Edith Nicolás forma parte del equipo médico que lucha todos los días contra la pandemia en el hospital de Nutrición. Cuando su tía y su papá se infectaron por el virus SARS-CoV2, su lucha se convirtió en algo personal. Esta es una sexta entrega sobre lo que ocurre al interior de Nutrición.
No es que quisieran salir a hacer trámites, no tuvieron otra opción. Modesto Nicolás, de 66 años, y Sofía Nicolás, de 60, eran hermanos. Oriundos de Santiago Yosondúa, Oaxaca, vivían en la alcaldía de Iztapalapa desde hace décadas, cada uno con su propia familia. Ambos fueron empleados del gobierno toda la vida: Modesto, antes de jubilarse, fue jefe de departamento de la Secretaría de Desarrollo (SEDESOL), y Sofía era secretaria de una escuela secundaria nocturna para trabajadores. A pesar de no haberse visto desde que inició la contingencia por el nuevo coronavirus, ambos se contagiaron. La Covid-19 los atacó de manera diferente, y ambos fueron internados en el hospital de Nutrición. Sofía organizaba su jubilación. Dejó de ir a la escuela desde finales de noviembre y empezó con sus trámites para el retiro, que durarían varios meses, ante el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE). Empezaba el mes de marzo. Había terminado de construir su casa al oriente de capital mexicana, y para esta doble celebración organizó una comida. A mediados de mes todavía no había medidas de aislamiento en México, pero decidieron posponer la celebración porque su hija, que acababa de regresar de un viaje a Japón, prefirió hacer una cuarentena por precaución. Se fue a vivir al segundo piso de la casa nueva, sin tener contacto alguno con su mamá, papá o hermana. En vez de 14 días, se aisló 21. Mejor pecar de precavidos. A Modesto, su hermano, le pareció bien que se pospusiera la celebración de Sofía porque ya se empezaba a oír sobre el coronavirus. Su hija Edith, recién egresada de la especialidad de terapia intensiva en Nutrición, les había dicho que su hospital se convertiría en un centro Covid. Antes de recibir al primer paciente con SARS-CoV2, fue a visitar a su familia para explicarles que no podrían volverse a ver en persona hasta que la pandemia pasara. A fin de mes, el 31 de marzo, el subsecretario de Salud, Dr. Hugo López-Gatell, declaraba oficialmente la emergencia sanitaria y con ella empezaron las medidas de aislamiento por la contingencia. Esto volvió a posponer la comida de Sofía, ahora hasta junio. Para entonces, su ahijado querido (el hermano de Edith) se titularía de arquitectura. Así que podrían aprovechar y juntar las celebraciones, festejar todo en una gran comilona. Su hija había terminado el periodo de aislamiento de 21 días, cuando Sofía recibió noticias del ISSSTE. Para darle seguimiento al trámite de su retiro, tendría que ir personalmente a una de las sucursales de Iztapalapa. Por primera vez, en días, salió de casa. Mientras tanto, Modesto tenía encima la fecha límite para hacer un pago en el banco la segunda semana de abril. Había estado postergándolo, pensando que quizá no tendría que salir, pero cuando la fecha llegó y no hubo más noticias sobre la contingencia, no vio otra opción. Fue a Banco Azteca. Ni modo. Junto con su esposa, caminaron las cinco cuadras de trayecto hasta la sucursal más cercana. En el banco “había mucha gente arremolinada”, recuerda Modesto. Tantas personas que, a los treinta minutos de su llegada, un policía tuvo que organizarlos para que se formaran con sana distancia, usando los mosaicos del piso para calcular un metro de distancia. “Se hizo una cola larguísima pero la gente ya estaba arremolinada, amontonada. Otros entraban corriendo porque se les olvidó alguna cosa”. Le tomó dos horas hacer el pago. Pensándolo después, pudieron haberse contagiado en esas salidas, las fechas cuadraban. Y, en palabras de Modesto, a partir de ese día “se complicaron las cosas”.
A las 18:30 del lunes 11 de mayo, 20 días después de su hospitalización inicial, Modesto Nicolás salió del hospital acompañado de sus tres hijos. Había bajado 20 kilos y no podía caminar por sí mismo.
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Edith Lizeth Nicolás Martínez, de 30 años, terminó los dos años de especialidad como intensivista en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, el 29 de febrero. Al día siguiente, cuando inició el año académico para los doctores, empezó otra especialidad, nutriología clínica, para aprender a preparar los alimentos que se les administran a los pacientes graves por medio de sondas o catéteres. Ese día les avisaron que Nutrición se convertiría en un centro para atender pacientes contagiados con SARS-CoV2, un virus del que no se sabía mucho todavía en México. Así que la doctora empezó a leer todo lo que encontraba en artículos recién publicados. Había un medicamento que parecía funcionar para tratar la inflamación causada por la nueva enfermedad: tocilizumab. Sin una vacuna para el virus, o una cura para la enfermedad, lo que la literatura ofrecía eran pistas para tratar a los pacientes contagiados: marcadores que indicaban que una persona empeoraba, daños a distintos órganos, y probabilidades de sobrevivir dependiendo de los síntomas. Tres días después de abrir el triage respiratorio, el 13 de marzo, para recibir pacientes contagiados con el nuevo coronavirus, se hospitalizaron los primeros. Y dos semanas después, ya había tres enfermos graves intubados en terapia intensiva. A principios de abril, le llegó un mensaje a Edith. “Hola hija, ¿cómo estás? ¿Todo bien?”, era el mismo mensaje que recibía todas las tardes desde hace cinco años, cuando se mudó de la casa de sus papás para estudiar la residencia en el Hospital de la Raza.
