La revolución chola: Las mujeres de pollera resisten de pie

La revolución chola: Las mujeres de pollera resisten de pie

Lloraron la caída de Evo Morales. Protestaron. Las desalojaron de las plazas públicas. Nada pudo silenciarlas. Con las revueltas populares y las políticas de inclusión de los últimos años, las mujeres indígenas y mestizas de la zona andina ganaron un protagonismo inédito. No han logrado erradicar, sin embargo, la discriminación histórica, a lo mucho la han neutralizado o vuelto menos pública. En torno a la pollera —la falda definitiva de la chola boliviana— gira hoy una galopante industria cultural.

Tiempo de lectura: 21 minutos

 

 

Es noviembre de 2019. Álvaro Yahuincha, de trece años y chamarra del Barcelona, toma sopa en un puesto de comida callejera de El Alto, Bolivia. Con la boca aún llena acompaña las arengas que gritan los hombres que pasan marchando a su lado: “¡La wiphala se respeta, carajo!”, “¡El Alto de pie, nunca de rodillas!”. La wiphala es la bandera andina cuadrangular de siete colores que Evo Morales —quien acaba de renunciar a la presidencia, acusado de ganar las elecciones del 20 de octubre con fraude—, convirtió en símbolo patrio. El Alto es la ciudad vecina de La Paz, emplazada a 4 150 metros sobre el nivel del mar, poblada por más de novecientas mil personas, en su mayoría, migrantes llegados de las áreas rurales aimaras. Álvaro aprovecha un breve silencio entre los movilizados que marchan en apoyo a Evo para lanzar su propia consigna: “¡Jallalla las mujeres de pollera!”. Y recibe como respuesta el rugido unísono de la marcha, que proclama: “¡Jallalla!”, una palabra aimara que se emplea para lanzar vivas. Algunos aplauden y un hombre se acerca para abrazar cariñosamente al niño, que ríe satisfecho por el impacto de su ocurrencia, antes de volver a terminar su sopa.

Ese video, de menos de treinta segundos, fue grabado por el padre de Álvaro, Anastasio, que se lo envió a su exesposa, Antonia, quien lo compartió con su sobrina. Ésta lo publicó en Facebook y, en cuestión de horas, se hizo viral y convirtió al chico en un símbolo de la resistencia contra el gobierno interino de la derechista Jeanine Áñez, repudiada por sectores populares e indígenas como los de El Alto, más próximos al proyecto izquierdista de Evo. El occidente andino boliviano (La Paz, Oruro, Potosí, Cochabamba, Chuquisaca), la región de origen y en la que vive la inmensa mayoría chola del país, fue el principal bastión político y electoral de Evo Morales desde que llegó a la presidencia en 2006. La sangre indígena del expresidente le ha ganado el respaldo de las poblaciones aimaras y quechuas que se identifican con él culturalmente y se sienten políticamente representadas por su partido, el Movimiento al Socialismo (MAS). Estos vínculos han tejido una lealtad de los sectores populares hacia Evo, al tiempo que los han vuelto hostiles a proyectos políticos antagónicos en los que no se ven incluidos y ante los que plantan resistencia, como fue el gobierno interino de Áñez.

Ajeno —aunque no tanto— a los vaivenes políticos de un país en erupción, el “Niño Jallalla” (como lo bautizaron en redes) explicó a los periodistas que su arenga fue para condenar la quema de wiphalas que habían hecho grupos radicales tras la renuncia de Evo y, sobre todo, para rendir homenaje a su mamá y su abuela, mujeres de pollera. Lo que no explicó, ni le pidieron que explicara, fue por qué gritó “¡Jallalla las mujeres de pollera!” y no “¡Jallalla las cholas!”.

“Mujeres de pollera” es el eufemismo más extendido en Bolivia para aludir a las cholas, mujeres con sangre indígena y mestiza de la zona andina, afincadas en las ciudades, que se distinguen, entre otras cosas, por su forma de arreglarse y vestirse: el cabello repartido en dos largas trenzas anudadas con tullmas (pompones de vellón de oveja), joyas (en las orejas, manos o pechos), sombrero bombín, blusa ajustada, manta con flecos, enaguas, zapatos planos y pollera. Esta última, que es la pieza definitiva de la chola, es una falda fruncida en la cintura, plisada desde arriba y con alforzas horizontales que, según la región a la que pertenezca la mujer, puede extenderse hasta los tobillos o arriba de las rodillas. Aunque la pollera llegó con la colonia desde España —donde su nombre aludía al cesto, angosto de arriba y ancho debajo, que servía para cargar pollos—, ésta es una vestimenta que las mujeres andinas bolivianas (y de otros países de la región) se han reapropiado, hasta convertirla en una seña de identidad y resistencia.

