Golfo de California: el acuario del mundo se calienta
Alejandro Melgoza Rocha
Fotografía de Felipe Luna Espinosa
Desde el exterior se percibe esta imagen perfecta del también conocido como mar de Cortés. El refugio del lobo marino, el tiburón ballena o la ballena jorobada. Romantizado como ejemplo de conservación, ha provocado que lleguen aquí más visitantes e intereses de afuera. Las rachas de calor en el océano, la sobrepesca que irrumpe la cadena trófica y el acoso de las inmobiliarias a los humedales son factores que, en conjunto, vulneran estos litorales que antes fueran dignos de tramas aventureras.
Siete décadas atrás, a sus 31 años, un reportero de la Ciudad de México decidió llevar a cabo un sueño. Cansado del oficio, un día trazó la que sería su última travesía como periodista, un deseo que engendró desde niño cuando leía novelas de aventuras en torno a los mares y selvas. El viaje con el que se retiraba tenía también una finalidad informativa: escribir de lo recóndito del golfo de California.
Fernando Jordán compró una embarcación que tenía, entonces, medio siglo de antigüedad, por lo que necesitó hacerle todo tipo de composturas. Movió cielo, mar y tierra para conseguir el dinero entre conocidos. Usó un mástil para desplegar una sábana en la azotea de su casa en la capital, dejándose guiar por su imaginación, para aprender a “velear”. Una vez bautizada su nave como El Urano, practicó a pura vela y viento. En octubre de 1950 se estableció en La Paz, Baja California Sur, donde se relacionó con los pescadores de El Esterito para que le enseñaran sobre navegación y la mar.
El Urano zarpó el 16 de mayo de 1951 para adentrarse a un mundo prístino cuyas especies marinas rebosaban a orillas del malecón, cuando la ciudad apenas contaba con unos cientos de habitantes. En los siguientes días y hasta el 24 de julio se embarcó junto a Héctor Salgado, de veintiséis años, y navegaron hasta donde finaliza el Golfo, en lo que se conoce como la Reserva del Alto Golfo de California y el Delta del Río Colorado; un recorrido de más de mil kilómetros de una región entonces poco explorada, que sirvió como legado en sus crónicas con tintes antropológicos publicadas en El Mar Roxo de Cortés. Biografía de un Golfo (Conaculta, 1951), donde describe este mar como “roxo” por los tonos rojizo y púrpura que levantan en los atardeceres. La leyenda de Jordán se mantiene latente; es una referencia etnográfica, periodística y científica para los estudiosos del mar.
Con el tiempo, sin embargo, se han desdibujado algunos de estos relatos, en parte por el crecimiento poblacional de la península y el desarrollo urbano, en parte por la insistencia en un modelo turístico similar al de Cancún, que se basa en megaproyectos inmobiliarios de lujo que suelen acabar con los manglares y con pocas regulaciones a la explotación pesquerade grandes industrias, como la sardinera y la atunera. En aquellos días, los de Jordán, no se hablaba de barcos de altura que pescaran de manera masiva; tampoco de empresas mineras que afectaran los mantos acuíferos ni de la defensa del territorio en comunidades cuyos mares tuvieran barreras arrecifales. Mucho menos de un cambio climático que, si bien es global —la temperatura del planeta ha incrementado poco más de un centígrado desde 1880, según el Nasa Earth Observatory, pero tiene posibilidades de tocar los 2.7 en este siglo—, en este caso tuvo impacto desde finales del siglo pasado: un incremento sostenido que ha ocasionado el florecimiento de algas nocivas, el blanqueamiento de corales, el decaimiento de colonias de aves y el colapso de pesquerías. Estas problemáticas parecían impensables en los tiempos en que Jordán surcó el Golfo, un “otro México”, como lo denominó, porque no había otro litoral del interior que se le pareciera; el “acuario del mundo”, como lo llamó Jacques Cousteau durante su travesía para el documental El legado de Cortés (1973).
Por eso, setenta años después, sumergidos en una crisis que no sólo ha conllevado el aumento de la temperatura sino también la acidificación de los océanos, junto con el fotógrafo Felipe Luna decidimos partir desde la misma bahía que eligió Jordán para conocer algunos de los cambios que ha sufrido el mar. Primero, en una panga para surcar la bahía de La Paz, pasando por el humedal de Balandra y hasta el archipiélago de Espíritu Santo. Luego, en automóvil, por la Reserva de la Biósfera Sierra La Laguna, cuyo polígono protege el manto acuífero que provee agua al estado, y entre sierras y cactáceas, hasta Cabo Pulmo, donde se encuentra uno de los arrecifes mexicanos más importantes, en compañía de un equipo de biólogas marinas. En este mar esperamos encontrar las memorias de Jordán —quien murió en esta región a los 34 años— para comprobar si esos sueños aún sobreviven en tiempos del cambio climático, en los que se ha pasado de la mitigación a la adaptación.
“Adelante está el mar, en el mar unas islas desconocidas, inéditas… entre el mar y las islas la búsqueda de un ideal, la satisfacción de un viejo anhelo, la realización de una aventura que tiene una finalidad precisa”, escribió Jordán.
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—Aquí, Punta Baja I —dice Miguel Castro por la radio, su reporte a capitanía.
—¿Cuántas personas?
—Dos personas. Regresamos a las cuatro y media o cinco de la tarde.
