La eterna batalla de Francisco Toledo

La eterna batalla de Francisco Toledo

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Tiempo de Lectura: 00 min

Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Texto de
Fotografía de
Realización de
Ilustración de
Traducción de

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

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Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Francisco Toledo dijo alguna vez que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas: Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo.

Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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Mucho antes de que el hombre de barba espumosa se negara rotundamente a la construcción de un McDonalds en el centro histórico de Oaxaca y organizara en consecuencia una exitosa tamaliza a fin de demostrar a la cadena de comida rápida que ahí no había lugar para ella, Francisco Toledo fue un joven que decepcionó a su padre al negarse a ser abogado.Pudo ser el hombre estricto dedicado a las leyes que legaría el temple de un padre politizado que arreglaba de vez en cuando las botas del general Lázaro Cárdenas, entonces jefe militar de la zona del Ixtepec, quien más adelante sería presidente de México de 1934 a 1940, y que por ese entonces solía dejar su calzado al taller familiar donde Francisco López Orozco pasaba los días con Felicita, una de sus diez hermanas. Sin embargo, Francisco Toledo quiso experimentar la flexibilidad de los colores.“Mi padre me decía que yo tenía que ser licenciado, que tenía que sobresalir con la escuela, él quería tener un hijo abogado, pero yo me empecé a interesar en la pintura. A mí la escuela se me olvidó. No decía que no iba, pero no pasaba de año”, recordó Toledo durante una entrevista en el programa Creadores eméritos.Así que a los 13 años dejó las tierras de Juchitán de Zaragoza donde nació el 17 de julio de 1940 para irse a vivir con su tía Seferina a la ciudad de Oaxaca, donde permaneció cinco años. “La pasé mal porque era un mundo que no había vivido y por primera vez estuve solo, por primera vez me enfrenté al frío. Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura”, dijo Toledo en la misma entrevista.[read more]La suerte quiso que uno de sus tíos se fijara en el don del sobrino para dibujar en los cuadernos de tareas y en las paredes (“una pared blanca se antoja rayarla”, llegó a decir), por lo que decidió inscribirlo en la escuela de Bellas Artes de la Ciudad, en la que pasaba tardes completas en compañía de otros niños que replicaban en yeso esculturas griegas, hasta que un día, en el que Toledo no estaba, arribó al taller Rufino Tamayo, el hombre sensación de la pintura oaxaqueña que comenzaba a cobrar fama internacional y que les ayudó a mirarse entre ellos mismos y a reconocer que las medidas griegas no eran las de ellos.Por esos años, Francisco López, el padre, seguía jugando todas sus cartas a fin de salvar el destino de su hijo, y entonces optó por alejarlo de los “aires de Oaxaca” que lo desorientaban y lo mandó a la Ciudad de México en un intento por evitar que se descarrilara. Él tenía 17 años y apenas estaba por comenzar la secundaria. Aferrándose a su propio camino quiso inscribirse en la Escuela Nacional de Pintura, Escultura y Grabado La Esmeralda, pero el proceso de admisión había concluido, así que encontró consuelo en un taller de grabado, cerámica, textiles y joyería que ofrecían en La Ciudadela, donde optó por la litografía, aunque no dejó de dibujar.La cocinera del lugar en el que solía comer le habló de él a un pintor que la visitaba, describiéndolo como un tipo muy extraño que elegía su comida en función de los colores y que si le daban algo anaranjado o rojo lo dejaba. Al pintor le interesó conocerlo y fue a buscarlo.

"Siempre viví sin camisa, descalzo, corriendo por todos lados, pero al llegar a una ciudad tenía que ponerme zapatos, la ropa adecuada, no me gustaba, pero descubrí las iglesias, las catedrales, las pinturas, la arquitectura".