En noviembre de 2019 quizá nadie en Bolivia se atrevía a decirlo en voz alta, pero la palabra “chola” había vuelto a ser un insulto, si es que en algún momento había dejado de serlo. La travesura de Álvaro puso en escena el desgarramiento del país en el que, de un lado, las cholas volvían a ser “cholas de mierda” y, del otro, se vociferaba “¡Jallalla las mujeres de pollera!”. Disputas políticas aparte, la chola o mujer de pollera es un indicador inequívoco de la cultura popular. Una figura femenina y plebeya que en el último tiempo ha cobrado una centralidad insólita en la vida pública boliviana y en torno a cuya pollera gira una galopante industria cultural.

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Ilustración de Amanda Mijangos.

De la chula a la chola

No hay un consenso absoluto en torno al origen del vocablo “cholo”, pero la versión más aceptada sostiene que se usaba en la península ibérica, como una derivación de la palabra “chulo”, un hombre, español, ayudante de los toreros. Su mujer, “la chula”, se caracterizaba como alguien “muy ‘donairosa en su porte y atrevida en sus palabras’, además de que se vestía con una falda larga y plisada, con blusa vivamente decorada y con un chal bordado”, escribe el sociólogo e investigador boliviano Huascar Rodríguez en su libro La choledad antiestatal (2012). “Este parece ser el auténtico punto de partida del uso de la palabra ‘cholo’ y dicho término se extendió para exteriorizar peyorativamente y a modo de burla el desprecio que muchos españoles ‘puros’ sentían hacia los ‘no puros’, pero particularmente hacia los indios castellanohablantes y vestidos a la europea”, precisa Rodríguez.

La vestimenta ha sido y es una cuestión esencial para distinguir a las cholas, más que a los cholos, cuya apariencia los confunde fácilmente con otros hombres. Y si algo las hace especialmente distinguibles es la pollera. En el artículo “Historia de la chola paceña”, la historiadora del arte Sayuri Loza cuenta que, durante las primeras décadas de la colonia española, la pollera representaba la identidad de la mujer mestiza. Su uso recién se extendió hacia la mujer indígena tras la insurrección de Julián Apaza (Tupac Katari) y Bartolina Sisa, de 1781, que planteó eliminar “todo vestigio de vestimenta española” para reemplazarla por ropas originarias. Una vez sofocada la rebelión, la corona española impuso la erradicación de los trajes indios y su sustitución por ropas de los campesinos españoles, como la pollera. En el periodo republicano (siglo xix), la chola mantuvo su vestimenta. Algunas ilustraciones del artista Melchor María Mercado (1816-1871), como la titulada “República boliviana. Paz. Señoras. Cholas”, la muestran con pollera, manta de pecho y jubón (blusa ceñida). A inicios del siglo xx, los gobernantes hicieron leyes para prohibir el uso de trajes indígenas, por considerarlos signos de atraso y postergación, y dispusieron la vestimenta de los “cholos citadinos”, además de fijar multas y la prohibición del ingreso a las ciudades para quienes incumplieran.

Este repaso permite a Loza ilustrar la forma en que la vestimenta de la chola ha ido mutando a lo largo del tiempo, más allá de que mantenga algunas piezas esenciales como la pollera. “Para el siglo xx, la chola fue un símbolo de resistencia, a pesar de la discriminación que la sociedad tenía contra ella, debido a su asociación con el rostro popular e indígena de Bolivia”, anota. A medida que cambiaba el sombrero tipo boater por el bombín, dice la investigadora, la chola se fue ganando su espacio en el mundo económico, cultural y político del país. Lo dice con conocimiento de causa: Sayuri es hija de Remedios Loza (La Paz, 1949-2018), la primera chola conductora de programas radiotelevisivos en medios urbanos (en los años sesenta), la primera chola elegida como diputada boliviana (en 1989), la primera chola en la historia de Bolivia que fue candidata a la presidencia (en las elecciones de 1997, donde alcanzó un histórico tercer lugar).

Con la llegada del siglo XXI, se produjo en Bolivia una creciente toma de conciencia sobre la identidad indígena del país, lo que ha llevado a reivindicar a la figura de la chola como “espíritu de la fiesta, donde participan todas las clases sociales, haciendo que muchas jóvenes lleven pollera en ocasiones especiales (fiestas y entradas), dando lugar a una revolución en la vestimenta de la chola, mostrando escotes, maquillaje y corsés”, advierte Loza, quien, por cierto, dice no haber nacido con “la pollera cosida al cuerpo”, así que se viste de chola sólo cuando le da la gana.