A bordo recorremos la bahía de La Paz, donde residen 875 especies marinas, y llegaremos hasta Espíritu Santo, el doceavo conjunto de islas más grande del país. Miguel es un hombre de 64 años, barrigón y canoso, vestido con una bermuda azul y una camisa gris con estampados que dicen “carne asada” y “cerveza”; dejó el negocio de la pesca hace unos veinticinco años para dedicarse al turismo. El capitán habla poco pero, cuando lo hace, mira sólo el horizonte. Es un mediodía de octubre de 2021.
El Mogote aparece pronto: una enorme duna en medio del mar a menos de un kilómetro del malecón, una suerte de barrera arenosa que protege a la capital del estado y a las especies de fenómenos meteorológicos como los huracanes, e incluso, de las corrientes marinas. Ésta fue la primera escena que se encontró Jordán al salir de La Paz: “Miraba fijamente el mar de la bahía que me iba descubriendo poco a poco la baja muralla del Mogote. Cuando doblé esta punta, el viento arreciaba y al tomar una ola recibimos la primera rociada de agua de mar, sobre la cara y en todo el cuerpo”, apuntó.
La diferencia es que el paisaje que vemos ahora está obstruido por condominios de lujo en construcción que la sociedad civil frenó en 2013 y que había autorizado ilegalmente la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat). Paraíso del Mar pretendía urbanizar 504 de las 603 hectáreas que abarca el Mogote, con 2 050 cuartos hoteleros, cuatro mil viviendas, dos campos de golf y una marina exterior para 535 embarcaciones. Aunque no se llevó a cabo por la resistencia civil, quedaron ahí unos cascajos de condominios. La Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa) clausuró la obra, además, por intentar cambiar el uso de suelo y hacer trabajos de relleno en humedales y área de manglares.
Aquí ronda el tiburón ballena (Rhincodon typus), el pez más grande del mundo, que alcanza los dieciocho metros de largo y cuya migración ocurre cada año entre los meses de octubre y abril en el Golfo, el Pacífico y el Caribe mexicanos. Más allá del turismo, éste es un emblema entre los paceños y avistarlo forma parte de las costumbres de la localidad: no se le puede considerar paceño a quien no lo haya hecho. Es un atractivo que deja una derrama de cincuenta millones de pesos anuales según la Secretaría de Tránsito, Economía y Sustentabilidad y, al menos, unos treinta mil visitantes según cifras de prestadores de servicios de La Paz, quienes también ofrecen paseos de avistamiento de ballena gris (Eschrichtius robustus) en Bahía Magdalena, en el municipio de Comondú, y a la ballena jorobada (Megaptera novaeangliae) en San Ignacio y Laguna Ojo de Liebre, en Mulegé.
La panga continúa con un ligero aumento en la velocidad. Desde aquí se divisan algunas casas de lujo construidas sobre serranías paceñas; también, una fábrica cementera y una planta de la Comisión Federal de Electricidad (cfe) que no deja de expulsar humo, cuyas partículas ya han estado en el centro del debate porque son responsable de al menos 92% de las emisiones de SO2, según el Programa de Gestión para Mejorar el Aire en Baja California Sur. Por ello, algunas organizaciones de la sociedad civil denunciaron en octubre de 2021 que la cfe no cuenta con la metodología de medición que establecen las normas oficiales en la materia.
Los que alguna vez fueron sitios aislados a los que se podía llegar sólo en embarcaciones, hoy cuentan con caminos conectados a carreteras. Una de las primeras playas, ahora considerada la aduana más importante del estado, es Pichilingue. Vemos el ingreso de barcos que descargan mercancías y ferries con turistas o habitantes que no pueden pagar un boleto de avión y los usan para cruzar el Golfo desde Sinaloa. La discusión ahora es sobre el proyecto Under the Sea, del grupo empresarial ITM —filial de Carnival Cruises— solicitó autorización ala Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) para construir un muelle de megacruceros, clase Oasis, donde cabrían más de cinco mil pasajeros.
El capitán vira la palanca hacia el lado derecho. Lo hace con la parsimonia de un veterano. Las crestas de las olas aumentan su tamaño e impacto pero la panga las monta tomando el control.
—Capitán Miguel, ¿usted ha escuchado del cambio climático?
—¿Eh?, ¿cómo?
—¿Usted ha escuchado del cambio climático?
—No, no sé de eso —responde en medio del ruido de las aspas del motor.
Ante este hombre de pocas palabras, insisto.
—¿Cómo era antes este lugar, cuando pescaba?
—Se veía tranquilo y muy limpio. Y ahora, muy cochino.
—¿Qué especies se veían?
—Uy, podías pescar aquí, a pie de playa; quedaban calamares grandes. Antes se miraba mucho tiburón, mantarrayas brincando, tiburón martillo… de todos los peces. Aquí, a la altura del Mogote. Todo eso se veía antes.
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Una lobera se forma en San Rafaelito, una conformación rocosa más parecida a un monte donde descansan decenas de lobos marinos (Zalophus californianus), acostados, nadando y otros más flotando bocarriba y asoleándose. Se consideran mamíferos fieles a las colonias, que pasan el resto de su vida juntos. A lo largo del litoral hay entre diecisiete y veintidós mil ejemplares registrados; es decir, 6% de su población en el mundo, según el monitoreo de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp). Al observarlos, no parecieran afrontar problema alguno, suspendidos sobre el agua, en medio de esa pasividad. Sin embargo, la doctora Claudia Hernández Camacho, del Centro Interdisciplinario de Ciencias Marinas, descubrió que deben categorizarse como especie amenazada a causa del cambio climático: 30% de sus crías está muriendo al cabo del primer año por la baja disponibilidad de especies indispensables para su alimentación, como el pez lagarto del Pacífico oriental, la anchoveta, el pez sapo cabezón, el pez serrano ojón y la merluza. La amenaza al lobo marino es un golpe a la salud de este ecosistema.