“El 80% de los pacientes que despiertan en terapia intensiva están desubicados. Bajo luces brillantes, después de haber estado sedados, no saben dónde están. Algunos se desesperan, intentan arrancarse el tubo que tienen en la garganta”.
No había día que pasara sin que su papá le escribiera para saber si estaba bien. Platicaron un rato por mensaje y Modesto le dijo que se sentía un poco mal. Pasaron a hacer una videollamada. El malestar era cuerpo cortado y un poco de dolor de garganta. Pero pensaron que podría ser una gripa. Edith les explicó a sus papás y a su hermano menor que se tenían que tomar la temperatura y medir el oxígeno tres veces al día. Su hermano, estudiante de arquitectura de último semestre, empezó a llevar una bitácora con los signos vitales de los tres en Excel. Tres días después, el 13 de abril, a Edith le escribió su prima. “Creemos que mamá tiene Covid”, leía el texto. Su tía era diabética y llevaba cuatro días con fiebre, cansancio y con mucho sueño. Le dijo a su prima que la llevaran a Nutrición. Ese día, después de pasar por el triage respiratorio y ver sus síntomas, hospitalizaron a Sofía. Y Modesto tuvo fiebre por primera vez. Para entonces, terapia intensiva en Nutrición se había llenado y se habían ampliado el número de camas. De las 14 originales, para mediados de abril, había 40. Todas estaban, y siguen estando, ocupadas. Los jefes de terapia intensiva le hablaron a Edith y le preguntaron si podía regresar a terapia y dejar en pausa sus estudios como nutrióloga clínica. Empezaría el 16 de abril. Ese día fue al hospital a mediodía para cambiar su gafete y consultar sus nuevos horarios. Antes de entrar a su turno, que sería en la tarde, subió a ver a su tía Sofía al piso de hospitalización. Entró con bata, goggles, guantes y mascarilla. Encontró que la acababan de cambiar de cama. Le ayudó a conectar el monitor, le revisó la oxigenación y platicaron un rato, pero fue breve porque su tía tosía tanto que casi no podía hablar. Aún así, le dijo que se sentía bien. “Échele muchas ganas”, le dijo Edith. Y le contó que “justo entraba a trabajar y que ahí iba a estar diario, por lo que se ofreciera”. Los pacientes en piso pueden tener sus celulares, así que Sofía podía comunicarse con su sobrina y sus hijas que aguardaban pendientes. Después de un rato, Edith le dijo a su tía que se tenía que ir. Estaba por empezar su turno en terapia intensiva, donde debía orientar a los residentes de medicina interna en el cuidado de pacientes críticos. Se fue tranquila. La había visto bien y sus primas le dijeron que la escuchaban mejor de lo que estaba cuando entró. “Nunca me paso por la mente, cuando me despedí de ella”, dice Edith semanas después, “que esa sería la última vez que la iba a ver”.
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Sofía llevaba siete días hospitalizada cuando el doctor encargado de piso marcó por teléfono a sus hijas. ¿Podrían conseguir tocilizumab? A diferencia de los hospitales para derechohabientes, como los del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), los pacientes de hospitales de la Secretaría de Salud, como Nutrición, tienen que conseguir sus propios medicamentos. Las primas de Edith empezaron a buscar la medicina, pero no la podían encontrar, estaba agotada en todas las farmacias. Finalmente contactaron a una proveedora que la podía conseguir, aunque no de inmediato. Por su parte, la fiebre de Modesto no cedía. Había empezado a tomar paracetamol y “sudaba terriblemente, como si estuviera metido en el agua”, recuerda con desagrado. “Es terrible. La sudoración, el calor que uno siente es ahogante. Muy espantoso”, pero nada comparable con lo que le esperaba después. Para el 19 de abril, con fiebre persistente, Edith le pidió a su papá que fuera a Nutrición. Pasó por la puerta de cristal resguardada por guardias de la compañía CUASEM, entró al triage respiratorio donde le hicieron la prueba del hisopado y le dijeron que, a pesar de tener fiebre, estaba estable. Así que lo mandaron de regreso a casa. Al día siguiente, llegaron los resultados: Modesto era positivo de Covid-19. Ese mismo día, la proveedora médica les habló a las hijas de Sofía. Había conseguido el tocilizumab, pero tenían que ir a recogerlo. Rompiendo con su aislamiento, una de las primas de Edith salió de su casa para encontrarse con la proveedora, pero antes de llegar a la cita recibió una llamada de Nutrición. Sofía había fallecido. Fue súbito. De ahí, sin que su familia la pudiera ver, cremaron el cuerpo y sus hijas se llevaron las cenizas a la casa que su mamá apenas había terminado de construir. Modesto, diagnosticado con Covid-19, sabía que no podía salir ni para velar el cuerpo, ni para a hacerle un rosario en familia. Nada. Dos días después, la saturación de Modesto había bajado a 88%. “No es normal”, recuerda haber pensado Edith, y le pidió que regresara a Nutrición. Edith se encontró con él y su hermano sobre el camellón de Vasco de Quiroga, que desde finales de abril está lleno de gente, familiares esperando noticias, o pacientes sospechosos de contagio esperando entrar al triage. Modesto les dijo a sus hijos “ahorita nos vemos”, y cruzó la calle hacia la entrada del hospital. Al pasar por las puertas de vidrio tapizadas de plásticos azules, el hermano de Edith se paró de la banca donde estaba sentado para ver entrar a su papá. “Tengo bien grabada la imagen de cuando mi papá cruzó la puerta”, dice Edith. Ella sabía que los niveles de oxigenación eran bajos y probablemente lo hospitalizarían, pero no sabía si su hermano dimensionaba eso. “Me pasó por la cabeza que ojalá no fuera el último recuerdo que mi hermano tuviera de mi papá”, porque de ahí ya no lo volvería a volver a ver hasta que saliera… si salía.