En contraste con su forma de vestir, algo que no cambió para la chola en el siglo xx fue su exclusión en las ciudades. A mediados de los años treinta, en La Paz se les prohibía subir a los tranvías, bajo el pretexto de que incomodaban a las “señoras”, porque les rasgaban las medias con sus canastas. A mediados de los noventa, un exclusivo restaurante paceño impidió el ingreso a la entonces esposa del vicepresidente boliviano, Víctor Hugo Cárdenas, la aymara de pollera Lidia Katari. Y, si bien los cambios que llegaron con el siglo XXI, las revueltas populares y las políticas de inclusión de Evo Morales neutralizaron esa discriminación, no la han erradicado. Acaso la han vuelto menos pública o explícita, como lo ilustra la experiencia de la diseñadora chola Glenda Yáñez, quien, hace un par de años, debió lidiar con el desaire de padres de familia de un cotizado colegio privado en el que inscribió a su hija. Al enterarse de que Glenda era de pollera, los padres sacaron a sus hijos del colegio, explicando que no podían educar a sus descendientes en un lugar sin “filtros”.

Cholita en fuga

Yolanda Mamani, chola aimara de 36 años, viste una blusa celeste con una mariposa de lentejuelas y una pollera azul turquesa, debajo de la cual una sucesión de enaguas (tradicionalmente, seis en las cholas paceñas) infla artificialmente una silueta que se adivina menuda. Yola (como le llaman sus amigos y seguidores) nació en la comunidad Santa María Grande (en la provincia Omasuyos), a 101 kilómetros de La Paz. Vivió con sus padres hasta que, a los nueve años, se la llevó a la ciudad una tía. De ella escapó porque le pegaba, no le dejaba vestirse de pollera ni hablar aymara. Fue el primero de la saga de escapes en que se transformó su vida en la ciudad: se marchó de una casa donde no le pagaban, de otra donde un hombre coleccionaba fotos pornográficas y amenazaba con violarla y de una familia que la echó porque se hizo dirigente de las trabajadoras domésticas, comenzó a confrontar sus comentarios racistas sobre los indígenas y quería estudiar en la universidad.

Que Yolanda haya sobrevivido la mayor parte de su vida como trabajadora del hogar no es una casualidad. Ha sido y es, junto con la cocina y la venta en mercados, una de las ocupaciones típicas de las cholas en las ciudades bolivianas, afirma Huascar Rodríguez. Su dedicación a este oficio explica el prejuicio extendido que las reduce a sirvientas y mira con desconfianza su incursión en otros quehaceres. En un reporte de 2018, el Instituto Nacional de Estadística (ine) contabilizaba 117 735 personas empleadas como trabajadoras del hogar en toda Bolivia, de las cuales 94.3% eran mujeres, 28.1% de entre quince y veinticuatro años y 57.1% con instrucción secundaria. La representatividad de las trabajadoras del hogar ha sido tal que la primera ministra de Trabajo de Evo Morales fue una dirigenta nacional y latinoamericana del sindicato de este sector, Casimira Rodríguez, una chola cochabambina de origen quechua.

No todas las fugas de Yolanda fueron en la ciudad, un espacio que, aun habiéndolo habitado desde su niñez, no cesaba de hacerla sentir extranjera. En 2000 volvió a su pueblo después de siete años y, aunque su intención era quedarse más tiempo, no aguantó ni un mes. “Cuando estaba en la ciudad me sentía encarcelada, pero al llegar al pueblo descubrí que tampoco podía quedarme. Mi familia no era la que había conocido en mi infancia”, explica. Su padre y sus hermanos eran muy machistas y ella también era otra: la ciudad de las fugas la había cambiado, la había vuelto más autónoma y le había enseñado a defenderse con la palabra.

El que tantas otras como Yolanda abandonen el campo para afincarse en la ciudad habla de la cualidad predominantemente urbana que ha cobrado en las últimas décadas la chola. De ser una figura asociada a la población indígena andina (aymara y quechua, principalmente) procedente del mundo rural, ha pasado a ser una más vinculada a los mestizos que encuentran su espacio en las ciudades. Desde 1985, unas cien mil personas migran del campo a la ciudad cada año en Bolivia. Huascar Rodríguez insiste en que, al hablar de las cholas, debe reconocerse la heterogeneidad de esa denominación, que históricamente ha designado a diferentes tipos: de la rural a la urbana.

De vuelta en la ciudad, Yola siguió trabajando y halló en la dirigencia de las trabajadoras del hogar un foro donde hacer oír su voz. En alianza con el colectivo feminista Mujeres Creando empezó a hacer radio, en 2009. Desde 2014 estudia Sociología y no ha dejado de trabajar en Radio Deseo, al tiempo que ha creado el blog “Ser chola está de moda”, donde denuncia, por ejemplo, que “las cholas que son modelos, casi todas, son mujeres oportunistas que se disfrazan para la ocasión y se meten en esos espacios públicos”, y el canal de YouTube “Chola Bocona”, donde reniega de que a las cholas se las quiera ver como piezas de “un museo a cielo abierto”, empleando su nombre sólo para “vender algún producto”. En las redes sociales vuelca una mirada innegociable sobre lo que ella califica como “un proceso de domesticación” de las mujeres de pollera, que opera principalmente desde los medios de comunicación y la política. Piensa que la creciente penetración de las cholas en la vida pública boliviana obedece a fines decorativos, se las ve haciendo tareas impuestas y estereotipadas, como cocinar, bailar o exhibir sus trajes, en vez de asumir roles de poder y toma de decisiones.