Una vez detenida la panga, nos lanzamos al mar con equipo de esnórquel: hay arrecifes, cardúmenes amarillos y azules de peces que transitan sin temor a la presencia humana; hay peces perico que van comiendo pedacitos de coral y algunas estrellas de mar conocidas como “coronas de espinas”. De pronto, unos lobos marinos se acercan, por lo que debemos cerrar las manos en puño para que no las confundan con estrellas.
A un lado de nuestra embarcación pasan veloces dos, tres, cuatro y más yates y cruceros medianos de lujo que vienen con turistas ahogados en selfies; la mayoría extranjeros que ignoran lo que pasa por su camino.
—¿Cómo los ve, capitán, que van con sus celulares en este paraíso…?
—Mucha decadencia con los niños esos, jugando con los teléfonos.
Este tipo de embarcaciones ya han causado problemas por su tamaño y han violado, por ejemplo, la norma 171 de la Semarnat, que reglamenta las actividades de observación y nado en la zona de alimentación del tiburón ballena. Embarcaciones de alto y mediano calado que emiten contaminantes que propician el calentamiento global; no por nada la Organización Marítima Internacional calculó en 2007 que éstas liberan en altamar 1 120 toneladas métricas de CO2. En 2019, por ejemplo, el Playmate II navegó a alta velocidad dentro de la zona y le pasó por encima a uno de estos cetáceos, lo que le provocó un corte en su aleta dorsal. En consecuencia, la Profepa interpuso una denuncia penal, pues también es una especie amenazada. Éste no es un caso aislado. En años anteriores ya se habían registrado estos mismos percances: de acuerdo con el programa de monitoreo del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés) en La Paz, durante la temporada 2018-2019 se registraron 88 ejemplares marinos, de los cuales 46% tuvo lesiones; en años previos, entre 2017 y2018 el daño fue del 52% y entre 2016 y2017, del 62%. Esta disminución se debe posiblemente al programa del WWF para ponerle geolocalizadores a las embarcaciones.
—Si avisamos de los cruceros a la Profepa y la Conanp, nos va peor. No quieren que nos metamos con ellos —dice después un guía de embarcaciones al pie del muelle, quien prefiere mantenerse en el anonimato, sobre estos cruceros que llegan de otros países o que rentan en paquetes tanto extranjeros como connacionales—. Tenemos un grupo de WhatsApp y ahí vamos avisándonos cuando pasa algo.
Al tomar en cuenta la huella de carbono que se libera a través del combustóleo quemado, en motores que van de los cuatro mil a los treinta mil caballos de fuerza, reportar la afectación gradual de las embarcaciones es crucial. “La industria del turismo masivo, entre ellas, la de cruceros, está dentro de las compañías de mayor importancia que están incrementando el cambio climático y eso está vinculado a lugares como el golfo de California. Estás hablando de barcos que pueden ser hasta diez veces más grandes que un poblado de Baja California”, explica el doctor Octavio Aburto, científico del Instituto de Oceanografía Scripps de San Diego.
En referencia a lo anterior, el informe “Las emisiones de CO2 del sector turístico correspondientes al transporte” de la Organización Mundial del Turismo apunta que esta industria ha producido, a nivel mundial, unos veinticuatro millones de toneladas de CO2.
En este punto del trayecto, el rictus del capitán no cambia. No hay sonrisas. Habla de forma dosificada. Tiene ese silencio característico de los pescadores, sobre todo de los capitanes: responden con monosílabos, tal vez porque estar frente al mar requiere tal concentración. Como me dijo en diciembre de 2016 un viejo pescador, José Duarte, en el golfo de Santa Clara, Sonora: “Con el tiempo, la mar te roba las palabras”.
Sin embargo, cuando Miguel habla, también lanza dardos.
—¿Qué opina de los cruceros que se estacionaron en mayo pasado? —le pregunto al capitán, originario de El Manglito, sobre los seis megacruceros Holland America y Princess Cruises que se estacionaron por más de dos meses en la bahía, donde desecharon aguas negras, combustible, basura y otros contaminantes, como reportó El Independiente.
—Que no los vamos a dejar, porque van a destruir toda la bahía de Pichilingue, como querían destruir la playa de Balandra y todas las playas.
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Una vez en Balandra, el capitán apaga el motor. Tan pronto ancla, bajamos a tierra firme, a las dos de la tarde de un día de octubre de 2021.
