Kamala Harris, vicepresidenta (o cómo romper el techo de cristal sin quitarse los Converse)
Después de ser la implacable fiscal de San Francisco y la primera procuradora general afroamericana que tuvo California, Kamala Harris llega a la Casa Blanca. Tras 48 vicepresidentes hombres, un clima polarizado y un ataque al Capitolio por parte de simpatizantes de Donald Trump, Estados Unidos le abre las puertas a una mujer. Un hito en la representación de las mujeres y las minorías étnicas del país.
La imagen de una niña afroamericana sosteniendo en las manos una bandera de Estados Unidos –pelo rizado adornado con una flor azul, expresión orgullosa y serena–, fue la imagen de portada de la revista The New Yorker en su edición del 23 de noviembre de 2020, días después de que se confirmara el triunfo a la presidencia y vicepresidencia del país de la fórmula Biden-Harris, respectivamente. El título de la obra es “Election Results”.
Esa niña ilustrada representa a todas las niñas afroamericanas que han luchado para llegar a este momento; es Charlotte Ray, aceptada en 1872 como la primera abogada afroamericana; Althea Gibson, la primera tenista afroamericana que jugó un partido en Wimbledon, en 1950; es Ruby Bridges, la niña de piel obscura que en 1960 fue escoltada por alguaciles para atender una escuela de estudiantes blancos en Mississippi; Shirley Chisholm, la primera congresista afroamericana; es Loretta Lynch, Michelle Obama, Stacey Abrams; y, por supuesto, esa niña también es Kamala Harris.
Una mujer de “primeras veces” será la vicepresidenta de Estados Unidos: la primera mujer en ser procuradora de San Francisco (2004-2011) y la primera afroamericana procuradora general de California (2011-2017); después, la primera senadora asiático-americana y la segunda afroamericana que forma parte del congreso. A la Casa Blanca llega de la misma manera a partir del 20 de enero de 2021: la primera afroamericana y asiático-americana en la vicepresidencia será también la primera mujer en ocupar el cargo.
En un momento en el que el discurso racista y de odio circula sin rubor en Estados Unidos, avivado y legitimado por el propio Donald Trump, el hecho de que Harris no sea anglosajona, y además sea mujer –la mujer con el cargo de gobierno más alto en la historia del país–, representa un hito en la historia y en la representación política. Estados Unidos ya no es un bloque monolítico de hombres blancos, sino un mosaico en el que conviven hombres y mujeres con diferentes colores de piel, bagajes culturales, creencias religiosas y orientaciones sexuales. La resistencia desde el supremacismo blanco no es más que la respuesta al avance de una diversidad que se va filtrando por las rendijas del poder, y que difícilmente dará marcha atrás.
Parecería que Kamala Harris se preparó toda su vida para este momento. Sus padres son inmigrantes que, como describe ella, nacieron a medio mundo de distancia. Shyamala Gopalan, su madre, nació en la ciudad de Chennai, en India, y migró a California para iniciar su carrera científica en investigación sobre el cáncer. Fue ahí, en la Universidad de California Berkeley, donde conoció a Donald Harris, un estudiante de economía originario de Browns Towns, Jamaica. Según lo cuenta la propia Kamala, la pareja inculcó a sus hijas la vida espiritual evangélica de la Iglesia Bautista, pero también del hinduismo, y la madre las preparó para sentirse orgullosas de ser afroamericanas.
Kamala, por su parte, está casada con Douglas Emhoff, un abogado originario de Nueva York radicado en California, judío, con dos hijos adultos de un matrimonio previo que se refieren cariñosamente a su madrastra como “Momala” –una combinación de su nombre y la palabra yiddish mamaleh, mamita–. La última celebración familiar de Año Nuevo de los Harris-Emhoff, durante la pandemia, consistió en una reunión vía Zoom que incluyó, entre otros, a Ella y Cole, los hijos de Doug; a Maya, la hermana de Kamala; a la abuela de las hermanas Harris, conectada desde Canadá, y a miembros de la familia Emhoff conectados desde Italia.
Abogada, afroamericana, asiáticoamericana, hija de inmigrantes, hindú, bautista, judía, segunda esposa, sin hijos biológicos, madrastra. Como un reflejo de lo que hoy es Estados Unidos, Kamala Harris podría usar muchas etiquetas para definirse a sí misma; pero al preguntarle, su respuesta es simple: “American”.