Esto lo dice consciente de que las cosas en Bolivia han cambiado —para bien— desde que su tía se la llevó a la ciudad. El gobierno de Evo Morales promovió la inclusión mediante normas y hechos: normas como la Ley contra el Racismo y Toda Forma de Discriminación (2010), que prohíbe y sanciona conductas discriminatorias hacia mujeres de pollera, entre otros sujetos marginalizados; hechos como la designación de ministras y diputadas cholas, así como de una presidenta de la Asamblea Constituyente también de pollera, Silvia Lazarte. Un gesto que ha mantenido el actual presidente Luis Arce en el Ministerio de Culturas, a cuyo frente está Sabina Orellana, chola cochabambina de origen quechua, o en el Museo de Etnografía y Folklore, uno de los dos más importantes del país, dirigido por Elvira Espejo, artista e intelectual orureña de sangre aymara. Sin embargo, bien apunta la socióloga Ximena Soruco en su libro La ciudad de los cholos (2011): la “colonialidad” no se supera con leyes, en la medida en que éstos son “procesos sociales, estructurales y que, sobre todo, constituyen subjetividades”.

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Ilustración de Amanda Mijangos.

El imperio de las polleras

Glenda Yáñez viste toda de negro. Ese detalle, que no ameritaría mayor apunte, se antoja sugerente en este preciso instante: las 7:30 de la mañana del 16 de agosto de 2021, en la plaza del Obelisco paceño, desde donde en unos minutos más partirá una delegación de “cholitas escaladoras”, el nombre con el que se conoce a las mujeres bolivianas que se han hecho internacionalmente conocidas por ascender a los picos más altos del país y del continente con todo y sus polleras. Las andinistas están uniformadas con cascos rosados, sogas amarillas cruzando sus pechos y polleras carmesí.

Glenda no es escaladora, sino diseñadora de moda para cholas. Nacida en 1978 en La Paz y descendiente de una familia de Sorata, un valle a 150 kilómetros de la capital, comenzó a crear polleras para sí misma a los quince años y al poco tiempo esto se convirtió en su forma de ganarse la vida. Tiene estudios en Derecho y Comunicación, pero su nombre es conocido por la ropa que confecciona para fiestas patronales, que sólo en La Paz suman 390, más que los días del año. Ella es una figura visible del sector artesanal que viste a las mujeres que bailan en la fiesta del Señor Jesús del Gran Poder, el más grande desfile de danzas folclóricas de La Paz que, hasta 2019, generaba un movimiento económico anual de 120 millones de dólares, según estimaciones de la alcaldía paceña. Se trata de la celebración de mayor dimensión social y económica de Bolivia, junto con la Entrada del Carnaval de Oruro.

Glenda sabe que su trabajo no puede reducirse a diseñar y vender polleras, blusas, enaguas, mantas y zapatos. Debe también relacionarse con instituciones, autoridades y potenciales clientes. Por eso aceptó la invitación de Eliana Paco —chola, concejala de La Paz y célebre diseñadora de prendas para mujeres de pollera— para integrar la delegación que acompaña a las cholitas escaladoras en el ascenso al Mururata, una montaña a 57 kilómetros de la ciudad, a 5 868 metros sobre el nivel del mar (MSNM).

El grupo deberá retornar mañana en la noche, una vez que las cholitas hagan flamear la bandera boliviana en la cumbre del Mururata y jueguen un partido de fútbol a una altura a la que ni los jugadores profesionales bolivianos se atreverían. Eso me da tiempo para conocer a otra diseñadora de vestimenta y accesorios para mujeres de pollera, Ana Palza. Ella, que no es chola sino hija de una estadounidense y un boliviano, administra una tienda en una calle comercial de la zona sureña más exclusiva de La Paz, Calacoto. En sus dos primeras plantas exhibe joyas y prendas de vestir que respetan la materia prima de las ropas de chola, pero en cuyo empleo y combinación se toma libertades: un vestido confeccionado con flecos de manta, una bolsa hecha con tela de enagua, broches labrados con la plata de las cucharas de las mujeres indígenas. En la tercera planta funciona el taller en el que trabajan ella y sus tres socias, entre mesas con telas, maniquíes con corsés en proceso, bastidores con polleras experimentales (moteadas y a rayas) y torres con cajones de plástico repletos de lentejuelas, mostacillas y canutillos. Ana me confía que, desde que trasladó su tienda de la Garita Lima, en la zona comercial más popular de la ciudad, a Calacoto, su clientela ha cambiado. No son cholas, sino turistas y bolivianas radicadas en el exterior, que se llevan sus prendas a manera de finos recuerdos de la cultura nacional.