Estamos en un humedal, áreas terrestres que se llenan de agua y cuyas arenas fangosas poseen un sustrato marino que ofrece un hábitat adecuado para los moluscos. Las aguas son cristalinas debido a la baja profundidad del mar, de apenas de un metro, y uno debe arrastrar los pies para no pisar a las mantarrayas que se esconden debajo de la arena. Subimos a una sierra siguiendo un sendero delimitado para proteger las formaciones de dunas y su vegetación. En tanto, en los cielos, planean fragatas (Fregata magnificens), cuyo plumaje es negruzco y poseen un saco gular, parecido a una bolsa, donden suelen almacenar alimento. Son de las pocas aves que pueden dormir mientras planean, una teoría que comprobó el ornitólogo Niels Rattenborg en las Islas Galápagos. A treinta metros de algura encontramos por el suelo rocoso unas cuantas plumas de las fragatas que planean como papalotes. Desde ahí también vemos el esparcimiento de una docena de turistas, que se hospedan probablemente en algunos hoteles o casas de Airbnb del litoral, divirtiéndose en los cuerpos de agua, además de yates con equipos de sonido, un par de inflables sobre el agua con grupos de gente que bebe cerveza. Aunque suena Phil Collins a lo lejos, a pesar de ello, el silencio se impone, tajante.
Este sitio que parece un espejo en medio de sierras, dunas costeras, arroyos y manglares es el lugar idóneo para la crianza de peces e invertebrados. Balandra no es cualquier cosa ni una enorme alberca, como aseveran los turistas cuando llegan; se trata de un área natural protegida, un Sitio Ramsar, uno de los humedales más importantes ante la Convención sobre los Humedales de Importancia Internacional, pues almacena toneladas de carbono de la atmósfera. Aquí la resistencia sudcaliforniana ha sido vital contra el desinterés de las empresas. Entre los megadesarrollos frenados en Baja California Sur, Fraccionadora Balandro pretendía una construcción inmobiliaria en 2005 que, de haberse consumado, hubiera incrementado la superficie de manglar que se pierde anualmente, estimada en diez mil hectáreas—según el monitoreo de la Conabio— y cuya destrucción no puede remediarse con reforestaciones, dice el doctor Octavio Aburto.
“No podemos decir ‘hay que ponernos la meta de restaurar manglares’, nunca se va a restaurar más rápido de lo que se destruyó. Resulta que, para que tengas un ecosistema funcional de manglar, como estaba antes, hemos calculado que le tomaría hasta trescientos años en llegar a ser bosque nuevamente. Nadie habla de la restauración de servicios ambientales [como la captación de CO2], que toman cientos de años”, señala por Zoom. Aburto sabe de lo que habla. Se ha sumergido a estudiar los manglares en el golfo de California y otros litorales. El cálculo que él hace no es al tanteo, como muestra su artículo “Relict inland mangrove ecosystem reveals Last Interglacial sea levels” (2021), publicado en la revista científica PNAS.
“Tenemos que detener la deforestación de manglares. Parecía que habíamos pasado esa época donde la camaronicultura estaba talando los manglares, en los ochenta. Pero te metes al Google Earth y las granjas camaronícolas siguen expandiéndose en Sinaloa. Y hay nuevas amenazas para los ecosistemas, como son la expansión de las zonas urbanas e incluso la agricultura, cosas que en teoría ya habían sido superadas. Se está proponiendo infraestructura, construyendo puertos y a la vuelta de la esquina, eso genera más problemas por los efectos del cambio climático”, añade.
Por eso, aunque pareciera poco, el hecho de que continúen en pie los manglares de Balandra, desde la vista que tenemos esta tarde, es una gran victoria contra el cambio climático. Desde aquí se divisa también el archipiélago de Espíritu Santo como una gran muralla en el horizonte, afamado por ser un punto de explotación de perlas desde los tiempos de Hernán Cortés, cuyo apellido fue puesto en este litoral por el explorador Francisco de Ulloa, en 1539, arrebatándole el nombre que le dieron los kiliwa, Ja’ tay eñoom (“mar del Oriente”), o el que le dieron los seri, Xepe (“mar”), quienes, junto con los pericué, yuma, pápagos, y otras culturas de este golfo, se dedicaban a la pesca en aquellos siglos. En septiembre de 2021 se propuso en el Congreso cambiar la nomenclatura geográfica, de mar de Cortés a mar del Yaqui.
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Llegar hasta el archipiélago Espíritu Santo toma una tarde entera porque implica cruzar vientinueve kilómetros hacia el extremo norte. Apenas tenemos tiempo suficiente para llegar y escapar del anochecer y las mareas. Al dirigirnos a allá, la corriente se vuelve agresiva, la marejada aumenta y la embarcación se mueve como en un juego mecánico. Esto podría ser a causa de los “coromueles” (vientos que derivan del norte conforme cae el atardecer) o del cambio climático, según el artículo “A recent increase in global wave power as a consequence of oceanic warming” (2019), publicado en Nature; no obstante, la capacidad tecnológica del motor nos permite salir avante.
Más adelante cruzamos un antiguo sitio donde se explotaban perlas —una actividad prohibida desde 1940—, similar a una hilera de rompeolas, que ahora ocupan centenares de fragatas en pleno cortejo. Aquí los “madreperleros”, los buscadores de madreperla, una ostra cuyo interior contiene una perla de nácar, se dedicaban a esta actividad en el siglo pasado, lo que recuerda aquel pasaje de La Perla (1947), novela de John Steinbeck, donde una pobre comunidad pesquera de La Paz se dedica a recolectar esta preciada y costosa joya, lo que le causa al pueblo todo tipo de sentimientos de fortuna y desdicha.