“Modesto solo escuchaba un toc–toc–toc constante. ‘Cada ruidito me retumbaba en la cabeza’. El sonido le retumbaba en la cabeza. Sentía cada toc como una lesión en el cerebro”.
Cuando entró por la puerta de cristal y pasó el triage respiratorio, Modesto fue llevado a radiología de urgencias para hacerle una tomografía que confirmó que tenía neumonía por Covid. El 22 de abril, dos días después de la muerte de su hermana, hospitalizaron a Modesto. ¿Por cuánto tiempo?, le preguntaban sus familiares a Edith. Pero no podía saberlo. “Es cuestión de que su cuerpo responda”, les explicó. Entró a su guardia en el hospital. Su mente repasaba involuntariamente todos los datos de los artículos que había leído hasta entonces, las señales de alarma que podían convertirse en pronósticos u observaciones que comúnmente terminaban en fatalidad. Ese mismo día decidió empezar a buscar el tocilizumab. No quería pasar horas buscándolo en caso de una emergencia y sabía, por la experiencia de sus primas, que no era fácil de conseguir. Pasó todo el día buscándolo. “Me habían dado el contacto de alguien, que me dijo primero que no lo tenía y después me volvió a marcar: ‘fíjese que hay un lote en una farmacia’”. Esa noche lo fue comprar en una de las farmacias especializadas de Tlalpan. Pagó 20 mil pesos por 400 mg, se llevó el medicamento y lo guardó en el refrigerador del departamento donde vive. Los siguientes días, Edith llegaba temprano al hospital, dos horas antes de su guardia y subía a ver a su papá. Con bata, goggles, guantes y mascarilla, platicaban. Le ayudaba a comer. De ahí salía y se iba a realizar su turno de cinco horas en terapia intensiva. La fiebre de Modesto persistía; estaba usando una manguerita en las fosas nasales por las que le administraban 3 litros de oxígeno por minuto. Al poco tiempo, empezó con diarrea y perdió el apetito. A Edith no le gustaba la condición de su papá. Pensó que estaba empeorando, pero no sabía distinguir si su preocupación era justificada o si se debía a que se trataba de su papá. Decidió hablar con él sobre la posibilidad de bajarlo a terapia intensiva. Tenía miedo de que su papá no accediera; otra hermana de Modesto ya había muerto intubada, en terapia intensiva, en 2016. “Le dije: ‘mira, yo te quiero mucho papi, pero yo entiendo que tú eres consciente y eres capaz de decidir sobre tu cuerpo y si llegamos a ese punto lo que tú decidas lo tengo que respetar’”. Después de un momento, Modesto le preguntó si dolía y si había gente que salía de terapia intensiva. “Claro que salen”, le dijo, con esperanzas de que aceptara, “es como ponerle pausa a tu cuerpo para que descanse y nosotros darte un soporte. A mí sí me gustaría que lucharas hasta el final”. Y agregó, “aquí voy a estar para apoyarte, no estás solo”. En caso de llegar a ese momento, Modesto accedió a la intubación. La mañana del viernes, cuando Edith iba camino al hospital, le habló el doctor que estaba a cargo del piso de hospitalización. Quería saber si Edith ya tenía acceso a tocilizumab. Era el noveno día que Modesto tenía fiebre y el tercero con insomnio. Sin bajarse del Uber, regresó a su casa, sacó el medicamento del refrigerador y volvió al hospital. Le suministraron el medicamento por la noche pero, para ese momento, Modesto ya había empezado con alucinaciones. “Me decía que las paredes se le movían, que había visto arañas transparentes”. Al día siguiente, se le quitó la fiebre. Edith habló con su mamá y sus hermanos. El domingo lo volvió a ver bien, lo ayudó a comer, a lavarse los dientes. Platicaron y Edith se fue tranquila. Estaban felices.