A 381 kilómetros de la tienda de Palza, en la ciudad de Cochabamba, Ruth Bonifacio aplica una estrategia similar a la suya, aunque con matices. Ha rentado una tienda de dos plantas para montar el proyecto de su vida: la boutique Misk’i Ñawisita (una expresión quechua que podría traducirse como “ojitos dulces”), en pleno centro urbano, donde ofrece prendas para mujeres de pollera. Acostumbradas a comprarse ropa en los mercados más populares, apretujadas en puestos semicallejeros donde ni siquiera pueden probarse las polleras, las clientas de Bonifacio llegan campantes a Misk’i Ñawisita, anunciadas por el timbre de su puerta de ingreso, para ver diseños, elegir telas y encargar trajes a medida que se prueban en vestidores antes de llevarlos consigo.

A diferencia de las mujeres que frecuentan el local de Palza en La Paz, las que van a la boutique de Bonifacio sí son cholas y, para más precisión, cholas cochabambinas, con sus particularidades en la vestimenta: polleras más cortas (verticalmente plisadas, pero sin alforzas horizontales), pocas enaguas (tres o menos), blusas más escotadas, sombreros de ala ancha y copa alta. Tal es el sentido de distinción, que Bonifacio no se refiere a ellas como cholas, sino como señoras: “nuestras señoras cochabambinas”. Así las llama porque, aunque no lo diga, la palabra “chola” connota aún sentidos peyorativos en determinados contextos. A pesar de gozar de prestigio en cenáculos intelectuales, su uso en espacios públicos puede generar situaciones incómodas y conflictivas, observa el antropólogo Pablo Barriga. Ni siquiera la retórica oficial del partido de gobierno, el mas, que se proclama popular y plurinacional, apela al vocablo “chola” ni a su masculino, que puede asumirse abiertamente insultante. Para aludir a las clases populares, ha acuñado la expresión indígena-originario-campesino. Huascar Rodríguez cree que en la reticencia oficialista a hablar de lo cholo hay un reconocimiento de la cualidad problemática del término, que remite a la noción del mestizaje, ante la cual Evo Morales y sus adherentes oponen el esencialismo indígena.

La discusión en torno al uso de la palabra “chola” no le es ajena a Glenda, con quien me reúno unos días después del ascenso al Mururata. Para ella, el significado de la denominación está en el tono con que se la enuncia. Se acuerda de cuando era niña y acompañaba a su abuela de pollera en el minibús, donde no faltaba un pasajero que protestaba, con molestia y asco: “Ay, esta chola, con sus bultos”. Y sin ir más lejos, reniega de quienes, en un intento por disimular su desprecio, se escudan en el paternalismo y la llaman “cholita”. “A mí no me gusta que me digan ‘cholita’. Porque no soy joven, no soy ‘cholita’, soy señora. Deberían tratarme así”, me dice, en el taller que ocupa en una galería del macrodistrito Max Paredes, en la zona noroeste de La Paz, al que se llega a través de un laberinto abierto por maniquíes de mujeres caucásicas, rubias y con ojos azules disfrazadas de cholas.

Glenda, en cambio, hoy no es chola. Al menos a juzgar por cómo viste. Lleva un traje deportivo negro punteado y unos tenis tipo Converse blancos. Sólo sus dos trenzas me recuerdan a la señora de pollera que hace una semana fue al Mururata. Mientras me muestra algunas mantas con pedrería fina y me explica la diferencia entre la pollera (con bastas) y la falda (sin bastas) de la chola paceña y me mira desde detrás de unos lentes felinos, pienso en algo de lo que me advirtió Sayuri Loza: la desaparición de la “mujer de pollera 24/7” y el surgimiento de una que, como las japonesas con el kimono, se viste con prendas cholas sólo en ocasiones extraordinarias: una fiesta patronal, una reunión social o la escalada a una de las montañas más altas del país.

Trenza industrial

Hace ya tiempo que la ropa de chola ha dejado de ser el secreto mejor guardado de la moda nacional. Los ostentosos y coloridos diseños de polleras han saltado en los últimos años de las fiestas patronales a las pasarelas internacionales. Agatha Ruiz de la Prada, una de las diseñadoras más aclamadas en España y Europa, ha llegado cuatro veces a Bolivia para declarar su amor por los “trajes de cholita”, que han inspirado colecciones que ha presentado por doquier. La última vez que visitó La Paz, invitada por el Bolivia Fashion Week en 2019, salió a agradecer al público que asistió al desfile de sus colecciones vestida con un sombrero de copa, una pollera y una manta fucsias, un atuendo que exhibió pese a caminar con muletas.