LA PRIMERA, PERO NO LA ÚLTIMA
Kamala Devi Harris nació el 20 de octubre de 1964 en Oakland, California, y creció en la vecina ciudad de Berkeley, donde sus padres asistían a la universidad. Cuando tenía siete años, y su hermana Maya cinco, sus padres decidieron divorciarse para seguir sus carreras profesionales, ella como investigadora médica, él como economista. Las niñas Harris visitaban a su papá durante las vacaciones, y su educación diaria quedó a cargo de la madre, quien “entendió muy bien que estaba criando dos hijas negras”, relata Kamala en su autobiografía, The Truths We Hold, al hablar de su origen étnico y racial. “Ella sabía que, en su país adoptado, verían a sus hijas como afroamericanas, y tomó la determinación de asegurar que nos convirtiéramos en orgullosas mujeres negras, seguras de sí mismas”.
Kamala Harris ha dicho en repetidas ocasiones que su madre es la figura que ha tenido mayor influencia en su vida. “Es por ella que crecí en una comunidad donde aprendimos a ver el mundo más allá de nosotras. A ser conscientes y compasivos sobre la lucha de cada persona”. En una de las fotografías que comparte en su libro, y que también ha publicado en redes sociales, se ve a una jovencita india, con manos de dedos largos y afilados, sosteniendo en brazos a una bebé. El pie de foto describe: “A los 25 años, mi mamá tenía un título universitario, un doctorado, y a mí”. Siendo una investigadora universitaria a cargo de dos niñas pequeñas, Shyamala echó mano de su red de soporte para salir adelante, de manera que además de ella, otras dos mujeres perfilaron a su hija para convertirse en la persona que hoy es: su vecina, la señora Shelton, y su maestra, la profesora Wilson, ambas afroamericanas.
“La señora Shelton era una mujer cálida y elocuente, de Louisiana. Ella y su esposo, Arthur, eran dueños de una guardería”, relata Harris. “Cuando nuestra mamá trabajaba hasta tarde, mi hermana Maya y yo íbamos a la casa de la señora Shelton después de la escuela. Su casa era como una extensión de nuestra propia casa, y ella se convirtió en una segunda madre para nosotras”. Cuando Kamala era adolescente, Shyamala Harris se mudó con sus hijas a Canadá debido a que obtuvo una plaza para dar clases en la Universidad McGill de Montreal. Cuando más tarde volvieron a Oakland, Kamala siguió en contacto con la señora Shelton; en sus primeros años como abogada, solía detenerse en su casa para saludarla y comer algo.
Hay un tejido especial entre Kamala Harris y las mujeres de su vida; una conexión que, asegura, la ayuda a mantener los pies en la tierra. A lo largo de su autobiografía, Harris menciona a una serie de mujeres cercanas a su familia, esa figura de la tía postiza que conocemos tan bien los latinoamericanos. A la fecha, mantiene una relación muy cercana con su hermana Maya –quien también estudió Derecho y ha sido, entre otras cosas, asesora de política pública en el equipo de campaña de Hillary Clinton– y con los hijos de ésta, en particular con su sobrina Meena, quien también es abogada y está involucrada en el activismo.
Esta relación fuerte la mantuvo cerca de la profesora Francis Wilson durante toda su educación, a pesar de que solo le dio clases en primer año de primaria. “Ella me enseño el sentido de la esperanza y el valor durante los años formativos de mi vida, y creyó en mí a cada paso del camino”, explica Harris. Muchos años después, el día en que Kamala recibió su diploma de la facultad de derecho, la profesora Wilson le sonreía desde la audiencia.
De alguna manera, marcó a la joven Kamala el hecho de estar rodeada por una comunidad afroamericana sólida, y de mujeres que la motivaban a seguir adelante. Al terminar la preparatoria se matriculó en la Universidad de Howard, en Washington, D.C., una institución creada en el siglo XIX caracterizada por una tradición no sectaria, que abre las puertas a personas de cualquier género u origen; una de las universidades estadounidenses que daba servicios educativos a jóvenes de la comunidad afroamericana antes de la declaración de la Ley de Derechos Civiles en 1964. Estar en Howard significó para Kamala la posibilidad de acercarse y aprender más sobre la cultura afroamericana. De una infancia en la que experimentó lo que significa que el vecino les diga a sus hijos que no pueden jugar contigo porque eres negra, Kamala pasó a su etapa de joven adulta participando en reivindicaciones de los derechos civiles y en protestas por el apartheid en Sudáfrica. También en esa etapa se convirtió en miembro del grupo Alpha Kappa Alpha, una reconocida sororidad (esos clubes en los que se agrupan los jóvenes estudiantes de ciertas universidades). “Durante el camino, Howard me enseñó que, aunque con frecuencia encuentres que eres la única persona en el sitio con tu aspecto físico, debes recordar que nunca estás sola”.