“No creía que hubiera retorno. Les dije a mis hijos y a mi esposa que se auxiliaran de alguien de mi confianza, dónde estaban los papeles y que todo estaba por escrito. Pero les dije ‘creo que no regreso’. Me despedí y me fui.”
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A la mañana siguiente todo cambió. “Fue el peor día de mi vida”, recuerda Edith. Su papá le habló desde su celular. Quería saber si lo ayudaba a desayunar. La doctora se vistió y se fue al hospital. El residente del área le comentó que los niveles de oxigenación de su papá seguían bajos y otros indicadores de laboratorio seguían sin mejorar. Llegó con su papá y se sentaron en la orilla de la cama. La línea del oxígeno no alcanzaba y el saturómetro le incomodaba el dedo para comer. Le quitó ambos. Comió, platicaron un rato y lo volvió a acomodar en la cama. Le puso el saturómetro: marcaba 82%. Edith corrió por las puntas de oxígeno y le administró cuatro litros por minuto, más de lo que había tenido su papá. No mejoraba. Subió a cinco litros por minuto. No mejoraba y la manguerita de oxígeno no podía dar más capacidad. “Me fui a la puerta y grité: ‘¿quién es el enfermero que está aquí? ¡Páseme una mascarilla reservorio!’”. Con la mascarilla, la graduación de oxígeno puede subir hasta 15 litros por minuto. Edith se los administró, pero aún con cinco veces más de oxígeno del que había tenido, la saturación de Modesto no subía de 90%. La doctora bajó a hablar con el jefe del área de hospitalización y con su jefe de terapia intensiva. Subieron a ver a su papá y, al observar a Modesto, decidieron bajarlo a urgencias para hacerle otra tomografía, solo así podrían ver si el daño al pulmón había empeorado y cuánto. A diferencia de otros hospitales, en Nutrición hacen tomografías y no radiografías para ver la Covid-19 en los pulmones. Esto les permite utilizar niveles de radiación más bajos (para causarle menos daño a los otros órganos) y ver mejor la nebulosa tenue causada por la enfermedad. Mientras tanto, Edith se guareció en un cuarto de descanso que tiene el hospital junto a una capilla. Le habló a su familia y les explicó lo que estaba pasando. Lloraba. “No quería salir, no quería que me vieran así. Tenía mucho miedo”. Desesperada, decidió pasarse a la capilla. La doctora Edith Lizeth Nicolás Martínez, que llevaba años sin tener un pensamiento religioso, se puso a rezar. “Solo le pedía a Dios que mi papá estuviera bien. No sabía qué hacer”. Dos horas después sus jefes le hablaron confirmando los temores de Edith. La neumonía por Covid de su papá había progresado y ameritaba terapia intensiva. “Cuando me lo dijeron fue la sensación más horrible porque dije ‘¡no, se va a intubar!’. Y como intensivista, sabes lo que sigue y lo invasivos que somos”. Las probabilidades que tiene de sobrevivir un paciente intubado por Covid-19 en terapia intensiva oscilan entre el 30 y el 50%. “No solo es el tubo, sino que es el catéter, la línea arterial, la sonda Foley, la sonda para alimentación; es estar en un cuarto solo, sedado. Si no fuera tu familiar es un procedimiento más. Pero ya cuando es así alguien cercano como que ya la idea no suena tan bonita”. Su jefe le dijo que se despreocupara por sus guardias. La quería concentrada en su familia, entrar a tratar pacientes a la misma área donde estaría su papá implicaba demasiado estrés emocional. La doctora subió a explicarle a Modesto.
“No creía que hubiera retorno. Les dije a mis hijos y a mi esposa que se auxiliaran de alguien de mi confianza, dónde estaban los papeles y que todo estaba por escrito. Les dije ‘creo que no regreso’. Me despedí y me fui.”
“¿Te acuerdas de lo que platicamos de terapia intensiva?”, le dijo Edith a su papá. “Sí”. “No solo es el tubo. Cuando bajes, te tienen que poner un catéter, te van a poner una línea, una sonda para orinar, una sonda para comer”. “¿Todo eso?”, le preguntó. “Sí, así se manejan los pacientes allá.” “Bueno.” Edith agarró las cosas y la ropa con la que había llegado su papá. Su celular estaba repleto de mensajes de amigos que ella contestaba diciéndoles que entraría a terapia intensiva. Modesto empezó a despedirse de su hija. Pensaba que era el final. Le pidió que entre ella y sus hermanos se dividieran la casa. “No creía que hubiera retorno. Les dije a mis hijos y a mi esposa que se auxiliaran de alguien de mi confianza, dónde estaban los papeles y que todo estaba por escrito. Pero les dije ‘creo que no regreso’. Me despedí y me fui.” Lo último que pudo decir a la única persona que podía estar físicamente ahí con él, su hija Edith, fue “yo lo único que quiero para ti, hija, es que seas feliz. Yo soy feliz si eres feliz”. Entró el camillero para llevarse a Modesto y Edith se soltó a llorar. Pensó en la última vez que su hermano vio a su papá entrando al hospital; en el mensaje que su papá le enviaba todos los días y que tal vez no lo volvería a recibir. Lo siguió hasta el elevador. Eran las 9:30 de la noche y la doctora se sentía como si hubiera trabajado tres guardias seguidas. Su mamá y sus hermanos le preguntaban qué iba a pasar. Bajó a hablar con el doctor a cargo de terapia intensiva. Le dijo que no se preocupara, que él iba a entrar a explicarle todo a su papá antes de que le pusieran cualquier cosa. Agotada, se fue a casa.