Al tiempo que Ruiz de la Prada predicaba la vitalidad estilística de la chola aymara, la diseñadora paceña Eliana Paco llegaba, en 2016, a la Semana de la Moda de Nueva York, donde exhibió polleras, mantas y blusas confeccionadas con aguayo, bayeta, sedas, encajes, pedrería y lentejuelas. Dos años más tarde, la diseñadora y orfebre Ana Palza y el arquitecto Freddy Mamani, creador de los “cholets”, fueron invitados de la Fundación Cartier, en París, para intervenir en la exposición “Geometrías del Sur: desde México hasta la Patagonia”. Para la ocasión, Palza diseñó 46 trajes de cholas, mientras que Mamani convirtió uno de los espacios del recinto parisino en una réplica del salón de baile de un “cholet”, el nombre con el que se conoce a los edificios de estilo kitsch neoandino, principalmente levantados en El Alto por la llamada burguesía aymara, desde donde se han vuelto internacionalmente célebres por sus fachadas multicolores de motivos andinos.

La moda no es la única manifestación del boom actual de la chola boliviana. Las polleras vienen ganando un espacio estable en las pantallas, dentro y fuera de Bolivia. En el cine han inspirado películas documentales de repercusión internacional. A las cholas ‘cachascanistas’ (que hacen lucha libre) y a las escaladoras están consagrados los largos Mamachas del ring (Betty Park, 2009, eeuu) y Cholitas (Jaime Murciego y Pablo Iraburu, 2019, España), que han pasado por festivales internacionales, aunque sin estrenarse en el país. Sí se han visto en Bolivia los reportajes y documentales periodísticos que les han dedicado las cadenas internacionales cnn y dw, amén de la colección de artículos de medios extranjeros que explotan el filón exótico de exhibir a mujeres con vestimentas tradicionales repartiendo patadas voladoras a diestra y siniestra o escalando hasta los 6 961 metros del Aconcagua, en la Argentina.

En la televisión, su éxito no es menor. En Bolivia, las cadenas más grandes han vuelto una marca de estilo la inclusión de presentadoras cholas —o con ropas de cholas—, comúnmente en programas de entretenimiento, gastronomía y, en menor medida, periodismo. Esto es resultado de un proceso que se encaminó en los sesenta, con la incursión de Remedios Loza en la radio y televisión, pero que se ha afianzado en la última década como correlato del protagonismo político que han ganado las cholas y otros sectores populares con Evo Morales (y su partido) en el poder. Afuera, el hito más reciente lo produjo la plataforma Netflix, con la serie documental Street Food (2020), cuyo episodio final, “La Paz, Bolivia”, lo protagoniza doña Emi, una mujer de pollera que prepara rellenos (empanadas de papa con guiso en su interior) en un puesto callejero paceño.

En los departamentos con más valles, como Cochabamba y Chuquisaca, las cholas han encontrado en la música y el baile una vitrina generosa para hacerse visibles y ganar dinero. El movimiento de huayño zapateado o huayño cumbia, que fusiona música andina con instrumentos electrónicos y ritmos tropicales, ha subido a escenarios de Bolivia y de países vecinos a cientos de grupos abanderados por jóvenes cholitas que, con polleras cortas y blusas escotadas, cantan y bailan en conciertos de gran arrastre. La pulsión musical de las cholas vallunas no es algo nuevo ni mucho menos; sí lo es su aprovechamiento estratégico de géneros más urbanos y, sobre todo, la notoriedad conquistada en las grandes ciudades, en particular, en las zonas habitadas por migrantes de las zonas rurales.

Internet es otro territorio en franca conquista de las cholas. Una investigación de este año del Laboratorio TecnoSocial identifica alrededor de 39 influencers indígenas-populares en Sudamérica, algunos de ellos bolivianos. Aunque, en rigor, debiera decirse algunas de ellas, porque de los veinticinco con más seguidores, veintitrés (72%) son mujeres. La mayor parte, 60%, se mueve en YouTube, apunta el informe “Creadores indígenas-populares de contenido digital”, de Camila Jiménez. En cuanto a los contenidos, se impone un esquema similar al de la televisión: la comedia, la música y la cocina suman 68% de la oferta total.

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Ilustración de Amanda Mijangos.