Esta seguridad en sí misma, la certeza de saber que estás en el sitio en el que te corresponde, y que lo harás bien, transpira por cada poro de Harris, una mujer alta, de andar erguido, que estalla en carcajadas, y que se siente cómoda lo mismo compartiendo tutoriales sobre cómo preparar lentejas, que interrogando incisivamente al juez Brett Kavanaugh en una de las comparecencias más duras de la historia del Comité Judicial del Senado (quien no haya visto el video, tiene que hacerlo; está en YouTube).
En su candidatura por su primer cargo en Estados Unidos, antes de cumplir 40 años, Kamala Harris dijo en una de sus apariciones en público: “Me han dicho que no es mi turno, que no es mi tiempo, que nadie con mi perfil lo ha hecho antes, que va a ser muchísimo trabajo –Dios nos guarde de que queramos trabajar–, pero decidí no escuchar. Yo ya me acostumbré a decir que los ‘no’ me los como en el desayuno”.
“HAY TROZOS DE CRISTAL POR TODAS PARTES”
Kamala baja ágilmente por la escalinata de un avión. Lleva el peinado cuidado de siempre, pero permite que el aire le revuelva el pelo. Viste unos jeans y una blusa negros; un blazer obscuro, y unos zapatos Chuck Taylor de Converse, también negros.
Los ocho segundos de video se viralizaron en redes sociales, y el estilo de Harris se convirtió en tema de conversación: atuendos casuales para sus viajes y los eventos de campaña, el tradicional traje de dos piezas para los eventos formales, el pelo a la altura de los hombros, en capas, y joyería discreta –con frecuencia, unos aritos dorados en las orejas, y un collar de doble hilo con perlas–. En redes sociales circulan también las fotografías de ella y su esposo vistiendo ropa deportiva, la cabeza cubierta con una gorra, durante sus caminatas matutinas por The Mall, el parque nacional de Washington, D.C.
Son muchas las mujeres en el círculo del poder en Estados Unidos que han convertido su estilo en una marca de identidad, un statement. Está el caso de los trajes Chanel de Jackie Kennedy; el collar de perlas de tres hilos de Barbara Bush; el abrigo rojo de Nancy Pelosi, o el traje blanco de dos piezas, un homenaje a las sufragistas, utilizado por Hillary Clinton –y que Harris usaría también en su discurso de aceptación a la candidatura de la vicepresidencia, al igual que lo hizo en 1984 Geraldine Ferraro, la primera mujer en obtener la candidatura al cargo–. En todos los casos, la marca identitaria busca reflejar la personalidad de la portadora, y habla también de la manera en que entiende su rol en el poder. En el caso de Harris, y en la coyuntura de la pandemia y la imposibilidad de hacer campaña presencial, los Converse se combinaron con los icónicos lentes obscuros de aviador de Joe Biden, para dar una imagen relajada, laid out, al ticket presidencial. Los RayBan que Joe Biden ha usado durante décadas, un clásico cool, en combinación con los Chucks de Kamala, un cool clásico, les ayudaron a conectar con la gente que pasaba los días trabajando desde casa, con ropa cómoda y sin zapatos.
Cuando un aspirante a la presidencia es elegido candidato por su partido, la decisión más importante que debe tomar es quién será su vicepresidente. Esta elección no solo se centra en una persona que sea compatible en ideología, visión política o valores, sino también en la experiencia, personalidad y el respaldo popular del que goce para quedar al mando del gobierno si fuera necesario. Con la elección de Kamala, y el posible pase de estafeta para que ella sea la siguiente candidata a la presidencia, Joe Biden envió un mensaje de apertura para lo que hoy es Estados Unidos: un hombre mayor, blanco, católico, de familia tradicional, cuyos hijos sirvieron en las fuerzas armadas, que ha elegido a una mujer no blanca, no católica, de mediana edad, con ideas liberales, casada con un hombre divorciado que profesa una religión diferente, para ser su segunda a bordo.