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Cuando despertó, tenía una llamada perdida de las 2:00 de la mañana. Era el doctor a cargo, para avisarle que ya habían intubado a su papá. Después le marcó una de las enfermeras de terapia intensiva. Había platicado con Modesto antes de que lo sedaran. Le mandaba decir que en el séptimo tomo del libro de Historia Universal había dinero para que compraran el traje de graduación de su hermano menor. Modesto había dejado todas las cosas, o tantas como podía, en orden. Más tarde, le dieron el informe médico a Edith. No había mejorado la oxigenación y lo tenían que voltear boca abajo para ver si respondía. “Y dije: ‘oh, no’, porque eso es lo último que se le puede ofrecer al paciente”. Al día siguiente empeoró aún más. No mejoraba la oxigenación y entre la diarrea y la deshidratación había bajado 15 kilos. A pesar de la baja radiación en las tomografías, tenía falla renal. “Es inevitable”, explica la doctora, “en terapia intensiva suele ser así. Sabemos que, entre mayor número de fallas, el beneficio que nosotros le podemos dar de una terapia intensiva se va haciendo poco. Si mi paciente entró con una falla y en 48 o 72 horas no la he corregido o, al contrario, tiene dos o tres fallas más, muy probablemente el pronóstico no sea bueno”. No podía quitarse todo eso de la cabeza. A los tres días, sin mejorías visibles, lo volvieron a voltear boca arriba. A partir de ahí, para los pacientes con Covid-19, no queda más que darles tiempo. “Solo es darle el soporte. No hacemos magia”. Edith le escribió a su mamá y a sus hermanos, les pidió que grabaran mensajes de voz y la música que le gustaba a su papá. El jueves 30 de abril, la doctora decidió entrar a verlo. Se puso todo el equipo de protección: pijama quirúrgico, bata, botas desechables, guantes, goggles, mascarilla, gorro y careta. “Fue un impacto muy grande porque lo ves con el tubo, los ojitos cerrados, el monitor, el ventilador. Las invasiones, el catéter.” Le empezó a hablar y, a petición de su mamá, le pegó una estampita de la virgen y otra de Jesús en la cabecera. La enfermera en turno, a quien conoce bien, le ofreció rezar con ella. Junto al cuerpo sedado de Modesto, rezaron un padrenuestro y una avemaría. “Lo que hace más fuerte a terapia intensiva son sus enfermeras”, explica Edith. Todos los días, ellas volteaban a su papá, lo bañaban, le hacían curaciones en la piel para que no le salieran llagas. Después de la oración, Edith le movió los brazos y las piernas, ejercicios de rehabilitación, para evitar que se le atrofiaran demasiado los músculos por falta de movimiento. Un par de horas después salió. Afuera la esperaba una de las residentes para hablar con ella. Fueron a un cuarto donde la doctora cerró la puerta y le dijo que su papá no tenía mejoras; Modesto estaba estancado, a pesar de los mejores esfuerzos de los doctores. “Mi papá ya estaba en el momento donde podía tomar dos caminos: o mejoraba o fallecía”, un proceso que puede durar entre ocho y 10 días. Edith le dijo que entendía, pero que la esperanza muere al último. Se fue a su casa para volver al día siguiente con más mensajes de voz, de los amigos de papá y su familia, con su música favorita. Durante todo ese tiempo en que los doctores hacían su lucha, Modesto estaba peleando sus propias batallas.
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“Todas las cosas que veía”, recuerda aún consternado, “las veía quietecitas, y cuando yo clavaba mi mirada en ellas, empezaban a moverse.” Modesto veía rocas, árboles o personas amorfas, desnudas. Las rocas cobraban vida, convirtiéndose en cocodrilos. Poco antes de la contingencia, Modesto había ido de visita a Santiago Yosondúa, su pueblo en Oaxaca. Cuando lo sedaron, en sueños, se encontró empezando ese viaje. Era el mismo trayecto de regreso a la Ciudad de México, un recorrido de 500 km, pero en su sueño, bajo la sedación profunda, Modesto lo estaba haciendo a pie. “Y decía yo: ‘pero no es posible, cómo voy a llegar a México, a qué horas voy a llegar si el camino es larguísimo. Pero no hay otra forma”. Y estaba decidido a regresar a casa, así que caminaba.