“Me pidió que le enseñara mis dibujos y él se los llevó a Antonio Souza, que tenía la galería más importante, donde exhibían los artistas más jóvenes”, declaró el artista en Creadores eméritos.Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes, fue el comienzo de una búsqueda por el placer del trabajo artesanal y la conexión con los coyotes, sapos e iguanas que aparecen en buena parte de su obra. “En casa siempre había una iguana para comer, amarrada con la corteza del plátano, se les hacía un nudo con sus propias uñas y las guardaban bajo la mesa, después las ponían en el sartén (...) Mi padre me decía rey iguana porque tenía las muñecas muy finas”, dijo Toledo en aquella entrevista.Lo expusieron en La galería de los contemporáneos junto a otros talentos emergentes como Manuel Felguérez, Leonora Carrington, y Juan Soriano. Contaba 19 años y ya se había presentado también en Texas donde fue bien recibido y juntó algo de dinero con el que se fue a viajar por Europa luego de que Antonio Souza le hablara de las grandes ciudades bohemias, y lo recomendara con gente en cada una de ellas. Atrás habían quedado las tardes en las que vigilaba a los caimanes y las mañanas en las que miraba cómo su padre mataba cochinos clavándoles la yugular. Al llegar a Europa Francisco Toledo se encontró con Tamayo, quien ya decía que él sería una de las “próximas glorias del arte mexicano”. El maestro pasaba los días deprimido en los inviernos parisinos en compañía de Olga, su esposa. Poco a poco lo incluyeron en su vida invitándolo a comer, dandole consejos, e incluso vendiendo sus cuadros en su propia casa, ya que éstos no corrían con la misma suerte de Tamayo en las galerías. El joven aprendiz iba por unos cuantos meses pero la curiosidad lo atrapó durante cuatro años. Recomendado también por Octavio Paz, logró que la Universidad de París le diera un cuarto donde pasar la noche aunque no era estudiante, mientras tanto siguió pintando hasta lograr su primera exposición en Europa en 1964. “Si usted me pregunta le diré que antes de ir al cóctel me dijeron 'rasúrate y peínate', eso es lo único que recuerdo de esa exposición”, dijo Toledo a la Revista Forbes.Por aquel entonces Tamayo decidió volver a México para recuperar el color de sus pinturas, pero no se marchó sin antes ocuparse de que al joven aprendiz no le faltara nada durante su estancia restante, así que lo presentó con una coleccionista mexicano-española que le otorgó una pensión. Toledo había dejado de dormir en la universidad de París, luego de negarse a pintar un águila y una serpiente para la visita del presidente Adolfo López Mateos. Aquello le costó el desalojo y tuvo que adaptarse a un cuarto de azotea sin baño en una galería de arte en el barrio latino, donde vivió por dos años.

"Así arrancó una vida entregada a los textiles, los mosaicos, las cerámicas, las radiografías, las esculturas y los juguetes".

Fueron los años en que Francisco Toledo decidió darle motivos de orgullo a su padre y lo invitó a pasear por España, Londres y París. Durante la visita él le habló de Juchitán y le recordó los caimanes, los sapos, y los saltamontes de su pueblo. “Me cansé del frío y decidí volver”, diría Toledo años más tarde. Volvió a Oaxaca para hacerse imprescindible, fundó museos, escuelas de artes, un jardín botánico, una biblioteca para ciegos, y compartió con todo aquel que lo solicitara su búsqueda eterna en el trabajo artesanal y su retrato de una fauna fantástica. Años después diría que a diferencia de la trinidad de muralistas nacionalistas Siqueiros, Orozco y Rivera, él carecía de convicciones e ideología y que le estaba tocando vivir en un país que lejos de construirse, se estaba destruyendo. Cuando ocurrió la desaparición forzada de los 43 estudiantes de Ayotzinapa en 2014, Francisco Toledo, el hombre de las barbas canas no pudo hacer otra cosa que manifestarse con su imaginación asombrosa. Hizo papalotes con los rostros de los normalistas desaparecidos para volarlos corriendo entre niños que lo seguían por las calles de Oaxaca. A él se le debe una de las bibliotecas de arte y arquitectura más importantes de América Latina, el Centro Fotográfico Álvarez Bravo, el Cine Club El Pochote y muchos proyectos más, pero sobre todo el haber abanderado a través del arte una sociedad civil contestataria en un estado que no dejará morir su legado.Francisco Toledo vivió, trabajó y compartió hasta el 5 de septiembre de 2019, cuando murió a los 79 años tras reconocer sentirse cansado de haber dado tantas vueltas alrededor del sol. [/read]

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