Más allá de los pasajes literarios, en Espíritu Santo se avistan orcas (Orcinus orca), lobos marinos y cardúmenes de sardinas, así como el segundo arrecife más importante de la península. Debajo de ella yacen grandes colonias de corales: algunos rotos, como si fueran estatuas de porcelana quebradas, o blanqueados, como si este paisaje colorido —de pólipos coralinos, de cuerpos blandos, emparentados con las anémonas de mar y medusas— se fuera llenando poco a poco de copos de nieve.
En las costas del archipiélago, al tomar un puñado de arena, encontramos porciones combinadas con pedacitos de coral que el oleaje ha pulverizado con su movimiento constante. Algunas de estas observaciones las narramos al doctor Héctor Reyes, biólogo marino a cargo del Laboratorio de Sistemas Arrecifales en la Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABSC), donde analizan los efectos del cambio climático en los arrecifes del golfo de California.
Sin chistar dice que es por el aumento de temperatura:
—Es una enfermedad o algún problema de temperatura. Cuando comienza a dejar de funcionar, lo primero que ves son pedacitos muertos de la rama; muy rápido se comienzan a colonizar por algas, que empiezan a crecer y a matar al coral. Encima de la rama le crecen algas que les quitan la luz y ya no pueden hacer fotosíntesis, lo van matando. Esas algas crecen muy rápido en semanas.
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Para conocer la sintomatología del coral afectado nos encaminamos a Cabo Pulmo, un área natural protegida a poco más de 160 kilómetros de la capital sudcaliforniana donde se prohíbe la pesca comercial —sólo se permite cierto turismo de buceo y esnórquel— . Ahí se encuentra el equipo del laboratorio del doctor Reyes, que trabaja en esta zona con apoyo de la UABCS, mediante el monitoreo de cuerpos arrecifales para registrar los aumentos de temperatura y otras sinergias.
A bordo de un sedan blanco nos encaminamos por la carretera transpeninsular a noventa kilómetros por hora, mientras que el calor muerde los 38 grados. Vemos unas postales de razers 4×4 que aceleran levantando polvaredas, una práctica turística que deja entre 92 y 115 dólares cada dos horas a las agencias de viaje. Rumbo al este, seguimos una zona de serranías con dunas que se esculpen día con día según la meteorología en las costas. Pronto llegamos a Cabo Pulmo, un poblado habitado por apenas un centenar de personas que abandonaron la pesca de especies como el tiburón luego de que fuera decretado Parque Nacional en 1995 y Sitio Ramsar en 2008. Esto, desde luego, los orilló a depender económicamente de actividades turísticas —cuya capacidad de carga hoy debe regularse, ya que se ha rebasado y esto pone en riesgo a los arrecifes, según la plataforma dataMares—. Se trata de 7 111 hectáreas que esconden el cuerpo arrecifal más importante de la península y donde se reproduce anualmente la ballena jorobada (Megaptera novaeangliae), con presencia de madres y crías en invierno, además de avistamientos de orcas y diferentes tipos de tortugas marinas.
De acuerdo con el catálogo de microrregiones de la entonces Secretaría de Desarrollo Social, el último censo de 2015 señala que Cabo Pulmo tiene un grado de marginalidad “muy bajo”. Dentro del pueblo no existen industrias, megadesarrollos ni turismo masivo y eso se debe a una lección que aprendieron en 2008, cuando el megadesarrollo español Cabo Cortés pretendía establecerse con al menos veinte mil habitaciones. No se consumó gracias a la defensa de territorio, que se volvió un escándalo nacional, a través de una asamblea que rompió el cerco local, tuvo comunicación activa con organizaciones, dio entrevistas a medios, irrumpió mítines políticos, además de vincularse con las academias y realizar acciones como ese performance de Greenpeace donde depositaron 2.5 toneladas de estiércol frente a la Semarnat. Su cancelación la anunció el entonces presidente Felipe Calderón.
Más tarde, en 2014, llegó el resort Cabo Dorado, una reedición del proyecto pero con inversión norteamericana y china. Tampoco lograron pasar gracias a la experiencia previa de sus habitantes.
En el pueblo toda la infraestructura se reduce a una avenida principal de terracería con algunas calles que conducen a casas, bungalows y restaurantes. Lo primero que hacemos al llegar es buscar a los pulmeños que estuvieron hace trece años en la línea de defensa. A la entrada del embarcadero está una boutique con accesorios turísticos, Cabo Pulmo Gift Shop, donde una mujer joven con cabello chino, Alma Chávez, de 33 años, atiende el mostrador, y organiza actividades comunitarias como la Guardería Ambiental, que inculca en los niños la protección de aves, ballenas y tortugas, y un taller para proteger el agua.
—Para mí es una meta que los niños estén hablando de microplásticos en el mar: imagínate que sean ellos los biólogos. Pedimos un microscopio para analizar insectos ahora que uno de los niños encontró una mariposa emperador que llega acá y lo mismo pasa cuando vamos a ver a las ballenas jorobadas. Para mí, ellos son el futuro de Cabo Pulmo —explica.
Hace una década Alma, originaria de Jalisco, hizo sus prácticas profesionales como guardaparques de la reserva Banco Chinchorro, Quintana Roo, y luego se abrió una plaza de trabajo que la trajo a Cabo Pulmo.
—Me dediqué a la biología y llegué aquí porque se ofreció una plaza en Conanp. Me encargaba de monitoreo, proteger arrecifes y animales; trabajaba con la comunidad en programas de vigilancia comunitaria y después hice educación ambiental a menores: fui guía del parque, guía de esnórquel, también mesera —responde Alma, que llegó a la península justo en el año más álgido de la protesta contra Cabo Cortez.