“Edith corrió por las puntas de oxígeno y le administró cuatro litros por minuto, más de lo que había tenido su papá. No mejoraba. Subió a cinco litros por minuto. No mejoraba y la manguerita de oxígeno no podía dar más capacidad”.
A esas alturas, sumadas las otras fallas, Modesto tenía también una infección en vías urinarias. Todos los días, Edith entraba a estar con su papá entre una y dos horas. Le ponía los mensajes de voz de sus amigos. “échale ganas porque todavía nos debes unas chelas”, escuchaba, así como los de sus hermanos y su mamá. Le aseguraba que la familia estaba bien. Desde el celular, ponía su música favorita y le hacía los ejercicios de piernas y brazos. El cuerpo sedado de Modesto no reflejaba ninguna reacción. Ni movía los párpados ni las manos. Su cuerpo podría estar dormido en la cama 49 de terapia intensiva de Nutrición, pero él estaba atravesando una odisea muy diferente. En su trayecto, se encontró un cerro enorme que tenía que atravesar para poder avanzar. De pronto, el cerro se partió en dos y una mitad, al desmoronarse, se convirtió en un tiranosaurio que perseguía a las personas. La gente, en pánico, se movía por todos lados. Por doquier había criaturas como alebrijes —figuras típicas de Oaxaca en forma de animales increíbles— con vida, moviéndose. Edith iba y venía. Mantenía informada a su familia. Desesperada, sin avances en la salud de su papá, dejó de leer sobre el coronavirus. Le pidió a una de sus amigas que le quitara la computadora, desde donde consultaba los resultados de laboratorio a cada minuto, y pidió que no se la devolviera hasta que todo pasara. Llegaba al hospital a la una de la tarde, pedía el informe del progreso de su papá, se vestía con el equipo de protección personal y entraba a verlo. Todos los días era la misma rutina. Sabía que su papá podía escucharla, por el nivel de sedación, pero no sabía si lo recordaría. En su sueño, Modesto tenía la sensación de haber hecho ese mismo recorrido antes. “Yo decía: ‘ya pasé por aquí. ¿Otra vez lo voy a vivir? Pues qué desagradable’”. En su odisea, llena de alucinaciones, también escuchó hombres organizando trata de personas. “Escuchaba a un tipo a cada ratito decir ‘que nos traigan a las muchachas de Centroamérica, que pasen por Chiapas, por Oaxaca, Puebla, Guanajuato y de ahí a Ciudad Juárez. Y ya sabes las condiciones y también cobra tu comisión’. Siempre. Siempre. Siempre los oía”. El camino fue arduo, tortuoso, lleno de sufrimiento. “En un momento yo pensé ‘esto es el infierno, no puedo estar así’, y decía ‘si yo tuviera un bisturí escondido por aquí, me cortaría las venas o la yugular para morir. Porque no soporto yo esto. Es el infierno’”. Después de mucho caminar, esquivar las rocas convirtiéndose en cocodrilos y al dinosaurio que intentaba cazar a los humanos, lo atraparon. De los cerros colgaban redes enormes color rosa, amarillo y blanco. “Y yo caí”, recuerda, “metí los zapatos y se quedó colgada mi cabeza”. Así, colgado de las redes con las que lo habían capturado, pasaba el tiempo y Modesto solo escuchaba un toc–toc–toc constante. “Cada ruidito me retumbaba en la cabeza”. Es probable, él cree, que se tratara de los monitores de terapia intensiva que hacen sonidos como los que describe para medir los signos de los pacientes intubados. El sonido le retumbaba en la cabeza. Sentía cada toc como una lesión en el cerebro. “Así permanecí, colgado, hasta que me sacaron”.
“Me pasó por la cabeza que ojalá no fuera el último recuerdo que mi hermano tuviera de mi papá”, porque de ahí ya no lo volvería a volver a ver hasta que saliera… si salía.