Es muy conocida la metáfora del “techo de cristal” para referirse a las mujeres y el poder. Incluso en las sociedades que se definen como más democráticas, hay una barrera para las mujeres que les permite ascender en la escalera del poder, pero solo hasta cierto nivel. Con su candidatura a la presidencia en 2016, Hillary Clinton buscaba ser la mujer –blanca– que rompiera el techo de cristal definitivamente; al perder la elección, algunos grupos feministas se consolaron diciendo que al menos Clinton le había dado un fuerte golpe y lo había dejado estrellado. El golpe debe haber sido, en efecto, fuerte, porque solo cuatro años después, Kamala Harris llega con su historia a hacerle un buen agujero al techo de cristal. El día que se anunció su triunfo como vicepresidenta electa, una imagen circuló en redes sociales con la frase “No olviden ponerse zapatos, señoras, porque hay trozos de cristal por todas partes”.
No es solamente por sus características personales que Harris ha dado un vuelco a algunas de las cosas que acostumbramos a ver en la Casa Blanca. Con el techo de cristal de una mujer en la vicepresidencia, se rompe otro, que es el de los hombres que aceptan asumir el rol de consorte, y por tanto involucrarse en las actividades que usualmente se le adjudican a la llamada “segunda dama”, la esposa del vicepresidente. Este es un terreno nuevo para todos, y tanto el equipo de transición en la Casa Blanca, como la familia Harris-Emhoff, han buscado ideas para manejar el tema de la mejor manera.
Kamala y Douglas Emhoff se conocieron en 2013, cuando ella era procuradora de California. Doug es un abogado que creció en New Jersey y llegó a su vida adulta en California, representó legalmente a personalidades de Hollywood y formó parte de varias empresas, hasta su cargo más reciente como socio de la legal multinacional DLA Piper. Según lo han relatado en varias entrevistas, el flechazo fue instantáneo y en agosto del siguiente año se estaban casando. La ceremonia oficiada por Maya, hermana de Kamala, incluyó un collar de flores que llevaba Doug en honor a la herencia hindú de ella, y ambos rompieron una copa de cristal siguiendo la tradición judía.
Si bien no existe un rol específico asignado para la pareja del presidente o del vicepresidente, tradicionalmente las esposas de quienes están en el cargo –las primera y segunda damas–, deben seguir algunos protocolos. Para empezar, Doug pidió una licencia laboral para sumarse a la campaña de su esposa; y cuando Kamala ganó, anunció que dejaba la empresa para evitar un conflicto de interés con el cargo de vicepresidenta de Harris.
“Hola, soy Doug”, saluda en un video. “Tal vez me conoces como ‘el esposo de Kamala Harris’”, añade, con una sonrisa impasible. Dado que desde que se conocieron Harris ya era una personalidad pública, Doug sabía a dónde se metía, y asegura que ha aceptado con gusto ser el acompañante de la protagónica Kamala; dice que es un rol que lo honra, y que lo recibe con humildad. En los próximos años, mientras su mujer es la segunda en la línea de poder del gobierno estadounidense, él dará clases de Derecho en la Universidad de Georgetown –tal como Jill Biden continuó dando clases en un colegio comunitario cuando su esposo fue vicepresidente–.
Hay, sin embargo, otras actividades en su agenda que son una extensión de su experiencia previa como pareja de una senadora. En 2017, cuando Kamala llegó al Senado representando California, Doug fue invitado a sumarse al Senate Spouses Club –antes llamado Senate Wives Club–, que reúne socialmente a las parejas de los senadores y senadoras. Una de sus primeras experiencias ocurrió en un almuerzo, en el que todas las mujeres del club acordaron reunir recetas de cocina, una por cada quién, para regalarle un recetario a la recién llegada primera dama, Melania Trump. Doug, un hombre que tras divorciarse de su primera esposa ordenaba comida preparada cuando sus hijos se quedaban con él, no tenía receta que compartir.
Cuatro años después, también esa barrera va en camino de transformarse. Kamala Harris tiene fama de ser buena cocinera, y a las pruebas se remite. En su cuenta de Instagram hace transmisiones en vivo mientras cocina, y luego las comparte en YouTube bajo el título “Cooking with Kamala”. Mientras cocina, conversa con quienes están alrededor y ríe mucho, con esa risa descarada, abierta y sabrosa que la caracteriza. Con los años, y particularmente con la pandemia, Doug se ha espabilado y los platos le salen cada vez mejor; ella sigue siendo la chef, pero presume de tener el mejor sous chef. Tal vez este nuevo talento le será de utilidad: tras la toma de protesta de Harris como vicepresidenta, él se convertirá de inmediato en el presidente del Senate Spouses Club.