—¿Recuerdas cómo fue lo del megaproyecto?
—Lo que ellos hicieron fue esto que dicen ‘divide y vencerás’, porque metieron muchas ideas sobre hacer dinero, pero las comunidades se quedan en el patio y los gringos con las vistas chingonas. Baja California Sur parece el patio de juegos de Estados Unidos. Vienen y se acaban las dunas. No queremos ser Acapulco o Cancún —responde molesta mientras manotea y, de vez en vez, acomoda la ropa de la boutique.
Recomienda que busquemos a Daniel Gática porque trabajó como guardaparques durante ese tiempo. Apenas salimos de la tienda, cruzamos unos diez metros y encontramos a un grupo de turistas acomodados para tomarse una fotografía a su regreso de uno de los tours ofertados.
Daniel es un buzo en sus treintas, de tez morena y complexión delgada, que empezó en el pueblo de mesero y cantinero y, más tarde, aprendió buceo y se certificó como guía. Siempre estuvo interesado en el medio ambiente. Posteriormente, trabajó como guardaparques. Recuerda que al principio no quería tomar el puesto para no pelearse con familiares y amigos de la comunidad que pescaran en la reserva marina; pero fue inevitable, con el tiempo, pese a que sus facultades legales como guardaparques sólo le permitieran acercarse a darles una advertencia a los infractores y llamar a las autoridades (en este caso, Profepa y la policía municipal).
—Perdí muchas amistades, tuve problemas de estrés, de salud. Una vez agarré a un conocido pescando tiburón y le dije a su capitán: “Capitán, no puede pasar”. Y me amenazó: “No te salvas de la madriza que te voy a dar”, pero ya me habían sentenciado varias veces. El tiburón llevaba agonizando dos horas y nos dimos cuenta de que estaba embarazada. Llamé al biólogo, le sacaron siete crías y las soltamos. En la noche varias personas me estaban esperando en tierra, entre ellas, un comandante, pero no pasó nada. Sentía el respaldo de la primera administración —relata.
—¿Cómo han notado ustedes el cambio climático aquí?
—No sé. En vez de ver más peces, ahora veo más personas —responde.
Cabo Pulmo sigue hoy amenazada y la falta de planes de manejo en territorio, como el Programa de Ordenamiento Ecológico Local (POEL) y el Programa de Desarrollo Urbano, de acuerdo con el director de la reserva de Cabo Pulmo y Cabo San Lucas, Carlos Godínez, con quien nos encontramos en la torre de la Conanp, a un lado de una rampa de tierra donde descienden vehículos que llevan enganchadas las pangas con las que salen al mar a trabajar.
—¿Qué sigue poniendo en riesgo a Cabo Pulmo?
—El parque está aislado y es vulnerable a todo esto. El POEL es el programa de ordenamiento territorial del ayuntamiento, es el inventario de los recursos que existen, el tema de agua, vegetación, cuencas, desarrollos. Lo que decimos es que […], el POEL, que es de 1993, por lo tanto ya cambiaron cosas, requieres una actualización. Ese programa se hizo sobre dibujos y ahora hay tecnología de sistemas de información geográfica, lo que da mayor precisión: ya sabes lo que puedes hacer o no con la tierra y no habría tanta especulación sobre un desarrollo de veinticuatro mil cuartos, que era lo que se pretendía hacer, que tiene un impacto directo en los ecosistemas aledaños.
Desde entonces, los pulmeños trabajan de forma sustentable y articulada, sobre todo, la familia Castro, que puso las primeras piedras en este pueblo desde los tiempos de la extracción de ostras de madreperla y cuando los visitantes no venían a hacer estudios biológicos, sino por la fiebre del nácar, la trama aventurera. Más de un siglo después el pueblo se ha reinventado con actividades ecológicas, como la protección de las anidaciones de tortugas, monitoreo y reparación de coral, así como el cuidado de la electricidad, que proviene de paneles solares.
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Abordamos la embarcación María para llegar a la bahía de El Carrizalito, una parte de la reserva marina de Cabo Pulmo donde hay colonias de corales. Esta tarde acompañamos a la bióloga marina Noemí Espinosa, responsable técnica del Laboratorio de Sistemas Arrecifales de Héctor Reyes, para observar paso a paso el monitoreo de los arrecifes. La acompañan dos biólogas más, una guía y el capitán. Es el tercer día de recopilación de datos en las profundidades. El objetivo de su investigación es identificar patrones que involucren aumento de temperatura y afectación de los arrecifes y de los organismos que viven en ellos. Como doctoras del mar, vestidas con trajes de neopreno oscuro que sirven para estabilizar la temperatura del cuerpo, comienzan a preparar cintas métricas y blocs de papel impermeable con un lápiz que funciona bajo del agua, para sumergirse a atender a sus pacientes, los corales.
—¿Listas? —pregunta Espinosa.
—¡Listas!
El capitán comienza el conteo regresivo: tres, dos, uno y al agua. Las mujeres se sumergen tres metros para extender una cinta métrica.
—El monitoreo se lleva a cabo con una metodología que consiste en realizar censos visuales en un perímetro determinado de peces e invertebrados y cobertura de coral a lo largo de un transecto de veinticinco metros. Para ver cuánto coral hay en el fondo marino y cuánta macroalga, arena, roca: todo lo que nos ayude a describir el fondo— explica Espinosa.