Cholas extremas

Julia Quispe, de treinta años, chola aymara, escaladora, nació para domar montañas. Es de Chucura, una comunidad a 32 kilómetros de La Paz, que atraviesa el sendero de excursionismo Camino del Inca y conduce al Huayna Potosí, uno de los picos más altos de Bolivia (6 088 MSNM). Desde chica ayudó a su papá, que trasladaba en llamas las cargas de los turistas que hacían trecking. A la muerte de su padre se hizo cargo del negocio familiar y, tiempo después, se casó con un guía de montaña de su zona. Se especializó en cocinar para los excursionistas, a quienes acompañaba hasta el campo alto previo a las cumbres del Huayna Potosí, el Illimani, el Sajama y otros picos. La pollera, su vestimenta de diario, nunca le dificultó subir o bajar de las alturas, ni siquiera cuando en 2016 finalmente se atrevió a alquilar casco, soga, arnés y crampones (las garras metálicas que se adhieren a los zapatos para recorrer la nieve y el hielo) y se lanzó a la conquista del Illimani (6 439 MSNM), su primera cumbre. “Ya he subido tres veces sola al Huayna Potosí y diez al Condoriri (5 648 MSNM)”, me cuenta Julia, sin asomo de arrogancia, como quien enumera sus trabajos previos, unos minutos antes de enfilar hacia el Mururata, su octava cumbre. “Ahora ya me contratan de guía”, dice con orgullo, mientras su hija Judith, de trece años, se abraza de su cuello. Ambas llevan las polleras y los cascos con los que escalarán.

Alicia, hermana de Julia y esposa de un guía, fue la primera chola en alcanzar la cima de una montaña boliviana, el Huayna Potosí, en 2015. O, al menos, la primera en publicar su hazaña en Facebook. Las fotos que compartió levantaron revuelo en los medios. El atrevimiento contagió a otras mujeres de la zona, hermanas, hijas, sobrinas y amigas, quienes entendieron que escalar sin quitarse sus tradicionales polleras, que las calientan del frío glaciar andino, pero pueden dificultar algunas maniobras, cotizaba bien en los medios. De ahí en más tuvieron un ascenso más expedito que el que hacen a las cimas nevadas: llegaron reporteros extranjeros, documentalistas, el histórico ascenso al Aconcagua de 2019, charlas ted, murales con sus rostros y un lugar de privilegio en la historia reciente de las conquistas de las cholas bolivianas. Mientras el sueño de escalar el Everest sigue intacto, intentan ganarse la vida sin dejar de recorrer las montañas. Su más reciente hito fue guiar a una pareja para casarse en la cima del Illimani. El novio subió con esmoquin, la novia con vestido y velo blancos, mientras que sus guías asistieron a la ceremonia con polleras, siempre más visibles que las calzas y polainas especiales que llevaban por dentro.

A 453 kilómetros del Illimani y cuatro mil metros más abajo, en Cochabamba, las Imilla Skate se transforman en cholas; son un colectivo de patinadoras cochabambinas a las que en septiembre de 2020 no se les ocurrió una mejor forma de homenajear a su ciudad que recorrer sus avenidas en patinetas vestidas de una manera insólita para el deporte urbano: tocadas por sombreros de paja, embutidas en blusas bordadas y domando unas polleras empeñadas en bailar con el viento. Su video de presentación lo grabaron durante los días de confinamiento por la pandemia de covid-19, con la ciudad desierta de vehículos y unos pocos peatones que, a su paso, intentaban retener el espejismo de unas cholas patinadoras, tomándoles fotos y videos como posesos. El ruido que hicieron en redes fue tal que medios locales e internacionales se lanzaron a cazarlas. Y descubrieron que, si bien ellas no eran mujeres de pollera en su día a día, sí creían que al vestirse como tales para hacer lo que más las representa, patinar, rendían homenaje a sus madres y abuelas cholas.

Eso mismo me explicaron un domingo de inicios de agosto en que se citaron para entrenar en el Parque Urbano Ollantay, al sur de Cochabamba. Las Imilla Skate —una mixtura anglo-quechua que podría traducirse como “chica patinadora”— fueron llegando una a una, casi todas con ropa deportiva. Aunque el grupo reúne a casi una veintena de veinteañeras, ese día se reunieron ocho. Se organizaron en grupos para cubrirse de los ojos curiosos mientras mudaban de ropa; ya en parejas, se sentaron para peinarse y hacerse las trenzas, un proceso por el que les cabe perfectamente el apelativo de “cholas transformers”: mujeres que, sin ser cholas de origen, se visten como ellas.

Sólo una vez convertidas en cholas, las Imillas Skate se lanzaron de lleno a la pista con sus patinetas, desafiando sus rampas con trucos de complejidad variable, disputándose el espacio con los bikers y rollers, pagando su temeridad con aparatosas caídas. Brenda Tinta, una de las imillas patinadoras más antiguas, disipó mi temor de que fueran a romperse los huesos y me aclaró que caerse es una parte imprescindible de su disciplina. Esteffany Morales, una imilla más joven, me aseguró que todas ellas saben lo que es caerse y levantarse. Elinor Buitrago, imilla y madre, me contó que el riesgo de desplomarse es mayor cuando llevan polleras, porque no pueden ver sus pies y deben mantenerse en la tabla casi a tientas. Huara Medina, imilla y grafitera, le dio la razón a Elinor, pero no sin hacer notar una ventaja de la vestimenta de chola para el skate: “Cuando te caes, te acolchona”. Al poco rato volvieron a la pista, aún como cholas, salvo por un detalle: las zapatillas deportivas. En vez de calzarse sandalias o zapatos femeninos planos, como lo hacen las mujeres de pollera, patinan con las Vans, Nike o Converse típicas del skating.