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Diez días después de ingresar a terapia intensiva, Modesto empezó a despertar. Habían visto algunas mejoras en sus laboratorios y los doctores decidieron intentar quitarle el tubo. Pero primero había que sacarlo de la sedación profunda. Edith entró a verlo, como todos los días, y le habló un rato. “Ya movía la mano, parpadeaba”. Sin fuerza, intentaba alcanzar el tubo para sacárselo. El 80% de los pacientes que despiertan en terapia intensiva están desubicados. Bajo luces brillantes, después de haber estado sedados por días o semanas, no saben dónde están. Algunos se desesperan, intentan arrancarse el tubo que tienen en la garganta. Este estado se llama delirium. Parte del protocolo, cuando un paciente empieza a despertar así, es sujetarlo con cojines en las muñecas y sobre éstos, ponerle unas correas que limiten el movimiento de los brazos. “Lo vi sujeto y fue un impacto”, recuerda Edith, “cuando pasa esto, pedimos consentimiento del familiar. Era muy fácil decirlo como médico, pero ya cuando lo ves en tu familiar, sí te impacta. Como que hasta ese punto comprendes”. Al día siguiente despertó bien, todavía con el tubo en la garganta. “Le dije ‘tienes que estar tranquilo y cooperar porque te tienen que hacer pruebas y exámenes para ver si te lo pueden quitar’”. Lo más fácil, explica la doctora, es intubar a un paciente. Lo más difícil es quitarle el tubo porque hay que atinarle al momento indicado. Una vez más escucharon música, le movió sus piernas y los brazos. “Y le dije: ‘mañana te quiero ver sin el tubo’ y se me quedaba viendo”. Mientras tanto, oscilando entre la consciencia y la inconsciencia, Modesto recuerda “que los doctores trabajaban en la noche o por la madrugada, pero todos estaban en sus equipos trabajando y mandando señales y más señales”, cuando me cuenta supongo que podían ser los resultados de los estudios los doctores buscando corroboración para saber que podían extubarlo. “En algún momento encontraron lo que buscaban y todos se arremolinaron, unos sorprendidos y otros de gusto”, recuerda. “Se acercaron donde yo estaba en la cama de estas especiales y me tomaron una foto, pero decían que no salió muy bien, alcancé a escuchar. Yo estaba dormido no sé qué pasó. Sentí que me tocaron para acomodarme, pero no respondía mi cuerpo. Lo único que alcance a oír fue ‘es que no sale bien’ o no se logró colocar bien. Algo así”. Imagino que lo que escuchaba el paciente no se refería a una foto, sino que eran los doctores intentando sacar el tubo de la garganta de Modesto, un procedimiento sumamente riesgoso porque los pacientes tosen, empujan el tubo con la lengua y todas esas gotitas de saliva con virus, que son contagiosas, vuelan al aire. Finalmente, Modesto abrió los ojos y ya no tenía el tubo en la boca. “Los vi muy emocionados a los doctores”. Cuando Edith llegó a verlo, su papá se quejaba de tener mucha sed y estaba muy desorientado. “¿Y mis zapatos?” le preguntaba a su hija. Estaba listo para irse a casa. “No, no te puedo traer tus zapatos”. Todavía tenía que recuperarse de la sedación y verificar que respirara bien, que podía tragar comida sin problemas, entre otras cosas. “Bueno, mis chanclas”. “No, no te puedes parar porque aquí en este cuarto no hay baño. No te puedes mover.”
“‘Creemos que mamá tiene Covid’, leía el texto. Su tía era diabética y llevaba cuatro días con fiebre, cansancio y con mucho sueño. Le dijo a su prima que la llevaran a Nutrición”.
La doctora le llevó un juguito y un calendario para marcarle fechas a su papá:
- 22 de abril – “el día que entraste a Nutrición”
- 27 de abril – “el día que bajaste a terapia intensiva”
- 9 de mayo – “el día que te quitaron el ventilador”
También le dibujó un sol y una luna, y colocaban el que correspondiera a la hora junto a la cama de Modesto para que supiera si era de día o de noche. Para los pacientes en terapia intensiva, donde las luces permanecen prendidas 24 horas al día, es difícil saberlo. Modesto recuerda que “quería salirme y las enfermeras me decían, ‘¿a dónde cree que va?’ Ya me voy para mi casa, les decía. ‘¿Cree usted que puede caminar?’, respondían. Y yo decía por supuesto que puedo levantarme y caminar. Y cuando estaba en la orilla de la cama, me volvían a acomodar. Me decían, ‘no se puede levantar’. Yo siempre quería regresar a casa”. El lunes 11 de mayo, Edith llegó a terapia intensiva con una sorpresa. “¿Qué crees?”, le dijo a su papá, “ya te traje tus zapatos”. Era mediodía cuando aprobaron el alta y la doctora no podía esperar más para llevarlo a casa. Con su equipo de protección encima, lo empezó a calzar. “Es como recordar cuando eres niño y que tus papas te ponen las calcetas, el zapatito y te hacen el nudo de las agujetas. Fue raro, pero bonito”, recuerda. Para llevarse a su papá, solo tenía que garantizar que le pudieran dar oxígeno a dos litros por minuto en casa. “Como médico crees que ya diste de alta al paciente y ya todo feliz y contento se va a su casa. Y hay toda una serie de cosas atrás”, reflexiona. Por ejemplo, no podían encontrar tanques de oxígeno. Con sus hermanos, Edith buscó en sucursales por la zona de hospitales en Tlalpan. Los tanques de oxígeno de 9 mil 500 litros (que le durarían 48 horas a su papá) se rentaban en mil 500 pesos al mes. Además, pedían depósitos de hasta seis mil pesos y había que irlos a rellenar personalmente porque, con el coronavirus, no se dan abasto para ir a domicilio. Sin coche, de Iztapalapa hasta Tlalpan, el Uber les cobra 150 pesos por un viaje sencillo. Haciendo cuentas, en un mes gastarían 30 mil pesos por la renta del tanque. Pero angustiarse por los precios, hasta ese momento, era lo de menos. Por la pandemia, los tanques de oxígeno en todos los locales estaban agotados. En tres lugares tenían listas de espera. Así que se anotaron. Pidió informes por internet. Finalmente llegó a un localito con un letrero pequeño en la parte de arriba que leía “oxígeno”. Tenían tres concentradores, unas máquinas que se conectan a la corriente eléctrica y concentran el oxígeno del aire para pasarlo por la manguerita en las dosis necesarias. La renta estaba en 30 mil pesos al mes, sin necesidad de salir a rellenar tanques y con capacidad de tres litros de oxígeno por segundo. Edith le dijo a la dependienta que lo quería. Perfecto. Nada más necesitaba fotocopias de los requisitos del hospital y todas las papelerías a la redonda estaban cerradas por la contingencia. Su hermano menor tenía impresora y fotocopiadora en casa, así que entre los dos se las arreglaron para conseguir las copias. A las 17:00 horas le marcaron del local a la doctora. ¿Sí quería el equipo? Porque ya se habían rentado dos, nada más le estaba apartando el último, y ya tenía otros interesados en la tienda. Sí lo quería, le aseguró, y se apuró para regresar por el concentrador. A las 18:30 del lunes 11 de mayo, 20 días después de su hospitalización inicial, Modesto Nicolás salió del hospital acompañado de sus tres hijos. Había bajado 20 kilos y no podía caminar por sí mismo. “Salí hecho un trapito viejo, puro cuero recubriendo los huesos”, explica.