Con un equipo de esnórquel, a unos dos metros de distancia, miramos cómo las biólogas nadan una y otra vez entre corales haciendo anotaciones, mientras se cruzan a su paso cientos de peces en esa gran ciudad marina. Al salir, los resultados no parecen del todo alentadores:
—¿Vieron los corales blancos, vacíos y llenos de macroalgas? —pregunta, refiriéndose a los manchones verdes—. Bueno, significa que ya están enfermos.
No solamente se han localizado corales enfermos en Cabo Pulmo, sino también en Espíritu Santo. Esta sintomatología, donde el coral pasa de ser colorido a tener tonos blanqueados, lleva en algún punto a su muerte. Ya no funcionan entonces como refugios ni alimento de peces y crustáceos. En pocas palabras, quedan sólo como pedazos de ornamento bajo el mar. Este blanqueamiento se ha desbocado.
—La principal causa es el cambio climático. Cuando la temperatura del planeta aumenta, el océano se calienta —señala Espinosa y añade que entre las causas de muerte están la contaminación, el exceso de luz solar y las mareas bajas.
Al respecto, el doctor Héctor Reyes, a cargo del laboratorio, responde vía Zoom:
—Desde hace veinte años que se empieza a degradar el coral con los cambios de temperatura; esos blanqueamientos ocurren, pero están aún dentro de lo normal. Los corales los encuentras cada vez más profundos porque hay menos plancton y la luz entra más profunda, a veinte o quince metros.También están empezando a aparecer colonias nuevas en el norte, en frente de Guaymas, del lado de la península, que antes no tenían. Sube el coral y suben otros invertebrados. La parte negativa es la acidificación. Los esqueletos de los corales se vuelven más quebradizos y eso causa que, en temporadas de ciclones, se rompa el coral con mayor facilidad.
La acidificación consiste en la acumulación de exceso de carbono por la actividad humana en el océano, que hace que el pH del mar descienda —se vuelve más ácido—. Las víctimas más inmediatas de este fenómeno son los arrecifes, donde ha causado 14% de pérdida, según la Red Mundial de Vigilancia de los Arrecifes de Coral.
Muchos de estos corales se quebraron en 2018 cuando llegó el huracán Odile, fortalecido por El Niño, un fenómeno oceánico-atmosférico. Por eso, ahora hay un proyecto de restauración en la entidad que coordinan la Semarnat y la Conanp. Los científicos de la UABCS, en conjunto con la comunidad pulmeña, realizan las curaciones: los primeros les enseñan a preparar una pasta epóxica para unir los corales rotos en el fondo del mar y los que aún no están enfermos por macroalgas. Actualmente, las aguas del Golfo han tenido aumentos de temperatura por el calentamiento global. De acuerdo con datos del National Oceanic and Atmospheric Administration, los análisis de la temperatura han oscilado entre los veintidós y veintiocho grados centígrados.
“La temperatura del Golfo ha estado arriba del promedio y eso es alarmante. Antes teníamos el proceso de calentamiento anual de las estaciones y luego ocurría cada siete años El Niño y La Niña, pero ahora están ocurriendo procesos de más corto plazo, que se llaman ‘rachas de calor’, que pueden durar dos o tres días pero que aumentan mucho la temperatura. En los últimos siete años las frecuencias de calor han aumentado cinco veces y eso está cambiando patrones”, explica Octavio Aburto, del Scripps de San Diego. “A esto se suma el fenómeno de ‘la gran corriente’ que surgió en el 2014, cuando una masa de agua caliente viajó desde Alaska y alcanzó la región del Pacífico frente a California y la península en 2019”.
Al preguntarle sobre estos patrones, el científico responde:
“Pronto empezaremos a ver cosas que se están estudiando como defectos en el crecimiento de las especies, la mortalidad en masas y especies que se varan en las playas. Se empiezan a ver cosas como el calentamiento de los océanos junto con la disolución del CO2 que están causando la acidificación y esa mezcla está registrando mortalidad de ciertos grupos, sobre todo, en etapas larvales”.
La disminución de sardinas en el Golfo es uno de los factores más preocupantes. Estos pelágicos menores viven en agua fría y, por lo tanto, al encontrar la temperatura más caliente en la superficie, nadan hacia las profundidades, a donde no tienen acceso los mamíferos marinos, las aves locales y migratorias, así como peces de mayor tamaño que se alimentan de ellas. Esto significa que se rompe la cadena trófica.
Esa falta de proteína provoca efectos nocivos como, por ejemplo, que cada año se queden sin alimento los polluelos de aves migratorias que nacen en la Isla Rasa. Según Aburto, la industria sardinera contribuye a empeorar la situación climática por las cantidades de extracción: tan sólo en una noche una flota de cincuenta embarcaciones de altura puede extraer en promedio tres mil toneladas de sardina, según datos analizados entre 1991 y 2010 por los científicos Exequiel Ezcurra y Enriqueta Velarde. Y un dato importante: 85% de esas sardinas se destina a la alimentación de ganado. En las investigaciones “Seabird diet predicts following-season comercial catch of Gulf of California Pacific sardine and northern anchovy” (2014), de Elsevier, y “Warm oceanographic anomalies and fishing pressure drive seabird nesting north” (2015), de Science, detallan cómo ha empeorado el impacto de los fenómenos atmosféricos-oceánicos a causa de dicha industria. Esto sin contar que la flota sardinera ha emitido más de cien mil toneladas de CO2 de acuerdo con las líneas de investigación citadas.