La elasticidad de lo cholo está reñida con el esquematismo con que, desde la política, se intenta definir las identidades bolivianas. Aun sin encajar en el discurso oficial, el auge de lo cholo en Bolivia puede leerse como indicador de un fervor nacionalista. Esa lectura tiene la antropóloga, docente y escritora de origen inglés Alison Spedding, que radica en Bolivia y lleva pollera desde 1986. La primera vez se la puso una amiga de las afueras de La Paz para que no sufriera frío en sus tierras de pastoreo, a cinco mil metros sobre el nivel del mar, y desde entonces la usa con libertad en la zona cocalera donde vive y suele quitársela en la ciudad para dictar clases. La “chola gringa”, como aún la llaman, admite que el uso de la pollera está mejor visto que hace veinte años. En los noventa, cuando caminaba con pollera por la ciudad, era común que la insultaran, mientras que hace poco, al verla recorrer una de las empinadas calles paceñas, con sus 1.80 de altura que la distinguen no sólo de una chola, sino de cualquier boliviano promedio, escuchó a un hombre decirle a otro: “Mirá, una gringa de pollera, qué bien”. Cree que, si bien la efervescencia nacionalista en el país tiende a celebrar lo cholo, su uso puede cambiar como todo en la cultura popular. Lo que no cambia es el uso estratégico que ella le da a la pollera y que, entre otras ventajas, le permite sentarse y orinar en cualquier parte del campo, como lo hacen los hombres.

“Mujer Valerosa”

Juana Machaca, de 38 años, chola vendedora de condimentos, saca de su bolsa de mercado el libro Golpe de Estado y fascismo en Bolivia (2021), una compilación de Jaime Choque en cuya portada aparece ella en medio de una cortina de gases lacrimógenos, gritando, apuntando con una bandera boliviana y una pequeña wiphala amarrada a la cabeza del mástil. La imagen, tomada el 13 de noviembre de 2019 por Natacha Pisarenko, de la agencia de noticias AP, se convirtió en un icono de la resistencia popular al gobierno transitorio de Jeanine Áñez, que sucedió en la presidencia a Evo Morales el 12 de noviembre.

Natural de Viacha, a 37 kilómetros de La Paz, pero con una residencia compartida entre su pueblo y El Alto, Juana había salido el 13 a protestar contra los excesos que sufrían a manos de opositores y fuerzas represoras las mujeres de pollera que, como ella, lloraban la caída de Evo. Lo menos que recibieron fueron insultos (el “chola de mierda” que se creía extinto). Las desalojaron de plazas públicas. Las golpizas y el encarcelamiento fueron las formas más efectivas de silenciarlas. Al momento de ser fotografiada, estaba en el Paseo del Prado paceño, frente a unas dependencias policiales desde las que les dispararon bombas de gas a ella y su grupo de manifestantes. Vestía ropa de trabajo: una pollera verde con jaspes que parecen salidos de un lienzo impresionista, una blusa de manga larga azul y un mandil celeste floreado, de los hombros a los tobillos. Es casi el mismo atuendo con el que la encuentro en esta mañana del 17 de agosto de 2021, Día de la Bandera Boliviana.

Le pido tomarle unas fotos. Acepta, sólo que antes debe producir su escenografía: de su bolsa saca las dos banderas con que la fotografiaron y arrestaron el 13 de noviembre, la tricolor republicana y la wiphala andina, ésa que “¡se respeta, carajo!”. Las amarra a unas rejas y se coloca entre ellas. Antes de irse, ofrece rubricar mi libreta con los timbres de sus organizaciones sociales que, a la manera de un notario, emplea para legalizar con tinta azul los documentos que suscribe. Son cuatro, casi tantos como las enaguas de una chola paceña. Dos certifican que es “maestra mayor” de la Asociación de Comerciantes Minoristas de Condimentos de Villa Remedios. Un tercero indica que es dirigenta de su barrio, Sagrado Corazón de Jesús. Y el cuarto, que le sirve de tarjeta de presentación, lleva grabada una réplica de su imagen del 13 de noviembre de 2019: una mujer de pollera que resiste “de pie, nunca de rodillas”, empuñando la bandera tricolor y la wiphala, rodeada por una leyenda que la define como “Mujer Valerosa”. Que no deja de ser otro eufemismo para nombrar a la chola boliviana.

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