esa emoción que les genera a los niños los parques de diversiones.
—Lo que se da mejor en tiempo de lluvias es el betabel porque no requiere de tanto cuidado—explica como quien disfruta poder enseñar—. Lo que más produce esta chinampa son quelites, da unos rojos muy bonitos y verdolagas que crecen de manera casi salvaje.
Conforme avanza, va revelando lo que se topa por el camino y en spanglish describe las especies.
—Esta es como una butter lettuce pero moradita. Esto es lechuga speckle. Si te gusta la lechuga medio dulce y amarga, ésta es increíble. Este es hinojo, este es dill y el otro es fennel. Yo lo uso mucho. Hacemos unos purés increíbles con su raíz. ¡Mira! coge un racimo y huélelo. Este seguro lo conoces, se llama ortiga y en inglés se llama stinging nettle.
Al ver la cantidad de hinojo sembrado listo para cosechar como una pelusita verde que recorre los surcos, le pregunta a Benjamín, el encargado de la chinampa:
—¿Por qué no lo ofrecen, mándenmelo a mí! ¿Quieren que se eche a perder? Tampoco nunca me ofrecen brocolini.
Cuchillo en mano va silbando mientras arranca una coliflor.
—¡Esta también me la voy a llevar, hija de la chingada! Es de no creer, pero solo en Estados Unidos y en Europa les gusta este tipo de coliflor. Mi mamá, cuando era niño, hacía unas tortas de coliflor increíbles. A mí me gustan que estén más floreadas. Tiene un chingo de plaga, pero mira… una lavadita y listo.
Sigue explorando el terreno y con las manos va cosechando lo que le gusta.
—Mira esta acelga, pero ve su raíz, ¡es un tronco! Me lo voy a llevar. ¡Ve eso! ¡Era un dinosaurio esa madre! Este betabel se llama bull blood, sangre de toro porque es súper rojo—dice mientras la hoja de la navaja encandila a Benjamín.
Imposible que su navaja impecable pase desapercibida. Un mango de cuerno sostiene la hoja filuda en acero y en el medio grabado en bronce está inscrito Boiteddu Fogarizzu, una empresa familiar de tradición donde hijo y padre trabajan en la elaboración de cuchillos.
—Me lo compré en Córcega y me lo hizo el hijo. Me costó 450 euros y si me lo hubiera hecho el papá me cobraba el doble. El mango viene del cacho de un borrego cimarrón que tenían desde hace 50 años. Después de la compra, recuerdo que nos invitó a un café ahí al frente de su casa, en una especie de gasolinera. De día funciona como café gas station y luego en la noche ponían un tubo para bailar. Nunca he probado un capuchino como ese, ¡pinche café!
“Mira esta acelga, ve su raíz, ¡es un tronco! Me lo voy a llevar. ¡Ve eso! ¡Era un dinosaurio esa madre! Este betabel se llama bull blood, sangre de toro”.
El fondo de la memoria se ilumina y cuenta que su ingrediente favorito es la cebolla por ser humilde, barato y versátil. Por eso siempre hay un plato de cebolla en su carta. Usa la amarilla que es la que más consumen en Estados Unidos y relata que la de aquí la siembran en Durango, pero exportan la mayoría. Rememora a Vidalia, un pueblo de Georgia, célebre por las cebollas que despacha.
Lalo tiene huellas de cicatrices en sus dedos, y aunque esa es la marca que todo cocinero suele tener, le atribuye la mayoría al trabajo de sembrar y de cosechar esta verdura, de los trabajos más difíciles que ha hecho en su vida.
—De aquí salen muchas ideas de lo que puedes hacer, lo que más me gusta de la cocina de los franceses es que cuando les llevas esto al restaurante, ellos no van a tirar nada. Y aquí queremos solo la espiguita. Con el hinojo se me antojó una salsita para un pescado, voy a hacer un aceite con las hojas quemadas.
Se lava las manos con el pasto mojado, al estilo del campo y en su cabeza ya está armando el menú que religiosamente, y con el fervor de un monje, escribe todos los días antes de las 10:00 de la mañana para su cocina.
***
Eduardo García no soporta las cosas hechas a medias, ni las mentiras, ni la impuntualidad. Si fuera por él, insertaba un chip de reloj suizo a sus empleados para que le sigan el ritmo. No es solo su compás de máquina de trabajo sino también un talento innato y cultivado, lo que lo ha llevado a estar donde está, sin olvidar la gran dupla que hace con su esposa. Lo reconoce, nada de lo que tiene sería posible sin Gaby, quien está al frente del servicio de todos los restaurantes.
Por otro lado, hay un nivel de inconformidad constante que lo tiene en movimiento, sin parar, creando e intentando alcanzar la perfección. Tiene un ojo clínico para darse cuenta del más mínimo detalle y otro casi biónico para reparar los errores. “Lo más difícil de tener un restaurante es lidiar con el personal. Si yo tuviera a dos o tres personas que funcionaran de manera similar a mí, ¡la cuadra será mía!”, dice refiriéndose a la calle Zacatecas donde se encuentra Lalo y Maximo.