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Hace dos semanas Edith regresó a sus guardias en terapia intensiva y está, otra vez, aislada de su familia. A pesar de la distancia, “estoy feliz donde estoy”, asegura, “soy feliz con lo que hago y no puedo pedirle más a la vida”. Además, ahora cuando llega a su casa después de las guardias, tiene un mensaje de su papá todas las noches preguntándole cómo está y si llegó bien. Cuando llevó a su papá a casa, Edith le dio un sobre a su mamá, a quien no había visto en dos meses. Se lo habían dado en el hospital y estaba lleno de dinero, era una coperacha que hizo su otra familia —el equipo de terapia intensiva de Nutrición— para ayudarlos. También le dieron una despensa de donaciones a todos los de nutriología clínica en el hospital y la doctora se la regaló a sus papás. Modesto lleva 16 días de rehabilitación en casa haciendo ejercicios para fortalecer músculos, comiendo caldo de pollo y recuperando líquidos, así como soplándole a un aparatito en el tiene que levantar cuatro pelotas con la fuerza de los pulmones. Su esposa y su hijo menor lo ayudan a ir al baño y le llevan la comida al cuarto donde duerme. Toma todavía dos medicamentos, uno para el dolor y otro para evitar la formación de coágulos. Cuestan 2 mil y 800 pesos, respectivamente. Su hijo sigue llevando la bitácora con los signos vitales en Excel. Nadie más de la familia nuclear se enfermó, o al menos no con síntomas observables. “Hasta ahorita solo me dio a mí, pero espero que con eso se haya quedado satisfecho el malvado Covid porque es horripilante”, dice.
“La doctora empezó a leer todo lo que encontraba en artículos recién publicados. Había un medicamento que parecía funcionar para tratar la inflamación causada por la nueva enfermedad. Sin una vacuna o una cura, lo que la literatura ofrecía eran pistas para tratar a los pacientes contagiados”.
Para el domingo 24 de mayo, habían muerto 7 mil 394 personas en México por Covid-19. Hasta ese día, desde el inicio de la pandemia, se registraron 68 mil 620 casos de contagios en el país, donde el estado con más casos es la Ciudad de México y la delegación más afectada es Iztapalapa. Mientras unos pacientes sobreviven para contar su experiencia, como Modesto, otros fallecen a causa de las múltiples complicaciones de la enfermedad, como Sofía. Con más de 34 mil fallecimientos en Latinoamérica para el 22 de mayo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) determinó que esta región es el nuevo epicentro de la pandemia. Después de la odisea que vivió en alucinaciones, ahora Modesto sueña con cautela. “No he pensado en planes hasta no quitarme la bomba de oxígeno y que pueda valerme por mí mismo”, explica. Quiere priorizar, poner en orden sus cosas para no heredar problemas a sus hijos. “Uno nunca sabe”. Con una enfermedad tan novedosa como ésta, aún no sabemos cuáles pueden ser los efectos a largo plazo. Por ahora, la recuperación de Modesto es paulatina. Por un lado, ya solo requiere 1.5 litros de oxígeno por minuto y ha empezado a pararse por cuenta propia. Pero el domingo 25, tuvo una hemorragia nasal, una de las señales de alarma, y necesitó una cauterización. Ya está en casa, pero es precavido en sus aspiraciones, “por lo pronto soy muy cortoplacista”. Edith y sus primas, por su parte, tienen algunos planes para el fin de la contingencia. “Cuando podamos reunirnos, queremos hacer la comida que quería hacer mi tía Sofía en su casa nueva”, dice Edith. Quieren retomar todo lo que la pandemia dejó pendiente y hacerlo juntos. Van a aprovechar para celebrar la graduación de arquitectura del hijo de Modesto, el ahijado adorado de Sofía, y por supuesto, honrar la memoria de su tía, “mis primas tienen ahí las cenizas y vamos a hacer una misa”.