En esta misma discusión, Aburto considera que la sobreexplotación de pelágicos menores ha provocado una desigualdad en la región, con modelos económicos que no tienen entre sus objetivos la adaptación equitativa del cambio climático. “Lo que pasa es que no tenemos un modelo de cooperación regional donde se vean balances. ¿Cómo es posible que Sinaloa saque cincuenta barcos sardineros y explote la región, dejando a veinticinco mil embarcaciones de pesca artesanal sin una de las fuentes que genera más productividad? Ahí está la inequidad”, dice. Se necesitaría un modelo basado en el vínculo entre el empresariado local, las comunidades y el Estado, para establecer metas de cuidado que se puedan capitalizar, como lo hace Cabo Pulmo.
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Antes de comenzar esta travesía, repasamos decenas de reportajes, artículos y comunicados de ong que han colocado como ejemplo de conservación y modelo económico sustentable a Cabo Pulmo. Greenpeace México, por ejemplo, señaló que se trata de “una historia de éxito para la gente y la vida marina”; o también Aburto, reconocido por su trabajo en esa zona, ha dicho que es un “modelo ejemplar”.
Incluso en términos ambientales la preservación del área natural protegida había tenido frutos con la recuperación de biomasa —es decir, un aumento en la presencia de especies marinas— de 460% durante 2009 y 2019.
Cabo Pulmo es una de las tantas batallas que se han librado en la península; junto con ella se aglomeran varios intentos de proyectos inmobiliarios en Todos Santos y Balandra, la instalación de la minería submarina Don Diego, los inmuebles lujosos en el Mogote, la mina en la Reserva de Sierra La Laguna; los cruceros que quisieron tomar como estacionamiento La Paz, y el proyecto de concesión de megacruceros en Pichilingue, entre otros. Todo esto, una suerte de caballo de troya ingresando al Golfo.
Visto desde afuera, en las capitales, lejos del imaginario de las costas y las microrregiones, se percibe esta imagen impecable de un lugar donde no hay problemas. Pero aquí los desacuerdos y la molestia se respiran en el aire y están en boca de todos.
—El derecho de una comunidad es ley.
—Cabo Pulmo tiene muy claro no vender y no dejar a entrar a nadie.
—Le han hecho daño en romantizarlo como ejemplo de conservación: nos ha traído más gente y más intereses de afuera.
Lo que perciben en el día a día, viendo a más gente inundar sus calles, es un reflejo de las propias cifras en crecimiento. Entre 2008 y 2021 se pasó de nueve mil a veintiséis mil turistas en Cabo Pulmo.
—Hay un desarrollo hormiga. Ya no hablamos de megadesarrollo con nivel de complicidad, sino de desarrollos pequeños, pero uno tras otro, que en el mediano plazo tendrán un impacto. Toda tierra alrededor es privada y ese dueño o dueños tienen intereses personales. La actualización del POEL (del cual es responsable el Ayuntamiento de Los Cabos) ayudaría a dar certidumbre sin perjudicar al medio ambiente —dice Carlos Godínez, el director de la Reserva.
Estas amenazas no estaban tan presentes en los años en que reporteó Jordán; no había casi nada de estas industrias. De todos modos, hay un músculo inédito en esta región que se niega a ceder. “La resistencia bajacaliforniana, sudcaliforniana y paceña ha mantenido filtros de vigilancia académica y de la sociedad civil, permanentes, que alertan de cualquier intento”, dirá días más tarde el reportero paceño, Gilberto Santisteban, en sintonía con una idea que Aburto también trato de desentreñar: “Será necesario seguir democratizando el conocimiento acompañado de comunidades y científicos para defender la región”.
Antes de partir, nos encaminamos a la playa Los Arbolitos. Un guía nos lleva mar adentro con equipo de esnórquel a unos cien metros de la orilla y nos anuncia, presumido, que veremos tortugas carey, como si fuera muy sencillo encontrarlas. El turismo masivo te acostumbra a mirar playas erosionadas, sin vida marina, como la de Cancún, donde sólo ves un agua transparente sin nada a la redonda.
Con cada brazada no sólo nos cruzamos con cardúmenes que cubren nuestros cuerpos y múltiples corales, sino tortugas que nadan desde lo profundo para salir a tomar aire. En un lapso de media hora pasandos, tres y cuatro.
El guía saca la cabeza, emocionado, y dice:
—Esto no se ve en cualquier lugar, ¡sólo en Cabo Pulmo!
Alejandro Melgoza Rocha. Periodista independiente y miembro del hub de la plataforma latinoamericana Connectas. Su trabajo se ha centrado en investigaciones judiciales y de medioambiente en medios nacionales e internacionales, así como en ONG. Es coautor del libro Tráfico de animales. Comercio ilegal en México y cofundador de Naguales, un colectivo que documenta el tráfico ilegal de flora y fauna silvestres.
Felipe Luna Espinosa. Fotógrafo y editor independiente. Recibió la beca Pulitzer Center for Crisis Reporting. Ha colaborado con periodistas, escritores, artistas visuales y ONG. Su trabajo ha sido publicado en Bloomberg, Courrier International, The New York Times, L.A. Times y El País, entre otros. Es un miembro activo de Diversify Photo y Frontline Freelance Mexico.
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