Más allá de la política y la cocina, una de las características de la pareja es esa risa espontánea que parecen compartir todo el tiempo; ella es más extrovertida, por momentos casi ruidosa, y trasluce genuinidad; y él parece serio y reservado pero también ríe con ganas; sus hijos aseguran que una de las cosas que más aprecian de sus padres es que comparten el sentido del humor.
También comparten la pasión por la carrera de Kamala, quien va estrellando cristales por donde pasa.
Por ejemplo, durante el debate con el vicepresidente Mike Pence, Harris recibió el trato que suelen recibir las mujeres profesionistas por parte de sus colegas hombres cuando ellas están hablando, una normalización de la práctica de interrumpirlas con frecuencia sin darse cuenta. “Señor vicepresidente, estoy hablando yo”, dijo una Kamala Harris de mentón apretado, un intento de sonrisa irónica, los ojos entrecerrados clavados en Pence. Dos días después, ya se podían conseguir camisetas con la leyenda “I’m speaking” en internet.
ABRIR PUERTAS
Es el último día de mayo de 2019 y en la pequeña ciudad de Pasadena, al norte de Los Ángeles, cuatro aspirantes a la candidatura por el Partido Demócrata a la presidencia de Estados Unidos se han dado cita para hablar sobre políticas de inmigración.
California es, desde luego, el sitio adecuado para hacerlo. Siendo un estado “azul”, en el que es probable que la gente vote por un demócrata en una elección presidencial –y que es además un bastión de las contribuciones de campaña–, quienes compiten en la primaria de ese partido deben diferenciarse uno del otro, para convencer a un electorado que es cada vez más joven, menos blanco, y más diverso. Así que el gran favorito entre la población más joven del estado, Bernie Sanders; la senadora de casa, Kamala Harris; el texano Julián Castro, y el gobernador de Washington Jay Inslee, responden a la convocatoria que ha realizado la Coalición por los Derechos Humanos de los Inmigrantes (CHIRLA).
Kamala Harris se encuentra en su ambiente: entre la audiencia hay integrantes de varios grupos, como una organización sindical, una organización feminista, y colectivos de latinos. La senadora por California conoce a su gente y sabe cómo motivarla; durante su intervención hace alusión al origen inmigrante de su familia, e incluso bromea un poco:
“A menos que seas nativo americano, o que tus ancestros hayan sido secuestrados y traídos en un barco como esclavos, eres inmigrante. Así que la gente tiene que verse al espejo en este país, luego ir a su álbum familiar, ver tooodos los apellidos que hay ahí y cómo se escriben –la audiencia empieza a reír, ella suelta una carcajada–, y entonces podemos hablar de migración”.
Después habla del poder que tendrá quien esté en la presidencia “cuando ella tenga un micrófono enfrente». Y seguido de unos aplausos, presenta sus propuestas concretas: Reinstalar el programa de protección a jóvenes indocumentados conocido como DACA; extender esa protección a los padres de familia que también se encuentren sin documentos para evitar la separación familiar; una revisión completa de las políticas de inmigración, incluyendo los contratos a centros privados de detención de inmigrantes, y, en caso de ganar, presentar al Congreso una propuesta de reforma migratoria durante los primeros 100 días de gobierno.
Al haber estado en la esfera pública y judicial desde joven, Harris ha tenido visibilidad y reconocimiento en su estado, pero eso también ha permitido que se le cuestione sobre su línea moderada durante sus primeros años como fiscal. Gran parte de las críticas se deben al hecho de que, siendo la primera afroamericana nombrada procuradora del estado de California, no pareció haber un giro notable en la forma en que trató ciertos temas: Harris tuvo “mano suave” con la investigación de la violencia policial, y reforzó la dureza con la que se juzgan los delitos que han llevado al encarcelamiento masivo de hombres negros, como la posesión de marihuana para consumo particular.
Este tema, en específico, la llevó a uno de sus peores momentos en los debates de la elección primaria de 2019, cuando la congresista Tulsi Gabbard apuntó que durante su gestión encarceló a más de mil personas por violaciones relacionadas con la marihuana (cuando su consumo aún no era legal en California), pero que alguna vez le preguntaron si ella misma había fumado marihuana: la respuesta fue una carcajada. Gabbard no mencionó la fuente de su comentario, pero en una ocasión, cuando en una entrevista le preguntaron su postura sobre el consumo de ésta, Harris respondió con una risa diciendo: “¿Es broma? ¡La mitad de mi familia vive en Jamaica!”.