Flor Peralta es una de las empleadas más antiguas pues llegó a los cinco meses de la apertura de Maximo. Después de dos horas de traslado desde Xochimilco, llega a las 7:00 a.m. para la limpieza del restaurante. “Me gusta mucho lo que hago. Del chef admiro que no le importa que le pregunten diez mil veces, él siempre va a explicar. El quiere que aprendan bien a como él lo hace”, refiere.
“No es sólo su compás de máquina de trabajo sino también un talento innato y cultivado, lo que ha llevado a Eduardo García a estar donde está”.
Zully Moreno, su asistente personal, resalta la pasión que tiene hacia la cocina. “Inspira a todos sus cocineros a ser mejores. Es una persona muy dedicada, creativa, que va sobre las cosas y que le gusta que las personas estén muy involucradas”. A pesar de que no hay alguien más comprometido que Lalo, es duro con sí mismo porque confiesa que le gustaría tener aún más disciplina y, sobre todo, tener tiempo.
“No sé hacer tiempo”, dice.
Trabaja dependiendo del estado de ánimo. A veces es tosco, de muy pocas palabras y puede parecer distante como si los códigos sociales le fueran irrelevantes. “Si estoy de buenas, te contesto bien”, confirma. Y ese temperamento también genera que sus empleados se debatan, a veces, entre el respeto y el miedo.
Quienes pasan por su cocina, difícilmente salen indiferentes. Lucho Martínez, quien ahora es chef del restaurante EM, afirma que Lalo es una persona muy hiperactiva y su manera de improvisar a la minute es increíble. “La sensibilidad, humildad y el siempre estar adelante de todos en todos los aspectos no solo en cocina; es otra gran virtud que le admiro”.
***
El nuevo Maximo ha esperado con paciencia de Job para ser inaugurado en su nuevo espacio. Finalmente, esto sucedió el pasado 2 de julio, al 40% de capacidad siguiendo las medidas sanitarias. Del pequeño viejo local, al que Lalo quisiera convertir en una fonda de pollos, pasan a un potente complejo con extracciones, aires acondicionados, cámaras de frío, equipos traídos de Italia, de Inglaterra que forman una cocina excepcional. El espacio, que en los años setenta fue un taller mecánico y hasta hace poco un billar, está dominado por la luz natural de una inmensa marquesina.
En la remodelación, quisieron usar elementos muy mexicanos como las baldosas color terracota del piso y las paredes blancas hechas con nopal fermentado y cal, una antigua técnica usada sobre todo en las iglesias para espantar la humedad.
Un detalle resalta entre todo el entramado, al lado del bar, se sugiere una casa con techo de tejas. “Cuando yo vivía en Ohio vivía adentro de un granero. El granjero hacía ahí unas casitas como ésta donde vivían las familias”, relata Lalo, recordando ese pasado que sorteó a pesar de los aires de errata.
Ese mismo pasado funge como refugio y cobijo gracias a su familia. Por esa madre a la que llama por teléfono todos los días desde Ciudad de México hasta Atlanta, por esos hermanos adorados a los que agasajaba cada ocho días con su cocina, quienes lo extrañan de manera inconmensurable y quienes aún no digieren su triunfo. Todos lo siguen viendo con los mismos ojos de antes a pesar de sus apariciones en televisión, revistas y diarios.
El futuro en tiempos de incertidumbre es ahora más complicado de visualizar. Sin embargo, Lalo siempre ha querido vivir en un lugar apartado, anhelando un mundo atemporal donde lo único que lo conecte sea la naturaleza.
“Quiero regresar a la tierra, tener una cabaña de piedra con una chimenea enorme, donde pueda trabajar con herramientas básicas para sobrevivir. Creo en la gente que ha trabajado mucho en la vida, todos quieren lo mismo. Con Gaby hemos tenido esa idea de crear un rancho hotel con una cocina espectacular, un huerto de productos orgánicos y sustentables e invitar a la gente que necesita de esos momentos. Me gustaría que fuera en México, en un lugar fértil con árboles y agua”. Cuando encuentre el terreno seguro le clavará los dientes a ese deseo.
Y mientras se resigna a lo que no se puede cambiar, en espera de la “nueva normalidad”, el hecho de que una pandemia haya puesto en la cuerda floja su negocio —y a toda la comunidad restaurantera del país— se regocija al mismo tiempo porque nunca había pasado tanto tiempo junto a Gaby, y eso lo hace feliz. Y como yendo al paso de su destino, se permite soñar con ver una aurora boreal antes de que se muera y de que el hielo ya no esté ahí.
«Sería chido verlo, ¿no?», concluye.
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