“Una y otra vez, cuando el sector más progresista le pidió adoptar las reformas de la justicia penal como fiscal de distrito (que permiten la liberación de los reos de baja peligrosidad) y luego como fiscal general del estado, Harris se opuso a ellas o permaneció en silencio”, escribió en un artículo en The New York Times la abogada Lara Bazelon, directora del “Proyecto por los inocentes” de la Universidad de Loyola en Los Ángeles. “Lo más preocupante es que la señora Harris luchó con uñas y dientes para mantener las condenas erróneas dictadas bajo acusaciones de manipulación de pruebas, testimonios falsos, y supresión de información crucial por parte de los fiscales”.
Otro de los aspectos polémicos en sus años en el área judicial, fue su defensa a un programa con el que buscó reducir el absentismo en las escuelas, imponiendo sanciones a los padres de los niños que no asistían a clases. En este punto, hubo quien aludió a su origen privilegiado, el de alguien que creció siendo hija de dos profesores universitarios, con acceso a la mejor educación, y que no estaba familiarizada con la cotidianeidad de las comunidades afroamericanas de Oakland, su ciudad natal, o del sur del estado, como Los Ángeles. Sin embargo, hay una serie de programas impulsados cuando estuvo en el cargo que fueron innovadores para el momento; entre ellos, figura la creación de un programa destinado a los jóvenes que cometen por primera vez un delito vinculado con drogas, en el que pueden cumplir su “sentencia” preparándose para obtener su diploma de preparatoria, y un empleo, en lugar de ir a prisión.
Uno de los puntos clave a su favor fue su estrategia para defender a los dueños de casa habitación que corrían el riesgo de perder su propiedad debido a la crisis bancaria de 2009; Harris ganó una demanda de 25 mil millones de dólares para ayudar a estas familias. La abogada ha explicado que algunas de sus decisiones durante sus primeros años como fiscal en San Francisco tenían como contexto una línea de “mano dura” contra el crimen, impulsada a nivel nacional por Rudy Giulliani, cuando fue alcalde de Nueva York, y que hay cosas que hoy ve desde otra perspectiva porque “los tiempos han cambiado”. En efecto, en los años recientes la postura de Harris se ha movido un poco hacia el ala liberal: apoya la propuesta de un sistema de salud universal; se ha manifestado a favor de la legalización de la marihuana, e impulsa el llamado “Green New Deal” para reactivar la economía con sustentabilidad ambiental. De alguna manera, Kamala trata de ser transparente con respecto a la forma en que ha ido cambiando su manera de entender el país, la política y la justicia.
Hay otros temas en los que su trabajo ha sido consistente. En su libro autobiográfico dedica un apartado a detallar su labor como defensora de víctimas de asalto y violencia sexual, particularmente en el caso de menores que han sido abusados: “Cuando estaba en la preparatoria, me enteré de que mi mejor amiga había sido acosada sexualmente por su padre. Cuando me lo dijo, le respondí que tenía que venir a quedarse con nosotros, y así lo hizo”, compartió Kamala en su cuenta de Instagram. “Luchar por la gente significa luchar en nombre de los sobrevivientes de asalto sexual como mi amiga; ir a pelear por familias de clase media que han sido defraudadas por los bancos”, explica, y añado algunos otros temas, como la defensa de los derechos de la comunidad LGBT+. “Como procuradora he visto lo peor del comportamiento humano; he visto cosas horribles, y también he visto cosas hermosas”.
Harris encontrará esta y otras dicotomías a su llegada a la Casa Blanca este 20 de enero, cuando, tras haber tenido 48 vicepresidentes hombres, Estados Unidos le abre las puertas a una mujer. El evento se realizará en medio de un clima de violencia y polarización tras el ataque al Capitolio por parte de simpatizantes de Donald Trump, pero también será recordado por su significado en el avance de la representación de las mujeres y las minorías étnicas del país.
“Hay muchas niñas que van a ver a una mujer de color siendo vicepresidente”, dijo Biden el día que presentó a Harris, la candidata de avances improbables, como su compañera de ticket en la elección. Ese mismo día, tras su discurso de aceptación y vistiendo su traje blanco de dos piezas, Kamala Harris colocó los brazos en torno al cuello de su sobrina Amara, de cuatro años: una niña afroamericana con el pelo rizado y expresión orgullosa, que ha visto cómo su auntie ha abierto la puerta por primera vez. A partir de este 20 de enero, varios millones de niñas afroamericanas como Amara, sabrán que, también para ellas, la puerta está abierta.
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